JOSÉ MARÍA MERINO NO SOY UN LIBRO Las Tres Edades 25 Aniversario Para María CAPÍTULO 1 A quel día había sido muy caluroso. La llegada de la noche no anunciaba frescor y desde el cielo seguía derramándose un bochorno sólido, que se mezclaba con el humo acre de los motores e iba formando bajo las marquesinas de los andenes una masa ligera de bruma pegajosa. Faltaban alrededor de cinco minutos para la salida del tren. Casi todos los viajeros ocupaban ya su sitio y la gente que los había acompañado permanecía inmóvil junto a los vagones, en esa actitud rígida y un poco desorientada que precede a las despedidas. —Esta es la última que le aguanto —exclamó Juan Luis—. En la vida vuelvo a hacer planes con él. A la hora de la cita —más de tres cuartos de hora antes— únicamente Juan Luis había llegado a la estación. Al no encontrar a ninguno de sus amigos, había debido asumir con fastidio, una vez más, aquel desasosiego suyo que le hacía llegar siempre demasiado pronto a los sitios. Marta había aparecido poco después. El desasosiego de Juan Luis se esfumó y, sentados ambos muy cerca del lugar convenido —el mostrador de información—, hablaron un rato, entre risas, de los incidentes menudos que habían surgido durante la preparación de sus equipajes. Pero transcurrieron treinta minutos más, Piri no acababa de llegar, y Juan ⁓ 9⁓ Luis volvió a sentir su acostumbrada desazón y a expresarla con tanta insistencia que Marta había acabado por desazonarse también. Observaban cada vez con mayor avidez la muchedumbre que se movía en el vestíbulo, bajo el continuo retumbar de los altavoces. Su impaciencia les hizo inquietarse tanto que se habían vuelto a colocar a la espalda sus grandes mochilas, preparados para no perder ni un instante de un plazo que se iba agotando. A las diez menos veinte, Juan Luis se había levantado con gesto iracundo, manifestando de nuevo su preocupación. —¿Pero qué puede estar haciendo? —¿Entendería bien dónde quedamos? —había preguntado Marta. —Siempre ocurre lo mismo con él. Ya verás cómo pierde el tren. Por fin, pasadas las diez menos cuarto, decidieron bajar a los andenes. Al llegar a su tren ya no les resultó fácil encontrar tres asientos vacíos en el mismo departamento, y después de colocar sus mochilas y bultos en la rejilla habían salido del vagón y miraban con ansiedad hacia el principio de las vías. —De veras que nunca más contaré con Piri para nada —repetía Juan Luis. —Igual le ha pasado algo —dijo Marta. —Qué le va a pasar. Que no se organiza. Un mozo se acercaba mientras iba cerrando las puertas de los vagones. Los acompañantes que aguardaban la partida desde el andén recuperaban la vivacidad, iniciando los gestos del adiós. Los brazos de los viajeros gesticulaban fuera de las ventanillas. —Vamos —dijo el mozo—. Hay que cerrar. —¡Espere! —exclamó Marta. ⁓ 10 ⁓ Junto al extremo anterior del tren había aparecido por fin una figura que corría, y que enseguida pudieron identificar. Marta y Juan alzaron los brazos y llamaron a gritos al recién llegado. Sosteniendo con esfuerzo su mochila, aturdido y sofocado, Piri seguía corriendo hacia ellos. Estaba ya cerca cuando sonó la señal de partida y, casi al mismo tiempo, el tren arrancó. Haciendo un esfuerzo, Piri llegó junto al vagón, se agarró al asidero de la puerta y continuó corriendo hasta que el mozo extendió un brazo y pudo sujetarle. Juan Luis le cogió también y Piri subió con dificultad los escalones y alcanzó la plataforma. —Por los pelos —exclamó Piri, entre jadeos. —Hay que llegar antes —advirtió el mozo—. Esto no está permitido. —Eres un desastre —dijo Juan Luis—. No sé por qué hacemos planes contigo. —¿Ya me vas a reñir? ¿Tú sabes el atasco que había en la Castellana? He estado más de una hora metido en el autobús. —Haber salido antes. —Salí cuando pude. —Dejadlo y vamos a sentarnos —propuso Marta—. Al fin y al cabo, ya estamos los tres juntos. Entraron en el compartimento y Piri colocó su mochila junto al equipaje de sus amigos. En el compartimento iban también dos chicas y un hombre mayor, cubierto con una gorra de visera. Después de acomodarse, Juan Luis continuó sus reproches y Piri sus excusas. El tren se alejaba velozmente entre la nochenosoyunlibro. nosoyunlibro NOSOYUNLIBRO ⁓ 11 ⁓ Poco después de que el tren hubiese iniciado su marcha, Marta sacó de su mochila la agenda y un bolígrafo, dispuesta a anotar sus impresiones. Sentía el traqueteo trepidar en su interior como esos compases que, desde el primer movimiento de una sinfonía, vaticinan un desarrollo melódico de largas y solemnes proporciones, o como esos temas musicales que, en algunas películas, aparecen al principio para identificar la señal sonora que se irá repitiendo en los momentos culminantes. Desde que, a la vuelta de las anteriores vacaciones veraniegas, había tenido noticias de la existencia de aquel tipo de viaje —que permitía recorrer durante un mes cualquier lugar de Europa, así como Turquía y algunos países árabes, improvisando sobre la marcha los itinerarios—, su propósito de llevarlo a cabo se había convertido en una obsesión. Además, el precio no era imposible de pagar por ella misma, sin pedir extras a sus padres, si ahorraba durante el curso parte de su paga. Su padre había sido el más difícil de convencer. Respondió con incredulidad a las primeras insinuaciones, e incluso hizo un gesto de malestar. —¿Recorrer Europa? ¿A tu edad? ¿Tú sola? No era ya una niña, había respondido ella. El siguiente verano, cuando tuviese lugar el viaje, habría cumplido los diecisiete años. Tampoco iría sola: se iba a organizar un grupo numeroso de amigos y amigas. Muchas chicas y chicos habían hecho ya aquel viaje, sin complicaciones ni problemas. —Tú dedícate a estudiar y machaca el inglés —le había respondido su padre, con aire de disgusto—. Ya viajarás sola cuando seas mayor. Sin embargo, su madre no mostró extrañeza y al fin se ⁓ 12 ⁓ había convertido en una ayuda importante para el éxito de su proyecto. —A mí no me parece tan absurdo —dijo, cuando Marta planteó el asunto por segunda vez. Su padre había separado la vista de la televisión con un respingo. —¿Que no te parece absurdo? —Marta es juiciosa, y todos sus amigos son gente maja. —¿Un mes por ahí, sin rumbo, con la mochila al hombro, de tren en tren, como los vagabundos? —Pero tú nos has contado que, de estudiante, ibas al extranjero, a campos de trabajo y sitios así —repuso Marta. —Era diferente —exclamó su padre, haciendo con la mano un gesto rotundo de rechazo, como si apartase materialmente la objeción de su hija. —¿Por qué era diferente? —Primero, yo ya estaba en la universidad. Segundo, era, quiero decir soy, un hombre. Marta y su madre intercambiaron una mirada suspicaz. —Las cosas han cambiado, Fede —dijo la madre de Marta, con tono que no parecía irónico—. Luego estalló la Revolución francesa, y la industrial, y se inventaron los satélites artificiales, y la informática, etcétera. —No te burles —repuso él, débilmente—. Quiero decir que yo tenía más edad, y que un chico se defiende mejor por esos mundos. Pero la propuesta quedó casi aceptada, pendiente solo de que Marta aprobase tercero. Y la actitud de su padre cambió tanto que, cuando todavía faltaba bastante tiempo para los exámenes finales, le había regalado aquella agenda, donde además de venir un mapa desplegable que tenía la Península Ibérica en el anverso y Europa en el reverso, se indicaban las ⁓ 13 ⁓ monedas de los diferentes países, las distancias en kilómetros y hasta algunas frases usuales en distintos idiomas, con la pronunciación figurada. Se dejaba mecer por el traqueteo, repasando recuerdos del curso, en que solamente la ilusión y los preparativos de aquel viaje que estaba iniciando quedaban como algo plenamente grato, digno de recordarse con gusto. Pues durante aquel curso habían sucedido otras cosas que recordaba con menos tranquilidad: había tenido su primera experiencia amorosa y, tras conocer de verdad cómo eran los besos de un chico, había conocido también el primer desengaño sentimental. En pocos meses, se había encontrado tan enamorada como esas heroínas del cine o de las novelas que convierten un amor correspondido en el único suceso del mundo, para caer luego en la soledad opaca y asfixiante, tras ser rechazadas de un modo brusco y sin motivos. El tiempo inesperado de inseguridad y zozobra que transcurrió durante la enfermedad y la operación de su madre, a finales de marzo, había llevado consigo el súbito alejamiento de su enamorado, y tras la relación apasionada, que había durado todo el invierno, aquel chico se había separado definitivamente de ella, sin explicación alguna. Después de la ruptura, Marta había quedado casi un mes abismada en la sensación de parasitar un cuerpo ajeno, que se movía con aburrido automatismo. La insistencia cariñosa de Piri y de Juan Luis, los minuciosos planes para el viaje, la necesidad de preparar los exámenes finales, fueron sacándola de su estupefacción de fantasma. Había recuperado al fin su modo de ser habitual, aunque a veces sentía, como un dolor indeleble, la amargura humillante de aquella ruptura sin excusas. Pero el tren que la alejaba ⁓ 14 ⁓ de los lugares de cada día parecía alejarla también de los escombros humeantes de aquella tristeza. NOSOYU NLIBR O NOSOYU NLIBRO Entró en el compartimento un hombre con barba y, tras comprobar que había asientos vacíos, se sentó en uno de ellos. Juan Luis, manteniendo un gesto ostentoso de malhumor, observaba las últimas luces suburbiales que iban quedando atrás, entre la oscuridad. Su enfado inicial ante el retraso de Piri —debido más a su inevitable impaciencia que a la preocupación por el paradero del amigo— había aumentado al comprobar que el otro no traía consigo la novela que le había prestado mucho tiempo antes, y que Juan Luis tenía el propósito de releer durante el viaje: una novela de fantasía científica de la vieja colección paterna que le había fascinado en su primera lectura. —¿De verdad que no me la has traído? —repitió, con la voz cargada de reconvención. —Me la olvidé encima de la cama —explicó Piri, confuso—. Es lo primero que preparé para traer. Pero luego mi madre se puso a querer ordenarme la ropa y se me pasó. En momentos como aquellos, que ocurrían varias veces al año —pues Domingo, Aspirino, Piri para los íntimos, tenía facilidad para esos olvidos y descuidos que fastidian a los demás—, Juan Luis sentía por él un vehemente aborrecimiento, y hasta justificaba la reticencia de su familia con aquel muchacho desgarbado y vulgar. Pues en casa de Juan Luis, Piri era considerado con un desdén condescendiente. ⁓ 15 ⁓ —Eres demasiado bueno con él —decía a menudo su madre, interpretando su amistad con Piri como expresión de pura generosidad. Con ello, su madre aludía veladamente a la conmiseración que a Juan Luis debían suscitarle los problemas familiares de aquel muchacho, hijo único de padres divorciados, que vivía con su madre, una modesta empleada administrativa, persona al parecer de comportamiento irascible e histérico. En tales circunstancias, Juan Luis defendía porfiadamente a su amigo. —No le conocéis —afirmaba—. Es muy divertido y muy buena persona. —Es un chico extrañísimo, con esas gafas tan gordas y esas melenas, y esos zapatones, tan pálido, lleno de granos —decía su hermana mayor. Las críticas se habían incrementado cuando les comunicó su proyecto de viaje por Europa, en el Interrail. —¿Con ese Piri? ¿Vas a irte con él? —También va a ir Marta —repuso él—.Y seguramente Iñaki, y Ana Mari Molinero. —Pero si ese Piri es un desastre. ¿No has contado que es la segunda vez que pierde las gafas este curso? —Se las rompieron en una pelea, pero Piri tenía razón. El otro era ese Santiago Pardo, uno que le hizo una guarrada a Marta. —A mí me interesan sobre todo tus idiomas. ¿No habíamos quedado en que el próximo verano irías otra vez a Francia? —había preguntado su padre. Juan Luis soportó el fuego cruzado con bastante aplomo y aseguró que, precisamente, un viaje como aquel era ideal para practicar idiomas, y que, en todo caso, solamente podía durar un mes. ⁓ 16 ⁓ —Pero acaso el verano que viene hagamos nosotros un viaje por Europa. Puedes acompañarnos —dijo su madre. —¿Y si no lo hacéis? ¿Quieres que me quede descolgado? Todos los años decís que vais a hacerlo y luego resulta que volvéis a ir a Altea. —Si no lo hacemos, vas otra vez a Poitiers, con tu tía Marie Aline. Tras varias escaramuzas más, sus padres habían consentido, pero los comentarios en torno al aspecto estrafalario de Piri y sus despistes seguían siendo motivo permanente de burla. Se enredaba en aquellos recuerdos y el menosprecio familiar por el amigo contagiaba sus propios sentimientos, tiñéndolos de un regocijo turbio. Le sacó de su estupor una palmada de Piri en su hombro y se volvió. —Venga, Juan Luis, perdona, colega —dijo Piri—. De verdad que lo siento. No vamos a empezar el viaje con este mosqueo. El aspecto compungido de Piri desarmó a Juan Luis e hizo que se desvaneciese su resquemor. —De acuerdo —repuso—. Te perdono. Ya encontraré otra cosa para leer. —Como que te crees que vas a tener tiempo. NO SOY UN LIBRO NO SOY UN LIBRO NO SOY UN LIBRO Marta y Juan Luis habían entablado conversación con las dos chicas; el hombre de la visera, con la cabeza apoyada en una pequeña almohadilla que había inflado parsimoniosa⁓ 17 ⁓ mente, dormitaba; el de la barba hojeaba despacio una revista. La apacible disposición de la escena reconfortaba a Piri, tranquilo por primera vez después de varios días de tensión que habían concluido dramáticamente, mientras su madre le reprochaba una vez más aquel viaje como el abandono de un hijo desnaturalizado. La madre de Piri era una mujer triste y malhumorada. Sin embargo, él declaraba comprenderla. «A mi vieja no le han ido bien las cosas», decía, aceptando el carácter de su madre como algo que las propias circunstancias de la vida habían acabado imponiéndole, y que tenía relación con la desventura y no con la malevolencia. A veces pasaba unos días con su padre, que se había casado otra vez y tenía dos niños pequeños. Al contrario que su madre, su padre era un hombre alegre y pacífico, y en su compañía era fácil encontrar esa tranquilidad jovial que muestran algunas familias. Sin embargo Piri, al lado de su padre, su joven esposa y aquellos niños vivarachos que no se acostumbraba a ver como sus hermanos, se sentía menos cómodo que soportando las variaciones nerviosas del temperamento de su madre. «Qué le voy hacer», decía, «a lo mejor es que no me puedo acostumbrar a otra cosa», pues bajo las regañinas de su madre adivinaba una desesperada solicitud, e intuía que aquellos reparos, que parecían dirigidos a él, tenían otro objetivo, como si con ellos su madre conjurase la mala fortuna que parecía haberla estado acechando a lo largo de toda su vida. Mas, a pesar de su afecto por aquella madre tan arisca, para Piri la familia era solamente una imposición de la suerte, algo que había que soportar con resignación, como las enfermedades o los profesores. Otra cosa era la amistad: «A los amigos ⁓ 18 ⁓ los eliges y los aceptas, y ellos a ti, libremente. Eso es lo que vale de verdad». Aunque nunca se los había expuesto a su madre, ella parecía adivinar aquellos razonamientos de Piri sobre la amistad, y le echaba en cara su excesiva devoción por los amigos. Tales reproches no impedían que llamase a menudo por teléfono a alguno de ellos, sobre todo a Marta, para comunicarles con sigilo confidencial las muchas quejas que le merecía la conducta de su hijo. —Te vas con ellos, por ahí, Dios sabe adónde, y me dejas sola, como un perro. En realidad, los planes veraniegos de la madre de Piri, que estaban próximos a cumplirse, se centraban en la estancia, durante dos semanas, en un vetusto balneario, frecuentado por una multitud de ancianos carraspeantes, varios de ellos antiguos conocidos de la familia. —Venga, mamá, corta el rollo —repetía Piri—. Estamos juntos todo el año. Me tienes más visto que a la doña Adelaida esa de la tele. Pero ella se había sentado en la cama, sujetando la mochila, y aquel diálogo crispado se iba alargando, hasta que la hora estuvo bastante avanzada y Piri, no sin sentirse un poco culpable, arrancó el equipaje de las manos de su madre y se colgó del hombro la máquina de fotos —su único tesoro— mientras depositaba torpemente un par de besos en las mejillas de la mujer. —Se me hace tarde. La madre se levantó y se enjugó los ojos con un pañuelo arrugado. —¿Lo llevas todo? ¿Metiste más de un calzoncillo? ¿Llevas el billete? ¿El cepillo de dientes? ¿Te has puesto el escapulario? ⁓ 19 ⁓ —Que sí, mamá. —Al fin te saliste con la tuya. Anda, toma —dijo ella, alargándole unos billetes. La economía materna era bastante escuálida. Piri había conseguido su pasaje, y algo de dinero para la subsistencia, trabajando a lo largo del curso en diversos menesteres. —No lo necesito, mamá. De verdad. —¿Hasta esto me vas a rechazar? —exclamó su madre, con un sollozo. —Bueno, vale, gracias —dijo Piri, tomando el dinero y guardándoselo en un bolsillo—. Y ahora sí que me largo. Pero al fin se encontraba allí, con sus amigos, en aquel tren que le llevaba a París, primera etapa de un trayecto que, todavía sin perfilar del todo, estaba abierto al azar, como todas las aventuras verdaderas. ⁓ 20 ⁓