Cada uno es como es Todos somos distintos, y cada uno es como es. Entre los músicos también, por supuesto. Los hay geniales y mediocres, altos y bajos, tranquilos y nerviosos, serenos e irritables, humildes y pagados de sí mismos, celosos, orgullosos, irritables, apacibles, soñadores... En fin, de todo. Una compositora visionaria La compositora alemana Hildegard von Bingen (Bermersheim, 1098 – Rupertsberg, 1179) tuvo a lo largo de su existencia y ya desde muy temprana edad visiones y experiencias místicas. Creía que se comunicaba con las divinidades y que éstas le daban la clave acerca del sentido de su vida y de su misión. Llevó una vida contemplativa dedicada a la oración pero también al cultivo de la cultura, muy especialmente de la música. Su nombre se debe a la población de Bingen, que es donde se trasladó en 1150 para fundar un monasterio, por supuesto siguiendo un mandato divino. El pequeño Adrien Adrien “Petit” Coclico fue un compositor y teórico que nació entre 1499 y 1500 – no se sabe con exactitud – en algún lugar de Flandes y murió en Copenhague en 1563. Tenía un sobrenombre – petit, pequeño – que ha quedado incorporado a su nombre y que hace alusión a su baja estatura. Realmente era un enano y según parece su aspecto era más bien grotesco ya que, posiblemente para disimular su baja estatura, se había dejado crecer una barba – por cierto, de color rojo como su cabellera – que le llegaba hasta las rodillas; y esa barba todavía la acentuaba más. En su vida hubo algún que otro episodio curioso como cuando fue expulsado del servicio del duque de Prusia por haber dejado embarazada a una viuda con la que dijo que tenía intención de contraer matrimonio. Además fue uno de los últimos representantes de la tradición polifónica flamenca y a él se deben, a parte de obras musicales de interés en que se percibe una gran preocupación por la correspondencia entre palabra y música, un tratado teórico importante, el Comendium musicae. Qué malos son los celos.... A Johann Wolfgang Franck (Unterschwaningen, 1644 – Londres, 1696) se le recuerda sobre todo por haber sido el autor de la primera ópera alemana, Die drey Töchter des Cecrops, de 1679. Precisamente fue el año del estreno de esta composición cuando mató a otro músico del que estaba celoso. Huyó a Hamburgo esquivando la persecución de la justicia y en esa ciudad conoció un gran éxito no sólo como compositor de óperas sino que su prestigio le supuso el nombramiento de director musical de la catedral. Durante los últimos seis años de su vida organizó conciertos en el Covent Garden londinense. Y nadie pareció recordar su crimen pasional. Con la música era otra cosa Según parece el porte elegante y sereno del compositor Arcangelo Correli era otra cosa con la música. Dejemos hablar a su biógrafo Michael Talbot, reconocido estudioso además de Antonio Vivaldi: “La descripción que Hawkins hace de Corelli como notable por la suavidad de su carácter y la modestia de su porte resume las impresiones de sus contemporáneos, para quienes tales cualidades eran admirables en alguien tan famoso y tan rico. Los retratos de la época, de los cual el mejor conocido es uno del inglés Hugh Howard, quien visitó Italia de 1697 a 1700, pone de relieve la serenidad de arcángel del compositor. El estilo de su interpretación era adecuado – sabio, elegante y patético – aunque haya un testimonio discrepante, según el cual era habitual que perdiera el dominio de sí mismo, los ojos se le pusieran rojos como el fuego y le giraran en ls órbitas como si estuviera agonizando”. Un desafío Carlo Goldoni ya era un escritor destacado a los veintiséis años de edad y gozaba de un merecido prestigio en Venecia como libretista de ópera. Nada menos que Antonio Vivaldi reclamó sus servicios para una nueva obra escénica que debía representarse en la temporada operística primaveral de 1735 de la ciudad de los canales. El propio Goldoni recordaba así el encuentro con el gran maestro veneciano: “- Aquí tenéis, me dijo, la obra teatral que hay que adaptar, la Griselda de Apostolo Zeno. La obra es magnífica pero hay que realizar algunos cambios. Aquí, por ejemplo, después de esta tierna escena, hay una aria cantable, pero dado que a la signora Anna no le gustan este tipo de arias – es decir, que no las podía cantar – aquí será necesario introducir una aria de acción que revele pasión pero no pathos, y que sea cantable. - Ya lo entiendo – le respondí – . Me esforzaré en satisfacer sus deseos. Déme el libreto. - Pero es que lo necesito para trabajar – replicó Vivaldi –. ¿Cuándo me lo devolverá? - Inmediatamente – le respondí – . Déme una hoja de papel y una pluma. - ¿Qué? ¡Su señoría se imagina que una aria de ópera es como una aria de intermezzo! Yo estaba furioso y le repliqué de un modo insolente. Me dio la pluma, sacó una carta de su bolsillo y de ella arrancó un trozo de papel blanco que me entregó. Volvió a su maesa de trabajo y empezó a recitar su breviario. Entonces leí la escena cuidadosamente. Analicé el sentimiento del aria cantable y la convertí en una de acción y pasión. Le entregué mi trabajo. Con su breviario en la mano derecha y mi papel en la izquierda, empezó a leer en voz baja. Cuando termino lanzó el breviario a un rincón, se levantó y me abrazó”. Un retrato de... ¿Bach? No sabemos de un modo fiable como era Johann Sebastian Bach, cuál era su aspecto. Aunque existen diversos retratos de él, se cree que solamente uno fue pintado en vida, el debido a un pintor considerado bastante mediocre llamado Haussman. Resulta que Hausmann tenía una curiosa tendencia a repetirse, de modo que sus retratos se parecían mucho entre sí. No se puede ser curioso Al quedarse huérfano siendo un niño, Johann Sebastian Bach fue a vivir con su hermano Johann Christoph, quien no sólo le proporcionaba sustento y todo lo que necesitara para sobrevivir sino que además le daba clases. Johann Christoph se percató de inmediato que su hermano menor era un fuera de serie, aprendía rápido y tenía una curiosidad natural que le llevaba a querer saber más y más. Cierto día, el pequeño Johann Sebastian supo que su hermano tenía en casa un libro con obras de los grandes maestros de la época, a los que admiraba, como era el caso de Pachelbel y Froberger. Le pidió que se le dejara pero él se negó, quizá por considerar que se trataba de algo demasiado elevado para su nivel. Muchos años después, Carl Phiplipp Emanuel Bach, uno de los hijos de Johann Sebastian, escribió lo siguiente acerca de este preciado y apetecible volumen: “El libro se guardaba en una alacena con puertas enrejadas. Sebastian podía llegar a él con sus pequeñas manos a través de las rejillas y le era posible enrollarlo ya que tenía tan sólo una cubierta de papel. Así podía llevárselo por la noche y, cuando todos dormían, copiarlo a la luz de la luna puesto que no podía servirse de otra luz. Tras seis meses disfrutando de ese tesoro intentando celosamente aprovecharlo en secreto, su hermano se enteró. El enfado fue de tal modo que confiscó la música que había copiado con tanto esfuerzo”. ¿O sí? Quizá sí que se pueda ser tan curioso... Cuando el compositor Georg Philipp Telemann (Magdeburgo, 1681 – Hamburgo, 1767) era todavía un niño, mostró un gran interés no sólo por la música sino también por las matemáticas y por la astronomía. En lo que se refiere a la música, se encargo de aprender a tocar por su cuenta y por sí mismo diversos instrumentos. Las matemáticas y la astronomía las estudió en la universidad, aprovechando su estancia allí para, como quien no quiere la cosa, aprender a hablar muchas lenguas europeas. Era curioso, todo le interesaba, y además era como una esponja, todo lo absorbía. Aprendía y, encima, aprendía pronto. A cada uno lo que le corresponde El compositor Georg Fredrich Händel (Halle, 1685 – Londres, 1759) era un personaje un tanto orgulloso y poco dado a elogiar a sus colegas. Pero con Henry Purcell (Londres, 1659 – 1695) hacía una excepción. Realmente lo admiraba y en 1752 dijo comentando su música – no la de Purcell sino la de Händel – que “si Purcell estuviera vivo sin duda alguna compondría música mejor que ésta”. Un retrato de Händel El famoso musicólogo Charles Burney describió así a Händel: “Era un hombre grande, bastante corpulento, y sus movimientos eran torpes. sin embargo el semblante, que recuerdo con tanta perfección como el de cualquier persona que hubiera visto ayer mismo, estaba lleno de energía y dignidad y dejaba ver las ideas de superioridad y genio impresas en él. Era impetuoso, tosco y perentorio en sus modales y conversación, aunque totalmente despojado de una naturaleza malvada o de malevolencia. En realidad, tenía un original sentido del humor y resultaba afable en sus más animados ataques de mal genio o de impaciencia, que eran, con su defectuoso inglés, extremadamente risibles. Su natural tendencia al ingenio y al humor y la feliz forma que tenía de contar los hechos cotidianos de manera singular le permitían colocar a las personas y cosas en situaciones muy ridículas. Conocía demasiado bien el valor del tiempo como para perderlo con motivos frívolos o con acompañantes fútiles, a pesar de lo alto que fuera su rango. Enamorado de su arte y diligente en su cultivo y en su ejercicio como profesión, vivió una vida estudiosa y sedentaria que casi nunca le permitió tomar parte en sociedad o compartir diversiones públicas. El aspecto de Händel era, en líneas generales, algo pesado y amargado, pero cuando sonreía, era el sol que estallaba tras una nube negra”. Es como un niño La genialidad de Wolfgang Amadeus Mozart no puede discutirse. Su madurez fue sorprendentemente precoz y jovencísimo aún ya escribía auténticas obras maestras. Otra cosa es si su personalidad evolucionó del mismo modo. La imagen de un Mozart casi permanentemente infantil es conocida. Su hermana Anna Maria lo recordaba así: “Esta criatura excepcional, como artista maduró muy pronto. Pero debo decir siendo imaprcial que en casi todos los demás aspectos siempre fue un niño. Nunca aprendió a autogobernarse. No sabía mantener un hogar, ni ser prudente con el dinero, ni limitar sus placeres racionalmente. Siempre necesitaba un guía, un tutor que atendiera sus asuntos domésticos, dado que su espíritu estaba siempre lleno de preocupaciones de otro tipo, que lo incapacitaban para prestarse a reflexiones serias”. Así era Mozart El tenor Michael Kelly, recordaba algunos aspectos del compositor en su libro Reminiscencias, publicado en 1826: “Era un hombre remarcablemente pequeño, muy delgado y pálido, con una profusión de cabellos muy finos y más bien rubios, de los cuales estaba muy orgulloso. Me dio una invitación cordial en su casa e hizo uso de ella, y allí pasé buena parte de mi tiempo. Siempre me recibía con amabilidad y hospitalidad. Le gustaba mucho el ponche, que bebía en grandes cantidades. También le gustaba mucho el billar, y tenía una excelente mesa de billar en su casa. Jugué muchas partidas con él pero siempre me ganaba. Era amable y cordial, y siempre estaba a punto para hacer favores. Pero cuando tocaba era tan especial que si alguien hacía el más mínimo ruido se iba al momento”. Más sobre Mozart La escritora Carolina Pichler, contemporánea de Mozart, recordaba así un suceso protagonizado por el genial compositor: “Una vez, cuando Mozart vino de visita a nuestro hogar, me senté al piano y toqué el Non più andrai de su ópera Le nozze di Figaro. Mozart, que estaba de pie tras de mí, cantaba muy bajito y marcaba el compás con los dedos golpeando suavemente sobre mis hombros. Debió gustarle mi interpretación puesto que cogió una silla, se sentó a mi lado y me pidió que continuara con los graves mientras él empezó a improvisar en los agudos unas variaciones hermosísimas. Mantuve la respiración escuchando a este Orfeo alemán, pero, de repente, según parece harto de tocar, se levantó de golpe y empezó a saltar sobre mesas y sillones, como ya había sucedido antes en alguna ocasión, dando volteretas como si fuera un chiquillo al tiempo que maullaba como un gato”. Mozart da clases pero... Un banquero vienés llamado Joseph Henikistein tenía una hermana que tuvo como profesor de piano a Mozart durante algún tiempo. Henikiesten estaba convencido de que “Mozart no se tomaba la molestia de dar clases a cualquier mujer con excepción de aquellas por las que se sentía atraído”. Lo mío es la música pero... François André Philidor (Dreux, 1726 – Londres, 1795) fue el miembro más célebre de una ilustre familia francesa de músicos cuyo apellido original era Danican. Fue el rey Luis XIII quien dio en el siglo XVIII a un miembro de la familia, Michel Danican, el apelativo Philidor como reconocimiento a su talento al compararlo con el de un oboísta italiano entonces célebre llamado Filidori. François André entró muy joven en la capilla real, primero como paje. Allí pudo estudiar con un gran músico, André Campra. Pronto se dio cuenta que, a pesar de su talento musical y de su intensa actividad dando clases a otros y trabajando como copista, nunca se haría rico con la música y decidió consagrarse a su gran pasión; el ajedrez. Llegó a convertirse en el mejor jugador de su tiempo y a él se debe un importante Análisis del juego del ajedrez, publicado en Londres en 1749, donde se había instalado. En 1754 diversos amigos le animan a volver a París y a dedicarse a la música, entre ellos Diderot. En Londres había escuchado admirado los grandes oratorios de Händel y aquella música influyó en la que compuso al regresar a su país. Pero no logró el éxito en Francia hasta que se consagró a la opéra-comique y ello le proporcionó unos ingreses suficientes como para continuar dedicándose a la música. Ahora bien, nunca olvidó el ajedrez a pesar de su fama como compositor, y una vez al año emprendía un viaje a Londres, cuyo Chess Club le pagaba una pensión anual. Su muerte en Londres se produjo por el hecho de que se encontraba allí cuando el gobierno revolucionario francés le prohibió volver a Francia. Mientras esperaba que las cosas se solucionaran, murió. Le quería mucho Venanzio Rauzzini fue un célebre castrato que ha pasado a la historia por ser el dedicatario de una obra maestra, el Exultate Iubilate de Mozart, además de ser quien estrenó una ópera del mismo compositor, la juvenil Lucio Silla. Rauzzini se retiró de los escenarios a los treinta años, según parece porque su voz se debilitaba aunque hay quien dice que había engordado mucho y no se sentía cómodo en escena. Su retirada de los escenarios no implicó renunciar a su pasión musical y se consagró a la composición, a dar algunos conciertos de vez en cuando y a dar clases particulares. Se instaló en la ciudad balneario de Bath, en Inglaterra, y cierto día de 1794 recibió a un ilustre visitante, al gran compositor Franz Joseph Haydn. Albert Christoph Dies, biógrafo de Haydn, escribió algo que sin duda había llamado la atención del compositor austriaco: “Rauzzini había hecho erigir en su jardín un monumento a la memoria de su mejor amigo, que le había sido arrebatado por la muerte. Una inscripción lamentaba la pérdida de ese amigo fiel y terminaba con las palabras ... No era un perro, era un perro. Haydn copió a escondidas esta inscripción y compuso sobre estas palabras un canon a cuatro voces. Rauzzini quedó sorprendido y el canon le gustó tanto que en honor de Haydn y del perro hizo que lo grabaran en el monumento”. Efectivamente el canon existe, y su texto es Turk was a faithful dog and not a man; es decir, Turk fue un perro fiel y no un hombre. Una vida tormentosa El genial compositor Ludwig van Beethoven nació en Bonn el 16 de diciembre de 1770. Según las crónicas, en el momento de su nacimiento, había una fuerte tormenta y llovía torrencialmente en la ciudad alemana. Al morir el gran músico, el día 26 de marzo de 1827 en Viena, llovía torrencialmente en la capital imperial. ¿Tendrá algo qué ver esta llegada a la vida y esta despedida con la vida que llevó el compositor, ciertamente tormentosa y en muchos momentos atormentada? Sombrío y extraño Cuando Beethoven era muy joven escribió una pieza basada en versos del poeta Friedrich Schiller. Según uno de sus profesores de entonces, planeaba poner música a la Oda a la alegría, algo que haría muchos años después para el último movimiento de su Sinfonía nº 9. El muchacho empezaba a llamar la atención como creador entre quienes sabían apreciar la música, uno de ellos fue Franz Joseph Haydn, quien al ver el manuscrito de una de sus obras inéditas – la Cantata para la muerte del emperador Joseph II – le propuso estudiar con él. Un personaje importante en la vida de Beethoven, el conde Walstein, que fue durante un tiempo su protector, vio con muy buenos ojos el ofrecimiento de Haydn dado que “recibirá así de manos de Haydn el espíritu de Mozart”. Las relaciones entre Beethoven y Haydn fueron de todo menos cordiales y el maestro estaba bastante harto de su joven discípulo, tanto por su actitud como por su propia personalidad, que nada tenía que ver con la suya, siempre tan cordial y mesurado: “Tendrá ideas que nadie habrá tenido, jamás sacrificará (y hará bien) una bella idea por una regla tiránica, pero sacrificará las reglas según su fantasía. Sus obras tendrán siempre algún rasgo, no diría raro, pero sí insospechado [...], extraño y sombrío, ya que usted mismo es sombrío y extraño”. El rigor clásico de las enseñanzas de Haydn poco podría despertar el mínimo interés en un Beethoven que ya era un romántico. Muchos años después, cuando ya Haydn había muerto, Beethoven reconoció su deuda con su fugaz maestro y el valor que tuvieron sus enseñanzas a pesar del poco tiempo que estuvo con él y de cómo llegó a despreciarlo. Beethoven, presa de su orgullo juvenil, había llegado a estar convencido de que Haydn le tenía celos ya que se consideraba a sí mismo poseedor de un talento mucho mayor que el de su maestro. Un valioso pagaré Beethoven se mudaba con frecuencia, en ocasiones más de una vez por año y hasta más de dos. Los problemas con los vecinos eran habituales y tampoco es que él terminara de sentirse a gusto en ninguna parte. En su encantador libro Los clásicos también pecan, Fernando Argenta cuanta una curiosa anécdota en que el compositor se hallaba al borde de un nuevo traslado por insolvencia y que se resolvió de un modo un tanto sorprendente: “Durante su estancia en esta cuarta casa, las cosas no le fueron económicamente bien, y hubo un momento en que no tenía para pagar el alquiler al casero al día siguiente. Lleno de preocupación, se lo contó a su amigo Amenda, que tuvo la siguiente idea: sugirió a Beethoven una melodía, le dijo que volvería tres horas después para recoger las variaciones que hubiese escrito sobre aquel tema y lo encerró con llave en su habitación. Cuando regresó, se encontró a Beethoven con una de sus expresiones que producían pavor: estaba que se subía por las paredes. Le entrego un papel a su amigo y le dijo ¡Qué horror! No se me ha ocurrido nada. Aquí tienes esta birria [...]. Por sugerencia de su amigo, el Sordo Genial entregó aquello a su casero y éste, después de mostrar algunas reticencias, aceptó ofrecerlo a un editor, movido seguramente más por la curiosidad que por otra cosa [...]. Cuando el casero volvió, traía una cara de felicidad tremenda. Con una sonrisa de oreja a oreja preguntó: ¿No tendrá usted...? ¿No me podría dar usted, querido Beethoven, más papelitos de ésos...?”. Más sobre Beethoven Beethoven no era lo que se dice un prodigio de elegancia, más bien era bastante descuidado en este aspecto, e incluso el lugar en que vivía no destacaba por su limpieza ni por su orden. La escritora Bettina Brentano recordaba así una visita a casa de Beethoven en una carta a Goethe: “Tiene tres viviendas en las que se esconde alternativamente. [Fui a una de ellas, un] tercer piso, de un aspecto extraño. En la primera habitación, dos o quizá tres pianos, sin patas, y tiradas por el suelo aquí y allá, varias maletas que contenían sus cosas y una silla con sólo tres patas. En la segunda habitación se hallaba su cama, que tanto en verano como en invierno era un saco de paja y una manta muy fina. También había una palangana de lavabo colocada en una mesita y la ropa de la cama por el suelo”. El compositor Carl Maria von Weber recordó en cierta ocasión una visita a Beethoven: “Lo encontramos en una habitación pobre y yerma. El desorden era absoluto. Por el suelo estaba esparcidos dinero, partituras, prendas de vestir y hasta un orinal a medio llenar. Un montón de ropa estaba sobre una cama sucia. El piano estaba cubierto por una gruesa capa de polvo. En la mesa, tazas y platos descascarillados con restos de comida del día anterior. Él mismo vestía una bata andrajosa con los codos totalmente rotos”. El aspecto y la personalidad de Beethoven Todos tenemos presente la imagen de Beethoven, una imagen que refleja una fuerte personalidad, todo un carácter, alguien realmente especial. En 1810, la escritora Bettina Brentano lo describió así en una carta: “Su figura es pequeña – siendo como es tan grande su espíritu y su corazón – , es moreno, picado de viruela, lo que se dice repugnante, pero tiene una frente divina, tan noblemente arqueada por la armonía que habría que admirarla como si fuese una obra de arte. El cabello, negro y muy largo, se lo echa hacia atrás. Aparenta apenas treinta años pero él mismo no sabe los que tiene, aunque cree tener treinta y cinco. Le he tomado un gran cariño. En todo aquello que tiene que ver con su arte es tan soberano y verdadero que ningún artista se atreve a cercársele, pero en todo lo demás es tan ingenuo, que se puede hacer de él lo que se quiera. Su despiste es motivo de bromas y perrerías, y hay quien se aprovecha de ello. Raramente tiene dinero para lo más indispensable pero amigos y hermanos viven a su costa. Su ropa está destrozada y su aspecto es desastroso, pero a pesar de ello tiene una presencia imponente y señorial”. Un compositor con memoria Es ampliamente conocida la memoria musical de Mozart, reflejada en más de una anécdota en que queda de manifiesto su increíble capacidad de retentiva. Pero no ha sido el único compositor de quien consta su memoria. Rossini recordaba en su madurez un episodio juvenil que nos ilustra acerca de ello: “La familia Mombelli actuaba en uno de los teatros de Bolonia una pieza del maestro Portogallo con gran éxito. Yo tenía entonces trece años y ya era un cálido admirador del sexo débil. Una de mis amigas – o quizá debería decir protectora – deseaba tener un aria de las más aplaudidas de esa ópera. Le pedí una copia al copista, pero me echó. Fui entonces a ver a Mombelli pero también se negó a dármela. Le dije que me daba lo mismo, que esa noche volvería a escuchar la ópera y escribiría de memoria lo que quisiera. Él me dijo: Ya veremos. Fui a escuchar la ópera con la mayor atención y, de vuelta a casa, escribí toda la partitura para canto y piano. Al día siguiente le mostré mi trabajo a Mombelli. No se lo creía y despotricaba contra la supuesta traición del copista. Si usted no me cree – le dije – espere unos días y, una vez la haya escuchado un par de veces más, escribiré ante sus ojos la partitura completa para orquesta. Tanta confianza en mí mismo venció sus resistencias y nos hicimos buenos amigos”. El resultado inmediato fue que Mombelli le encargó una ópera, Demetria e Polibio, estrenada en Roma en 1812 que despertaron l admiración de, entre otros, Stendhal, que llegó a ser un apasionado de la música de Rossini. Un sibarita Es conocido que Rossini era un gran amante de lo que él llamaba le cose buone. Sus amigos, si querían hacerle feliz, le obsequiaban con auténticas exquisiteces, generalmente cada uno de ellos “especializado” en una golosina. Así el stracchino y el mascarpone – dos sensacionales quesos italianos – se los proporcionaba el marqués de Busca. Ricordi, el célebre editor, le enviaba cada año desde Milán el panettone, el banquero Rothschild y el príncipe Metternich le abastecían de algunos de los mejores vinos que existían, y el violonchelista le regalaba las aceitunas de Acoli Piceno. El escritor Ferdinando Martini relató en cierta una situación en la que estaba presente que da cuenta del afecto de Rossini hacía le cose buone. Resultó ser que Rossini y su amigo el escultor Bartolini, también gran amante de los placeres, procedieron a traspasar el contenido de una preciada botella de vino llegado de las Islas Canarias a otro recipiente “con un esmero religioso” según Martini. De pronto y mientras estaban ocupados en tan delicado proceso, se desató entre ellos una discusión que provocó que el contenido de la botella no terminara donde estaba previsto, de modo que no pudo ser consumido. Martini escribió: “Hoy, cuando lo recuerdo, estoy convencido de que Bartolini no habría sufrido tanto si al escultor se le hubiese roto un busto y al maestro se le hubiera quemado una obertura”. Más sobre Rossini Rossini, ya lo hemos dicho, era un apasionado de la cocina. Cuando a los treinta y un años dejó de componer óperas pudo dedicarse a su gran pasión. Recetas como los canelones a la Rossini o el tournedó a la Rossini dan cuenta de ello. Además, circulan mil y una anécdotas al respecto, la mayoría de las cuales probablemente ciertas dado que no es difícil imaginar al compositor en situaciones como éstas dibujan y, en todo caso, si non è vero, è ben trovato. Sabemos, por ejemplo, que decía que tan sólo lloró dos veces en su vida: la primera cuando murió su padre, y la segunda cuando se le cayó un pavo trufado por la borda de un barco. Podría no ser verdad, pero a poco que conozcamos el carácter y la pasión gastronómica de Rossini pensaremos que si no es cierto bien podría serlo. Una de sus delicatessen preferidas era la trufa, que definía como “el Mozart de las setas”. Cuando vivía en París tenía un gran amigo, según parece el mejor, un tal Carême, cuyo oficio era... sí, lo ha adivinado, cocinero. Carême trabajaba para la famosa familia Rostchild, con quienes el compositor tenía una excelente relación, quizá por las características personales de sus miembros o por el afecto que mutuamente se profesaban, aunque algo tendrían que ver los excelentes vinos que eran marca de la casa. En cierta ocasión, Carême obsequió a Rossini con un pavo trufado que iba acompañado de una nota en la que podía leerse: “De Carême a Rossini”. Por supuesto el compositor quedó maravillado y conmovido con tal presente y le correspondió enviándole un aria con la siguiente nota: “De Rossini a Carême”. Otra anécdota cierta de Rossini que tuvo a Carême como involuntario protagonista: Rossini recibió una invitación para viajar a Estados Unidos a presenciar el estreno allí de una de sus óperas. El compositor no fue ya que puso una condición: Sólo iría si pudiera llevarse a Carême y su arte culinario con él. Así era Schubert Anselm Hütteembrenner, amigo de Franz Schubert, retrató así al compositor: “El aspecto de Schubert no era el de un hombre apuesto o impresionante. Era bajo, con la cara redonda y bastante gordo. La abovedada curva de su frente era hermosa. Como era corto de vista llevaba siempre anteojos y no los quitaba ni para dormir. La ropa era algo hacia lo que no sentía el menor interés y no le agradaba frecuentas la sociedad elegante porque entonces hubiera tenido que ocuparse de su aspecto. De todas maneras, en más de una recepción esperaron deseosos su presencia y hubieran estado encantados de pasar por alto cualquier negligencia en su atavío. Otras veces, sencillamente, no podía afrontar los gastos que implicaba cambiar su ropa de diario por el frac. le molestaba saludar y hacer reverencias, y le parecía repugnante tener que escuchar los elogios a él dirigidos”. Más sobre Schubert Así recordaba a Schubert en sus memorias Leopold Sonnleithner, quien escribió una biografía del compositor: “Schubert era extraordinariamente fecundo y trabajador componiendo. Todo lo que no fuera trabajar le interesaba muy poco. Rara vez iba al teatro o a reuniones de sociedad. Le gustaba pasar las noches en los cafés en alegre compañía y se le echaba encima la media noche sin darse cuenta. Si se estaba divirtiendo no tenía horario. Trasnochando tanto se acostumbró a no levantarse hasta las 10 o las 11 de la mañana. A esa hora sentía la urgencia de ponerse a componer y en ello se le pasaban las horas, y también las mejores horas para ganar un dinero dando clases”. Esponja Schubert tenía un mote, Schawwerl, que tiene un doble significado; por un lado significa pequeña seta – alusión al aspecto físico menudo y rechoncho del compositor – y por otro pequeña esponja – que se refiere a la afición que tenía a la bebida. Acerca de esto último volvamos a Sonnleithner: “Lo de su propensión a la bebida es una exageración [...], aunque tengo que admitir que le vi bebido en varias ocasiones. Una vez, estábamos juntos en una fiesta, en las afueras, y había un montón de gente haciendo música y divirtiéndose. Me fui a casa a eso de las dos de la madrugada. Schubert se quedó y al día siguiente supe que había tenido que quedarse a dormir allí porque no estaba en condiciones de volver a su casa”. Melancólico Es conocido que Frederic Chopin tenía un carácter melancólico, algo que puede comprobarse sin dificultad en testimonios de la época y en su correspondencia. En una carta a su madre enviada desde Viena podemos leer” Hoy el Prater estaba muy hermoso. Había multitud de gente a la que no conocía. He admirado las plantas, el olor a primavera y esa inocencia de la naturaleza que me devuelve los sentimientos que tenía cuando era niño. Amenazaba tormenta, así que busqué refugio. Pero llegó la tormenta y entonces me sentí melancólico. ¿Por qué? Hoy no me importa no tan sólo la música. Es tarde, pero no tengo sueño, no sé que me pasa... Los periódicos y carteles anuncia mi concierto, que es dentro de dos días, pero siendo como si no hubiera tal concierto, parece como si no me importara. No escucho los halagos de los otros, me parecen cada vez más y más estúpidos. Desearía estar muerto, pero también me gustaría ver a mis padres. Tengo su imagen [se refiere a Konstancja, de quien estaba enamorado] ante mí, pero me parece que ya no estoy enamorado de ella aunque no pueda quitármela de la cabeza. Todo lo que he visto hasta ahora en el extranjero me parece viejo y odioso y me hace suspirar por mi hogar, por los dichosos momentos que no supe valorar. Lo que ayer me resultaba magnífico hoy me parece vulgar, y lo que creía vulgar se torna ahora incomparable, demasiado grande, demasiado elevado [...]. Estoy confuso, melancólico, no sé qué hacer conmigo mismo. No quisiera estar tan solo”. Más sobre Chopin Robert Schumann admiraba a Chopin y llamó la atención acerca de su talento cuando éste era todavía un joven compositor que nadie conocía. “Las obras de Chopin – decía Schumann – son cañones sepultados entre flores. Si el poderoso tirano del Norte supiera qué peligroso es el enemigo que le acecha en las obras de Chopin, en las sencillas melodías de sus mazurcas, prohibiría esta música”. Chopin, para Liszt, rival y sin embargo amigo a quien además le unía una admiración que era correspondida, era un “genio dulce y armonioso”. Acerca de su personalidad y aspecto recordaba Liszt ya en su madurez: “El conjunto de su persona era armonioso y no parecía exigir comentario. Su mirada azul era más espiritual que soñadora, su fina y dulce sonrisa no conocía la amargura, su porte era tan distinguido y sus gestos tenían tal sello de calidad que involuntariamente era tratado como un príncipe. Todo su aspecto hacía pensar en las clemátides que balancean, sobre sus tallos de increíble finura, sus cálices divinamente coloreados de un tejido tan vaporoso que al menor contacto se quiebran”. Y es que Chopin, tal como nos dice Liszt, era un ser sumamente sensible y delicado, también enfermizo, melancólico y taciturno, rasgos de su carácter que, unidos a su esbelta presencia y a su extraordinario talento como pianista, le hacían sumamente atractivo a los ojos de la alta sociedad parisina que se propuso – y logró – conquistar en su juventud. Chopin escribió a un amigo: “Estoy lanzado, pertenezco a la más alta sociedad. Soy invitado por embajadores, príncipes y ministros”, y además se lo disputaban como profesor de música. Pero a pesar de ello, el músico sabía que ahí no se terminaba todo, y en la misma carta podemos leer: “Si fuera tonto, pensaría que he llegado a la cumbre de mi carrera”. Un retrato de Chopin Chopin mantuvo una relación sentimental con la escritora Aurore Dupin, más conocida por el pseudónimo que utilizaba en sus libros, George Sand. Ella escribió la siguiente semblanza del compositor: “Era un hombre de mundo en el más genuino sentido del término. Pero no del mundo oficial sino de otro distinto, más íntimo, el del salón con veinte personas, cuando la multitud se ha ido y quedan solamente los del círculo más cerrado alrededor del gran artista, empeñados en arrancarle lo más puro de su inspiración por medio la suave persuasión. Era entonces, sólo entonces, cuando volcaba todo su talento y genio. En esos momentos era capaz de sumergir a sus oyentes en una profunda bienaventuranza o en un abismo de tristeza, cuando la música se le aferraba a uno al alma con una aguda estocada de desesperanza irremediable, especialmente cuando improvisaba. Y entonces, para quitar aquella impresión y aquel recuerdo de pena tanto de los demás como de sí mismo, se volvía con disimulo hacia un espejo, se arreglaba el cabello y la corbata, y al instante se tornaba un flemático inglés, o una ridícula dama sentimental, o un viejo mendigo impertinente [...]. Todos estos rasgos de su carácter, sublimes, encantadores o excéntricos, hacían de él el alma y la vida de un círculo selecto que pugnaba por su compañía. La nobleza de su carácter, su indiferencia a las recompensas mercenarias, su orgullo y justificable autoestima como enemigo jurado de todo lo tocante a la vanidad, el mal gusto o la insolente exhibición, el encanto de su conversación, la exquisita delicadeza de sus maneras lo hacían un compañero interesante y delicioso [...]. Chopin, tipo extremo de artista, no estaba hecho para una larga vida en este mundo. Lo consumía el sueño de un ideal que jamás atemperó tolerancia filosófica alguna ni ninguna claridad respecto a las limitaciones prácticas de la vida cotidiana. Nunca estaba dispuesto a componendas con la naturaleza humana, no reconocía la realidad. Intolerante del menor defecto, tenía un entusiasmo sin límites hacia cualquier apariencia de luz, que su imaginación se empeñaba en ver como un sol”. Este muchacho no podrá ser médico La familia de Hector Berlioz tenía dispuesto que quien fuera uno de los grandes compositores románticos se dedicara a la medicina. Sin gran entusiasmo, el músico se trasladó a París para estudiar la carrera correspondiente. En un pasaje de sus Memorias podemos leer un episodio de su vida estudiantil que deja bien clara que no estaba hecho para ser médico: “Cuando entré en el depósito de cadáveres, donde estaban esparcidos trozos de miembros, y vi los rostros cadavéricos y las cabezas hendidas, la sangrienta cloaca que pisábamos, con su atmósfera hedionda y las ratas en los rincones royendo vértebras sangrantes, me poseyó tal horror que salté por la ventana y huí a casa como si la Muerte y su cuadrilla me pisaran los talones”. Pasó algunos días bastante mal a causa de la impresión recibida en el depósito de cadáveres y él mismo contó que a partir de aquella experiencia decidió que era preferible “morir antes que ingresar en la carrera a la que me habían obligado”. Disciplina y paciencia En música es muy importante la disciplina, lo mismo que la paciencia. Dominar un instrumento es algo que se consigue poco a poco y con esfuerzo. Frederic Chopin fue célebre en su tiempo como pianista y su dominio técnico era extraordinario, fruto sin duda de la disciplina y, por supuesto, también de la paciencia. En cierta ocasión, tras uno de sus recitales, se le acercó una dama y le dijo que su paciencia era admirable ya que, a diferencia de ella, no había logrado dominar el piano, sin duda por no tener suficiente. Chopin le respondió: No creo que tenga más paciencia que usted. La diferencia es que yo he sabido emplearla. ¿Cómo era Bellini? Según parece, Vicenzo Bellini podía no ser igual para todo el mundo. Nos ha llegado de él una imagen aristocrática, elegante, un hombre cuyo carácter, en palabras del poeta Heinrich Heine, “era rigurosamente bueno y noble, que conservaba el alma pura e incontaminada por ninguna clase de odio”. Esta es una apreciación muy extendida acerca del compositor, a menudo identificado con su propia música como señaló el también compositor Ferdinand Hiller: “Su personalidad, como sus melodías, cautivaba; era tan encantador como simpático”. Hiller, además, decía de él que era “agudo” y que sus sentimientos eran “vivaces”. Según éste, “Sabía muy bien lo que quería, y distaba mucho de ser el artista puramente instintivo que a tantos les ha gustado pintar”. Aquí ya no encontramos al Bellini que parecía vivir en las nubes, ese ser de “alma hermosísima exquisitamente humana” como lo definió otro compositor, Gioacchino Rossini. Para alguien que le conoció bien, su amigo Francesco Florimo, podía ser “sincero, amistoso, sensible y modesto” aunque en ocasiones lo describía como “apasionado, inflamable y temerario”, para el editor Giovanni Ricordi su carácter era “volcánico, listo para la erupción”, y el propio Bellini se hizo eco en una carta a Florimo de lo que decían de él algunos en París, que era “un presuntuosillo lleno de vanidad”. Quizá no era el personaje genuinamente romántico, y podía ser, como señaló su biógrafo Friedrich Lippmann “cándido pero no angélico” y hasta “reaccionar con desconfianza, envidia y malevolencia” con sus colegas compositores, como bien sabía gaetano Donizetti, quien recibió un “despiadado menosprecio” por su ópera Marino Faliero aunque también ganó su rendida admiración por su Norma. ¿Cómo era, pues, Bellini? Pues como la mayoría, con sus luces y sus sombras, con sus más y sus menos, quizá un tanto complejo y poliédrico, bastante más de lo que tradicionalmente se ha creído. Brahms y los niños El compositor Johannes Brahms tenía una personalidad de rasgos a veces sorprendentes. Uno de estos era su especial relación con los niños, acerca de los cual su amigo y primer biógrafo Max Kalbeck escribió: “Podía sentar a un pequeño sobre sus rodiallas con aparente cordialidad y, apenas sentado, lo amenazaba con cortarle la nariz con un cortapuros. Recuperada su confianza, le preguntaba si quería un vaso de agua que luego le derramaba por la nuca y por dentro de su pequeña vestimenta. Las niñas tenían siempre desatados los lazos de sus delantales por mucho que girasen o intentasen esquivarlo. Una vez que había conseguido dejarlos excitados por el temor y la inquietud, Brahms se marchaba complacido”. La hija del propio Kalbeck recordana que “Siempre le teníamos miedo. Sus manos eran muy duras y nos dolían sus cachetes”. Pero no siempre era así sino que era capaz de mostrar ternura tal como lo recordaba una campesina de Ischl, lugar donde Brahms pasaba sus vacaciones estivales. La mujer refería un hecho acaecido cuando ella era niña: “Los niños jamás le molestaban a pesar del ruido que hicieran, y eso que el maestro odiaba el ruido. Una vez compró a una gitana ambulante un montón de juguetes para nosotros. Una vez nos los dio dijo que estaba muy nervioso ya que la gitana los había olvidado y que nosotros debíamos ir corriendo tras ella para devolvérselos. Pero mi madre no lo creyó ya que había visto como le pagó por ellos”. Aunque también es verdad que, a pesar de estas muestras de cariño, nunca dejaba de sorprender por sus extrañas relaciones con los niños. Valga como ejemplo una nueva referencia a los escritos de Kalbeck: “Una Navidad, mientras mi mujer y yo estábamos ausentes, Brahms llegó a casa con sus bolsillos llenos. Pero al ver la enorme cantidad de regalos lujosos con los que algunos amigos, en contra de nuestra voluntad, habían obsequiado a los niños, les dio una bofetada a cada uno y se marchó refunfuñando”. La humildad de Brahms A menudo se habla de las tres “B” de la música alemana, es decir, Bach, Beethoven y Brahms; incluso hay quien añade una cuarta, Bruckner. Se trata de grandes compositores, sin ninguna duda. Pero Brahms se sentía pequeño al lado de los nombres más ilustres de la música. Así se lo dijo en una carta a su amigo, también compositor, Georg Henschel: “No me avergüenza admitir que me produce un gran placer que una canción, un adagio o cualquier cosa que haya compuesto sea bien aceptado. Pero ¡cómo debían sentirse estos dioses, Bach, Mozart o Beethoven, cuya tarea diaria era escribir música como la Pasión según san Mateo, Don Giovanni, Fidelio, la Novena sinfonía! Lo que no consigo entender es cómo puede envanecerse la gente como yo. Estos dioses están tan por encima de nosotros como nosotros, que caminamos erguidos, estamos por encima de todo aquello que se arrastra sobre la tierra. Si no fuera tan ridículo me repugnaría escuchar a los colegas que me ensalzan de modo tan exagerado ante mis propias narices”. En otra carta a Henschel abunda en la modestia: “Una cosa es cierta. Sin trabajar duro no hay creación posible. Aquello que se llama invención, es decir, un pensamiento, una idea, es sólo una inspiración que viene de arriba. Y de ello no soy responsable, no es para mi el mérito, es un presente, un regalo que incluso debería rechazar hasta no haberlo hecho mío por medio del trabajo constante, y ni siquiera en esto debo apresurarme. Cuando encuentro la primera frase de una canción, por ejemplo, cierro el libro y me marcho a dar un paseo, a hacer cualquier otra cosa, y a veces no vuelvo a pensar en eso durante meses [...]. Y cuando vuelvo a ello de nuevo, ya tiene otra forma, y es entonces cuando realmente puedo ponerme a trabajar. “. Fascinado por todo Un aspecto poco conocido de la personalidad de Brahms lo refiere el escritor, editor y crítico Joseph Viktor Widmann: “Nunca he conocido a nadie que tuviera un interés tan fresco, genuino y duradero por todo lo que le rodeaba como Brahms, ya se tratase de la naturaleza, del arte o incluso de la industria. El más sencillo de los inventos, la mejora de cualquier artículo de uso doméstico, es decir, cualquier muestra de ingenio práctico le producía un verdadero placer. Nada le pasaba desapercibido. Odiaba las bicicletas porque distraían sus pensamientos con su prisa silenciosa y con sus bocinas imprevisibles, pero además le parecía horroroso el movimiento del ciclista al pedalear. Sin embargo, le gustaba vivir en una época de grandes inventos y jamás dejó de admirar la luz eléctrica, los fonógrafos de Edison, etc. Los animales también le interesaban”. Otra muestra del poder de fascinación que podía ejercer sobre Brahms lo más insospechado queda de manifiesto en una carta que envió a Clara Schumann. En ella se refiere a un tal Félix, que es hijo de Clara: “Paso a menudo frente a una tienda en la que he descubierto unos soldaditos preciosos. Ayer me acerqué a comprar un acróbata para Félix y aproveché para echarles un vistazo [...]. Ahora poseo el campo de batalla más fascinante que haya visto jamás, incluso tiene una pequeña torre. Estoy muy contento con él. En Navidad formaré todas mis tropas de un modo tan perfecto que quedarás maravillada cuando lo veas”. Los pantalones de Brahms El escritor Robert Haven Schauffer en su libro El Brahms desconocido se refiere a un aspecto muy concreto de la vestimenta de Brahms: “Como si fueran los de un auténtico campesino, los pantalones de Brahms llegaban siempre hasta el tobillo. Un sastre, incitado en secretos por devotos admiradores del compositor, tuvo el valor suficiente para, desafiando las órdenes, hacerle unos con un largo adecuado. Brahms atacó con sus tijeras de mesa los pantalones y, sencillamente, los cortó a la altura del tobillo”. Algo más acerca de la apariencia externa de Brahms De nuevo acudimos a Widmann para recordar a Brahms: “Siempre que el tiempo lo permitía, Brahms buscaba un restaurante al aire libre. Le disgustaba comer en table d’hôte e intentaba evitarlo por todos los medios por la sencilla razón de que no le gustaba arreglarse para ello. Se sentía más cómodo en una camisa de lana con rayas, sin cuello y sin corbata. Incluso su suave sombrero de fieltro – un primo hermano del bombín, singular y casi cómico – pasaba más tiempo en su mano que sobre su cabeza. Siempre que venía a casa traía una maleta de piel que recordaba a las de los coleccionistas de minerales, llenas de piedras. En realidad contenía los libros que le había prestado la semana anterior y que cambiaba por otros. Cuando hacía mal tiempo completaba su atuendo singular y fuera de estilo con una manta gris parduzca que colgaba sobre sus hombros y sujetaba delante con un gran alfiler. la gente se quedaba atónita mirándole”. El buenazo de Bruckner Si algo caracteriza el carácter de Anton Bruckner es su humildad, realmente extraordinaria, y más si tenemos en cuenta que, aún produciendo obras maestras una tras otra, no les concedía demasiada importancia mientras era capaz de encontrar todas las virtudes en obras ajenas. Decía de sí mismo que componía “para el buen Dios” y siempre estaba estudiando para mejorar su oficio aunque es muy posible que también lo hiciera para vencer su inseguridad. De hecho, aceptaba las críticas y permitía que otros “corrigieran” sus obras, que algunos ridiculizaban como lo ridiculizaban a él, a quien tenían por poco más que un campesino que nunca hallaría su lugar en Viena. Inseguridad Aunque Georges Bizet (París, 1838 – Bougival, 1875) ganara en 1857 – es decir, antes de cumplir veinte años de edad – el prestigioso Prix de Rome, ni este temprano reconocimiento a su talento y oficio fue suficiente para que fuera un músico inseguro de sus propias posibilidades toda su vida. Además, era un perfeccionista casi enfermizo, siempre crítico y, sobre todo, autocrítico. A lo largo de su corta existencia abandonó a menudo composiciones que había empezado con mayor o menor entusiasmo, y al menos quince óperas que quedaron inacabadas dan fe de ello. También es verdad que su entorno no era demasiado comprensivo hacia su música y casi siempre le acompañó la indiferencia en el mejor de los casos cuando no la hostilidad. Seguramente nunca llegó a sospechar, que su obra maestra, la ópera Carmen, llegase a ser tan popular y apreciada. De hecho, el estreno de Carmen, aunque no fuera un rotundo fracaso como a veces se ha dicho, tampoco fue realmente un éxito, ni mucho menos: pocos y tímidos aplausos. Por supuesto, Bizet quedó deprimido por el recibimiento dispensado a una ópera en la que había depositado las mayores esperanzas. Dijo a un amigo: “No te imaginas lo viejo que me siento”. Estaba hecho polvo y su salud fue empeorando. El 3 de junio de 1875, justo tres meses después del estreno de Carmen, murió. El día 25 de octubre de aquel mismo año, Carmen se representó en Viena y el público reconoció el valor de esta ópera. Wagner estaba entre los asistentes y dijo: “Gracias a Dios, he aquí alguien que tiene cosas en su cabeza”, refiriéndose a Bizet. Un año después Tchaikovsky la escuchó en París y se deshizo en elogios, y además profetizó que “será la ópera más popular del mundo”. Otro inseguro En 1928 George Gershwin viajó a Europa. Pretendía no sólo dar a conocer su música sino entrar en contacto con los compositores europeos más destacados y, siempre inseguro de sí mismo a pesar de su merecida fama como creador, tomar clases o, al menos, recibir consejos de ellos. Cuando conoció a Stravinsky no dudó en pedirle que le diera clases, al precio que el propusiera. Stravinsky le preguntó un tanto perplejo: “¿Cuánto gana usted al año con su música?. Gershwin respondió: Unos 250.000 dólares”. La reacción de Stravinsky ante lo que había escuchado fue: “En tal caso, creo que debería ser yo quien debería pedirle que me diera clases a mí”. Trabajador exigente Igor Stravinsky veía su actividad creativa como un trabajo intenso. Él mismo así lo expresó: “Mi naturaleza me empuja hacia actividades que requieren esfuerzos prolongados y a desafíos que siempre me empeño en superar. Puedo experimentar una sensación de placer en el proceso mismo de trabajar y en la expectativa del gozo que cualquier hallazgo o descubrimiento puede procurar. Y confieso no lamentar que ello sea así, pues la facilidad hubiera disminuido necesariamente mi afán, y la satisfacción de haber descubierto algo no hubiera sido completa”. Un director humilde Aunque tenemos una imagen de los directores de orquesta como músicos un tanto vanidosos y ególatras, también los ha habido decididamente humildes. Un caso el de Hans von Bülow, apasionado defensor y divulgador de la música de Richard Wagner, a quien admiraba hasta extremos que podrían costarnos de entender. Cuando supo que su esposa le era infiel con Wagner lo sobrellevó como pudo pero cuando ésta le hizo saber que se iba con el compositor, Bülow le dijo: “Has preferido dedicar tu vida y los tesoros de tu mente y de tu afecto a alguien que es superior a mí y, lejos de reprochártelo, apruebo tu acción”. Una casa de locos Es curioso constatar que para Alexander Borodin (San Petersburgo, 1833 – 1887) la música fuera una ocupación secundaria, una especie de entretenimiento para sus ratos libres. Lo suyo era la química y a ella se consagró intensamente aunque llegara ser también un compositor extraordinario. Dmitri Shostakovich se refiere a él en su autobiografía: “La casa de Borodin era una casa de locos. No estoy exagerando, esto no es un símil poético [...]. No, la casa de Borodin era un manicomio sin necesidad de símiles o metáforas. Siempre tenía un puñado de parientes viviendo con él, o simplemente gente pobre, o visitantes que estaban enfermos e incluso – hubo casos – locos de remate. Borodin se ocupaba de todos ellos, los trataba, los llevaba a los hospitales y luego los visitaba [...]. Borodin escribía sólo a ratos. Naturalmente, si había alguien durmiendo en otra habitación, o en un colchón, o sobre el suelo, no quería molestarlos con el piano”. La escuela no A Edvard Grieg no le gustaba nada la escuela y de mayor, cuando recordaba sus años escolares, contaba que no guardaba de ellos un buen recuerdo, más bien al contrario. El pobre hacía lo posible por no ir, pero todas las mañanas recorría con su hermano el camino que mediaba entre su casa y el colegio. Era habitual que lloviera en Bergen, su ciudad, y la lluvia podía ser a veces una excusa para llegar un poco tarde. Pero Grieg iba un poco más allá y en ocasiones se colocaba debajo de los desagües de los tejados, de modo que llegaba empapado a la escuela. Y entonces el maestro lo devolvía a casa. Por supuesto, Grieg estaba feliz al regresar a su hogar, donde quizá tuviera una alegría si mamá tocaba al piano algo de su compositor entonces favorito, Chopin. Más sobre Grieg y la escuela El propio Edvard Grieg recordaba su primera experiencia como compositor en estos términos: “Cierto día – yo debía tener entonces doce o trece años – llevé a la escuela un cuaderno de música, en cuya primera página había escrito con grandes letras Variaciones para piano sobre una melodía alemana, por Edvard Grieg, Op. 1. Quería mostrarlo a un compañero que parecía interesarse por mí. ¿Qué sucedió? Pues que durante la clase de alemán, el muchacho se puso a murmurar palabras incomprensibles, tanto que el maestro preguntó: ¿Qué ocurre? El escolar contestó con timidez: Grieg trajo algo [...]. El maestro, que no me distinguía con sus favores, se levantó y vino hacia mí. Cuando vio el cuaderno exclamó irónicamente: ¡Ah! El joven es músico, el joven compone ¡Curioso! Abrió entonces la puerta de la clase de al lado, llamó a su colega y le dijo: Venga a ver, este muchacho es compositor. Y revisaron muy interesados mi cuaderno. Todo el mundo estaba de pie en las dos aulas. Fue un momento esplendoroso, yo sentía un gran triunfo. Mas apenas el otro maestro había vuelto a cerrar la puerta, cuando el mió cambió de táctica, me agarró brutalmente por los cabellos y me dijo: Otra vez confórmate con traer tu libro de alemán y deja estas idioteces en casa. Recoger música Sigamos con Grieg. En 1885, es decir, cuando ya contaba con cuarenta y dos años, se hizo construir una casa en Troldhaugen, próxima a Bergen, en plena naturaleza, entre bosques y montañas. Muy cerca de la casa, sobre una elevación desde la que se domina el mar, tenía una pequeña cabaña de madera que era su lugar de trabajo. Le gustaba hacer largos paseos y allí debió recordar en algún momento lo que muchos años antes le dijo el violinista y compositor Oleg Bull cuando era un niño y que marcó definitivamente su futuro en la música: “¿Ves los fiordos, los lagos y arroyos, los valles, los bosques, el cielo azul? Ellos crearon mi música, no yo. Con frecuencia, cuando estoy tocando, siento como si mis movimientos fueran puramente mecánicos y yo no fuera más que un oyente silencioso, mientras el alma de Noruega canta en mi alma”. En una carta a su editor, Greig escribió: “Voy todos los días a la ciudad [Bergen] y regreso en tren. ¡Todas las ideas que puedo tener las utilizo allí arriba y obras que hubieran podido nacer son absorbidas por la tierra! Si alguna vez viene a verme, nos bastará con escarbar un poco para que surjan composiciones noruegas”. Sobre los reconocimientos Grieg, en su madurez, fue objeto de multitud de reconocimientos en toda Europa pero, como nos dice su biógrafo Andrés Ruiz Tarazona, “no prestaba demasiada atención a las condecoraciones, aunque apreciaba con orgullo infantil las manifestaciones académicas en su honor. Las condecoraciones – decía – están muy bien en los baúles; imponen respeto a los aduaneros”. La esencia de la música francesa La imagen que tenemos de la música francesa nos remite a un arte elegante, exquisito, lírico, delicado, poético, en ocasiones un tanto ligero y pleno de sonoridades mágicas. Evidentemente hay de todo y tan francés es Berlioz como Ravel, o Couperin como Boulez, aunque se ha dicho a menudo que la esencia de la música francesa está representada por unos pocos compositores, y acaso uno de los más genuinos en este aspecto sea Reynaldo Hahn (Caracas, 1875 – París, 1947). Su música “suena” indiscutiblemente francesa pero quizá sorprenda saber que nació en Venezuela de padre alemán y madre española. También es cierto que llegó a Francia con tres años de edad y allí se desarrolló su vida. Se queda sin uñas En 1906, el libretista Luigi Illica recordaba las sesiones de trabajo con su colega Giuseppe Giacosa y con el compositor Giacomo Puccini, a los que se sumaba a muendo el editor Giulio Ricordi: “Eran verdaderas batallas en las que una y otra vez, actos enteros terminaban deshechos en pedacitos, se sacrificaban escenas y más escenas, se abjuraba de ideas que un momento antes parecían bellas y brillantes. Podíamos destruir en un minuto el trabajo de largos y penosos meses. Giacosa, Puccini, Giulio Ricordi y yo éramos un cuarteto, porque Ricordi, que presumiblemente presidía las reuniones, dejaba su silla presidencial para descender al semicírculo, que era muy angosto – de una circunferencia de dos metros que la poderosa presencia de Giacosa volvía aún más estrecha e incómoda – y ser uno de los más obstinados y fuertes combatientes. Para nosotros, Giacosa recordaba el equilibrio. En los momentos sombríos era el sol, en los días tormentosos el arco iris. En el tumulto de las voces que expresaban distintas concepciones y puntos de vista, la voz de Giacosa era la deliciosa canción del ruiseñor. ¿Y Puccini? Pues después de cada sesión tenía que salir corriendo a la manicura para hacerse las uñas porque se las había comido hasta el hueso”. Modesto Aunque hayan músicos que estén muy pagados de sí mismos también los hay de una extraordinaria modestia, que incluso explican su éxito por la implicación de otra persona en él. Tal es el caso de Alfredo Catalani quien tras el estreno de su ópera Loreley en 1892 escribió a un amigo: “Toscanini ha demostrado ser un director de primer orden y un verdadero artista”. Atribuye su éxito al director italiano y no duda de que el hecho de que le llamaran seis veces al escenario para saludar, “algo que hasta ahora nunca me había sucedido”, era debido al buen trabajo de Arturo Toscanini. El célebre director fue también el encargado de ofrecer en primicia ese mismo año otra ópera de Catalani, La Wally, y en un telegrama escribió: “ Éxito entusiasta indescriptible público fuertemente impresionado seis bises”. ¿Y eso por qué? Pues por “dirección Toscanini admirable”. No puede dudarse del talento del director pero algo tendría que ver la música escrita por Catalani, ¿verdad? Así no quiero Una significativa anécdota con Richard Strauss como protagonista antes del estreno de en Dresde de su ópera La mujer callada tal como la relata Helena Matheopoulos en su libro Maestro: “Pocos días antes del estreno, Strauss estaba jugando al skat, su juego de cartas favorito, con un tenor estrella y con el gerente de la ópera. De repente, pidió ver los carteles y anuncios del estreno. El gerente, que tenía mala conciencia porque sabía que, de conformidad con la normativa nazi, se había suprimido el nombre de Stefan Zweig por ser judío, intentó dar largas al asunto inventándose toda clase de excusas. Pero Strauss insistió y, cuando vio sus sospechas confirmadas, amenazó con cancelar la representación. Su actitud no gustó nada a los dirigentes nazis. Se desató la tormenta: la plana mayor, que supuestamente iba a asistir al estreno en masa, desistió de hacerlo – Goebbles recibió el aviso cuando estaba a punto de embarcar en el avión con destino a Dresde – Strauss dimitió como presidente del Reichmusikkamer, y de La mujer callada sólo se permitieron cuatro representaciones”. ¿Excéntricos? En la historia de la música no faltan obras con títulos curiosos que a veces denotan un ánimo provocativo, que otras son producto del carácter excéntrico de su autor, que pretenden divertir o sorprender... Un caso conocido es el de Erik Satie, quien tituló una de sus obras Preludios en forma de pera. ¿Por qué? Pues sencillamente porque un crítico había dicho que su música no tenía forma. Así, señor crítico, aquí tiene unos preludios con forma... con forma de pera. Otro caso es el de otro músico no menos excéntrico que Satie, el inglés Gerald Hugh Tyrwhitt-Wilson, más conocido como Lord Berners (Apley Hall, Shropshire, 1883 – Faringdon House, 1950), que compuso un tríptico titulado Tres pequeñas marchas fúnebres. Cada marcha tiene un título propio: Para un estadista, Para un canario y Para una tía rica. La excentricidad a veces llega a la música misma o a la ausencia de ésta en una composición, la cual puede incluso dejada de ser considerada como tal del mismo modo que, por eso mismo, el compositor deja de serlo en un sentido convencional. Un caso conocido es John Cage (Los Ángeles, 1912 – Nueva York, 1992), un genio indiscutible capaz con sus creaciones y propuestas de poner patas arriba todo aquello que converge en el hecho musical, sea el mismo concepto de obra, de intérprete, de compositor e incluso de público. Un ejemplo lo constituyen sus Variations III, “para una persona o las que sea interpretando cualquier acción”. Schostakovich y el vodka A Dmitri Shostakovich, los médicos le habían prohibido el vodka, una bebida que, como buen ruso, le encantaba. La esposa del compositor velaba por el cumplimiento de esa interdicción pero él ingenió un modo para sortearla. Era bastante habitual que antes de las clases mandara a uno de sus discípulos a la chocolatería a buscar “la mercancia para Shostakovich”, tal era la contraseña que daba el muchacho al vendedor. Cuando el compositor recibía “la mercancía” abría el paquete e invariablemente se trataba de una caja de bombones. Los mordía uno a uno y se bebía su contenido, pero el chocolate lo tiraba. Por supuesto, el contenido era vodka. Es larga y difícil, pero es así Algo parecido debería pensar el compositor inglés Kaikhosru Sorabji (Chingford, Essex, 1892 – Wareham, Dorset, 1988) al crear sus obras para piano: “Es larga y difícil, pero es así”. Y es que como creador él también era así, muy personal. Sus composiciones son muy largas y tan difíciles que están al alcance de pocos pianistas. Por cierto, él era uno de esos pocos pianistas, pero era tan poco dado al exhibicionismo que terminó por renunciar a tocarlas y hasta prohibió que fueran interpretadas en público. Maniático El gran compositor andaluz Manuel de Falla (Cádiz, 1876 – Alta Gracia, 1946) era bastante especial. Tenía diversas manías y una de sus mayores preocupaciones era estar siempre limpio. Sentía una aversión enfermiza por la suciedad y llegaba a extremos como desinfectar personalmente con alcohol cada una de las teclas del piano en el que tocaba cuando daba un concierto. Sin duda debería pensar en la cantidad de manos que se habían posado sobre ellas. Además, la tendinitis que llegó a desarrollar en su madurez se debió sin duda al hábito de lavarse las manos casi constantemente. Otro maniático Uno de los más importantes pianistas de todos los tiempos, Arthur Rubinstein (Lódz, 1887 – Ginebra, 1982), a quien precisamente Falla dedicó una de sus obras pianísticas más celebradas, la magistral Fantasía bética, era otro maniático de cuidado. En su bolsa de viaje había objetos de lo más curioso pero quizá ninguno tan llamativo como un bote de laca. Llamativo por el uso que le daba, además de, por supuesto – pues Rubinstein era un presumido – para afianzar su cabellera, dado que lo utilizaba para hacer que el tacto de las teclas del piano le resultara más cómodo. Y utilizó la laca hasta su despedida en 1976 en el Wigmore Hall de Londres. Un maestro duro Arnold Schönberg fue un maestro difícil. Las crónicas lo pintan como poco afable, duro y exigente. Una muestra de ello la encontramos en un escrito de Dika Newlin, que se dedicó a la composición y que durante unos años de su madurez destacó como cantante de punk, que evoca sus años de estudiante con Schönberg: “ Una clase o lección con Schönberg, al igual que la audición de sus obras, era siempre una aventura [...]. El pupilo debía tocar su obra delante de la clase pero si esto no era posible, la presentaba uno de los jóvenes ayudantes de Schönberg. Tras la audición reinaba el suspense mientras, a veces durante diez minutos, Schönberg paseaba de un lado a otro del aula, meneando la cabeza de forma lúgubre. Luego emitía su juicio [...]. Sus epítetos abarcaban una gama desde un tanto pobre hasta más o menos correcto (este último era un gran cumplido). Pero a menudo recurría a comparaciones más drásticas. Tras la interpretación del cuarteto de cuerda de un alumno rompió su largo silencio: - Esto es un octeto. - ¿Cómo dice? - Digo que es un octeto. Necesita cuatro hombres para tocar y otros cuatro para pasar las páginas. No hay silencios en esta pieza Y tampoco le faltaban comentarios más tajantes cuando se trataba de faltas más graves. Tíralo a la basura era uno de sus consejos preferidos. Cuando una chica intentó exculpar la pobreza de un trabajo suyo explicando que lo había compuesto en un restaurante durante la hora de comer, Schönberg, tras profunda reflexión, le ofreció la siguiente sugerencia: Prueba otro restaurante. De un minueto de otra alumna suya, concebido con una ligereza más que excesiva, Schönberg se limitó a observar que era de una trivialidad monumental. Deploraba la falta de seriedad en las obras de sus alumnos, pero detestaba igualmente el exceso de pathos o de romanticismo inflado. Un chico apuntó en la cabecera de un allegro un tanto pedestre Allegro con fuoco. Tras mirar la pieza, Schönberg se militó a preguntar: ¿Y los camiones de bomberos dónde están? Otro joven romántico le trajo un borrador de apenas cinco compases y explicó: Señor Schönberg, concebí esta majestuosa melodía, pero tras cinco compases me quedé completamente exhausto. La respuesta de Schönberg fue breve y acertada: ¡No seas tonto!”. Un padre nada adecuado El compositor Percy Grainger era un personaje bastante curioso y podía llegar a ser incluso inquietante cuando no peligroso, especialmente si se trataba de su proyecto de ser padre. En cierta ocasión escribió a este respecto a una novia suya: “Deseo procrear. Propongo lo siguiente: No los azotes hasta que ya tenga la edad suficiente para entender el significado de muchas cosas. Entonces diles: ¡Mirad aquí! Os pediré un favor. Os voy a azotar porqué me da un placer extraordinario. No sé porqué, pero es así. Me hace más feliz que comer. Sé que es algo malo para vosotros pero también es cierto que soy especialmente amable con vosotros. He trabajado duro para que seáis libres en la vida, para que vuestra niñez no sólo sea más alegre que la de los niños ordinarios sino que además dure siempre sin tenéis una mentalidad pura como la mía [...]. Yo no merezco una recompensa por esto o por toda la libertad que permito y estimulo, porque ese es el deber del adulto para con los más jóvenes [...], pero ¿por qué no me hacéis un gran favor, como de un igual a otro? Dejad que os azote, simplemente porque me da un deleite inexplicable. ¿No crees que los niños me dejarían? Tengo esperanzas. Luego habrá que estimularlos para que se azoten los unos a los otros [...]. Tú sabes que me gusta flagelar niños. debe ser maravilloso lastimar esa piel suave e intacta, y cuando mis hijas comiencen a despertar sexualmente, gradualmente me gustaría tener relaciones carnales con ellas [...]. ¿Por qué un hombre no debe ser sensual con sus propios hijos? Yo he tenido estos instintos mezclados de padre y amante desde que tenía catorce o quince años. Siempre he soñado con tener hijo y azotarlos, y tener una vida sensual con mis propias hijas”. Afortunadamente, Grainger nunca tuvo hijos. Esto no me gusta Béla Bartók eligió Estados Unidos como país para exiliarse. Es curioso dado que no era un lugar que le gustara especialmente, más bien al contrario. En su primer viaje a Estados Unidos a finales de 1927 triunfó como pianista y como compositor. El público reconoció su talento y su música fue bien recibida pero el país no le gustó. En una carta a su madre escribió: “Ni el tren, ni el hotel, ni los conciertos están hechos para crear un clima propicio para el trabajo”. El compositor dijo en alguna ocasión que de aquella primera visita sólo guardaba un recuerdo grato: el museo chino de Los Ángeles. Más sobre Bartók Bartók tenía un acusado sentido de la justicia y, como muchos otros, vivió con gran inquietud el avance del totalitarismo que se dio en la época que le tocó vivir. Cuando supo que sus colegas Schönberg, Stravinsky y Milhaud figuraban en una exposición de música degenerada organizada en 1936 por los nazis que ya se habían hecho con el poder en Alemania, escribió a las autoridades de ese país para que le incluyeran también a él. Incluso llegó a considerar muy seriamente convertirse al judaísmo como muestra de solidaridad. Asimismo afirmó su patriotismo húngaro ante las agresiones alemanas a otros pueblos y llegó a pedir a su familia que no utilizaran ninguna otra lengua que no fuera el húngaro a no ser que fuera absolutamente necesario u obligatorio, pero, sobre todo, que no utilizaran el alemán. Un personaje misterioso El director de orquesta Leopold Stokowsky (Londres, 1882 – Nether Wallop, 1977) fue un personaje muy popular. Era admirado en todo el mundo y fue una auténtica estrella. Quizá para resultar más atractivo le gustaba rodearse de un cierto misterio. Había nacido en Londres pero acerca de sus orígenes contaba mentiras más bien extravagantes. Su padre descendía de una familia polaca y era ebanista. Su madre, analfabeta, era irlandesa y siempre fue una humilde ama de casa. Sin embargo, el músico declaró en alguna ocasión que era hijo de un famoso paleontólogo. Además, empezó su carrera musical con un nombre falso, Paul Stockes y situaba su fecha de nacimiento en 1887, aunque hubiera nacido cinco años antes. También decía que había nacido en Cracovia y, a pesar de ser londinense de nacimiento, hablaba un inglés con acento centroeuropeo, un acento tan fingido como convincente. Otro mentiroso Antes que Stokowski hubo otro gran músico que quiso rodear su vida de cierto misterio y de un encanto especial. Se trata de Isaac Albéniz quien, entre otras muchas mentiras, relató un encuentro inexistente con Liszt: “He ido a ver a Liszt; me ha acogido de la manera más amable; he tocado dos de sus estudios y una rapsodia húngara; le ha gustado mucho, al parecer, sobre todo cuando sobre un tema húngaro que él me ha dado he improvisado toda una danza; me ha pedido detalles sobre España, sobre mis padres, sobre mis ideas en materia de religión y, en fin, sobre la música en general. He respondido franca y categóricamente lo que pensaba de todo eso y ha parecido quedar encantado; pasado mañana debo volver a ir a verle”. En realidad no es que ese encuentro fuera inventado, que lo era, sino que Albéniz y Liszt nunca se encontraron. Más aún, Albéniz sitúa ese imaginario encuentro en Budapest el 18 de agosto de 1880. Ese día Liszt se encontraba en Weimar. Y no sólo eso, pues hasta principios del año siguiente no volvió a la capital húngara. Ante algo así, Messiaen cambia de idea Olivier Messiaen fue un compositor de gran rigor y profunda espiritualidad, poco dado a los imperativos de la vida mundana y más bien retraído. Fascinado por el canto de los pájaros, por la música oriental y poderosamente influido por sus creencias religiosas, su música es de una gran personalidad y, con el tiempo, ha hecho de él uno de los grandes clásicos del siglo XX. En 1970 recibió una oferta para componer una obra con motivo de la conmemoración del bicentenario de la fundación de los Estados Unidos de América que estaba próxima. A Messiaen le sorprendió la propuesta ya que nunca se había destacado – más bien al contrario – por mostrar un gran interés hacia ese país y su cultura, y su primera idea fue negarse. Pero cambió de opinión cuando su anfitriona, la mecenas Alice Tully, le ofreció una cena exquisita que terminó con una tarta espectacular. Messian, muy débil ante los placeres de la mesa, accedió. Y de ese encargo surgió una obra extraordinaria, Des canyons aux étoiles. Matones Esta anécdota fue referida en primera persona por el director Georg Solti: “En la compañía de ópera había una cantante que salía con un músico de la orquesta. Era muy ambiciosa, pero su voz sólo servía para papeles secundarios, algo que ni ella ni su novio parecían aceptar. Una noche llegué a casa y encontré a dos hombres acechando entre las sombras. Por suerte, el vecino de al lado llegó con un perro y los dos hombres huyeron. Denunciamos el hecho a la policía y durante unos meses tuve protección oficial. Siempre he sospechado que los dos asaltantes eran matones, contratados por el músico de la orquesta en nombre de su dama, porque más tarde le escucharon jactándose de haber dado una buena paliza a Solti”. Práctico y humano Bram Gay, que fue durante años gerente de la orquesta del Covent Garden de Londres, recordaba en cierta ocasión que “la primera vez que Mehta fue a dirigir Otello no se preocupó gran cosa por la disposición de los asientos y preguntó si los músicos se sentaban siempre de esta forma tan caótica. Le respondí que sí y le pregunté si quería cambiarla. Mehta dijo que no porque no les va a gustar, y ellos son ochenta y cinco y yo sólo uno. Así es Zubin, tremendamente práctico y humano, deseoso de que todos se sientan cómodos y disfruten de un buen ambiente”. Más sobre Mehta Además de práctico y humano, Zubin Mehta cree en la necesidad de comprometerse con causas justas: “”No basta con dirigir las obras de Beethoven. Las personas con notoriedad debemos tomar partido alguna vez en nuestra vida. No se puede vivir en este mundo, que se ha hecho pequeño porque gracias a los medios de comunicación es imposible sustraerse a lo que ocurre en Somalia o en cualquier otra parte del planeta, y distanciarse de los problemas diciendo que la cosa más importante del mundo es el tempo de la Heroica. ¡Eso es basura! Cobardía y escapismo. Ya sé que no podemos cambiar a los gobiernos o influir directamente en sus decisiones, pero podemos utilizar nuestra condición de famosos para dar a conocer nuestras opiniones y ponerlos en aprietos”. ¿No sabe quien es Bach? Cada uno es como es pero, ¿es posible que todavía haya alguien que no sepa algo de Bach? No se trata de saber algo de su biografía o de conocer su música de un modo más o menos exhaustivo, sino, simplemente, de saber más o menos algo de él y, por supuesto, de su música. Pero parece ser que sí. ¿Nos escandalizaríamos ante alguien que no supiera nada de la vida y/o la obra de Shakespeare o Goethe? Probablemente sí, pero parece ser que con la música esto es un poco diferente. ¡Qué le vamos a hacer! Un caso bastante alarmante en este aspecto lo explicó el gran compositor Maurice Jarre, que contó que en cierta ocasión le comentó a un productor cuyo nombre prudentemente ocultó que en su música para determinada película quería incluir un par de piezas de Bach. El productor le contestó: “¿Cuál ha sido el último éxito del tal Bach?”. Y ante tal pregunta, ¿uno qué contesta? Un hombre con habilidades curiosas El francés Joseph Pujol vivió entre 1875 y 1945. No se trata de un músico ilustre y la mayoría de la gente no sabe ni quien es. Pero sin duda quienes le vieron alguna vez no lo olvidaron jamás. El hombre daba conciertos – bien, por decirlo de alguna manera – ya que tenía unas curiosas habilidades como intérprete de instrumento/s de viento – bien, por decirlo de alguna manera. Pujol se percató desde su más tierna infancia que su trasero emitía notas musicales. Fue practicando y adquirió un gran dominio del “instrumento” pero además se dio cuenta de que incluso era capaz de imitar el sonido de otros instrumentos, especialmente logrados – como no es difícil suponer – los de registro más grave, como el contrabajo o el trombón. En sus actuaciones daba cuenta de tan curiosas habilidades y además incluía algún otro numerito más o menos llamativo, como tocar la flauta travesera con el trasero, del cual salía el aire necesario para hacerla sonar. Componer es un trabajo a tiempo completo Un compositor puede trabajar siguiendo un horario más o menos estricto o bien puede pasar unos días, semanas e incluso meses componiendo sin parar. Es el caso de uno de los más destacados creadores de bandas sonoras para el cine, John Barry (York, Yorkshire, 1933). El actor Michael Caine cuenta en su autobiografía una experiencia junto a Barry: “Hubo otro desfase en el acondicionamiento de mi casa y [...] me fui a vivir con John Barry durante un par de semanas. [...] Durante mi estancia en su casa tenía entre manos la música para una película de James Bond . Yo no me había dado cuenta de que vivir con un compositor tenía un gran inconveniente: se pasa todo el día componiendo y, en el caso de John, toda la noche. Debes deslizarte sin hablar y sin hacer ningún ruido que suene más fuerte que la música. John podía trabajar durante veinticuatro horas seguidas y, como tampoco quiso aceptar un alquiler, adopté el papel de recadero auxiliar del genio. Preparaba el té y los bocadillos, ponía en orden la casa y hacía los recados mientras él sudaba tinta en el piano. Una noche no pude dormir de ningún modo, porque él estuvo trabajando hasta el alba, repitiendo una y otra vez los mismos acordes. Al final conseguí descansar durante unos breves períodos, pero me desperté por completo cuando paró la música. Me había acostumbrado de tal modo a ella que el silencio me molestaba. Decidí levantarme y hacer un café para mí y para John, si es que seguía en lo suyo. Entré en la sala y lo encontré derrumbado sobre el piano, exhausto. Era evidente que al fin había terminado aquella melodía con la que me estuvo machacando toda la noche. Le traje un café y tocó para mí mientras amanecía y el sol calentaba la habitación. No sólo era yo la primera persona que escuchaba aquella canción, sino que la había escuchado una y otra vez durante toda la noche. - ¿Cómo se llama? – le pregunté cuando acabó de tocar. - Es Goldfinger – contestó, y se volvió a dormir sobre el piano. Poco después quedó terminada mi casa en Albion Chase y por primera vez en mi vida me mudé a mi propio hogar. ¡Qué insólita alegría! Aquella noche me dormí en un ambiente todavía extraño tarareando Goldfinger para sentirme como un intruso”. Para mamá... a pesar de todo. No faltan hijos que manifiestan mucho amor por su madre. Y entre los músicos también, por supuesto. Tal es el caso del compositor cubano Osvaldo Farrés (Quemado de Güines, 1902 – New Jersey, 1985) autor de la célebre canción Madrecita, que dedicó a su madre en 1954. Curiosamente, su madre nunca la escuchó dado que era sorda. Vaguedades Actualmente nadie duda de que el extraordinario director de orquesta – y también interesante compositor – Wilhelm Furtwängler (Berlín, 1886 – Baden-Baden, 1954) fue un genio. Pero la facilidad de palabra no era una de sus virtudes, ni tampoco el hacerse entender por medios más o menos convencionales. Con todo, las orquestas le entendían y el maestro sabía extraer el máximo rendimiento de ellas. Se conocen diversos ejemplos de su relación con los músicos a los que dirigía, como la de uno de los miembros de una de las orquestas que frecuentó empuñando la batuta que decía que sabía cuando debía entrar mirando: “Entrábamos cuando el maestro había llegado al tercer botón del chaleco de su frac”; algo que nos da a entender que, por muy genial que fuera, que lo fue, era un director distinto y poco convencional. En un ensayo dijo: “Caballeros, esta frase debe ser... debe ser... debe... Bueno, ustedes saben lo que quiero decir. Por favor, inténtenlo de nuevo”. A eso se le llama ser generoso El gran cantante Elvis Presley se hizo multimillonario muy joven, bastantes años antes de llegar a la treintena, pero lejos de ser avaricioso era muy generoso. Cierto día llegó a su casa con una camioneta que había adquirido hacía poco. En aquel momento, un hombre estaba arreglando la valla de su lujosa casa que se había estropeado por causa del entusiasmo que el cantante despertaba entre sus fans, quienes querían verle y la valla se resentía a menudo de tal deseo. El hombre dijo a Elvis que le encantaba su camioneta, que siempre había querido tener una. La respuesta del cantante fue: “¿Tiene un dólar?”. El hombre se extrañó por la pregunta pero se lo dio. Elvis le dijo: “La camioneta es suya”. Otro generoso, “ma non tanto” Al compositor Dmitri Shostakovich no le gustaba nada Arturo Toscanini, ni como persona ni como músico. Lo consideraba un ególatra insensible y un director nada interesante. Pero a su pesar se le iban acumulando discos de este músico y encontró una solución: “Toscanini me envió su grabación de mi Séptima sinfonía, y al escucharla me puse furioso. Todo estaba equivocado. El espíritu, el carácter y los tempi. Es una chapuza piojosa y miserable [...]. Empecé a recibir discos con regularidad – todas las grabaciones de Toscanini. Mi único consuelo es que, al menos, siempre he tenido un regalo de cumpleaños a mano. Naturalmente, no daría algo así a un amigo. Pero a un conocido, ¿por qué no? Es algo que agrada y es poco problema para mí”. Apasionado por la tecnología Es conocida la pasión que despertaban los avances tecnológicos en el gran director de orquesta Herbert von Karajan. Uno de sus grandes amigos, Norio Ohga, un alto cargo en la firma Sony, explicó en cierta ocasión un encuentro con el maestro que muestra su capacidad para hacer un alto en su actividad artística para interesarse vivamente por la tecnología y retomar su trabajo musical como si tal cosa, y no con una obra cualquiera, sino con una composición magistral, una de las que piden la máxima concentración: “Siempre que se compraba un avión nuevo me pedía consejo. Le di una de mis ideas para el diseño de la cabina del piloto. En una ocasión en que vino a Japón y no acudí a su primer concierto, al día siguiente, Jucker, su secretario, me llamó: Señor Ohga, ¿por qué no vino usted anoche? Le respondí que no tenía entradas. Jucker dijo: El maestro le estará esperando esta noche. Por favor, acuda a su camerino en el intermedio. Tan pronto como entré, comenzó a decir: ¿Por qué no vino usted?, y a continuación empezó a hacerme preguntas sobre aviones. le dije: Herbert, éste no le conviene. Él dijo: Desgraciadamente ya lo he encargado, pero ¿puede darme algún consejo respecto a la cabina del piloto? Ahora tengo que irme, vuelva después del concierto. Regresé a mi sitio y comenzó a dirigir la Sinfonia Heroica. La siguiente vez que le ví, había vendido el primer avión para comprar el que yo le había recomendado”. Extravagante Es sabido que Glenn Gould tenía sus manías y sus extravagancias, y que tenía un carácter en absoluto convencional. A este respecto, merece citarse una extensa cita que es una nota de prensa de su casa discográfica que transcribió su biógrafo Kevin Bazzana en el magnífico trabajo que realizó sobre este músico genial e irrepetible y su comportamiento en un estudio de grabación: “El director de grabaciones de la serie Masterworks de Columbia y los ingenieros de sonido que lo acompañan son veteranos comprensivos que aceptan con total naturalidad el conjunto de rituales, flaquezas y manías de todos los artistas. Sin embargo, hasta estos espíritus curtidos en mil batallas se sorprendieron con la llegada del joven pianista canadiense Glenn Gould y su equipo de grabación para llevar a cabo su primera sesión con Columbia. El señor Gould debía pasar una semana grabando una de sus principales especialidades, las Variaciones Goldberg de Bach. Era un cálido día de junio, pero Gould llegó embozado en su abrigo, provisto además de gorra, bufanda y guantes. El mencionado equipo consistía en el típico portafolios musical, al que se sumaba un copioso lote de toallas, dos botellas grandes de agua mineral, cinco frasquitos de pastillas (todas de distinto color y correspondientes a distintas prescripciones médicas) y su silla especial para tocar el piano. Como se descubrió en su momento, se necesitaban toallas en abundancia porque Glenn pone en remojo las manos y los brazos, hasta la altura del codo, por espacio de veinte minutos, antes de sentarse al teclado, un procedimiento que muy pronto se convirtió en un ritual de camaradería de grupo: todo el mundo se sentaba a charlar, a hacer bromas, a intercambiar pareceres sobre música, literatura y cualquier otras cuestión mientras el remojo seguía su curso. El agua embotellada era una necesidad indispensable, puesto que Glenn no soporta el agua del grifo de Nueva York, Las pastillas tenían todo tipo de justificación: jaqueca, alivio de la tensión, una buena circulación. El técnico que se ocupa del aire acondicionado trabajó cuanto fue humanamente posible en el papel de control del estudio de grabación. Glenn es extraordinariamente sensible al menor cambio de temperatura, de modo que se producían continuos ajustes del enorme sistema de aire acondicionado del estudio. Sin embargo, la silla plegable supuso el mayor desvarío de todas las variaciones Goldberg. Se trata de una silla de jugar al bridge, en esencia, cuyas patas se ajustan individualmente a la altura deseada, de manera que Glenn puede inclinarse hacia delante, hacia atrás y a ambos lados. Los escépticos del estudio pensaban que era una mera extravagancia de primer orden hasta el momento en que se inició la grabación. Entonces vieron como Glenn ajustaba la inclinación de la silla antes de ejecutar los poco menos que increíbles pasajes e manos cruzadas de las Variaciones, inclinándose todo lo que la posición exigía. Se reconoció unánimemente que la silla era un aparato magnífico, avalado por una lógica aplastante. Al piano, Gould se convertía en otro fenómeno: en ocasiones cantando mientras toca, otras cerniéndose sobre el teclado y encorvándose a más no poder, otras veces tocando con los ojos cerrados y echando atrás la cabeza. El público reunido en la sala de controles lo contemplaba embelesado, e incluso el técnico del aire acondicionado empezó a experimentar cierta querencia por Bach. Ni siquiera en los previos de la grabación interrumpía Glenn su incesante movimiento, ni dejada de dirigir rapsódicamente, componiendo un verdadero ballet para la música. Para subsistir mascaba galletas de arrurruz y bebía leche desnatada, en tanto que fruncía el ceño ante los sustanciosos sándwiches. Tras una semana de trabajo, Glenn anunció que, por lo que a él concernía, se sentía satisfecho con la grabación. Recogió sus toallas, sus pastillas y su silla plegable. Estrechó la mano a todo el mundo a modo de despedida: el director de grabación, los ingenieros de sonido, el representante del estudio, el técnico del aire acondicionado. Todos coincidieron en que echarían de menos las alegres sesiones de remojo, el sentido del humor y el entusiasmo de Gould, las pastillas y el agua mineral. Bueno – dijo Glenn mientras se embutía en el abrigo, la gorra, la bufanda y los guantes para hacer frente a los aires de junio – ya sabéis que en enero estaré de vuelta. Y así será. El técnico del aire acondicionado se está preparando ya para afrontar tamaña empresa”. Un director enérgico Acerca de la personalidad de Georg Solti, dijo en cierta ocasión un músico de la orquesta del Covent Garden de Londres: “En cuanto Solti atraviesa la puerta, una corriente eléctrica sacude toda la sala: el aire se carga de energía, y no dejo de pensar que si inventase una forma de enchufarlo al circuito general, podría desconectarse la red y todo el edificio quedaría iluminado con su electricidad”. Miedo a morir El inolvidable tenor Luciano Pavarotti tenía una vitalidad extraordinaria. Era un gran amante de los placeres de la vida a la vez que tenía miedo a la muerte. Él mismo lo explicó así en cierta ocasión: “Me da miedo la muerte. A los doce años sentí su frío aliento. Enfermé gravemente y entre en coma. De vez en cuando, entre palabras incongruentes, murmuraba con lucidez frases como No llego a mañana. Es un episodio que me marcó profundamente y que muy a menudo vuelve a mi mente. Mucho tiempo después sufrí un importante accidente de aviación. ¡Y ya van dos avisos! Cuando se acaricia la muerte se considera una fortuna todo lo que ocurre luego. Me siento un hombre afortunado”.