Miss Bustillo y la cuna india Por Basilio Ransom Antes de que se secaran sus lágrimas, Ángela Bustillo había alcanzado la fama. Para los que no estén enterados de la historia baste decir que Ángela Bustillo, Miss Cantabria, perdió la corona, que no la cabeza, al hacer pública su condición de madre, cosa que en el año del que se trata, 2007, está severísimente prohibida y condenada al Averno de la expulsión “ipso facto”, según el reglamento de los certámenes de belleza. Sin embargo, por esas cosas de la vida, la efímera miss cántabra consiguió, al perderla, lo que pretendía, que no era ni más ni menos que la bendita popularidad. Mucho se habló desde aquel 19 de febrero en los medios de comunicación sobre las tribulaciones de la joven miss. Ella misma se encargó de ventear sus cuitas en entrevistas y pases televisivos a lo largo y lo ancho de España. Lo que en un principio era un mero certamen de belleza iba camino de convertirse en un problema de índole constitucional, cogollo y símbolo de la lucha de las mujeres por su emancipación; pues Ángela Bustillo había sido discriminada por ser madre y encima callárselo ante el docto sanedrín del jurado de estos feriales, un hecho discriminatorio que dividió al país y socavó el pilar de la mismísima Constitución. Pero no fue así. Falsa alarma. De esta nueva “marsellesa” opinó en aquellos días todo hijo de vecino, pero quien quiso poner cordura en el debate –pues mar de fondo había para este titánic cargado de hermosas hembras- vio cómo sus esfuerzos se iban a pique ante el iceberg Bustillo que se avecinaba. Porque ahí estaban los que pedían su lapidación por aprovechada y hubo otros y otras que, a buen seguro, tuvieron que morderse la lengua por el atrevimiento de la Bustillo de dejar la cocina y escamotear a los ojos aviesos del público los puntos de la hipotética cesárea. Como España no es Francia –por suerte o por desgracia-, nadie se atrevió a preguntarle a cara perro, como le ocurrió a la candidata socialista a la Presidencia gala, Ségolène Royal, quién le cuidaba los hijos mientras lucía palmito en la pasarela y, sobre todo, quién se los cuidaría mientras se paseaba por el país durante un año luciendo corona y cadera en todas las fiestas habidas por haber y vendiendo desde vehículos hasta pasta dentrífica, pasando por bombones para fiestas pijas. ¿Se los cuidarían sus damas de honor?. Terrible dilema que por cierto no se da en el caso de los efebos merecedores del título de mister. No, de lo que habló el país fue de otras cosas, a saber: de lo bien que se había conservado su figura después del parto, tema de predilección si no se tienen en cuenta comentarios poco caritativos sobre alguna particularidad de su fisonomía: de lo pérfida que era esta nueva Eva Harrington en busca de su preciada estatuilla ( o corona); ¿y qué decir del niño, ese pobre infante que de la noche a la mañana corría el riesgo de quedar bronceado bajo tanto flash de cámara, cual churumbel de la Pantoja? ¡Habráse visto! Rápidamente apareció la sucesora de esta reina republicana no tanto de la belleza como de la ética de los concursos. Rápidamente las lenguas se desataron y los ojos fueron de una a otra en el papel couché para concluir que, vaya, si la segunda es más guapa- ¡Ah, cuán terrible es la fama! ¡E injusta!. Fue así como se redujo el escándalo a la exacta dimensión a que se reducen todas las noticias “preocupantes” que dan de lleno en el rol que desempeñan la mujer en la sociedad. Ángela Bustillo, haciendo honor a su efímera condición de miss, había quedado reducida sólo a eso, a pura imagen. Si de algo le sirvió a su ego o a su currículum vitae, felicidades, pero poco contribuyó a un nuevo despertar de la conciencia femenina. Lo trascendente del asunto había quedado banalizado. Como para poner más en evidencia el pastelón de la miss, ese mismo día, 19 de febrero, algunos medios de comunicación reprodujeron una noticia también concerniente al universo femenino, aunque no tan glamurosa. El Gobierno indio acababa de tomar la decisión de poner cuna sen las calles para que en ellas fueran depositadas las niñas rechazadas por sus padres y frenar de este modo la espantosa escalada de infanticidios en que vive inmerso este país, como en realidad lo están todos los países asiáticos. Imbuida en su tragedia personal, a buen seguro que la bella cántabra no reparó en la noticia que daba cuenta de los dos millones y medio de niñas asesinadas cada año sólo en la India. Pero sería injusto reprochárselo. Lo que se pude reprochar es cómo los medios de comunicación rápidamente pasaron por este genocidio femenino al que, algunos, en justicia, hay que reconocerles al menos el mérito de contarlo. ¿Recuerda alguien alguna palabra sobre el tema en las televisiones públicas, privadas o mediopensionistas?. ¿Se ha preguntado alguien por qué esta decisión del gobierno de Manmohan Singh?¿Le importa esto realmente a alguien? Eclipsada por el brillo de la imagen, los problemas reales de las mujeres son rápidamente barridos hacia un rincón por los propios medios de comunicación. A un lado está la miss, que al atractivo de su belleza cuenta con el valor añadido del morbo de su derrocamiento. Al otro lado están los 25 millones de niñas que han sido asesinadas por sus padres en los últimos 10 años porque en el India ser mujer, guapa o fea, es mal negocio para muchas familias. En apariencia, lo importante es lo primero. El problema es que la mujer nunca ha dejado de moverse en el mundo de las apariencias para empezar a ser tomada en serio. Ser guapa y discriminada tiene mayor atractivo para el público que los problemas reales de las mujeres, incluido el problema real de Ángeles Bustillo cuya única desgracia tal vez fuera tener la ocurrencia de presentarse a un concurso de carne exquisita. Pero no es exactamente el público quien decide qué es lo significativo. Son hombre, al fin y a la postre, los que en su inmensa mayoría copan las direcciones y los consejos de administración de los medios de comunicación. Y son estos medios de comunicación los que se mantienen los valores de la sociedad en conserva. De tal modo que, como hechos encadenados que están, una no empezará a cambiar hasta que los otros lo hagan. Tal vez no exista una manera de sentir específicamente masculina y otra específicamente femenina, pero pocos dudan, al menos intuitivamente, que hay asuntos para los que se requiere una especial sensibilidad y que este no es un don específicamente masculino. Tal vez si hubiera más mujeres al frente de los “mass media”, la polémica de la miss hubiera adquirido otro cariz o se hubiera reducido a sus justos términos ante situaciones tan dantescas como las que vive la India. Habría que decir a la desconsolada miss que su desgarradora protesta ante la discriminación de la que fue objeto es real, injusta y sentida, pero también habría que decirle que ser miss y protestar contra la sociedad que adora a las misses y las exige que se porten como criadas de lujo es como apelar a la compasión del lobo cuando se está merendando al rebaño. Y cuando se le sequen las lágrimas tal vez advierta que ha sido doblemente utilizada para tapar las vergüenzas de una sociedad que prefiere adornar cabezas que razonar con ellas.