El dolor más grande del mundo - Revista de la Universidad de México

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El dolor más grande del mundo
Sealtiel Alatriste
14 de junio de 1986: Muere en Suiza
el escritor argentino Jorge Luis Borges.
Había viajado a Ginebra para morir. Hay
quien dice que no quería ir, que fue un
viaje obligado pues estaba muy enfermo y
hubiera preferido permanecer en la Argentina. La enfermedad es cierta, sufre de un
cáncer de intestino que ha hecho metástasis en el hígado, pero su deseo era ése. Qu i ere morir cerca de los Alpes y no en Buenos
Aires, la ciudad que más ha amado. Tenía
pendiente revisar las galeras —o como se
llamen las pruebas de impresión— de sus
Ob ras Completas, y ya no le quedan fuerzas para nada más. Sus Obras Completas,
piensa. Ojalá y a nadie se le ocurra recuperar los libros que él ha olvidado, que su
obra se quede así y lo dejen morir en paz.
Había inaugurado, de paso hacia Ginebra,
una exposición sobre Franz Kafka en el
C e n t ro Beaubourg de París, y no le qued aba aliento para nada. El escritor checo
parecía haberlo perseguido toda la vida, el
día 3 de ese mes se habrían cumplido sesenta y dos años de su muerte en un hospital de
Austria, y él deseaba una muerte diferente,
que se ajustara a su sosegado estilo de vida.
No hace mucho ha contraído matrimonio
con María Kodama, un anhelo largamente acariciado que al fin se había hecho realidad. ¿Qué otra cosa podría desear aparte
de ese matrimonio? Todo mundo conocía
la anécdota del tipo que lo vio caminar por
una calle y se acercó para preguntarle: “Pe rdone, ¿usted es Borges?”, y él, con el tono
melancólico del que siempre hizo gala, re spondió: “A veces”. No quiere más eso, ya
no quiere saber quién es Borges. Le duele
el cuerpo, le duele la vida, le parece que incluso le duele la literatura. Si llega al día 14
se da de santos, pues cincuenta años atrás,
Jorge Luis Borges, 1968
en esa misma fecha, murió Gilbert Keith
Chesterton. “Cincuenta años”, piensa. Es
exagerar el prestigio del sistema métrico
decimal pero no está mal morir medio
s iglo después de un escritor a quien ha
a dmirado.
No sabe por qué, pero hay una historia
que de repente lo visita, de la misma manera inesperada que recibió la visita de un
estudiante en su departamento en la calle
Maipú. Según le dijo el joven, hacía dos
años había terminado una tesis sobre la
i nfluencia de la literatura inglesa en sus
cuentos, los cuentos de Jorge Luis Borges,
y se le ocurrió buscarlo. Siguiendo una intuición le preguntó al portero de su hotel
si de casualidad sabía dónde vivía. Para su
sorpresa le señaló el edificio de enfrente:
“Ahí, en el tercer piso”, le dijo. Se pre s e n t ó
en su departamento. Él acababa de regresar de la India y el destino le había deparado
la suerte de ver un tigre azul. Por esa razón
aceptó recibirlo aunque fuera una razón incomprensible porque había visto un tigre
azul. Cuando lo tuvo frente a sí, y el chico
le contó que había hecho una tesis sobre
sus cuentos, él dijo que acababa de ver un
tigre azul en la India y le mostró el plato
donde estaba pintado el tigre de marras.
Hablaron de cualquier cosa, parecía un chico simpático, y lo invitó a almorzar al día
siguiente.
Fueron al boliche de siempre, a la vuelta de su casa, y el estudiante anónimo, de
quien no recuerda el nombre, le sintetizó
el argumento de su estudio: “El jardín de
senderos que se bifurcan puede ser leído como un juego de ajedrez, el narrador es el
alfil; Madden, el caballo; el filósofo chino,
el rey, y el jardín mismo es el tablero”. A él
le divertían las cosas que la gente decía sobre sus ficciones. “Asombroso”, le comentó, “a mí nunca se me hubiera ocurrido
nada igual”. No era una ironía. La gente
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Jorge Luis Borges, 1968
tomaba sus comentarios de una manera
oblicua pero a él nunca se le hubiera ocurrido que su cuento fuera una partida de
ajedrez. El chico no estaba ofendido con el
comentario, o eso le parecía a él pues no
podía verlo. Había podido ver el tigre azul
p e rola ceguera le impedía verlo a él. Cu a ndo salieron del restaurante y se dirigían a
su casa, quiso corresponder a la candidez
de su interlocutor y decidió contarle una
historia. “¿Usted sabe lo que es el dolor?”,
preguntó. El joven respondió que no, sin
más, tal vez porque la pregunta lo tomó
por sorpresa o porque era una pregunta
que no se podía contestar más que negativamente. “Para que sepa usted lo que es un
dolor verdadero, le voy a contar una historia”, dijo. Un día, hacía muchos años, él
había salido buscando a un doctor y caminaba por esa calle en la que caminaban
ellos dos. Estaba feliz pues un amigo le había presentado a una chica de la que se
h abía enamorado. Él, que era tan tímido,
se sorprendió de que ella aceptara sus amores. Vivieron un idilio hasta que ese día, en
que iba caminando por esa calle, vio salir a
su amigo y a su amiga de un hotel. Muy
quitados de la pena lo fueron a saludar.
“Hola Borges”, le dijeron y siguieron de
largo. “¿Se imagina lo que sentí?”, preguntó a su interlocutor. Siguió caminando
c omo un sonámbulo en busca de su doctor, dijo, y se metió en el primer edificio
donde vio un letrero de consultorio médico. Entró con el corazón roto y una dentista lo sentó en un sillón, le abrió la boca, le
dijo que tenía una dentadura fatal, y le sacó dos muelas. “Se me olvidó la traición de
mis amigos”, concluyó, “el de muelas es
un dolor verdadero, el peor que un hombre puede sentir”. El joven no supo qué decirle o simplemente no dijo nada. No supo
qué había pensado ni se lo preguntó. Él
había sido sincero, aquel había sido el dolor más grande que había sentido. Quiso
contarle una historia plana, directa, nada
borgeana como diría la gente, para corresponder a la inocencia con que el chico le
había descrito la argumentación de su tesis. Ahora recuerda esa historia y piensa
que tenía razón. El dolor de ahora, el del
cuerpo que se va, no alcanza la intensidad
del dolor de muelas que le hizo olvidar la
traición de sus amigos. No, nada alcanza
aquel dolor que lo redimió del fin del amor,
y aquel cuento que no inventó, que sólo
contaba porque sí, decía la verdad. Por eso
mismo, tal vez lo recuerda ahora y quiere
volver a contarlo en su lecho de muerte de
Ginebra. Pero no puede. Quiere, pero la
voz no le responde y prefiere callar. Después de todo, ya es 14 de junio, medio siglo después de que muriera Gilbert Keith
Chesterton, y no tiene que decir nada más.
Es posible que ya lo haya dicho todo.
No, nada alcanza aquel dolor que lo redimió
del fin del amor...
108 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO
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