Laciudad.Elpoeta.Lapoesía C on la preciosa recopilación de obras poéticas dedicadas a la Ciudad de La Habana, Don Ángel Augier suma un mérito más a su hoja de servicios a la cultura cubana. Le conocí apenas comenzaba la obra de restauración en la antigua Casa de Gobierno y Palacio de los Capitanes Generales. Su nombre hallábase unido al de los amigos más selectos de mi predecesor, el doctor Emilio Roig de Leuchsenring, quien siendo mayor en edad había acogido al joven investigador apenas fundada su Oficina. Así, entre 1937 y 1945, solía verse a Ángel inclinado sobre los cuadernos de apuntes o consultando la pequeña, pero espléndida, biblioteca del Historiador. Por aquellos días, el Museo de la Ciudad y el Archivo de las Actas Capitulares ocupaban espacios en el Palacio de los Capitanes Generales, en la Plaza de Armas. Seducido por el encanto del patio de esa Casa, uno de los más hermosos patios habaneros, y a propósito de convocarse un certamen poético que premiaría la mejor composición dedicada al mismo, resultaron escogidos los versos de Augier. La distinción incluía la colocación de una placa de bronce en una de las paredes de piedra del Palacio. Cuando veintitrés años después, mis ojos contemplaron aquel claustro en cuyos espacios no sabía entonces quedaría la parte más larga y fecunda de mi vida, hallé la tarja con el poe- 1 ma, y sus versos, interpretados por aquella lira delicadísima, se dejaron escuchar en el interior de mi espíritu... A la luz de tu sombra conmovida deja escuchar a tantas voces tuyas. Me quedaré desnudo de silencio cuando me des tu intimidad desnuda. Los recuerdos que corren por tu sangre te han dejado fragante de ternura, fuerte de eternidad estremecida y el color secular que te circunda. La nostalgia se sube a tus arcadas para soñar al sol su ansia madura; mientras las ramas verdes te acarician en el temblor henchido por la lluvia. Para las sombras de tus corredores son mis palabras como sombras mudas que quieren saturarse de tus ecos y saturar tu paz de albas futuras... De aquel encuentro con la silueta del poeta, surgiría mi interés por su ejecutoria. No tardaría en conocerle personalmente en la primera celebración del 23 de agosto, natalicio de Emilito como llamaban cariñosamente al Maestro, quien ya no estaba con nosotros. En las páginas de la prensa luego aparecerían las impresiones sobre las obras de restauración apenas iniciadas, en su trabajo «Piezas de Museo», con el cual consagraba la amistad que hasta hoy nos ha unido. Su pesquisa sobre poemas dedicados a La Habana se remonta a décadas anteriores. Una tras otra, fue coleccionando las fichas de sus hallazgos mientras recorría, con su mirar acucioso, innumerables publicaciones y manuscritos. Así, sin descanso, hasta colocar las últimas hojas de laurel de esta corona lírica que ahora deposita a los pies de la Ciudad que le acogió 2 cuando, llevado por el mandato de su destino, abandonó su suelo natal, el central azucarero Santa Lucía, que entonces pertenecía al municipio de Gibara. Fiel al legado de sus padres y maestros, su calidad humana y alto concepto del deber y de la justicia, le situaron desde su primera juventud entre las vanguardias intelectuales y políticas. Su pluma ha estado al servicio de los pobres y de los humildes desde los días esperanzados y febriles de la Revolución del 30 hasta las épicas jornadas de la República Española. Desde entonces, y hasta nuestros días, pensamiento y carácter han modelado al hombre que conocemos, y lejos de ser mellado por el tiempo, como suele hacerlo, el caudal de la inspiración lírica ha seguido brotando de su fibra más íntima como el manantial de la roca. Ahora que la Ciudad es sacudida por un impulso renovador, resultará útil gozar y meditar en cómo ella inspira a tantísimos poetas a ofrendarle sus cantos. Que ese manto estrellado descienda como un bálsamo sobre las piedras heridas, disipe las brumas del tiempo, aparte resueltamente el polvo del olvido y exalte el valor regenerador de la poesía. Sin ella nada es perenne ni prevalece como una luz cuando todo declina. EUSEBIO LEAL SPENGLER Historiador de la Ciudad de La Habana 3 I L deLaHabana,siglo XVIII uces y sombras L a Habana, asentada definitivamente en 1519 al borde de amplia y recatada bahía, cuyas tranquilas aguas bañan sus pies con amoroso rumor, quiso guardar entre murallas, como en un relicario, los secretos de su historia colonial, hasta que los ímpetus del progreso que asimismo le dieron vida, tenaces y constantes como el oleaje de su entorno, rompieron el cerco de piedra que la rodeaba, para que extendiera sus límites hacia todos los rumbos, sin abandonar la fluctuante línea de la costa. Las olas que besan el prolongado litoral, impulsadas por la corriente del Golfo, forman un cinturón de espumas que ciñe el talle voluptuoso de la ciudad, mientras el sol, al reverberar sobre el movible azul, hace resplandecer de luminosa blancura todo el ámbito urbano, constelado de los más diversos estilos arquitectónicos. Recostada así al mar que la acaricia, al mar que le abre los caminos del mundo, se ofrece La Habana con su historia y sus leyendas, con sus piedras seculares, su centelleante colorido y su misteriosa seducción: en resumen, con su poesía peculiar, que en todas las épocas han percibido y expresado los poetas que se han acercado a ella y quedado prendidos de su encanto. Sorprender, rescatar y hacer aflorar esa poesía de la ciudad es tarea grata, gratificadora, porque además de contribuir al mejor conocimiento de rasgos y matices a veces inadvertidos de su imagen repartida en múltiples facetas, también nos deja 7 sentir latidos insospechados de su inmenso corazón, donde resuenan sin duda los del nuestro. El espíritu de la ciudad se nos ofrece a través del espíritu de cada poeta que le canta. El rastro de la poesía inspirada por La Habana en su amanecer colonial, se pierde entre los espesos legajos de las Actas de su Cabildo fundador, pródigas en pormenores de querellas aldeanas y rivalidades de poder, y en pragmáticas injustas contra los escasos indios y los muchos negros esclavos, y en prudentes medidas de defensa frente al merodeo de corsarios y piratas de la más disímil procedencia europea. Anticipaciones fugaces de esa poesía sólo aparecen entonces en la prosa de algunos viajeros y funcionarios, fáciles en el requiebro a la atractiva criatura tropical contemplada con ojos de otros climas y latitudes, seducidos por el hallazgo de una nueva dimensión no imaginada, destellos incipientes quizás de lo que en nuestros días habría de ser llamado «lo real maravilloso», al sortilegio de la prosa carpenteriana. Recuérdese el breve «madrigal» no exento de codicia que le dedicara en 1683 el Maese de Campo D. Francisco Dávila, capitán general de la Isla: La Habana, Puerto ilustre, erario seguro, reposo de los mayores tesoros que ha visto el universo... el más precioso engaste de esta rica presea de la Corona española, y la más estimable concha de esta occidental margarita.1 Pero los primeros versos que hemos encontrado dedicados a la ciudad, no son de un visitante ocasional, sino de un hijo notable de La Habana: José Martín Félix de Arrate y Acosta (17011765), autor de la primera Historia de Cuba, que por estar centrada en la capital, tituló metafóricamente: Llave del Nuevo Mundo. Antemural de las Indias Occidentales. La Habana descripta: noticias de su fundación, aumento y estado.2 El título fue tomado por Arrate de una Real Orden de 1634, que de esa manera definió la privilegiada situación geográfica de la ciudad, convertida en el puerto de escala forzosa de las flotas españolas, al establecer la Metrópoli las nuevas rutas marítimas a sus colonias de América. Como colofón a su importante repertorio histórico escrito en 1761, Arrate concibió un soneto de corte clásico y escaso 8 aliento lírico, pero que cumple el cometido que se propuso su autor: Aquí suelto la pluma ¡oh patria amada noble Habana, ciudad esclarecida! pues si harto bien volaba presumida, ya es justo se retire avergonzada. Si a delinearte, patria venerada, se alentó de mi pulso mal regida, poco hace en retirarse ya corrida, cuando es tanto dejarte mal copiada. Mas si aún así ha logrado desairarte, pues si tanto hijo tuyo sabio y fuerte en las palestras de Minerva y Marte te acreditan y exaltan, bien se advierte que donde han sido tantos a ilustrarte, no he de bastar yo solo a oscurecerte. La obra de Arrate estuvo avalada no sólo por una acuciosa investigación del pasado, también por la experiencia directa de quien fue protagonista y testigo a la vez del proceso histórico de la ciudad, como regidor perpetuo y alcalde ordinario de ella durante varias décadas. En su Diccionario biográfico cubano, Francisco Calcagno le atribuye a Arrate la autoría de «poesías que no han llegado a nosotros». No es imposible que algunas de ellas se inspirara en lugares de la capital cuya historia escribió con tanta devoción patriótica. Al describir en su obra el puerto de La Habana, Arrate se congratulaba de que ya había sido «celebrado de propias y de extrañas plumas con varios epítetos y sublimes encomios, que lo gradúan de singular en todo lo descubierto, y por eso famoso en ambos mundos». Entre esas plumas habría de incluirse la eminente del Barón Alejandro de Humboldt (1769-1859), quien algunos años después de la muerte del historiador en los inicios del siglo XIX visitaría nuestro país en fructuoso viaje de 9 estudio. En su imprescindible Ensayo político sobre la isla de Cuba, 3 apunta el sabio alemán: Cerca de la salida septentrional [de la corriente del Golfo], precisamente donde se cruzan, por decirlo así, una multitud de calzadas que sirven para el comercio de los pueblos, es donde se halla situado el hermoso puerto de La Habana, fortificado por la naturaleza y más aún por el arte. [Más adelante añade el viajero]: La vista de La Habana a la entrada del puerto, es una de las más alegres y pintorescas de que puede gozarse en el litoral de la América equinoccial, al norte del Ecuador... [...] Al entrar en el puerto de La Habana se pasa por entre el Castillo del Morro y el fortín de San Salvador de la Punta: la abertura sólo tiene de 170 a 200 toesas de ancho y la conserva durante tres quintos de milla, saliendo de la boca después de dejar al norte el hermoso castillo de San Carlos de la Cabaña, y la Casa Blanca, se entra en una concha en forma de trébol [...] Fieles custodios de la entrada a la bahía, los dos castillos que primero menciona Humboldt el Morro y la Punta permanecen allí desde 1597, cuando se terminó la construcción iniciada por el ingeniero Bautista Antonelli: época, personaje y obra están volcados en la novela Antonelli,4 de José Antonio Echeverría (1815-1885). Ambos castillos formaban, con el de la Fuerza construido en 1577, el triángulo defensivo de la ciudad, cuyo escudo blasonan con tres almenas simbólicas. Si en la novela de Echeverría las fortalezas aparecen envueltas en un ambiente sombrío de complicadas intrigas y trágicos sucesos, no ocurre lo mismo en la amable referencia que de ellas se hace en la segunda de las décimas de una composición titulada «Viaje que hizo desde la Havana a Vera-Cruz y Reyno de México el P. Fray Gregorio Uscarrell».5 Fue su autor el fraile juanino José Rodríguez Ucres, que firmaba con el seudónimo de El Capacho las primeras poesías jocosas del parnaso cubano en la segunda mitad del siglo XVIII. Así se despedía de La Habana el viajero burlón: Después que el alma rendida siempre de ti enamorada, 10 aún antes de la jornada quedó del pesar partida: dudosa en la despedida, tan sin consuelo barrunta, que estaba casi difunta, mirando que sin despecho llevaba el Morro en el pecho y el corazón en la Punta. Las fortalezas eran, pues, personajes de primer plano en la vida habanera, como baluartes de su defensa y como ornamento del paisaje urbano. En la funesta coyuntura del ataque y la ocupación de La Habana por la armada inglesa en 1762, jugaron el papel protagónico que les correspondía, como consignan las crónicas de aquella peripecia colonial. Y también en versos de ocasión, como los de la «Dolorosa métrica expresión del sitio y entrega de la Havana», de una aristócrata criolla que también escribía décimas: la Marquesa de Jústiz de Santa Ana (1733-1807). Ofrezco algunos fragmentos: ¿Tú ya en extraño dominio? ¡Qué dolor, oh patria amada! Por no verte enajenada ¿cuántos se sacrificaron? ¿Y cuántos más envidiaron tan feliz honrosa suerte, de que con sangre en la muerte tus exequias rubricaron? Por ti el paisanaje atento como logró en tu región la primer respiración, diera hasta el último aliento. Si el Morro con tal contento dominaría perecer sin poderse defender, 11 cuanto más a la Cabaña, cuerpo a cuerpo, y en campaña ¿dónde podían vencer? Las veinticuatro décimas de la «Dolorosa métrica expresión...»,6 pródigas en evocaciones mitológicas e históricas, es la versificación del memorial que la Marquesa envió al rey Carlos III en agosto de 1762, como protesta de las mujeres cubanas por la capitulación de la plaza ante el ataque de la escuadra inglesa. Otros poetas dedicaron largas tiradas de estrofas al suceso histórico que tanto hirió a la dignidad española y del que permanece el ejemplo heroico del defensor del Morro, D. Luis de Velasco; pero en esos exaltados poemas no hay lugar para la visión de la ciudad, lo que equivale a que tampoco aquí haya lugar para ello. En 1763, como se sabe, Inglaterra restituyó el dominio español a la capital habanera. También es notorio que esa experiencia de la breve ocupación inglesa influyó no poco en la política semiliberal hacia las colonias de América del rey Carlos III, la cual fue aplicada en Cuba mediante importantes medidas que impulsaron el desarrollo económico y cultural del país, particularmente de La Habana. Mucho han destacado los historiadores ese período de transición de la factoría a la colonia, como se ha denominado. Pero lo interesante es que tal momento histórico fue reflejado en una composición poética o con intención de que lo fuera bajo el título de «Las glorias de la Havana», en cien octavas reales. Según refiere Antonio López Prieto en el prólogo a su Parnaso cubano,7 estos versos se publicaron en México en 1798, y aparece como su autor un prócer italiano de muchos títulos: D. Francisco María Colombini y Comayori, conde de Colombini, capitán del Regimiento de Artillería de Nueva España, socio de la Real Academia florectina, etcétera. López Prieto reproduce algunas de las octavas, no sin dejar de prevenir al lector de su ausencia de poesía; algunas de ellas se incluyen en este repertorio a pesar de ese defecto bastante generalizado en esos tiempos porque ilustran sobre esa 12 época de La Habana. Así cantaba el autor «Las glorias de la Havana»: Animada la industria y común trato, crecen las Artes, y a porfía se mira el pueblo trabajar con tal conato que la riqueza al fin circula y gira. Desterrados el ocio y desacato, el comerciante, el artesano aspira a nuevas leyes próvidas sujeto a llevar tan glorioso y grande objeto. ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ¿Quién expresar podrá la complacencia, la gloria del espíritu havanero, cuando por nuevo afecto de clemencia aprobó el Rey fundarse por entero la augusta Casa de Beneficencia? ¿Quién podrá celebrar el vivo esmero de Peñalver, de OFarrill, Montehermoso, Calvo, Aróstegui, Lanz, sin dar reposo? Son y han sido las Ciencias el cimiento de la felicidad de las naciones, son la luz del humano entendimiento, el freno principal de las pasiones, las que dan tono, acierto y fundamento a los proyectos y negociaciones, y las que dan valor en todas partes a la Industria, Comercio y a las Artes. ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ¡Oh, preclara virtud, fuente de bienes, instrumento del público contento! ¡Oh, amor! ¡oh, patriotismo! Tú mantienes la gloria de los reinos! ¡Oh, portento que con feliz principio puesto tienes en el pecho havanero firme aliento. 13 Tú aumentarás hasta la edad lejana las glorias inmortales de la Havana. En contraste con esas felices perspectivas de progreso económico abiertas por las previsiones reformistas del «despotismo ilustrado» y por el espíritu emprendedor de las nuevas generaciones criollas, todavía en los inicios del siglo XIX la ciudad no era modelo precisamente de salubridad y ornato urbano. El cuadro que describió entonces el Barón de Humboldt reproducido por otros visitantes extranjeros de la época no podía ser más deprimente: Durante mi mansión en la América española, pocas ciudades de ella presentaban un aspecto más asqueroso que La Habana, por falta de una buena policía; porque se andaba en el barro hasta la rodilla, y la muchedumbre de calesas y volantas, que son carruajes característicos de La Habana, los carros cargados de caña de azúcar, y los conductores que daban codazos a los transeúntes hacían enfadosa y humillante la situación de los de a pie. El olor de la carne salada o del tasajo apestaba muchas veces las casas y aún las calles poco ventiladas. 8 Tan severo juicio del viajero era compartido por muchos hijos de La Habana, y en nombre de todos ellos clamaba el poeta Manuel de Zequeira y Arango (1764-1846), quien desde las páginas del Papel Periódico, El Criticón de la Havana y de otras publicaciones, comentó con acritud las malas costumbres públicas y privadas de su tiempo. Es famoso su artículo «Reloj de la Havana» (1801),9 donde registra el ritmo y los rumores de la vida cotidiana de la ciudad durante las veinticuatro horas del día, a partir de las seis de la mañana, cuando «abren los comerciantes sus almacenes», hasta las cinco de la madrugada del día siguiente. Desglosamos del texto en prosa que no deja de contener momentos poéticos para una sensibilidad crítica tan selecta como Fina GarcíaMarruz10, algunas muestras que confirman la sombría visión de Humboldt: [...] 14 A las siete corren por las calles varios escuadrones de cuadrúpedos conducidos por los africanos para llevarlos a beber: estos instantes son de sumo peligro por la insolencia de los conductores, quienes después de visitar las tabernas, gritan, corren y atropellan todo cuanto se les pone por delante. [...] A las nueve va creciendo el rumor por todas partes.[...] las plazas se ocupan con las volantes de alquiler, y los caleseros cometen todo género de desorden; las carretas cruzan libremente por las calles, dejando surcos por donde pasa la inmensa mole de sus ruedas, con lo que hacen irremediable la destrucción de los pisos. [...] A las diez de la mañana [...] si la estación es de lluvias, no puede andarse por las calles sin el riesgo de las salpicaduras de los caleseros, y sin temor de sumergirse en las pocilgas o en las lagunas de cieno que decoran nuestra patria [...] Al llegar a la última hora de este atareado recorrido por el tiempo en un día habanero, cinco de la mañana, cuando «principian los tambores a templar sus cajas para saludar a Diana», Zequeira hace detener los movimientos de su reloj y dice reservarse «para dibujar más adelante el retrato de la Aurora, si acaso la graciosa Talía se digna dispensarme sus pinceles». Pudo Talía serle propicia, y a principios de 1802, también en el Papel Periódico, apareció el «Retrato de la Aurora» 11 en romance octosilábico, donde se complementan visiones del «Reloj...» para volver a poner en evidencia hábitos repudiables de sus convecinos de la capital: [...] Silencio, que ya a las torres suben legos diligentes, y sonando rudos bronces a la ciudad estremecen; [...] Perezosos bostezando se levantan los sirvientes a barrer las escaleras 15 y a limpiar algunos muebles. Salen muchos a las calles no a regarlas de claveles ni a ejercer la policía, sino a derramar las heces. [...] Todavía en 1804, en El Criticón de la Havana, el poeta habanero consagraba uno de sus demoledores artículos al mismo tema: Yo creo que entre todas las ciudades que merecen el nombre de civilizadas, no puede haber una siquiera que se asemeje a nuestra patria por la horrorosa inmundicia de sus calles. [...] La Habana sería siempre un pantano de inmundicias, mientras nosotros mismos no impidamos los progresos de las bárbaras costumbres que están introducidas. [...] 12 Algunos escritores contemporáneos nuestros han reflejado en sus obras esa lamentable imagen de La Habana de fines del siglo XVIII y principios del XIX. Por ejemplo, Alejo Carpentier (19041980), en los inicios del primer capítulo de su novela El siglo de las luces, describe con trazos goyescos la ciudad, en tácita referencia a Humboldt. Por su parte, Nicolás Guillén (1902-1989) la recrea con crudo realismo en el «Soneto (La Habana siglo XVIII)» de su libro El diario que a diario:13 La aldea es ya ciudad, mas no por ello se piense que dejó de ser aldea: en las calles el pueblo caga y mea sin que el ojo se ofenda ni el resuello. Paciencia hay que tener más que un camello con el agua podrida y la diarrea, y quien de noche ingenuo se pasea a escondido puñal arriesga el cuello. Moscas, mosquitos, ratas y ratones, polvo hecho fango, charcas pestilentes, fiebres malignas, chancros, purgaciones, 16 contagio son de bestias y de gentes, bajo un sol de ladrones y gritones y una luna de dientes relucientes. Ya se ha visto cómo los habaneros ilustrados se preocupaban por erradicar cuanto perjudicara la salud de la población y la grata imagen inicial de la ciudad, a fin de que fuera total la visión de gracia y luz que la caracteriza. Pero eso fue lento proceso de varias décadas. Una de las consecuencias inmediatas de la breve ocupación inglesa, fue la decisión adoptada por las autoridades españolas de reforzar las defensas de la ciudad. Se le dio prioridad a la terminación de las murallas que se habían comenzado a construir desde 1674 hasta 1697, y que entonces abarcaban sólo el espacio del litoral desde La Punta hasta la Capitanía del Puerto. A iniciativa oficial, los vecinos pudientes aportaron los esclavos necesarios para terminar la obra, y el cinturón de piedra que rodeó a la ciudad se completó entre 1764 y 1797. Es de suponer que más de un poeta habanero dejara grabada en sus versos la ruda presencia de aquella prolongada barrera construida a tan duro esfuerzo de la explotación humana que separaba la vieja ciudad intramuros tanto de su entorno marítimo como de la otra que crecía pujante en extramuros. Al menos hay que acreditarle también a don Manuel de Zequeira y Arango el aporte de incluir las murallas en la prolija crónica que escribió en romance heptasílabo y a la que dio título evidentemente excesivo: «Descripción exacta de la general alegría y majestuoso modo con que se descubrió al público la excelente estatua del señor don Carlos III, el día 4 de noviembre de 1803, erigida por el pueblo de La Habana a la memoria de tan benéfico rey, y colocada en el centro de la primera plazuela del Paseo Extramuros.»14 El Paseo Extramuros, luego Alameda de Isabel II, estaba en el actual Paseo del Prado, y esta primera ubicación de la estatua de Carlos III se sitúa donde luego se levantó y permanece la Fuente de la India, en Prado entre Monte y Dragones. La 17 estatua fue trasladada después al inicio del Paseo de Carlos III que comenzó a construirse en 1835, y de donde se ha removido recientemente. En la composición de Zequeira, las murallas aparecen cuando los cañones de sus baluartes disparan las salvas de honor de la ceremonia: [...] En este punto rompe su silencio la plaza, y trompas giganteas que adornan sus murallas, por sus defensas puestas, de los Brontes fraguadas, concibieron con fuegos y fuegos abortaban, [...] [...] Y en la ciudad festiva las torres elevadas, soberbios edificios y las mismas murallas, con tal trepidación sus ruinas amenaza. [...] Arrimo ya mi lira al pie de esta muralla, de la Madre más digna, siempre feliz Habana: amante de sus hijos y de ellos muy amada.[...] Las murallas aparecen como personajes secundarios en el aparatoso espectáculo descrito, pero personajes imprescindibles. A sus pies rinde la lira el poeta en ademán de pleitesía a su amada ciudad, de cuya fisonomía eran ellas aún parte indivisible. Tanto, que a las murallas iba a retornar la traviesa musa del poeta habanero, una musa que le divertía en sus ocios y tedios de militar de carrera. 18 Notas 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 Francisco Dávila Orejón y Gastón. Excelencias del arte militar y varones ilustres. Madrid, 1683. Citado por Eusebio Leal Spengler, La Habana, ciudad antigua. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1988. La obra de Arrate permaneció inédita hasta 1830, al editarla en La Habana la Sociedad Económica de Amigos del País. Hay una edición de la Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, La Habana, 1964. La primera edición de 1880 de esta obra, la reprodujo Fernando Ortiz, en su Colección de Libros Cubanos, Cultural S.A., La Habana, 1929. Antonelli fue publicada en 1839 en la revista La Cartera Cubana, y reproducida en la Colección de novelas, cuentos, leyendas, etc., de autores cubanos, 1855. Hay una edición reciente. Parnaso cubano..., por don Antonio López Prieto. Habana, editor Miguel Villa [1881]. Introducción, p. L. José Lezama Lima. Antología de la poesía cubana. La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1965, t. I, p. 156. Parnaso cubano..., ob. cit., p. XLI. Alejandro de Humboldt, ob. cit. en nota 3. Emilio Roig de Leuchsenring. La literatura costumbrista cubana de los siglos XVIII y XIX, t. IV, «Los escritores». La Habana, Oficina del Historiador de la Ciudad, 1962, pp. 34-37. «Reloj de la Havana» se publicó en el Papel Periódico el 9 de agosto de 1801. Fina García-Marruz. «Manuel de Zequeira y Arango», en Estudios críticos, por C. Vitier y F. García-Marruz. La Habana, Biblioteca Nacional José Martí, 1964. Roig de Leuchsenring, ob. cit., pp. 50-52. Ibid., pp. 67-68. El artículo se titula «Policía de calle», y se publicó en El Criticón de la Havana, nov. 13, 1804. Nicolás Guillén. El diario que a diario. La Habana, Ediciones Unión, 1972, p. 20. Poesías del coronel D. Manuel de Zequeira y Arango. Segunda edición corregida y aumentada... La Habana, 1852, p. 109. 19