“No está el horno para bollos” “Ha sido un accidente”

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 “Yo ignoro que pasa y no pasa, porque cuando diagnóstico que pasa Es.” Sentencia mi padre cada vez que nos enredamos en las típicas broncas padre-­‐hija, donde él no puede evitar tallar todo el mal que tiene que presenciar y aliviar cada día desde las ocho de la mañana hasta bien entrada la noche. No hay pausa. La Enfermedad ni perdona ni descansa. Mi padre es sensible, pero es médico. Siempre he pensado que antes de salir de casa, antes de ponerse la bata blanca, se arranca el corazón del pecho y lo guarda en el zapatero que hay al lado de la puerta de casa. Luego se calza sus zapatos nos dice adiós frío, frío y se marcha a lidiar con Dios. Un Dios en el que cree más que en su propia existencia. El Mal le pide una cita por teléfono a todas horas, llega a su consulta, se instala en su despacho y lo reta. Cada paciente es una tarántula que le atraviesa el esófago. Podría escribir un libro con los testimonios de mi padre, y debería, pero intentaré no explayarme mucho y contar sólo los más curiosos o los que me puedo permitir robarle. Exceptuando mi condición de oyente y no de testigo, y la pizca de subjetividad de la que uno no se puede desprender cuando escribe, todas estas historias son totalmente ciertas. ¿Y quién duda?, si la Ficción se alimenta de la Realidad… “No está el horno para bollos” Llega una mujer con su niña de 9 años a la consulta. Es una madre joven, lleva velo y “chilaba”, los dientes se le amontonan en la boca como los platos sucios en una pila. Está tranquila, sujeta a su hija por el brazo como si fuese un puñado de paja. Ella se arrastra como puede con un bombo por barriga. Le llegaba el ombligo a la boca. Mi padre la ve llegando y calcula: 7 meses para 8, cómo una criatura iba a dar a luz a otra, no aguanta el útero, no aguanta la vagina, por cesárea, seguro que no tienen dinero, a quién llamo ahora… -­‐
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No sé qué le pasa a mi hija. Lleva meses con el vientre hinchado, vomita y le palpita la barriga de cuando en cuando. Cada vez va a más, ¿qué tiene, doctor? No tiene nada… Pero lo tendrá. Un bebé, señora. Un bebé. Se lleva las manos a la cabeza, se araña la cara y grita desconsolada: “¿Cómo puede ser? ¿Cómo? ¡Pero si ni siquiera la ha tocado!, ¿cómo puede dar un diagnóstico? ¿Cómo puede estar tan seguro?” “Mierda. Encima tengo que explicarle cómo… Cómo me pregunto yo. ¿No ha estado esta imbécil embarazada de la criatura que tiene al lado? ¿Cómo que cómo? Respira, tranquilo, respira, tranquilo, explica, aplica”. “Ha sido un accidente” “Hola, Doctor. Estoy embarazada. 19 años, sí, mis padres me matan, pero deje que le explique, yo no he tenido nada que ver. Verá, iba en un autobús camino de Rabat y enfrente iba un joven asqueroso y pervertido. Llevaba un rato mirándome. Bastó que yo echara la vista un segundo hacia la ventana para que él sacara su miembro y comenzara a masturbarse. Yo quedé perpleja. Sentí la vergüenza que habrían sentido todos los miembros de mi familia en mi piel. Una deshonra… ¡Y no sólo se masturbó mientras yo le miraba, si no que además osó eyacular apuntando hacía mí! Claro, yo llevaba falda y unas bragas finas y, tal y como estaba sentada, su semen llegó a introducirse entre mis muslos y traspasó mi ropa interior. Así es como quedé embarazada, doctor. Y ahora me gustaría saber cómo puedo deshacerme del feto, no puedo tenerlo. Mis padres no me entenderían, no me creerían “ Silencio. “¿No te creerían? ¿En serio? Qué padres más malvados y poco tolerantes, ¡pero si es la historia de embarazo más hermosa y real que he escuchado jamás!”. Mi padre con cara de “eres subnormal”, sonrisa irónica y ganas de estamparle la cabeza a la joven con la sonda del ecógrafo: -­‐ Soy médico, no idiota, señorita. “Las golondrinas del paraíso” Las manos diminutas abrazaban el pulgar de quien les había dado la Vida. Hacía un mes que ese ser humano tan pequeñito había escuchado la risa de su madre por primera vez. Con los ojos cerrados jugaba con el pelo de su madre y se lo intentaba llevar a la boca. Sentada en la sala de espera con su primer niño entre los brazos no podía parar de sonreír; pero se le anudaban los intestinos y sentía el corazón en un puño, aunque henchido, a punto de estallar por todo el Amor que sentía por su niño. -­‐ Doctor, no sabría decir por qué he venido. No son miedos de una mamá primeriza. No son las noches en vela ni el ser madre soltera. Le pasa algo a mi hijo. Lo sé. Estoy segura. Dígame qué es, por favor. -­‐¿Qué síntomas tiene?-­‐ Habían pasado tantas mamás por su consulta que le soltaban la misma paranoia que ni siquiera pensaba cobrarle la visita. Fue el silencio que retumbó en el despacho después de esa pregunta y la mirada tan quieta y serena de la joven lo que despertó las hormigas de su estómago. Una radiografía del cráneo rebeló una mancha negra que devoraba la materia gris todavía virgen: un tumor había engullido más de la mitad del cerebro de la criatura. Murió a los cuatro días sin ni siquiera tener conciencia de que había vivido. La joven volvió a quedarse embarazada dos años más tarde. Un niño: Nabil tiene hoy tres añitos ya. “Sangre por agua” En sus primeros años de profesión mi padre trabajó en un hospital. Fue donde más barbaries presenció y donde aprendió que tenía que hacerse de hierro si quería seguir con su pasión. Aparece una ambulancia por la boca del garaje. Se baja un señor bastante mayor acompañado de una joven bien trajeada y maquillada. Al hombre le sangra la frente. Les sigue un muchacho en otro coche con cara de espanto e indignación. Resulta que, aunque el señor le dobla en edad a la jovencita, son matrimonio. El chico es hijo de él y de su difunta esposa. La señorita, hecha una furia, le grita desconsolada al muchacho y le vomita amenazas de muerte si osa hablar siquiera. Parece ser que han tenido una discusión y que al muchacho se le fue la mano e hirió a su padre con un cuchillo. El hijo rompe a llorar desconsolado y proclama su inocencia. Entre el alboroto, salen mi padre y otro médico a atender al señor. Mientras mi padre intenta calmar el griterío y entender lo que había pasado, el otro médico se encarga de limpiarle la herida. Es extraño. No es un corte raso. El médico llama al cirujano del hospital que sentencia que la herida no nace de la mano rabiosa de un hijo fuera de control, sino de la mano fría y calculadora de un criminal imperfecto. La jovencita bien maqueada es la autora: ideó todo el paripé para alejar al hijo de su padre y ser la única persona a su alrededor. Por dinero, por amor o por despecho, o simple maldad. El plan perfecto: “Te hago unas heriditas con la cuchilla de afeitar, amor, que sangren y parezca algo violento; le echamos la culpa al niño, tú mi testigo y yo el tuyo, hacemos que lo metan en la cárcel y así yo podré hacerte feliz”. Ambos fueron juzgados y encarcelados. El padre le rogó perdón, que había sido el amor, que “las mujeres son así de manipuladoras y de crueles”; pero el muchacho, con el corazón en un puño, lo rechazó. Le dijo antes de salir por una puerta que cerraría para siempre: “Sangre por agua. No somos nada el uno para el otro”. “Tan fácil como darle un caramelo a un niño” -­‐
Le traigo a mi hijo, doctor, que ha dejado de ser niño de un día para otro a sus 7 años. Tiene cambios de humos repentinos, le da miedo ir al colegio, se esconde de algunas personas, llora en su cuarto, no juega. Mi padre le hizo un chequeo médico general. El peso es normal, la altura también, no sufre desnutrición, el pulso, la tensión, todo es normal. Ningún problema bucodental, ni estomacal, ni cerebral, según revelan la ecografía y la radiografía. Tras la revisión y el diagnóstico físico nulo, mi padre se fija en cómo mira el niño a su madre. Siendo él padre, se da cuenta de que hay algo que le revuelve el estómago, que calla mucho y tiene miedo. Le pide a la mamá que abandone la sala unos instantes para dejarlos solos. Mi padre mide sus palabras y estudia los gestos: ¿tu mamá y tu papá se portan bien contigo?, sí, ¿te han hecho daño?, no, ¿te ha hecho daño alguien?, (silencio), ¿quién?, nadie no sé, ¿te da miedo ir a algún sitio?, sí no sí, ¿sí?, sí, ¿qué sitio?, no me gusta ir a comprar. “Cuando mamá me pide que vaya a la tienda que hay al lado de casa a comprar yo siempre le digo que sí, para ayudarla, porque ella trabaja mucho. Voy solo, porque soy mayor. El hombre de la tienda me da caramelos. Me pide que me quede con él para que me dé más caramelos. Yo me quedo. Él cierra con llave la puerta y me quita los pantalones. Y luego no sé qué pasa. Sé que me pone su tota detrás”. Se te desgarran los intestinos y una lluvia de fuego te azota y te seca el cráneo. Qué haces, cómo reaccionas, cómo explicas, cómo sanas, cómo le cuentas a una madre que a su hijo lo viola el señor de la tienda. Cómo no pierdes la fe en la Humanidad. Cómo duermes teniendo miedo de ver a tus hijos sufrir porque en el mundo la crueldad brota en todas partes. Lo denunciaron y el juicio está en proceso. El niño sigue un tratamiento psicológico, que irremediablemente sólo hará efecto en una parte de él. La otra siempre guardará el recuerdo y cuando un día sea consciente (porque no lo es para nada todavía) de lo malo que era el señor de la tienda de al lado (aunque lo hayan juzgado y castigado) no podrá perdonar jamás. 
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