ORTEGA A LA VISTA

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ORTEGA A LA VISTA1
1. Hace ya cincuenta años que murió Ortega. O
mejor dicho: la carne mortal del hombre que se llamó, y al
que llamaron, José Ortega y Gasset. Quienes creemos, o
acaso tenemos el deseo y la ambición quijotesca de creer,
en la resurrección de la “carne” (cualquiera que sea el
sentido exacto de este vocablo más teológico que biológico)
sabemos que los hombres no mueren en absoluto del todo
cuando de veras viven una existencia auténtica
proyectados en la vida común de la santa Hermandad del
Hombre. Yo (o sea: tú, él, vosotros) soy la suma de mi
persona, mi circunstancia y aquello de mi yo circunstancial
que trasciende en el nosotros de una historia humana,
valga la doble redundancia, “compartida”. No existe historia
que no sea hecha por el hombre para entregársela al
hombre hasta la disolución de esa misma historia en las
manos de Dios.
Pues bien, de Ortega nos quedan hoy náufragas
algunas cuantas frases sonoras, guardadas como una
reliquia histórica, dentro de una botella con formol
custodiada en el Archivo de la palabra. Su voz magistral,
hinchada, enfática y armada con brillante retórica
finisecular, trae a nuestra memoria colectiva de españoles
del siglo XXI un eco claro y distante de ultratumba.
Pero del filósofo madrileño nos queda sobretodo su
palabra escrita, la lucidez impresionante de sus obras
impresas, los volúmenes de bolsillo lanzados durante
décadas al público español e hispanoamericano por los
arqueros tipográficos de Espasa-Calpe y Alianza Editorial.
¿Qué es Ortega hoy para nosotros sus compatriotas, los
actuales lectores de un público al que nunca se dirigió con
vida el escritor?
Podemos leer o rezar a solas, en el parque, en el jardín
umbrío, en la capilla silenciosa de un colegio. A cualquier
hora del día y en cualquier día del año. Sin embargo, la
“liturgia”, según nos dice su etimología griega, es una “obra
o acción pública”. A la iglesia acudimos juntos a escuchar la
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Texto escrito en el año 2005
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palabra de Dios cada domingo. Y en la universidad, templo
laico de Santa Sofía - tancat els diumenges -, oímos
también juntos la palabra de otros sacerdotes y diáconos de
la verdad, la ciencia o episteme, ese pálido reflejo seglar de
la verdad divina. Toda acción colectiva exige un orden, una
jerarquía, un compás de movimientos, una dócil sumisión al
calendario. Como cada año los cristianos ponemos flores en
un día preciso a nuestros muertos en su tumba. Como cada
año, el calvo de la televisión nos trae a casa el anuncio de
la lotería navideña (¿no es ya bastante premio la nueva de
un Dios encarnado compartiendo el sufrimiento de los
hombres?) Como cada año, la doctrina de la razón vital se
expone more académico en las frías o infernales aulas de
alguna universidad española o hispanoamericana. Liturgia,
obra pública.
Nosotros, los españoles de ahora, tenemos la suerte
de que el tiempo – cincuenta años no es nada – nos coloca
en este preciso año delante de una fecha especial, un
jubileo de la inteligencia, un sorteo extraordinario cuyo
premio o “gordo” consiste en tener otra vez la ocasión de
releer juntos y regustar individualmente una prosa
castellana tan magnífica como son los ensayos de El
Espectador. Ortega, igual que un cometa que vuelve a
reaparecer en hora fija, está de nuevo a la vista de los
españoles en una revuelta del camino. Medio siglo después
de su muerte física, Ortega nos sigue interpelando. ¿Qué
nos dice aquel hombre que en su adolescencia sintió
también los goces de la “emoción católica” y ya en la
plenitud de su hombría, alejado de la Iglesia católica por
culpas no solamente propias, emocionó a los creyentes de
buena voluntad con su grito colombino de “Dios a la vista”?
2. Hasta aquí lo que podría llamarse la introducción o
exordio de esta charla. O, si se prefiere, la jaculatoria
orteguiana compuesta para la liturgia académica del
cincuentenario de su muerte. Hace ya medio siglo – hemos
dicho - que Ortega se nos fue al más allá a discutir con Dios
sobre el tomismo, el Sylabus y la encíclica Quanta Cura
escrita por de uno de los vicarios decimonónicos de su Hijo
unigénito. Y hace solamente la mitad de ese tiempo, un
cuarto de siglo, que un pequeño aragonés leía con
entusiasmo juvenil a Ortega en una de las entonces gélidas
habitaciones de cierto entrañable castillo mediterráneo. La
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reunión de esa doble circunstancia en una sola explica,
mediante la razón histórica, la circunstancia de que
vosotros y yo nos hallemos ahora aquí “monologando”
sobre el autor de España invertebrada.
Pues bien, acabamos de poner tres en raya la terna de
sustantivos que nos van a dar la sustancia, sabrosa o
insípida, de esta charla: Ortega, Dios y España. Mi
perspectiva individual será la cuarta esquina que se
requiere lógicamente para ensayar la cuadratura del
círculo: entender un pensamiento ajeno “desde dentro”.
¿No es un buen marco para una meditación, aunque sea
fallida, el polígono que dibujan esos cuatro puntos? Vamos
a hablar, pues, acerca de Dios y acerca de España en el
pensamiento de Ortega. Este va a ser el tema de este breve
ensayo. Abramos ya sin más dilación la puerta del corral
para dar paso, según la taurina metáfora del filósofo, a esas
dos tremendas y problemáticas fieras.
3. En primer lugar, Deus lo vol, entablemos batalla con
la cuestión primera de todas las cuestiones: ¿Qué piensa
Ortega sobre Dios? Navegando sin ser unos cibernautas
entre los millares de páginas escritas por el filósofo, un
lector infatigable se tropieza en una docena de veces, o
pocas más, con el buen Dios. Evidentemente no se trata del
Dios vivo de Abraham, sino del Dios de los filósofos, la
vertiente o flanco de la divinidad que puede ser atisbada
por la sola razón desde la ladera cismundana del horizonte.
Dios es también un asunto profano. Y así como la política es
un asunto tan serio que no conviene dejarla exclusivamente
en manos de los políticos de oficio, también la reflexión
sobre el magno problema de Dios es una cuestión
trascendente cuyo monopolio debe ser arrebatado al
estamento eclesiástico. Descartes antes que Santo Tomás y
el teólogo dominico con preferencia a San Juan de la Cruz,
el místico carmelita. En cierta novela del escritor inglés
Chesterton, aquel converso gordinflón, el detectivesco
Padre Brown desenmascara a un falso cura con el siguiente
argumento: “Habla pestes de la razón y eso es siempre una
mala teología”. El filósofo aún puede dialogar con el teólogo
sobre un mismo terreno porque desde Aristóteles se tiene al
ente supremo como un Archi-catedrático de Metafísica, el
“pensamiento que se piensa a sí mismo”. Sin embargo, el
poeta místico solamente es capaz de dejarnos con la boca
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abierta al proclamar impertérrito que durante el éxtasis su
vuelo le ha hecho trascender toda la ciencia. Y bien ¿qué
nos cuenta luego de su aventura extra-sideral, más allá de
la tapia del universo, cuando regresa exhausto a Cabo
cañaveral? Pues únicamente estas líricas palabras:
un no sé qué queda balbuciendo
Verso hermoso, bellísimo sin duda alguna, pero con
cuyos mimbres tartamudos no puede hacerse ningún buen
cesto para guardar los panes y los peces. El milagro será
siempre un dominio exclusivo de la fe. Cualquier filósofo, si
es honesto consigo mismo, debe confesar que nunca ha
encontrado a Dios al final de un silogismo. Lógicamente no
puede hacerlo, porque Dios, si existe, es la premisa mayor
de cualquier silogismo. El pensador católico parte de la
afirmación previa e indemostrable de la existencia de Dios
para caminar después con paso ágil y firme provisto de la
razón iluminada por la previa revelación de la fe. San
Anselmo o Descartes, enfermos de intelectualismo, precisan
hacer una pequeña trampa apologética, un juego de manos
entre “esencia” y “existencia” para confundir a la razón
pura igual que un prestidigitador engaña a la vista ante el
público desconcertado. Kant, como intelectual, es aquí más
honesto. Cerrado el paso de la racionalidad pura de la
ciencia, abre la verja a la razón práctica del mundo moral.
Ortega tomará como punto de partida de su
pensamiento el Cogito cartesiano, al cual somete a una
vuelta del torno. No es el pensamiento quien prueba la
existencia (tesis racionalista), es la existencia la que
descubre en sí misma la facultad de pensar. El ser antecede
al pensamiento del ser. Según Ortega, la realidad radical del
hombre es la vida, esto es, “mi” vida. La vida de los demás
hombres solamente se nos hace patente dentro de nuestra
vida. ¿Existe Dios? No podemos afirmar su negación como
hace el ateísmo dogmático. Ahora bien, si Dios tiene una
realidad auténtica para el hombre debe mostrarse por
fuerza “en” su vida. Yahvé debe arder en la zarza, Cristo
encarnarse en la historia de los hombres naciendo primero
de una mujer. Si existe “otra vida” será la vida misma del
hombre dilatada en una dimensión desconocida al
atravesar la porosidad de nuestro horizonte terrenal. Pero
en tal caso el mundo trascendente se hace ya inmanente
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en la realidad que hemos llamado vida sobrenatural. Hasta
no hace mucho irse a las Américas era… no volver jamás al
viejo mundo. En rigor la filosofía orteguiana solamente
puede calificarse como “agnóstica”. Ortega se niega a dar
el salto a la fe que dan ciertos discípulos católicos como
Laín o Marías, conscientes ambos de que su catolicismo no
contradice el pensamiento orteguiano ni tampoco puede
considerarse sin más como una conclusión de la filosofía del
maestro.
Ortega nunca mostró ninguna animadversión a la fe
cristiana. Ello no implica que, desde muy joven, marcase
una prudente distancia respecto a cualquier forma positiva
de religión. “Tomarse la vida en serio”, he ahí su
“religiosidad del respeto”, en frase de un antiguo director
de este colegio, don José Garrido. Quebrada la fe en la
religión de sus padres el Meditador del Escorial se
construyó la balsa de un sistema filosófico para sobrenadar
en ese “valle de lágrimas” en que algunos cristianos,
olvidados de que la gloria sigue a la pasión, hacen consistir
la existencia de los hombres. No hay ciertamente en Ortega
ese sentimiento trágico y morboso de las “cuestiones
últimas” que lleva a su admirado rival Unamuno a convertir
la vida en una meditación sobre la muerte. El fondo vital del
filósofo madrileño es casi siempre un optimismo que hunde
sus raíces congénitas en lo biológico y que se nutre
personalmente de la misma “utilidad” de la alegría para la
dura faena de vivir dentro de nuestra circunstancia. Ortega
era alegre por naturaleza y ante la desgracia propugnaba
transformar las lágrimas del llanto en turbinas creadoras y
propulsoras de energía eléctrica. “Cuando uno es una pura
herida – dice un poeta romántico – curarle es matarle. La
vida no es hartura sino insatisfacción, deseo que una vez
colmado se lanza hacia otro objeto porque, como dice san
Agustín, solamente en la plenitud de Dios se calma la
inquietud del hombre. ¿Creyó Ortega al final de su vida en
Dios? No podemos asegurarlo, pero sí que podemos afirmar
que donde hay una tristeza permanente se hace notar la
ausencia de Dios. No creáis que cree verdaderamente en
Dios quien no sabe nunca reír. La risa, decían los griegos, es
un atributo de los dioses.
4. Pasemos ahora de las “tejas a las lentejas”, del
techo celeste a la pitanza doméstica, del verdadero Dios a
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ese otro “becerro de oro” que es la patria para algunos
nacionalismos irredentos y otros nacionalismos inconfesos
embozados con el velo constitucional de la bandera.
Ortega, que amó profundamente a España, nunca fue un
“patriota”, en el mal sentido de la palabra. Un patriota,
cóncavo o convexo, de esta orilla o de aquella, es el
hombre que sacrifica la libertad o la verdad al dogma de la
nación. El patriotismo de Ortega, impregnado de
liberalismo, consiste en trabajar cada día para que en
España las nuevas generaciones hereden parcelas de una
libertad cada vez más amplia y verdadera. La patria –
afirmará en la estela de Nietzsche - no es la tierra de los
padres sino la tierra de los hijos. Por eso durante aquella
República que nos nació ya casi muerta en una primavera,
defenderá con un enorme vigor intelectual el Estado
aconfesional. Para que los españoles del futuro tengan la
libertad de aceptar o rechazar íntegramente el credo
católico bajo su propia responsabilidad personal y ser así de
ese modo verdaderos católicos o verdaderos ateos en
lugar de ser fieles de “camisa forzada” o rebeldes sin otra
causa que escupir a las olas. Ortega habla sobre España y
habla sobre Dios, pero nunca hablará sobre “Dios y
España”. Es algo que un católico sincero debe agradecerle.
Al juntar a Dios con la patria rebajamos al primero a la
altura de la segunda o alzamos a ésta a la cima de Aquel.
Blasfemia en un caso, idolatría en el otro. Azaña cometió un
lapsus linguae al decir que España había dejado de ser
católica. El Estado, pese a quien pese, no se identifica
jamás con la nación o la sociedad que recubre con el manto
de la ley. En la segunda República unos españoles, de carne
y hueso, siguen siendo católicos y otros han dejado ya de
serlo sin tener que meterse por ello en ningún armario de
hierro o roble nacional-católico.
La preocupación del joven Ortega sobre España nace
temprano de la inquietud regeneracionista de los hombres
del 98 durante la crisis finisecular. “Me duele España”, dirá
Unamuno con su habitual sentimiento trágico de la vida
espiritual. Pues bien, la juventud es siempre dócil o arisca,
se somete a sus maestros o se rebela contra ellos. Unas
épocas son de construcción, otras de demolición. En los
años de la Restauración – esa “empresa fantasmagórica”
dirigida por Cánovas – rebrota en el solar hispano las brasas
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de la vieja polémica de la ciencia originada el siglo anterior
por un artículo de la Enciclopedia: “¿Qué se debe a
España?”. Ortega tomará partido alineándose con los
krausistas y los pedagogos de la Institución libre de
enseñanza frente a las tesis tradicionalistas defendidas por
el adalid de la España católica, el cántabro don Marcelino
Menéndez y Pelayo. Reducida a los puros huesos la tesis
liberal sostiene que el atraso científico que sufre
secularmente España se debe a la asfixia ideológica
provocada por la falta de libertad de pensamiento. La
Inquisición católica sería la causa de que en España no
haya habido un Descartes o un Newton. Si Ortega se inclina
en sus años mozos hacia la cultura alemana para revitalizar
la filosofía en España y ponerla a la altura de los tiempos se
debe en buena medida a que en su mente el catolicismo y
la ciencia aparecen de algún modo como una contradicción
que debe ser superada en la historia de nuestra patria. El
proyecto intelectual del filósofo supone una ruptura con la
tradición o, si se quiere, una apertura hacia una Europa
identificada entonces con la ciencia germánica. La salvación
de España, hecha problema para sí misma, está en Europa.
España es el problema, Europa la solución.
El otro polo de la inquietud orteguiana sobre el
problema de España lo constituye su reflexión sobre la
“anormalidad” de la historia española. Vamos solamente a
telegrafiar bajo clave de morse unas cuantas ideas,
menudas como insectos, de su ensayo
España
invertebrada. Una nación es, según Ortega, un “proyecto de
vida en común”. Castilla ha hecho España porque logró
superar su propio particularismo y supo mandar con acierto
a los demás pueblos de la península imponiendo a todos
una tarea común. Pero ese ideal colectivo decae en los tres
últimos siglos hasta llegar al desastre del 98 y surgen
entonces en algunas regiones ariscas deseos de una vida
aparte, separada del resto de la nación con la cual han
convivido durante siglos. A ese particularismo de las
regiones se suma también el particularismo de las clases
sociales que se consideran a sí mismas como
“compartimentos estancos”. Cada grupo social o
profesional aspira a conseguir sus objetivos mediante la
acción directa sin contar con los demás. El pronunciamiento
militar sustituye a la política. Sobre una masa indócil que no
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desea ser mandada gobierna una minoría que a su vez es
incapaz de mandar. En España se ha arraigado desde
tiempos remotos una perversa “aristofobia”, un morbo en la
facultad valorativa que antepone en cualquier elección los
hombres peores a los hombres mejores. Esa ausencia de
una minoría selecta, o cuando menos su escasez y
debilidad, explica en buena medida el carácter anormal de
la historia de España. Se impone como solución o remedio
un imperativo de selección. Debemos preferir en todos los
órdenes de la vida la cualidad más egregia a la más vulgar.
“Si España quiere resucitar – concluye nuestro filósofo – es
preciso que se apodere de ella un formidable apetito de
todas las perfecciones”.
5. Entremos ya en el último tramo de esta charla
amistosa sobre Ortega. O, si se prefiere decirlo así, de este
monopolio de la palabra tan incómodo para el que la
retiene con abuso como para aquel que la recibe con
paciencia. Hablar consiste siempre en dialogar, aunque a
veces ese diálogo no sea sino la conversación que
mantenemos con ese hombre que va pegado siempre a
nuestra sombra. Concluyamos con una pregunta abierta a
todos los presentes: ¿Cuál es la herencia que Ortega nos
deja a los españoles?
Me vais a permitir que ensaye aquí una respuesta
personal “desde las vísceras”. Esta es una forma de
ventriloquia cuya dificultad radica en morder los labios para
retener en ellos la dosis de bilis no indispensable al asunto
en cuestión. En nuestra patria, nación, Estado, nación de
naciones, objeto de nuestros pesares, duelos y quebrantos
(o como queramos llamar a esta realidad moral sobre la que
convivimos, mal que bien), en esta España nuestra, digo,
han sido siempre los “liberales”, los verdaderos liberales, ya
en el siglo XIX o en el siglo XX, quienes han sufrido en sus
carnes el silencio de la mordaza o el exilio forzoso.
Ciertamente no todos los penados han sido liberales. No
todos los que juran en alto por el Señor o la República
entran en el Reino de la democracia con las manos limpias.
Pero dejemos por ahora a esos otros pecadores que
pagaron ya sus graves culpas, igual que el pueblo judío, con
la penitencia larga de su destierro en la atea Babilonia.
Ortega es esencialmente un hombre de talante liberal,
adversario de fascismos y comunismos, aunque nunca
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tuviese contra la dictadura de los Primos o Primerísimos el
coraje físico y los arrestos viriles demostrados por
Unamuno o por su hermano Eduardo. Pero Ortega no es en
absoluto patrimonio de las “izquierdas” ni tampoco, por
supuesto, de las “derechas”. Y mucho menos de ese centro
vergonzante y ecuménico que divide al niño en dos mitades
iguales y se queda con la parte del ombligo preferida.
Reconciliación, aquí paz y allá gloria. Todos iguales, todos al
suelo: el cardenal Barraquer o Isidro Gomá, Tarancón o
Monseñor Guerra Campos; Madariaga, Besteiro, Ortega y
Durruti o la Pasionaria, Julián Marías o Gonzalo Fernández
de la Mora. En la noche de la transición todos los gatos se
nos han vuelto pardos como si el pragmatismo
imprescindible de la política tuviera que prolongarse
necesariamente en la verdad inexorable de la historia.
Ortega pertenece a una tercera España, una patria
que surge de la superación secular de las dos Españas
enfrentadas en conflicto fraticida. Esa España da cabida a
Maeztu y a Lorca, a Machado, don Antonio, y a Machado,
don Manuel. Como “burgués” huye Ortega de las pistolas
marxistas en el Madrid “más rojo que republicano”; como
“liberal” jamás pudo adherirse, sin desdecirse o renegar de
su vida entera, a un régimen que suprime la libertad de
pensamiento para conceder esa misma palabra expoliada a
quienes sí tienen francas las puertas de la universidad y los
púlpitos de la teología oficial con solamente alzar el brazo
para responder al jerarca.
La herencia de Ortega hoy, a los cincuenta años de su
muerte, consiste en una invitación o incitación al diálogo,
esa transmigración de un alma en doble salto vital hacia
otra alma. En suma: aumentar nuestra porosidad hacia las
razones del contrario. Nos hacen falta la Palabra de Dios y
la palabra de los hombres como Ortega con una mayor
urgencia evangélica que las Paraulas de algunos pastores
descarriados. ¿No puede una oveja, o acaso una cabra u
otro derivado mayor del nombre, recordar en público a unos
católicos estas sencillas verdades? Uno de los dos
Machados, el vencido, escribía en unos versos con la forma
de aforismo este programa de convivencia deseable para
sus compatriotas, los hijos de Caín: que debemos guardar
en el bolsillo “mi” verdad y “tu” verdad para salir juntos en
busca de la verdad de todos, aquella que se escribe con las
10
mayúsculas ¿No está allí siempre Dios esperando ver el
rostro de los hombres serios que le buscan entre la niebla
aún sin conocerle?
Pablo Galindo Arlés, 3 de febrero de 2015
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