Sólo cuatro libros fueron suficientes para destacar a Jorge Andrés

Anuncio
Un mundo en busca del mundo
Sólo tres libros fueron suficientes para destacar a Jorge Andrés Paita
(Buenos Aires, 1931/2012) como una de las voces más personales de la poesía
argentina de la segunda mitad del siglo XX. Contemporáneo de los poetas
Alberto Girri, Norberto Silvetti Paz, H.A. Murena y Rodolfo Godino –así, en
este orden, de los mayores al más joven- y de los venezolanos Juan Liscano y
Eugenio Montejo -por quienes profesó una indisimulada amistad-, pero
atravesado, a su vez, por un trasfondo elegíaco de viejo cuño lírico, dejó
inscripta en su poesía la prolongación de esa conjunción de estado de alerta y
meditación que caracteriza la obra de todos aquellos. Publicó su primer libro
Cuatro puertos en 1975 (Editorial Cuarto Poder, Buenos Aires), cuando ya era
reconocido por sus colaboraciones y notas críticas en la revista Sur; a éste le
siguieron Señales del segundo milenio en 1983 (Monte Ávila, Caracas) y Eros
en Amazonia en 1998 (Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires). Su
último libro, Despliegues –que no llegó a ser editado- consigna una fecha al pie
del verso final: “verano de 1993-primavera 2010” (cf. pruebas de página de la
Editorial Vinciguerra). O sea, largos años –a veces, más de una década- para la
elaboración de cada libro, lo cual habla de un poeta metódico, de morosa
ejecución de sus poemas y –esto lo sabemos porque lo frecuentamos durante
esos años- más preocupado por el hacer poético que por los quehaceres
profanos.
Ya desde su primer libro sobresalen el espíritu crítico y el afán
constructivo, así como su aspiración metafísica. Poco inclinado a enrolarse en
los modelos todavía vigentes en su época, Paita apunta una síntesis expositiva
que se enlaza tanto con las fuentes de la cultura clásica como busca dar cabida
en el poema a la difícil contemporaneidad. Si refiere la soledad, lo hace en
términos de intemperie; si polemiza, su voz proviene de una estatura
impersonal. La suya es una humanidad que se siente amenazada por la pérdida
de lo sagrado -hecho éste del que será duro censor- y que responde oponiendo
una obra que es, a la vez, un credo. Corolario de su lúcida reflexión sobre la
experiencia poética, retoma las cuatro operaciones fundamentales del poetizar
–cantar, narrar, meditar y dramatizar- como las prácticas llamadas a reencauzar
la poesía en el dominio provechoso de la lengua en que se escribe. Hay en esto
un llamado de atención, ya que, sin decirlo en forma expresa, está denunciando
que en las avanzadas de la posmodernidad se observan señales de liquidación
de formas y contenidos, con la consecuente pérdida del horizonte del conmover
y del comunicar.
Desde esta plataforma plural distingue la poesía de la que se sabe
continuador: la constituida por aquella que bebió de las fuentes universales y
que en lo local siguió los pasos de Borges, sin olvido de la entonación
rioplatense y del hálito numinoso de oriente que fecundó su obra desde
temprano, como podemos ver en Experiencias con la percepción, Samsara y
Nirvana de Cuatro puertos. Es decir, una poesía de exploración intelectual,
barroca a su manera, dotada de un fervor que la aleja tanto de las querellas de
la pureza como de la inmediatez de la experiencia. En su apertura a los giros
del lenguaje oral, deja observar la pesadumbre del poeta por la licuación diaria
que es percibida como una provocación de la época. En esta órbita no puede
soslayarse la autoridad paradigmática de ese poeta de provincia que fue
Mastronardi, elaborando con virtuosismo su obra en la vorágine de la gran
ciudad. Paita ejercita, igual que éste -acaso con rigor más abstracto-, la
modalidad de abordar los hechos con naturalidad, como si todo fuera, al cabo,
una premeditada deriva hacia la desaparición y la tarea del escritor consistiera
en formar los diques para salvar el mensaje de cada día. Su adjetivación
ingeniosa, de raíz ultraísta -“grave arboleda”, “lívida siesta”, “blando viento”,
“sellados jardines”-, tiene la función de articular el matiz como fundamento del
verso, dejando librada al sustantivo la arquitectura de la acción.
En un reportaje de aquellos años Paita precisa sus coordenadas poéticas:
“Creo en el Padre, Homero, en el Hijo, Dante y en el Espíritu Santo,
Shakespeare. Y venero santos y santas en número sospechoso de politeísmo.
En cuanto el siglo XX, tal vez será admirado, más que por sus corrientes
poéticas, por algunos pocos nombres, como el de Kafka, poeta absoluto, y el de
Borges, poeta en todos los géneros que cultivó. Más que el surrealismo me
interesó la renovación emprendida por Eliot y por Pound, que rompía con el
pasado inmediato, ya caduco, para reanudar vínculos, tras una revisión crítica,
con figuras de la tradición universal”. Esto último es, precisamente, lo que él
hace con el legado de las generaciones que le precedieron: da un salto hacia
atrás sobre las corrientes más inmediatas (la efusividad neorromántica, el
lenguaje surrealista, el coloquialismo urbano de tono contestatario, que
abundaron en nuestro país hasta bien entrada la década del ´60) para ir al
encuentro de otras poéticas de tradición vigorosa (los primitivos y preclásicos,
la contundencia musical de la poesía inglesa del siglo XX, la observación
analítica (y escéptica) del poeta y ensayista Gottfried Benn). En las
composiciones de mayor extensión de su último libro suma a todo ello un
criollismo hernandiano, rural y paródico, que busca interpretar nuestro avatar
histórico.
Su condición de porteño, solitario pero afable conversador, soltero pero
enamorado fiel de la condición femenina, hacen el resto, trazando una
personalidad rica, culta, sensible, urbana, libresca, huidiza pero amigable,
afectuosa pero selectiva, y que en sus costumbres tiende a hacer de puente
entre sus dos ciudades: Buenos Aires y Montevideo. Dichas estancias le
confieren el diapasón melancólico apropiado para abordar las aristas del vivir
como densidad y del tiempo como fuga. En el poema Carpe Diem de Eros…
enfrenta el pasado con el presente de la mano de una cita entre viejos amantes
–estrujados ambos por el tiempo-, pero ya liberados de las zozobras del amor y
envueltos por una momentánea y diáfana juventud que hace de ese momento
un día entero recortado por jardines sin fin… Momentos, instantes fuera del
tiempo –epifanías de un hijo de la civilización- que son retomados una y otra
vez para representar las cimas en que el hombre se eleva por sobre su humana
condición y, burlando a la muerte, accede a la única visión de plenitud que le
es concedida. Lo demás, es el diario vivir, el pensamiento urdiendo tramas, y
en lo personal, la discreción y el secreto de su antigua caballerosidad.
Dichos silencios y reservas y esas omisiones de nombres, personas y
lugares son estrategias para entronizar la pieza verbal por encima de la crónica,
que siempre es subjetiva y casual. Paita podría repetir con Auden que el tema
es la percha de la que se cuelga el poema y que el poema es sólo -y nada
menos- que lo que el escritor hace con el tema. Esto pone de relieve la labor
que preside cada poema suyo y que, junto con la ordenación del libro, tendrán
el cometido de enfrentar al tiempo. Omite nombres propios, disimula lugares,
evita el recorte anecdótico, dejando que el tejido de los hechos, con sus
presencias, sombras y espectros, transparente ese algo más que la vida no hace
otra cosa que difuminar. Esto tiene el efecto de abrir una expectativa al
hundimiento en el Todo, con la esperanza de que un extremo, en algún
relámpago, se complete: “…cómo no advertir que nosotros, el progreso
invencible hacia el hormigueo, sin saberlo quizá esperamos, ante estas mesas
enclenques, que el sustento olvidado de nuestro paso y el paso de las estrellas
vuelva a cobrar figura, mirada, nombre, vuelva a darse en el tiempo, y le
otorgue a la mano obrar necesario, luz verdadera al ojo, atención al oído, a la
lengua otra clave fiel de su idioma”. (De Profundis de “Cuatro puertos”).
De este modo, y por propia mano, su biografía es corta: la ciudad de
Buenos Aires, en las calles pobladas del sur y del oeste; Montevideo y su
barrio viejo, balnearios de otra época como el de Piriápolis, alguna escapada a
Mar del Plata -en feliz compañía-, donde no fue más allá de una taberna
céntrica en la que halló el barullo portuario y –a su jovial entender- el sabor
profuso de la vida. Su actividad en el periodismo cultural, la escritura de poesía
y la preparación de los pocos números de la revista Escritura -que reúne los
nombres de quienes formaban su entorno: Elisabeth Azcona Cranwell, Miguel
E. Dolan, Rodolfo Modern, Carlos Viola Soto, Horacio Castillo, Osvaldo
Ferrari-, conformaron el mundo de sus apariciones en esa Argentina violenta y
callada que comenzaba el interregno hacia un debate que no ha cesado hasta el
presente. Apariciones súbitas en algún acto literario, premios relevantes (La
Nación, 1996, y Fondo Nacional de las Artes, 1997), el puntual envío de sus
libros con generosas dedicatorias, seguidos por gestos de confesada amistad
como la deslizada a Santiago Sylvester -en fecha no lejana- a modo de
despedida: "No te olvides que somos más amigos de lo que creemos", son
todas formas de reunir lo que el tiempo fatalmente arrebata y de crear un lugar
adonde no lo hay. Es que Paita no se resignaba al linaje de una sociedad en la
que el hombre no fuera el protagonista y la ciudad el ágora de una
ininterrumpida conversación.
Los cuatro libros expresan los esfuerzos por discernir en el caos de la
experiencia. En ellos traza vínculos, cubre vacíos, busca echar luz sobre lo que
logra sortear los brazos de la convención y el nihilismo. Cuatro puertos es su
libro más teórico. Ejemplo de doctrina poética y de variedad estilística, pone en
acto las cuatro operaciones que, a su juicio, nutren la poesía. Los cuatro puertos
que visita la palabra, comenzando por el soneto y su desmoronamiento,
siguiendo por la recarga de energías en el venero de la prosa, para volver al
verso en composiciones de renovada forma, y de allí arribar al poema de
métrica irregular con el que retoma las estaciones de aquel horizonte: lo lírico,
la narración y descripción, la meditación y el contenido dramático. Cuatro
operaciones que, ya sea aisladas o combinadas, sustentan la creación poética.
“Cuando la poesía ni canta, ni narra, ni dramatiza, ni medita –señala-, enferma
su lenguaje, es decir, el corazón del lenguaje común, es decir, el hombre, que
es el añorado y –a veces sin saberlo- añorante destinatario del poema”.
Señales del segundo milenio es un libro de condensada vehemencia. El
poema que da título al libro, con la cita del Génesis, 6, 11: Y corrompióse la
tierra delante de Dios, y estaba la tierra llena de violencia, nace a partir del
rumor de un avión que atraviesa la noche en estas llanuras. Apunta una
reprobación de lo que el hombre ha hecho con el planeta y con su vida. De
Guernica a Hiroshima y de ahí a manosear la luna, le pide que no se envanezca
y que recuerde “que también dejarás tu sitio,/ que al hermano futuro
transmitirás/ también la pregunta”. Por momentos, descriptivo, conversado en
otros, trabaja a partir de posiciones que se formula a fin de reflexionar sobre el
pasado, el presente, la crisis que sacude a la especie, el río invisible que todo lo
contiene y al que todo conduce. Pero, asimismo, resalta el don de la “palabra
nacida de la palabra”; esto es, de la escritura de creación. Se trata de una
aventura del lenguaje poético en su tentativa por entender el mundo
contemporáneo. El poeta ronda los hechos diarios y las ofrendas de la cultura a
la búsqueda de un sentido que, de no mediar la estatura de la palabra, quedaría
fatalmente oculto o sería indescifrable. Su tónica reposa en el propósito de ser
réplica o contrarréplica al hedonismo de lo vario, lo múltiple y lo cambiante
que tan a menudo lleva a la destrucción de valores. Su ademán constructivo
aísla y enmarca los contenidos a fin de alimentar con ellos la realidad “al
alcance y a mil distancias de lo indecible”, como señala en el poema No
dualidad, confiriendo a la poesía el alto designio de ser redención de la vida,
conforme escribe Eugenio Montejo en el prólogo.
En Eros en Amazonia afirma la épica del amor, la presencia del pasado
y la locución de lo callado. Es el libro que contiene los poemas más
confidentes. Aquellas cuatro operaciones del poetizar se aúnan en una voz más
afirmativa -por momentos, irónica, autoindulgente-, que expone su pathos ya
sea en forma personal o bien a través de interpósitas figuras extrapoladas del
pasado. Con tal dominio formal, no hay tema ni cuestión que no puedan ser
abordados por su pasión indagatoria. Desde la Niña púber en perspectiva (en
perspectiva del ojo del poeta, debe aclararse) hasta la Elegía imprecatoria (del
hombre ya mayor que ve pasar la vida y en ese paso está marcada su derrota:
de orate a soberbio, de solterón a escriba y peatón –como resplandor en fugaconcluye, pasados los años, viendo a la mujer evocada irremediablemente
perdida como la juventud, como la vida: “Riegas,/ como entonces y siempre
riegas en el ocaso/ de mi pecho impensables rosas/ cuya patria es la noche”).
Su poesía pasa en este libro de ser instrumento de interrogación a convertirse
en instrumento de composición.
Un poema de este conjunto –Brindis- celebra la bienhadada distancia de
las cosas del mundo que deja traslucir su inspirador, al consultar al poeta, sin
otra mención temporal, sobre un fragmento de un poema clásico. Fiel a su
modalidad de retacear los datos anecdóticos, comienza discursivo: “De un
poema me habla en su carta Horacio…” Sin demasiado error podemos
aventurar que el aludido es el poeta Horacio Castillo (domiciliado en La Plata y
con el que era común que se enviaran cartas) y que el poema es el fragmento de
Safo sobre el que éste escribió Ella en Sardes. Paita destaca la omisión por
parte del remitente de toda referencia a los acontecimientos del azaroso
presente –inflación, muertes en Irán, guerras, lepras que ajan la tierra, “…si me
caso finalmente”-, y festeja en él la “mansa y dispersa orden/ de artesanos
augures,/ los que en retiro ofrendan labradas palabras/ al Sol sin Albas ni
Ocasos”. “Artesanos augures” y ofrenda al “Sol sin Albas ni Ocasos” hablan
decididamente de la labor del poeta edificando, contra todos los vientos, la
inapresable realidad. Es un homenaje -un brindis a solas- rendido a la vida
vivida desde el refugio de la escritura y a espaldas -y a pesar- de los humanos
desastres.
En Despliegues, tal como nos llega -a medio camino entre el proyecto y
la edición-, lleva a la consumación el poema narrativo (he aquí otra vez el eco
de Mastronardi, aunque más enfático que éste y con subrayada conciencia
crítica). Con un prólogo anunciado pero no incorporado a las pruebas de
página, del que sabemos -gracias al trabajo de Osvaldo Mazzei para
desentrañar el manuscrito- que vuelve sobre la vertiente del “poema
meditativo”, es un libro de agitada recapitulación. Por un lado, habla de los
amigos y del entorno ciudadano, para adentrarse en el país cerril, uniendo el
mundo clásico con el doméstico, lo criollo y el Tao. Rinde tributo a su
admirado Kafka, a su otra patria –Uruguay-, con críticas al vértigo y al
atropello masivo, mientras deja observar –también él- su creciente
distanciamiento -como el de quien se despide de la vida-, señalando que nada
ha cambiado, para contradecirse y afirmar, a renglón seguido, que sí, que “algo
había cambiado/ porque, soplando acaso desde más lejos/ que el río, el cerro, la
luna/ traslúcida que se alzaba,/ una brisa gentil mecía sus corazones”. Al
carácter efímero de la vida le opone el aliento cósmico que, en su
universalidad, engloba la existencia. El antagonismo de los términos “nada ha
cambiado” y “algo había cambiado” encierra la aceptación de la riqueza
mudable de la vida.
Aventuramos –no sin abrir un margen de temeridad por la afirmaciónque su quehacer literario puede ser emparentado con el “constructivismo
plástico rioplatense” de Joaquín Torres García. Su vocación universal unida al
color local, su modalidad de abstraer las figuras del escenario originario para
reinsertarlas en un dominio estético, iluminando detalles y símbolos, son
formas de tejer y destejer una realidad que, en sus palabras, conforma un
microcosmos. Paita convierte el poema en un punto de intersección de la teoría,
la práctica, la percepción y la razón, sobre una trama en la que el tiempo y
consecuentemente la historia operan de telón de fondo. Para él todo comienza y
todo concluye en la dimensión temporal. El tiempo es nuestro desafío y nuestra
posibilidad. Pero “Por el tiempo en bruto (será) arrastrado el límpido instante”
(Interregno de Señales…), señala poniendo también en zozobra el
advenimiento de aquellas donaciones que de tiempo en tiempo nos es dado
recibir.
Su deliberada huída de las fiestas del mundo revela un temperamento
religioso. Pero de una fe disuelta en la naturaleza. Auténtica ascesis de la que
sólo la escritura del poema sale indemne. Porque es lenguaje y porque es clave
bóveda en donde confluyen el universo y la labor humana. Puede aflorar la
historia o la humildad de los hechos nimios, pero, por detrás, con la sola
exclusión la latitud del humor, al que no condesciende, siempre estará
operando la articulación de la mirada poética como sostén de la realidad. Así,
sus temas son desafíos, antes que ocasiones. Proposiciones para explorar una
zona de lo sagrado de la que queda en pie la lección de los viejos maestros y el
fluir sin término del universo. “Llueve la tarde a solas detrás del vidrio” (Café
del Este de Eros…), escribe. Y en esa imagen está contenida la idea de un
mundo que, más allá de su esplendor –o acaso por la irradiación de ese
esplendor- se abre, como última razón, al palpitar insaciable de una lengua que
lo indaga, lo explora, lo crea. De esto trata la provechosa aventura de nuestro
poeta.
Rafael Felipe Oteriño
Mar del Plata, diciembre 2013
Descargar