DESDE MI ESTUDIO

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A R T Í C U L O S
PINTURA
DESDE MI ESTUDIO
El arte en la calle
Por Alonso Santiago, pintor
Al salir del museo, nos acompaña ese
dulzón sentimiento hermano del que
nos embarga después de ver una película singular o a la salida de un concierto que nos cautivó. Hemos sido poseídos por lo que vimos y rumiamos lo
recibido hasta que la calle nos hace volver a las aceras. Sin embargo, algo se ha
conformado dentro de nosotros, y el
museo ya forma parte de nuestra vida de
la misma manera que caminan con nosotros aquella película, aquel concierto,
o aquel libro de juventud que nos abrió
el pensamiento.
Tantas veces hemos pasado ante la
tienda de cuadros que hay a la salida
del Museo Imaginario sin prestar atención a lo que se exhibe en su escaparate, que ahora, imbuidos por la emotividad que nos prestó la visita al
Museo, nos paramos a mirar con otros
ojos los oleajes transparentes de las
marinas y el bodegón donde las naranjas y las uvas son más irreales, por
exceso de realidad, que las que sirvieron de modelo al pintor.
No tienen semejanza alguna con lo
que vimos en el Museo Imaginario,
pero tratamos de entrar en la mentalidad de quienes así entienden la pintura, por ver si comprendemos a sus
pintores y a quienes compran esos
cuadros anecdóticos y teatrales. Sus
compradores se nos antojan gentes
sencillas y adocenadas.
Nos viene al pensamiento aquella anécdota de Picasso que, paseando por las
calles de París con su representante, se
pararon ante el escaparate de una galería donde se exhibía una cuadro lleno
de vaquitas que pastaban en un prado
inocente, ante la inocente mirada del
pastor con su perro, no menos inocente.
Picasso quedó mudo contemplándolo.
Al cabo de unos momentos de silencio,
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se desarrolló un diálogo parecido a
éste. Picasso dijo:
• Ojalá pudiera yo pintar un cuadro así,
con sus vaquitas, su vaquerito y su
perrito bueno.
• Tú puedes hacerlo cuando quieras,
Pablo.
• No puedo. Hace mucho tiempo que
perdí la inocencia que se necesita
para pintar así. Si me lo propusiera, el
resultado sería de una falsedad manifiesta.
La anécdota, seguramente, sucedió con
otras palabras pero de ella se deduce
que, para Picasso, el arte permite manifestarse a quien se expresa con pureza,
aunque no tenga pericia. La inocencia
no tiene por qué ser simpleza y algunos
dibujos infantiles pueden servirnos de
ejemplo.
A veces se han despreciado obras abstractas con el argumento de que “eso lo
hace mi niño”. Así se desdeña, también,
lo que los niños pintan de forma admirable. Los más dotados alcanzan a
expresar emociones que no serán capaces de repetir si, ya mayores, se convirtieran en pintores. La técnica les impedirá que aflore la inocencia perdida y,
aunque los pintores se propusieran imitar al niño, su trabajo se resentiría de la
misma manera que Picasso supo ver que
una obra así concebida dejaría ver su
“falsedad manifiesta”.
porque algo más allá del oficio llamó su
atención. Sin embargo, cuando yo me
paré en aquella vitrina a la salida del
Museo Imaginario, aunque la marina y el
bodegón estuvieran ejecutados con
buen oficio, sólo emitían grandilocuencia y teatralidad. Y es que el buen oficio,
siendo como es conveniente, no es suficiente. La inocencia por sí sola tampoco, pero tiene más contenido y es más
elocuente.
El aprecio que la marina y el bodegón
reciben de sus admiradores, está dirigida más al trabajo con que fueron ejecutados que a su expresividad. Pero, a mi
parecer, la laboriosidad no es un valor
artístico. El contenido, sí.
A la salida del Museo imaginario, se nos
han venido al caletre estas reflexiones
sobre el arte en la calle, recordando
cómo Picasso nos aleccionó desde la
acera.
El autor de las vaquitas del escaparate
no era un niño, aunque a la hora de
abordar la pintura puso inocencia, otra
clase de inocencia pero inocencia al fin,
que fue la que dio entidad a su trabajo.
Con todo, sólo quiero señalar que
Picasso se detuvo en aquel escaparate
CIMBRA / Nº 381 / MAYO - JUNIO 2008
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