El exilio de 1814 - E-Prints Complutense

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El exilio de 1814
Raquel Sánchez
(Facultad de Geografía e Historia, Universidad Complutense de Madrid)
Finalizada la Guerra de la Independencia, y frustradas las expectativas de los
reformadores políticos, Fernando VII retornó al trono decretando la persecución de los
que habían tratado de defenderlo y de aquellos otros que, encontrando un camino a la
reforma por la vía de los Bonaparte, habían apoyado a José I. Estos últimos, conocidos
como afrancesados, no esperaban un tratamiento favorable, dado su evidente
compromiso antidinástico. La mayoría de ellos optó por exilio. Los primeros, patriotas o
liberales, se encontraron con que sus proyectos de transformación política por la vía
constitucional, se desvanecían en el aire. El decreto de mayo de 1814 impelía a la
persecución de los unos y de los otros con auténtica saña, con el fanatismo de la
venganza, convirtiendo la disputa política en una guerra santa en la que los apelativos
de “perro” y de “traidor” formaban parte del vocabulario habitual. Exilio y prisión
fueron las dos caras de una misma moneda que se llamó exclusión política y que
produjo entre los intelectuales españoles de las primeras décadas del XIX la sensación
de impotencia del que está chocando contra un muro infranqueable.
El drama del afrancesado
La situación de los afrancesados fue especialmente dramática. Admiradores del
país vecino, conocedores de su lengua, literatura y costumbres, contemplaron la entrada
de las tropas napoleónicas con gesto indeciso. Si, por una parte, con Napoleón advenía
la tan ansiada posibilidad de reforma para España, por otra, con los soldados imperiales
llegaba también la invasión, la pérdida de la independencia. La ambigüedad de los
primeros momentos situó a los afrancesados en una posición equívoca que pronto se
aclaró cuando se volcaron, en su gran mayoría, en la colaboración con el nuevo monarca
José I. Fue entonces cuando el término afrancesado dejó de adscribirse a aquellos que
simplemente amaban la cultura francesa para pasar a identificarse con el de “traidores”
o con el de “juramentados”, así como con otros más, a cual más peyorativo. Todos ellos
negativos en el sentido de haber deshonrado el sentimiento patriótico. Será precisamente
la confusa polivalencia del significado de la Guerra de la Independencia la que
determine el verdadero papel de los afrancesados en la historia de la España de la época.
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En cualquier caso, en el gobierno de José I vieron el camino abierto para poner
fin al estancamiento político y social del país; por supuesto, siempre dentro de una línea
moderada y reformista. Para el resto de los españoles, los afrancesados no fueron más
que unos desleales vendidos al conquistador Bonaparte. Ahí se halla la razón de que la
represión sobre ellos comenzara incluso cuando aún no había regresado Fernando VII,
pues tanto la Junta Central, como las regencias, las Cortes constituyentes de Cádiz y las
Cortes reunidas en Madrid dictaron decretos en su contra bajo la acusación de
colaboración con el gobierno invasor.
Los afrancesados sufrieron, por tanto, el doble estigma de ser repudiados por
reformistas y por renegados, de ahí que al finalizar la guerra, su futuro se presentara
bastante negro. Sin embargo, en casi todos los casos eran menos sospechosos de
tendencias
progresistas
que cualquiera
de
los
liberales,
pues
se hallaban
ideológicamente más cerca del absolutismo que del liberalismo. Sus propuestas de
reforma poco tenían que ver con la participación popular, sea cual fuera la forma en que
ésta se articulara. Confiaban en un poder fuerte, conocedor de las necesidades del país,
un poder con la capacidad de implementar las medidas necesarias para proceder a la
lenta evolución económica y social de España.
La mayoría se marchó al exilio francés, donde el gobierno de Napoleón les
acogió como refugiados políticos, aunque no sin cierta incomodidad por los recelos que
dentro de Francia se podían producir hacia ellos. Se les organizó en depósitos, es decir,
reductos controlados en diversas localidades, vigilados por la policía. Los principales
depósitos se hallaban en las ciudades del sur: Dax, Gers, Toulouse, Bayonne, Orthez,
etc. En ellos los afrancesados sobrevivieron como pudieron, con los socorros que les
daba el gobierno francés, que variaban en función de la clase social a la que se
pertenecía, con la fortuna que pudieron sacar de España o, en algunos casos, con el
producto de su trabajo. Las cosas se complicaron con la caída de Napoleón. El nuevo
rey, Luis XVIII, veía en los afrancesados un resto más de aquellos tiempos funestos de
la Revolución y el Imperio, tiempos que había que borrar de la memoria de los
franceses. Por otra parte, las presiones de un Fernando VII cada vez más cruel con el
destino de cualquier discrepante empeoraron considerablemente la situación de los
exiliados: las condiciones de vida en los depósitos se deterioraron, los subsidios se
fueron suprimiendo y la inspecciones policiales se hicieron más frecuentes, al
suponérseles involucrados en conspiraciones políticas como las que los liberales
empezaron a organizar mediada la década de los diez.
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Evidentemente, la vida en la emigración no fue igual para todos, aunque sí el
drama interior de sentirse desterrados. Una buena parte de los afrancesados en el exilio
había formado parte del funcionariado de José I. Ministros, secretarios y todos los
demás miembros del escalafón administrativo de personas comprometidas con la
administración josefina por convicción, deseo de medrar, oportunismo político o simple
inercia, conforman el conglomerado de individuos que tuvieron que salir de España con
sus familias en 1814. Quienes procedían de orígenes sociales más humildes hubieron de
quedarse en los depósitos y tratar de aclimatarse al nuevo país sin entender, en algunos
casos, la lengua de la nación que les dio acogida. Sin embargo, junto a éstos también
huyeron personajes conocidos por su actividad diplomática y política, así como por su
condición de aristócratas o eclesiásticos. Personajes de la categoría del general Gonzalo
de O’Farrill (ministro de José I), Mariano Luis de Urquijo (ministro de Carlos IV),
Julián San Miguel (secretario de Godoy), Miguel José de Azanza (exvirrey de México).
El mismo Godoy puede ser incluido entre este grupo de exiliados, aunque su caso, claro
está, presenta unas características especiales.
Un colectivo importante por su magnitud relativa y por sus aportaciones fue el
de los intelectuales. Leandro Fernández de Moratín, Juan Meléndez Valdés, Félix José
Reinoso, Sebastián Miñano, Juan Antonio Llorente, Alberto Lista, José Gómez
Hermosilla..., y hasta Francisco de Goya, son nombres imborrables de la cultura
española, son “patriotas intelectuales”, despreciados por afrancesados, cuya aportación a
la cultura nacional se hizo, en buena parte, desde el exterior. Bien pudiera decirse que la
única cultura que se creó en la España de Fernando VII fue la cultura del exilio (además
de los afrancesados, no habría que perder de vista la contribución de los liberales). Junto
a ellos se hace necesario mencionar a los intelectuales de segunda fila, quienes fueron,
por otra parte, los difusores de la literatura y del idioma españoles en el extranjero,
especialmente en Francia, donde lograron que nuestro idioma pasara a formar parte de
los planes de estudio (Vilar, 2006: 120).
A partir de 1817-1818 a algunos de los afrancesados se les permitió regresar a
España gracias a una real cédula que facilitó el trámite a los que no se habían
significado especialmente y a los que no se hallaban entre los proscritos por el decreto
de mayo de 1814. No se trataba, por tanto, de que intuyeran que el rey Fernando tenía
intenciones de abrir el régimen, sino que se decidieron a retornar a causa de las
presiones del gobierno francés, de la dureza de la vida en el exilio, de la impotencia de
no poder utilizar sus conocimientos para un fin productivo o, simple y humanamente,
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por cansancio. Dada su preparación intelectual, pudieron incorporarse al desempeño de
funciones en el estado, lo que facilitó mucho que las cosas, aunque lentamente,
comenzaran a moverse en España (López Tabar, 2001). Estos retornados serían quienes,
junto a Martín de Garay (afrancesado primero y colaborador del rey Fernando después)
iniciaran la transformación de la administración española.
El resto de los afrancesados, que habían huido de España por el decreto de mayo
de 1814, pudieron regresar por otro decreto, el de junio de 1820. Casi todos tomaron la
opción del retorno, aunque algunos decidieron quedarse en Francia: el antiguo ministro
Azanza, Julián San Miguel, el marqués de Almenara, por ejemplo. Otros no tuvieron
oportunidad de decidir porque murieron antes de que se abrieran las puertas. O’Farrill,
Urquijo y tantos más que se quedaron en tierras francesas para siempre. Hubo incluso
quienes, como Moratín, habiendo emprendido el camino de vuelta a España, cambiaron
de opinión y regresaron a Francia.
El exilio liberal
El compromiso de los liberales con España no fue menor que el de los
afrancesados, aunque su lucha se hizo desde dentro, tratando de transformar el país por
medio de un instrumento político como era la Constitución. Los liberales, también
conocidos como patriotas para diferenciarse de los afrancesados, personificaban en
realidad un proyecto de reforma política más radical que el josefino. Sin embargo,
popularmente se hacían menos detestables que los afrancesados ya que estos eran
considerados, en última instancia, unos traidores a España, una España representada por
el rey y por la religión católica. En el seno del grupo liberal, no obstante, bullían
distintas sensibilidades, distintas formas de entender la modernización política del país.
Esos proyectos pasaban por diferentes maneras de acercarse a la Constitución de Cádiz.
Quienes habían estado más comprometidos con ella, con el resultado final, con sus
derivaciones y con sus debates en las Cortes, formaron un colectivo que arriesgó hasta
el final, creyendo que Fernando VII mantendría sus promesas de tomar en consideración
los anhelos de una parte de la población. Serían conocidos como doceañistas. De ellos
se hablará más adelante. Otro grupo, situado en buena medida alrededor de los
seguidores del ya fallecido Jovellanos, discrepaba de las posiciones sostenidas por los
constitucionales al considerarlas poco apropiadas para el estado de la sociedad española.
En cualquier caso, y tras el cambio de postura de Fernando VII (o, por mejor
decir, el fin del engaño), los liberales se vieron en la misma situación que los
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afrancesados: perseguidos, desterrados o encarcelados. Mucho se ha debatido acerca de
este asunto. ¿Creyeron de verdad los liberales que podían convencer al rey?.
¿Representaban a alguien?. ¿Era su intento constitucional un golpe a las instituciones
tradicionales o un giro modernizador a partir de ellas?. Sea cuál sea la respuesta a tales
interrogantes, lo cierto es que a la vuelta de Fernando VII las cosas volvieron a su
cauce, al cauce absolutista con que el rey las concebía. Sin embargo, seis años de
guerra, las vicisitudes políticas del país durante aquella época y el lamentable
comportamiento de la familia real ante Napoleón no iban a pasar en balde. Los cambios
no se notaron a primera vista, pero se fueron larvando, muy lentamente, eso sí, durante
la época oscura que siguió a 1814. Los pronunciamientos liberales de aquellos años
reflejan un movimiento soterrado, subterráneo, de la sociedad española, o de algunos
elementos de la sociedad española, deseosos de poner fin a la situación política.
Una buena parte de los liberales también huyó al extranjero. Algunos se
exiliaron en Francia y acabaron en los depósitos en los que vivían los afrancesados, sin
que el compartir las penalidades del exilio contribuyera a acercar posiciones. En la
derrota, los seres humanos son más difíciles de reconciliar que en la victoria, y el caso
de los emigrados españoles no fue una excepción. La culpabilización por el fracaso del
experimento reformista (en cualquiera de sus dos manifestaciones, la afrancesada y la
liberal) fue elemento persistente y los afrancesados no acabaron de quitarse el estigma
de traidores ni siquiera en el exilio. Pese a todo, los liberales se enfrentaron con los
mismos obstáculos que sus compatriotas. Problemas de adaptación, dificultades con el
idioma, apuros económicos, vigilancia policial, etc. se convirtieron en las barreras que
tuvieron que sortear diariamente los exiliados. La situación se agravó también para ellos
cuando Luis XVIII recuperó el trono. Si los afrancesados habían representado para los
monárquicos franceses el recuerdo de Napoleón, los liberales constituían algo todavía
peor: la pérdida de las prerrogativas de la monarquía tradicional y el fantasma de la
guillotina. En este sentido, Fernando VII se encontró con más facilidades aún para que
se estrechase la vigilancia sobre los liberales exiliados. Entre ellos hay uno que destaca
por sus contactos con la Francia revolucionaria y que era el objetivo número uno de la
policía francesa. Se trata de José Marchena, que ya llevaba mucho tiempo viviendo en
Francia y que no siempre mantuvo buenas relaciones con los recién llegados.
Sin embargo, el lugar de destino predilecto para los liberales fue Gran Bretaña.
Allí acudieron intelectuales como Álvaro Flórez Estrada, comerciantes como Tomás
Istúriz, aristócratas como el conde de Toreno. Anónimos personajes y conocidos
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políticos de la España de las Cortes de Cádiz huyeron hacia el país que en la Europa del
momento parecía más abierto a la libertad. La Gran Bretaña de estos años, sin embargo,
había abierto los ojos a los peligros del desorden social con motivo de la Revolución
Francesa y se encontraba en una fase si no de retroceso, sí de vigilancia de las tan
afamadas libertades del “hombre nacido inglés”. Sin embargo, para los emigrados que
acababan de evadirse de la España de Fernando VII tales matices tenían poco sentido.
Se ha señalado que, dada la calidad social y la significación política de alguno de
estos emigrados, la alta sociedad y el gobierno ingleses se configuraron una imagen
positiva de los liberales españoles y que eso contribuyó mucho a que el régimen
reinstaurado por Fernando VII se contemplara con ojos poco condescendientes. El
conde de Toreno fue tal vez el personaje que más contribuyó a corroborar esa imagen
positiva de los liberales (Varela Suanzes-Carpegna, 2005). El conde ya era conocido en
Gran Bretaña por haber sido el comisionado político de la Junta de General de Asturias
para pedir ayuda en la lucha contra Napoleón. Por aquel entonces, aún no era conde de
Toreno, sino vizconde de Matarrosa, y su habilidad diplomática había permitido ganar
para la causa de los constitucionales españoles las simpatías de algunos británicos. Más
adelante, con la intransigencia de Fernando VII en materia política y en materia
religiosa, tales impresiones salieron reforzadas.
Pese a todo, el personaje que simboliza el exilio español por antonomasia es José
María Blanco White, incluso teniendo en cuenta que no se exilió por razones políticas
en 1814, sino que ya vivía en Gran Bretaña desde años atrás. Blanco representa al
exiliado perpetuo, con problemas de arraigo en el nuevo país, pero siendo consciente de
la imposibilidad de retornar a la patria que había abandonado. Él estableció el puente
entre los emigrados españoles de 1814 y la sociedad inglesa, no sin tener sus
encontronazos con muchos de ellos. El mismo papel que desempeñaría años después,
cuando, tras el fracaso del Trienio Liberal, los liberales españoles tuvieran que
emprender de nuevo la senda de la proscripción hacia Inglaterra. Resulta curioso
contemplar cómo en Blanco se manifiesta el desgarro de la huida más que en otros
españoles expatriados; en él se personifica la sensación de desubicación a la vez que el
deseo de asimilación. Muchos de los españoles exiliados, tanto en 1814 como en 1824,
no hicieron el menor esfuerzo ni por aprender el idioma del país de acogida ni por
acercarse a sus nuevos convecinos. Sin embargo, Blanco, que se hallaba en condiciones
de percibir las diferencias entre la España y la Inglaterra de la época, sabía de los
abismos que separaban a ambos países en cuestiones como la convivencia política o el
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respeto a la libertad individual y comprendía la necesidad de que los españoles exiliados
se sumergieran en los hábitos de civismo político que observaba en Inglaterra. La
intermediación de Blanco se realizó a través de instrumentos periodísticos como El
Español, que había dado a conocer las vicisitudes de la “guerra peninsular”, en la que
los ingleses estuvieron tan comprometidos. También fue en El Español donde se
publicaron las reflexiones de pensadores como Flórez Estrada. La labor de Blanco se
reforzó con la actividad de lord Holland y su esposa, buenos conocedores de España.
Estos aristócratas tuvieron también estrecha relación con otros exiliados como el erudito
Bartolomé José Gallardo (Moreno Alonso, 1997).
Muchos de los exiliados vinculados a estos círculos comenzaron por aquel
entonces a replantearse sus actuaciones durante el periodo constitucional; otros, sin
embargo, permanecieron fieles al símbolo de unidad que representaba la Constitución
de 1812, elemento de cohesión entre los liberales y de llamamiento a la actuación
política en forma de conspiración o pronunciamiento. El gobierno inglés, así como
algunos intelectuales y personajes con influencia social y política, trataron de persuadir
a los exiliados españoles para que considerasen la posibilidad de llevar a cabo una
reforma del texto constitucional que permitiese a éste ser aceptado por un más amplio
espectro de la población.
Los que se quedaron
Hay, no obstante, un grupo de intelectuales y políticos que no pudieron o no
quisieron marcharse de España a la llegada de Fernando VII. Tal vez fueran lo
suficientemente confiados como para creer las promesas de reforma del rey. El caso es
que, a la altura de mayo de 1814 se encontraron con que su situación se agravaba por
momentos hasta el punto de ser detenidos y encarcelados. Ese fue el caso de personajes
de tanta entidad como Agustín Argüelles, Francisco Martínez de la Rosa o Manuel José
Quintana. La trayectoria posterior de muchos de ellos ha ocultado el terrible drama de
quienes, en plena juventud en algunos casos, fueron encerrados en prisión durante
muchos años, con grandes dificultades para comunicarse con el exterior. La amargura
que aquella experiencia dejó en sus mentes se transformaría, con el paso de los años, en
un gran anhelo por la tranquilidad, a pesar de las concesiones que hubiera que hacer con
aquellos que parecían más reticentes a aceptar el sistema constitucional. Fueran o no
razonables sus concesiones (en ocasiones, demasiado generosas), lo cierto es que no
podemos menospreciar el enorme sacrificio personal de quienes las hicieron.
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Por lo que respecta a Quintana, sabemos que tras el decreto de mayo de 1814 fue
sentenciado a seis años de cárcel en la fortaleza de Pamplona. Previamente pasó varios
días en la cárcel del cuartel de los Guardias de Corps, en una celda, al lado de las que
ocupaban otros liberales como Agustín Argüelles, Francisco Martínez de la Rosa, Juan
Álvarez Guerra y José María Gutiérrez de Terán. En enero de 1818, justamente desde su
prisión pamplonesa, escribió Quintana una Memoria sobre el proceso y prisión de don
Manuel José Quintana en 1814 en la que el autor intenta dar una pormenorizada
explicación de sus actuaciones en los años previos a su encarcelamiento. Se trata de un
relato autojustificativo en el que Quintana quiere mostrar la pureza de sus intenciones,
pero también es un interesante documento para analizar las dudas, los miedos y los
anhelos de un preso político. Resulta especialmente interesante la parte en la que el
autor cuenta los primeros días de prisión, días en los que aún desconocía si iba a ser
ajusticiado o si, por el contrario, solamente se le confinaría en la cárcel. Más adelante se
lamentará de la triste suerte del recluso que lo es por razones políticas, a diferencia del
que lo es por otras causas: “No así el ladrón, el homicida, el adúltero, el incendiario, a
los cuales, si alguno ofende fuera del orden prescrito por las leyes, pueden quejarse y
ser oídos, y se les hace justicia. Pero el preso de Estado, dondequiera que eche los ojos,
no puede ver sino mal; sobre si mira el poder supremo que le persigue; alrededor, los
ministros de aquel poder, interesados en vejarle y condenarle, y delante de si la muerte o
la prisión, y cuando menos, el destierro y la ruina de su fortuna y de su carrera”
(Quintana, 1972: 110).
Como se ha dicho, Quintana fue condenado a prisión en la fortaleza de
Pamplona. Un destino similar sufrieron los demás encarcelados, a quienes se dirigió a
los presidios de Melilla, Ceuta, Alhucemas y el Peñón de la Gomera. Hubo quien, en el
camino a la cárcel, logró huir y escapar a Francia. Éste fue el caso del poeta Pablo de
Jérica, que acabaría nacionalizándose francés. A Martínez de la Rosa se le destinó al
Peñón de la Gomera, donde permaneció desde 1816 hasta 1820 escribiendo y haciendo
traducciones de poetas clásicos. El también poeta Sánchez Barbero fue denunciado
públicamente con la quema de sus composiciones en plaza de la Cebada de Madrid y
enviado a Melilla, de donde nunca más volvería a salir vivo, pues murió en 1819. Casos
similares fueron los de José María Calatrava, García Herreros o Agustín Argüelles.
Se trata, en líneas generales, de un colectivo de literatos y políticos que
presenció todo tipo de vicisitudes políticas, con una buena formación, pero con pocas
oportunidades para ponerla en práctica hasta muchos años después (Moreno Alonso,
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1989: 199). Un colectivo que sufrió las dificultades del exilio y de las cárceles, y que a
su retorno en 1820, se encontraría con una España que había perdido seis años en su
cada vez más necesario proceso de transformación. Entre 1823 y 1824 muchos de ellos
se vieron forzados a repetir la experiencia, en un nuevo destierro impuesto por Fernando
VII tras el fracaso del segundo experimento constitucional en España. Las amarguras de
la expatriación volverían a reproducirse.
Bibliografía
Luis BARBASTRO GIL (1993). Los afrancesados: primera emigración política del
siglo XIX español (1813-1820), Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil Albert.
Juan LÓPEZ TABAR (2001). Los famosos traidores. Los afrancesados durante la
crisis del Antiguo Régimen (1808-1833), Madrid, Biblioteca Nueva.
Manuel MORENO ALONSO (1989). La generación española de 1808, Madrid,
Alianza Editorial.
Manuel MORENO ALONSO (1997). La forja del liberalismo en España. Los amigos
españoles de lord Holland, 1793-1840, Madrid, Congreso de los Diputados.
Manuel José QUINTANA (1972). Quintana revolucionario, ed. Mª E. Martínez
Quinteiro, Madrid, Narcea.
Joaquín VARELA SUANZES-CARPEGNA (2005). El conde de Toreno. Biografía de
un liberal (1786-1843), Madrid, Marcial Pons.
Juan Bautista VILAR (2006). La España del exilio. Las emigraciones políticas
españolas en los siglos XIX y XX, Madrid, Síntesis.
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