1 Breve digresión histórica sobre el conflicto armado colombiano[1

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Breve digresión histórica sobre el conflicto
armado colombiano1
Las guerras son horrorosas, crueles y destructivas, eso es lo menos que puede decirse de todas
las guerras. Si la historia fuese maestra ejemplar, seguramente que los pueblos habrían dejado
de apelar a tal recurso para resolver sus problemas. Pero, resulta que la historia no tiene
propiedades curativas, ni alecciona ejemplarmente, por ello, aparentemente, y sólo
aparentemente, la experiencia de la guerra se repite sin cesar. Para qué citar casos, si están a la
mano, en las páginas de los diarios, que a diario nos traen las noticias de lo que sucede aquí y
por fuera de nuestras fronteras. Pensar que la guerra es una locura o un desquiciamiento de la
razón, es negarse a reconocer la condición humana, pues no es propio de animales hacer la
guerra. Es, si, un desquiciamiento de las reglas del juego, en otras palabras, es el fracaso de un
modus operandi, es la explosión o el desgaste de unas normas o condiciones que ya no son
suficientemente eficaces para mantener el conflicto en los cauces de la convivencia.
Los colombianos, por fortuna, no dejamos de alarmarnos con los hechos de la guerra que
padecemos, y por desgracia nos enceguecemos respecto de lo que conlleva una guerra. Claro,
hay razones de peso, de mucho peso, estamos agobiados por tanto desafuero, por tanta
degradación, por tanta destrucción de vidas humanas y de recursos, sin entender muy bien
hacia dónde podremos llegar, pues no sabemos con claridad qué es lo que buscan nuestros
guerreros o no nos parece que exista concordancia entre lo que se busca y los medios que se
utilizan. Cuando se tocan ciertos límites de la tolerancia humana frente al dolor, cuando
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ocurren cosas siniestras, nos dejamos llevar por la sorpresa y por el dolor obvio. Se cree que
el secuestro, las masacres, la sevicia, los abusos y que las desapariciones, los saqueos y el
terrorismo, han sido inventados por los colombianos de ahora, que todo eso es cosa del
presente. Por supuesto, esa es una percepción falsa, basta echar una mirada por nuestro
pasado -para no referirnos al pasado del género humano-, a experiencias recientes, muy
recientes en el viejo continente o en Africa o en Asia, para que nos demos cuenta de que tales
cosas son propias de hombres en estado de guerra. Por más esfuerzos que se han realizado
para contener la energía destructiva que libera el ser humano en los conflictos armados, es
muy poco lo que se ha logrado. Ahí tenemos ese instrumento formidable que es el Derecho
Internacional Humanitario, precedido por el derecho de gentes y por muchas conductas
caballerescas de guerra asumidas desde tiempos inmemoriales, por las más diversas culturas
en las más diversas situaciones y épocas, y a pesar de todo, los Milosevics siguen en escena, y
los aviones de la Otan destruyen con tecnología de punta la infraestructura Yugoslava, los
soldados de Alá se inmolan con dinamita adherida a sus cuerpos y los israelíes disparan
proyectiles de gran poder destructivo contra zonas pobladas de Palestina, la ETA pone coches
bomba en España como si fuese un juego; y todos ellos violan flagrantemente el DIH en
nombre de causas de la más diversa índole.
Pedirle a las gentes comunes que entiendan esto es un imposible, entre otras cosas porque son
ellas las que más están sufriendo las consecuencias de la guerra y estas obnubilan el
pensamiento. Pero a los que nos interesamos por este tema desde una perspectiva académica
o intelectual no nos debe ser lícito quedarnos en la reacción emocional. Personalmente pienso
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Este ensayo fue publicado en la revista Desde la Región Corporación Región para el Desarrollo y la
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que debemos seguir criticando los desafueros de los guerreros, que debemos confrontarlos
con el DIH que no es ningún esperpento sino el fruto de la creación racional de quienes han
superado estados de guerra. Sin embargo, considero que eso no es suficiente, hay que estudiar
más, hay que recuperar los escenarios de la política civil que se los fuimos dejando a los
belicosos porque se suponía que ellos encarnaban los intereses de los oprimidos. Hacer
política y estudiar más, parece quijotesco o iluso y hasta estúpido, pero hay que salir de esa
condición de árbitros de la guerra, hay que contribuir a conocer más el conflicto, por lo menos
eso nos serviría a comprender mejor lo que está sucediendo, no a justificar las cosas ni a
cohonestar con la degradación. La alarma moral no puede opacar el análisis político, esto
quiere decir, que aunque es empresa difícil (que los mismos guerreros colombianos la hacen
aún más difícil) es preciso mantener el conflicto en términos políticos. Un analista puede
contribuir más al esclarecimiento de ciertas conductas si en vez de apelar exclusivamente a
una genérica moral humana, intenta incorporar los hechos en una red significante (pienso
aquí en el antropólogo Clifford Geertz con su propuesta de análisis denso para el
conocimiento de las culturas), es decir, en un marco referencial, en un contexto -para decirlo
con una palabra que gusta mucho a historiadores y sociólogos- histórico.
La historia no pasa en vano, el pasado no se evapora y si bien el cambio existe no puede
concebirse al margen de fuertes anclajes con procesos y reminiscencias y tradiciones que nos
han sido legadas aunque nadie las haya solicitado. Mirar hacia atrás puede ser útil, no porque
vayamos a encontrar la panacea de nuestros males ni un supuesto paraíso perdido, o el
reencuentro con un pasado virtuoso pletórico de “valores perdidos” ni para consolar nuestras
Democracia, No 34/01, Medellín.
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miserias en el espejo invisible de un antes elusivo e irreconstruible; quizá mejor, para
entender un poco la lógica destructora de las guerras, en particular de las civiles, sus claves
culturales, sus motivaciones políticas e ideológicas y para saber que ellas tuvieron algún
desenlace.
No siempre la experiencia hace más sabios a los hombres, como tampoco acreditar más
experiencia en una materia supone un mayor conocimiento de la misma. Si no fuese así, los
colombianos sabríamos mucho de guerras si tenemos en cuenta que somos hábiles y
recurrentes para hacerlas. El historiador Alvaro Tirado Mejía (citando a Jorge Holguín) en el
libro de la Colección de Autores Antioqueños Aspectos sociales de las guerras civiles en
Colombia nos proporciona el siguiente dato: “Entre 1830 y 1903 hubo ‘nueve grandes
guerras civiles generales; catorce guerras civiles locales; dos guerras internacionales, ambas
con el Ecuador; tres golpes de cuartel, incluyendo el de panamá y una conspiración
fracasada’”. Otro historiador, que se ha distinguido por sesudos estudios sobre la violencia en
Colombia, Gonzalo Sánchez, en uno de sus últimos libros Guerra y política en la sociedad
colombiana sostiene que en Colombia se está librando una guerra que tiene tres fases, la
primera de las cuales se remonta al siglo XIX y la última que es la actual, tesis dura de digerir
porque nos coloca en la dinámica de una fatal continuidad. Mirando hacia atrás podríamos
encontrar por lo menos indicios, rastros y huellas de lo que hoy vivimos, advierto que no
estoy muy seguro de la utilidad de lo que voy a traer a cuento en las líneas que siguen, pero
creo que nos pude poner a pensar –al menos- en la fragilidad de los soportes culturales de la
política colombiana.
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Comienzo por darle créditos a uno de los trabajos más novedosos del historiador Tirado
Mejía sobre un tema sobre el que se han barajado las más disímiles y hasta divertidas
hipótesis: la violencia recurrente en la historia colombiana, desde la llegada de los españoles
(que secuestraban a los caciques y cobraban rescates en oro y piedras preciosas) hasta
nuestros días (cuando las guerrillas pretenden convertir en ley el secuestro). En el trabajo de
Tirado no vamos a topar con hipótesis, no, en este libro de 562 páginas, la mayoría de ellas
dedicadas a la reproducción de documentos inéditos de las guerras civiles del siglo XIX, las
líneas del historiador ocupan unas 86 páginas en las que nos comenta de manera ordenada
algunos aspectos sociales del desarrollo de las mismas. El lector encuentra comentarios con
ilustraciones sobre las causas aducidas por los combatientes para ir a la guerra, los
pronunciamientos, la organización de las tropas y las jerarquías castrenses, el juego de
intereses regionales, las gestas caballerescas, los aspectos logísticos, los actos de crueldad, la
participación de las mujeres, la intervención del clero, el vandalismo y las depredaciones, los
negociados, la intervención extranjera y hasta los levantamientos urbanos. Me referiré a
varios asuntos que aunque parezcan anécdotas risibles son o pueden ser muy sugerentes.
Una cosa que es bien clara es que las guerras civiles del siglo XIX y la de mediados del XX
conocida como la “Violencia”, fueron protagonizadas por liberales y conservadores en su
lucha por imponer un modelo de sociedad basada en el ideal moderno por los liberales o en el
hispanista de corte católico por los conservadores; pero, no se crea que este sustrato común
era lo que sobresalía más claramente, en cada guerra, esos proyectos se diluían o cobraban
vida en muy diversas formas: celos entre caudillos, rivalidades regionales, experimentos
económicos y de organización del Estado, obispos y curas en pié de lucha, posiciones
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opuestas en cuanto a lo que debían ser las relaciones Iglesia-Estado, en fin, pretextos era lo
que abundaba. A la hora de hacer sonar los clarines de guerra, a casi nadie sorprendía “en uno
o varios sitios los dirigentes se habían reunido y a la hora fijada verificaban “el
pronunciamiento” por el cual desconocían un gobierno y se iniciaban las hostilidades. Eran
los jefes los que conocían la fecha precisa, luego se sumaban los voluntarios que acudían
solos o con sus trabajadores del campo, y después se agregaban por la fuerza a los
reclutas” (p. 33), “durante todas las guerras el procedimiento de enganche fue el mismo. A la
fuerza se llevaba a los campesinos a luchar por ideas que no conocían y por intereses que no
eran los suyos”(p.40); Malcolm Deas (en su ensayo en La unidad nacional en América
latina compilado por Marco Palacios), uno de los expertos extranjeros en historia
colombiana, acota que el reclutamiento forzoso y la guerra fueron métodos privilegiados de
politización de la población, pues una vez en filas, los reclutas iban forjando su identidad con
el partido que orientaba a su tropa. Agrega Tirado que “el pronunciamiento implicaba, así
fuera nominalmente, una sustitución de poder. A partir de ese momento los pronunciados
eran gobierno, eran autoridad y alcanzaban la situación de beligerantes.” (p.34)
En las tropas, los altos grados estaban reservados a los miembros de las clases dominantes “el
hecho de pagar sus propios ejército implicaba que de entrada el financista era general”(p.34)
así los grandes caudillos del siglo XIX financiaban sus tropas con su dinero “los escuadrones,
batallones o ejércitos, en muchos casos llevaban el nombre del financiador o del jefe al cual
obedecían.” (p.35). El grado de oficial se lo atribuían así mismos los guerreros que
descollaban o los daba el gobierno para pagar favores políticos. Las artes de la guerra no eran
conocidas o no eran de dominio del grueso de los generales, por ello, algunos le decían a sus
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tropas “‘Ea, pues, muchachos. En nombre de la Virgen a la carga’, y abandonaban a sus
muchachos confiándolos a la divina protección. En otras era el jefe sanguinario habituado al
saqueo el que se imponía a sus subalternos por la barbarie y por la fuerza” (según documentos
citados por Tirado, p. 38), “la muerte era el castigo para el desertor”(p.46) que quería huir de
los malos tratos de los jefes y de la realidad de una guerra que no deseaban.
Las mujeres participaron activamente en las guerras, conocidas como “las juanas”, “las
vivanderas” y “las voluntarias”, traficaban armas, difundían rumores, enamoraban al
enemigo, tejían estandartes, sustraían alimentos y los cocinaban, también combatían y hasta
rezaban.
A la hora de los combates la piedad brillaba por su ausencia, “por lo general no se dejaban
sobrevivientes. En ciertos casos, como cuando al licor se sumaba el comprensible
resentimiento racial, el saqueo corría parejo con la retaliación contra los opresores (...)
Finalizada legalmente la guerra continuaban las retaliaciones por los desafueros
cometidos.”(p.70). Con respecto a las muertos el asunto no era menos tétrico “en un país tan
jurídico como Colombia no se suele pretermitir los trámites. El medio elegido era el consejo
de guerra que garantizaba la rapidez. Era tal la premura por hacer justicia, que obraba en boga
la consigna: ‘fusilen mientras llega la orden’ (...) Ante la muerte, algunos tenían presencia
de ánimo. Es el caso de un veterano mandado fusilar por Córdoba en Medellín y que al ver
que “entre el pelotón de ejecución figuraba un soldado que apenas había llegado al cuartel
hacía pocos días, gritó, señalándolo: ‘saquen de ahí a ese pendejo y cámbienlo por un
veterano que sepa tirar’”. Otro caso es este “a los indígenas de Tierradentro, Julio Arboleda
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los hacía ahorcar y ‘llegó hasta el extremo de poner guardia a los ahorcados para que sirvieran
de escarmiento en el camino y no pudieran sus deudos sepultarlos’ y con este motivo se
vieron colgados de los árboles durante muchos días” (p. 71). La ley de fuga tiene también su
historia, dice Tirado, “es decir, que a un preso se le asesinaba y como justificación se decía
que el causante de la muerte era el mismo preso que había pretendido huir” (p.72 y cita una
carta en la que el general Mosquera (el mismo que fue presidente de Colombia por 5 veces) le
dice a Herrán “siguieron los presos hoy con seguridad y le mandé órdenes a Gómez
recomendándolos mucho. Fusílalos y la cosa se mejorará”. Y sobre el pillaje miren esta
joya que se encontró nuestro historiador: “...el decreto del 4 de marzo de 1841, del rebelde
coronel Vezga, contenía cláusulas como las siguientes: ‘concedo a todo individuo inscrito
en el escalafón de mi ejército seis horas de pillaje (...) ofrezco una gratificación de 400
pesos por cada cabeza de jefe enemigo que me sea presentada’”(p.72-73). Así peleaban
algunas tribus de indígenas de esas mal llamadas “primitivas”, pero con una diferencia, en
ellas no había premio en metálico, se trataba de una prueba de valor, la cabeza del enemigo o
sus orejas servían de trofeos que demostraban el valor del guerrero y le daba ánimos a sus
hermanos para seguir adelante en su lucha contra el enemigo y en la defensa de su tribu; las
había también de esas que devoraban las entrañas del enemigo, era un acto ritual por el cual se
creía que de esa forma adquirían sus virtudes, no es que fuesen caníbales como se refirieron a
ellos los cronistas españoles (la guerra es cruel siempre! pero no siempre es sucia!!).
Siguiendo con el vandalismo y las depredaciones, dice Tirado que “el paso de los ejércitos era
el peor flagelo que podía caer sobre la población. Los campesinos eran reclutados; sus
víveres, aves y ganado, expropiados. Muchas veces la soldadesca ebria se cebaba sobre la
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población incendiando los ranchos, matando y violando (...) Frecuentemente, la toma de las
ciudades era seguida de saqueo” (p.75).
Podríamos citar muchas cosas más, incluso extender nuestra mirada a guerras más recientes,
como la “Violencia” de mediados del siglo pasado cuando en las masacres se realizaban
prácticas rituales de alto contenido simbólico, como el corte de franela y de corbata, que
significaban dejar al enemigo sin palabra, o el de sacarle el vientre a las mujeres del rival para
que no quedaran sirviendo ni para semilla, tal como es relatado en el clásico estudio La
violencia en Colombia, de Guzmán C., Fals Borda y Umaña Luna y en un texto de la
antropóloga María Victoria Uribe titulado Matar, rematar y contramatar. Incluso hay que
recordar a Gonzalo Arango quien con motivo de la muerte de “Desquite” preconizó que
Colombia estaría condenada a ver nacer muchos “Desquites” si no se hacía justicia con los
campesinos víctimas de la violencia. Sobre esta nefanda época, es mucho lo que se ha escrito,
miles de tesis, de ensayos, de novelas, de testimonios, ríos verdaderos de tinta, si se quiere,
todo o casi todo ha sido escrutado con la lupa de todas las disciplinas sociales, todo parece
haber quedado esclarecido. No obstante, el saber y el conocimiento no nos ha liberado de
volver a caer en la orgía de la violencia política, la guerra se enseñorea por todo el país con su
manto de destrucción, dolor y miseria. Las viejas prácticas reaparecen, quizá a la manera
como decía Marx, es decir como comedia, comedia trágica eso sí. Los guerreros de hoy tienen
otras ideas en sus cabezas, pero se parecen mucho a los viejos jefes militares de las guerras
civiles decimonónicas, los antiguos procederes se reeditan aunque ahora sean más
eufemísticos en el lenguaje: la vieja Ley del Llano de 1953 expedida por las guerrillas
liberales que claramente pretendían una reforma agraria, es ahora copiada con las leyes del
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Caguán, al secuestro se le llama “retención” y las masacres son presentadas como acciones de
guerra contra uniformados vestidos de civil.
No quiero sugerir mayor cosa, menos concluir algo tajante, excepto, que hoy como ayer, es
posible encontrar salidas políticas a la guerra, excepto comprobar que cuando la guerra se
deja en manos de los militares se convierte en un auténtico desastre (que tal que en la segunda
guerra mundial Inglaterra hubiese hecho a un lado a Churchill?), excepto reivindicar el
conocimiento del pasado como forma de ayudar a entender este espesor de nuestra oscura y
compleja realidad presente, excepto abogar por la construcción de diques políticos a esta
guerra que se deshace en un mar de tristes miserias e inopia ideológica. Y una última
reflexión para cerrar: al mirar hacia atrás hay que ser cuidadosos para no caer en las trampas
del anacronismo, pues si bien hay conductas, técnicas y procederes que se repiten, eso no nos
proporciona mayores indicios para el conocimiento de las guerras, no es este tipo de
similitudes las que interesa descubrir, lo que realmente puede enriquecer el saber es el
hallazgo de las diferencias y de las peculiaridades y este asunto sólo es posible encontrarlo
auscultando y preguntando por lo que hay en las mentes de los protagonistas de la guerra,
procurando entender los resortes ideológicos y políticos de los guerreros, qué es lo que
buscaban, con qué soñaban, a qué aspiraban, etc. Que un conquistador español secuestrara a
caciques, que un general conservador o liberal extorsionara a hacendados del partido
opositor, que un guerrillero ahora secuestre a quienes considera oligarcas, no nos dice gran
cosa fuera de reconocer que allí hay un proceder cruel, lo que es verdaderamente interesante
es el trabajo de contextualización de tales conductas. Si, en definitiva, no creo que en materia
de crueldad y de métodos sucios se hayan dado demasiado cambios en nuestras guerras
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civiles, por lo demás cada época tiene su propia economía emocional, sus códigos y su propia
escala de valores que nos impide decir desde aquí que era más cruel: la destrucción de un
pueblo con cilindros de gas o la autorización del pillaje a las tropas. En contraste, en el
terreno de las ideas, de las motivaciones, de las elaboraciones y de las justificaciones si es
dable encontrar profundas diferencias de contenido y de calidad.
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