SOPA DE PIEDRA

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SOPA DE PIEDRA
Manolo de Telma
Como cada noche, Merceditas asomó la cabeza en cuanto oyó detenerse el ascensor en
el rellano. La anciana, bajita, regordeta y con una chispa de mal genio, le recordaba a su
abuela Carmen.
—Tus hijos siempre alborotando, no me dejan descansar ni en víspera de Navidad. —
—Buenas noches —Sara la saluda con una media sonrisa.
— ¿Cenaréis mañana en casa?
— ¡Qué remedio! Trabajo a partir de medianoche — Introdujo la llave en la cerradura.
Los gemelos de cuatro años corrieron hacia ella.
—Mami, mami—Javier, rubio como su padre, tiraba de su gabán, mientras Irene, su
copia en miniatura, saludaba a Merceditas y le lanzaba los brazos al cuello.
— ¿Traes las luces de navidad?—preguntaron al unísono.
Los besó y suspirando negó con la cabeza. Merceditas, refunfuñando, cerró su puerta.
— ¡Jolines mami!
Los niños, con los hombros agachados y arrastrando las zapatillas desgastadas,
volvieron al salón. Una nueva decepción, se lamentó mientras colgaba el abrigo. Tenía
que escoger entre las bombillas o el turrón, se justificó mientras cambiaba los zapatos
por unas chinelas. Al abrir el armario empotrado para coger la bata de casa sacó la
lengua a la imagen desaliñada que se reflejada en el espejo, con ojeras marcadas bajo
sus ojos marrones y arrugas incipientes en la frente.
Entró en el salón, los gemelos jugaban de nuevo con un puzzle musical sobre la
alfombra y Mario, vestido con su pijama de rayas deshilachado, escondió unos papeles
entre la revista de crucigramas. Se apoyó en el brazo del sofá y acarició el pelo astroso
de su marido, y al besarle en la barbilla extrañó el pinchazo de su barba de varios días.
— ¿Qué tal el día?
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Los niños hablaban sin parar de su día en el colegio, de sus juegos en el parque.
—Dejad respirar a mami—Su voz casi inaudible, entre el alboroto de sus hijos, sonaba
menos derrotada. — Esta mañana fui al banco y a lo mejor…
—Mami tengo hambre— interrumpió Irene. Javi tiró de su manga para enseñarle un
dibujo.
—No queda comida—Mario bajó la voz y se rascó la cabeza con resignación—al
mediodía preparé una tortilla con los últimos huevos y patatas. Mañana volveré a la
parroquia, hacen un reparto especial para Nochebuena.
Se cruzaron miradas derrotadas. Mario, tras dos años en paro, había agotado todas las
prestaciones y se hundía, a la par que fracasaban sus intentos de encontrar trabajo.
Sara se levantó de un salto para escabullirse hacia el baño, no quería que los niños
viesen sus lágrimas. Trabajaba diez horas, doblaba turnos. Sin embargo, los recibos
devoraban casi toda su nómina y con lo que sobraba, y a pesar de hacer innumerables
malabarismos, no llegaban a fin de mes. Se tapó la cara con las manos para espantar la
vergüenza del primer día que acudió al banco de alimentos. No sabía como agradecer a
Merceditas los potajes que entregaba con la excusa <<Cociné demasiado>>. Sus hijos
vestían ropa de segunda mano y este año apenas tendrían regalos.
Sentada en el váter tembló y se ajustó el escote de la bata. Alzó la vista hasta la pequeña
cajita, el último regalo de la abuela Carmen, que destacaba entre las miniaturas de
perfumes. Cada vez que tenía un dilema, acariciaba las estrellas que salpicaban la
madera, con los dedos seguía el contorno de la caja y sentía la mano rugosa de la abuela
acariciando su rostro. La voz insistente de sus hijos preguntando por la cena se
confundía con los anuncios navideños. Abrió el grifo para aclararse la cara, y la cajita
de madera, que parecía brillar de modo especial, la hipnotizó. Al salir del baño escuchó
el anuncio de un caldo, se paró y sintió como se le llenaba la boca de agua al evocar los
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pucheros de su abuela, así que dio media vuelta, agarró la caja contra el pecho y salió
dispuesta a comprobar si se cumplirían las palabras que resonaban en su imaginación.
<< Recuerda: solo la podrás utilizar una vez. Con el contenido de la caja preparas un
caldo que además de llenarte el estómago te calentará el alma. >>
Encendió el fuego, llenó una olla de agua y la colocó sobre el hornillo.
—Irene, Javi, venid a ayudarme.
Una vez sus hijos estuvieron sentados en los taburetes, con solemnidad, abrió el cofre.
Cerró los ojos y se agarró a la encimera. En su memoria se agolparon cientos de
sensaciones casi olvidadas: la tierra mojada bajo una tormenta de mayo, la hierba
dorada por el sol, el olor ácido del estiércol, el cacareo de las gallinas, el aroma a
lavanda de la abuela, la espuma de la leche recién ordeñada, la suavidad de los conejos,
las manos callosas del abuelo cojo pellizcándole las mejillas, las dulzura de las uvas…
—Mama ¿podemos tocarlas?
Los niños cogieron los pequeños guijarros de distintas formas y colores brillantes.
—Con estas piedras preparáremos una sopa muy especial.
—Pero mami—Irene se rascó la cabeza— las piedras no se comen.
—Se trata de un regalo mágico de la bisabuela. — Con solemnidad colocó un par en las
manos de su hija— tenemos que reservar unas poquitas para que algún día pueda
entregarte la caja.
— ¿De verdad? —Javi, medio asustado, alargó la mano para tocar una piedra.
—Vamos a comprobarlo. —Cogió un pedrusco aplanado de color rosa— creo recordar
que simboliza al cerdo, dará a la sopa un sabor a jamón.
Irene alargó su mano, cogió una piedra negra y amarilla, la giró entre sus dedos
regordetes.
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—Siento cosquillas como si fuese una pluma.
—Puede ser, simboliza a las aves de corral. Los abuelos tienen muchas gallinas, mi
preferida, Sissi, negra con plumas doradas, tenía un moño como una dama muy estirada
y muy mal genio si alguien pretendía atacar a los polluelos que asomaban entre sus alas.
—Mami, la verde es muy áspera— Javi la soltó pero Sara la atrapó en el aire y la
introdujo en la cazuela.
—Mi niño, ésta guarda la esencia de los grelos, la verdura más rica de mi aldea.
Sara incorporó tres piedras verdes más y una roja, le daría a la sopa un toque de carne
de ternera.
Conforme el agua hervía, las piedras se hidrataban y se transformaban en el interior de
la cazuela al tiempo que un aroma a caldo inundaba la casa.
En ese momento sonó el timbre.
— ¿Cocináis caldo?— Merceditas estiraba el cuello para intentar descubrir que sucedía
en la cocina.
—Venga a cenar con nosotros— Mario la rodeó con los brazos y la anciana,
rezongando, se dejó guiar hasta la cocina.
—Mami, cuéntanos historias de la aldea— pidieron los niños.
Durante una hora, Sara desgranó anécdotas que creía olvidadas de su infancia. Habló
del cordero con sombrero, un animal de porte aristocrático que crió con un biberón, tan
presumido que solo se relacionaba con los humanos, ignorando a sus compañeros de
rebaño. Recordó a Lola, una vaca rubia un tanto atolondrada que parecía calzar botas de
tacón de aguja. Imitó los movimientos rítmicos de la coneja con coletas que bailaba al
son del gramófono del abuelo. Los niños reían. Se acordó de la gata Isidora que robaba
la comida del plato del abuelo y, por supuesto, de Morro, un perro travieso que la
acompañaba en las tardes de verano hasta el río.
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Mario, ensimismado, observaba cómo Sara destapaba la olla para enseñar los trozos de
carne, gallina y jamón. El olor a caldo de pueblo inundó el piso. Cada segundo se sentía
más seguro de su idea. ¿Le concederían el préstamo para ponerla en marcha?
Merceditas permanecía callada con los ojos medio entornados. Se sentía cómoda en
medio de los cuatro, parecía que ni siquiera le dolían tanto sus rodillas.
Mientras los fideos caían en el caldo, Sara se arrepintió de no haber utilizado la caja
antes. Encendió el horno y depositó sobre la bandeja un par de piedras amarillas que
olían a hierba seca, con la esperanza de que se convirtiesen en hogazas de pan.
— ¿Sabéis cuál era el animal más sorprendente? — los niños negaron con la cabeza.
—Juanito, un cuervo gruñón. A la hora de la telenovela graznaba para que mi abuela
encendiese la tele. Se colocaba sobre sus hombros, y según las aventuras de la
protagonista, lloraba, reía o aplaudía con sus alas.
—La cena está casi lista. Niños, poned los platos.
Sara estaba más relajada, Merceditas, ensimismada en sus pensamientos, mientras los
niños devoraban la sopa. Cada cucharada que sus hijos sorbían abonaba la idea de
Mario, enraizándola más en su mente. Miró de reojo a Sara que sonreía como antaño,
recuperando parte de su vitalidad casi agotada. Si estuviese de acuerdo regresarían al
pueblo, rescatarían la granja de sus padres, la pondrían en marcha, lucharían, codo con
codo, para arrancarle los frutos a la tierra, y al mismo tiempo proporcionarían a sus
hijos el contacto con la naturaleza, un mundo más humano que aquella maldita ciudad
que los engullía como si fuesen unos muñecos rotos. A primera hora de la mañana
regresaría al banco y presionaría al director, necesitaba una respuesta.
Terminaron de cenar, Sara acostó a los niños y les contó un cuento. Después se sentó a
tomar un café con Mario y Merceditas, que no parecía dispuesta a regresar a su casa.
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—Esta noche me he sentido parte de vuestra familia. Aunque me siento
estupendamente, estoy envejeciendo. — Calló un instante y estudió sus miradas—
Quiero prestaros parte de mis ahorros, os ayudarán si decidís volver a vuestro pueblo y
montáis un negocio.
<< ¿Acaso la anciana había leído sus pensamientos?>> Se preguntó Sara.
—Cuando hablabas de tus animales pensabas en que tus hijos también se merecían criar
en la naturaleza. Mario ¿vas a negar que quieres retomar la granja familiar?
Mario asintió pensando que tal vez hubiese escuchado alguna de sus conversaciones
telefónicas. Estiró su mano hacia la de su esposa, enlazaron los dedos y se besaron
fugazmente en los labios. La anciana tosió para llamar su atención.
—Hay una condición. Voy con vosotros. Mis amigas del barrio ya no están, me aburro,
esos niños necesitan una abuela y aún os puedo echar una mano en la cocina.
Merceditas se levantó al captar sus miradas dubitativas, dio dos pasos hacia la salida y
se volvió hacia ellos, que sonreían nerviosos.
—Claro que si, Merceditas. — se abalanzaron para abrazarla.
— Venga, apartaos, debería llevar horas descansando. ¡Tengo que cuidarme!
Mario acompañó a la anciana hasta su puerta y Sara volvió a la cocina, recogió la caja,
la besó y volvió a colocarla en la repisa del baño, bien a la vista, no la podían olvidar en
la nueva etapa de sus vidas que empezarían gracias a su magia y al regalo de Navidad
anticipado de Merceditas.
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