Me llamo Marcos García Pérez. Tengo trece años y un nuevo hermano. Mi hermano viene de África, de una aldea de Somalia. Él nos ha traído el calor de su tierra a este frío mes de diciembre español. Él ha traído consigo la Navidad. Él ha traído la alegría de vivir. Mi hermano no tiene madre. Murió de SIDA cuando él tenía cinco años y de su padre no sabe nada. Mi hermano se llama Kwuane. Bueno, ya no. Cuando mis padres le adoptaron, le contaron cómo un “Kwuane García Pérez” sonaba un poco raro. Tenía que elegir un nombre español para ponérselo al lado del suyo y que todo fuera más fácil. Kwane no lo dudó un momento. Quería llamarse Kwuane Jesús. Todos nos extrañamos de tan rápida decisión, pero él se explicó enseguida: Kwuane conocía la Navidad. Él iba a una escuela en las que las maestras eran unas monjas españolas. Sor Esperanza, una monja joven y regordeta era especialmente feliz al llegar diciembre. Les contaba grandes historias de un niño Dios que había nacido en una cueva, al calor de los animales y sobre una cama de paja. Había nacido como él en su pobre cabaña. Aunque él fue más afortunado, porque no tuvo que pasar frío. Todo era fiesta en la escuela en esas fechas. Sor Esperanza abría el paquete que su familia le había mandado desde su aldea de Palencia. Todos esperaban impacientes aquella delicia...el turrón duro, el blando, la caja de polvorones...y la pandereta. Cantaban y tocaban sus tambores acompañando a Sor Esperanza con su pandereta y por las tardes ella les contaba maravillas de la Navidad en su tierra. Así que no dudó su nombre: Jesús. No podía haber un nombre mejor que el que hacía que medio mundo se alegrara del nacimiento de un niño. Cuando a Kwuane Jesús le dijeron que había sido adoptado por una familia española, pensó que era el niño más afortunado del mundo. Llegaría a un lugar lleno de mujeres como sor Esperanza y de hombres como el Doctor Paco que les ponía las vacunas mientras les hacía reír. Sería el paraíso. Llegó a España. Todos le recibimos con nuestros brazos abiertos y gran alegría, pero enseguida Kwuane se dio cuenta de que no éramos tan felices. Mis padres habían tenido una charla conmigo el mes de noviembre. Con el asunto de la crisis, este año nos quedaríamos sin ir a esquiar y además tenía que irme olvidando de la Play Station 3, con la que tanto había soñado. Además iba a tener que compartir mi maravillosa habitación de hijo único con un extraño. Todos andábamos un poco enfurruñados. Pero en tres días de convivencia con mi hermano, todo cambió. Kwuane chapurreaba el español. Las monjas se lo habían enseñado. La primera noche charlamos hasta que caímos rendidos. Él me contó historias de su aldea. Para mi eran grandes aventuras. Me contó cómo por las noches tenías que encender antorchas alrededor de la aldea y tocar los tambores para ahuyentar a los leones. Por primera vez en años, me levanté con ganas de dibujar y no de enchufarme al “tuenti”. Recuperé mis lápices, rotuladores y témperas que se habían quedado olvidados en el interior de un cajón y juntos hicimos un dibujo de leones, tambores y guerreros que nada tenía que envidiar al mejor dibujo “manga”. Kwane vino conmigo al colegio. Nos esperaba la “ruta”. Le conté cómo todos los días íbamos y veníamos en un autobús confortable y con calefacción. Él nos contó cómo recorría cada día unos veinticinco kilómetros para llegar a la escuela de sor Esperanza y parecía casi que presumía de que no iba a pie. Unos hombres blancos habían llegado con unas bicicletas a su aldea y a él le había tocado una. Era un poco grande, así que si quería pedalear, no se podía sentar en el sillín. Pero ya no tardaba cuatro horas en llegar a la escuela y además se sentía el chico más libre y feliz del mundo mientras pedaleaba. Yo recordé con vergüenza las tres bicis de diferentes tamaños que se llenaban de polvo en el trastero de mi casa. Kwuane miraba el colegio con unos ojos tan abiertos que le daban el aspecto de estar pasmado. Pero si queréis saber lo que es la emoción, tendríais que haberlo visto llegar al patio: !Había diez balones de futbol de cuero y de reglamento! y lo más grande de todo, ¡muchos de esos balones estaban libres!, ¡ podía jugar con ellos todo el rato que quisiera!. Ese día los chicos de mi clase jugamos al futbol como si nunca lo hubiéramos hecho. Incluso algunas niñas jugaron con nosotros contagiadas de la emoción. Llegó la Nochebuena y con ella la familia. Todos venían alegres. Los abuelos emocionados con su nuevo nieto. También pasaron cosas que nos hicieron reír como nunca. Mi prima Mercedes de dos años, en vez de darle un beso a kwuane, le dio un lametazo. Quería saber si era de chocolate. Mi tía le dijo: “no será de chocolate, pero nos ha traído la sensación dulce y cálida de un buen chocolate caliente”. Esa Navidad él me contó fantásticas historias de su tierra. Él sabía describir como nadie a qué sabia el cordero y el marisco, porque conocía muy bien a qué sabía el hambre. Aquella fue mi mejor noche de Reyes. Sólo deseaba despertar para ver la cara de mi hermano. Pedí a los Reyes que esa sensación, que la emoción que ahora sentía y que no experimentaba desde hacía años cuando esperaba unos buenos regalos, durara en mí para siempre. Que esa sensación de ilusión me ayudara en cada proyecto de mi vida, en cada trabajo, en cada esfuerzo. Que nunca perdiera esa hermosa noche de Reyes.