Se sentó en el suelo con sus pantalones rojo carmesí y su

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Se sentó en el suelo con sus pantalones rojo carmesí y su anchísimo jersey blanco, de lana
y cuello vuelto. Su pelo negro caía en espiral sobre uno de sus hombros y tenía los pies
descalzos, tocándose las plantas, con las piernas cruzadas. Tenía porte de bailarina y
parecía que llevase unas zapatillas de ballet, con su fino y elegante empeine dibujando
piruetas en el aire. Pero todo aquello pertenecía a un pasado demasiado oscurecido,
demasiado doloroso para desafiar la memoria. La casa estaba en silencio y sus ojos
desprovistos de emoción. Tenía una apatía serigrafiada en forma de A mayúscula en sus
mejillas, pálidas, en sus labios, grapados al silencio, y en sus manos, lacias.
La luz entraba fría y translucida por la ventana, sorteaba los muebles y generaba sombras
por doquier, como una escultura de tinieblas. Ni siquiera era aquello una emoción, era
tan sólo una nada asesina e inquebrantable que iba anegando el mundo de Fantasía. Ella
era otro objeto otro impedimento más que sucumbiría a su paso, otra sonrisa perdida, y
otra vida aniquilada por la negación, el vacío y la falta. Cerró los ojos y suspiró…
¡PAM!
La puerta se abrió.
Un exquisito reguero de rosas recorrió el suelo hasta tocar sus rodillas. Su ropa cayó al
suelo en un espasmo colérico y su cuerpo desnudo se vistió en una lacia y negra tela de
seda. Sus ojos se encendieron en fuego y sus pies chillaron al levantarse y rayar la madera
a su paso de baile esquivo y frenético. Sus manos se arrojaron contra el pecho del
visitante, de ojos verdes y pelo oscuro. La cogió en brazos y la levantó como una pluma,
ella cayó y bailó, dando vueltas y más vueltas hasta perder su propio eje. Tropezó con
una pared de espejos que le devolvieron su mirada, viva, y rompió a llorar. Fracturó los
cristales que recortaron el vestido y rasgaron sus piernas con cicatrices de palabras…
Amor, odio, ternura, abrazo, abrázame, grito, susurro, cántame… y él la recogió del suelo,
besando sus hombros, sus ojos y sus piernas magulladas. Tomo su muñeca, tan fina y
frágil como la de una ángel y la ató a su corazón helado. Su cuerpo comenzó a arder en el
culmen de un delirio y la cuerda se prendió. El fuego de sus ojos derritió el hielo y
bombeó… aquel músculo bombeó hasta sangrar. Ella se arrastró, trepando por sus brazos
hasta su boca, y él la besó en un eclipse, en un estallido de planetas en el fondo de un
universo donde el sol fulguró hasta desaparecer en una última y poética combustión.
Ardieron juntos mientras el techo se desgajaba y volaba llevado por el viento
huracanando. Contemplaron el exterior, había comenzado a llover y antes de que el agua
fundiera la llama de su última vela juntos y la luz se consumiera en una oscuridad
irreductible, se precipitaron al vació del acantilado. De forma irrefrenable, de forma
inevitable, el fuego ardió hasta hundirse en el infinito océano roto por las olas.
¡PAM!
La puerta se abrió.
Ella levantó sus parpados y vio como el aire se colaba solitario por aquel vano vacio. Tan
vacio como su vida. Miró hacia la pared y contempló sus ojos en el espejo, nada, ella no
estaba allí. Se arrancó una lágrima de su rostro y sonrió por última vez. Tomo una fina
aguja de entre sus manos y se rasgó sus níveos brazos. Las venas estallaron en un destello
rubí y soñó, por última vez, con morir al caer de aquel vacio hasta tocar el mar y elevarse
a su cielo…
La puerta se cerró.
Negro, espiral, silencio.
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