E1 árbol del crimen En el universo de Sade se viaja con

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E1 árbol del crimen
En el universo de Sade se viaja con facilidad. Julíette
recorre (y desvasta) Francia, Saboya e Italia hasta
Nápoles; con Brisa Testa llegamos a la Siberia y
Constantinopla. Es sabido que el viaje es un tema
iniciático; siendo Juliette la historia de una educación
no es extraño que sea una de nuestras grandes
novelas uliseanas, y en tal medida que será necesario
esperar hasta Proust y Joyce para volver a encontrar
su pureza y amplitud. Sin embargo, el viaje sadiano no
muestra ninguna diversidad; ya sea en Astrakán,
Ángers, Nápoles o París, las ciudades sólo son
proveedoras, las campiñas retiros, los jardines
decorados y los climas operadores de lujuria (1); es
siempre la misma geografía, la misma población, las
mismas funciones. Lo que interesa recorrer no son
contingencias más o menos exóticas; sino la repetición
de una esencia, la del crimen. Así, aunque el viaje sea
variado, el lugar sadiano es único. Como todo lugar
pensado por los hombres, tiene una forma y esa forma
es la de una clausura; se viaja tanto solamente para
recluirse. El modelo del lugar sadiano es Silling, el
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castillo que Durcet posee en lo más profundo de la
Selva Negra y en el cual los cuatro libertinos de las
120 Joumées se encierran durante tres meses con su
serrallo. Ese castillo está herméticamente aislado por
una serie de obstáculos que recuerdan bastante a los
de ciertos cuentos de hadas; una gavilla de
carbonarios-contrabandistas (que no dejarán pasar a
nadie), una montaña escarpada, un precipicio
vertiginoso que sólo puede franquearse a través de un
puente (que los libertinos mandan destruir una vez
adentro), un muro de diez metros de alto, una fosa
profunda, una puerta que luego se hará amurallar y,
por último, una cantidad increíble de nieve.
La clausura sadiana es pues encarnizada. Tiene
una doble función: primeramente, aislar, proteger la
lujuria, empresas punitivas del mundo. Sin embargo,
la soledad libertina no es sólo una precaución de
orden práctico sino una cualidad de existencia, una
voluptuosidad de ser (2). Posee por lo tanto una
forma funcionalmente inútil pero filosóficamente
ejemplar: en los mejores retiros existe siempre, en el
espacio sadiano, un "secreto" hacia donde el libertino
conduce a algunas de sus víctimas, lejos de toda
mirada, aún cómplice; donde está irreversiblemente
solo con su objeto, hecho muy curioso en esta
sociedad
comunitaria.
Ese
"secreto"
es
evidentemente formal pues lo que allí pasa, por ser
cosas relativas al suplicio y al crimen, prácticas muy
explícitas en el mundo sadiano, no tiene ninguna
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necesidad de ser ocultado. A excepción del secreto
religioso de Saint-Fond, el secreto sadiano es sólo la
forma teatral de la soledad: des-socializa el crimen
por un momento. Es un mundo profundamente
penetrado de palabra, realiza una rara paradoja: la de
un acto mudo. Y como no hay nada de real en Sade
excepto la narración, el silencio del "secreto" se
confunde totalmente con el blanco del relato: el
sentido se detiene. Ese "hueco" tiene por signo
analógico el lugar mismo de los secretos: son
regularmente
cuevas
profundas,
criptas,
subterráneos, excavaciones situadas en lo más
profundo de los castillos, jardines, fosas, a donde se
va solo, sin decir nada (3). El secreto es en realidad
un viaje a las entrañas de la tierra, tema telúrico cuyo
sentido da Juliette a propósito del volcán de Pietra
Mala.
La clausura del lugar sadiano tiene otra función:
funda una autarquía social. Una vez encerrados, los
libertinos, sus ayudantes y sus víctimas forman una
sociedad completa, provista de una economía, de una
moral, de un habla, y de un tiempo articulado en
horarios, trabajos y fiestas. Aquí como en otras partes,
es la clausura lo que permite el sistema, es decir la
imaginación. El equivalente más próximo de la ciudad
sadiana sería el falansterio fourierista: el mismo
proyecto de inventar en todos sus detalles un
internado que se baste a sí mismo, la misma voluntad
de identificar la felicidad con un espacio finito y
organizado, la misma energía en definir los seres por
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sus funciones y por reglamentar la actividad de esas
clases funcionales según una puesta en escena
minuciosa, la misma preocupación por instituir una
economía de las pasiones, en resumen, la misma
"armonía" y la misma utopía. "La utopía sadiana, como
por otra parte la de Fourier, se mide mucho más en la
organización de la vida cotidiana que en las
declaraciones teóricas, ya que la marca de la utopía es
lo cotidiano. Más aun. Todo lo que es cotidiano es
utópico: horarios, programas de alimentación, proyectos de vestimenta, instalaciones mobiliarias,
preceptos de conversación o de comunicación, todo
esto está descripto en Sade. La ciudad mediana existe
no sólo por sus necesidades; es posible así esbozar su
etnología.
Conocemos lo que comen los libertinos.
Sabemos, por ejemplo, que el 10 de noviembre en
Silling, los señores restauraron sus fuerzas al alba con
una colación improvisada (habían despertado a las
cocineras), compuesta de huevos revueltos, chincara,
sopa de cebolla y omelettes. Esos detalles, y muchos
otros, no son gratuitos. La alimentación libertina es
signo del lujo sin el cual no hay libertinaje, no porque
el lujo sea voluptuoso "en sí" —el sistema sadiano no
es hedonista— sino porque el dinero que le es
necesario asegura la división entre pobres y ricos,
entre esclavos y amos. "Yo quiero siempre en ella —
dice Saint Fond a Juliette — los platos más exquisitos,
los vinos más raros, las aves y las frutas más
extraordinarias. Y también, lo que es diferente, la
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alimentación es signo de enormidad, es decir de
monstruosidad: Minski y el señor de Guernande (el
libertino que hace sangrías a su mujer cada cuatro
días) consumen comidas fabulosas cuyo menú
(decenas de servicios, centenas de platos, doce
botellas de vino, dos de licor, diez tazas de café),
atestigua la triunfal constitución del cuerpo libertino.
Además, la alimentación en el señor tiene dos
funciones. Por una parte restaura, repara los enormes
desgastes de esperma que produce la vida libertina;
hay pocas escenas que no sean introducidas por una
comida
y
compensadas
luego
con
algunos
"confortantes restauradores", chocolate o carne
asada. Clairwil, cuyos desarreglos son gigantescos, se
limita a un régimen "pensado": sólo come aves y
piezas de caza en diversas formas; su bebida
habitual, en toda estación, es el agua azucarada
helada, perfumada con veinte gotas de esencia de
limón y dos cucharadas de agua de azahar. Por otra
parte, e inversamente administrado, el alimento sirve
para envenenar o al menos para neutralizar: se
desliza estramonio en el chocolate de Minski para
dormirlo, veneno en el del joven Rose y de Madame
de Bressac para matarlos. Sustancia restauradora o
asesina, el chocolate sadiano termina por funcionar
como signo puro de esta doble economía alimentaría.
La alimentación de la segunda casta, la de las
víctimas, es también conocida; ave con arroz,
compotas, chocolate (¡también!) para el almuerzo de
Justine y de sus compañeras en el convento
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benedictino
a
cuyo
serrallo
pertenecen.
La
alimentación de las víctimas siempre es copiosa por
dos razones may libertinas: primeramente porque
esas víctimas deben ser restauradas (Madame de
Gernande, criatura angelical, luego de habérsele
hecho una sangría, pide perdices y patito de Rouen) y
cebadas de manera de ofrecer a la lujuria "altares"
redondos y regordetes. La segunda razón es que hay
que procurar a la pasión coprofágica un alimento
"abundante, delicado, suave"; por ello hay un
régimen alimenticio estudiado con una precisión
médica (pechuga de aves, piezas de caza
deshuesadas, ni pan, ni salazón, ni grasas, comidas
frecuentes y precipitadas fuera de las horas
habituales, de manera de producir semi-indigestiones,
es la receta dada por la Duelos). Tales son las
funciones ele la alimentación en la ciudad sadiana:
restaurar, envenenar, cebar, evacuar; aunque en su
detalle sean muy variadas, todas se determinan en
relación a la lujuria.
Lo mismo ocurre con la vestimenta. Esta, de la
que puede decirse que figura en el centro de toda la
erótica moderna, de la Moda al strip-tease, conserva
en Sade un valor despiadadamente funcional, lo que
ya sería suficiente para distinguir su erotismo de lo
que nosotros entendemos por esa palabra. Sade no
interpreta perversamente (es decir moralmente) las
relaciones del cuerpo y del vestido. En la ciudad
sadiana no hay ninguna de esas alusiones,
provocaciones y subterfugios de que es objeto
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nuestra vestimenta: allí el amor se realiza en la
desnudez; y en materia de strip-tease sólo se conoce
el brutal "Recogeos" con el cual el libertino ordena a
su víctima ponerse en posición de ser examinada (5).
Por cierto que existe en Sade un juego de la
vestimenta; pero, al igual que el de alimentación, es
un juego claro de signos y funciones. En primer lugar
de signos: en efecto, cuando en una asamblea la desnudez bordea la vestimenta (y en consecuencia se
opone a ella), es decir fuera de las orgías, sirve para
identificar a las personas especialmente humilladas.
Luego de las grandes sesiones de narración que
tienen lugar cada noche en Silling, todo el serrallo
está (provisoriamente) vestido, pero los parientes
particularmente humillados de los cuatro señores,
tales como las esposas e hijas, permanecen desnudos.
En cuanto a la vestimenta misma (sólo se habla aquí
de la de los serrallos, la única que interesa a Sade), o
bien señala, por medio de artificios determinados
(colores, cintas, guirnaldas) las clases de víctimas:
clases de edad (lo que hace pensar una más en
Fourier), clases de funciones (muchachos, niñas,
fornicadores, alcahuetas), clases de iniciación (las
víctimas vírgenes cambian de signo vestimentario
luego de la ceremonia de su desfloración), clases de
propiedad (cada libertino asigna un color a su serrallo)
(6); o bien la vestimenta está determinada en función
de su teatralidad, se lo impone esos protocolos
espectaculares que originan en Sade —fuera del
"secreto" de que se habló— toda la ambigüedad de la
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"escena", orgía reglamentada y episodio cultural que
tiene algo de la pintura mitológica, del final de ópera
y del cuadro de las Folies Bergere. La sustancia es allí,
comunmente brillante y ligera (gasas y tafetas), el
color dominante es el rosa, al menos para las jóvenes
víctimas. Así son también los trajes de carácter con
que se visten cada noche en Silling los cuatro señores
(a la asiática, a la española, a la turca, a la griega) y
las alcahuetas (de monjas, hadas, magas, viudas).
Fuera de esos signos, la vestimenta sadiana es
"funcional", adaptada a los deberes de la lujuria: debe
poder quitarse en un segundo. Una descripción reúne
todos esos rasgos: la de la vestimenta que los señores
de Silling dan a sus cuatro amantes favoritas. Se trata
de una verdadera construcción del vestido, en el que
cada detalle está pensado en razón de su
espectacularidad (es un pequeño abrigo estrecho,
ligero y suelto como un uniforme prusiano) y de su
función (calzón abierto por detrás, y que puede caer
de un sólo golpe si se desata el gran nudo de cintas
que lo sostiene).
El libertino es modelista, así como es dietista,
arquitecto, decorador, director de escena, etc.
Ya que aquí se hace un poco de geografía
humana, es necesario decir unas palabras sobre la
población sadiana ¿Cómo son, físicamente, estos
sadianitas? La raza libertina sólo existe a partir de los
treinta y cinco años de edad (7); repugnantes en todo
aspecto si son viejos (el caso más frecuente), sin
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embargo los libertinos tienen algunas veces una
hermosa figura y fuego en la mirada, pero esta belleza
está entonces compensada con un aire cruel y
maligno. Las víctimas del libertinaje son bellas sí son
jóvenes, horribles si son viejas, pero en ambos casos
útiles a la lujuria. Se ve pues que en este mundo
"erótico" ni la edad ni la belleza permiten determinar
clases de individuos. La clasificación es posible pero
sólo al nivel del discurso: hay, en efecto, en Sade dos
especies de "retratos". Los primeros son realistas,
individualizan cuidadosamente su modelo, desde el
rostro hasta el sexo; "El presidente de Curval… era
grande, seco, delgado, ojos huecos y apagados, una
boca lívida y malsana, el mentón levantado, la nariz
larga. Cubierto de pelos como un sátiro, una espalda
chata, unas nalgas blandas y caídas que se
asemejaban más a dos sucias rodillas flotando en lo
alto de sus piernas, etc.". Este retrato es del género
"verdadero" (en el sentido que esta palabra puede
tener cuando se la aplica tradicionalmente a la
literatura) y permite por lo tanto la diversidad. Por una
parte, cada descripción se particulariza más a medida
que se desciende a lo largo del cuerpo ya que es del
interés del autor describir mejor sexos y glúteos que
rostros, y además, el retrato libertino debe dar cuenta
de la gran oposición morfológica (pero de ningún
modo funcional, ya que todos los libertinos pueden ser
indiferentemente sodomisantes y sodomisados) entre
los sátiros, secos y velludos (Curval, Blangis) y los
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cinedeos, blancos y rollizos (el obispo, Durcet). Sin
embargo, a medida que se pasa de los libertinos a sus
ayudantes, y luego a sus víctimas, los retratos se
tornan irreales. Se llega así al segundo retrato
sadiano: el de las víctimas del libertinaje (principalmente el de las jovencitas). Este retrato es puramente
retórico, es un esquema. Esta es Alexandrine, la hija
de Saint Fond, decididamente demasiado estúpida
como para que Juliette pueda educarla: "El más.
sublime pecho, hermosos detalles en las formas,
frescura en la piel, desenvoltura en la figura, gracia y
suavidad en el movimiento de sus miembros, una
figura celestial, el árgano más extraordinario, más
interesante y mucho de novelesco en el espíritu. Estos
retratos son muy culturales, recuerdan a la pintura
("hecha para pintar") o a la mitología ("el talle de
Minerva con los atractivos de Venus"), lo que es una
buena forma de abstraerse (8). En efecto, el retrato
retórico, aunque algunas veces bastante extendido (ya
que- el autor de ningún modo se desinteresa por él) no
pinta nada, ni la cosa ni su efecto; no hace ver nada (y
tampoco pretende, por cierto). Caracteriza poco
(algunas veces el color de los ojos, de los cabellos); se
contenta con sumar elementos anatómicos cada uno
de los cuales es perfecto; y como esta perfección, en
buena teología, es el ser mismo de la cosa, basta con
decir que un cuerpo es perfecto para que lo sea; la
fealdad se describe, la belleza se dice. Esos retratos
retóricos son por lo tanto vacíos en la medida en que
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