El Irati, un tren para llegar y soñar

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El Irati, un tren para llegar y soñar
Josu Sorauren
A la memoria de mi querida amoña, Petra Zunzarren.
El Plazaola,, el tren txiki de Irún a Elizondo, el de Estella a Gasteiz y particularmente el tren
Irati. Son nostalgia y cultura, romanticismo y rentabilidad, raíces y la expresión del dinamismo
socio-económico de un pueblo.
Una riqueza fagocitada por un falso desarrollismo. Unas estructuras que pudieron ser
transformadas, actualizadas, nunca sacrificadas en aras de espúreos intereses o como mínimo
-y como poco- de cortedad política y de nula previsión. Porque, en concreto la empresa del
Irati, se había planteado con una racionalidad que para hoy la quisiéramos.
Racionabilidad y sostenibilidad, eran las características que aportaba la empresa, el Irati, a
todo el ciclo de explotación de la madera.
Es lo que se puede decir de una empresa, que a través de los pequeños saltos que pululaban
en el cauce del río, generaba la energía suficiente para atender a sus propias necesidades, las
de Pamplona y las de los pueblos de la región. Y por supuesto el funcionamiento del tren.
Una empresa perfectamente integrada. Domingo Elizondo la gestó, movido entre otros motivos
por la obsesión de impedir que entrara madera del extranjero. Severiano Blanco, Eugenio
Lizarraga, Vicente Diaz, Santiago Ortiz, Serapio Huici, fueron otros de los entusiastas
dinamizadores.
Los entes fascistas, tan cazurros como serviles, ayuntamientos y sobre todo una diputación
franquista, sometida a un centralismo -sine qua non- y omnipresente, una vez más, arrasaron
nuestro patrimonio. Táctica inmisericorde, del cariño de la corte a nuestra tierra.
Pude viajar entre el humo del oscuro y sinuoso Plazaola. Vi un amanecer a orillas de
Monjardín, en "el trenico "de Lizarra-Gasteiz. Por circunstancias personales, fue el tren del Irati,
"el escachamatas", el medio de locomoción protagonista de mi infancia.
En mi primer recuerdo, mi abuela Petra, tan anhelada. Siempre era acontecimiento y sorpresa
su llegada. Y si venía en el tren y no en la Lumbierina, como decía mi madre, era porque la
carga de generosidad de los del pueblo, no debía estar nada mal.
La recuerdo en la estación de la Taconera, descendiendo de aquel monstruo, cuyo pantógrafo
me había asustado con su chisporroteo.
En una mano -escena que repetiría hasta que le flaquearon las ansias- su profundo bolsón de
cuarteada piel negra, donde resumía todo su equipaje. En la otra, su inevitable cesta de
mimbre, la del presente de la matanza, o la de las uvas y melocotones… Era el don estacional
para sus hijos de la ciudad.
A partir de este mi primer recuerdo del tren, todo un amasijo de escenas. Su deambular en
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funciones de tranvía por las calles, alamedas y avenidas de Iruña. Y las de la ripa de Beloso,
su emerger sorpresivo del túnel de la azucarera para volar el Arga o su discurso por Miravalles
…
Nunca dejaré de agradecer a mi abuela, el primer viaje que, tras convencer a mis aitas, -¡no
era temosa ni nada ella cuando se trataba de contentar a su nieto!-, realicé a su vera. Ilusión,
misterio, nerviosismo… Todo un compendio de asombros y sobresaltos… Quizás si hubiera
sospechado el viajecito que le endosé, se lo hubiera pensado dos veces…
El tren poseía su propio olor, aquel tufillo, casi masticable, amalgamado con alquitrán y aire de
corral. Era un matiz propio, inapelable, adherido a su propia vida. Algo que se aceptaba como
el olor definitorio de su personalidad.
Era un tren hecho para llegar, o soñar o aldraguear…
El de aquellos años en que se almacenaba el tiempo. Se gastaba el tiempo en llegar, en
conjeturar, en esperar, incluso en no hacer nada…Hoy ya no guardamos tiempo. Tenemos un
guión con horarios que nos espolean como negreros…Incluso cuando viajamos por placer, el
horario nos fustiga con rigidez. Hasta el holgazán se organiza su estrés en su imparable
gincana.
Nada más parar en Huarte, ya le pregunté a mi buena y sufrida abuela, si habíamos llegado.
- Ya falta poco. Estate quieto, porque si te portas mal aquel hombre te reñirá…
Aquel hombre, era ni más ni menos, un tipo mal encarado con la txapela atrapándoles hasta las
cejas. No me daba buena espina pero como estaba medio dormido…
Subieron varias mujeres, unas emperifolladas, otras portando parejas de pollos en sus manos,
mi abuela sonrió a algunas con un ligero movimiento de cabeza… Gente que se saludaba con
gestos estentóreos y luego unos señores con amplias blusas negras y varas en las manos…
- Abuela, esos hombres…
- Tratantes…
- ¿Qué son tratantes?
- Los que compran y venden cerdos, vacas, ovejas… Mañana, como es víspera de San Isidro,
ya los verás en las eras…
Por fin, arrancaba el "escachamatas" y con él, el bureo animadillo del personal del vagón, casi
repleto.
Trepaba hacia Egües, como sin ánimo de llegar, como refitoleando el verdor de los verdes
trigales y altozanos y acunando el sopor de algunos viajeros.
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Mi abuela departía con una aldeana de la otra fila. El tren inesperadamente frenó y yo que
estaba de rodillas encima de asiento, con el morro pegado al cristal, salí despedido contra una
joven pasajera de enfrente. Sus pechos ofrecieron generosa contención a mis brazos
desarmados por la gravedad.
- Ay como lo siento, no sabe usted como lo siento -insistió mi abuela- Más lo siento yo -su rostro compungido por mi arremetida-. Esto se arreglaba con un par de
azotes…
- Señorita, yo le aseguro que de esos ya va bien servido… que mi hija no se anda con
melindres, porque con cuatro hijos…
La gente, como habituada a estos trances, no parecía inmutarse por el incidente, ni por la
pausa inesperada.
"Estarán recomponiendo la vía…"
Su fidelidad para con su tren y su fe en él, eran absolutas. Y bien orgullosos que estaban del
Irati…
No podía ser menos. Cuando el ingeniero Donostiarra Carlos Laffitte lo diseñó, por encima de
ser un ferrocarril eléctrico pionero en el estado, gozaba de un trayecto y de unos materiales de
construcción modélicos.
Cesó de latir la máquina y con el su pálpito. El murmullo de los viajeros se quedó en un susurro
que acentuaba aún más la quietud del convoy. No se lo que duraría aquella parada, pero me
dio la impresión que ya no transcurría el tiempo. Inesperadamente surgió el rum-rum de la
máquina y el ineludible temblor del vagón. Enseguida un impulso, como derrengado y con
cansino traqueteo fue espabilando la marcha…
- Voy al pasillo, abuela…
- ¡Ven aquí porretero!
Inútil. Para cuando quiso reaccionar ya correteaba por el pasillo. Bueno, mientras no molestara
a la gente. Y siguió cotilleando, más o menos distendida con la paisana.
Pues eso, que entre pitos y flautas, abrí la pesada portezuela que daba a la plataforma
descubierta y me acomodé la barbilla en la barandilla. No bien había comenzado a controlar la
carrera de los postes y la acometida del viento, cuando apareció el hombre de la boina tazón.
No se anduvo con pamplinas. Me pinzó la oreja, y de esa guisa, ante la risa de algunos
viajeros, me depositó en los dominios de mi amoña.
- No te voy a traer más, y se lo voy a contar todo a tu madre, ahí no puedes salir solo.
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Le abrí unos ojos húmedos, como cazuelas, dándole a entender que no entendía donde estaba
mi pecado. La paciente abuela se apiadó de mí…
- ¿Te vas a portar bien…?
Mi captor, el áspero aldeano de la boina de casco, me miraba fijo, acribillándome con su ojo
bizco. Me era imposible interpretar su verdadero talante. Por si acaso le oteé como
compungido y asentí con la cabeza.
- Abuela, he visto salir chispas del techo del primer vagón…
- Es el diablo, y si te portas mal vendrá aquí…
- Pues yo, le tiraré una pedrada con el tirabique que me ha hecho mi padre…
Y me quedé fijo, mirando a la niña de coletas y cara de pepona que se sentaba con su amatxo
al fondo del vagón.
Eran tiempos en que el control y la escasez de medios hacían hasta pecaminoso el deseo de
ponerte al día en noticias y acontecimientos. La radio y la prensa, controladas hasta aburrir,
llegaban a cuatro prohombres y a las fuerzas vivas de los pueblos: cura, maestro, secretario y
poco más.
El tren se había convertido en el mentidero, la gacetilla y la agencia de noticias. Allí concurrían
tanto las noticias frescas capitalinas, como las de los propios pueblos. Lo que allí se oía, iba a
misa.
El traqueteo se ralentizaba. El tren, tras un lento y cansino culebreo se detuvo en Egüés.
En seguida el trasiego de los que se apeaban y de los que subían. Los primeros que entraron
vestían unos buzos con amplios "gerrikos" extremadamente ceñidos. Tras ellos una denso
hedor a ovino mechado de zotal.
- ¡Que olor a "chotina" -le solté a mi abuela apretándome la nariz-.
Uno de ellos se volvió y me miró con una sonrisa tan maléfica, que hizo enrojecer a mi abuela,
algo muy habitual teniendo en cuenta la palidez de su dulce rostro.
- ¡Calla! ¿No ves que son los esquiladores?
Y tras los esquiladores, una monja cuya toca y hábitos parecían invadir todo el vagón.
- ¡Petra…!
- ¡Clarita…!
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Y mi abuela se irguió para fundirse en un abrazo con aquella monja que todo lo llenaba.
- Me imagino que este pillastre será tu nieto… ¡Ya eres todo un mozo!
- Voy a hacer la primera comunión…
- ¿Ya eres bueno? -advertí el guiño a mi abuela-.
Yo silencioso y expectante, clavaba la mirada en mi amoña.
- ¡Ay! Si supieras que trasto es…
- Pero cuando haga la primera comunión -protesté-…
Mi espontaneidad debió causarles bastante hilaridad. Mi abuela me hizo estrecharme hasta
adosarme contra la pared. La monja embutió e el resto del asiento su reverendo y exuberante
trasero y se enzarzaron en sus cuitas.
Breves instantes después el vagón, toda una caja de sorpresas, enmudeció. Sin duda, aquel
debía ser, el silencio sepulcral, el que tan insistentemente nos recordaba la maestra. Sólo se
oyó el revoloteo de los pollos que portaban las aldeanas, quizás despertados por el rotundo e
intempestivo silencio.
La guardia civil. Entró un tricornio, Mauser en bandolera, y en pos de él, dos gitanas, cuyo
pañuelo florido les embozaba hasta prácticamente la nariz.
El picoleto, de rostro bronco y bigotudo, con gesto imperioso desalojó los asientos del fondo,
justamente los correlativos al de de la niña con cara de pepona. Allí depósito a las dos gitanas,
las de las grandes enaguas negras e irisadas, con las manos esposadas.
- Contrabando…-susurró ufana la sor… Las llevarán al juez de Aoiz.
Mi abuela asintió con gesto de indiferencia.
Por entonces, yo no comprendía aquel concepto tan en boga… Café, harina, azúcar,
aceite…hasta el pan…Todo, según oía a mi padre, se movía en aquellos entresijos del
contrabando… Eran los tiempos del racionamiento.
La entrada de la benemérita, paralizó la vidilla del vagón. Mi amoña que me había conjurado
para que me estuviera quieto como un mazo, debió descansar. Desde aquel recoveco
contemplaba la variedad de tipos del coche. El fraile descalzo, que había cerrado su breviario
sorprendido por el silencio y que había correspondido inclinando ligeramente la cabeza a la
reverencia de la benemérita. Abría de nuevo su antifonario y con pose ascética volvía a mascar
la mística tabarra. En la plataforma exterior, justamente en la que antes, subrepticiamente me
había colado, otro picoleto hacía su imaginaria. Todo el vagón se disfrazó de máscaras
estúpidas, aburridas, inexpresivas o de circunstancias…
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- Abuela, ¿Cuándo llegamos? -musité en los breves instantes en que el tren detuvo su marcha
en el apeadero de Ibiricu- ¡Qué corrompido eres! Enseguida. Sigue formal, si no los guardias…
Entró el revisor, lo que motivó un ligero revoloteo en los viajeros en busca de sus billetes.
- ¿Que tal Sra. Petra?
- Ya ve, de vuelta a casa.
Mi amoña le entregó los dos billetes.
- ¿Qué años tiene el niño…?
- Voy a hacer la primera comunión- me anticipé- Ya no le vale el medio billete señora Petra…
Otra vez el pleno rubor en la tenue piel de mi abuela.
- Bueno no se preocupe, -le tranquilizó el propio revisor- la siguiente vez ya sabe… Que hay
otros compañeros bastante más intransigentes…
- ¡Muchas gracias Don Pedro, que a una ya se le pasan las cosas. No deje de pasarse por
casa el día de San Isidro a tomarse un piscolabis…
- Ya veremos, ya veremos como está el servicio.
Siguió picando billetes. El seráfico capuchino ni se inmutó, siguió en su mística deglución. Don
pedro el revisor, le ignoró. Lo propio hizo con el picoleto antes de abandonar el vagón.
Urroz. Cesó el sordo resuello y la vibración de la máquina. El picoleto, se irguió y espoleó a las
detenidas. Tan pronto descendieron del vagón, algo que nadie preveía, los viajeros
recuperaron su batiburrillo, el murmullo, el vocerío y sus risotadas. Aunque me sorprendía
aquella reacción tan espontánea, barruntaba una cierta relación con la presencia de los
civiles…
El objetivo fundacional del tren en 1911 fue el transporte de los derivados de la madera,
elaborados en el aserradero agoizko. La media anual facturada se calcula en unas 50.000 Tm.,
con un producto de unas 800.000 pts. La adaptación al transporte de viajeros, supuso para la
empresa un tránsito anual medio de 245.000 viajeros que suponía un montante de 600.000 pts.
Si en aquella época, no era ninguna bagatela aquella rentabilidad, la función pública y la
contribución al desarrollo socio-económico incluso cultural, pienso que fueron excepcionales. Y
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hubieran sido incalculables de haber modernizado y desarrollado todas las estructuras del
complejo.
Ya se sabía que en Urroz no cabía desesperarse. Raro era el día en que cereales para la
harinera de Aoiz, bultos diversos -incluso algún ganado, llegué a observar-, no se transvasara a
los vagones de mercancías.
Rebasaría la media hora el tiempo de espera. Arrancó, se deslizó unos diez segundos y se
detuvo. Algo no marchaba.
Pues no. Simplemente se trataba de que al parecer, la hija del jefe de estación se había
confiado en exceso. Allí venía, sofocada, bandolera al viento, medio arrastrando no se que
zacuto, mientra su padre con los brazos cruzados, se carcajeaba desde el umbral de la oficina.
¿Dónde un tren más paciente?
Un paisano enteradillo lo explicó: "La Paula, la muy bruja no espabila nunca, pero claro, como
su padre es el jefe… Si no, ya espabilaría, ya"
Y el tren sacó músculo. Puso a tope sus 6.000 vatios de potencia y sentí por primera vez
sensación de velocidad. Los postes del tendido y el traqueteo se habían entregado a una
secuencia, que me parecía inaudita y excitante.
Las cárcavas de la sierra de Gongolaz, fueron en mi infancia un referente ineludible para mis
vivencias en Aoiz. Hoy la colonización de bojes, robles y pino, las han fagocitado.
La sierra de Gongolaz, era la de las brujas. Era el impacto que en nuestras mentes infantiles
suscitaba las heridas de la erosión, aquellas entrañas de tufa… Asomándose por su cresta, el
coloso de Izaga, portando sobre sus espaldas, la vieja ermita de San Miguel.
Eran el telón que cerraba nuestras miradas hacia el sur. Al este el oscuro verdor de las
estribaciones de Zariquieta, nos fruncía el corazón de miedo y misterio, sobre todo en los días
brumosos.
La chimenea del aserradero, la torre de la iglesia esculpida en los pinares negros del fondo, y
el, hoy al menos, romántico "tuto", eran el alma del cuadro de Agoitz grabado en mi
subconsciente. Los perfiles del NO., siempre permanecieron insípidos, despersonalizados, sin
entidad.
Las primeras sensaciones que recibí del empalme de Villaveta, fueron la ya comentada de las
heridas en las laderas de Gongolaz, y la vaharada de alcohol de metileno que exhalaba el
aserradero.
Por el meandro de Villaveta, asomaba el foco de la máquina procedente de Zangotza. Nunca
recorrí ese ramal del Irati. Ya adulto, atravesando los túneles de la foz de Lumbier, muchas
veces soñé con la espectacularidad de la travesía por aquellas fauces.
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Los que teníamos en Aoiz nuestro destino, bajamos al andén del empalme. El tren se oxigenó
para los de Sanguesa. Aparecieron de los otros coches otra remesa de personajes para mí
desconocidos que se saludaban o abrazaban. Curas, otras monjas, muchos paisanos y algún
soldado, chortas, les llamábamos…
La monja Clarita, la del monacal pandero y apabullantes tocas, dominaba perfectamente el
cotarro…
- Es el hijo de la Regina, debe venir con permiso, el capuchino es el predicador del triduo, debe
ser un orador de campanillas, la de la pamela es la sobrina de la alcaldesa, es maestra…
Hasta mi amoña se cansaba de la gacetillera. Pero siempre tan reservada, tan hecha a callar y
a soportar… Y por añadidura, tratándose de una monja, de una sierva, por muy plomo que
fuera, del señor, una sonrisa insípida bastaba.
Ya en el nuevo vagón, todo sabía a frescor y efluvios de alcohol.
En un pispás estábamos en el aserradero. Allí las maniobras, los vaivenes, los cambios de
vías. Pero yo no me aburría dedicado a fisgonear todas las entretelas de la factoría. Aquel
gigantesco y negro alambique con su laberinto de tubos, jadeando humos, las enormes pilas de
madera y cairones, las montañas de carbón, las filas de bombonas de vidrio par almacenar los
alcoholes.
Recuerdo que casi sentía que el tren reiniciara su traqueteo, ya que el ajetreo y la amalgama
de tan diversas esencias madereras, me producían aquel imborrable y siempre tan acariciante
sopor.
Muchas cosas hemos enterrado los navarros en aras del centralismo invasor. Sin recurrir a la
causa de todas nuestras desgracias, la pérdida de nuestro patrimonio, cultura e instituciones,
en un recuento más somero y actual, bástenos con la dejación más reciente de ciertas
empresas paradigmáticas.
El Irati S.A. entre otras, era una de ellas, surgida de la creatividad y de la visión de futuro de
unos eximios patriotas vasconavarros. Nuestro pueblo siempre la mentaba con un gran orgullo,
tanto por su gestión, como por su visión de futuro.
Y es un hecho que en un mundo como el español, donde la picaresca triunfa por encima de la
laboriosidad, la creatividad y los proyectos con futuro, pueblos como el vasco, no acaban de
pagar el tributo a la negación de su soberanía.
Aquel trenecillo, era algo demasiado serio como para haberlo descalificado tan simplonamente.
Y no digamos que eran otros tiempos, hoy a tenor de la calidad de nuestros políticos, hubiera
sucedido otro tanto, y no quiero meterme en argumentaciones que se las lleva el viento.
Allí siguen mis primeras memorias. Todavía revivo la cara de mi tía al verme descender, ya en
Aoiz, de la mano de mi amoña. ¡Virgen santísima, que Dios nos coja confesados! Esa y no otra
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era la expresión de su cara congestionada, mientras se estrujaba el mentón.
Razón no le faltaba, porque a los cinco minutos de haber arribado, ya estaba zurrándome con
mis primos. Se ve que el estrés del encierro en el tren, habían avivado la parte felina de mis
instintos.
A ella, a mi dulce abuela Petra, le hubiera gustado hacer el su último viaje a Pamplona en el
Irati. No pudo ser, ya para entonces las sirenas de las ambulancias se habían adueñado de
todas las rutas, de todos puntos cardinales.
A ella le hubiera gustado que el Irati la condujera a las sombras o a las luces. En cualquier
caso la luz de su sabia sonrisa, siempre nos permanecerá.
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