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MALDOROR
Revista de la Ciudad de Montevideo
1
MALDOROR
Revista de la Ciudad de Montevideo
Nº 24 - Nueva Época
Mayo de 2006
[email protected]
Director y Redactor Responsable
Carlos Pellegrino
Consejo Editor
Lisa Block de Behar
Miguel Ángel Campodónico
Coordinación en Argentina
Héctor Libertella
Coordinación en Brasil
Manuel da Costa Pinto
Nelson Ascher
Corrección y traducción
Arturo Rodríguez Peixoto
Diseño Gráfico
Fernando Álvarez Cozzi
Impreso en Uruguay
Tradinco S.A.
D.L. Nº00000000
2
Editorial / Carlos Pellegrino
5
Nelson Ramos (1932-2006). El papel del artista / Nelson Di Maggio
6
La novela escondida de una escritora rara / M.Á.C.
9
Tu casa en una altura. Algunos fragmentos inéditos / Armonía Somers
10
Impresiones / Marosa Di Giorgio
14
Poesía / Haroldo De Campos
18
Pensar la literatura. Sobre algunas relaciones entre literatura y ciencia / Karlheinz Barck
20
En nombre del mal / Leah Bonnín
26
Poesía / Cristina Peri Rossi
30
Hegel para clarinete / Rafael Cippolini
32
Camafeísmo del insulto en el ‘900 montevideano / Aldo Mazzucchelli
36
Sobre «La muerte del autor» / Jacques Rancière
44
Santa María / Montevideo / Buenos Aires. El mapa que no figura / Héctor Libertella
48
Ahondando la percepción sobre la teoría del cine de Walter Benjamin / Rodolphe Gasché
52
Poesía / Eduardo Milán
60
Dois tempos / Milton Hatoum
62
La caverna de Caín / Marcelo Damiani
66
Poesía / Nelson Ascher
70
Un lenguaje de púrpuras y zarazas / Isidra Solari
72
Zaraza para la Banda Oriental (1er. Acto) / Arturo Despouey
75
Documentos / Lisa Block de Behar / Rodríguez Monegal / Onetti / Real De Azúa / Flores Mora
94
Poesía / Javier Gancio
106
Poesía / Luis Costa Plá
107
Fragmentos sobre Duchamp / Damián Tabarovsky
108
Poesía / Tamara Kamenszain
112
Escritos recentes dos cárceres brasileiros. Uma análise de caso / Márcio Seligmann-Silva
114
La geografía / François Caradec
126
Manuel Espínola Gómez / Nelson Di Maggio
128
Reportaje a Manuel Espínola Gómez / Miguel Ángel Campodónico
130
Corpo-a-corpo com o concreto / Bruno Zeni
136
La gráfica de(l) H. / Zully Riveiro
138
Poesía / Carlito Azevedo
142
Emancipação e colapso: 50 anos de literatura brasileira / Manuel da Costa Pinto
144
El secreto del Dr. Tulp / Gabriel Schutz
152
A demolição / Luiz Ruffato
156
Espacios reducidos / Pablo Silva
160
Notas biográficas
164
3
4
M
ALDOROR se levanta, en buena hora,
para iniciar una nueva época de publicaciones con sello y cuño ducassiano,
oyendo y cuestionando las diversas formas de escritura oriundas de la región y del mundo, a través de nuevos caminos y medios diferentes.
MALDOROR aparece, gracias a quienes conciben la cultura como ejercicio pleno de la libertad
de pensar y crear, independiente de toda forma
de poder político y confesional, por/entre quienes estén dispuestos a recorrer con nosotros esos
caminos.
¿Será posible, otra vez, acompañar dignamente
el extraordinario y constelado dosel de autores de
invención y del pensar futuro que, en los veintitres
números de la primera y segunda épocas, nos incitaran a leer diferentes obras e inusuales relaciones de ideas y personas?
No podemos dejar de preguntarnos, en esta
nueva instancia, si sabremos retomar la disciplina del trabajo minucioso del legendario Paul
Fleury –autor secreto de textos y poemas inéditos–, fundador de este paraje de diálogos textuales.
¿Podremos acompañar la cosmovisión celebratoria del gran poeta Haroldo de Campos,
que nos enseñara la más erudita y programática
melodía de Occidente desde un Brasil estallado
de mundo o la descomunal sabiduría de Carlos
Real de Azúa, que irradiara entre nosotros un pensamiento rigurosamente original?
Los textos en lenguas extranjeras se traducirán
para alcanzar mayor rango de lectores en Uruguay,
en América Latina y el poblado mundo que hace
del español su tierra. La literatura brasilera y sus
textos, en cambio, serán parte integral de cada
número en su lengua.
El tiempo parece consentir la deslectura y una
distratta tipología de letras o textos olvidados
–o puestos a olvidar– del lector más concienzudo, pero MALDOROR los someterá al ritmo de
sus entregas semestrales.
La nueva época procurará ser de imágenes sorprendentes, en la medida en que cada edición será
ilustrada a partir de obras de artistas. En este primer número Nelson Ramos, ahora en otra dimensión del ser, reaparece, transformando las
páginas en una instancia de reconocimiento de
su estética ejemplar.
Carlos Pellegrino
Vertical con ocre naranja, Nelson Ramos (1970-72)
5
La Dirección de MALDOROR agradece vivamente
a Mayerling Wolf de Ramos y a Jimena Ramos, el particular empeño
con el que decidieron apoyarnos, cediéndonos las imágenes de las obras
de Nelson Ramos, que distinguen la composición gráfica de este Número.
Así se cumplió la voluntad de Nelson Ramos.
También agradecemos a la galerista de arte Sylvia Arrocés
su generosa colaboración.
6
Nelson Ramos
(1932 - 2006)
EL PAPEL
DEL ARTISTA
Nelson Di Maggio
E
l papel ha sido desde su invención, como en el
libro, el tradicional soporte del grabado y del
dibujo.Vínculo entre diferentes lenguajes de comunicación, con variantes en el nexo físico, que inciden y
alteran los mensajes entre emisor y receptor al transformar el hecho estético. Al contrario de la tela, más resistente y permanente, el papel se caracteriza por la fragilidad y
el deterioro. A esa circunstancia se debe el hecho de la
ausencia de museos de grabados o de dibujos y los escasos que existen cambian cada pocos meses las obras a
exhibir.
Además, el papel es un soporte democrático y popular,
accesible. Con variaciones de espesor, textura y color, desde
la transparencia del papel cometa a la opacidad del cartón,
dos recursos preferidos por Nelson Ramos, quien recogió la
tradición artesanal de Joaquín Torres García y la llevó hacia
una línea de creación sostenida en toda su trayectoria.
Para acentuar el aspecto estrictamente manual, material de su obra, Ramos agregó hilos (un signo que recuerda la tela de pintor, su práctica de diseñador textil), varillas, maderitas (en paralelo a Washington Barcala), elementos de desecho de la cultura de la pobreza, en composiciones complejas, refinadas, rigurosas y narrativas que,
en ciertos períodos, transitó por ascéticas estructuras
minimalistas. Desarrolló la técnica del collage con decidida voluntad de arraigo local al rescatar claraboyas y portales vidriados montevideanos, cometas de la infancia,
resmas, recortes de viejas historietas o álbumes para armar y, metamorfoseados por la imaginación del artista, lo
condujo a condensar un pasado vivido y recuperado.
Nacido en Dolores, Soriano, en 1932, poco afecto a las
aulas escolares, trabajó en diferentes lugares, estudió piano
y taquigrafía, ingresó a la Escuela Nacional de Bellas Artes
(maestros: Ricardo Aguerre, Miguel A. Pareja, Felipe Seade,
Vicente Martín), integró el grupo juvenil La Cantera (1955),
aprendió grabado en Río de Janeiro (Iberé Camargo, Johnny
Friedländer), diseñó para una fábrica textil en San Pablo mientras ilustraba diarios locales. Obtuvo importantes distinciones y representó al país en las bienales de Venecia, San Pablo
y Mercosur. Fundó un taller de enseñanza artística, el CEA,
con intensa actividad y repercusión pedagógica.
Antes, en 1953, tuvo el decisivo contacto con Guernica
de Picasso, en la II Bienal de San Pablo, con obras de Paul
Klee, Henry Moore, Alexander Calder, que definieron su
orientación futura. Poco adicto a los viajes al exterior, aunque los realizó, sus comienzos neoexpresionistas, dibujos
sobre papel, capturaron dramáticas experiencias de su
infancia, signadas por la muerte, que reaparecerá en su
producción, con mayor evidencia, en muchos períodos.
Molinete de la serie Los Tapados, Nelson Ramos (1978)
Entre la gestualidad del trazo y las composiciones
geometrizantes, entre el hurgar en los depósitos de la memoria y el recoger elementos de la vida inmediata (cajones
de feria, por ejemplo), el empleo de una paleta de contrastados blancos y negros, o de ocres dominantes, con algún
breve estallido de color puro, Nelson Ramos conformó un
mundo personal y reconocible en instalaciones cercanas
al pop-art, en cajas y estructuras volumétricas (Pandorgas
y claraboyas, La voz de los vencidos, Nuevas formas) que, a
partir de la década del ochenta y hasta el año pasado,
M
elaboró con obstinado rigor de artesano.
7
TU CASA
EN UNA ALTURA
Algunos fragmentos inéditos
Armonía Somers
8
LA NOVELA ESCONDIDA
DE UNA ESCRITORA RARA
E
s conveniente insistir, ya que se ha continuado
afirmando que Armonía Somers no se preocupó
de la realidad social, es decir, de los problemas
cotidianos de la gente común, ni de la desigualdad que
padece. Muchos hay –como muchos hubo en el pasado–
incluso, que siguen describiéndola como una escritora huraña que vivía encerrada en la torre del Palacio Salvo, alejada del mundanal ruido para disfrutar de un espacio
privilegiado que la mantuviera a salvo de lo que sucedía a
ras del suelo. Y hasta hay todavía –otra opinión que viene
de tiempo atrás– quienes explican su supuesta indiferencia por las injusticias que padece la humanidad desde
siempre, con una posición política de derecha que no dudan en clasificar como reaccionaria a la que, de un único
golpe, terminan asociando a su esposo, Rodolfo Henestrosa, a quien le atribuyen imposibles y disparatadas funciones.
La preocupación de Armonía Somers por lo que sucedía
en la sociedad toda y por lo que cargaba el ser humano
concreto, de carne y hueso, a pesar de que resulta evidente
en muchos de sus textos, no ha servido, sin embargo, para
que el clisé repetido sin fundamento se esfumara. Y esto ni
siquiera después de que publicara una novela totalizadora en la que se introdujo abiertamente en un juego de transparencias que no dejaban dudas.1 La ubicación de la
literatura somersiana en el casillero que lleva la inscripción «rara» ha impedido –salvo notables excepciones– que
los investigadores entendieran que la autora vivía en este
mundo con los pies en la tierra. Muchas veces en el barro,
en realidad. Al respecto –si es que no alcanzara todo lo
que escribió– habría varios hechos para narrar que demostrarían hasta dónde eso es verdad.
Por estas razones, si rara ha sido considerada toda su
producción literaria, la presentación de algunos fragmentos de una novela inédita suya «por donde pasa todo el
Cerro con sus frigoríficos, sus obreros, sus vecinos, sus
horas de lucha signadas con sangre proletaria», según
sus propias palabras, constituirá para los pocos avisados
una auténtica rareza. Escrita para participar en un con-
1
2
curso realizado en 1963 –declarado desierto– se titula Tu
casa en una altura, una frase que alude a los Evangelios y
que traduce la permanente preocupación religiosa de la
autora, expuesta también con frecuencia en su obra.2
Ángel Rama, uno de los integrantes del jurado, al referirse directamente a la novela presentada por Armonía
Somers, ignorando, claro está, la identidad de la autora,
afirmó que le haría falta una mayor objetividad y concentración, señalando –como defecto– «sus largos dialogados y la descripción de los sentimientos de los personajes».
Es bueno tener en cuenta que en 1963, Armonía Somers ya
había publicado nada menos que La mujer desnuda, El derrumbamiento y La calle del viento norte (aparecida en aquel
año). Y que Ángel Rama se animó a afirmar que entre todos los autores se notaba una inmadurez general y que los
recursos literarios utilizados «delataban fácilmente que
son primeros pasos...» No parecen primeros pasos los fragmentos que hoy se dan a publicidad en «Maldoror». En
ellos, por el contrario, se nota la sensible observación, la
ironía y la fuerza de una escritora formidable. Lo que, a
pesar de los desvíos y contramarchas que muestran los
escritores de todas las épocas, siempre fue Armonía Somers, como debió reconocerlo el propio crítico.
Es cierto que Tu casa en una altura es una novela que tiene
momentos de notorias debilidades, por algo la autora enterró las hojas hoy amarillentas en una carpeta que sigue
advirtiendo desde un cartel manuscrito que no debe publicarse. Sin perjuicio de que otra vez, esté donde esté,
reclamemos el perdón de Armonía Somers, por ignorar en
parte su severa advertencia, parece necesario recordar que
un escritor muchas veces navega por numerosos ríos antes de convencerse de que por fin ha anclado en el puerto
buscado, al abrigo del cual construirá su obra futura. No
sabemos cuándo escribió Armonía Somers esta novela, de
lo que estamos seguros es que, generalmente, para llegar a
un lugar es necesario andar antes por otros.
Miguel Ángel Campodónico
Sólo los elefantes encuentran mandrágora, Editorial Legasa, Buenos Aires, 1986.
Los capítulos XII y XIX, se reproducen parcialmente.
9
III
D
ecidió al otro día mismo tomar plaza en el Saladero, que lo vio entrar en forma aparentemente vulgar y desentendida de todo, con sus largas piernas de muchacho debilitadas por el estirón demasiado
brusco del hueso, con su esqueleto dolorosamente crecido
no se sabría nunca en qué orgías de cal de la miseria del
Cerro. Hasta que estuvo ya donde comienza la cosa, los
interminables varales, largas filas paralelas de sostenes
con hilos de viñedo donde se secaba al sol la carne, las
mantas y las postas.
Juan Gabriel siguió andando. Y siempre los varales, siempre la carne asoleándose bajo el verano caído a plomo. Él
quiere saber qué es todo aquello y por eso se ha atrevido.
Necesita enterarse de dónde viene el alarido conjunto, las
oleadas de moscas y de olor a estiércol, los silbidos, los
lamentos que se entrecruzan en el aire. Pero saber haciéndolo, como quien se propusiera morir para conocer el infierno.
Ese mismo día aprendió el lenguaje brutal de las banderas. Bandera roja izada en mástil frontero: matanza para
el día próximo. Bandera blanca: la jornada debe empezar
de inmediato. El ganado flaco no puede perder peso en la
espera.
El Saladero era un galpón enorme, techado de zinc en
dos aguas y abierto en ambos flancos. Dentro de la nomenclatura propia, eso era lo que llamaban la Playa, un
nombre fresco y lleno de inocencia que lo indujo al engaño. Pero allí la playa era otra cosa. Un momento del proceso terminado en los varales. Juan Gabriel aguzó todo su
ser. La tropa, bandera blanca, estaba ya encerrada en el
corral. Apelotonados, sudando, hediendo, combatiéndose
las moscas con la cola, mugiendo por la lejanía perdida
del campo. Novillos nerviosos y rebeldes, vacas con olor a
leche y a pasto, bueyes azuzados por la intuición elemental de la muerte. Del certero instinto de la masa subía un
vaho acre de incontinencias y de miedo. Estaban allí por
algo. Se veía en sus ojos el presentimiento. Algo que habría de acaecer allende el corral en cuanto se penetrara
por el sitio estrecho, no tan estrecho como para que la desgracia no pasase. Los novillos no quieren. Parecen levantar la tapa del cielo con los cuernos y el bramido incipiente.
Los bueyes tampoco quieren, aunque ya les haya sucedido algo peor, que fue caer en el pozo de la nada. Las vacas
tampoco quieren. Aquel lamento triste que parece venir de
lejos en vez de salir de ellas dice que no quieren. Pero
comprenden que es peor la muerte de los novillos. Y entonces dejan alguna vez de quejarse para pasarles la lengua áspera sobre la piel. Sea lo que sea ese que está allí
delante, la caricia prosigue. Un novillo quiere escapar.
Látigo, forcejeo, gritos. Sol de verano sobre la rebeldía.
Del corral donde amontonaban las bestias, tres o cuatro
habían penetrado en la manguera por la presión del grupo. Fueron las primeras en conocerlo todo. Sucedió. Desde
la tabla lateral, el hombre arrojó el lazo. Ya conoce una lo
que es, por un secreto destino de prioridad que nunca se
hubiera imaginado llevar encima. Un silencio de piedra
detrás suyo. Solo se oía el grito y el jaleo de los hombres. El
10
enlazador, puesto en un pasadizo del costado, tiraba del
lazo. La vaca lechosa y tierna no hizo otra cosa que mirarlo. En sus ojos llenos de agua detenida no cabía nada más
sumiso. Pero lo otro no. Andar con sus propias patas, nunca. Entonces ellos, que parecían interpretarlo todo, la ataron a la mula y así, arrastrándola, la llevaron al brete. El
verdadero lugar estrecho donde se pasa de a uno. El sistema de la muerte se iba achicando para aumentar la agonía. Del amplio corral al angostamiento de la manguera.
Luego a la pesadilla del brete.
El desnucador, otra jerarquía, estaba armado de una chuza.
Y eso cayó de pronto, metiéndose hasta el mango, en la cerviz
indefensa. El grito enorme y el caer fulminado fue todo uno.
Ahora sí lo sabían los de afuera. Aquel grito es la revelación. No, quedarse allí, nunca. Se revuelven, pero están
tan apretados que no pueden dar el giro completo. Torna
el novillo a intentar lo de antes. Látigo, impotencia, calor
con moscas. El hambre no es nada. El sol no es nada. Los
tábanos sádicos y la sed no son nada. El haber pretendido
montar a la hembra por el camino de las tropas y no poderlo
a causa del continuo desplazamiento, tampoco había sido
nada. Se muge por lo que se ha oído, por ese grito que parece
subterráneo y que de pronto no se escucha más, como si lo hubiera engullido la tierra. Antes no sabían sino la vaguedad de la
muerte. Ahora saben la muerte entera, eso es todo.
Entretanto, allí está la vaca sobre la zorra en que ha de
ser conducida. La sangre había salido a borbotones, caliente y manteniendo el ritmo. Esa sangre del animal muerto
está todavía viva, le cae como una melena ardiente, inunda el suelo y parece seguir latiendo. Pero no es solamente
la sangre la realidad del pobre animal derribado. Su segundo de terror le aflojó las continencias elementales, y su
intestino, su vejiga, quedaron vacíos en el trance. Sucia,
humillando su recuerdo con todo aquello, va ahora sobre
la zorra que la transporta a la playa.
Otro. Trescientos, cuatrocientos por día. A éste, a los
demás que ya lo saben, hay que transportarlos al brete a
fuerza de picana.
Juan Gabriel la iba sintiendo en la propia espalda, con
el ritmo de una lanzadera que enhebrara el hilo doloroso
desde sus vértebras al espinazo común de los sacrificados.
En el centro, siguiendo la paralela mayor del rectángulo
de portland, quedó libre al fin el camino de zorras. A ambos lados, simétricamente como las camas de una sala de
hospital, fueron colocando las reses. Los desolladores estaban ya en pleno trabajo. Faena de jerarquía en el largo
proceso. Obligaba a ser diestro. Había que abrir el animal
y quitarle el cuero. Y el cuero no podía ser cortado.
La operación de desuelle dominaba la playa. El animal,
caliente aún como si estuviera vivo, era servido en la especie de bandeja de su piel abierta.
Juan Gabriel empezó a intuir que se acercaba el último acto
de la pesadilla.
Febrilmente, y como si oficiaran un rito, los hombres fueron abriendo entonces cada res. Aparecieron las entrañas.
Más sangre sobre el piso, por algo se trabajaba descalzo
en la playa. Luego vinieron los manteros, tomaron la carne sobre la cabeza y la llevaron a la mesa del charqueado.
Abrir la carne, cortarla, de modo que el salitre pueda entrar en lo más íntimo, ese era el rol de los charqueadores,
los príncipes del oficio. Luego, las piletas de la salmuera.
Pero la orgía de sal no había terminado. Mantas y postas
fueron extendidas finalmente en el suelo y alternadas con
capas salinas. Era la pila. La comprimieron, le pusieron
un gran peso encima... Tres días después –lo supo– sería
la pila vuelta. Una semana más tarde, los varales. El sol
enorme. La carne negra del proceso anterior tomó una
pátina gris, melancólica y luego blanca. Pero el tajo del
cuchillo iba a descubrir su corazón al rojo.
XII
E
stá claro que un domingo es un domingo. Como que
se hizo con el mismo fin con que se engendraron las
moscas del Cerro, alegrar a la pobre gente. Y a propósito, míster Bull no pudo avenirse con la compañía de
aquellas moscas pordioseras, precisamente porque él no
era de su clase. Cuanto más tornasoladas, ávidas y lustrosas, más asco les tenía. Él hubiera asegurado que eran
distintas a las americanas, aunque parecieran de la misma especie (American flay, ser educada, no insolente como
éstas).
Por un tiempo las moscas del Cerro se le rieron al ingeniero
Bull en las barbas, cayéndole por sorpresa en la taza del té,
ensuciándole la pechera y las tarjetas de visita con su vómito
minucioso. Es que habían planeado unirse en su contra hasta derribando sus propios prejuicios raciales. Las moscas
flacas y proletarias que se hinchan de cualquier comida. Las
verdes y opulentas del estiércol. Las felices que medran con
los cerdos. Las de la carne, siempre grávidas como mujeres
pobres. Las mosquitas aquellas alicortas, tan personales, de
las letrinas sin lavabo, y los tábanos, por fin, sádicos y
pasionales, cada grupo inventando su género de martirio
para míster Bull, sucediera lo que sucediera. Allí se veía bien
que eran moscas criollas, y además moscas del Cerro,
anarquistas puras, demasiado temerarias y sin programa
meditado con respecto a las consecuencias. Porque lo cierto
fue que gastaron ellas sus recursos, mientras el americano
parecía tener fondos inagotables. Las corrió del flamante frigorífico, las echó de su limpia casa mediante los tejidos metálicos en las ventanas.
Ese domingo cerró también la puerta alegremente como
tantos otros. Con la diferencia de que para él cerrar su
casa era dejar el orden y la limpieza dentro, pero quedan-
do las moscas afuera. Y desde luego que no los vio. Puesto
que tenían color de Cerro como ellas, y las mismas intenciones maléficas. Estaban sentados en una piedra del
campito de enfrente, sucios, barrigudos, con sus diez años
viejos, sus dientes cariados, el pelo seco y duro de las rodadas por tierra.
–Juná la fiambrera del gringo. ¿Vamo’a estropiársela?
La mirada remota que se echaron era la inteligencia de
la clase social contra su adversaria. Qué iba a sospechar
míster Bull lo de aquella guerra latente. Por otra parte, él
no hacía mal a nadie combatiendo las moscas. Al contrario, moscas infecciosas, transmisión de enfermedades, civilización saneando pueblos salvajes. La conciencia pura
del americano cerró la puerta. Justo a los dos primeros
pasos el hombre tropieza con una piedra, está a punto de
ir al suelo, pero no cae así no más, por algo hizo deportes
en el colegio. Eso sí, su cuello se ha puesto rojo. Sigue
andando. Sus pies comienzan a dominar la calle del Cerro, ya se podría decir que se está asimilando. No, mejor el
Cerro asimilar a míster Bull, adoptar cultura americana.
Que él vaya ahora a presenciar un partido de foot-ball es
una especie de claudicación, cierto. Pero también puede
ser otra cosa, que el Cerro tenga el honor de ver al ingeniero en el campo donde se enfrentan aquellos salvajes. El
«Germinal», el «Fortaleza». Tener cuidado con los nombres de estos teams. Pero no poder resistir deseo de ver
juego. Va recordando sus años verdes. Y casi llora puesto
que hasta un americano fuerte puede emocionarse. El aire
del Cerro está dorado y limpio. La gente saluda al «inglés»
con respeto. Es Míster, tieso pero educado. Él tiene un momento de felicidad. Quiere respirar aquel aire de domingo
con música de banda que viene desde el field. Y abre la
boca. Ah, pero se había olvidado. No tuvo tiempo de evitarlo. Una mosca suicida, la misma que había dicho «yo
acepto» en el congreso previo al ataque, se le entró derecho
al esófago, recorrió el túnel sombrío, llegó al estómago.
Quiso vomitarla, pero era tarde. No pudo saber siquiera
de qué clase sería ella, si verde o negra, o de las inmundas
alicortas.
–¡Goal!
Por lo menos vería el principio de la batalla. Sí, porque
un encuentro entre «Germinal» y «Fortaleza» no podía
ser sino eso, guerra. Solo él era paz, él y su casa limpia.
Trató de recordar lo que acababa de ocurrirle. Pero estómago americano producir antitoxinas suficientes para
destruir microbios del Cerro.
–¿Y nos hamacamos solos o llamamos al Piojo?
–No, al Piojo no, que es amigo del Colilla, que es hijo del
capataz. Vení, subite encima mío que yo te aguanto.
–Manyá el alambrecito verde. Pero está de duro...
–Metéle, hundile el fierro. No le tenemos que dejar una
sin agujero.
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–¿Y cuando llegue? Te juego un medio a que dice: moscas sucias entrando, moscas sucias cagando... Mirá, me
salió en verso la cosa.
–Callate, no me hagas reír que tengo el labio partido.
De todos modos, la mosca estaba ya adentro de míster
Bull como un gusano en el corazón de la pera. Todavía no
estaba muerta. Agonizaba lentamente en aquel lechoso mar
acídulo que ya no podía cruzar hacia la otra orilla. Pero
ella había elegido ser mosca al agua y tenía que conformarse. Él también debería conformarse con el accidente.
Ya se le olvidaría. Él sabe sus ventanas a salvo y eso no es
poco.
–¡Goal!
Por entonces ya se veía claramente la cosa. El cuadro de
las camisas rojinegras se había apuntado su tanto. Empate inicial. Míster Bull echó una mirada al público. No había alternativa. De la cancha en pie de guerra a la actitud
de los espectadores, todo aconsejaba retirarse. Pero no,
americano de Chicago ser audaz, y gustarle también jaleo.
Se quitó el sombrero. Era un acto sencillo, por el que no
tenía que pedir permiso a nadie. No hubo tiempo para
arrepentirse. Una mosca exuberante se le había prendido
en el casco con hambre y locura de beso sádico. Se frotó,
volvió a colocarse el panamá, pero sin apartar los ojos del
espectáculo, sin perder una palabra de aquella jerga que
trataba de ir asimilando.
.........................................................................................................
Empezó a no servir para nada la débil fuerza de la policía. Dos o tres piedras perdidas para ellos si continuaban
con pretensiones de mantener el orden. El tipo derribado
seguía en el suelo dramatizando la cosa. Míster Bull no
quitaba los ojos del árbitro esperando el desenlace violento. Exaltado por los recuerdos del colegio y el gangsterismo de su propia ciudad natal sentía bullir en su sangre un
goce morboso. Ahora comenzar jaleo, pensó. Pero debió
conocer lo que todavía no sabía de la famosa Tierra Purpúrea. Solamente en el Cerro. El jugador derribado se levantó del suelo con un cuchillo en la mano. Sí, había
llevado el naife en el cinto, por las dudas. El brillo del
12
acero a pleno sol acabó de soliviantar a la masa y arreciaron las piedras. Un bando corría en persecución del contrario. Rodadas, trenzas humanas de distinto color de
camisa, gritos, insultos, sables desenvainados. Una botella lanzada con otro destino fue a dar en el mismo centro
del bombo y lo deshizo.
De pronto, míster Bull cayó en la cuenta de que se había
quedado solo. Él estaba en una edad tierna de fruto maduro y problemas resueltos. Evocó sus ventanas cubiertas de
tejido fino. Luego se acordó de la mosca, pero ya sin asco.
Y siguió caminando plácidamente por la orilla del campo.
Se veía a lo lejos ondular la cola del tifón humano. En fin,
no era cosa suya. Out hands, Uncle Sam –dijo–. Todo sería
cuestión –siguió pensando– de mantenerse a la distancia.
XIX
Q
uedó en libertad a los dos días. Molido a palos,
pero libre. Salió de allí a la noche, el aire distinto
de las calles del Cerro, un aire fresco, de caricia
violenta. Se dejó llevar sin rumbo por las piernas entumecidas en el calabozo. Estaba débil y tenía en la cabeza una
sensación de flotador, de cosa desprendida de sí, pero que
le seguía como un globo cautivo. Cuánto le dolía la espalda, hijos de perra... Pero sus sensaciones más íntimas y
complejas estaban localizadas en otro sitio. Sentía el alma
como un órgano aparte, especie de segunda espalda magullada, cruzada de listas violáceas y sensibles. Cierto que
eran dos sufrimientos diferentes. De la espalda le brotaba
una necesidad de ungüento, de mano de mujer. Pero del
alma ultrajada subía una resistencia, un vaho salvaje de
protesta. Aquel exprimidor con que se la habían apretado,
preguntas y más preguntas: el tener que saberlo todo, hasta lo que jamás había pensado, el pretender que él, tan
luego él, delatara a los otros, y que en una misma noche
pudiera haber impreso clandestinamente, empapelado un
pueblo, alquitranado la pared de un americano,
adoctrinado a un grupo en la calle y a otro en la fábrica,
toda esa tortura le daba un dolor distinto al de sus huesos.
Pudiera ser que empezara a odiar desde entonces. Quizás
fuera el proceso. No sólo la rebeldía, sino también odio.
Mas no se dejó atrapar aún por el pensamiento. Bajó la
calle de la Comisaría. Al llegar a la plaza, tomó hacia el
sur. Estaba sintiendo nostalgia de calor humano, de amigos. Mecánicamente, buscó la calle Inglaterra, el viejo y
conocido camino del Frigorífico que tantas veces había
andado y desandado. La ruta semioscura dejaba a su izquierda las luces de los últimos negocios. El ferruginoso
cerco del Convento permitía ver, como a través de un encaje viejo, el callado edificio. Imaginó a las mujeres dormidas allí dentro, haciendo latir el silencio con su
imperceptible respiro, y casi anduvo en puntas de pies, a
pesar de su agnosticismo virulento.
A paso tardo, llegó al puente de la cañada. El viejo ombú
de siempre, la misma casa semiderruida. ¿Por qué todo
deberá cobrar en esa noche un sentido de símbolo? Nun-
ca, por ejemplo, había pensado en la dueña de aquella
casa con la sensibilidad aguda de entonces. La Señorita,
el clásico romance en la novela del pueblo, sus diez años
de amores, la muerte del novio. Luego, para siempre, su
actitud de ensoñación y de recuerdo. Y porque todas las
paredes tienen ahora una transparencia vítrea, la ve también como a las monjas dormir su noche liviana de latir
imperceptible. Ella ha dejado su delicada coquetería sobre
la mesa de noche. Y tiene desde ese momento los verdaderos años de su noviazgo a cadena perpetua. Le gustaría
verla sin la peluca, sin la cintilla de terciopelo negro en el
cuello, tocar su verdadera vejez, tierna y remota como un
cuento. Piensa de pronto en su propio romance, Lucila
transformada en la Señorita. Aprieta los puños, acelera el
paso. Luego se detiene en la cuesta para tomar aliento y
oye a su espalda una voz que quiere ser de mujer, pero que
va soltando de a poco su repertorio hombruno.
–Juan, ¿sos vos, morocho? Te largaron, ¿no?, los hijos de
puta...
–Sí, ya lo ves. Salí hace un rato.
Al volver a comunicarse con alguien le pareció retornar a
su humanidad perdida. Desde el día de la conferencia y la
tormenta culminatoria de sablazos, era como si se le hubiese
extraviado algo o lo tuvieran metido en un traje ajeno.
–Y... ¿vamos? –dijo ella sin deseo, por la costumbre del
oficio.
Qué pequeña y qué desvalida la vio a pesar de la invitación que quería sonar a audacia. Pero cómo se lo explicaría. La tomó por la barbilla, le miró el rostro a la escasa luz
de un farol. Todo estaba cansado, armoniosamente cansado en aquella cara joven y triste. Los ojos negros, la piel
mal pintada y el cabello rubio de teñido ordinario. Frente
a aquella mirada distinta a las demás, la muchacha soltó
la máscara. Despojada de la sonrisa profesional, el verdadero rostro no tenía consuelo. Juan Gabriel tomó su cabeza sin pensamiento y la apretó contra el pecho. La sentía
trascender a perfume barato mezclado con emanaciones
de tabaco fuerte y kerosene. Estaba impregnada del olor
del prostíbulo, era su portadora viviente. Y ahora sería
ella capaz de desear de verdad que él la acompañase. Se
acostaría a su lado, piensa, esperando. Lo dejaría empezar o no empezar, según lo que le diera en ganas. Oirían
juntos el mismo silencio serruchado por los dientes de alguna rata bajo el piso, contarían las mismas tablas del
techo, pondrían los ojos en los mismos agujeros dejados
por los clavos en la pared del cuarto. Quizás él le preguntara, bostezando, qué era aquella estampa con la rama seca
de olivo apretada entre el marco y el muro. ¿Y por qué San
Roque y no otro? Luego él la abrazaría finalmente, pero
para dormirse. Qué cansada estaba, qué ganas de dormir
alguna vez con un hombre.
Juan Gabriel estaba presintiendo el monólogo. Con la
cabeza de Marga en el pecho, volviendo a ser alguien y no
aquel desarraigado de sí que andaba en la noche, tuvo la
sensación de que su vida y la de la mujer habían cobrado
un nexo de humanidad sufriente. También era ella un torso magullado, un alma dolorida por la injusticia social,
un pobre desecho humano rodando Cerro abajo. ¿Cómo se
lo explicaría? Pero ella lo entendió. Lo sentía sobre su corazón que era como la réplica del suyo, sin las complicaciones de las malditas palabras.
–No vengás, si no te dejaron para eso. Pero mirá, yo quería explicarte algo –dijo de pronto sin que nadie se lo hubiese negado concretamente.
No pudo continuar. Era demasiada elocuencia para ella,
que nunca había hablado de cosas tan raras con nadie. Se
enredaría, pensó, no podría salir del atolladero. Su boca
estaba acostumbrada a otro estilo de diálogo más llano y
ordinario. Y él la dejó ir, la miró alejarse sobre sus tacos
torcidos que habían andado tanto por las calles sórdidas
y escarpadas del Cerro. Luego siguió él también andando.
Entraba ya en los dominios de la Compañía donde la calle
Italia se ahoga por la expansión del feudo. Remontó la
falda del Cerro. Las luces de la fábrica que tenía a su vista
no dejaron de impresionarlo. Era su mundo, y todo lo que
allí sucedía él lo tenía adentro como la parte más suya de
sus entrañas. No llevaba reloj, pero husmeó la hora en el
aire, en el brillo particular de las boyas. Y de pronto en la
terminación de uno de los turnos. Esperaría a los obreros
sin ser visto por ellos, pensó, colocado detrás del ombú
que cubre la primera pasarela. Sería esa una más entre las
emociones de aquella noche aguda llena de extraña sensibilidad para las cosas de siempre. M
Imágenes: Fructificador, Nelson Ramos (2004)
13
IMPRESIONES
Marosa Di Giorgio
14
E
n la vida cotidiana, aparente, y también
importante, fue Armonía Etchepare de
Henestrosa, educacionista y autora de libros de pedagogía.
En 1950 salta a la notoriedad y al desconcierto público, con su relato La mujer desnuda. Luego comienzan a aparecer otros cuentos y novelas, que la colocan en un sillón alto y seguro,
dentro de nuestras letras y las del mundo.
Muchas veces ha sido estudiada, investigada
en países extranjeros, sobre todo en Francia, la
Sorbona y otras universidades.
En 1966, Ángel Rama , su fervoroso admirador,
la ubica en Cien años de raros, con un cuento, «El
desvío», y dice de ella entre otras cosas: sorprende
por la audacia de sus temas, el extraño lirismo de
su ambiente y la riqueza de la escritura.
Luego, en dos tomos, siempre en Editorial
Arca, le publicó Todos los cuentos.
Algunas de sus novelas: De miedo en miedo, La
calle del viento norte, Un retrato para Dickens.
En Buenos Aires se demoran por razones económicas, editoriales, en la actualidad, en publicarle su larga obra Los elefantes no comen mandrágora. Faltan otros títulos, que, en este instante, escapan a nuestra memoria.
Armonía Somers habita un apartamento del Palacio Salvo, ese lugar clave de Montevideo, y su
ambiente hogareño es barroco y presidido por un
grande y blanco ángel. Ella habita, pues, la casa
del ángel. Pero, también, es la casa del demonio y
la mandrágora, la manzana del bien y del mal;
extiéndese hasta tornarse campo de despojos e
inauditos tulipanes y alacranes. Rara vez aparece
en público. La oímos decir, ha poco, que cree que
un escritor debe guardar su enigma, vivir en los
libros, sólo en los libros para sus lectores.
Tiene otra residencia a la orilla del mar, Villa
Somers, o Somersville, que nos dicen, es una gran
casa misteriosa, que sólo podría ser la casa de
Armonía Somers.
Como preámbulo a «El desvío», anota: «Se
trata de una historia vulgar. Pero yo la narro a
toda esta gente que está tirada conmigo sobre
la hierba donde se produjo el desvío y nos dejaron abandonados. En realidad, no parecen
oír ni desear nada. Yo insisto, sin embargo,
porque no puedo concebir que alguien no se
levante y grite lo que yo al caer. A pesar de lo
que me preguntaron en lugar de responderme.
Algo tan brutalmente definitivo como este aterrizaje sin tiempo».
Se ve un romance, que comenzó en un tiempo más o menos real. Empezaron a mirarse
entre los globos de colores que izaba un niño y
que ellos ayudaron a izar y así ambos parecían más bellos.
El ferrocarril y el viaje y el amor empiezan a
mostrar enseguida una condición desconocida.
Las palabras siguen siendo fuertes y veraces y
parecen estar demostrando lo cotidiano; es distinto todo aquí a la evocación, a la investigación
morosa y nostálgica de Felisberto. Sin embargo,
la extrañeza toma, a cada instante, más cuerpo,
y los pies comienzan a perder contacto con el
suelo, y las alas, que, seguramente, se despliegan, van por un aire enrarecido.
Las manzanas hacen, de algún modo, el objeto clave, la textura del cuento, en su bíblico significado, pero también podrían ser los frutos de
los valles de la muerte, Avalon, Apple, en las
nórdicas mitologías.
Pues, un cuento y canto, mordaz, iluso, de
amor y desamor, de gloria y fin, con gusto a manzanas, es «El desvío».
«Se nos entreveraban ya las cosas a través del
vidrio (pájaro con árbol, casa con jardín y gente,
cielo con humo y nada). Tuve por breves instantes la impresión de un rapto fuera de lo natural,
casi de desprendimiento».
«Los dejamos a todos boquiabiertos, agarrados al nombre real de las cosas con la cohesión
15
–
de un banco de ostras. Comer manzanas era para
nosotros la significación total del amor, y nos
capitalizábamos en su desgaste como si hubiésemos descubierto los trajes del verano».
«No será aquella la última palabra, sentí algo
sospechoso en el plexo solar, pero la seguí repitiendo sordamente –vida, vida– en cierto plan
de sospechas sobre la especie de trampa en que
pudiera haber caído».
«No me dejó ni agonizar. Percibí claramente
el ruido de cerrojo de la aguja al hacerse el desvío, trasmitido de los rieles a mi corazón como
un latido distinto. Y luego, mi caída violenta
sobre la maleza.
–¡Eh, dónde está la estación, donde venden
los pasajes de regreso! El número, si, aquí está,
en mi memoria, el número de aquella casa demolida.
Entonces, fue cuando oí, a la grupa del convoy que se alejaba de mí.
–¿Qué estación, qué regreso, qué casa …?
Todos los cuentos, dos volúmenes editados por
Arca cuando era conducida por Ángel Rama,
reúne la producción narrativa de Armonía
Somers desde 1953 a 1967, y creemos que la más
importante porción de su obra.
Se abre a nuestro conocimiento una planicie
insólita y erizada, donde todo crepita, provoca,
es cruel, sexual, doloroso y desconocido.
Hay un correrse de velos que dejan a la luz
desvíos y torturas, contracciones y abismos insondables del cielo y de la tierra.
El cuento primero del tomo primero se ha hecho célebre. Es «El derrumbamiento».
El argumento podría ser contado en muy pocas palabras: Un negro mísero, asesino por casualidad, se encuentra con la Virgen, la Inmaculada, y se produce una especie de diálogo y
16
sinfonía, un entresueño erótico y doloroso, que
se deshace con el fallecimiento del negro y de
todos los circunstantes.
El lenguaje es rotundo, diríamos realista, y
con él se va haciendo la golpeante historia.
La singulariza todo, el hecho de que el protagonista masculino sea un negro, un perseguido,
frente a la diáfana y segura Niña de los Cielos.
La contraposición y aproximación, a la vez,
las dos cosas, corren desde el principio al fin.
El negro descubre, esculpe a la Virgen, con
sus alucinadas pupilas y su lenguaje.
Anotamos el poemario que sale de la boca del
negro en porciones, repartido, por todo el tiempo del relato.
Virgencita, rosa blanca del cerco. Mi rosa sola,
ayuda al pobre negro que mató a ese bruto blanco, que hizo esa nadita hoy.
Mi rosa sola, mi corazón de almendra dulce,
rosa clara del huerto.
Rosita blanca. Dulce prenda.
Virgen blanca. Usté, rosita blanca del cerco.
Rosita sola asomada al cerco. Lirito claro.
Yo le inventé un canto dulce, robaré a las cañas todo lo que ellas dicen y lloran. Niña clara.
Niña de los pies de cera.
¡Vuélvase al plinto! Vuélvase, rosa dulce, vuélvase al sitio de las rosas claras.
–¿y cómo he de hacer yo, lirito dulce, para
fundir la cera?
Dulce perla sola.
Pies de gardenias. Dos gardenias vivas. Piernas de fina rosa.
Varas de la santa flor. Varas de jacinto tierno.
Muslos suaves, blandos como lagarto bajo un
sol de invierno.
Narciso de otro, huerto cerrado.
Pero el acontecer es terrible. Él es un misérrimo
ser con el alma inocente, en medio de una noche
de demonios, huyendo de él mismo, entra en la
casa de los deposeídos, donde hay un resto de
gasa, «movediza y obsesionante», se dice que
parece encarnar al viento, y a la locura.
Descubre a la Niña del cielo, que es en el principio una estatuita dulce, hecha de loza y rositas,
y luego, va tomando estatura, movimiento y voz,
y hace su descendimiento como una lágrima y
como una mujer y hace como una ofrenda de sí
misma, a lo más triste y desposeído de la tierra.
Sólo que está tejido en forma de atroz y perfumada romanza. En lacerante contrapunto.
El negro no llegará a invadir el capullo de
oro, porque lo que está viviendo es ya el ensueño de la muerte, del fin.
Antes del aniquilamiento de él y de todo lo
que le rodea, la Virgen desaparece: porque ella
es fina y clara como la media luna, apenas si
necesita una pequeña abertura para su fuga. Un
viento triste y lacio se la llevó en la noche.
El episodio de «La inmigrante», que también
podríamos denominar «Violeta de Parma», destaca un tema hasta ha poco prohibido, por lo
menos, en los ambientes sudamericanos coloniales.
Está ejecutado con gran fineza y halo poético.
Hay un ir y venir de cartas de madre a hijo, joven
madre, apenas cuarenta años, donde el segundo llega a enterarse, a destejer una trama apasionada y nostálgica de la vida de la primera.
El amor del hijo hacia la madre, con el complejo edípico, se traza en la arena, en forma de
oval línea que él dibuja en torno de su espléndida y sensitiva progenitora, como diciendo: NADIE PASARÁ.
Adentrado en el pretérito drama de amor de
ella por una niña veinteañera perfumada con
Violeta de Parma, y luego llamada así, el adoles-
cente se impacta, sube, y luego odia y desprecia
a quien se atreviera a marginar sentimentalmente a su madre, eligiendo la vulgaridad del casamiento.
Ese es el argumento que, creemos movió a escándalo al lector montevideano de la década del
cincuenta. Ahora, el cine, el teatro, libros, tratados de sico-sexología han puesto casi en claro
los hilos más íntimos de muchos enigmas.
Pero, como siempre, la anécdota, es cosa secundaria. Armonía Somers logra bellas páginas;
es un cuento algo más largo de lo común en ella,
y el estilo mantiene su elegancia, una gracia algo
oblicua, un perfume de… violeta de Parma.
Por ejemplo: quisiera verle una vez más. Pero
fuera de esta ciudad, lejos de aquí, en un weekend del otro mundo. ¿Dónde, dónde?
Veníamos desde un mundo viejo y achatado por
añadidura. En cambio de esa sordidez, a ella le
hubiera sido solo preciso un pequeño cesto en la
cadera para que aquel cuartucho miserable floreciese como un campo sembrado de tulipanes.
La alfombra desgastada como la misma tierra
que nos mecía la fue trayendo lentamente. Yo
miraba los pies de hueso largo, esos que parecen ir buscando el suelo como si danzaran a
cada paso. Pero aquellos pies eran el tallo que
sostenía la flor entera.
Una especie de sol anfibio empezó finalmente a colarse por las rendijas. Sin duda había cesado de llover, pero yo oía caer agua,
siempre más aguda. Entreabrí apenas la puerta que daba al exterior y la vi. Se desplomaba
del molino desbordado en una especie de cabellera líquida. Violeta, del color de su nombre, dormía boca arriba entre la realidad de
cuarto adentro y mis ojos sonámbulos que la
levantaban hasta el molino.
M
Imágenes: Una vertical, Nelson Ramos (1972)
17
IL CUORE: INTERLÓQUIO MILANÊS
1
à
consorte-cirurgia
do cirurgião que estuda
(anatomiza) o
coração das baleias (um raro
hobby lombardo)
pergunto de que cor
é o formidável
balênico
balordo?)
músculo cardial do
piramídeo monstro?
montanhosa mole
de carne congelada
que a alfândega libera
- estupefacta!
procedente do mais
interno fundo dos profundos
arcanos equóreos da noruega)
2
responde-me:vermelhoescuro tendendo para o roxo
colore nero viola
iodo vinho
tinto arrolhado en
frasco fosco
HAROLDO DE CAMPOS
(( estamos em milão:
chove sobre o chiostro verde
-grama
deste palazzo degli ucelli
via capuccio
número (talvez)
dezoito sulla destra) onde
se comemora o aniversário (cumpleanno)
refinadissimo do
padrone della casa
um party ao ar aberto
luz seral
no chiostro retangular
música em surdina
convivas chiacchierando
com toques pervasivos
de fellini))
18
5
3
concorde até
mesmo ( ex corde) – mas
o de moby dick
o da baleia branca que navega
- dogaresa
sereníssima –
na paz peliginosa de seus glaucos
domínios
o coração cetáceo da abadessa
do mar ato
este
sim – reitera a
só pode ser azul
cirurgia-assistente
puro pulsante
(cônjuge) toda charme
safira compulsa e celestina
e ciência
azur
roxo foncé
azurro
- não vermelho vivo
blau
escarlate berrante mas
sky blue
de um tinto carregado
batendo – desdenhoso
profundo-escuro-sanguinosa
do arpão colérico de ahab –
massa muscular agora
até remergulhando rebater
rígida que um dia palpitou subcontra a líquida pretidão onde
oceânica ou
já emersa do vórtice quando
afinal se engolfa
gigântea rege
o híbrico fluxo do
esguicho d’água
alto arremessando – contra o céu –
plúmbeo-translúcida
cúpula chuvosa do homéreo mar salinoquando (mamífero prodígio)
a arrogante bucaneira capitânea
se ejeta do centro aquoso
e já respira
4
roxo profundo o coração?
(eu aparteando)- pode ser –
do cachalote energumênico ou
o miocárdio (chi lo sà) da
orca feroz que exsurta
pavoneia o seu gáudio turbinoso
- o admito
19
PENSAR LA LITERATURA
SOBRE ALGUNAS
RELACIONES ENTRE
LITERATURA Y CIENCIA
Karlheinz Barck
20
L
a supuesta evidencia de que la ciencia literaria
(Literaturwissenschaft según la nomenclatura alemana) se define exclusivamente por su objeto, la literatura, que es representada y administrada (para no decir
secuestrada) por ella en su función disciplinaria o de una disciplina dentro de la
familia de las humanidades, ha sido
puesta bajo sospecha recientemente tanto por varios escritores y literatos como
por científicos clarividentes. Se ha mantenido, por ejemplo, «que la aparición
masiva del idiota-especialista (Fachidiot)
–inevitable consecuencia de la especialización en las ciencias– es una prueba de que la famosa tesis de las dos
culturas de C. P. Snow ha sido recuperada por las realidades». Por eso no
puede sorprender que Hans Magnus
Enzensberger escriba, en un
Postscriptum sobre poesía de la ciencia de su libro Elixires de la ciencia (Die
Elixiere der Wissenschaft, 2002): «que ya
no se puede hablar de un común horizonte cultural de las ciencias humanas y de las ciencias de la naturaleza –
para no hablar de las artes». ¿Significa este diagnóstico que volvemos a caer
en la trampa al tomar en serio el «fantasma de las dos culturas»? como sugirió Hubert Markl, presidente de la
Sociedad Max Planck, en un ensayo escrito para el semanario Der Spiegel con el
título Schnee von gestern (Nieves de antaño), título que jugaba con el conocido
refrán y el apellido de C. P. Snow, que
significa nieve (Schnee) en alemán.
El título del ensayo de H. M.
Enzensberger –Poesía de la ciencia– señala, pues, con su cambio de perspectiva hacia lo poético de/en las
ciencias de la naturaleza que el habla de la separación y de la oposición rigurosas de dos hemisferios
culturales es «un mito producido
por el discurso que refleja el modelo
de separación entre ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften en el
sentido de Wilhelm Dilthey, fundador, a finales del siglo XIX, de esta
nomenclatura hermenéutica) y ciencias de la naturaleza». Hace casi
un cuarto de siglo Roland Barthes,
en su discurso inaugural ante el
Collège de France, había prevenido
contra este mito, optando por otra
perspectiva al situar el problema de
la poesía (o de lo poético) en las ciencias en su justo sitio, que sería el de
un uso diferente del lenguaje:
«Il est de bon ton, aujourd'hui, de contester l'opposition des
sciences et des lettres, dans la mesure où des rapports de plus en
plus nombreux, soit de modèle, soit de méthode, relient ces deux
régions et en effacent souvent la frontière; et il est possible que
cette opposition apparaisse un jour comme
un mythe historique. Mais du point de vue
du langage, qui est le nôtre ici, cette
opposition est pertinente; ce qu'elle met en
regard n'est d'ailleurs pas forcément le réel
et la fantaisie, l'objectivité et la subjectivité,
le Vrai et le Beau, mais seulement des lieux
différents de parole. Selon le discours de la
science –ou selon un certain discours de la
science–, le savoir est un énoncé; dans
l'écriture, il est une énonciation».
[Es de buen gusto, hoy en día, discutir la oposición entre ciencias y letras, en la medida en que, sea como
modelo, sea como método, relaciones
cada vez más numerosas unen a esas
dos regiones, borrando a menudo la
frontera; y es posible que esta oposición aparezca un día como un mito
histórico. Pero desde el punto de vista del lenguaje, que es el nuestro aquí,
esta oposición es pertinente; lo que
pone a la vista no es, por otra parte,
forzosamente, lo real y la fantasía, la
objetividad y la subjetividad, lo Verdadero y lo Bello, sino solamente lugares
diferentes del habla. Según el discurso
de la ciencia –o según cierto discurso
de la ciencia–, el saber es un enunciado; en la escritura, es una enunciación.]
Con atraso, parece que también en
Alemania se está difundiendo la convicción de «en qué medida es
anacrónica la idea que las ciencias matemáticas y de la naturaleza, por un
lado, y las ciencias del espíritu, por
el otro, viven y operan en mundos
completamente distintos».
Las nuevas transgresiones de
fronteras entre literatura y ciencias
que Enzensberger destacaba –«a lo
mejor la literatura se está liberando
de su ingenuidad auto-inducida»–
son compartidas, en los últimos
veinte años, por especialistas de las
ciencias de la naturaleza. En general, sus opiniones pueden ser entendidas como variantes de una
visión que el sociólogo Paul
Feyerabend defendió a principios
de los años ochenta en su discurso,
en la Universidad Técnica de
Zurich, sobre las perspectivas de
una Ciencia como Arte. El contexto
21
de esta visión, en lo que se refiere a su dimensión teórica e
histórica, es un nuevo concepto de ciencia que pone en
cuestión el modelo tradicional de una racionalidad que
organiza el proceso de conocimiento según relaciones entre los objetivos (Zwecke) y los medios (Mittel) adecuados
para obtener aquellos objetivos (Zweck-Mittel-Rationalität).
A este modelo correspondía una idea de la objetividad
como «espina dorsal de la ciencia ortodoxa» que fue criticado por parte de representantes de una epistemología
evolutiva (evolutionäre Erkenntnistheorie), como por ejemplo, en el terreno de la microbiología, por Humberto
Maturana y Francisco Varela. Ellos y otros sostienen un
punto de vista participatorio.
Con este cambio de perspectivas el interés del conocimiento (Erkenntnisinteresse) se estuvo desplazando del saber sobre objetos hacia un saber sobre actividades
(Handlungen) en su ambiente histórico-cultural. Para caracterizar este cambio de perspectivas y esta reconstrucción (Umbau) en los medios de conocimiento cito como
ejemplo un pasaje del libro Entre le Temps et l'Eternité (1988),
escrito en común por Ilya Prigogine, premio Nobel de química en 1977, y la belga Isabelle Stengers, renombrada
filósofa e historiadora de las ciencias. Los dos autores
habían sido ya, diez años antes, con su libro La nouvelle
alliance (1979), los promotores de una nueva ciencia humana (o ciencia narrativa), orientada hacia las ciencias de
la naturaleza por una écoute poétique de la nature. En su
nuevo libro escribían:
«Longtemps, un idéal d'objectivité issu des sciences physiques
a dominé et divisé les sciences. Une science pour être digne de ce
titre, devait ‘définir son objet’, déterminer les variables en
fonction desquelles les comportements observés pourraient être
expliqués, voire prévus. Aujourd'hui, une nouvelle conception
de l'objectivité scientifique est en train de naître, qui met en
lumière le caractère complémentaire et non contradictoire des
22
sciences expérimentales, qui créent et manipulent leurs objets, et
des sciences narratives, qui ont pour problème les histoires qui se
construisent en créant leur propre sens».
[Durante largo tiempo, un ideal de objetividad basado
en las ciencias físicas dominó y dividió a las ciencias. Para
ser digna de tal título, la ciencia debía 'definir su objeto',
determinar las variables en función de las cuales los comportamientos observados podían ser explicados e, incluso, previstos. Hoy en día, está por nacer una nueva
concepción de la objetividad científica, que aclara el carácter complementario y no contradictorio de las ciencias
experimentales, que crean y manipulan sus objetos, y de
las ciencias narrativas, que tienen por problema las historias que se construyen creando su propio sentido.]
Refiriéndose a Paul Valéry quien, durante toda su vida
había considerado a la literatura/poesía como parte estética ineludible de las ciencias humanas, que pertenecen
«entièrement à la catégorie du savoir non vérifiable», Ilya
Prigogine hablaba a su vez de una poética de la ciencia
que los historiadores de las ciencias no deberían pasar
por alto. Esta advertencia ha sido escuchada en muchas
partes de la scientific community y hoy en día ya tenemos
estudios que analizan los terrenos fronterizos de una poética de las ciencias, de poetologías del saber o de las relaciones entre Science and Poetry. En el horizonte de estos
trabajos se está perfilando una cuestión (y una tarea) que
puede ser formulada así: ¿en qué medida literatura y ciencia, como modos de conocimiento (Erkenntnisweisen), se
distinguen y en qué medida se aproximan o son complementarios?
Por este camino llegaríamos a una visión no-mimética
de las relaciones entre literatura y ciencia, partiendo de
una doble distinción. En primer lugar, siguiendo a M.
Foucault, la distinción entre ciencia y saber (science et savoir)
y, en segundo lugar, la distinción entre literatura como
forma propia y particular de saber y ciencia literaria
(Literaturforschung). «Hasta ahora el interés de la ciencia
literaria (Literaturwissenschaft) por la historia de las ciencias iba primordialmente dirigido hacia los contenidos de
problemas científicos en la literatura en un sentido reducido: Goethe y la química de su tiempo, Robert Musil y la
psicología de las formas (Gestaltpsychologie), Thomas Mann
y la biología. Esta perspectiva puede, sin duda alguna,
contribuir al cultural approach de la historiografía de las
ciencias. Pero hay también otra dimensión que corresponde al doble sentido de la palabra (y del concepto)
Literaturforschung como genitivus objectivus y genitivus
subjectivus. Por lo tanto, alude a la investigación de la literatura como objeto y a la literatura misma como medio
especial de 'investigación', como experimento en el sentido de Rainer María Rilke, quien una vez escribió que el
trabajo del escritor es una praxis explorativa, un tipo de
experimentación que hace que los elementos de la vida
llegan a juntarse en pequeños tubos de ensayo
(Probiergläser) tal como se comportan en la rica inmensidad del ambiente exterior».
En la actualidad, este sería el desafío de un cultural
approach para la ciencia literaria que procure una nueva
actitud multidisciplinaria ante la Historia de las ciencias
(Wissenschaftsgeschichte). En esta dirección y en ese camino los científicos no estamos desprovistos por completo
de antecedentes y de huellas (traces), que un trabajo arqueológico puede descubrir o re-descubrir. Voy a señalar,
a título de ejemplo, dos campos de problemas que pueden
ser entendidos como escenarios (Schauplätze) y como configuraciones que indican cambios interculturales e
interactivos que forman parte, en buena medida, de
una cultura del saber (Wissenskultur); dos escenarios
donde la literatura y lo poético juegan el papel de figuras dramáticas.
1. Literatura como forma de saber
En 1928 Walter Benjamin describió su trabajo crítico a
partir de una temprana orientación hacia una ciencia
integrativa, que implicaba «ir al núcleo de la obra de arte
a través de una destrucción de la doctrina que considera
el arte como un territorio aislado. […] Tenemos que promover el proceso integrativo de la ciencia que, cada vez
más, está derrumbando los rígidos muros entre las disciplinas que caracterizaban al concepto de ciencia del siglo
pasado, para llegar a un análisis de la obra de arte entendiéndola como expresión de las tendencias religiosas, metafísicas, políticas y económicas de una época». Benjamin
ha realizado este programa en su obra, siguiendo ciertas
ideas del romanticismo alemán (deutsche Frühromantik),
ideas que Federico Schlegel, uno de sus promotores, oponía a la «separación afectada de la poesía y de la ciencia».
Desde este punto de vista, la diferenciación (Ausgliederung)
de la literatura respecto del conjunto de los saberes en
forma de literatura nacional (Nationalliteratur), que fue el modo
de su institucionalización académica a partir del siglo XIX,
se revela como una consecuencia del apartamiento
(Auseinanderdriften) de dos continentes enteros, el de la literatura y el de las ciencias, un proceso que se inició en Europa
en la época de la Ilustración (Aufklärung).
Un acontecimiento casi primordial de este apartamiento, de la separación de territorios del saber, es el debate
que tuvo lugar en Berlín, en el seno de la Academia
prusiana de ciencias y de bellas artes, en el año 1767, alrededor del tema de las relaciones entre ciencias y literatura/poesía. El iniciador del debate fué Paul-Jérémie Bitaubé,
partidario de d'Alembert y de los enciclopedistas franceses, traductor al francés de la Ilias y de Hermann y Dorotea
de Goethe, con un discurso acerca de La influencia de las
bellas artes sobre la filosofía (De l'influence des belles-lettres sur
la philosophie). El objetivo del discurso del señor Bitaubé
era introducir en la Academia de Berlín las posiciones de
la Ilustración francesa y de los filósofos parisinos en lo
que se refiere a lo que podemos llamar la literarización de
todos los saberes, conforme con el nuevo concepto de filosofía de los ilustrados en Francia. Este intento fracasó por
completo porque, en Berlín, los vientos soplaban desde
otras direcciones, sostenidos por el impulso del idealismo
alemán. Entre los oponentes de Bitaubé se destacó el matemático Johann Heinrich Lambert con el argumento de que
23
entre las ciencias sólidas (sciences solides) y las bellas letras
(Belles Lettres), noción que los alemanes traducían por
Schöne Wissenschaften (un concepto criticado más tarde por
Kant por ser una contradictio in adjecto), no puede haber
ninguna relación productiva.
Esta controversia berlinesa sigue ocupando a los
Aufklärer de ambos lados del Rin durante toda la segunda
parte del siglo dieciocho. En la configuración de los diferentes discursos que se refieren al tema de esta controversia se puede destacar algo, como una mancha ciega (blinden
Fleck) que sólo mucho más tarde se reveló como tal, cuando el concepto de literatura del idealismo alemán se
conmutaba de la función autónoma del autor a la de la
materialidad de las funciones del texto en sus contextos
circundantes. En resumen, se reconocía (según Roland
Barthes) que «la literatura transporta mucho saber»
o, como escribía Michel Foucault sobre André Breton,
que, al igual que Goethe, se trataba de un «escritor
del saber» (un écrivain du savoir).
2. La ficción como artificio de invención
Podemos considerar la ficción, lo fictivo y lo ficticio como
un vínculo poético privilegiado entre literatura y ciencia.
Hay toda una historia, olvidada (e inconsciente) durante
mucho tiempo, que nos revela esta relación. Desde que
Leibniz, en los Nouveaux essais sur l'entendement humain
(1704), bosquejó une nouvelle espèce de logique, refiriéndose
a los juegos de azar y al cálculo de las verosimilitudes,
que sería de mucha utilidad para el arte de la invención
(Erfindungskunst), «de grand usage pour perfectionner l'art
d'inventer», y desde que, casi doscientos años más tarde,
Hans Vaihinger, en su Philosophie des Als Ob (1878), diferenció las ficciones y las hipótesis como una «actividad
de la función lógica», es decir, como una lógica diferente
para «la solución de tareas difíciles» –desde estas y otras
reflexiones más hay una corriente subversiva que atraviesa el mainstream de los discursos sobre las relaciones incompatibles entre literatura y ciencia.
En el campo de los escritores y de los literatos se podría
reconstruir toda una arqueología de lo fictivo. Desde el
Quijote de Cervantes que encarna, como figura y como texto, un doble sentido del concepto de ficción porque se vuelve loco con la ficción pura de los libros de caballería
(representando, con esta locura, el medio y la forma de
una ficción muy moderna al mismo tiempo), hasta Jorge
Luis Borges. No en vano Borges nombró su colección de
relatos Ficciones (1944) y los entendió como una «escritura
de notas sobre libros imaginarios». Explícito, los situaba, en
la huella científica de Vaihinger, como un «juego dialéctico:
una Philosophie des Als Ob».
Lo que quería sugerir con estos ejemplos, en vista de
posibles interrelaciones entre literatura y ciencia, era la
visión de otra forma de historia literaria, que la configura como historia de la literatura como forma del saber.
24
En la cultura científica de Inglaterra, de Estados Unidos, de Francia y de Italia hay ya antecedentes para tal
historia, que en Alemania todavía queda por descubrir.
No olvidemos que Foucault había dicho de su arqueología del saber que era un libro atravesado por ficciones:
«Je n'ai jamais rien écrit que des fictions». Y no olvidemos,
tampoco, las reflexiones de algunos científicos sobre el
trabajo del inconsciente y de lo fictivo en el proceso de
conocimiento, sobre el que Albert Einstein, por ejemplo,
decía, en su discurso de 1936 en Oxford Sobre el método
de la física teórica: «Lo que aquí he descrito como idea
del carácter meramente ficticio de los fundamentos de
la teoría no era la opinión dominante en los siglos XVIII
y XIX. Pero gana cada vez más terreno por el hecho de
que la distancia intelectual entre los conceptos básicos
y las leyes fundamentales, por un lado, y las consecuencias que a partir de ahí deben ser puestas en relación
con nuestras experiencias, por otro lado, va creciendo
cada vez más, a la par con la unificación del edificio
lógico, es decir, en la medida que disminuyen los elementos conceptuales, independientes entre sí, que puedan sostener todo el edificio». En la misma dirección
van advertencias escritas a raíz de la Segunda Guerra
Mundial, como la de Werner Heisenberg sobre las consecuencias de un «adiós al mundo sensible e inmediato
en nuestro ambiente, que aceptaría la separación del
mundo en terrenos diferentes y que ya nos ha llevado
hacia una atomización de nuestra vida intelectual y
cultural».
¿Está la ciencia de la literatura (Literaturforschung) al
principio de un fin? Al fin de una era de las disciplinas y
de lo disciplinario y al fin del tiempo de Gutenberg, como
se preguntaba el escritor Siegfried Lenz en su ensayo Presunciones sobre el futuro de la literatura (1999). Es cierto que
el esplendor y la hybris de una formación cultural literaria
se han descolorido; ya no hay muchos que sigan creyendo
en un concepto enfático de literatura que excluye las dimensiones de la cultura técnica. Parece que hoy se está
actualizando y recuperando una idea de la literatura a
partir del viejo concepto de la technè, que reunía lo poético
y lo técnico en un solo concepto. Paul Valéry, pensando en
las huellas de Leonardo da Vinci, lo había configurado en
el año 1935, en su introducción a la nueva Encyclopédie
Française, que era un proyecto fomentado por el gobierno
del Frente Popular:
«Le mot ART a d'abord signifié manière de faire, et rien de
plus. Cette acceptation illimitée a disparu de l'usage».
[La palabra ARTE significó primero manera de hacer, y
nada más. Esta acepción ilimitada desapareció del uso.]
El canadiense Marshall McLuhan, por su lado y en el
mismo sentido, lo siguió a Valéry, después del fin de la
Segunda Guerra Mundial, con su propuesta de un:
«baedecker of contemporary arts, crafts and engineering seen
in a single vortex of interfused interests and activities».
[guía de las artes contemporáneas, artesanías e ingeniería vistas en un único vórtice de intereses y actividades
fusionadas]
Hace años el germanista de Stuttgart, Heinz Schlaffer,
dedicaba a esta tradición de lo poético de/en las ciencias
un libro –Poesía y Saber (Poesie und Wissen, 1990)– en el que
nos recordaba que, durante mucho tiempo, «la filología
había separado estrictamente la poesía y el saber, de manera que el ensayo serio de ir aproximándolas en la forma
y figura de una ciencia poética, va destacando las diferencias más significativas».
Para concluir, parece que la ciencia y la investigación
de la literatura están enfrentando la tarea de superar las
tradicionales divisiones de trabajo en el concepto de literatura, dejando atrás la invención de murallas chinas entre poesía y no-poesía (Benedetto Croce), prosa
comprometida y poesía autónoma (Jean-Paul Sartre), etc.
La ciencia de la literatura podría desarollarse, entonces,
con su competencia especial para las técnicas de
literarización (llamémoslas de estilo); como una de estas
sciences intermédiaires que Foucault visualizaba como mediadoras entre varias disciplinas en el ambiente histórico
del orden del saber.
Entre las actas fundadoras de una posible ciencia literaria como science intermédiaire, literaria y fictiva, podemos
recordar un texto que, al mismo tiempo, nos revela la longue
durée de las reflexiones sobre el lugar de la literatura en el
ambiente cultural y cotidiano de nuestra vida. Me refiero a
un texto clásico de la Weltliteratur, al Gargantua et Pantagruel
de Don François Rabelais, escrito durante el año 1534.
Texto, además, que nos trae la primera aparición de la
palabra encyclopédie en idioma francés. La novela se nos
revela allí como medio enciclopédico y depósito de «mucho saber», lo que quiere decir como medio y escena fictivos
de una transferencia de saberes. En el discurso de
Thaumast, que es un cargador de maravillas y un inventor, sobre las virtudes y la sabiduría de Panurgo podemos
leer, en el capítulo veinte del segundo libro:
«Vous avez veu comment son seul disciple me a contenté et
m'en a plus dict que n'en demandoys; d'abundant m'a ouvert et
ensemble solu d'aultres doubtes inestimables. En quoi je vous
puisse asseurer qu'il m'a ouverte le vrays puis et abisme de
encyclopédie, voire en une sorte que je ne pensoys trouver homme
qui en sceust les premiers éléments seulement: c'est quand nous
avons disputé par signes, sans dire mot ny demy. Mais à tant je
rédigerai par escript ce que avons dict et résolu, affin que l'on ne
pense que ce ayent esté mocqueries, et le feray imprimer à ce que
chacun y apreigne comme je ay faict».
[Usted ha visto como su único discípulo me ha satisfecho y me ha dicho más de lo que se le preguntó; en su
abundancia me ha abierto y solucionado también otras
dudas inestimables. Por lo que puedo asegurarle que me
ha abierto verdaderos pozos y abismos de enciclopedia,
incluso de forma que no pensaba yo encontrar hombre
que supiese siquiera los primeros elementos: es cuando
hemos discutido por señas, sin decir ni media palabra.
Pero en tanto redactaré por escrito lo que hemos dicho y
resuelto, a fin de que no se piense que han sido burlas, y lo
haré imprimir para que cada uno aprenda como yo lo he
hecho].
Fue a principios del siglo XX que la idea de Rabelais
entusiasmó al inventor de una nueva literatura
transdisciplinaria que imaginaba un colegio filosófico en
el que poetas, filósofos y científicos se juntasen para discurrir sobre «las ciencias inexactas». Se llamaba James
Joyce, que incluía esta nota en su ensayo Stephen Hero:
«–I suppose you know that Aristotle founded the science of
biology.
–I would not say a word against Aristotle for the world but I
think his spirit would hardly do itself justice in treating of the
‘inexact’ sciences.
–I wonder what Aristotle would have thought of you as a
poet?
–I'm damned if I would apologise to him at all. Let him examine me if he is able. Can you imagine a handsome lady saying
‘O, excuse me, my dear Aristotle, for being so beautiful’?»
[–Supongo que sabes que Aristóteles fundó la ciencia
de la biología.
–No diré al mundo ni una palabra contra Aristóteles,
pero pienso que su espíritu apenas se haría justicia tratando de las ciencias «inexactas».
–Me pregunto ¿que habría pensado Aristóteles de ti
como poeta?
–Que me condenen si le pidiera cualquier disculpa. Déjalo que me examine si es capaz. ¿Puedes imaginar a una
mujer hermosa diciendo «Oh, discúlpeme, mi querido
M
Aristóteles, por ser tan hermosa?»]
Imágenes: Dislocamiento, Nelson Ramos (1967)
25
EN NOMBRE DEL MAL
Leah Bonnín
26
P
epe se llevó la gamba recién pelada a los labios y, entre mordisco y mordisco, respondió.
–Pues sí, Lucía, escribo, o mejor dicho, reescribo. Historias de beatas y
ladrones, recreaciones de los cuentos
de arrieros que de pequeño le escuché
a mi padre –tragó los restos del crustáceo con avidez, los ojos fijos en ella.
Hay invención y fantasía, claro, pero
las anécdotas sólo me sirven para aderezar el argumento. Como en un romance, las historias se originan en la
oralidad y en ligeras referencias a algún suceso real. ¿Sabes? –cogió los cubiertos para pelar un langostino–,
ahora que dispongo de tiempo me dedico a recuperar la infancia. Parece
una ironía –dejó la pala de pescado y
el tenedor para desnudar el marisco
con las manos–, pero la jubilación me
permite entregarme a lo esencial de la
vida.
–¿Jubilado? –intervine con deseos
de meter baza en la conversación.–¿Y
cómo te lo has montado? Dime el secreto, que también a mí me gustaría
abandonarme a los placeres de un retiro anticipado.
–La verdad –interrumpió Lucía– es
que hubiera merecido la pena hacerte
caso y quedarnos en el restaurante del
paseo marítimo. Esta paella no tiene
mal sabor, pero es rara, está como
recocida.
Pepe había empezado a comer el
arroz mientras continuaba su cháchara culinaria, dirigiéndose a Lucía, sin
prestar en apariencia atención a mi
pregunta.
–Tengo el Mal –su mirada brillante
e intermitente se repartía en este momento entre la complicidad de Lucía
y el asombro que, supuestamente, iba
a causarme.
–¿Qué mal?
–El Mal, por antonomasia, el Mal
con mayúsculas. El Mal, querida.
–¡Anda ya!
Me sentí incómoda. Tosí e intenté
remover el arroz que se me había quedado atascado en la garganta.
–Menudo farol te estás marcando.
–¿Es que no se lo habías dicho antes, Lucía?
La rodaja de calamar resbaló en el
plato de Pepe, satisfecho por el efecto
que habían causado sus palabras.
–¡No! ¿Tú crees que yo tengo que ir
contando a todo el mundo algo tan
personal? –repuso ésta, que estaba
también peleándose con su calamar.
–Bueno, no sé. Pensé que le habías
hablado del asunto.
Me esforcé en disimular el terror
donde me había sumido la confesión
del amigo de Lucía. Era evidente que
había soltado la bomba en espera de
alguna reacción escandalizada y
mojigata.
–¿Lo tienes declarado o sólo los
anticuerpos?–acerté a preguntar.
–¡Qué anticuerpos ni que leches! –
reaccionó estimulado por la ocasión
que le brindaba para soltar toda su
amargura.
–La enfermedad, niña, la enfermedad. El Mal. Eme, a, ele. Mal. Según
definiciones del diccionario de la Academia, desgracia, calamidad, dolencia, enfermedad, influjo maléfico. Eres
libre, querida mía, elige la acepción
que menos te guste.
No le encontré la gracia al chiste.
Pepe hablaba como quien alardea de
una conquista mientras abordaba el
contenido de su plato de nuevo, llevándose a la boca una mezcla pastosa de arroz, guisantes y pimientos.
Insistí, no sé si por esnobismo o estupidez.
–¿Y te cuidas?
–Claro que me cuido. Aprendo canto, pinto y toco el piano. Me dedico a
todo lo que hubiera querido hacer desde la infancia. ¿No te da envidia? La
enfermedad es creativa. Antes moríamos de tuberculosis o de sífilis, ahora nos toca ese humor imperceptible
que va devorándonos por dentro hasta aniquilarnos. Pero prefiero hablar
de otro tema.
Lucía y Pepe continuaron su charla ajenos a los fantasmas que habían
hecho tambalear mi mente. Seguí comiendo por temor a alterar la fruición
con que mis amigos se habían entregado a la paella, pero sin dejar de observar las manchas premonitorias en
la piel del muerto. Porque Pepe, después de la confesión, se había convertido en un cadáver. ¿Y cómo debe uno
comportarse ante un cadáver viviente? No sabía qué hacer con el cúmulo
de vacilaciones que atenazaban mi
cabeza. Pero seguí tragando el arroz,
el acto de comer transformado en angustiosa penitencia.
El rostro de Pepe devino una obsesión, un imán, la fuente de todas las
sospechas. El color cetrino de su piel,
como el de las aceitunas podridas, no
indicaba nada bueno. ¿Y esas manchas rojizas en las sienes, acaso no
constituían un signo inequívoco del
avance del Mal? Sarcoma de Kapoczi,
seguro. Sus ojos desorbitados actuaban como imanes que me atraían
hacia el interior de Pepe, entre fascinada y temerosa del horror que, a buen
seguro, estaba desbaratando su vida.
Observé que no tenía ninguna herida
abierta, ni una costra ni la huella de
una raspadura por la que podrían
supurar sus fluidos infectados. Sólo
aquellas manchas en las sienes. Debía tranquilizarme. Estaba a salvo de
todo contagio. ¿O no? Nunca se sabe.
¿Cómo se atrevía a salir a la calle?
–¿Y tú? –Pepe me arrancó del pozo.
Perdona, pero si no me detienen puedo pasar horas y horas hablando de
mí mismo. Soy mi tema favorito. Lucía
me ha dicho que pintas.
–Emborrono lienzos –la voz me salió de la garganta como un eructo–,
tonterías que no interesan a nadie.
De la mirada de Pepe, ahora concentrada en mis palabras, emanó una extraña ternura, como la del que conociendo el final del camino se detiene a contemplar comprensivo los manotazos
torpes de quienes se creen a salvo de la
muerte. Me conmovió su extraordinario parecido con Andrés, mi ex-marido.
Un poco más delgado, quizás, y menos
emotivo que mi ex-marido. Su expresión
me abrazó entonces con una ternura
idéntica a la que me había abandonado
para correr en pos de unas hermosas
piernas venezolanas.
–A mí sí me interesan –repuso. ¿Por
qué no nos animamos mutuamente y
nos mostramos nuestras obras? ¿Qué
me vas a enseñar? A cambio de ver tus
lienzos, yo te dejaría leer mis poesías.
Siempre he escrito poesía. No sé por
qué, pero es donde mejor me siento,
engarzando sonidos y colores, como
los viejos simbolistas. Y cuentos para
niños, algún que otro cuento. Pero sobre todo poesía.
–No sé si un niño podría leer tus
cuentos, Pepe –intervino Lucía. Me
parecen un poco fuertes. Son hermosos, pero extraños. A veces, ni los mayores alcanzamos a comprender tus
fantasías.
–Ya volvemos a hablar de mí otra
vez. Me importa tu amiga. ¿Y tú? ¿Tú
que pintas? –insistió.
Nadie pinta nada, pensé. Me sentía fuera de combate. El Mal había des27
pertado todas mis cobardías y, junto
con ellas, la curiosidad, las ganas de
indagar en la vida de Pepe, de comprender por qué el Mal se había cebado en alguien, aparentemente, tan frágil como cualquiera de nosotros. ¿O
es que había una causa desconocida
que justificara la presencia del Mal en
el cuerpo de Pepe? La hipocondría
campaba a sus anchas, a flor de piel.
Tenía ganas de huir, de poner espacio
entre esa máscara de la muerte que era
Pepe y yo, como si pudiera vencer la
aprensión y el miedo levantándome
de la mesa, salir a la calle y correr hasta la playa. Pero también de saber.
–Yo –respondí abatida–, nada,
Pepe, ya te he dicho. Sólo soy una
aficionada.
–No me lo creo. Es imposible que
de tus manos sólo brote el silencio–
ironizó halagador mientras apuraba los últimos granos de arroz. Está
bien –prosiguió con tono condescendiente–, me confesaré. Quieres conocer, lo leo en tus ojos, cuál es mi misterio, qué escondo detrás de mi humor ácido. Tal vez estás pensando
que también tú estás contaminada.
Ya no queda nadie exento del influjo pernicioso del Mal. Todos tenemos
algún número para optar al premio
de esta rifa mortal. ¿Cuándo fue la
última vez que te acostaste con algún tipo? Pareces interesante; no te
deben faltar oportunidades ¿Tomaste las precauciones debidas? Follar
es peligroso, pero te gusta. Lo leo en
tus ojos. ¡Cuidado!
La repulsión luchaba contra la compasión, el miedo contra el afecto, el
asco contra el deseo de conocer.
–¿Pedimos postre y café? Al principio no me lo creí. ¿Por qué a mí? No
había ninguna razón para pensar que
el azar iba a suplir con la enfermedad
lo que no me había concedido en el
juego; porque yo era un gran jugador,
de los que vendían a la madre en una
noche, de los que salen desnudos al
final de la partida. Conocía perfectamente lo que podía sucederme; algunos de mis amigos seguían tratamiento. No temas, no entraré en detalles.
Este, como todos los ligados al placer,
es un mal que produce el efecto de un
símbolo, de un concepto.
Ni siquiera sé quién me contagió. O
tal vez sí, pero eso ¿qué importa ya?
Tras el diagnóstico, el peso de las tinieblas se desplomó sobre mí y con28
virtió mi vida en un monólogo breve y
terrible. Una noche de carnaval, en
este mismo pueblo, en la calle del pecado ¡qué ironía! Hace ocho años, toda
una marca de supervivencia, porque
nosotros, dejamos de ser personas
para devenir supervivientes de una
catástrofe muda y tenaz.
Él, no recuerdo su nombre, iba disfrazado de Arlequín. Muy joven. Vestía una chaqueta de rombos de colores caprichosamente mezclados, corta y ceñida, y unas mallas ajustadas.
Un antifaz negro le cubría el rostro
maquillado de blanco. Me llamó la
atención la soledad que se escondía
tras el rictus estúpido e insolente de
aquella ninfa masculina. Desde la acera veía sus contoneos alrededor de una
comparsa y, aunque inmediatamente
le atribuí movimientos dudosos, no me
pareció más amanerado que sus acompañantes. Detesto a las loquitas de
cualquier edad; me producen náuseas. Bajé a la calle y seguí a la comparsa y, entre empujones y golpes, me
hice un sitio a su lado.
No fue difícil. Parecía acostumbrado a que mordieran su anzuelo. Desde la ruptura con Ángel, la pareja más
duradera que he tenido, nadie me había atraído con tanta intensidad. No
lo sé describir con exactitud; ahora se
mezcla la máscara con la realidad
desmaquillada y desnuda de la primera madrugada. Al cabo de un rato
de corretear como un imbécil a su lado,
él aceptó mi presencia. Estaba sumamente excitado; pensé que me iba a
marear de deseo. El reía y acercaba las
manos hasta mi sexo, para alejarlas
inmediatamente. Así durante lo que
me pareció una eternidad. Hubiera
dado mi mano con tal de pasar una
noche con él. Di mucho más. La ley
del deseo, que es tan ciega como la de
la justicia, se impuso gracias al esplendor imaginado que ocultaba el disfraz.
El juego, en la casa que me habían
prestado mis amigos, empezó poco después de la madrugada del sábado y se
prolongó durante todo el fin de semana. Fui feliz; creo que él también lo fue.
Alcanzamos una fusión misteriosa,
innombrable. Una paradójica mezcla de
vacío y plenitud, que sólo conocía a través de mis lecturas de los místicos, se
hizo realidad en la unión de nuestros
cuerpos. Cada uno de nosotros diluido
en el otro. Me negaba a mí mismo para
llegar al conocimiento de él que era, a la
vez, yo. Dos Narcisos en uno. ¿Por qué
el deseo coquetea tan peligrosamente
con la muerte? No lo sé. No he hallado la respuesta ni creo que, a estas alturas, pueda encontrarla. Ni siquiera
sé dónde buscarla. Aunque doctor
Freud sabe mucho, le falta comprender la conexión entre cuerpo y alma
que se da en el acto sexual.
Nos despedimos el lunes por la mañana. No me dijo adónde iba; no me dejó
su dirección ni su número de teléfono.
Ni siquiera me besó. A mí tampoco me
pareció oportuno forzar un encuentro
que sabía no repetiría la química especial de aquellas dos noches.
No le guardo rencor. Cuando el
médico me comunicó el diagnóstico
quise vengarme del destino, y no de
él, porque ambos habíamos sido como
marionetas en sus manos. Por primera vez en mi vida, que a partir de entonces iba a ser, como para todos, no
te engañes, un largo puente hacia la
muerte, me sentí solo. Una soledad
mutilada y viscosa, parecida a la que
provoca el dolor sentado en las entradas de los templos de la India. Ya ves
que soy un hombre viajado, pero nada
me ha hecho comprender más al ser
humano como esa conciencia de muerte que te proporciona el Mal.
Cuando me miré en el espejo después del diagnóstico intuí que había
perdido para siempre algo esencial de
mi condición humana para adquirir,
no te extrañe, algo superior, divino, si
quieres. Aterrorizado rompí la luna;
el que yo había sido antes de la conciencia del Mal ya nunca podría reconocerse en los fragmentos que acechaban desde el suelo.
Su historia había dejado de interesarme. No obstante, una enfermiza
curiosidad por la muerte me esclavizaba a sus palabras, a esa nueva condición de dios que le había proporcionado la posesión del Mal. A partir del
episodio del espejo, prosiguió, una
fuerza indescriptible le había impulsado a reproducirse, a sobrevivir en el
Mal que podía inocular en los cuerpos de quienes se le acercaron en aquellos primeros momentos de rabia e
impotencia, pero también de plenitud,
prosiguió Pepe. Pensó que era el empuje de la muerte el responsable de la
codicia y el deseo de quienes, seguro,
se acercarían a él en busca de placer o
dinero. En una de aquellas noches
salió a tomar unas copas. Necesitaba
El grito, Nelson Ramos (1964)
encontrar a alguien en quien derramar
su desasosiego. Alguien sin nombre
en quien reproducirse, como había
sucedido con él. Dicen que cada uno
de ellos se lleva, al menos, a otro por
delante. Al fin y al cabo, pensó, no tenía ninguna razón para ser prudente.
Le fascinaba el poder que le otorgaba
la infección, la posibilidad de decidir
en silencio sobre la vida y la muerte
de otro. Fue de bar en bar durante varias horas, sin pensar en el trabajo que
debía realizar a primera hora de la
mañana del día siguiente. Al cabo de
tres o cuatro rondas se sintió algo
mareado, pero tan solo como al principio. En el quinto bar un pobre diablo se le acercó. El rostro ligeramente
maquillado contrastaba con la barba
hirsuta y las cejas depiladas del
travesti. Parecía una máscara hueca
con un par de agujeros dispuestos a
ser cubiertos por el resentimiento. Tenía los labios pintados de rojo. Quería
rollo por una noche, 'sin compromiso', así se lo dijo y Pepe sonrió. ¿De
verdad creía aquel desgraciado que
puede existir sexo sin compromisos?
Sintió asco, ganas de vomitar. No sabía si por el gesto repugnante del
travestí o por el deseo de destrucción
que lo impulsaba. Pagó rápidamente
y se lanzó a la calle. Por la mañana
fue incapaz de levantarse.
–El Mal te obliga a hurgar –siguió
sin quitarme la vista de encima– en los
recodos más escondidos de ti mismo.
Esclavo de la idea de sufrimiento nece-
sitas encontrar una razón a tanto despropósito. He deseado tantas veces ser
culpable. No he podido. Si hubiera sido
capaz de sentir culpa hubiera encontrado una justificación para ese leviatán
sanguinolento y tibio que me ha transfigurado la vida. Pero no tenía ni tengo
conciencia de pecado. Por el contrario,
me siento poderoso. Porque conozco.
¿No lo dice así en la Biblia? ¿No dice
que el conocimiento engendra dolor? Sé
que mi identidad física y mental ¿dónde situar las fronteras? ha cambiado, a
pesar de que las diferencias no sean todavía palpables. Tampoco soy el mismo para los demás; provoco pesadillas
en quienes conocen mi perturbación.
¿Crees que no me doy cuenta? Veo en
tus ojos la angustia que te provoca mi
enfermedad. Sabes que tú puedes ser yo;
cualquiera puede ser yo. Te espanta que
tus miedos desaparezcan tras el nombre de la enfermedad. Te quedarías sin
escudo, sin protección para la vida. Sucumbirías. No pierdas cuidado, no tengo la intención de tranquilizarte.
Algunas mañanas, todavía me
cuestiono y pienso sobre mi nueva
identidad. No sé quién soy ni dónde
están los límites de mi dominio o de
mi servidumbre. El Mal y yo nos hemos confundido en un único nombre.
Estar como a las puertas de la muerte
a diario es lo más extraordinario que
me ha ocurrido en la vida. Los espacios han perdido significado. Siento
que hoy puedo estar en mí y mañana
en ti y conformar un nosotros repara-
dor y complaciente. Los demás también parecen percibirlo así; lo noto en
las situaciones más comunes. ¿Te has
fijado cómo se comporta la gente en el
metro ante un apestado? Algo parecido ocurre cuando alguien se entera de
mi nueva condición.
Al escuchar las últimas palabras
intuí la catástrofe que se insinuaba
detrás de su rostro aparentemente
tranquilo. No pude soportar las palabras del Mal. No le amparaba ningún
derecho a hablar de nosotros; ningún
derecho a hacerme cómplice y partícipe del Mal. El Mal era suyo, única y
exclusivamente suyo. Y los problemas
existenciales que comportaba, también. No tenía ningún derecho a mezclarse en mis asuntos ni a involucrarse
en mi vida. Que me dejara en paz. Su
historia me hacía daño. Necesitaba
escapar. Salí a la calle aterrorizada;
necesitaba respirar. Sin una despedida ni una palabra de disculpa.
El sol empezaba a declinar. Los turistas paseaban con aire indolente;
algunos se detenían a mirar los escaparates. El olor de las barbacoas de
las terrazas se mezclaba con la brisa
salada del verano. El mundo no había
cambiado, pensé aliviada mientras
apresuraba el paso camino de la estación e ignoraba a aquellos dos esperpentos que me hacían señas desde
la puerta del restaurante y gritaban al
unísono.
–¡Regresa, querida! Te has olvidaM
do de pagar tu parte.
29
BOOKWORM DE LUXE
Te he cambiado por el bookworm de luxe;
en lugar de las cálidas noches desnudas
sorbiéndonos los sexos,
juego hasta el amanecer a formar palabras;
AMOR cien puntos.
OLVIDO quinientos
DESAMOR seiscientos
Caen las letras como la saliva caía en nuestros cuerpos
las fichas rojas anuncian un incendio que ya no es de nuestras vulvas
y drogo mi insomnio senil
con la musiquita del ordenador
como antes escuchaba en mi hombro
tu respiración.
Te he cambiado por el bookworm de luxe
y te aseguro, me va bien el cambio:
como las grandes catástrofes,
una vez que han pasado,
se siente dolor,
pero no miedo.
Extraña civilización ésta
en la cual a las dos de la mañana
de cualquier martes
de cualquier jueves
o domingo
dieciocho mil tipos y tipas
según los cálculos del ordenador
están enganchados a pasatiempos infantiles
(«disponga las figuras en sus huecos respectivos»)
cincuenta y seis mil a guerras de marcianitos
ochenta mil a simulacros de fútbol
en lugar de hacer el amor
Extraña civilización ésta
en la cual a las dos de la mañana
de cualquier martes
de cualquier jueves
o domingo
cientos de miles de personas
están circulando por la red
con mensajes abreviados
en lugar de tocarse
mamarse lamerse acariciarse.
Como un regreso a la infancia
Lugar que quizás nunca abandonaron.
30
CONSIDERANDO
CRISTINA PERI ROSSI
Teniendo en cuenta y considerando
el progresivo deshielo de los mares
el efecto invernadero
la veloz extinción de algunas especies de mamíferos
el hambre en África
las guerras religiosas en Oriente
el contagioso Sida
los cientos de miles de mujeres asesinadas
por sus hombres más cercanos
la infibulación de niñas y adolescentes
la caída del dólar
los sádicos que torturan niños
el turismo sexual en Tailandia
el numeroso grupo de dictadores en el mundo
el aumento de las mafias
el tráfico de órganos
CONTRA EL AMOR NADA PUEDE
el tráfico de armas
LA INEXISTENCIA DE LA AMADA
el tráfico de blancas
las matanzas y genocidios
Cuando consigo separarte a vos
el cáncer y los accidentes automovilísticos
de la fantasma a la que amo
me quedo más sola que nunca
el hecho de que tú y yo ya no follemos
¿cómo hacerle el amor a una fantasma?
es sencillamente irrelevante.
Y, especialmente, ¿cómo dormir
con la fantasma? ¿Cómo pasear con la fantasma?
¿Cómo matar a la fantasma?
¿Cómo vivir sin la fantasma?
La fantasma es intangible
inodora incolora incorpórea
inconsútil innombrable
por eso, de vez en cuando,
coloco a la fantasma sobre un cuerpo cualquiera
y entonces creo estar amando por fin
a la fantasma
pero siempre me equivoco
y al fin
me quedo sola
sola con la fantasma
es decir
más sola que nunca.
Una voz interior me grita:
mata de una vez a la fantasma.
Pero sé que no hay cuchillo que la mate
ni arma arrojadiza
ni veneno mortal
ni precipicio
Carezco de instrumento para matarla.
31
HEGEL PARA CLARINETE
Rafael Cippolini
32
"Al alba un rumor gruñe /
De la barba de los mil gritos /
La trompeta de barba muge /
Mañoso viejo maldito (...)"
Jean Dubuffet
"Aunque nuestra información es falsa,
no nos responsabilizamos por ella"
Erik Satie
os dos musicólogos desvariaban.
Alguien comenta: «a principios
de 1961, en pleno invierno, Asger
Jorn –sí, sí, el vikingo, el situacionista
danés que soportaba como pocos los berrinches y malhumores de Guy Debord–
se instaló en la casa de Dubuffet con su
trompeta y su violín. Se habían cruzado un par de veces en trasnoches organizadas por patafísicos –los dos eran
miembros del Collège: Jorn regenciaba
los eventos de marmitología vandálica
y Dubuffet, Trascendente Sátrapa, se
dedicaba a hacer de sí mismo y quién
sabe qué más. Éste había comprado un
magnetófono y grababa las improvisaciones y acumulaba decenas y decenas
de cintas. Ejecutaban muchos instrumentos que no tenían ni idea cómo tocar –se los facilitaba Alain Vian, que se
dedicaba al comercio de elementos musicales– en sesiones de hipnotismo despiadado. Estos brutos mezclaban y ensamblaban y regrababan durante días
y semanas y no tanto después hicieron
esa serie de discos que financió
Cardazzo: uno de estos fue aquel en que
Dubuffet declamó, absolutamente ebrio,
su poema ‘La flor de barba’. Se sentaba
frente a su piano y movía lentamente
las manos sobre el teclado, sin rozar siquiera las teclas. Parece que Cardazzo
cierta vez le preguntó: ‘¿y eso por qué?’
y Dubuffet le dijo: ‘eso, mon cher, eso fue
Madame Sati’».
L
Tibor Altmann es o era húngaro.
Nadie sabe cuándo llegó a Buenos
Aires ni cuando partió.
Pero fue patafísico y amigo de
patafísicos (de Albano Rodríguez,
Juan Esteban Fassio, del gordo Fassulo
y también de Jaime Rest) y a mediados
de los cincuenta manuscribió ese bre-
ve texto Hegel para clarinete Bis! Bis!
donde probaba que el Satie de
Dubuffet no era Erik sino su misteriosa hermana Olga, la misma que dijo:
«Mi hermano siempre fue difícil de
entender; ni siquiera parece que alguna vez haya sido perfectamente normal. Y era en realidad un espiritista
más que un verdadero místico».
Dubuffet escribe sobre su infancia en
El Havre, donde nació con el siglo: «(...)
Se encontraba también en el salón un
piano, ante el cual tenía la obligación
de hacer cada mañana ejercicios durante media hora antes de salir para el liceo. Al correr de los años le tomé gran
afición y le dediqué más tiempo.»
Treinta años antes, el viejo Nicolas
Fortin, nativo de El Havre, se había
hecho cargo de la vida de su sobrina
nieta, la hija de Jules Satie, cuando éste
enviudó. Erik, dos años mayor que su
hermana, había sido enviado como
pupilo al Collège de Honfleur.
Ucronías retrospectivas: el concepto de ucronía, investigación ficcional
de la Historia a partir de la modificación imaginaria de un hecho clave es
por definición invariablemente
prospectivo (pongamos a modo de
ejemplo otra vez el magno antecedente legado por Pascal, 1640): «Cromwell
estaba a punto de devastar toda la cristiandad; la Familia Real se hallaba
perdida, y la de él era poderosa; de no
ser por un granito de arena que se le
metió en su uréter...»
Así lo quiso Charles Renouvier, célebre neokantiano que en 1876 publicó su máquina de guerra contra el
determinismo historicista: «Ucronía.
La utopía en la historia. Bosquejo histórico apócrifo del desenvolvimiento
de la civilización europea no tal como
ha sido sino como habría podido ser».
Ahora ¿y si las líneas imaginarias
avanzan desde la modificación inexistente de un hecho clave, pero hacia
el pasado?
1919. Dubuffet: «A aquella edad
(18) estaba constantemente a la caza y
cualquier falda me inflamaba, sin tener no obstante más que amores efímeros. Tuve uno con Béatrice Hasting,
elegante inglesa, de la que estaba muy
enamorado: era la amante de
Modigliani. Me reprochaba mi forma
de comer porque pasaba el tenedor de
la mano izquierda, para cortar, a la
derecha para acercarlo a la boca.
Aprendí de ella el arte de extender con
el cuchillo una pequeña porción de
verduras sobre un bocado de carne
pinchada en el extremo del tenedor y
comer con la mano izquierda».
Tibor Altmann. Manuscrito de «Un
buen drama y a meditar: para un narciso». Leemos: «El jovato chocho le
serruchó la jarana: Olga había pasado un tiempo feliz en París –allá por
1887, cuando su hermano le dedicó el
ciclo de canciones que tituló Sylvie–
pero su tío abuelo la regresó a los tumbos a El Havre y la casó con PierreSperator Joseph-Lafosse –¿el médico
o el jardinero?– diez años antes de que
Jean venga al mundo. Olga tenía 23
años. Quedó viuda en otoño, justo
antes de dar a luz».
1923, 1924. Dubuffet: «Por la tarde,
tan pronto terminaba mis obligaciones, me apresuraba a reunirme con la
33
gentil esposa de Fernand Léger, con
la que mantenía un apasionado idilio. Era una relación consentida por
él. Incluso se dio el caso de presentarse en mi casa por la mañana y llevarnos croissants a la cama».
1924. Erik Satie, de 57 años, se harta de Cocteau, Poulenc y Auric tras los
escándalos de Montecarlo (se habla de
homosexualidad y opio). Escribe, entre febrero y mayo, el ballet Mercure con
Picasso.
Las mujeres de los artistas y la gastronomía. Los celos son directamente
proporcionales al sabor y las ucronías
retrospectivas también admiten los
paralelismos ¿por qué aquellos de El
Havre que quieren ser normales se
embarcan hacia Buenos Aires?
Los más bellos jardines de la Normandía y sus más respetables y
finiseculares diplomáticos provienen
de la familia Lafosse que, desde 1902,
nada saben de una pariente política
que renuncia a su pequeño hijo y parte hacia el fin del mundo.
El mismo año que nace Marlene
Dietrich, Paulette Darty, la reina del
vals lento, se interesa por Je te veux de
Satie. Olga y Erik ya nunca se verán.
1924. Dubuffet: «Cualquier panadero me parecía un poeta más auténtico
que los que llevaban ese título. Me vi
atascado en una vía muerta y, después
de unos meses de titubeos, decidí volver al punto de partida y dedicarme a
34
la vida práctica activa. Me había desembarazado de todos mis libros y cuadernos, había hecho trizas todas las pinturas excepto siete u ocho pequeños lienzos (...) Me resolví a partir a un lugar
lejano. Elegí Argentina porque allí vivía un hermano menor de mi madre un
poco descarriado (...) Aprendí español
con avidez durante el viaje en barco que
duró tres semanas con escalas en Dakar,
Montevideo y Río».
Cuando Dubuffet pisó Buenos Aires, Olga Satie-Lafosse (utilizó hasta
su muerte su apellido de casada) tenía 53 años y llevaba más de dos décadas ganándose la vida como profesora de piano. Era verano en Buenos
Aires. Poco después, su hermano Erik
escribe el «ballet instantanéiste» Relâche,
inspirado en un texto de Blaise
Cendrars. Muere el primero de julio
del año siguiente, adelantán-dosele en
23 años.
Eva García, Regente de Náutica
Epigea Consorte del Collège de
Pataphysique (y difusora de las ideas
de Dubuffet en Buenos Aires): «Hegel
para clarinete también era el título con
el que Tibor Altmann había bautizado una extraña milonga de su autoría.
Tibor se había hecho amigo de la Señora Paulina, vecina y amiga de
Madame Satie. Paulina fue quien le
contó que Madame Satie solía hablar
de un joven técnico de El Havre que
muchos años atrás la había visitado y
que poco después se había convertido
en un próspero traficante de vinos en
Les Halles. Tibor afirmaba que
Dubuffet, en realidad, había llegado a
la Argentina tras el misterio de
Madame Satie y fue inspirado por esta
hipótesis que escribió esa milonga».
Dubuffet en Buenos Aires: «Alquilé una habitación barata. Era pleno verano en aquel hemisferio, el calor era
sofocante y no tenía ropa ligera. Tras
unos días de ansiosa búsqueda me
contrataron para un trabajo que no
quería nadie, consistente en quitar el
óxido, a base de frotar, a estructuras
metálicas peligrosamente elevadas.
Conseguí encontrar a mi tío pero estaba en una situación difícil y no en condiciones de ayudarme. Le hacía gracia mi determinación de hacer cualquier cosa excepto trabajos de índole
artística, única cosa en su opinión de
la que sabía yo algo».
Poco se sabe de la milonga de Tibor
Altmann (Eva García solía tararear los
pocos fragmentos que recordaba) pero
parece que su intención fue el tremendo oxímoron de pensar melódicamente el arte bruto desde Satie o a
Satie desde el arte bruto. Nadie sabe
qué fue de Tibor Altmann. Solo se conservan sus cartas, sus papeles, algunos dibujos.
Tibor Altmann: Líneas imaginarias
que avanzan desde la modificación
imaginaria de un hecho clave, pero
hacia el pasado. Desistir, pero insistir. Sístole, pero diástole.
Los dos musicólogos siguen desvariando: «–La ucronía retrospectiva es,
por definición, arqueologizante. Cuando escuchamos una armonía tenemos
que ser conscientes de qué le estamos
haciendo a esa armonía. Escuchamos
Satie y escuchamos un tango al que se
le elongó el dos por cuatro. Eso es
Dubuffet, eso es el arte bruto. ¿Por qué
Satie debe ser siempre tan igual a las
escuchas que nos han enseñado de
Satie? Acabemos con la cultura asfixiante. Ahora escucho Satie y escucho un tango.
–Por suerte, ahora un tango no es
más un tango. Nuestro tango es
Dubuffet».
Dubuffet en Buenos Aires: «Me contrataron en una empresa de calefacciones para calcular las dimensiones
de los radiadores en función de diversos coeficientes dados. Utilizaba a
este fin una regla de cálculo y debía
completar los planos y sacar duplicados al trasluz. Mis comidas consistían
generalmente en barritas de pan. Por
las tardes, a solas en un café, pasaba
una hora o dos escuchando obsesivos
tangos. Al cabo de unos meses me pareció que mi educación con vistas a la
vida activa iba a ser muy lenta y azarosa en un país cuya lengua hablaba
mal (...) Después de otras tres semanas de travesía, se produjo el regreso
a la casa familiar, pero ya no era la de
poco antes».
Imposible que lo fuera.
Ucronía retrospectiva: con el regreso
de Jean Dubuffet a El Havre, el pasado
de Olga Satie-Lafosse en aquel sitio tampoco sería el que había sido. M
Imágenes: Sin título, Nelson Ramos (2004)
35
CAMAFEÍSMO
DEL INSULTO
EN EL '900
MONTEVIDEANO*
Herrera y Reissig y De las Carreras
intervienen en la polémica Ferrando-Papini
Aldo Mazzucchelli
36
E
l texto que aquí se transcribe y da a conocer fue, probablemente, una contribución desinteresada de Herrera
y Reissig –y de Roberto de las Carreras– a la agria
polémica entre Federico Ferrando1 y Guzmán Papini y
Zas,2 que culminó cuando, en un episodio casual, Horacio
Quiroga mata de un tiro a su íntimo amigo Ferrando, el 5 de
marzo de 1902. Tal polémica es bien conocida en medios
literarios en el Uruguay.3 Comenzó cuando Papini publicó
una silueta de Ferrando (o mejor dicho, cuando Ferrando se
atribuyó una silueta literaria publicada sin referente explícito por Papini), en La Tribuna Popular, el 26 de febrero de 1902.
La silueta, titulada «El hombre del caño», hacía sobre todo
caudal de la presunta falta de higiene del literato al que se
aludía. Al día siguiente, Ferrando se pone el sayo en El Tiempo, en donde publica una breve nota, en la cual explica que la
causa de haber sido atacado por Papini es que él había publicado antes algunas críticas a un libro de versos de aquel. En
un tono circunspecto y elegante le informa a Papini que cuando él quiera, está dispuesto a dirimir el asunto en el campo
del honor. Papini sube la apuesta, y aprovecha esa respuesta
para, el 1º de marzo, titular su siguiente artículo, con sorna,
«¡Apareció el del Caño!». En él adopta primero un tono de
chanza, insistiendo con la acusación de falta de higiene de
Ferrando, a quien identifica como «crítico» –dando quizá
pie así a la inferencia de causas que había hecho éste en su
nota del día 27. No obstante, ese estilo en apariencia liviano se vuelve sombrío al final, cuando Papini cambia
abruptamente a la amenaza, y escribe:
Para calmar las excitaciones nerviosas de esos enfermos, las píldoras de plomo del Dr. Smith Wesson son las recomendadas por
la experiencia. Esas píldoras se compran o se encuentran, si se
buscan.
Esa amenaza se volverá en trágica premonición cuando los acontecimientos se precipiten en los días subsiguientes. Ferrando, aparentemente motivado por la amenaza de Papini y por la perspectiva de un duelo que él
había apurado y veía ahora cercano, manda comprar un
arma de fuego, una pistola Laufaucheaux, y cuando
Horacio Quiroga vuelve de un viaje el día 5 de marzo y lo
visita para ponerse al tanto de estas últimas novedades,
sucede, a las 6:45 de la tarde, lo que la misma Tribuna Popular narra en su edición del 6:
Mientras Quiroga se ocupaba de inspeccionar el arma y cargarla a la vez, los hermanos Ferrando que se hallaban sentados en la
cama, observaban la operación. Quiroga se hallaba frente a
Ferrando y después de cargar el arma al cerrar los dos caños
para asegurarla se le escapó un tiro, hiriendo de tanta gravedad
al joven Federico Ferrando que dejó de existir casi instantáneamente. El proyectil le penetró por la boca y quedó incrustado en
el hueso occipital.
En la misma edición del periódico, en la columna adyacente, se recuerda que Prudencio Quiroga, el padre de
Horacio Quiroga, había muerto también en frente a su hijo,
por la descarga accidental de una escopeta de caza.
La participación de Herrera y Reissig y De las Carreras
La clave para apreciar la intervención de Herrera y
Reissig y De las Carreras en el episodio está en la segunda
contestación de Ferrando a Papini. Esa contestación, que
salió en el periódico El Trabajo el 4 de marzo, contiene una
serie de párrafos y referencias que revelan tal participación, y que muestran que Ferrando empleó el texto que hoy
transcribimos, de Herrera y Reissig, como fuente para esa
última, y por cierto violenta, respuesta.
Comienza Ferrando diciendo nuevamente que Papini
es un cobarde y que ha rechazado el enfrentamiento a duelo
que él dice haberle propuesto. Luego revela la presencia
de terceros que le arriman datos sobre su oponente: «Por
otra parte, los informes que me llueven a propósito de la
larga vida de este desventurado, se acuerdan magníficamente con este hecho culminante de su existencia miserable (…)» Pasa Ferrando entonces a recordar episodios de
cobardía, que habrían tenido como protagonista a Papini,
en el transcurso de «la revolución que concluyó en Piedras de Espinosa».4 Aquí está ya bebiendo directamente
del manuscrito herreriano, que dice:
En la última campaña revolucionaria de Piedras de Espinosa, el
Tirteo Guzmán Papini tuvo una figuración brillante, debajo de
las carretas, donde se le halló sin conocimiento, trémulo de espanto, clamando por la familia.
El segundo momento en que Ferrando parece refundir
la colaboración oculta de sus corresponsales Herrera y De
las Carreras, es en el siguiente párrafo. Publica Ferrando:
En este país, leer cualquier cosa que otros no lean pasa por ser
obra de talento. Guzmán leyó y plagió. Primero a Lugones, y
estos plagios pueden verse en las composiciones que publicó en
«La Revista Nacional»; después a Díaz Mirón, a Gutiérrez Nájera
y a Flores, luego a Balart, más tarde a Andrade, Zorrilla, Bécquer,
Vicente Medina, Herrera y Hobbes,5 Rueda, etc., etc., y ahora
plagia a Darío y vuelve a Rueda, lo cual es la agonía postrera, y
roba sus consonantes a los sonetos de Los Arrecifes de Coral.
Herrera había escrito:
[...] plagiario evidente de Olegario Andrade, Díaz Mirón, Manuel Flores, Leopoldo Lugones, Gutiérrez Nájera, Vicente Medina,
Herrera y Hobbes, Federico Balart, Quiroga, Zorrilla de San
Martín, Becquer, Ruben Darío, Almafuerte, Eliseo Ricardo
Gómez y cuanto poeta existe en América.
El concepto es el mismo, sólo el orden de los nombres se
ha alterado. Otras referencias comunes difícilmente sean
obra de la casualidad, como la mención al «colmillito» de
*
El texto se presenta como anticipación del Tratado de la imbecilidad del país según el sistema de Herbert Spencer, libro escrito por Julio Herrera y Reissig
entre 1900 y 1902, hasta ahora inédito, que se publicará próximamente, como resultado de una investigación llevada a cabo por Aldo Mazzucchelli a partir de
los manuscritos existentes en la Biblioteca Nacional del Uruguay.
37
Papini que hace Ferrando, que sigue la hecha al «colmillo
elefantino cascado por la blenorragia» por parte de Herrera,
o las referencias al mayor Isasmendi y el rol de ayudante
de Papini en sus aventuras amorosas, que están en ambos
textos; el párrafo criticando la variabilidad política de
Papini, la idea de que éste se ofreció como «camarero» al
Club «Vida Nueva», etc.
y Reissig. En cualquier caso, la tantas veces mentada colaboración entre Herrera y Reissig y De las Carreras tiene,
en estos fragmentos, una prueba difícil de rebatir. Estos
manuscritos demuestran que la colaboración llegó a niveles estrechos, con textos de puño y letra de ambos en una
misma hoja de papel, y con temas abordados por ambos
con un estilo más que similar.
Las semejanzas entre el texto de Herrera y el de Ferrando
son notorias y evidentes, y prueban la participación del primero en el texto del segundo.
La sospecha sobre esta colaboración en algunas diatribas
es un tema alguna vez mencionada por la crítica que se ha
ocupado con cierto detalle de estos dos personajes del '900.
De acuerdo con las investigaciones inéditas de Roberto
Ibáñez –quien apunta ya la posible participación de Herrera
y Reissig en la polémica Ferrando-Papini–, César Miranda,
cercano amigo de Herrera y Reissig, había afirmado que el
ataque de De las Carreras a Vasseur «fue escrito, parcial o
totalmente por Julio, pues Roberto se hallaba entonces deprimido y sin vena». A su vez, en la décima epigramática insertada en sus «Palabras del buen ladrón», con que Herrera
respondió en polémica con De las Carreras en 1906, describe
Herrera a su hasta entonces amigo Roberto como: «aquel
que requiriera –(exhausto por la derrota, chupado por el
vampiro de la fatalidad en sus naufragios morales, enfermo,
cálido del pensamiento)– mi salvavidas literario, esto es, páginas enteras que yo he cincelado y que él firmara».
***
Un párrafo merece, aquí, el rol de Roberto de las Carreras en el episodio. Durante nuestra investigación y transcripción de manuscritos en prosa inéditos de Herrera y
Reissig que se encuentran en la Colección particular de
ese autor en el Departamento de Investigaciones y Archivo Documental Literario de la Biblioteca Nacional en Montevideo, para la prevista publicación de su monumental
Tratado de la imbecilidad del país según el sistema de Herbert
Spencer, hemos encontrado un indicio claro de la misma,
que se encuentra en el verso de uno de los folios en los que,
en el recto, Herrera escribía su capítulo sobre «Etnología Medio Sociológico» del antes mencionado Tratado… En
esa hoja, con la caligrafía inconfundible de De las Carreras, hay escrito un párrafo, precedido por un número 2/,
lo que indica que se ha perdido la página anterior de este
texto. Ese párrafo es el siguiente:
El ignominioso poetastro Guzmán Papini y ¡Zás! (ex-repartidor de mercado…) modelo de asco… Versificador de una dulzonería repulsiva, ídolo de la plebe, adulador nacional, príncipe
del ripio, estólido, chato, palafrenero, [lamido] detritus social,
plagiario impávido y reconocido de Balart, Díaz Mirón,
Olegario Andrade, Vicente Medina (español), Gutiérrez Nájera
y cuanto poeta hay en Sudamérica. Cobarde, mandria, deshonra
de su sexo, insulto a la civilización, lacra de hombre, hijastro de
la Naturaleza, Triboulet, hambriento camaleón político, plebeyo, molusco repulsivo cuya catadura viscosa revela un abolengo
de carnicería.
Juan Francisco Piquet, un viveur, un bellaco, un rufián que ha
hecho la […] de los turisferarios.
A primera vista, el fragmento es muy similar a una serie
de pasajes en el texto completo que tenemos de Herrera y
Reissig, lo cual ya representa un problema. A éste, se agrega otra complicación en la última línea, pues en ella el
texto parece continuarse con una nueva sarta de insultos,
dirigida ésta a Juan Francisco Piquet. ¿Qué significaría tal
«continuado» de insultos literarios? ¿Escribió primero uno
de ellos –Herrera o De las Carreras– un «modelo» de diatriba, aplicado en serie a diferentes personajes, que luego
el otro desarrolló? ¿Se trata de un trabajo en común, que el
manuscrito herreriano resume? ¿Había en el texto contra
Papini escrito por De las Carreras una mención a Piquet?...
Como se verá en seguida, es probable que el creador de
este estilo sea, dentro del par al que nos referimos, Herrera
38
De ser cierto lo que afirman esos testigos directos, y lo
que el mismo Herrera indudable aunque indirectamente
señala, podríamos sugerir que el principal inspirador de
este estilo acumulativo de insultar en el '900 fue Julio
Herrera y Reissig, pese a que el único texto público que
expone tal estilo es uno que De las Carreras firma, en su
polémica con Álvaro Armando Vasseur de junio de 1901,
y que comienza «Armandito Vasseur a quien todos conocen en Buenos Aires por los deliciosos epítetos de Ovejita,
Cachila, Ovejita loca (Florencio Sánchez), Sulamita […]». Si
esta es marca del estilo herreriano, como sospechamos,
esta diatriba acumulativa firmada por De las Carreras vendría de aquellas páginas que Herrera y Reissig recuerda
haber «cincelado» a pedido de su amigo.
Roberto Bula Píriz, por su parte, ha afirmado que Herrera
había escrito este manuscrito de «El Payador…» contra
Papini en 1908, cuando Herrera «se disgustara» con éste.6
De ninguna manera puede, este manuscrito sobre el que hoy
escribimos, ser de 1908. Aparte de las coincidencias mostradas con el texto de Ferrando de 1902 y de la mención al levantamiento de Zenón de Tezanos en 1899 como «la última revolución» –lo que circunscribe temporalmente el texto como
anterior a 1904–, hay que agregar que, para 1908, el estilo
herreriano estaba, en público y en privado, alejado de aquel
arte del insulto que cultivó con cuidado de orfebre en los
primeros dos o tres años del siglo.
Sobre el ejercicio del camafeísmo del insulto
Estas polémicas plantean al lector al menos dos problemas, aparentemente de índole diferente, que creo sin embargo que, por virtud de la síntesis que obra la literatura,
se funden en uno solo. El primero de ellos es estético, el
segundo es, por así decirlo, moral. Comenzando por el
segundo, una de las impresiones que puede dejar el texto
es de –a veces intenso– desagrado. El hecho mismo de
acumular calificativos denigrantes, todos ellos de índole
personal y no conceptual o doctrinaria, puede apartar con
un gesto de rechazo o desdén a algunos lectores. Esa ha
sido la tónica con que alguna vez la crítica ha recuperado
estos textos, e incluso, por supuesto, una reacción común
en el momento mismo de su publicación –como lo testimonian breves notas que los periódicos a menudo publicaban deslindando responsabilidad con el tono de los
contendores. Se ha reprochado a estas polémicas literarias del '900 el haber sido, las más de las veces, de índole
«egocéntrica» y «personal», dejando de lado otras formas
de argumentación –otras formas de las que es muestra,
por ejemplo, la polémica de época cercana entre Pedro Díaz
y José Enrique Rodó.7 Es ese, especialmente, el reparo con
el que Emir Rodríguez Monegal las presenta en Número8
en la primera de las reediciones de piezas de parecido
tenor que se ensayará. Allí dice el crítico que la polémica
«como género literario no ha logrado desprenderse en
nuestro país de los vicios […] de una formación […] típicamente demagógica», y al lamentar que los polemistas hayan intentado siempre «causar el mayor daño posible al
adversario, entendiendo por tal a la persona y no a la posición intelectual de la misma», observa que «nunca se ha
atacado la substancia misma de la polémica».
Habría podido, quizá, observársele a Rodríguez
Monegal –quien se inclina aquí por el enfoque moral–,
que, en el caso que nos ocupa y en muchos otros, no hay
otra sustancia de la polémica que la consumación de la
propia estética, la exhibición del propio estilo, haciendo
uso para ello de la figura moral de alguien a quien, más o
menos ocasionalmente, se ha identificado como enemigo.
Las polémicas del '900 son torneos de estética verbal en
los que ganará no el que tiene más sólidos argumentos,
sino el que escribe mejor. Los rivales, simplemente, no están debatiendo en términos ideológicos, sino que compiten por el laurel de escritor más brillante. Sus calificativos
no están al servicio de la ética, sino de la estética.
Y este, el de la estética, es la otra cara del problema, y
permite desarrollar una mirada distinta. Para comenzar,
es casi ocioso decir que hay una deliberada voluntad de
estilo en estos textos. Ello es notorio para quien haya frecuentado más de una de estas polémicas, especialmente
aquellas en las que hayan intervenido Herrera y Reissig y
De las Carreras. En algunos textos de éstos, y muy
señaladamente en el que transcribimos hoy, se plantea con
coherencia una técnica que ambos eran muy conscientes
de estar desarrollando. Así consta en el también inédito
manuscrito «Prolegómenos de una epopeya crítica (A la
manera de Platón)», escrito en colaboración por ambos
entre 1901 y 1902, que comienza así:
Julio (galante): Has metodizado una carcajada.
Roberto (complicado): Has cincelado un insulto.
La comprensión que tienen los autores de su trabajo es
una que prioriza la risa y el estilo. La «técnica», como dicen,
está presente en las dos breves valoraciones que hacen uno
del otro. Esa técnica que «cincela», como dice De las Carreras, el insulto, volverá a ser mencionada enseguida:
Julio: Tu obra, tu burla orquestal es una ópera en prosa.
Roberto (ingenuo): ¿Como las de Flaubert…?
Julio (exaltado): Eres un camafeísta del insulto!
(…)
Roberto: Hemos insultado a la América del Sur, desde el Uruguay hasta el istmo de Panamá.
El texto contra Papini, ejemplo privilegiado de ese
camafeísmo, esta vez en manos de Herrera y Reissig, se
organiza en el recurso a la repetición, a la acumulación, al
catálogo. La acumulación es la mímica sonora de la decoración y el mobiliario del Novecientos, imita topológicamente a la tantas veces descrita tendencia a la superposición de diversidades propia de un espíritu finisecular
que ya estaba impuesto desde hacía un par de décadas en
Montevideo, y sobre el que Herrera y Reissig se eleva para
usarlo, al tiempo que juega, ya consciente de él, con él.
Sobre esa estrategia general, una estructura en bloques
temáticos, con sus crescendos y sus remates, con una hábil
alternancia de insultos hechos de imágenes complejas, que
luego son aliviados por ametralladoras de epítetos, cada
uno de éstos, una sola palabra.
Capítulo aparte, que no se puede desarrollar aquí, es el
trasfondo ideológico y la cosmovisión que emplea Herrera
para edificar la catacumba de sus insultos. Y por cierto, la
identificación de la patología, de la «enfermedad», amparada en el arsenal de definiciones que la «ciencia» proveía
por entonces, es criterio central para delimitar los territorios valorativos de esta prosa. El punto de convergencia
entre las nociones de «patología», «sexo» y «raza» que
sugiere Gilman9 se realiza en estos textos de Herrera y
Reissig de modo frondoso y ejemplar.
La búsqueda de los sonidos precisos para permitir el
fluir de esa repetición –una especie de sórdida ametralladora verbal que no deja respiro al lector en su operación
de asimilación de calificativos–, junto al hallazgo repetido de metáforas e imágenes, a cuál más original y a menudo graciosa per se –además de ser de interés para la historia cultural como catálogo terminológico–, van construyendo un tejido que, por obra y gracia de ese efecto estético, termina quizá conspirando contra el efecto «moral»
del que hablábamos primero.
El lector, rechazado o abrumado primero por la catadura de los insultos, no tardará en empezar a disfrutarlos en
su seguidilla que genera un efecto narcótico, residual, humorístico y musical a la vez.
En lugar de acentuar la gravedad de los cargos levantados, la literatura empieza a tomar preeminencia sobre ellos,
la estética comienza a torcerle el cuello a la ética. La risa
ocupa el lugar de la seca descalificación, la relativiza,
difuminando en algo la referencia personal. Después de
leer un par de estas sartas de insultos, uno empieza a tener la sospecha de que el insultado es menos importante
que los insultos, y que la misma técnica se aplicaría a cual39
quier «enemigo» literario de turno.10 Y cuando uno sabe,
además, que esos enemigos han ido cambiando, y que con
ellos a menudo los camafeístas restablecerán relaciones –
las habían cultivado también antes– en poco tiempo, entonces se ve que el nivel de profundidad y seriedad ética
de estos cargos que se levantan, para el caso, contra Papini,
no calan tan hondo como el deseo de consumar la maestría en una especie de sub-género literario que, en su construcción en complicadas volutas de sonido e imagen, no
es ajeno a la estética modernista en general. Como muestra de lo afirmado recién, cabe recordar aquí que Herrera y
Reissig y Papini y Zas habían cultivado relaciones cordiales en los años anteriores. El 30 de julio de 1898, Papini
publica en La Razón su poema «Tierra y Luz», que dedica
«Para Julio Herrera y Reissig». A su vez, el 1º de setiembre
en El Uruguay Ilustrado, Herrera y Reissig publica «Nieve
floral», con una dedicatoria «A Guzmán Papini y Zas».
En años que siguen a este desgraciado incidente se los
encontrará de nuevo en correctas relaciones.
En suma, la voluntad estética, más que el encono personal, resulta un punto clave en todo este «camafeísmo» metáfora descriptiva de estos textos que luce maravillosamente elegida por sus propios agentes. Además de las legítimas prevenciones morales que pueda despertar, alerta
al lector acerca del lugar que la risa tuvo en la visión de su
rol como escritores a nivel público en estos, los primeros
intelectuales y artistas a la vez que se plantearon, en el
Uruguay, actuar como literatos sin poner la pluma al servicio de una causa política de momento.
Herrera y Reissig lo advertía en su Tratado de la imbecilidad…, donde anota:
[…] lo que yo escribo en estos momentos es tan hijo de la risa
como de la ciencia. Bien que Voltaire haya dicho de la risa que es
una ciencia burlona…. Por otra parte mis constataciones son
hipótesis de hipótesis como dijo el filosofo, y esto te servirá de
consuelo, lector bizantino […]
A continuación, nuestra transcripción de la diatriba
contra Papini y Zas escrita por Herrera y Reissig, con probable colaboración de De las Carreras, insumo de Ferrando
en la polémica que apuraría el fin de sus días.
40
El Payador Guzmán Papini y ¡Zás!
(que pudo llamarse Apolo)
E
l conocido por los nombres de lagarto viejo,
concubinato, por seis vintenes, condón gastado, el
varioloso metrómano, el inspirado imbécil, el pollino
trilingüe, el crédito de la estupidez montevideana, el
derrengado chacuero, el repelente plagio de hombre, el
espermatozoide atáxico, el fenómeno conyugal, la
reencarnación de Bertoldino, el atentado a la virilidad, la
caricatura de Cuasimodo, el curculio del chapatal, el
microcosmos de bellaquería, el babuino masturbador, el
bagazo diarreico, el descrédito de los apellidos terminados
en ini, el badulaque de los arrabales, el patentado tilingo, el
bodrio mantecoso, el desperdicio de los contubernios, el
cacófago, el bandullo, la bazofia, la excrecencia de los
conventillos, el miserable cuartago, la cagarruta humana, el
estantigua de carnestolenda, la hidra de las zahúrdas de
inquilinato, el ludibrio de su sexo, el calabacinate de la
chusma, el camastrón indigno, el muérdago de la calle
Santa Teresa, la carcoma de los cuchitriles, el cobijero
profesional, el mito pringoso, el villano, la escolta de la
mulatería entronizada, el arquetipo de la miseria, la cábala
de la imbecilidad triunfante, el bípedo deformado cuya
burlesca humanidad, orgullo teratológico, debiera ser
contratada por algún museo del Viejo Mundo, el
abanderado hipócrita, el conductor esotérico de todas las
infecciones, el pólipo de su raza, el hervidero de microbios
internacionales, cuyas emanaciones se recomiendan para
estornudar, el pasivo de los tipógrafos de la Tribuna Popular
en el Reducto desde su infancia, donde fue varias veces
apresado por vicios hermafrodíticos en la vía pública, el
cocotte de los creófagos nocturnos que duermen en los
bancos de la plaza Independencia, el ex-favorito del
cocinero del restaurant Papini (que perteneció a su abuelo),
el desgonzado, el desvencijado, el resquebrajado, el
pateado, el gonorreico, el bisexual Guzmán Papini (alias el
impoluto), ex despachante de carnicería, nacido según
declaraciones de varios parientes a la intemperie en una
barraca del camino de Millán, de estirpe inmigratoria,
quintaesencia del guarangaje, maricón hidrófobo, rata
intoxicada, adulador misérrimo, falsario célebre, insultado
hasta por los reos, hambriento de empleomanía; famoso
por sus apetitos de gato cachondo en el Café de la Unión
(Calle Yerbal), mucamo del club Vida Nueva, antiguo
caftén del Reducto, de quien se ríen en la propia cara las
Maritornes de Montevideo; cuyo retrato sirve de mofa en
las redacciones de «La Mosca» y del «Quijote», Guzmán
Papini, que debiera hallarse en la Casa de Aislamiento,
foco vivo de epidemia, que se lava por capricho y eso tan
sólo el día de su cumpleaños; Guzmán Papini, el famoso
tercero que le buscaba las queridas a Isasmendi, el
laureado payador de esta comarca, se ha vuelto loco (lo que
es raro, porque jamás un imbécil se vuelve loco) como lo
prueba el haberse atrevido a manosear mi augusta furia, a
morder mi cauda de intelectual con su colmillo elefantino
cascado por la blenorragia, a roer villanamente con sus
uñas enlutadas de minero carbonífero la higiénica
excelencia de mi gusto estético.
Guzmán Papini, que antes de ser alienado tenía la
enfermedad en potencia (traslado a Spinoza), es un
isquemiado común, un macrobio deletéreo, un anormal
inferior en el cual el psiquiatra hallaría enormemente
desarrollada la protuberancia del idiota. Es un acorchado
megalómano, un Musolino plebeyo de la literatura
bandolera, un chalán del contrabando artístico, un
buharro, un murciélago de biblioteca, un salteador de
libros, un ladrón alevoso de metáforas, plagiario evidente
de Olegario Andrade, Díaz Mirón, Manuel Flores,
Leopoldo Lugones, Gutiérrez Nájera, Vicente Medina,
Herrera y Hobbes, Federico Balart, Quiroga, Zorrilla de San
Martín, Becquer, 11 Ruben Darío, Almafuerte, Eliseo
Ricardo Gómez y cuanto poeta existe en América. Usa este
efebo imprentil, en sus payadas ridículas, de una
dulzonería de melón criollo y de licor de rosa. Su sentido
filarmónico es el de un lagarto; sus estrofas lunancas,
despernadas, desfondadas, detríticas, tartamudas, asmáticas
son un empedrado de trivialidad soporífera, un babeo de
reminiscencias. Dijéranse cachuchas antieufónicas,
zipizapes de disonancias, coheterías de necedades con
puntos admirativos, cumbres arrítmicas, macabras
polimétricas, ensaladas de consonantes que dan jaqueca al
sensorio, que dislocan hasta el organismo. Es un
versificador ripioso, insustancial, bobático, incoloro,
parvífico, afeminado, vacuo que se cae de necio, deshonra
de la rima, que hace milagros de imbecilidad!
Sus masturbaciones psíquicas, sus versos de una
guaranguería de extramuros, son inferiores a los que llevan
en su vientre los confites más ordinarios. El horror
inofensivo que me ha inspirado siempre este cleptómano
con su vaciedad oscura me recuerda el que según la vieja
filosofía tiene la naturaleza por el vacío.
Mi orgullo de aristócrata me obliga a sonreír desde mi
pedestal del origen terroso de esta canalla del sub-suelo,
cuya falta de inteligencia débese atribuir a la pobre savia
genealógica que da limosna a sus células. La pseuda
intelectualidad de este muchacho es un cachivacherío de
fósiles, es un pugilato de lecturas indigestadas que claman
por un laxante. En las circunvoluciones laberínticas de su
cerebro deforme cruzado de tubérculos, una muchedumbre
de gérmenes morbosos determinan los desentones de su
acordeón de microcéfalo. Si como dice Lombroso la Ciencia
41
Moderna está llamada a dar celebridad histórica a los más
eximios idiotas de la intelectomanía, los uruguayos se
deben enorgullecer ante la idea de que el coplero de la
Tribuna, Guzmán Papini, hará inmortal al país.
A lo dicho hay que agregar que Guzmán Papini es un
mirasol político, un malandrín, un fullero, un adulador a
intervalos de Herrera, Tajes, Batlle, Cuestas, Ricardo
Estévez, etc; un gusano pegajoso que se adhiere al árbol
que le da más frutos; un cuzco despreciable de la vanidad
criolla, manejado a patadas por Don Alberto Zorrilla,
quien como es notorio le ha hecho salir callos en las
posaderas; es un lacayo servil, un lamedor baboso de Petit,
Ferreira y José Rodó, que se vende a bajo precio, cuyo sueño
ha sido siempre llegar a ser diputado.
Es una hipérbole de cobardía; un absoluto de miseria;
una Epopeya de ridículo. Es el compendio encarnado de
mi famoso libro de la Imbecilidad del País, que saldrá a luz
1 - Ferrando, Federico (1877-1902). Nacido en Salto, fue un activo
animador de la cultura literaria urbana del '900, tanto en Salto como
en Montevideo. Colaboró en varios medios de prensa, y especialmente
en La Alborada –en la que, con seudónimo, firmó una divertida columna
de crítica de la cultura–, también en El Imparcial de Salto, en Rojo y
Blanco de Montevideo, y en El Porteño de Buenos Aires. Dio a conocer
algunos poemas y relatos. Su figura está ligada a la de Quiroga en la
muerte, como lo había estado en vida, habiendo sido un constante
amigo e interlocutor de aquel, e integrado el Consistorio del Gay
Saber. En 1969 se publicó, por parte de la Biblioteca Nacional, una
selección de algunos de sus textos, y otra de sus artículos políticos,
pero es figura que podría dar motivo a estudios más completos.
2 - Papini y Zás, Guzmán. (1878-1961) Poeta, comediógrafo, orador,
también cultivó la narración y el ensayo. Nacido en el Reducto,
Montevideo. Comenzó publicando poemas en estilo romántico, como
«La novia muerta» (Dornaleche y Reyes, 1898), «Poesía para España»
(1898), y «En la reja» (1899), entre otros. Tardíamente, como hizo
notar Ángel Rama a su muerte («Guzmán Papini, el modernismo a
destiempo», en Marcha, 2-6-61), se adhirió al estilo modernista, con
«Tumulto de esplendores» (circa 1920), y «El pastor de su estrella»
(1940). Entre sus obras teatrales se encuentran «El Último Don Juan»,
drama en verso; «El Triunfo del Jardín»; «Los Padres», «El Ensueño»,
comedieta en verso; y otras. Editó, en varios folletos, alguno de sus
discursos. Entre estos folletos pueden citarse «Alas» y «Cumbres»
y los que comprenden oraciones políticas pronunciadas en
solemnidades cívicas. Fue Oficial 1º de la Jefatura Política del
Departamento de Rio Negro, y en el año 1908 desempeñó el cargo de
Secretario General de la Administración General de Correos Telégrafos
y Teléfonos. También ocupó cargos de gobierno durante el período
de gobierno de Gabriel Terra (1933-1938).
3 - Esta y otra polémica literaria importante en esos años (la que
mantuvieron Álvaro Armando Vasseur y Roberto de las Carreras)
42
próximamente. En la última campaña revolucionaria de
Piedras de Espinosa, el Tirteo Guzmán Papini tuvo una
figuración brillante, debajo de las carretas, donde se le
halló sin conocimiento, trémulo de espanto, clamando por
la familia.
Tal es a grandes rasgos la personalidad de este extracto
de bellaquería, de este parvenú misérrimo, que tiene tíos en
la Calabria, de esta cucaracha de las redacciones, de este
escorpión de la envidia, de esta ironía de ser humano que
es l'affiche de La Raza de Caín, de este epigrama disfrazado
de hombre, de este burrajo de la sociedad, de este
espermatozoide frustrado, de esta pelota errante de la
famografía, de este bambarria cuya estupidez es tan
popular como La Tribuna, de este Perckyas de Carnaval, de
este predilecto ungido por la musa de la viruela: mandria,
rufián lunfardo, pollino, futuro unicornio, granuja, ladrón,
cobarde, molusco cuya catadura viscosa revela su
abolengo de carnicería.
han sido reunidas y editadas por Pablo Rocca y Soledad Platero, en
Polémicas Literarias del 900, Montevideo, Banda Oriental, Colección
Socio Espectacular, 2000.
4 - En febrero de 1899, una columna de unos 100 hombres
desembarcó en las costas de Colonia. Fue el segundo intento de
derrocar al gobierno del presidente Juan Lindolfo Cuestas. El
movimiento logró tomar una comisaría, y luego de algunas
escaramuzas con fuerzas gubernamentales fue derrotado, y sus
jefes puestos presos. Las razones para este fugacísimo movimiento
armado estaban fundadas en los turbulentos hechos políticos que
durante 1898 enfrentaron al poder Legislativo –de mayoría
«colectivista», es decir, partidaria de Julio Herrera y Obes– y al jefe
del Poder Ejecutivo, Cuestas, que preparaba por entonces su elección
formal, y que fue acusado ese año de crear una dictadura por las
maniobras de restricción de libertades públicas en que por entonces
brevemente incurrió. Los «revolucionarios» estaban liderados por el
Cnel. Zenón de Tezanos, y entre los jefes se hallaba el Sto. Mayor
Arturo Isasmendi, mencionado tanto en el manuscrito de Herrera y
Reissig como en la nota publicada por Ferrando.
5 - Julio Herrera y Reissig adoptó el nombre de Julio Herrera y
Hobbes, que usó en privado y públicamente por un breve período, en
el año 1901. La tradición de considerar Obes «españolización
corrupta» –como lo dice Herrera– del apellido inglés Hobbes tenía
larga tradición en la familia. Algunos años antes de que Herrera y
Reissig lo adoptase, explícita y públicamente lo había afirmado en
Buenos Aires también su tío, el ex presidente de la República Julio
Herrera y Obes. Una gacetilla sin título de la sección «Vida Social» de
La Razón del 8 de marzo de 1898, pág.1, col.6, dice: «Otro
descubrimiento del Standard bonaerense! El colega nos asegura que
el doctor Julio Herrera y Obes es de descendencia británica, siendo
tataranieto nada menos que del gran Hobbes, el autor inmortal del
Leviathan. El descubrimiento no llamaría tanto la atención si el colega
no hubiera olvidado lo asegurado por él hace dos años ya: que los
Obes eran todos descendientes de un belicoso jefe irlandés llamado
Hobbes!» (La recuperación de la nota en La Razón se debe a Roberto
Ibáñez).
6 - Dice Bula Píriz en su estudio biográfico del poeta (Herrera y
Reissig (1875.1910). Vida y Obra - Bibliografía - Antología. New
York, Hispanic Institute, 1952, p.49): «Pero, como había ocurrido en
su primera juventud con Cosas de aldea, contra Abel J. Pérez, director
de Enseñanza Primaria; y en 1908 con El payador contra Guzmán
Papini, con quien se disgustara entonces; ocurrió ahora con esta
carta a Bachini: no la envió […]».
7 - Una reedición moderna de esta polémica, que puede servir
para contrastar ambos, la han hecho Da Pablo Da Silveira y Susana
Monreal: Liberalismo y jacobinismo en el Uruguay batllista: la
polémica entre José E. Rodó y Pedro Díaz. Montevideo, Taurus:
Fundación Bank Boston Uruguay, 2002.
8 - En Número, Año II, Nº 6-7-8. Enero - Junio 1950, pp. 314-340.
9 - Gilman, Sandor: Difference and Pathology. Stereotypes of
Sexuality, Race, and Madness. Ithaca and London, Cornell University
Press, 1985, p. 20.
10 - Esto se ve puntualmente confirmado al revisar otra diatriba
inédita de Herrera y Reissig, esta vez contra Víctor Pérez Petit –a
quien Herrera, en su Tratado de la imbecilidad… a veces llamará
«Víctor Petit du Cancan», lo que en alguna ocasión también lo lleva a
llamar al Uruguay «Petit pays du cancan»... Escrita por la misma
época, aquella diatriba contiene fórmulas y párrafos ya incluidos en
la que hoy publicamos. Véanse algunos pasajes: «Malo? Malo no le
llamaré, porque es honrar a un tonto llamarle malo. Lo que le llamaré
es tonto quintaesenciado, tonto divino –tres veces tonto. Jamás le he
conocido una idea; sus escritos son de una inmensa vacuidad y el
horror inofensivo que me ha inspirado siempre lo atribuyo al que
según la vieja filosofía, tiene la naturaleza por el vacío. Víctor Pérez
Petit es un isquemiado común, un macrobio deletéreo, un anormal
inferior, un involutivo, que diría Ferri y en el cual el psiquiatra
experimentador hallaría enormemente desarrollada la protuberancia
del idiota. […] ¿Quién es Pérez Petit? –Su cabeza es un dantesco
pugilato de libros indigestados que claman por un lanzante. [sic] Su
erudición es una mayonesse arcaica, un cachivacherío de sapiencia
empolvada y rancia; es una andrajosa casa de huéspedes en que
viven en repugnante promiscuidad el Padre Astete y Georges Sand,
el cocinero Pascal, la Pardo, Zola y Verlaine.– En las circunvoluciones
laberínticas de su cerebro deforme muchedumbres de miembros
aturdidos han de estar escuchando los desentones de su pobre
acordeón de macrocéfalo. […] Por lo demás su manera de expresarse
es burda, sosa, […] y trasnochada como la de un leguleyo ramplón.
Cualquier redactor de reclames de mercería inspira menos desorden
que este tuberculoso del idioma, que por todos lados muestra los
feos zurcidos de una sintaxis mendicante y mustia. […]» También el
«caso» Pérez Petit confirma lo que decíamos sobre lo cambiante del
estatus de los «enemigos», que pueden volverse amigos. En el caso
de Víctor Pérez Petit, años más tarde Herrera y Reissig escribirá un
encendido y largo elogio de su obra Gil, en donde lo llama «uno de los
talentos más vigorosos y equilibrados de América».
11 - Herrera y Reissig escribe aquí «Becker».
M
43
SOBRE
«LA MUERTE DEL AUTOR»
Jacques Rancière
Traducción de Arturo Rodríguez Peixoto
44
S
eríamos todos impropietarios.
No es que la revolución socialista haya triunfado verdaderamente. Más bien habríamos encontrado
algo mejor: un medio para deshacernos no tanto de nuestros bienes como
de nosotros mismos, de nuestra pretensión de ser autores de las palabras
que hacemos circular. Los filósofos,
hace treinta años, habrían decretado
la muerte del sujeto, propietario de sus
pensamientos, y del autor, dueño de
sus escritos. Habrían destruido así la
propiedad por excelencia: la que refiere, según los juristas, a la persona
en sí misma, que es parte de esa persona. La revolución informática habría
transformado en realidad su promesa, instaurando la reproducibilidad
infinita y sin control de los textos, canciones e imágenes.
Gracias a ella, se nos dice, toda
materialidad se transforma actualmente en idealidad, para comunicar
instantáneamente no importa qué a no
importa dónde en el universo. Gracias
a ella las ideas, imágenes y músicas,
parejamente numerizadas, corren libremente de pantalla en pantalla desafiando a aquellos que quieren todavía afirmar sobre ellas sus derechos
de propietarios. Así se cumple la más
radical de las promesas del Manifiesto
comunista: no que lo proletarios pierden sus cadenas, después de todo
metafóricas, sino que «todo lo sólido
se disuelve en el aire». El comunismo
de los pensamientos, el comunismo
del devenir pensamiento, del devenir
inmaterial, de toda realidad sólida
estaría ya en el corazón del Imperio,
conducido por la misma lógica que
lleva al Imperio a engendrar a sus propios sepultureros. Los baldíos industriales de Detroit pueden haber enterrado,
con las cadenas de montaje y los obreros de automóviles, a la primera generación de supuestos sepultureros.
Pero los DJ negros de las discotecas
de la metrópolis industrial siniestrada
no han dejado escapar el relevo de la
historia: con sus equipos rítmicos, o
incluso con la simple manipulación
de discos de vinilo, inauguraron la
edad de la piratería generalizada, impidiendo a cualquier músico reconocer sus bienes. Imposibilidad «práctica» que traduciría una revolución más
fundamental: una revolución ontológica, que remite sus propiedades
a una combinación de corpúsculos
destinados a la descomposición y recomposición incesantes; una revolución estética, que no anula solamente
la propiedad de las creaciones sino el
fundamento mismo de las jerarquías
y propiedades artísticas: la propia diferencia entre los medios de creación
y los instrumentos de reproducción.
El bricolaje del artesano autodidacta
y la inteligencia de la máquina, sustituyen a la vieja pareja del obrero revolucionario y el artista de vanguardia,
anunciando igualmente el gran desencadenamiento de nuevas «fuerzas
productivas» que socavan al Imperio:
la potencia del cerebro colectivo, de la
inteligencia-mundo o la máquinamundo.
Toda hermosa historia tiene, ciertamente, sus fracasos. Hay que deplorar, así, algunas contraofensivas del
enemigo. Editores de música o de literatura que no quieren ceder ante la
evidencia de que el reino de la inmaterialidad arruina todos los derechos
adheridos a la realidad material de los
bienes. No renuncian a hacer pagar a
los consumidores de sus productos
numerizados, del mismo modo que a
los compradores de libros en papel o
consumidores de películas de celuloide. Los escritores creen todavía lo suficiente en su propiedad como para
reclamar que se les haga pagar derechos a quienes se dedican al modesto
comunismo de sacar libros prestados
de las bibliotecas. Hasta las víctimas de
las catástrofes naturales, depuraciones
étnicas o terrorismos diversos que, a falta
de sus viviendas quemadas o sus familiares masacrados, reclaman a los fotógrafos de prensa derechos sobre la propiedad de sus imágenes.
¿Habrá que creer que, según el escenario consagrado, aprovechadores
desesperados y víctimas abusadas del
antiguo orden de propiedad disparan
sus últimos cartuchos para intentar en
vano oponerse al viento del comunismo comunicacional que los barrerá? ¿O
bien que hay algún reparto falso en el
invocado veredicto de la historia? Como
si la búsqueda o el sueño obstinado de
«otro» comunismo no cesara de entreverar la recepción e interpretación de
los mensajes. Así, el rumor quiere que
en 1969 cierto Michel Foucault haya
anunciado la muerte del autor. ¿Cómo
no creerla? Quien puede lo más puede
lo menos y aquel que anunció la muerte
del hombre debió, si es consecuente,
poner al autor en su carreta. Al releer,
sin embargo, esa acta de supuesta defunción se comprueba que Foucault dice
más bien lo contrario: que el autor es
una categoría independiente que puede aplicarse o no, por cierto, a la «propiedad» de textos literarios, pero que nosotros, precisamente, somos, en todo
caso, incapaces de disociar los términos, de prescindir de la categoría autor para pensar la literatura. Más que
anunciar la muerte del autor propietario, su texto nos invita entonces a
considerar que hay varias maneras de
entender lo que quiere decir propiedad, que la escritura, la función
autoral y el estatuto de propietario son
tres cosas diferentes, susceptibles de
ser unidas y separadas de distintas
maneras. Lo testimonia la tensión, que
deja irresuelta, entre la identificación
de la función autor al avance del individualismo y la concepción de la modernidad literaria como abocada a lo
neutro y la impropiedad.
Quizá la propia idea de inmaterialización busca disolver en el aire
esta complejidad de la noción misma
de propiedad literaria, que no se agota ni en la función autoral ni en la
materialidad de los soportes de producción y reproducción. Todavía presupone el esquema simplista que vio
nacer al mismo tiempo, entre el fin del
siglo XVIII y el comienzo del XIX, la
reivindicación jurídica de los derechos
de autor y la consagración del genio
artístico. Una opinión recibida quiere, en efecto, que la modernidad literaria y artística desde el romanticismo
haya estado ligada al desarrollo del
culto del autor, nacido en los mismos
tiempos que los derechos de igual
nombre. Se deduce fácilmente que el
campeón de la novedad artística era,
a pesar de sus sentimientos sociales
o, a la inversa, sus repugnancias de
esteta, un icono del orden de propiedad. En consecuencia, todo lo que contradice ese privilegio –desde las imágenes en serie de las estrellas o de los
productos comerciales de la época pop
a las piraterías de la época digital–,
todo eso se ve agregado a la cuenta de
una revolución posmoderna que habría destruido, si no los derechos jurídicos de la propiedad, por lo menos
45
las ilusiones modernistas de originalidad artística asociadas al mito del
autor propietario.
En verdad, la constitución moderna
del autor y de su propiedad ha seguido
caminos menos rectilíneos. La consagración del genio literario nació menos
de las gestiones de Beaumarchais en
favor del derecho de autor que del empeño de los filólogos de su tiempo por
desposeer a Homero de la paternidad
intelectual de su obra, de hacer de esa
obra la expresión anónima de un pueblo y una época. La revolución literaria
no comienza por la promoción del autor sino por la declaración de inexistencia del padre de todos los autores. Comienza por el establecimiento de una
relación de convertibilidad entre la autoridad del escritor y la autoridad de la
potencia anónima del que él es expresión. Es esa reversibilidad la que expresa la contradictoria palabra genio. El
genio es la equivalencia de una propie-
Imágenes: Vertical con rojo,
Nelson Ramos (2004)
46
dad y una impropiedad. Es el genio de
un hombre, aunque exprese lo que no
sabe sobre sí mismo, la fuerza impersonal que lo atraviesa. Los representantes
más consagrados de lo que gustosamente llamamos el culto literario,
Flaubert, Mallarmé o Proust no cesaron de proclamar la radical impersonalidad del acto de escribir, sin ver,
por supuesto, ninguna consecuencia
en materia de derechos de autor.
Sabemos también que el momento
en el que nacen los derechos de autor
es asimismo aquel en el que nace, con
los hermanos Schlegel, la idea de que
todos los poemas son parte de un mismo continuo material, que no se puede y debe «imitar» más a los antiguos
adaptándolos al gusto del tiempo sino
tratar sus poemas como materiales
disponibles para formalizaciones
nuevas o como formas para fabricar
nuevas materias. Pero es también
aquel en el que se establece una rela-
ción singular de cambio entre el mundo del arte y el mundo de la «vida», el
momento en el que la dignidad del arte
impersonal se afirma a través de la
promoción, como sujetos de arte, de
cosas insignificantes y de cualesquiera existencias. Este esplendor de lo
anónimo, primero explotado por la
novela o la pintura, es lo que permitió
a la fotografía y al cine hacerse artes.
Supone la disponibilidad, para el arte,
de existencias sin propiedad, la puesta a disposición de la cara, el cuerpo,
de la palabra de no importa quien:
alma de las Ema Bovary, cubierta de
musgo, como los patios traseros de
provincia; cara de la pequeña pescadora de New Haven inmortalizada por
Octavius Hill; granjeros pobres de
Alabama, «alabados» por la prosa de
James Agee y la fotografía de Walker
Evans; o de todo transeúnte en el anonimato de una calle, un café, un subterráneo. Esta reserva disponible de lo
anónimo suponía que cualquiera po-
día tener –aunque sea para dejársela
tomar– «su» imagen, esa imagen que
había sido siempre, hasta entonces, el
privilegio de los grandes. Ella le daba
a cambio el poder de recuperar simbólicamente el bien hurtado; le daba a
todas las hermanitas de Ema Bovary
el derecho de reapropiarse del producto del sueño de arte puro del novelista
para mirar su vulgar imagen.
La promoción del autor impersonal, más que a las transformaciones
de los soportes de la obra y de la comunicación, ha estado vinculada a
este comunismo salvaje, a este comercio no controlado de las apropiaciones y de las desapropiaciones. En relación a esto, la situación contemporánea podría ser más compleja, más
contradictoria de lo que la quiere la
imagen muy plana del comunismo
inmaterial. Sin duda, las máquinas
informáticas y el ingenio de los piratas de la descarga electrónica conti-
nuarán, durante un tiempo, planteando problemas a los juristas defensores del derecho de los propietarios; sin
duda, también, las nuevas máquinas
amplían la capacidad, para toda cosa,
de ser arte: piénsese en las conversaciones telefónicas privadas que Robin
Rimbaud desencripta, con la ayuda de
un escáner, para incorporarlas a la
música de sus conciertos. Pero a la vez
que continúa el entrelazamiento de los
ruidos del arte con los ruidos del mundo, quizá se ve deshacerse la alianza
del arte impersonal con la libre disposición de la imagen de los anónimos.
Cada vez más, ahora, la imagen de uno
se transforma en una propiedad, más
segura en un sentido que aquella de
las obras o de uno mismo. Hace cincuenta años los fotógrafos callejeros
hacían arte captando al pasar la imagen de los placeres con los que no importa quien afirmaba la posesión de
una vida suya. Hoy en día sus sujetos
pretenden refutar ese anonimato, que
los ha inmortalizado, exigen a lo fotógrafos, en vez de su gloria impersonal, los derechos sobre la propiedad
de su imagen.
Y, más que a reapropiarse del texto
del novelista, las hermanitas de Ema
serán ahora invitadas a reclamarle
derechos sobre la propiedad hurtada
de su vida y de sus sueños. Quizá sea
para conjurar ese riesgo que tantos de
nuestros escritores no hacen sino explotar su derecho sobre su propia imagen, sino darnos lo que les «pertenece», su vida cotidiana y sus pensamientos diarios. De este modo la propiedad jurídica, la personalidad de la
escritura, la función autoral y las formas técnicas de la reproducción se
ensamblan en una nueva figura. La
M
propiedad literaria es siempre
un ensamblaje de varias propiedades y comunidades. No se borra, toma nueva
figuras, a veces imprevisibles, a meM
nudo contradictorias.
47
SANTA
MARÍA/MONTEVIDEO/
BUENOS AIRES
EL MAPA QUE NO FIGURA
Héctor Libertella
48
A
quí vivimos, en la llanura pelada; en una porción de la pampa, sí, pero
llena de plazas, monumentos y edificios. Este trazado a escuadra se llama Buenos Aires y es el paradigma de un país (paradeigma, del griego
antiguo: «modelo arquitectónico»). Un recinto familiar donde puede ocurrir algo
tan extraño y perturbador como una amenaza.
Es 2005 y yo estoy sentado, como desde siempre, en el Café de la esquina de
Avda. de Mayo y Perú. Estoy sentado a la mesa, la ñata contra el vidrio, mirando
cómo se desplaza la calle. Muchísimas cosas cambiaron acá en este boliche a lo
largo de los años (sobre todo, la decoración), pero los dos autores que estoy leyendo en simultáneo (1) me impiden caer en la nostalgia.
En el decorado está nuestro principio
y fin. Aunque las modas cambien, el
ornato nos da más razón de ser que
cualquier tipo de estructura, por estable
y duradera que aparente ser.
Así que, por ejemplo, el peinado de esta dama que pasa junto a la ventana me
explica más que todo el enorme edificio del Congreso de la Nación que veo al
fondo de la avenida. Una tela de colores en una carpa de beduinos es anterior a la
pared de concreto que la recubrirá, y que después querrá desplazarla como fundamento de la casa. Fue la tela la que armó el living, distribuyó nuestras vidas y
creó ese espacio de relax necesario para beber café a la turca y conversar. Nada
más sólido que organizar un sistema de relaciones. Recién después llegará la
pared para proteger ese sistema, pero como un agregado: un policía.
De manera que aquí estoy sentado, en posición de parroquiano, sorbiendo este
café y aprendiendo cosas mientras a mis espaldas, apenas a cien metros, presiento el entrecruzamiento de calles como ríos: Diagonal, Florida, Rivadavia, Mitre...
*
*
*
Según me cambio de libro y leo, muchos años antes Onetti observaba ese mismo delta con la mirada flotante del personaje del primero de sus cuentos, (2) Víctor
Suaid. Veamos. Algo allí transporta a Suaid como un flâneur por este páramo
chato y plano que está hecho para caminar veredas y tener ensoñaciones. En una
bocacalle, la improbable María Eugenia se le presenta desde el fondo del recuerdo con un vestido blanco que un poco parece una mortaja. Más allá, los confines
de Rivadavia dejan entrever una súbita Alaska, la Policía Montada, los hombres
de barba llenos de pieles. De pronto, bajo la nieve espesa, con su colmillo de oro el
zar Nicolás II y la tropa se detienen en Diagonal Norte, frente al Boston Building.
(1) A saber: Wigley, Mark; Onetti, Juan Carlos.
(2) «Avenida de Mayo-Diagonal Norte-Avenida de Mayo», Cuentos completos, Madrid, Alfaguara, 3ª edición ampliada, 1994, pp. 27-33.
49
En ese territorio donde acecha lo extraño, lo extranjero,(3) Suaid deambula confundido o completamente fundido con negocios, vidrieras y carteles: entre ellos y
él hay poco y nada de diferencia. Y si algún sentido tiene su marcha será el de
prepararle un topos a la prosa transeúnte de Onetti.
Ahora bien, no importa que estemos en la Buenos Aires de los años '30, con
todos sus elementos típicos, de época, allí donde un sociólogo podría constituir
su festín. Tampoco importa que la ciudad sea tan chata como la pampa de la que
robó un pedazo. ¿Y si Buenos Aires hubiera sido un enclave lleno de colinas y
zigzags en vez de este tablero de ajedrez o esta cuadrícula? ¿Qué pasaría por la
cabeza de Víctor Suaid? ¿Cómo sería la retícula del imaginario del autor? ¿Sería
acaso Onetti un barroco? Lo único que leo del cuento es que en su lugar hay un
carácter, un pathos. O mejor: que sea como sea el pathos se hizo lugar.
Y en el primer protagonista del primer relato que Onetti escribió allá por 1933
está naciendo ese carácter. Cierto que Suaid es sólo un comienzo, la alborada del
hombre sombrío, lunático, vagamente melancólico –¿melalcohólico?– que después iba a identificar a algún personaje maduro de Onetti. Aquí está sólo la
ciudad en Suaid, y él solo en ella. El cuento no quiere decir más que eso porque no
admite todavía las convenciones de principio, medio y fin, no chantajea con las
expectativas de una brusca peripecia o una sorpresa, ni siquiera tiene anécdota.
Es la crónica de un cartógrafo.
*
*
*
Si no es por efecto del lápiz tirando líneas sobre mi libro, Buenos Aires se
definirá como una ciudad virtual en dos cuentos más que leo de Onetti. «Regreso
al sur» (4) es una historia de amor desesperado en una pensión de Paraná y
Corrientes. Qué curioso, tal vez a pocos metros de aquel otro, hondo conventillo
de «El hombre en el umbral», ese relato de un hecho real que Borges trasladó lejos,
a la India, «para que su inverosimilitud fuera tolerable». ¿Acaso porque lo suyo,
lo que tiene de más real y propio es inverosímil, por eso mismo todo en esta urbe
se hace intolerable?
Ahora Buenos Aires es un capricho. El despechado amor del personaje –Horacio–
y sus celos de Perla crean líneas que reorganizan la ciudad en la escala exacta de una
paranoia. Basta la sospecha de que su amada le está siendo infiel en algún cafetín de
Avenida de Mayo, para que Horacio la borre del mapa borrando, literalmente, el
mapa, mediante un procedimiento hologramático. A partir de esa proyección de
amargura y dolor, la ciudad y el mundo terminan en la invisible pared que él
levanta en Rivadavia. Se prepara un ghetto a su medida, sin necesidad de arquitectos:
(...) y todos los nombres de calles,
(3) Donde acecha lo siniestro, sin duda. Como cuando en familia alguien le dice a sus padres
«Los extraño mucho» (los quiero), que también podría traducirse «Los hago muy extranjeros» (los alejo de mí).
(4) Op. cit., pp. 145-153.
50
negocios y lugares del barrio sur fueron
suprimidos y muy pronto olvidados, de
manera que cuando alguien los nombraba,
él parpadeaba y sonreía, sin comprender.(5)
Muros afectivos, paredes transparentes, celos invisibles... Pues bien, para
que Horacio olvide a esa mujer trazaré con compás, aquí, en el corazón herido
de la ciudad un agujero tanto o más grande que una laguna mental.
*
*
*
Los nombres de lugar y las fechas:
fraudes de la palabra.
J.L.B., «Isidoro Acevedo»
En «El perro tendrá su día»(6) o esta ciudad es nada o es una estafa. Tiene
menos entidad que la triste pero concreta Santa María de Onetti, allí desde
donde un fantasioso Jeremías Petrus simula viajar todos los viernes a Buenos
Aires. Pero ni siquiera ese día fatal, todo envuelto de crimen y sospecha y con
un cadáver en su casa, ni siquiera ese viernes Petrus llega a cumplir su objetivo.
Tampoco viaja porque para él Buenos Aires sólo es la costumbre repetida de un
invento y una mentira. Sólo un nombre de lugar, así como Viernes es el nombre
de una fecha: dos fraudes (en su caso muy eficaces para armar la coartada).
De Víctor Suaid, en fin, a Horacio, y de Horacio a Petrus, la ciudad cifrada a
lápiz se nos fue convirtiendo a todos en un diseño que todavía no figura.
*
*
*
¿Estoy en el London City Café, o acaso en este lugar no hay adentro? Doblo la
página cruzándola sobre las líneas que recorrí de Onetti, pido el segundo café
de la mañana y retomo el otro libro exactamente donde lo había dejado:
La noción de ciudad será superada,
es cierto, por los espacios extraños
en los que nos encontremos.
Pero si verdaderamente somos nosotros
los extraños, entonces la noción
M
misma de espacio habrá sido superada.
(5) Op. cit., pp. 147 y 148.
(6) Op. cit., pp. 405-414.
Imágenes: Cicatriz, Nelson Ramos (2004)
51
AHONDANDO
LA PERCEPCIÓN
SOBRE LA TEORÍA DEL CINE
DE WALTER BENJAMIN
Rodolphe Gasché
Traducción de Arturo Rodríguez Peixoto
52
A
pesar de su continuo interés
por el cine, Benjamin no hizo
por el cine lo que hizo por la
fotografía, esto es, componer una «Pequeña historia» del nuevo medio. Quizá pensó que, después de la «Pequeña historia» de 1931, los principios de
tal historia habían sido esbozados y
que hubiera sido redundante hacer un
análisis del cine. En cualquier caso,
podemos asumir que la niebla que
cubre los comienzos de la fotografía
es más densa que la que oscurece los
orígenes del cine. Desde otra perspectiva, como escribe Benjamin en el inicio de su estudio, la que se cierne sobre el descubrimiento de la imprenta
es aún más espesa.
Empero, como en el caso de la «Pequeña historia de la fotografía», una
historia del cine hubiera echado luz
sobre los tempranos años del género. En
el ensayo sobre «La obra de arte en la
época de su reproducibilidad técnica»,
así como en los ensayos que dedicó al
nuevo cine ruso, los logros del grotesco
americano y de las películas revolucionarias rusas están en el centro de las
preocupaciones de Benjamin; pero presta poca atención a las tempranas formas de esta tecnología. De hecho, en
esos ensayos Benjamin está primariamente interesado en el potencial revolucionario del nuevo medio. Empero,
para captar plenamente ese potencial –
en particular el ahondamiento de la
apercepción que, nos dice «La obra de
arte en la época de su reproducibilidad
técnica», acompaña al nuevo medio–
una reflexión sobre las tempranas formas del cine hubiera sido de gran ayuda. Las elaboraciones de Benjamin sobre el cine solo proporcionan, cuanto
más, unos pocos indicios para tal reflexión. En contraste «Sobre algunos
motivos en Baudelaire» podrá ser de
alguna ayuda a este respecto –paradójicamente, pues se trata de un ensayo
sobre la poesía. Pero primero permítaseme resumir, tan sucintamente como
sea posible, lo que establece la «Pequeña historia de la fotografía» sobre las
formas tempranas de esa técnica reproductiva.
De acuerdo con Benjamin los primeros pasos de la fotografía estuvieron marcados por una clara correspondencia del objeto y la tecnología.
La cualidad aurática, misteriosa de las
fotos tempranas, especialmente de los
primeros retratos, deriva de sus obje-
tos, es decir de los «miembro[s] de una
clase ascendente equipada con un
aura que se había deslizado hasta los
propios pliegues del abrigo de levita o
la corbata colgante del hombre». El
aura de lo retratos pone de manifiesto, en las primeras fotografías, «todo
sobre [lo que] se construyó por último», lo que descansa en la voluntad
de inmortalidad de una clase social.
Pero, de acuerdo a Benjamin, aunque
esa aura no es exclusivamente el producto de una cámara primitiva es, de
cualquier manera, una función de la
propia tecnología. Como Benjamin
aclara, la magia y la tecnología están
fuertemente opuestas. Pero en la temprana fotografía se ponen en directo
contacto. La mirada de las figuras reproducidas por el nuevo medio, que
parece fijarse en el observador como
si los dos pudieran verse, dota de un
aura a esas fotos. Esa aura es el resultado del «espacio de tiempo en que el
sujeto tuvo que permanecer quieto»,
como la tecnología fotográfica inicial
demandaba a los individuos para poder tomarles una foto. Si en esas fotografías «el semblante humano presentaba un silencio sobre el que la mirada descansaba» era también porque
muchas de ellas tuvieron que ser tomadas en el exterior, por razones técnicas, en espacios en los que nada interfería con la larga concentración del
modelo, que era necesaria por la «escasa sensibilidad a la luz de la primeras placas». Benjamin remarca que
nada caracteriza mejor al temprano
período de la fotografía que el grado
en que los modelos están a gusto en el
cementerio. Y agrega que el «equivalente técnico» del aura que da a la mirada de los seres humanos, en las primeras fotos, «esa plenitud y seguridad
ante la lente», «consiste en el continuum absoluto de la más clara luz
hasta la sombra más oscura», un resultado debido a la larga exposición
requerida por la nueva tecnología.
Así, Benjamin habla de «la determinación [Bedingtsein] técnica de la apariencia aurática». Él subraya que «la
tecnología más precisa puede dar a sus
productos un valor mágico». Como
demuestran esas tres razones técnicas
para la calidad aurática de las fotografías tempranas, esas fotos deben
esa calidad a la presencia del «diminuto chispazo de la contingencia, del
aquí y ahora, con el que la realidad ha
(por así decirlo) abrasado al sujeto [den
Bildcharakter gleichsam durchsengt hat].»
(371). En pocas palabras, la tecnología
reproductiva temprana de la fotografía
causa, inevitablemente, que parte del
singular momento y de la particular
persona ante la cámara, sobrevivan en
la reproducción. Dotado de una acción
a distancia, el aquí y ahora del minuto
pasado anida en esas fotos. Continúa
viviendo y hablando tan elocuentemente como antes.
Aunque diferentes, la tecnología y
la magia se combinan así en las primeras fotografías. De hecho, como argumenta «Una pequeña historia», si
bien la tecnología es en esencia inconmensurable con la magia, permite que
la magia la invada. En efecto, dado que
es «otra naturaleza» que la que le habla al ojo la que le habla a la cámara,
«otra sobre todo en el sentido de que
un espacio formado por la conciencia
humana deja lugar a un espacio formado por lo inconsciente», se abren
en las imágenes fotográficas posibilidades que permiten a la magia ocultarse en la técnica. Si bien las cualidades estructurales del «inconsciente
óptico» –por ejemplo, tejido celular–
son «en [sus] orígenes, más naturales
a la cámara» que «el paisaje atmosférico o el retrato expresivo ... la fotografía revela en estos aspectos fisiognómicos materiales, mundos de imágenes que habitan en las cosas más
pequeñas –significativas, aunque suficientemente encubiertas como para
encontrar en los sueños diurnos un
sitio donde ocultarse». Una vez que
estos aspectos se han vuelto «más
grandes y capaces de formulación»
deviene claro, como concluye
Benjamin, que «la diferencia entre la
tecnología y la magia [es] una variable completamente histórica». Una
consecuencia de esta visión es que la
historia de la fotografía se transforma
en la historia de la lucha de la nueva
técnica por desprenderse progresivamente, contra todas las tendencias regresivas, de los lazos de la tecnología
con la magia. Esto lo hace haciendo
desaparecer el aura de la realidad,
como en las fotografías de Eugène
Atget, o reproduciendo lo humano sin
crear retratos, como en la obra de
August Sander –un desarrollo que
culmina en el cine, el medio que sucederá a la fotografía, en particular en el
cine ruso.
53
De acuerdo a «La obra de arte en la
época de su reproducibilidad técnica:
segunda versión», «la historia de cada
forma artística tiene períodos críticos
en los que la forma particular se esfuerza por efectos que pueden ser fácilmente logrados solo con un cambio
en el estándar técnico –esto es, en una
nueva forma de arte». Anticipando los
últimos logros, las tecnologías artísticas más antiguas crean una demanda
por una tecnología nueva, una forma
artística «cuya hora de satisfacción
plena todavía no ha llegado». Así,
«del mismo modo que el periódico ilustrado estaba virtualmente oculto en la
litografía, el cine sonoro estaba latente en la fotografía». De cualquier manera, la historia del arte bosquejada
en «La obra de arte» es una historia
conducida por el telos de la «reproducibilidad»; por ello culmina y se
realiza en el medio cine, que con
reproducibilidad técnica ha «capturado un lugar propio entre los procedimientos artísticos». En ese proceso la
tecnología se emancipa del ritual y la
magia, con los cuales la tecnología
estuvo originalmente amalgamada.
Por último, se emancipa a sí misma
del propio arte, en la medida que el
único valor del arte está, como apunta
Benjamin en la primera versión del
ensayo, teológicamente fundado. Pero,
de acuerdo con la misma versión del
ensayo, la emancipación de la tecnología respecto del ritual lleva a la formación de una «segunda naturaleza»,
una «no menos elemental que la enfrentada por la sociedad primitiva».
Para dominar esta segunda naturaleza de la tecnología el ser humano necesita entrenamiento. «Una vez más
el arte se pone a sí mismo a disposición de tal instrucción. Pero es sobre
todo el cine que lo hace», porque es el
tipo de arte en el cual la técnica de
reproducibilidad ha llegado ella misma
a ser la forma artística y es, en consecuencia, un arte en el mismísimo límite
del arte. El cine es el tipo de arte en el
que la propia tecnología provee de los
medios para dominar las fuerzas elementales de la segunda naturaleza que
la tecnología ha llegado a ser.
El cine sonoro es prefigurado por
la fotografía en que «la fotografía libera a la mano de las tareas artísticas
más importantes en el proceso de reproducción pictórica «–tareas que
ahora se trasfieren solo al ojo. Y dado
54
que el ojo percibe más rápidamente
que lo que la mano puede dibujar, el
proceso de reproducción pictórica fue
acelerado enormemente, por tanto
pudo mantener el paso con el habla».
Más aún, la fotografía transforma radicalmente la óptica natural porque
la lente ajustable, con su ilimitada
opción de ángulos, muestra facetas del
objeto que son inaccesibles al ojo desnudo, y también porque «puede usar
ciertos procesos, como la ampliación
y la cámara lenta, para registrar imágenes que escapan totalmente a la óptica natural». Esto es aún más cierto
del arte del cine, en el que los puntos
de vista desde los que se aproxima el
objeto o la acción han llegado a ser
más numerosos, así como la tecnología de los primeros planos trae a luz
detalles ocultos, inesperados, de objetos familiares –especialmente características no familiares del movimiento.
De acuerdo con Benjamin, la tecnología de la reproducción que conduce al
cine desde la fotografía refleja y responde a profundos cambios sociales.
Más precisamente, el cine y sus técnicas de reproducción –así como las
hasta ahora ocultas realidades que
saca a luz– nos ayudan a batallar con
las nuevas tareas que «el aparato humano de apercepción» enfrenta en un
crucial «viraje histórico», dado que
estas tareas «no pueden ser realizadas solamente con medios ópticos –
esto es, por la contemplación». El cine
permite lo que Benjamin llama, en el
ensayo «La obra de arte», un ahondamiento de la apercepción, haciéndose
eco de la psicología pre-Gestáltica de
Wilhelm Wundt. Este ahondamiento
se corresponde con, o más bien responde a, «profundos cambios en el
aparato aperceptivo –cambios que son
experimentados en una escala individual por el hombre de la calle (le
passant), en el tráfico de la gran ciudad, en una escala histórica por todo
ciudadano actual». Pero en qué consiste este ahondamiento de la apercepción?
Como Benjamin nota, la reproducibilidad técnica elimina el valor de
culto de la obra de arte única a favor
del valor de exhibición de las obras de
arte. Como objetos destinados a servir
en un culto, incluyendo el culto del
arte en la «teología negativa» de la
doctrina de l’art pour l’art (224), «lo
que es importante ... es que [esos obje-
tos] están presentes, no que sean vistos». Pero con la nueva tecnología de
la fotografía –y, todavía más, del cine–
todo es arrastrado a la luz. El cambio
de la mano al ojo –y en última instancia del ojo a la lente, o, como dice
Benjamin, al aparato– inaugura un
reino de ilimitada visibilidad. La revolución técnica de la reproducibilidad que culmina en el cine consiste
en asegurar lo que llamo, usando un
término de Hans Blumenberg, una total Versichtung. El ahondamiento de la
apercepción, en primer lugar, se refiere a esta expansión y a la generalización de la visibilidad. Pero, especialmente en el cine, ese ahondamiento
consiste en una más profunda penetración de la realidad por parte del
aparato mismo de percepción.
Benjamin escribe: «en el estudio de
cine el aparato ha penetrado tan hondamente en la realidad que la vista
pura de esa realidad, libre del cuerpo
extraño del equipamiento, es resultado de un procedimiento especial... El
aspecto libre de equipamiento de la
realidad ha llegado a ser la cúspide
del artificio, y la visión de inmediata
realidad la Flor Azul en el país de la
tecnología». Lo que se sigue de esto es
que la intensificada penetración de
realidad, por el aparato de percepción
aumentado por la lente, presta luz a
otra naturaleza, una naturaleza que
posibilita la intervención crítica en
todos sus aspectos. El ahondamiento
de la apercepción refiere, así, también
a una generalización sin precedentes
del potencial para transformar críticamente la realidad, en vista de la
total transparencia.
Si el aparato se transforma en un
medio por el cual uno puede representar su ambiente es, precisamente, porque ese aparato «penetra profundamente en [el] tejido», o red, o realidad
dada. Gracias a su tecnología –la ampliación y la cámara lenta– la cámara
revela «formaciones estructurales del
sujeto enteramente nuevas» y características del movimiento «enteramente
desconocidas». Benjamin escribe:
«Evidentemente una naturaleza diferente (andere Natur) se abre a la cámara que la que se abre al ojo desnudo –
aunque solo sea porque un espacio
inconscientemente penetrado es sustituido por un espacio concientemente
explorado por el hombre». Agrega:
«La cámara nos introduce a la óptica
inconsciente (optisch Unbewussten)
como lo hace el psicoanálisis a los
impulsos inconscientes». Esta comparación con el psicoanálisis ilumina la
expansión del reino de lo visible por
la ahondada apercepción del film;
también sugiere que lo que así ha salido a luz puede ser transformado. En
la misma manera que Freud, en Psicopatología de la vida cotidiana, ha «aislado y hecho analizable cosas que
hasta aquí sobrenadaban sin ser notadas en la ancha corriente de la percepción», «el entero espectro de la percepción óptica, y ahora acústica» que
el cine produce «puede ser analizado
mucho más precisamente y desde más
puntos de vista». Benjamin enfatiza
que el film permite un mayor ahondamiento de la apercepción, dados los
«juicios de la situación incomparablemente más precisos», que lo que permite el mundo plano de la pintura. Por
eso, posibilita un análisis más efectivo (eg:grössere Analysierbarkeit) del
comportamiento filmado. Benjamin
también enfatiza que, comparado con
lo que pasa en el teatro, la facilidad
con que puede ser analizado (grössere
Analysierbarkeit) el comportamiento
filmado es función del hecho de que
«puede ser aislado con mayor facilidad» (höhere Isolierbarkeit). Esas características de apercepción profundizada señalan hacia una crítica intervención en la «otra naturaleza» que
ha así llegado a ser expuesta. Mientras, por un lado, el cine «amplía nuestra comprensión de las necesidades
(Zwangsläufigkeiten) que gobiernan
nuestras vidas», «se dirige a asegurarnos [por otra parte] un inmenso e
imprevisto campo de acción». Debemos recordar que Benjamin compara
al camarógrafo con un cirujano que
penetra profundamente en [el] tejido,
o red, de la realidad dada (das Gewebe
der Gegebenheit). Liberada por el aparato, la mano del camarógrafo –como
la mano del cirujano que «hace una
intervención en el paciente» y «se
mueve entre los órganos»– penetra en
lo dado para cortar sus hilos y entretejerlos en una nueva unidad. Esta
apercepción ahondada elimina la distancia. Lo que esas tecnologías hacen
manifiesto deviene tangible, palpable,
literalmente handgreiflich. Como
Benjamin insiste, la actitud de los espectadores es una actitud crítica. Prestan una mano solidaria a «las tareas
55
que encara el aparato humano de percepción en un viraje histórico, [que]
no pueden ser realizadas solamente
por medios ópticos». Como Benjamin
apunta, hacia el final de «La obra de
arte», el éxito en nuestra aceptación
de esas nuevas tareas ha sido, y todavía es, controlado de manera encubierta (wird unter der Hand kontrolliert)
por la recepción pública del cine. En
el examen crítico, distraído, de las películas por el público, la apercepción
no solo se profundiza en el sentido de
una visibilidad mayor, sino también
en el sentido de que se hizo táctil. Esta
apercepción ahondada es tanto táctil
como óptica. En la primera versión del
ensayo, Benjamin apunta que la cualidad táctil es la cualidad «más indispensable para el arte durante las grandes épocas históricas de transformación». Originalmente a gusto en arquitectura, esta cualidad táctil ha llegado a dominar la óptica. El «reagrupamiento de apercepción» a que
ha dado lugar ocurre hoy en el cine.
En su «Réplica a Oscar A. H.
Schmitz» escribe Benjamin: «Pero así
como más profundos estratos rocosos
emergen solo cuando la roca es hendida, la formación profunda de ‘tendencia política’ igualmente se revela
solo en los quiebres de la historia del
arte (y de las obras de arte). Las revoluciones técnicas son los puntos de
fractura del desarrollo artístico; es allí
donde se puede decir que las diferentes tendencias políticas vienen a la
superficie. En cada nueva revolución
técnica la tendencia política es transformada, como por voluntad propia,
de un elemento oculto del arte en uno
manifiesto». Aunque el «nuevo dominio de conciencia» que emerge en el
cine representa «el único prisma» que
refracta y dispersa la realidad en un
modo que es tangible o comprensible
para la humanidad contemporánea –
en resumen, que se presta a distraída
consideración crítica–, este potencial
de ahondar la apercepción es, en principio, solo la tendencia de la nueva tecnología. El potencial de las nuevas tecnologías de reproducción todavía no
se ha hecho realidad. Algunos teóricos se enceguecen a sí mismos respecto a la tendencia del cine a ahondar la apercepción, como Alexander
Arnoux, que tiene que leer los elementos del cine como parte de un culto
para salvar al cine como un arte, o
56
como Franz Werfel, que le infunde un
sentido sobrenatural; pero los fascistas simplemente violan «un aparato
que es presionado para la producción
de valores rituales». En cualquier caso,
la tendencia del cine hacia una apercepción ahondada parece haber encontrado una expresión adecuada
solo en las películas grotescas americanas y en las nuevas películas rusas.
Ahora bien, Benjamin nunca indica
qué es exactamente, en las nuevas tecnologías reproductivas del cine, lo que
les permite vincularse con valores de
culto y, por tanto, ser usadas contra
las propias tendencias latentes en el
nuevo medio. Y tampoco explica en
qué maneras las tempranas formas del
cine difieren de aquellas en las que el
potencial del cine ha sido realizado.
Un desvío por los escritos de Benjamin
sobre Baudelaire puede ayudar a clarificar algunos de estos temas. En «Sobre algunos motivos en Baudelaire»,
Benjamin compara la experiencia
articulada en la poesía de Baudelaire
con lo que pasa en la fotografía. La
crisis de la percepción y experiencia
manifiesta en la poesía de Baudelaire
tiene su equivalente no solamente en
la fotografía temprana sino también
en el cine, como sugiere Benjamin con
su referencia a «las técnicas basadas
en el uso de la cámara y en los aparatos mecánicos análogos subsiguientes
[que] hicieron posible que un suceso
en cualquier momento fuera permanentemente registrado en términos de
sonido y visión».
En los límites de este ensayo, solo
podré esquematizar el más escueto
esbozo de aquellos aspectos de «Sobre algunos motivos» que son importantes para el presente argumento. No
podré dar cuenta plenamente de toda
la complejidad de ese texto ni de sus
múltiples ambigüedades. Por tanto,
muy esquemáticamente, recordaremos lo siguiente: primero, que en «Sobre algunos motivos» la poesía de
Baudelaire logra registrar como experiencia poética la pérdida de experiencia (Erfahrung) específica de la industrialización capitalista, así como la
pérdida de individualidad y vida en
la metrópolis. Segundo, Benjamin no
concibe el «colapso de la experiencia»
(Insichzusammengesunkensein der
Erfahrung) que registra la poesía de
Baudelaire –esto es, la pérdida de una
relación con la tradición y la memo-
ria– como un suceso meramente negativo. La elevación de la experiencia
vivida (Erlebnis), que sustituye a experiencia en el sentido de Erfahrung,
en el sentido de memoria involuntaria,
puede tener consecuencias negativas
pero Benjamin valoriza la tendencia
en lo que, claramente, tiene de un movimiento en contra de las regresivas
concepciones del tiempo, tales como
la concepción de la conciencia del
tiempo como una aflicción de Ludwig
Klages y Gottfried Benn. La experiencia vivida implica reflexión y, por tanto, la claridad y transparencia de conciencia. Tercero, en tanto flâneur –esto
es, como un individuo atraído por las
masas de la ciudad que, de cualquier
manera, se aferra a su individualidad–
el poeta de Les fleurs du mal necesariamente tiene una relación ambivalente
con su objeto. Una cierta reserva aristocrática previene a Baudelaire de
zambullirse de cabeza en las masas.
Sobre todo, para ser capaz de registrar poéticamente y dar forma a la experiencia; en otras palabras, para dar
un testimonio experiencial de la pérdida de experiencia –el precio que
Baudelaire debe pagar es el de demonizar, o volver a dar aura, a un fenómeno que coincide con la abolición
de los poderes de Vorzeit. Me permitiré ampliar brevemente estos tres puntos antes de dar paso a mi conclusión.
El asunto que formula «Sobre algunos motivos» es el de «cómo la poesía
lírica puede tener por base una experiencia para la que la experiencia de
shock se ha hecho la norma». En qué
condiciones puede haber una experiencia poética de eventos o fenómenos que tienen «el carácter de haber
sido vividos (Erlebnisse) en el sentido
estricto»? En otras palabras, cuáles
son las condiciones de los incidentes
o fenómenos que han sido «incorporados directamente en el registro de la
memoria conciente» y, por ello, «esterilizados... para la experiencia poética»? Como remarca Benjamin, «uno
puede esperar que esa poesía tenga
una larga medida de conciencia». La
poesía de Baudelaire responde a estas expectativas; su «razón de estado»
implica incluso la misma «emancipación de la experiencia vivida» (die
Emanzipation von Erlebnissen) –esto es,
como muestra Benjamin, de impresiones a las que, como resultado de un
«logro cumbre del intelecto», se les ha
asignado «en la conciencia, un preciso punto en el tiempo, al costo de la
integridad de sus contenidos».
Baudelaire, sostiene Benjamin, «entiende la magia de la distancia a lo
horadado». Al fin del ensayo,
Benjamin lo aclara bastante: la aceptación (Einverständnis) de la desintegración del aura, en la experiencia de
shock, es la misma ley de la poesía de
Baudelaire. Siguiendo esta misión de
acuerdo al plan de trabajo en sus composiciones, la poesía lírica de
Baudelaire es intencionalmente histórica y se comprendió a sí misma como
tal. Paradójicamente, empero, para dar
testimonio poético de la pérdida de la
experiencia, y para cumplir la misión
histórica en cuestión, el poeta moderno, como poeta que ha sido defraudado por su experiencia, debe recurrir
precisamente a esa experiencia que se
ha hecho imposible u obsoleta. Solamente mediante «tener en sus manos
los fragmentos desparramados de genuina experiencia histórica», en el
spleen y la vie intérieure, puede el poeta dotar a la experiencia vivida «del
peso de una experiencia», en otras
palabras, exponerla «en toda su desnudez». ¿Pero cuáles son esos fragmentos de lo que está «irrecuperablemente perdido» y que Baudelaire
tiene que apropiarse para ser «capaz
de sondear el significado total del colapso que, como hombre moderno, estaba atestiguando»? La «experiencia
que busca establecerse a sí misma en
una forma a prueba de crisis» es solo
posible, sostiene Benjamin, «dentro del
dominio del ritual» o su duplicado, lo
bello, en el que el valor de culto se
manifiesta como el valor del arte. Quizá la discusión de Benjamin acerca de
la importancia de las masas para la
poesía de Baudelaire revele más claramente la deuda fundamental de la
experiencia respecto al culto, quizá
inclusive a lo oculto. Si bien los
«Tableaux Parisiens» nunca pintan las
multitudes, su secreta presencia
(heimliche Gegenwart) es, para
Benjamin, demostrable casi por todos
lados. De hecho, precisamente por estar dotadas de una secreta presencia,
las masas llegan a ser para Baudelaire
el «velo agitado» (bewegte Schleier) a
través del cual, poéticamente, ve la
metrópolis. Similarmente, el motivo de
la multitud en el cuento de Poe «El
hombre de la multitud» está, de acuer-
do a Benjamin, «marcado por ciertas
peculiaridades que, en una inspección
más cercana, revelan aspectos, tan
poderosos y profundos, de las fuerzas
sociales que los debemos contar entre
los que, por sí solos, son capaces de
ejercer un efecto a la vez sutil y profundo sobre la producción artística».
En efecto, es solamente porque están
bien escondidas que las masas en
Baudelaire, o las fuerzas sociales asociadas con ese motivo en Poe, tienen
el poder de ejercer una influencia sobre la producción artística –o hasta
tienen, en primer lugar, el poder de
poner a tal producción en movimiento. Retirándose a la distancia, las masas llegan a ser capaces de un efecto
secreto, una acción a distancia (actio
in distans), si no una acción oculta
(actio in occulto) como era. Escondidas,
las masas adquieren una fuerza oculta. En un pasaje que refiere al paseo
de Baudelaire a lo largo de las polvorientas orillas del Sena, cuando está
buscando «láminas en venta de piezas anatómicas», se sugiere como
pensar esta fuerza oculta y como ella
contribuye a la experiencia que se requiere para cualquier tratamiento poético de la pérdida de experiencia. Como
observa Benjamin, «la masa de los que
partieron (Masse der Abgeschiedenen)
ocupa el lugar del esqueleto individual en esas páginas. En las figuras
de la danse macabre, él ve una masa
compacta en movimiento». La masa
se constituye así como la masa de los
que partieron. Debemos recordar que,
de acuerdo con la discusión de
Benjamin sobre Bergson, la experiencia es «menos el producto de hechos
firmemente anclados en la memoria
(Erinnerung) que de la convergencia en
la memoria (Gedächtnis) de datos acumulados y frecuentemente inconscientes». Rechazando nombrar (namhaft
machen) a las masas, por lo tanto fijándolas concientemente, dándoles el estatuto de experiencia vivida, la masa
está incrustada (eingesenkt), (eingesetzt),
en Gedächtnis como el fundamento inconsciente y la agencia de la experiencia. Como las masas de los que se fueron, del invisible aunque omnipresente fantasma de las masas, llegan a ser
el velo a través del cual Baudelaire
puede sentir poéticamente, a la vez que
da cuenta de la pérdida de la experiencia. Separada de la vista, la masa
oculta está escondida y al mismo tiem57
po actúa como un poder sobrenatural. La multitud amenazante, con su
«maquillaje esencialmente inhumano», «da al habitante de la ciudad la
figura (Erscheinung) que fascina». Evocando a la mujer desconocida en un
velo de viuda de A une passante,
Benjamin aclara como el ocultamiento de las masas posibilita la experiencia. La experiencia vivida es experiencia en toda su desnudez, como la experiencia de algo irrecu-perablemente
perdido. Él escribe: «El placer del poeta urbano es amor –no a primera vista, sino a última vista. Es una despedida para siempre».
Como recuerda Benjamin,
Baudelaire compara al hombre que se
hunde en la multitud con «un caleidoscopio equipado con conciencia».
Sean táctiles u ópticas, las experiencias del hombre en la multitud solo
pueden defenderse de la serie de shocks
y colisiones a las que están sujetas por
medio de más elevada conciencia. En
esto, las reacciones al shock del hombre en la multitud se parecen a las del
fotógrafo que fija, con un toque de su
dedo, «un suceso por un ilimitado
período de tiempo. La cámara da al
momento algo así como un póstumo
shock». La conciencia del hombre en
la multitud es un aparato de reproducción. Fijados, todos los sucesos están
dotados por ese aparato con conciencia y son parte de «la memoria
(Erinnerung) volitiva, discursiva», por
tanto, están desposeídos de cualquier
cualidad aurática. Esta transformación «del sensorio humano», que coincide con el ahondamiento de la
apercepción, alberga los rudimentos
de la tecnología del cine. Benjamin
escribe: «Llegó un día en el que una
nueva y urgente necesidad de estímulos fue enfrentada por el cine. En una
película, la percepción en forma de
shocks se estableció como un principio
formal». Pero el cine, como lo describió Benjamin, solo lleva a su consumación final a lo que había empezado
como pérdida de la individualidad y
como la conversión del hombre en un
caleidoscopio con conciencia. Antes
de su argumento, en «La obra de arte»,
de que el cine es la verdadera base de
entrenamiento político para las masas
proletarias, Benjamin ya había afirmado, en «Réplica a Oscar A. H.
Schmitz», que si el cine es el «prisma
único» por medio del cual la humani58
dad contemporánea hace comprensible la realidad, «el cine [puede solo]
completar el trabajo prismático que
inició actuando sobre [la colectividad
humana]». El Nuevo Cine ruso ha realizado esta tendencia, pero también lo
ha hecho el cine grotesco americano.
Haciendo referencia a un artículo de
Philippe Soupault, Benjamin apunta,
en «Chaplin en retrospectiva», que
Chaplin ha desarrollado sus habilidades de observación durante interminables caminatas por las calles de
Londres.
Pero, en buena medida, del mismo
modo que la fotografía, el cine no completa plenamente la tendencia inherente a su tecnología. Como la historia temprana de la fotografía, tiene también una
prehistoria (Vorgeschichte) en la que la
nueva técnica de reproducibilidad y su
potencial para ahondar la apercepción
son puestos al servicio de la magia. En
verdad, Benjamin no evoca explícitamente esta faceta de la historia del cine.
Empero, aparte del hecho de que el cine
experimentó un período no diferente
al de la fotografía temprana, un estadio animístico del cine está también
asegurado por la propia tecnología.
¿Qué nos dice, entonces, nuestro desvío a través de «Sobre ciertos motivos»
acerca de esa pre-historia, dado que
Benjamin sostiene en ese texto que el
shock es una de las experiencias que
ha asumido importancia decisiva para
la Faktur de la poesía de Baudelaire y
que está implicado en las «leyes encubiertas» de acuerdo a las cuales el autor ha reunido su material y construido sus versos? Dado que la figura del
shock es decisiva para la obra de
Baudelaire y la vincula con su contacto con las masas metropolitanas, más
aún, dado que concibe a la creación
como un tipo de esgrima, la poética de
Baudelaire es un equivalente de las
tecnologías reproductivas presentes
en la litografía, daguerrotipia, fotografía, todas las cuales son precursoras
de la tecnología del cine. ¿Qué podemos nosotros, entonces, inferir de ese
texto en lo concerniente al cine temprano? Primero que todo, la regresiva
reapropiación del potencial revolucionario de la tecnología del cine, y de la
nueva naturaleza que saca a luz, es
adoptada por su objeto –y condicionada técnicamente, como en el caso
de la fotografía; esta regresión es además inevitable y, en cierta medida,
también necesaria y justificada. Dado
que el objeto principal de la representación cinematográfica son las masas,
el vuelco regresivo en el cine consiste,
por supuesto, en causar que su presencia se desvanezca. Pero, como han
mostrado las elaboraciones de
Benjamin sobre Baudelaire y aún más
aquellas sobre Poe, tal desvanecimiento puede volver a las masas en el fuerte poder oculto requerido por la producción artística en la modernidad.
Como los muertos vivos, rondan al
medio incluso, o quizá especialmente, cuando pinta solo el destino individual, tanto cómico como trágico.
Además, reprimiendo a las masas que
son el objeto «natural» del cine, el cine
mismo puede adquirir características
fantasmales. Se hace entonces el mero
médium a través del que, o mejor como
que, el fantasma de la masa se da a
conocer. Inconsciente de sus capacidades, todavía un extraño para sí mismo, y sintiéndose misterioso, el cine
temprano, concibiéndose a sí mismo
como un médium mágico o espiritista, cae bajo la influencia de su verdadero objeto.
Se ha sostenido que la teoría de la
magia es la verdadera hija de la época
tecnológica. Inversamente, la interpretación animista de la tecnología que
se encuentra en el cine temprano va al
encuentro de una demanda de hacerse cargo de esas nuevas tecnologías.
Esto es también verdad en lo que refiere a la tecnología del nuevo medio del
«cine». Pero ella, asimismo, llama a
una reapropiación animista. Después
de todo, el inconsciente visual, cuya
exhibición fija permite la nueva tecnología de reproducción, se transforma en otra especie de fuerzas ocultas
de las que el sujeto es la presa. ¿No es
el inconsciente óptico, que se hace visible por medio de primeros planos
ampliados y cámara lenta, una manifestación del espíritu de los que se fueron? La propia tecnología que reproduce y detalla el inconsciente visual
se presta para tal interpretación, que
va a contracorriente de la tendencia
desmistificadora del total Versichtung
de que el medio es capaz. Más que
desvestir a la realidad de todas las trazas de lo oculto, el Versichtung total
puede hacer plenamente presente lo
demoníaco. Pero hay una justificación
más sutil para el recurso de lo oculto
en el cine temprano. Benjamin insinúa
la razón en cuestión cuando caracteriza a la poesía de Baudelaire como
un intento de dar cuenta, poética y
experiencialmente, de la pérdida de la
experiencia y el aumento de la conciencia. A lo largo del ensayo,
Benjamin enfatiza la ambivalencia de
Baudelaire respecto a las multitudes
y su modo de percepción en la experiencia vivida. Baudelaire celebra y, al
mismo tiempo, profesa una aversión
a la proximidad, conciencia y profana realidad representada por las masas. Su aversión al nuevo fenómeno
recurre a lo oculto y a la demonización
de las masas –su experiencia de ellas
como una fuerza amenazadora y perniciosa–, todo eso, precisamente, le
permite al poeta establecer la importancia del aumento de la conciencia y
el descubrimiento de una nueva realidad. Para mantener la experiencia vivida en toda su desnudez, es decir en
lo que respecta a su potencial revolucionario y promesa de libertad, fue
necesario para Baudelaire experimentarla como una amenaza contra algo
ya irrecuperablemente perdido. Algo
similar ocurre con el cine temprano.
Su textura animística es el negativo
inevitable a través del que, aquellas
tendencias que han madurado en las
nuevas películas rusas y del grotesco
americano, hallaron su primer recoM
nocimiento.
Imágenes: Vertical seccionada, Nelson Ramos (1972)
59
El ojo se retrajo
con trabajo –siglos
vueltos a ver–, surco,
hendiduras, heridas, flor de la
herida.
A ver, a verse
a sí mismo,
a ver, a herirse de ver.
Mientras la mirada miraba el
mar
retirado en la retina aguas
adentro.
Cuando no sale de aquí es un encierro,
Cuando no consigue salir fuera
De aquí es una cárcel de aquí;
Da vueltas en el círculo en el patio
Al ritmo de los zapatos, al peso.
No es un trompo, es una trampa.
Bulla encima la cerveza,
Pasa el carguero enarbolando el río,
Que cuando se escribía así yo era feliz
Sin darme cuenta, como es natural,
Un menor solo sin la menor idea.
Ahora hay que decir Mark Twain con prisa,
Puntual en referencia, rápido entre rápidos,
No sobra el aire, hay que salir a superficie,
Hacer piso entre los pescadores,
Esquivar anzuelos con la punta en carnada
Que ya pasó el carguero. La poesía es lenta
No igual que la sabiduría pero dilatada, lenta.
Hay que vivir pasando el paño sobre la inmediatez
Sin que medie cosa alguna. Cuando media, por acaso,
Se pasa el paño urgente sobre la cosa, húmedo, tibio,
Sin pérdida de tiempo para perder polvo.
El que usa mucho como es pan comido
para los de su propio oficio, contra el suelo va
el hocico perfumado del rastreador de sangre
fresca de la desesperación, esa que deja huella
y no regresa sobre sus pasos, la que salta
por encima de la errata, pasa y dice:
«ya está» –eso dice la sangre. Y el herido,
adelante va un herido, deja que hable la sangre,
gotea –no la sangre: el herido– como un techo
que la lluvia traspasa con su peso de agua,
delante de la batalla va un herido de sable,
va un herido de habla, herido de blá-blá-blá,
esos blasones de la época que va.
60
Hay un problema con las ventas,
últimamente con las ventas.
Es la gente que no compra
o cada vez compra menos.
Chorro de ahorro no es,
suerte, quizás, de arcoiris,
media felicidad de una clase
extinta, donde llovió.
Hay más gente que no se vende,
que no se vende más.
Cada vez cuesta más menos,
anda por las nubes, arriba.
Escritura «que no sale de aquí»
No sabes de lo que te pierdes.
De ahí que mi canción oculte alas
–Cierto, algo oculta: alas–,
Alas oculta de ahí, del no saber,
Para no perderse sin saber, alas.
¿Descubrirla, desnudarla
Si en este mundo bajo todo oculta?
Mecánicos, actrices, instrumentos
De cálculo, alcatraces que resguardan
Oro en el buche, pájaros en general,
Abucheadores profesionales de Arturo,
Plantas, palmas, pies y manos
Encendidos bajo un ocultamiento.
Hombre y mujer ocultan algo grave
Que se llamó, con vergüenza, «vergüenza»:
Sus gracias
Piedra para romper no, para no herir,
Para tocar lanzada cerca, certeza
Nada más lejana aún dado:
Suerte de sur en el norte,
Suerte de norte en el sur,
Apretado, concentrado de migajas.
Aquel sabroso pan fundante
Del hambre, brasa, el pan aquel
dejó restos: el hirviente ir y venir
De las hormigas sobre el grillo muerto.
Y la escritura que no sale de escritura.
Cuando poco más queda que decir el extranjero
Ahora es cuando, el exterior, casi cosa, aparece.
Un florero al que cambiaré el agua
De repente, cuando te das cuenta.
(Cita aquí de un célebre,
Cita aquí de un célebre que demuestre que leíste,
Que te apoye sin que todavía sea una obra maestra
Pero que para allá vaya,
Una cita que sostenga esta línea
Con una mujer hermosa del bar:
«El manejo de las fuentes»
–«Que manan y corren...»
EDUARDO MILÁN
61
DOIS TEMPOS
Milton Hatoum
62
E
ncontrei-a por acaso na noite de um sábado.
Eu tinha acabado de chegar à cidade, queria fazer
surpresa para tio Ranulfo. A casa dele, fechada,
imaginei que estivesse viajando, e me hospedei numa pensão
perto do porto. Jantei na Sereia do Rio, e, enquanto comía me
lembrei da voz ansiosa de tio Ran, antes de suas breves
viagens a trabalho. Saí da zona portuária, caminhando
devagar até as ruas escuras de um quarteirão antigo. Havía
lamparinas e velas nos batentes das janelas abertas, nas
estantes e mesas das salas devassadas, na janela daquela
casa onde demorei a reconhecer o rosto de uma antiga vizinha
e ex-aluna do conservatório. Aiana saiu do casarão e, na
calçada, perguntou: «Não te lembras dela, a Tarazibula
Steinway?»
Eu tinha uns 14 anos e morava na casa de meu tio.
Gostava dele, um solteirão estabanado, que me levava para
corricar no paraná do Cambixe. Com ele fui pela primeira
vez ao Varandas da Eva e a outros balneários noturnos.
Não se zangava quando me via sem farda, gazeteando
aulas; mas nas noites de esbórnia no quarto dele, quando
me surpreendia de olho na fechadura, tio Ran me
expulsava aos gritos. No dia seguinte, dava um tapa no
meu ombro, ria sem jeito, ia embora.
Era alto e desengonçado, às vezes se desculpava por
ser atrapalhado, não sabendo pôr as coisas dele em ordem,
nem arrumar a casa. Não sei se gostava da vida de
solteirão, acho que não queria ninguém ao lado dele. Na
nossa casa era raro sentar à mesa no meio de tanta bagunça.
Comíamos na Sereia do Rio, que, além de barato, tinha
uma varanda para a baía e a floresta. Quando voltava de
suas viagens misteriosas, me trazia presentes embrulhados
con desleixo em papel de padaria. Nunca soube por que
ele viajava tanto. Numa sexta feira incerta, dizia de
supetão: «Embarco de noitinha, mais daqui a dois dias
estamos juntos». Não queria que o acompanhasse ao porto,
despedidas solenes dão azar, ele brincava.
Via meu tio segurando uma sacola de lona e pensava
que nunca mais ia a voltar. Pensava nisso até na presença
dele; na verdade, tinha medo de que ele fosse embora para
sempre. Quando me via triste e calado, querendo saber o
motivo de tanto silêncio, eu mentia: minha cabeça ia
queimar de tanta dor, uma dor lá no fundo. Tio Ran não
entendia minha recusa de ir ao médico. Então numa
segunda-feira, ele me levou no conservatório. Ficou
observando as janelas fechadas do andar superior. Depois
disse: «Entra e fala com a professora. Quem sabe se as
aulas de canto não vão curar tua enxaqueca».
Com a minha voz indecisa, saindo da infância, começei
a aprender canto com Tarazibula S. Boanerges. Na minha
cidade, ela era a protagonista do canto e do piano. Eu me
impressionava com o rosto dela cheio de pontinhos pretos,
ameaçando formar barba. As pernas eram cabeludas como
os braços, mas a voz, de inflexão melódica, me fazia esquecer
tudo. O sorriso bonachão e uma generosidade extremada
participavam dessa magia. Acima de tudo, era professora e,
para nós, uma artista. «Aprendi tanta coisa con dona
Steinway», disse Aiana, tentando acender uma vela.
Dona Steinway, porque só ela tinha um desses pianos
em bom estado. O outro pertencia ao teatro, mas além de
desafinado era um ninho de traças e baratas. Partituras de
música enchiam a estante da sala; na mesa de centro, uma
63
64
flauta indígena, que ela soprou uma única vez e murmurou
como se estivesse sozinha: «Nossa dissonância ancestral».
Ensinava dia e noite, talvez sonhasse com sons.
Crianças dedilhavam as primeiras notas, anos depois
interpretavam um chorinho de Nazareth; algum dia uma
ou outra chegaria a tocar uma sonata de Schubert ou de
Beethoven. Bach não. O mais difícil, o quase impossível, o
que pede tudo de um artista, o corpo, a alma, ambos
concentrados oito ou dez horas por dia ao longo de uma
vida, tudo, toda sua força interior e física, Bach por
exemplo, só ela. E nunca em público, só para nós, quase a
escondidas, no fim do dia, quando ela se desculpava pelas
notas erradas ou uma saida do andamento, esbarrões que
não percebíamos, não podíamos.
Na primeira aula ela sondou minha voz. Tocava uma
tecla e me pedia a nota correspondente. Uma outra mais
aguda, e eu perdia a voz, a voz abandonava meu corpo.
Uma nota mais grave e eu grunhia. Ela não se desapontou
e teve paciência. «Não é preciso se esgoelar, canta ao
da flauta. Sentou lentamente na banqueta e as mãos
retomaram o chorinho.
No último ano de meus estudos de canto, já não me
inquietava tanto com a ausência de tio Ran. Na manhã de
um sábado, quando ele estava viajando, fui a assistir aos
exercícios de Aiana no conservatório. Na sala não encontrei
minha amiga; ouvi passos na escada e, quando a professora
surgiu, parecia outra; usava um vestido decotado, brincos
e colar; os lábios vermelhos e o cheiro de perfume davam a
impressão que a noite a esperava. Ia me despedir, mais ela
me abraçou e me beijou como se não me visse habia muito
tempo. Disse que tocaria alguns estudos e prelúdios de
Chopin. Nos intervalos enxugava o rosto, concentrava-se
e interpretava com prazer o que durante a semana
martirizava as alunas. Sentado perto dela, admirava os
movimentos ágeis e firmes de suas mãos, que tocavam só
para mim. Quando terminou, cubriu o teclado com uma
tira de feltro e me olhou demoradamente antes de dizer:
«Conheci tua mãe, uma das primeiras alunas. Estudou
natural, como se estivesses falando». Talvez quisesse
descobrir em mim um grande tenor, mais minha voz, meu
corpo, claudicavam. «O som já está ficando mais puro,
mais claro», mentiu. «A potência virá com o tempo».
Cantou um lied sombrio, não me lembro qual, e me
consolou: «Tens que dar tempo au tempo».
Naquela tarde, percebi: sou incapaz para o canto. Dona
Steinway já devia saber que seu aluno era promessa de
nada. Mesmo que fose para o outro hemisfério: nada. Uma
nulidade, voz para conversa, grito o resmungo, nunca para
o canto. Mesmo assim, ela estimulava seu único aluno, o
único menino.
«Já es um tenorino talentoso», brincava quando ouvia
meus agudos alarmantes. As meninas e as pianistas
veteranas entediavam-se; muitas frequëntavam o
conservatório por obrigação ou para matar o tempo. Várias
alunas cochichavam nos corredores e, o que era pior,
cochichavam quando a professora pedia silêncio, as mãos
e os lábios tremendo, enquanto o olhar repreendia as
tagarelas.
Numa tarde, a mãe de uma aluna interrompeu
bruscamente a aula, querendo saber o desempenho da
filha; o sonho dela era ver a filha virtuosa dar um recital
no teatro Amazonas. Pagou em dobro o preço das aulas,
deixou cédulas altas sobre o teclado e foi embora sem
esperar o troco. Dona Steinway ficou paralisada, muda.
Senti seu hálito quente, vi suas mãos fechadas, o corpo
que ofegava e crescia. Ela tirou as cédulas, jogou na mesa
seis anos, gostava dos Prelúdios...». A professora sabia
que eu era órfão, mais nunca habia mencionado o nome
de minha mãe. Ficamos em silêncio por alguns segundos;
ela se levantou, me acompanhou até o portão, fez uma
pergunta como se fosse uma despedida: «Aquele teu tio
cuida bem de ti?».
Pouco tempo depois, quando pensava em deixar a
cidade, fui com tio Ran ao teatro, onde dona Steinway daria
um recital. Insisti em chegar cedo, queria achar lugar na
primeira fila, colado ao palco. O teatro estaria cheio de
gente e eu fazia questão de que a professora notasse minha
presença. Quando entramos na sala, havia apenas cinco
pessoas. Aiana, sozinha na primeira fila, nos chamou. Tio
Rania apontando para o nome dos músicos, poetas e
dramaturgos europeus: os artistas mais famosos do mundo
estavam ali, nos estandartes de gesso em forma de lira,
encardidos e empoeirados.
Várias lâmpadas dos lustres, queimadas; as frisas sujas,
e a pintura do pano de boca parecia enrugada. Sentado
observei com calma o motivo da pintura: ninfas gordas
deitadas em conchas que flutuam no encontro das águas.
Dona Steinway demorava, esperando talvez a presença
dos convidados. Lentamente a sala foi escurecendo, e só a
pintura se destacava, iluminada solta no espaço. O calor
aumentava, tudo parecia parado, eu me estiquei na cadeia
e me deixei levar por aquelas conchas com seres
mitológicos; pouco a pouco me distanciei daquele lugar.
Os dois rios iluminados pareciam jorrar da pintura e
inundar a sala silenciosa e sombria, cobrir tudo de água,
até o lustre gigantesco e abobado do teto, onde a torre
parisiense e as alegorias em redor pareciam grandezas de
outro mundo.
Um ruido me despertou. Ao meu lado, Aiana
resmungava ao ver a sala quase vazia. Quando o pano da
boca subiu, o piano preto do conservatório apareceu no
centro do palco. Depois ela entrou, aproximou-se da
platéia, foi aplaudida com entusiasmo. Da primeira fila
eu podia ver o rosto em êxtase da pianista, a alegria
incontida, como se fosse uma grande noite.
Depois do recital fomos falar com ela. Não parecia
decepcionada. «Esse teatro é grande demais para um recital
de Schubert -ela piscou para meu tio-. Hoje em dia, uma
plateia de vinte pessoas é uma multidão. O teu sobrinho
va continuar a aprender canto?».
Ainda voltei algunas vezes ao conservatório e, uns
meses depois do recital, parti.
Longe dali, cada vez mais longe, ao ouvir uma sonata
de Schubert, um chorinho de Nazareth ou as Bachianas
Brasileiras, eu me lembrava dela. De seus dedos longos,
de seu rosto suado, tenso ou radiante, todo o corpo atento,
tocando para a pequena plateia. Dona Steinway não
buscava a notoriedade. Ensinava. E sabía escutar.
Pensava nisso quando Aiana, vela na mão, me puxou
pelo braço e me conduziu à escada de ferro. Sem saber
porque, hesitei em entrar. Pude ver uma parte da sala
espaçosa, aclarada por lamparinas, cheia de gente bem
vestida. Um cheiro exquisito, perfume a flores, se misturava
ao bafo quente da noite. Uma faixa de tecido verde, com
palavras douradas, de luto, cobria livros e partituras; perto
da parede, ex-alunas cochichavam, mães e filhas, juntas.
Quando entrei, vi um homem velho e triste, curvado
sobre o rosto da mulher deitada, quieta, as mãos cruzadas.
Levei um susto, tentei pronunciar o nome dele, mais
enmudeci. Tio Ran parecia outro, tão diferente, parado ali
de pé, as mãos enfiadas no pelo da professora.
Quase não vi seu rosto, escondido por outro, o de meu
tio. Mas vi, observei, senti suas mãos que tanto dedilharam
o teclado, agora silencioso, agora fechado sabese-lá até
M
quando.
Imágenes: Gato sobre la mesa de cocina de mi abuela Clelia,
Nelson Ramos (1995)
65
LA CAVERNA
DE CAÍN
Marcelo Damiani
66
Para Guillermo Cabrera Infante
C
aín, como todo el mundo sabe,
nació bajo la ducha; mejor dicho,
bajo la dicha de la ducha. De
hecho, la leyenda cuenta que lo primero que se le ocurrió a su creador,
mientras se daba un merecido baño
reparador luego de seis arduos días
de trabajo, fue su nombre. Sus detractores, sin embargo, aprovechaban
esta circunstancia para argumentar que Caín no
era un verdadero
hombre, sino tan
sólo un mero
nombre. Pero
con innegables delirios de grandeza.
El origen acuático de su apelativo,
por otra parte, era usado por Caín para
establecer su estrecha relación con el
principio del mundo, ya que él firmemente creía (como Tales de Mileto) que
el agua era el fundamento de todas las
cosas. Su creencia quizá pueda explicar la hiper-sensibilidad que experimentaba frente al ruido de este líquido
elemental, porque cada vez que alguien
abría una canilla cercana y el agua empezaba a fluir poderosa y rauda huyendo del cielo, el oído absoluto de Caín no
podía más que alertarlo sobre el fenómeno que se estaba desarrollando en las
proximidades de su ser. Aunque aquella calurosa mañana caribeña, para hacer honor a la verdad, lo único que el
ruido del agua le despertó fue la sed, y
se la despertó incluso antes de que él
estuviera técnicamente despierto.
Caín en esos momentos estaba sumido en un sueño placentero donde era
un enorme dragón. Varias dotaciones
de bomberos habían desplegado sus
mangueras y le arrojaban poderosos
chorros de agua para tratar de apagar
el fuego que salía de su boca. Todas las
cosas, al ser alcanzadas por las llamas,
se transformaban en pequeños cristales; así, Caín tuvo la oportunidad de
verse reflejado por un instante. Su rostro era muy parecido al de King Kong, y
eso le encantó. Pero además, colgada de
su cuello, temerosa y húmeda, iba la
doncella rubia que le correspondía
como a todo Rey. El último detalle que
lo dejó boquiabierto fue que él no hacía
ningún esfuerzo por lanzar llamaradas
de fuego como un dragón clásico. El fuego salía de su boca cada vez que sonreía, y él, por algún extraño motivo, no
podía dejar de sonreír. Los bomberos,
mientras tanto, seguían haciendo su tra-
bajo, sin darse cuenta que hacía falta
mucho más que agua para apagar tanto fuego.
Aún antes de poder abrir los ojos,
aún antes de oler el fuego que crepitaba a sus espaldas, aún antes de sentir
el calor que inundaba el ambiente
(acentuando la sequedad de sus labios), Caín tuvo la sensación de estar
inmovilizado, atado de pies y manos
y en una extraña posición cuasi fetal.
Se sentía atrapado en una esfera única, compacta y rígida, inmutable e
intemporal, compuesta por infinitos
anillos concéntricos que le daban ese
aire indivisible e inmóvil que suele tener toda cárcel mental. La sensación
era tan placentera como perturbadora, y fue esta y no otra la razón que le
hizo poner toda su fuerza de voluntad para terminar de despertarse y
averiguar qué diablos era lo que estaba pasando a su alrededor.
Levantar la pesadez de sus párpados fue sin duda una empresa que lo
dejó exhausto. La luz, además, no sólo
era harto mezquina, sino que también
parecía estar en movimiento. Su cuerpo, por último, no estaba cómodamente
acostado en una cama o una camilla
como uno podría imaginarse, sino que
se encontraba amarrado a un sillón de
cuero, y por si esto fuera poco, totalmente
desnudo.
Frente a sus ojos, en una pared curiosamente curvada, circulaban imágenes
borrosas que se movían de un lado a
otro. Su intelecto se demoró en vano algunos minutos tratando de descifrar el
sentido misterioso de esas sombras en
movimiento que parecían tener alguna
relación con los murmullos ininteligibles que provenían de las paredes que
67
lo rodeaban. Caín, ciertamente que no
por primera vez en su vida, pensó que
por fin había enloquecido.
Supuso, con la sagacidad que lo caracterizaba, que la explicación de todo
debía estar cifrada en su pasado reciente, en el recuerdo de las extrañas vicisitudes acaecidas la noche anterior. Por
su mente cinematográfica desfilaron las
imágenes fugaces del estreno teatral de
una obra hospitalaria a la que había tenido que asistir para cubrir a un colega.
Caín estaba maldiciendo su mala suerte hasta que sus sentidos literalmente
fueron heridos por una mulata con cuerpo desbordante a la que no tardó en
abordar. Y si no recordaba mal, lo primero que ella le había contado –como si
se tratara de un dato peligroso– era que
estudiaba filosofía oriental.
–Yo también amo el conocimiento –
había contestado rápido Caín, aunque
la mirada lasciva que le había dedicado a ese cuerpo moreno y brillante que
se encontraba frente a él parecía desmentirlo descaradamente.
Entonces la mulata lo había invitado
a visitar un nuevo lugar exclusivo, casi
secreto, donde esa noche se iba a reunir
con sus compañeros de estudio; Caín,
mientras asentía rápidamente, se
preguntaba si ella compartiría su fuerte concepción
carnal de la filosofía.
También se acordaba que cuando la mulata
le dijo el
nombre
del lugar, «Spéos», vio espejos y esperas y pensó que era una forma sutil de
decirle que vería todo lo que quisiera si
tenía la suficiente paciencia.
El lugar parecía una caverna, y cuando uno entraba y descendía por la rampa principal, percibiendo la fuerte densidad de la atmósfera, realmente se sentía como transportado a un mundo primitivo. La escasa iluminación, las imágenes chinescas proyectadas en las paredes y los murmullos envolventes que
hacían las veces de música de fondo, a
diferencia del ruido estridente y las fosforescencias de los clubes nocturnos que
Caín acostumbraba frecuentar, también
se confabulaban para crear tal impresión. La mulata lo arrastró de la mano
por pasillos cada vez más oscuros y
sinuosos en dirección a lo que parecía
ser el interior de la Tierra. Caín, por su
parte, se dejaba llevar sonriente, tentado por la proyección de sus propios
pensamientos eróticos.
Pero su memoria se difuminaba a
medida que se acercaban al rincón donde acababa de despertarse. Recordaba
claramente a otra mulata que había venido con el vino y una sonrisa traviesa,
su propia invitación para que se uniera
a la fiesta, la mirada de las dos mulatas
como insinuando que ahí había mucha
muchacha para un sólo Caín, y él haciendo chistes y acariciando como al
pasar la espalda oscura de su compañera. La última imagen era la de una
antorcha y unas palabras en otro idioma con entonación argentina. Eso era
todo. Por más que lo intentaba, no podía recordar cómo había terminado
desnudo y atado de pies y manos al sillón de cuero. Aunque lo imaginaba, y
esperaba, por el bien de su reputación
sexual, estar en lo cierto. No se atrevía a
examinar las posibilidades de un error
de cálculo en este sentido.
El aumento del volumen de los murmullos que inundaban las paredes volvió a distraerlo de sus vanos intentos
de recuerdo. Parecía un eco que venía
de sus espaldas. Al intentar darse vuelta reparó en sus ataduras. Eran como
68
cadenas aterciopeladas y oscuras y después de hacer un poco de fuerza con
sus brazos ambas se soltaron. Caín
aprovechó la oportunidad para liberarse del todo. Encontró rápidamente el traje blanco que llevaba la noche anterior y
se lo puso, incluyendo el vistoso sombrero panamá. No había rastros de las
mulatas por ninguna parte. Ni tampoco del vino. Miró por última vez las imágenes proyectadas en las paredes y pensó que parecía un cine primitivo o futuro donde habían sido abolidas las
leyes de la representación. Se preguntó si la mulata no lo habría llevado
para hacer algún tipo de experimento
perceptivo, ya que después de todo, él
era el crítico más famoso de la isla.
Pero desechó la idea rápidamente; prefería pensar que había sido utilizado
como un objeto sexual.
Salió del rincón de la cueva ascendiendo por un pasillo cortado por una
pequeña pared; atrás de la misma había un fuego que parecía controlado,
como si también fuera parte del espectáculo, y a su lado, una antorcha. Caín
se agachó para mirarla más de cerca
pero alguien le dio un golpe que lo mandó directamente al piso. Después sintió
que lo arrastraban por sobre algo áspero y escarpado mientras él protestaba y
se quejaba. Su cuerpo terminó arrojado
al duro empedrado de la calle.
–Eh, Caín. ¿Qué es lo que haces aquí,
Caincito? ¿No deberías estar tú en el
cine, pues?
Entonces se acordó que esa mañana
tenía una función privada. ¿Cómo se
llamaba la película que tenía que ver?
No, eso no era importante, sino la hora
y el lugar. ¿Dónde le tocaba hoy, en el
Atlantis o en el Astral? Miró su reloj y
apenas pudo distinguir que las agujas
no parecían moverse. ¿Se habría detenido el tiempo? Pero no importaba la
hora que fuera, de cualquier forma tenía que apurarse, y mientras se le aclaraban las ideas creyó recordar que la
función de hoy era en el Astral.
–¿Qué es lo que vas a escribir mañana si no ves la película antes, Chico?
Caín levantó la cabeza y calculó que
debía ser alrededor de mediodía. Si se
apuraba, tal vez podía llegar para el
final, y con un poco de suerte, encontrar algún colega amable que por lo
menos le cuente el argumento. Aunque lo dudaba, ya que la mayoría de
los críticos sólo veían los primeros
quince minutos de todas las películas, y después huían indefectiblemente
de la sala; y si no se iban era porque se
habían quedado dormidos. En cualquier caso, su suerte ya estaba echada,
y todo por culpa de la mulata y sus suM
puestos estudios de filosofía.
Cuando intentó abrir los ojos la luz
del sol lo encandiló sin piedad. Luego
de sentarse lentamente buscó sus lentes negros en los bolsillos del saco, de
la camisa y del pantalón, pero no pudo
encontrarlos. El calor, además, lo envolvía como una nube hirviente y húmeda, dificultando su poder de concentración. Se puso de pie sintiendo
como si su cuerpo penetrara en una
bolsa de aire caliente. Se sacudió un
poco la ropa y dio un par de pasos
trastabillando, acomodándose el sombrero para que la luz del sol no lo molestara tanto. La densidad de la atmósfera le obligó a abrir la boca para poder respirar mejor. De pronto escuchó
que alguien repetía su nombre.
Imágenes: Gamba da fiore, Nelson Ramos (1997)
69
NELSON ASCHER
ENCONTROS
Há gente que eu encontro
na rua e me sorri
(o fósforo, dormindo
ensimesmado dentro
da caixa, sonha incêndios)
e eu lhes sorrio; há gente
que encontro numa loja
e me sorri (a lâmina
da faca que repousa
numa gaveta aguarda
o dedo distraído)
e eu lhes sorrio; há gente
que encontro na garagem
e me sorri (o fio
se aquece na parede
acalentando alguma
faísca) e eu lhes sorrio;
há gente que eu encontro
até no elevador
e me sorri (a carne
que está na geladeira
fermenta aos poucos sua
toxina), eu lhes sorrio
e cada qual de nós,
descendo em seu andar,
ligando o carro (salvo
se acaba de guardá-lo),
fazendo (ou não) as compras
e prosseguindo rua
abaixo ou rua acima,
medita na segunda
lei da termodinâmica.
70
HOMECOMING
Estar em meu país
é deduzir num golpe
de vista quem é o quê,
se gay ou se opus dei,
mas isto ainda é fácil,
algo exeqüível quer
nos parques, quer nos becos
de Osasco ou nos de Osaka.
Estar em meu país
é ser, desde o primário,
íntimo de alguém antes
de ser-lhe apresentado,
mas isto, num país
mais incestuoso até
do que a menor das tribos
perdidas, ainda é fácil.
Estar no meu país
é de antemão poder
dizer quem faz o quê
e o que faria caso
pudesse, mas às vezes
parece (e constatá-lo
é fácil) que não há
ninguém fazendo nada.
Estar em meu país
é tanto intuir sem dúvida
quem é quem como ver
quem quer passar por quem,
embora, a rigor, isto
talvez se deva à idade
e, após alguma prática,
nem chegue a ser difícil.
Estar em meu país,
mais que saber por que
qualquer estranho pensa
saber tudo o que penso,
tem algo mais difícil
que o dom fácil de sempre
frustrá-lo e é simplesmente
estar em meu país.
71
UN LENGUAJE
DE PÚRPURAS Y ZARAZAS
Isidra Solari
72
Y
a se sabe que las palabras se dicen y se desdicen.
Sin embargo, el diccionario
recoge significados inapelables
que aceptamos por su objetiva lucidez.
Pero existen otros, volátiles y difusos, que se desvanecen con el tiempo.
Por esa razón se reservan para encuentros coloquiales; tienen significados únicos, provisorios y perecederos.
Transitan y transmiten una intimidad secreta y perentoria tan exclusiva
que su destino de desaparecer los desampara de las definiciones.
No es el caso de la palabra púrpura
que tiene varios significados consumados; es la sustancia primordial de
un molusco que origina un color rojo
violáceo que lo identifica. Por siglos
fue equivalente de prestigio, evidenciaba el privilegio de acceder a la Púrpura del Mediterráneo.
Sin embargo en el suelo Oriental
esta palabra se ha asociado a la sangre humana; otra acepción que dictamina el diccionario. De esa púrpura,
según W. H. Hudson, estaba impregnada «La Tierra (Oriental) Purpúrea».
La palabra zaraza, en cambio, nos
encuentra desamparados de la Academia. Es seguramente bastante más,
en esta tierra, que la «tela de algodón
estampada», así definida en el léxico
compilado.
Guitarras, melodías y Zarazas
Los estilos, las milongas, las cifras,
los aires populares, los valses criollos
sonaban en las guitarras de los payadores. Acompañados con su vihuela recorrían la campaña. Poblaban las
soledades taciturnas de los paisanos;
su música era esperada en los ranchos, en las estancias, donde se armaban «zarazas» a su llegada.
Sus cantares también repetirían la
palabra zaraza, picaneando bueyes y
recordando amores: «A la huella, huella, zaraza […] / Buey zaraza tus ojos
tristones […]».
Estas melodías camperas, cantadas y silbadas, fueron las primeras
canciones que cantó Carlos Gardel.
«La vida del carretero», que insta al
buey «zaraza» a seguir la huella, fue
la primera interpretación de Gardel
en París1.
Gardel era amigo de Arturo de Navas (1876-1932), uruguayo, autor y
cantor de canciones criollas. Cantaban juntos en bambalinas, antes y después de las funciones, durante dos o
tres horas, más que tangos, este cancionero.
Quizás también, cantaran otro «Ca-
rretero», menos conocido y antecesor
del cantado en París con letra de Juan
de Navas, legendario payador, padre
de Arturo2.
En una placa, Víctor Récord, todavía suena una guitarra con otra melodía3. La voz de Arturo es la de otro
carretero; otro buey: «Corneta» (el asta
doblada para atrás) que, empacado y
al tranco, sigue la huella.
El carretero, en esa desmesura de
abandono, anima a su buey y silba;
piensa en su mujer que a la distancia,
de celos de ausencia y por contraste,
lo imaginará en «zaraza».
Juan de Navas fue más que un memorable payador. Fue el contrincante,
en la payada de Paysandú, del argentino Gabino Ezeiza. Un contrapunto
mítico.
Una noche entera, un auditorio parcial, expectante, se mantuvo en vela,
con el corazón puesto en el oriental.
Al amanecer se inclinó hasta el delirio cuando el argentino improvisó
«Heroico Paysandú yo te saludo».
En la madrugada «el Negro» Ezeiza
(1858-1916) había establecido en su
canto una nueva y trágica Troya; otra
más en la Banda Oriental.
Zarazas en los campos de Batalla
La batalla de San Antonio sucede
en el año 1846.
Durante el prolongado asedio de
Montevideo, la Nueva Troya como la
llamó Dumas, Garibaldi, a la cabeza
de sus 180 legionarios italianos y 100
soldados de caballería, fue atacado, a
corta distancia de las fortificaciones
de la ciudad, por una división de 1.000
jinetes y 230 infantes del batallón de
Patricios.
Luego de los episodios de enfrentamientos, Garibaldi buscó la protección del monte que bordea el Arroyo
San Antonio, se internó por la ribera
del Uruguay y por esta hizo camino
al Salto.
Los heridos fueron distribuidos en
las casas de familia. Víveres, enseres,
eran imprescindibles para las tropas.
El comerciante Manuel Goncálves
de Amorim, de origen portugués, hace
un acta de denuncia que incluye un
incendio y una lista de «arrebatos».
«Diecisiete Piezas de zaraza», especificadas en portugués como
«colxas», cuyos precios oscilaban
entre $42, $40 y $21 en signos monetarios de la época.
«Siete varas de bayeta, una pieza
de gacineta, botas, sombreros, puñales». La lista es larga, incluye comestibles, elementos de guerra y otros, que
se argumentan de saqueo. Garibaldi
los considera como desaparecidos en
el incendio.
Se establece una cuenta a cobrar al
«Coronel Comandante de esta Guarnición y Jefe de la Escuadra Nacional
Don José Garibaldi».
Sin embargo, con este título rimbombante, Garibaldi, desde las trincheras maltrechas de la plaza vieja
de la ciudad, escribía a su mujer,
Anita: «Mi cama es la plataforma de
nuestra batería». Las zarazas «arrebatadas» estarían abrigando a más
de un legionario.
Días purpúreos y de zarazas
En una tierra ensangrentada por
largas décadas todo sugería la tragedia soterrada.
Las cosas simples se nombraban
con otras palabras. Elementos de la
vida cotidiana se convertían en símbolos que expresaban más que el uso
al que estaban destinados.
El coraje se medía en armas, las
banderas, aunque guardadas, eran
emblemas de enfrentamientos.
La vida de todos los días se transformaba, giraba en este clima sordo de
sobrentendidos donde las ofensas se
extendían en todos los vericuetos de
la vida.
Los colores eran banderas que resumían un lenguaje en el que todo
quedaba comprometido.
La mesa se tendía según los invitados. A veces, si un huésped llegaba de
improviso, había que retirar de urgencia las copas de cristal purpúreo del
vino tinto4.
Desde Francia venían con ese propósito pero había que cambiarlas por
las claras, incoloras, para que el huésped no se considerara ofendido por
un color equivocado.
Los patios, encerrados, guarecidos
como los de los claustros. Con paredes y rejas; patéticos en medio de los
campos, inmensos y vacíos, repetían
en su soledad los lenguajes de ocultamientos y doble sentido. Como mundos en réplicas.
Los nombres de las plantas, de esos
oasis de soledad, identificaban sin
ambages ni confusiones la pertenencia de sus moradores.
El «Diego Lamas» es el nombre
purpurino, en la vasta zona de Salto,
Paysandú, Concordia, de una planta
de flores celestes desvanecidas con
blanco; del Oxypetalum de origen
brasilero. El «General Flores» es el
nombre del Hibiscus de flores simples
y rojas. El «Leandro Gómez» es la plan-
73
ta de flores blancas que, con hojas abigarradas, cubre los canteros de los
patios. La «Estrella Federal» es el nombre de la euforbia de flores rojas de
mazorqueros.
Una botánica de púrpura con sobrentendidos alusivos a caudillos,
adalides orientales, convertidos de
gauchos en soldados de un escalafón
en zaraza.
con Amorim, la muerte de un hombre
junto a un río crecido en un viaje a la
frontera. Incorpora este relato como
epílogo fantástico en «Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius».
Las coincidencias de la muerte y la
de los sentimientos que la explican,
contienen la certidumbre sin dilucidaciones: una vida azarosa coexistía mas allá de poemas y de dramas.
Zaraza en la Banda Oriental
El universo de la palabra
Zaraza no es una palabra inocente,
tiene dobleces y matices.
En la obra de Arturo Despouey, el
protagonista, que había crecido en una
estancia del Salto Oriental muere, por
escapar de una bala, ensartado con un
cuchillo en los riñones. En una oportunidad había dicho: «El odio nos
mantiene vivos lo mismo que el amor.
Es el amor con el traje puesto al revés».
Jorge Luis Borges dice en rima los
mismos sentimientos que Despouey:
«¿Dónde estarán aquellos que pasaron, / Dejando a la epopeya un episodio, / Una fábula al tiempo, y que sin
odio, / Lucro o pasión de amor se
acuchillaron?»
Borges había presenciado, junto
Cada palabra es un mundo de
decires: el que suena y el que omite.
El juego de mostrar y ocultar es insondable, está atado a la memoria secreta del que dice y del que escucha.
Una sola voz puede ser en sí misma,
por esa cualidad, ilimitada.
Un «buscador»; circunscrito a un
lugar geográfico, a un tiempo, a una
palabra, debe mostrar discernimiento; se han encontrado signos suficientes que aconsejan detenerse.
Es notorio que la búsqueda, en sí
misma, es adictiva y debe precaverse.
Advertir con sensatez que cada palabra puede contener, sin saberlo, la infinita vastedad del universo, y llevarnos sin querer a la imprudencia de
M
otros mundos.
Fuentes
«Gli Italiani di Salto a la Esposizione di Milano - 1906». Presso L'Istituto Politécnico. Stabilimento tipográfico
La Prensa, Salto. Págs. XXV, XXII y XXIII.
Jorge Luis Borges: «El Tango», en El otro, el mismo. Obras completas, Tomo II. Emecé, Buenos Aires,
1993. Pág. 266.
Notas
[1] Charla del Sr. Horacio Loriente, el 10 de junio de 1997, en el Centro Militar de Montevideo. Ver
http://www.gardelweb.com/gardel-y-el-canto-criollo.htm o http://www.elportaldeltango.com/personas/navas.htm
[2] «El carretero» (letra de Juan de Navas, Arturo Navas con guitarra).
[3] Colección Privada. Placa de pasta Víctor Récord 62202-B
[4] Berta Otaegui de Gavioud (Concordia, nacida en 1908), recuerda que su padre contaba un episodio
así, sucedido en «la Casa Vasca» del saladero La Caballada donde era administrador.
Imágen de página 60: Forma agresiva, Nelson Ramos (1995)
74
ZARAZA PARA
LA BANDA ORIENTAL
(Visite à la terre empourprée)
Viñeta de la vida en el Uruguay en 1877,
en tres actos, divididos en siete cuadros
y cinco «intermezzo», original de
Arturo Despouey
Copyright, 1962-63, by Arturo Despouey
Transcripto a partir de la copia mecanografiada proporcionada por Hugo Rocha.
75
Personajes (por orden de aparición en escena)
Louis Tredjeu
Fernando
Caterina Fogliani
Niceto
Brenda Rojas
Don Prudencio - Clara
Pancho El Puestero
Comandante Arraiz
Sargento Ordóñez
Gumersinda
Una Voz
Cucho
Tato
Soldado - Bailarines de Varsoviana
La acción de la obra se desarrolla en el término de diez días, en Montevideo y en una estancia del interior,
en el departamento de Río Negro.
Acto I
CUADRO I
Un dormitorio en el «Hotel Pyramides»
de Montevideo, habitación que revienta de
pesados muebles victorianos, plantas de
palma y carpetas y cortinados de pana roja,
así como de tiras de papel engomado
colgadas del techo para atrapar las abundantes moscas.
En foro hay una cama doble con mosquitero, entre dos ventanas. A la izquierda,
junto al proscenio, una puerta que da al
corredor del hotel, y junto a ella una cómoda
de caoba sobre la que descansan una
palangana y una jarra de loza blancas.
Al levantarse el telón LOUIS TREDJEU
se está secando las manos. FERNANDO,
bandeja en mano, llama a la puerta. En
camiseta de lana de manga larga y pantalones sujetos por una corbata a guisa de
cinturón, LOUIS le abre.
FERNANDO
¡Ay, perdón! ¡Está desnudo!
76
LOUIS
(riendo) ¡Bah! Entre hombres ¿qué tiene?
FERNANDO
(ruborizándose) Mejor vuelvo dentro de
un momento ¿no?
LOUIS
¿Por qué? Ya sos un mozo. Y en edad de
hacer el servicio militar, si no me
equivoco.
FERNANDO
¡Shh! No lo diga tan fuerte.
LOUIS
(vuelve a reír) Entonces he dado en el
clavo. Edad de dejar esos melindres a
un lado. (Señalando con la cabeza la mesa
redonda) Adelante. Podés dejar la
bandeja ahí. (Con leve ironía) ¡Entrá,
entrá, que me pondré una camisa para
cubrir las vergüenzas! (Mientras sigue
hablando, así lo hace)
FERNANDO
Quisiera poder hablar alguna vez en
la vida con esa seguridad que Ud.
tiene, mesié.
LOUIS
¡Bah! Ese es un aire que les dan a los
europeos los siglos de guerra. Nada
más que un aire. La seguridad es otra
cosa... y a lo mejor se encuentra aquí
en el Uruguay.
FERNANDO
¿Aquí? (Bajando automáticamente la
voz) ¿Con este gobierno y con esta
policía? ¿Quién le dijo de venir a
buscarla aquí?
LOUIS
¡Oh! un inglés que anduvo por estos
pagos después de la Guerra Grande.
Un tal Hudson, que vi en Londres hace
un tiempo.
Se sienta, parte un pan y unta un trozo de
éste con mantequilla.
FERNANDO
¿Y hablaba de seguridad? ¿Aquí?
LOUIS
Sí, aunque llama «tierra purpúrea» a
la Banda Oriental.
FERNANDO
(echándole café en la taza) ¿Y qué es eso?
LOUIS
Color púrpura. Violeta. (Mirando la
taza) Está bien, gracias.
FERNANDO
Ud... ¿Ud. vio trabajar a Sarah
Bernhardt?
LOUIS
Un par de veces.
FERNANDO
(abriendo desmesuradamente los ojos) ¿De
verdad?
LOUIS
¡De verdad! (Ríe)
FERNANDO
¡Qué hombre de suerte! Yo daría cinco
años de vida por verla una sola vez.
FERNANDO
Sería un poeta. Aquí la tierra es
marrón, como en todas partes.
LOUIS
¿Por qué?
LOUIS
¿Y si está cubierta de sangre? La
sangre es púrpura cuando se seca.
FERNANDO
No sé. ¡Todo el mundo habla de ella!
Dicen que la llaman «la divina» ¿es
cierto?
FERNANDO
(persignándose) ¡Jesús, María y José!
LOUIS
Así la vio ese inglés. Pero la sangre no
le ha impedido recordar siempre y
querer a la gente de este país.
FERNANDO
Me va a perdonar, mesié, pero un
inglés, o un hijo o nieto de inglés, no
tiene corazón más que para los suyos.
Podrá nacer aquí, pero el hogar, la
patria, para él siempre están lejos, en
Londres.
LOUIS
¿Quién te lo ha dicho?
FERNANDO
Y... cosas que uno oye por áhi. (LOUIS
se sirve una segunda taza de café)
LOUIS
Bueno. No quiero entretenerte aquí si
tenés que hacer en otros cuartos.
FERNANDO
Ya le entiendo la indirecta. Pero antes
de irme... quería hacerle una pregunta,
una pregunta sola, si me perdona el
atrevimiento.
LOUIS
Tu dirás.
LOUIS
Están locos. Es un saco de huesos
¿sabés?
FERNANDO
Entonces, será divina por lo que
siente, por lo que expresa. Digo yo.
LOUIS
¡Miralo al mocoso con qué frases me
sale!
FERNANDO
Y... son cosas que uno oye decir ¿sabe?
LOUIS
¿En qué quedamos: son cosas que oís
decir o que decís vos? (Mirándolo con
una sonrisa de simpatía) No se sabe.
FERNANDO
Pero ella trabaja en París. ¡París, el faro
del mundo! ¡Ah, yo daría diez años
más de vida por ver París!
LOUIS
Como sigas así, te vas a caer muerto
de un momento al otro.
FERNANDO
Cuénteme, mesié, dígame en qué la
vio.
LOUIS
La primera vez tuvo un vómito de
77
sangre en un entreacto. La condenada
chillaba en tal forma que se le debe
haber roto alguna vena.
LOUIS
No, pero si se piensa en lo que hicieron
los ángeles al bajar a este mundo...
FERNANDO
¡Jesús!
FERNANDO
(bajando la voz) Por lo visto, Ud. no sabe
quién es Latorre.
LOUIS
Y la segunda y última vez, se desmayó
en escena haciendo «Athalie».
LOUIS
¡El gobernador!
FERNANDO
(sacudiendo la cabeza como ante una
catástrofe inevitable) Un genio.
LOUIS
¿Cómo un genio? ¡Una anormal!
FERNANDO
Alguien que se mata así por expresarse es un genio.
LOUIS
(con una sonrisa irónica) Es posible. Yo,
por mi parte, he oído decir que...
(tomándole una mano) un mozo de hotel,
que limpia pisos y friega platos, no
tiene estas manos de seda.
FERNANDO
(bruscamente) ¡Suelte! ¡Suelte! (Se desase)
LOUIS
Ni sabe quién está de moda en Europa,
ni le interesa.
FERNANDO
¡Mesié, no me venda! ¡Por favor no me
venda! El dueño del hotel arriesga
mucho dejándome esconder aquí. Es
hasta esta noche no más. Esta noche
zarpa un barco para Buenos Aires, y
ahí, si Dios quiera, me escaparé yo.
LOUIS
Ajá. Desde que te vi me pareció que
aquí había gato encerrado.
FERNANDO
¡No me venda! Si mi vieja sabe que los
milicos me echaron la zarpa encima,
se me muere de un síncope la pobrecita.
LOUIS
¿Pero qué fechorías has hecho?
FERNANDO
¿Fechoría? ¡Mesié! ¿Me ve cara de
malhechor?
78
FERNANDO
El gobernador provisional. Todos los
que agarran provisionalmente el
poder se quedan con él treinta o
cuarenta años por lo menos.
LOUIS
Otra cosa que habrás oído decir.
FERNANDO
Sí, señor. Pero ésta siempre, siempre,
¡desde que tengo memoria! Mi tata los
odió toda la vida, y a éste que tenemos
metido entre los riñones del país como
a una hoja de fierro, más que todos.
LOUIS
¿Lo odió, decís? ¿Es que no vive tu
viejo?
FERNANDO
¡Qué sé yo! Lo más probable es que
esté muerto. El pobre desapareció una
noche a los dos meses de haber tomado
el poder este milico, y van ya para dos
años de gobierno «provisional».
LOUIS
¡Habrá huido!
FERNANDO
Eso se dijo también de otros. Después
se encontraron los cadáveres. ¡Huir,
huir de verdad, quiero yo!
LOUIS
¿Por qué? ¡Hay que luchar! ¿No le
llaman a este país «la tierra de los
libres»?
FERNANDO
¡No me embrome! ¿Con qué va a luchar
contra sus fusiles y sus cañones?
LOUIS
Con lo que sea. Cuando suena la hora
de la desesperación, con lo que sea.
FERNANDO
El lunes yo cumplo la edad de la
conscripción. El gato encerrado,
mesié, es el Ejército, que espera para
saltarme encima.
LOUIS
¿Pero qué te pueden hacer? Más que
medidas de disciplina o castigos
duros...
FERNANDO
Más que eso... nada. Pero ellos le
llaman disciplina a darle a uno ochenta, cien, ciento veinte lonjazos a la
menor infracción, hasta que queda
seco mordiendo el polvo.
LOUIS
¿Aquí, en el Uruguay? ¡No es posible!
(Pausa) ¡Además, el Ejército no vendrá
a buscarte a este hotel!
FERNANDO
Eso esperamos... con el Jesús en la
boca.
LOUIS
Ánimo, muchacho.
FERNANDO
Yo sé que esto no durará toda la vida.
Un día se podrá volver a andar por
estas calles con la frente alta.
Hay un ruido de nudillos en la puerta.
FERNANDO tiene un sobresalto.
LOUIS
(en voz baja) ¡Vamos, firme! ¿Es esa la
cara que pensás darle a la adversidad?
FERNANDO
(id.) Mire, mesié, no me venga con
frases, que aquí el que se juega el
pellejo soy yo.
Mientras LOUIS abre la puerta, FERNANDO pone apresuradamente taza y
cafetera en la bandeja y, bajando la cabeza
y sin decir nada, sale como una exhalación
mientras CATERINA, no menos rápidamente, se introduce en el cuarto. Está
vestida con un traje de viaje a cuadros
verdes y azules, con capita bordeada de
piel, atuendo que lleva como si fuera un
manto real. La mirada inquieta, con una
inquietud poco común en una mujer de su
edad, parecería decir que la intrusa vive
bajo el influjo de una emoción muy fuerte.
Un ligero acento italiano da la gracia de
un chiste a las cosas –siempre serias– que
parece dictarle su fantasía o un sentido
muy particular de la realidad, que
funciona para ella sola.
LOUIS
(inclinándose) Señora... ¿Deseaba?
CATERINA
Pasar un rato con Ud. en esta habitación.
LOUIS
¿A estas horas? En París esos entretenimientos ocurren generalmente
entre las cinco y las siete de la tarde, si
no me equivoco.
CATERINA
No sea insolente. Yo no he dicho
«pasar un buen rato». Además, sé
muy bien lo que se hace y lo que se
deja de hacer en París.
LOUIS
Entonces, Ud. dirá...
CATERINA
Necesito la ayuda de un caballero. Al
verlo llegar anoche y saber que era
francés, me decidí por Ud.
LOUIS
¿Por qué un francés? Mis compatriotas
han hecho un arte refinado de faltar el
respeto a las damas.
CATERINA
Paparruchas. Mitos. Donde se habla
tanto de hacer el amor, se acciona
poco. Mis compatriotas... los italianos... te respetan siempre a una
mujer, pero aun respetándola ¡hay que
ver cómo te la dejan!
LOUIS
(riendo) ¿Es en Italia donde la he visto,
entonces, hace poco?
CATERINA
¡Qué más quisiera yo! Hace quince
años ya que estoy perdida pa’l mundo,
enterrada aquí n’el medio’el campo,
entre gauchos salvajes.
LOUIS
Salvajes, no, perdone. Yo me crié en
este país.
CATERINA
Y ahora vuelve de Francia a vender
zaraza por el campo, allá por donde
el diablo perdió el poncho. ¡Todo un
79
heredero, con toda una fábrica a su
disposición! (LOUIS la mira con sorpresa) No me mire así: antes de meterme
aquí hice toda clase de averiguaciones
sobre Ud. Es lo natural. (Pausa. Lo mira
fijamente) ¡Ponerse a vender zaraza!
Ud. ha perdido la chaveta. Es una
lástima, porque de figura está bastante
pasable.
cuatro o cinco meses. Como además
de cobarde es trapacero, ha hecho dictar
una orden de extradición contra mi. Por
intento de homicidio. ¡Comprenderá que
si no me he dejao agarrar por la policía
argentina, menos voy a dejar que me
echen el guante los esbirros de este
tirano de tres al cuarto que tenemos
aquí!
LOUIS
(inclinándose) Gracias, señora. Pero el que
haya perdido la chaveta no es razón
suficiente para que Ud. se meta en mi
habitación, de modo que si no me da
otra, le tendré que pedir que se retire.
LOUIS
¿Y qué le hace pensar que esos
«esbirros», como Ud. dice, vendrán al
hotel?
CATERINA
De aquí no me saca Ud. ni atada, por
lo menos hasta que pase el peligro.
LOUIS
¿Qué peligro?
CATERINA
¡Qué peligro, pregunta! Si no lo sabe
ahora. Ya lo sabrá dentro’e unos días.
LOUIS
(midiéndola con la mirada) ¿En el
campo? Vengo en busca de tranquilidad, y sé que aquí en el campo la
encontraré.
CATERINA
Y puede que demasiada, en ciertos
sentidos; pero en otros, ¡mamma mia!
(Reclinándose en la cama) En cuanto oiga
algún ruido junto a la puerta, échese
encima mío, por favor.
LOUIS
¿Cómo?
CATERINA
Que se eche encima mío, le digo. No
tenga miedo. No persigo nada que no
sea estrictamente correcto.
LOUIS
(con una sonrisa) Pues es una lástima,
señora.
CATERINA
¡Cómo se conoce que es Ud. recién
llegado y que no conoce la fama de la
Fogliani! (Él inclina la cabeza) En
Buenos Aires, a estacazo limpio, acabo
de dejar a uno de mis abogados en un
estado tal, que el pajarraco no podrá
cumplir con sus deberes de marido en
80
CATERINA
Están aquí ya. Los he visto fuera hace
un momento.
LOUIS
Haber empezado por ahí.
CATERINA
¡Qué hombre más sistemático! Se
empieza por donde se puede.
Hay ruidos de pasos junto a la puerta.
CATERINA coge a LOUIS por el cuello y
se recuesta en su hombro.
LOUIS
(bajando la voz) ¿Ud. cree que así los
va a engañar?
CATERINA
Estos milicos saben muy bien lo que
odio a los hombres en general, lo difícil
que me es aguantar cerca mío el aliento
de un bicho de su especie. Nunca
pensarán que la mujer abrazada de
Ud. soy yo ¡Jamás! (LOUIS ríe) Sí, ríase,
ríase. Ya verá en la que se ha metido
cuando salga al campo. Y la colección
de personajes que le salen al paso:
matreros, maleantes de toda laya,
soldados del «Gobernador», y la
policía, que es pior que tuitos ellos
juntos. ¡Lindo candombe! (Lo aparta
bruscamente de si) Ya no hay más ruido.
Levántese. ¡Levántese, que no puedo
aguantar ese olor a hombre que tiene!
LOUIS
¿Fue por el olor a hombre que dejó Ud.
a su abogado hecho un «ecce homo»?
CATERINA
Fue por lo ladrón.
LOUIS
La historia de siempre. En su gran
mayoría todos los son: ladrones
amparados por la ley. ¡Pobre del que
tenga que caer en su manos!
CATERINA
Si dende un principio hubiera sabido
que me lo habían comido todo, o si
hubiera podido adivinarlo... Pero
mienten con un arte bárbaro y todos –
porque son varios– usan agua de
colonia a pasto. (LOUIS ríe) Este viaje
fue el golpe final. Ahora se me cayó
completamente la venda de los ojos.
LOUIS
¿Después de cuánto?
CATERINA
Después de veinte años. 20 años. Se dice
pronto ¿eh? La estancia’e mi hermano
abarcaba medio Jujuy. ¡Figúrese! ¡Lo que
se habrán comido esos buitres con sus
mujeres y sus queridas! Con la décima
parte de esa herencia habría podido
librarme pa siempre de esos otros
ladrones que son los empresarios.
LOUIS
¿Entonces, Ud. era actriz?
CATERINA
Cantante, cantante. ¡Hay clases! Si no
estuvieran aquí los milicos de Latorre,
le demostraría que con un «fa» natural
todavía arranco el empapelado de las
paredes.
LOUIS
(yendo hacia la puerta) ¡A ver si han
venido en busca de ese muchacho!
Fuera suena un tiro.
CATERINA
Cuidado con abrir la puerta.
LOUIS
(abriéndola) Cállese. Estoy en libertad
de proteger a quien se me antoje.
Abriendo la puerta, LOUIS hace un gesto
rápido como llamando a alguien. Tras un
segundo de pausa, FERNANDO entra
demudado, sosteniendo con el brazo derecho
el izquierdo, por el que empieza a manar la
sangre de una herida que tiene en el hombro.
LOUIS da una toalla de manos al herido.
LOUIS
Coraje, que no es grave. Ponete esto
debajo de la camisa.
FERNANDO
Por lo que más quiera, mesié, déjeme
salir por la ventana. De aquí puedo
treparme muy bien a la azotea.
LOUIS
Será mejor que te escondas aquí.
CATERINA
Así nos llevan presos a los tres ¿no?
FERNANDO va hacia la ventana.
LOUIS
Vos te quedás aquí, ¿sabés?
FERNANDO
No, mesié, no. Por la azotea puedo
pasar a casa de unos amigos que viven
aquí en Sarandi. Por favor, déjeme
irme.
LOUIS
(yendo hacia la ventana) Esperá primero
que vea si hay alguien enfrente.
CATERINA
Eso es ¡métase de patas en este berenjenal, va a ver lo bien que lo pasa
en la cárcel!
LOUIS
¿Quiere callarse de una buena vez?
CATERINA
¡No ha nacido entuavía el bicho con
pantalones capaz de taparme la boca!
LOUIS
Eso está por verse. (A Fernando) Salí
ahora. En la calle no hay nadie.
¡Vamos, salí!
FERNANDO
Dios lo bendiga.
LOUIS
Que te bendiga a vos, que lo necesitás
más. Adiós y buena suerte.
FERNANDO y LOUIS se dan la mano.
El segundo abre de repente la ventana, por
la que el muchacho sale al balcón, y la
vuelve a cerrar enseguida.
CATERINA
Cuando los hombres no me dan asco,
me dan lástima. Pero Ud. es un caso
especial. Ud. está mucho más loco de
lo que parece a simple vista.
LOUIS
¡Mire quien habla!
CATERINA
Sólo a un loco se le ocurre jugarse la
vida por un gesto.
LOUIS
¿Qué vida? ¿De qué vida me habla? El
hombre que en determinado momento
de su existencia no es capaz de
jugárselo todo por un gesto está
muerto. Es más: no ha vivido nunca
de verdad.
CATERINA
Pues muy señor mío, muerte por
muerte, ¡no sé que le diga! Como esto
que acaba de hacer se descubra, tenga
por seguro que lo persiguen por espía.
LOUIS
(mirándola fijamente con una sonrisa) ¿A
esto le llaman ser espía? ¡Qué arte para
insultar a la oposición!
CATERINA
Eso no es nada comparado con el arte
que tienen para tratarla cuando cae en
sus manos.
LOUIS
¡Si Ud. se permite resistir a las autoridades, no sé porqué no voy hacerlo
yo!
CATERINA
Hay una pequeña diferencia entre el
hombre y la mujer, Monsieur Tredjeu,
y en esta caso la diferencia obra en
contra suya.
Se oyen tres tiros fuera. CATERINA se
abraza a LOUIS, pero cuando éste intenta
besarla le da un furioso empujón contra la
cama.
CATERINA
¡Epa, epa! ¿Qué se ha creído Ud., que
me voy a dejar besar por tres mise-rables
tiros? ¡Si nos estuviera ca-ñoneando la
escuadra inglesa, en-tuavía!
LOUIS
(levantándose y sonriendo) No es Ud.
precisamente lo que se describe por ahí
como una conquista fácil.
CATERINA
(mientras LOUIS va de puntillas a la
ventana y mira a la calle) ¡Conquista fácil!
81
¿Y qué se saca con acostarse con
alguien? Por unos momentos uno no es
uno, es un animal. Un descanso que no
dura nada; dispués tuito sigue lo mesmo
que antes. ¡Tanto que se afana la
humanidad y tanto que venden su
conciencia los hombres y las mujeres por
temblar como unos perros unos con
otros! ¡Bah!
LOUIS
¡Pobre mundo, si las mujeres fueran
todas como Ud.!
CATERINA
Al paso que van, no sé qué le diga. En
Europa la concubina del hombre ha
empezado a convertirse en su compañero de pieza. Pero eso me gusta
¿sabe? Leña con el hombre ¡hay que
darle duro no más!
LOUIS
(con una risa sarcástica) ¿Le parece poco
lo que lo castiga la vida? El mundo está
cada día más loco; la gente quiere cada
día más dinero y más cosas; todos
tienen la manía de la velocidad. Yo no
veo el momento de volver al campo y
perderme en su silencio infinito. La
tierra llana, el cielo liso, y yo. Solo. (Sirve
a CATERINA un vasito de «cognac»)
CATERINA
(arrebatándole el vasito de la mano)
¡Hmm, cognac francés! (Apura medio
vaso) ¡Cuántos recuerdos de Europa
me trae! ¡Hmm! Huele mejor que un
perfume de Guerlain.
LOUIS
(sirviéndose a su vez) Esta sí es una cosa
que voy a echar de menos. Me tomaba
un par de botellas al día ¿sabe?
CATERINA
¡Ca...ray!
LOUIS
Pero eso era estando en la fábrica,
viendo cómo vivían los obreros. En el
campo, y solo, será distinto.
CATERINA
Yo, sola, nunca. Dios libre y guarde.
Antes de estar sola ¡soy capaz hasta
de vivir con un hombre!
LOUIS ríe y levanta su vaso. Ella levanta
el suyo, y también ríe.
82
CATERINA
¡Porque le aproveche la soledad!
Los dos se miran con una mirada de
curiosidad, de desafío, como si la vida de
uno y otro no pudiera ser ya la misma
después de este encuentro.
TELÓN RÁPIDO
INTERMEZZO I
En la oscuridad que se hace inmediatamente en la sala se oye el ruido de cascos
de caballo que avanzan trabajosamente por
un pavimento de madera, ruido mezclado
con el de viento fuerte y aguas agitadas.
El ruido de cascos cesa de repente. Se oye
un fuerte estrépito, y tras él, la voz de
LOUIS, que habla a gritos pero que aun
así, entre los ruidos del viento y del agua,
tiene dificultad en hacerse entender.
VOZ DE LOUIS
¿Qué le ha pasado, compañero? ¿Se
atascó? (Pausa) ¿Cómo? ¡Ah, sí, la
rueda! ¡Qué barbaridad! Deje, deje. Yo
bajo a recogerla ¡Hay que traerla
pronto! El río está subiendo como si
fuera el fin del mundo. (Pausa) ¡Digo
que el agua sube! ¡El agua! Espere.
(Ruido de portezuela que se abre y cierra)
¿Y dónde está ahora esa maldita
rueda? ¡Uy, la perdemos! (Elevando
más la voz) ¡Venga a darme una mano!
¡Perdemos la rueda y nos quedamos
aquí atascados no más! (Los caballos
relinchan) Cálmelos. Si se espantan
demasiado, también estamos perdidos. (Ruido de un objeto pesado que
cae al agua) Y la maldita rueda se fue
al fondo no más. ¡Conductor! ¿Me oye?
¡Hay que abandonar la diligencia!
(Pausa) ¿Cómo? (Pausa) ¿Y qué? ¿Va a
irse Ud. también al fondo del río junto
con el correo? ¡En cinco minutos el
agua nos llega al pecho! ¡Vamos,
venga! ¡La cosa no está como para que
yo lo lleve a la rastra! (Los caballos
vuelven a relinchar) ¡Qué equipaje ni
equipaje! Me llevo esta valijita con los
documentos y gracias ¡Venga! ¡Venga
y no se separe de mi! ¡Vamos a tener
que nadar juntos! ¿me oye?
Las aguas cubren la voz de LOUIS y se
desatan con una fuerza torrencial hasta
que el sonido se desvanece al levantarse el
telón sobre el
CUADRO II
Patio en la estancia de Don PRUDENCIO
ROJAS. En el centro una glorieta, con la
mesa puesta para cenar; atrás la casa,
pintada de rosa, de la que vemos dos
ventanas con rejas de hierro y parte del
techo de teja. Rodeando la casa, un
corredor embaldosado con algunos sillones
de mimbre.
A la izquierda de la glorieta, una enorme
jaula cubierta. A la derecha un aljibe
rodeado de macetas con malvones.
CATERINA sale por foro izquierda,
atraviesa la «verandah» y se detiene junto
a la jaula. Está vestida de negro, con un
chal de lana verde oscuro. En el centro del
cuello, un gran camafeo.
Cae la tarde. CATERINA mira a derecha
e izquierda para cerciorarse que está sola e
inicia enseguida un diálogo con un
personaje invisible.
CATERINA
¡Genaro! ¿Dónde estás? Vos me llamaste aquí. No me engañes. Sentí
clarito que me llamabas ¿sabés? (Pausa. Hace un movimiento brusco, como si
alguien la hubiera empujado hacia atrás)
¡Vamos! Te he dicho mil veces que no
me gusta que me tirés de la falda. ¿No
sabés que detesto esas bromas? ¿Pero
adónde estás? ¿Y a qué edá te has
materializao esta vez? Dejate ver.
¡Genaro! ¡No habrás traído a esa novia
espantosa que te has ido a elegir al
otro mundo, toda con la cara llena de
granitos! ¿Cómo es posible que en el
otro mundo la gente siga teniendo las
mismas porquerías que tiene aquí en
la tierra? ¡Mire que hay absurdos por
áhi! (Pausa. CATERINA se vuelve
bruscamente) ¡Cristo benedetto! Otra vez
a los cinco años. Me da no sé qué
volverte a ver a la misma edá en que te
moriste. Sé muy bien que lo hacés por
jorobarme. Venga de este lado, mocoso.
Si alguien sale de las casas no quiero
que nos sorprendan conversando.
¡Qué diría cualquiera de ellos si
pudiera verlo clarito clarito como lo
estoy viendo yo! Se caerían de espaldas. Pero ¡qué van a ver! ¡Qué van
a ver! El hombre pasa ciego por la
vida. Bueno, dígame, pues: ¿pa qué me
ha hecho salir? (Escucha con expresión
conturbada) ¡Madonna santa! ¿Dónde?
(Mira al cielo con inquietud; de repente
lanza un «¡Ah!» y se persigna) ¡La luz
mala! Con razón me sentía tan nerviosa hoy. Eso quiere decir que pronto
vendrá alguien, un extranjero ¿no?
Contestá. (Pausa) Y que si viene será
pa pior. La luz mala siempre es un
signo de desgracia. ¡Genaro! (Mira en
derredor suyo) ¿Te juiste? (Se tapa los
ojos con las manos) ¿Será posible que
este condenado me haga ver desastres
ande no los hay? (Se saca las manos de
los ojos y da una rápida vuelta en redondo)
¿Te juiste o no te juiste? ¡Genaro! ¡Ah,
demonio de muchachito! Mientras
vivías nunca me hiciste ningún caso.
¿No te ibas a esconder siempre al
fondo del jardín cuando anunciaban
la visita de Zia Caterina? Y ahora
estás siempre por aquí, como si en el
otro mundo no tuvieras nada mejor que
hacer. (Llamando) ¡Genaro! No, ya no
siento más vibraciones. Se jué no más.
(Mira al cielo) ¡Pero la luz mala está
ahí bailando sin parar, como si no se
nos hubieran descolgao encima bastantes calamidades ya!
NICETO ha salido por foro izquierda y
se ha acercado a ella de puntillas. Cuando
está justo detrás de ella, le tira de la falda.
CATERINA
Ya me parecía que estabas ahí. ¡Demonio de mocoso! Pero si estás ahí ¿qué
me pasa? ¿Ya no te puedo sentir más?
¿Me habré vuelto como el resto de la
gente: ciega, sorda y muda? ¡Ah, no, no!
La vida con gente de carne y hueso es
demasiado horrible. ¡Si me quitan esta
facultá, prefiero morirme!
NICETO suelta una carcajada. CATERINA se vuelve a él con la rapidez del rayo.
NICETO
¡Bah! ¡Morirse! ¿Ud. no dice que morirse
es un regalo y pa que uno lo gane tienen
que pasar miles di años? Antes de
hacerse persona decente hay que reencarnarse montones de veces: eso se lo
tengo oído de siempre. Entonces, doña
Cata ¿pa qué habla de morir?
CATERINA
Soltá, demonio, soltá esa pollera.
Como si no bastara con los espíritus,
todavía vienen los cristianos a complicarle a uno la existencia.
NICETO
¿Y de áhi? Ud. dice que soy el único
83
perro fiel que le queda en el mundo.
¿No me va a dejar que suelte un
ladrido de contento de cuando en
cuando?
CATERINA
Sí, muchacho, tenés razón. Vos en este
mundo y Genaro en el otro. Él ya te
conoce y simpatiza con vos, aunque
no le gusta la forma en que tratás a tu
viejo
NICETO
Tengo un pálpito de que ese Genaro
debe ser un poco mariquita. ¿A que no
se mete con Ud. y se atreve a decirle la
verdá: que el mal de ojo que le ha hecho
al viejo no sirve pa nada?
una mujer de vez en cuando en vez de
darle esas carreras al alazán.
CATERINA
Yo quiero el mando pa vos. Es por eso
que te truje aquí ¿sabés?
NICETO
¿Qué mujer? ¿Carmela? ¿Rosario? ¿La
tuerta’el puesto? Las he probao tuitas.
No son ni pa una vez siquiera.
NICETO
No. Me trujo para tenerme como una
llaga viva. Pa hacerle recordar siempre
al viejo que el día en que yo nací fue el
día en que se murió mi mama. Un día
marcado por las estrellas.
CATERINA
(airada) ¿Mal de ojo, yo? Estás loco.
Aparecen en el corredor BRENDA y DON
PRUDENCIO ROJAS, su padre, a quien
ella conduce en su silla de ruedas. Ambos
escuchan en silencio la conversación de
NICETO y CATERINA. BRENDA viste
de percal blanco con lunares azules y lleva
un pequeño delantal de la misma tela.
NICETO
Hum... Es un suponer no más, pero
me dejaría cortar una mano.
CATERINA
¡Qué Dios tenga en la gloria a tu
pobrecita mama!
CATERINA
La perderías. Hacer juerza pa que se
muera el viejo es una cosa, y hacerle
mal de ojo otra muy distinta.
NICETO
Esa sí que jué canallada del destino.
Una gurisa de trece años apenas. Cada
vez que lo pienso se me regüelve la
sangre y le pegaría fuego a las casas.
¡Viejo canalla!
NICETO
¿Y no va a aflojar nunca en esa lucha?
CATERINA
Nunca. Entre lo que me hicieron los
ladrones de los abogados de Buenos
Aires y lo que me hizo después tu
padre, hay bastante como pa desearle
la muerte a medio mundo.
NICETO
(lanzando una risotada salvaje) Hay
quien dice que el viejo no se cayó del
caballo, sino que se tiró no más, pa no
casarse con Ud.
CATERINA
Pero le salió el tiro por la culata,
porque se casó con esa silla de ruedas
a la que está pagado hace 15 años. Y
si no hubiera quedado así, alguna
marca gorda tendría de cualquier
modo, que pa eso Dios me ha dado
una mano privilegiada.
NICETO
(otra risotada) ¡Vamos! ¿A quién le va
a pegar ahora, doña Cata, a mi? Más
lonjazos de los que me daba el viejo
cuando era gurí... ¡y míreme! No,
84
señora, no. Nu es así como va a tener
mando en esta casa.
CATERINA
Bueno, en aquella época tu padre
debía ser un hombre en flor.
NICETO
¡Hombre en flor entonces, pero canalla,
canalla! ¡Aprovecharse así de que era
el patrón, el dueño! ¡Y con chiquilinas,
pa pior!
CATERINA
Aquí eso lo han hecho tuitos, y lo
siguen haciendo no más. El derecho
de pernada, le llamaban en Europa
cuando eran tan salvajes como estos
gauchos.
NICETO
¡A mi qué me importa Europa! Me
importa que mi vieja se me haya
muerto por ser demasiado joven. Pero
cuando los hombres se conducen, no
como hombres, sino como perros...
CATERINA
(interrumpiéndolo) Vos moralizá todo
lo que quieras, pero me parece que no
te vendría nada mal desahogarte con
CATERINA
(riendo) ¿Y de áhi? ¿Querés tener de
amante a la Patti o a Jenny Lind? (Se le
acerca) ¡Las pretensiones!
NICETO
¿Por qué no? Aspirar, de lejos, se puede
aspirar siempre. Me gustaría una mujer
que fuera léida, así como usté, con esa
cosa especial que tiene la gente que viene
de Uropa; ¡un poquito más moza no
más! (Una pausa en que da un paso más
hacia ella) Pucha que güele bien, doña
Cata. Dan ganas de cerrar los ojos y
pensar que es un poquitito más joven.
CATERINA
(ríe francamente) ¡Qué muchacho! Vas
a tener que pasarte un peine fino por
la cabeza y sacarte esas ideas, que son
peligrosas.
NICETO
Fue Ud. la que me las puso en la
cabeza. Y las otras, el viejo. ¡Pedir
respeto, un padre que entuavía se
niega a ir al Registro Civil a reconocerme! ¡Pedir afecto, esa carroña
humana! ¡Ahhh! Pegar fuego a las
casas es poco Cada vez que pienso en
él, me dan ganas de hacer volar el
mundo.
Sin decir «agua va» Don PRUDENCIO
toma de un costado de su silla tres
proyectiles y los lanza a la cabeza de
NICETO: una naranja seca, un tintero
vacío y una alcachofa. La naranja, que roza
la frente de NICETO, lo toma desprevenido, aunque el muchacho tiene ya un
instinto especial para esquivar los golpes
de su padre; pero a los otros proyectiles
les saca el cuerpo con facilidad.
PRUDENCIO
¡Alma negra y retorcida! ¡Ni en un
momento de distracción puedo haber
fabricado yo semejante engendro!
NICETO
(en mutis por foro izquierda) ¡Estoy
seguro que nunca tuvo con qué!
PRUDENCIO
¡Ah, si alguna vez yo pudiera agarrar
a esta bestia salvaje y tenerla entre las
manos! La parálisis es pa los tipos que
se llevan bien con los demás, no pa
mi. No en esta casa, con este cuervo
que he criado.
BRENDA empuja la silla de ruedas hasta
el patio, en donde la deja junto a la
glorieta.
CATERINA
(volviéndose a don PRUDENCIO) Y,
compadre, ¿quién lo manda escuchar? Quien escucha su mal oye.
PRUDENCIO
¡Así que vos no sólo lo dejás hablar
sino que te solidarizás también con el!
¡Has acabao por tenerlo de cómplice,
a ver si entre los dos me hacen reventar
a mi!
BRENDA
No se ponga así, tata. Por favor no se
ponga así. Después sabe muy bien que
el que paga el pato es Ud.
PRUDENCIO
No hay cuidado, m’hija. Les va a
costar hacerme morir, pero si muero,
entuavía tendrán que vérselas con
vos. (A CATERINA) Como sepa que te
entendés con Niceto, y te ves con él
aquí y allá, te pongo en la primera
diligencia que salga pa Montevideo.
Ya me moriré cuando me llegue la
hora: pero no son Uds. quienes la van
a marcar.
CATERINA
¡Tanto habla de la muerte, como si
juera una cosa tan importante!
PRUDENCIO
¿Y nu es? ¡Vos bien que te aferrás a la
vida con uñas y dientes!
CATERINA
Porque morirse es incómodo; pero no
importante. Pior es vivir como vivo yo,
enterrada en este aujero. Una mujer
que ha sido regalada y aplaudida e
invitada por príncipes y llevada en
andas. ¡Parece mentira!
BRENDA
¡Virgen de los Desamparados! Hacía
meses que no escuchábamos ninguna
entrega de esa novela.
85
CATERINA
Es que en estas lomas muertas hasta
los recuerdos se le gastan a uno.
Montevideo; en el campo las cosas van
tan mal, que van quedando más
perros que cristianos.
Montevideo. Le dije cómo andaban las
cosas por la campaña, tuito lo que le
esperaba aquí...
LOUIS entra corriendo por derecha,
vestido de frac, con sombrero de copa y un
maletín de felpa de colores en la mano.
BRENDA
Pero estos son buenos guardianes,
señor. ¡Perdone que nos riéramos así!
En realidad, en esta casa no sobran
los motivos de regocijo.
LOUIS
Menos lo que eran las crecientes.
LOUIS
(con ironía, después de levantarse y
sacudirse el polvo de la ropa) Entonces
me alegro de haberles dado uno. Este
campo uruguayo le hace ensanchar el
alma al viajero. Cuando un hombre se
siente tan feliz como yo ahora, ¡qué le
importa ser el hazmerreír de los otros!
LOUIS
En el mismo puente. Con la diligencia
se fue al fondo del río todo mi equipaje. Salvo esta valija, que mantuve en
alto porque tenía mis documentos y
mis muestras. ¡Ah! Y este «frac».
Inmediatamente después de entrar él se
oyen los ladridos furiosos de dos enormes
mastines. El forastero suelta la maleta y
se tiende en el suelo haciéndose el muerto,
los dos brazos unidos sobre el pecho
sosteniendo su sombrero de copa. Como si
esto fuera una señal, los perros entran y se
ponen a husmearlo de arriba abajo.
BRENDA y Don PRUDENCIO ríen al
ver el cuadro. CATERINA lo contempla
con expresión sombría.
BRENDA
(espantando los perros) ¡Moro! ¡Bachicha! ¡Juera! ¡Shhh! ¿Así se recibe a un
viajero tan elegante como el señor?
BRENDA y su padre vuelven a reír. Los
perros, gruñendo, salen pero LOUIS no se
mueve. BRENDA hace una guiñada a su
padre.
BRENDA
¿Se habrá muerto de un síncope? Parecería que estaba preparado, porque la
mortaja la lleva ya encima, no más.
Padre e hija ríen de nuevo.
LOUIS
(abriendo los ojos, a BRENDA) Ud. dirá,
señora, si tengo venia para volver a la
vida.
CATERINA
(sobre el último eco de risa de los demás)
Si lo dice por los perros, estese
tranquilo que no vuelven. ¿Qué hace
por estos pagos, Monsieur Tredjeu?
LOUIS
(levantando medio cuerpo en un movimiento de sorpresa, pero permaneciendo sentado en el suelo) ¡Ah, Ud.! ¡Es
Ud.! Sabía que la volvería a encontrar.
(A BRENDA) Los perros son animales
que siempre he odiado. Y después de
forzarme a que me presente así en esta
casa, todavía más.
CATERINA
Si los odia le aconsejo que se vuelva a
86
PRUDENCIO
Eso nunca.
CATERINA
El señor Tredjeu, si mal no recuerdo,
ha venido al campo a vender zaraza.
Le presento a Don Prudencia Rojas, el
dueño de esta estancia, y a Brenda, su
hija.
BRENDA
¿Cómo está? ¿Bien y Ud.?
Le extiende la mano, que LOUIS estrecha.
Él va enseguida a saludar a Don Prudencio.
PRUDENCIO
(extendiéndole la mano) Bienvenido, mi
amigo. A esta humilde casa, que pongo
a sus órdenes, la llamamos «!La
Mercé».
LOUIS
Gracias. (A BRENDA) La «mortaja»,
señorita, no es mi ropa de viaje, como
se imaginará.
BRENDA
Ya pensaba yo que los viajeros de
comercio no van de «frac» a todas
horas, ni aun en Francia.
PRUDENCIO
Se ve que viene de allí, y no sólo por el
apellido. ¡Todo un caballerazo el
señor! (A CATERINA) ¿Y de dónde lo
conocés vos? No tiene edá de haber
sido uno de tus almiradores.
CATERINA
Nos conocimos aura no más, en
PRUDENCIO
¿Y lo agarró una en el Río Negro?
PRUDENCIO
(con una risilla) Condenado a etiqueta
permanente, ¿eh?
LOUIS
Y por lo visto, a burla permanente
también.
PRUDENCIO
A burla no, mi amigo. En el campo
nuestro el forastero es el dueño de
tuitas las goluntades; aquí usté no
tiene más que mandar.
LOUIS, conmovido, se aprieta las manos
contra el pecho.
LOUIS
Gracias, gracias, don Prudencio. Estas
son las cosas que quería recordar, la
vida que quería volver a vivir.
BRENDA
¿Volver a vivir?
CATERINA
(mirándolo de arriba a abajo) Se crió de
chico en una estancia del Salto. Pero
eso no impide que sea francés hasta
las suelas de los zapatos. ¡Suerte que
tienen algunos! Y dígame, el conductor
de la diligencia ¿se salvó?
LOUIS
Sí, señora.
CATERINA
Lástima grande. Muerto habría sido
una buena compañía para mi. ¡Un
hombre que conocía tantas historias y
tenía tanta labia!
LOUIS la mira con asombro.
PRUDENCIO
Esté... Lo que Caterina quiere decir es
que tiene trato con los espíritus ¿sabe?
LOUIS
¡Ah! ¡Ah, sí! Ya veo.
PRUDENCIO
(ante la expresión dura y hostil que
CATERINA ha mantenido desde la
entrada de LOUIS) ¿Y ahora qué bicho
te ha picao? ¡Mire qué cara!
CATERINA
Hmm. No podría decir que el primer
encuentro con Monsieur Tredjeu en
Montevideo haya sido el momento
más feliz de mi vida; pero no es por él
que me siento así. Quería ver la cara
que ponías vos si hace un rato,
mirando al campo, te hubieras tropezao con la luz mala, como me pasó
a mi.
PRUDENCIO
(persignándose) ¡Dios bendito! (Cambiando de tono, con falsa despreocupación
jovial) ¡Vos siempre haciendo caso de
esas supersticiones!
CATERINA
Sabés que siempre que aparece la luz
mala viene un forastero, y que cuando
viene, siempre lo acompaña algún
desastre.
BRENDA
¡Por Dios, doña Catalina! ¿Cómo
puede decir una cosa así? ¿En 15 años
de estar aquí no ha aprendido entuavía que en el campo la hospitalidá
es cosa sagrada?
CATERINA
¡Hospitalidá! ¿Con quién vamos a
practicar la hospitalidá, si aquí no
viene nadie? ¿Y con qué? ¿Ande está
el «champagne» y la orquesta y los
criados de calzón corto? Porque este
forastero no sólo es francés, sino que
ministro francés, y si me apuran
mucho, un ministro que viaja en
misión secreta.
LOUIS ríe.
PRUDENCIO
¡Ah, gringa loca, siempre bandeándose
de un extremo p’al otro! (A LOUIS) En
el verano, señor, cenamos aquí ajuera,
en la glorieta. Si quiere pasar a re87
frescarse un poco... Acampáñelo al
cuarto’e huéspedes, Caterina.
CATERINA
¿Pero se queda a pasar la noche?
PRUDENCIO
(irritado) ¿Y ande querés que vaya a
estas horas?
CATERINA
Es francés y habla muy bien y yo me
derrito escuchándolo; pero ya hice mi
alvertencia, que conste. Cuando el
rayo golpee la casa y tuito se desfonde,
a mi que no me vengan con lamentos.
LOUIS
(tomando su maleta) Le agradezco su
ofrecimiento, don Prudencio; francamente, no me queda otro recurso.
BRENDA
(A LOUIS) Por favor no haga caso de
doña Catalina. Todos tenemos nuestras manías; la suya es leer signos de
desastre en cada rincón donde mira.
CATERINA echa a BRENDA una mirada
altanera. Luego ella y LOUIS salen por
foro izquierda.
BRENDA
¿Porqué la mandó con él, tata? Quién
sabe qué nueva barbaridad le dice. ¿No
ve que cada día está más chiflada?
PRUDENCIO
No quería que fueras tú. Sabe Dios
cuántos meses hace que no cae por la
estancia un forastero, pero privados
de compañía como estamos, no quiero
que éste vea que perdemos las alpargatas de gusto teniéndolo aquí.
BRENDA
¡Meses que no viene nadie, dice Ud.!
Pa usté son meses. Pa mi, años.
PRUDENCIO
Me lo imagino, m’hija. Y me estoy
imaginando también que podrías
caerle en gracia. Los gringos son gente
rara ¡quién sabe! Hasta capaces de
casarse con una mujer de tu edá.
BRENDA
¿Ta loco, tata? Yo estoy aquí pa
cuidarlo a usté, pa envejecer y morir
junto a usté.
88
PRUDENCIO
Sí ¿y te pensás que vi’a quedar pa
semilla?
a Clara que haga un clericó pa la cena.
Decile también que Niceto comerá en
su cuarto hasta nueva orden.
BRENDA
Cuidarlo y acompañarlo es mi destino,
tata.
BRENDA
(alejándose en mutis por foro izquierda)
Si uno de los dos aflojara en esa
pulseada que no se acaba nunca,
¡cuánto mejor sería pa Ud.! (Dentro)
¡Clara! ¡Clara!
PRUDENCIO
Tu destino es manejar la estancia
cuando yo muera. ¿Querés que se la
entregue a Niceto? En sus manos tuito
se hundiría en seis meses. Se quedarían en la miseria.
BRENDA
¡Bah! Siempre habría algo que comer.
PRUDENCIO
¿Y ahí se concluye la vida pa vos? ¿No
has pensado nunca en un marido... en
los hijos que le puedes dar?
BRENDA
Por favor. Delante’el forastero tenga
cuidado con lo que dice. A la menor
insinuación me encierro en mi cuarto,
se lo juro.
PRUDENCIO
Pero m’hijita, m’hijita, ¡no sea así! A
mi me duele que renuncie en esa forma
a cumplir su destino de mujer.
BRENDA
A los treinta años, tata, uno está
pasada. Un empujoncito más y es la
vejez. ¿Pero qué importa? ¿No renuncian las monjas a mucho más? Y
ahí las ve Ud. tan contentas.
PRUDENCIO
Eso no se sabe. A muchas habría que
someterlas a tentaciones como las de
San Antonio, a ver qué pasa.
BRENDA
No me haga poner colorada, que ya
no estoy en edá. (Pausa) Yo soy feliz
con lo que tengo: mis pájaros, los
amaneceres, ratos pa salir a caballo...
Mi vida es un agua limpia. ¡No trate
de enturbiarla, tata!
PRUDENCIO
Tá bien, tá bien, m’hija. Andá a decirle
Hay una pausa.
PRUDENCIO
(en un lamento desgarrador, que le sale
del fondo del alma) ¡Si aflojara! ¿No me
ven liquidao? ¿No me ven la muerte
en los ojos? ¡Si aflojara! ¡Ay, Señor, por
qué me seguirás teniendo clavado
aquí! Siempre que siento ganas de
llorar o aullar contra este destino
negro, aparece esa santa de hija y me
tengo que tragar las lágrimas y los
gritos. En un principio, cuando entuavía tenía juerzas, Señor, no me
importó esta jaula; pero aura que me
voy muriendo un poco más cada día,
querría dejarla de repente y volar pa
siempre, volar!
LOUIS, bien peinado y compuesto, sale
por foro izquierda y aparece en el corredor.
LOUIS
Perdone. Perdóneme. No quería sorprenderlo en sus cavilaciones.
PRUDENCIO
No me haga caso. Zonceras de viejo
no más.
LOUIS
No, no diga eso. Sus palabras han
puesto el dedo en una llaga que llevo
abierta muy adentro. ¡Creer que tenemos un alma, que esa alma puede
un día volar! ¡Qué más quisiera yo!
Eso le daría por fin un sentido a este
episodio brutal e incoherente que
llamamos vida.
PRUDENCIO
Pucha que habla lindo, don. Con la de
hembras que se debe haber alzao.
LOUIS
(riendo) No sé... El que habla no actúa. Y
Ud. sabe mejor que yo que con las
mujeres hay que actuar, y actuar rápido.
Los dos hombres, situados delante de la
glorieta, ríen. CATERINA aparece por
foro izquierda. Al darse cuenta de que
empiezan a hablar de ella, avanza y se
oculta tras el follaje que cubre la glorieta.
LOUIS
(A Don PRUDENCIO) Le voy a pedir
un favor, Don Prudencio. Tranquilíceme a doña Catalina. Pasaré la
noche aquí y mañana por la mañana
me largaré adonde sea. No me gusta
la idea de servirle de instrumento al
destino –aunque sea instrumento
inconsciente ¿sabe?
PRUDENCIO
¿Pero le va a hacer caso? Ya le dijo
m’hija Brenda que la gringa siempre
está anunciando desastres. Lo hace
por distraernos un poco. ¡Como por
aquí nunca pasa nada!
LOUIS
Pero cuando anuncia alguna cosa,
Uds. le creen ¿no?
PRUDENCIO
Muchas veces sí. Aunque le diré: ella
no es una «médium». Y aquí en la casa
no hay mesas que se muevan. Caterina
es otra cosa: una mujer que está llena
de espíritus, como un saco viejo que
reventara de polillas. (LOUIS ríe) Y los
ve y habla con ellos con sol y con luna,
y en las casas o en el campo, donde
usté quiera. (LOUIS vuelve a reír) No,
la cosa no es pa ráirse, don. ¡Ese pleito!
Ese pleito interminable es el que ha
ido alborotando la pajarera. ¡Pobre
Catalina! ¿Ud. sabe quién fue?
LOUIS hace una señal de asentimiento con
la cabeza.
PRUDENCIO
Por culpa de ese pleito, en pocos años
perdió la flor de su hermosura, y la
voz, y la razón; pero no la memoria de
lo mucho que sabía, y así la truje a la
estancia pa que sirviera de institutriz
a m’hija.
Una voz cascada, pero todavía robusta, de
soprano dramática, entona con furia dos
frases de un aria de «Norma», que
CATERINA concluye con un agudo dudoso
al aparecer a la derecha de la glorieta.
PRUDENCIO tiene un so-bresalto.
CATERINA
¡Viejo hipócrita! ¿Te impidió el que
89
hubiera perdido la voz y la razón y
los encantos de mujer arrastrarme a
estos andurriales? ¡No pa que sirviera
de maestra, qu’eso vino después; pa
vivir contigo, como tu concubina!
PRUDENCIO
Sujetá esa lengua, que Brenda puede
volver de un momento a otro.
CATERINA
¡Ah, los hombres! Un rayo fulminante
que los partiera en dos, sin dejar uno
solo en pie, sería poco castigo pa las
canalladas que hacen.
PRUDENCIO
(duramente) Yo querría saber qué le
pueden importar tuitas esas historias
a un forastero.
CATERINA
Yo también. ¿Quién fue el que empezó
a ventilar la ropa sucia, eh? ¡Hombres!
¡Bestias, eso es lo que son! No le dejan
a uno ni el pudor de su desgracia.
LOUIS
Yo tengo la culpa, señora. Fui yo el
que inició esta conversación.
CATERINA
¿Y quién le dio vela en este entierro?
LOUIS
La curiosidad. Me dejó fascinado esa
idea de una «visión» del otro mundo.
CATERINA
Pa tomarlo pa la risa, ¿no? Sabiendo
que aquí las noches son largas y que
le salen canas de aburrimiento a uno.
BRENDA sale por foro izquierda y, sin
decir palabra, se queda escuchando
embelesada a LOUIS.
90
CATERINA
Ya me esperaba que quisiera ganarme
d’ese lado. El diablo se viste siempre
de poeta o payador.
PRUDENCIO
¡Y todavía te quejás!
CATERINA
¡Gaucho bruto! ¡Qué sabés vos del
mundo y de la vida! ¡Después no
quieren que esté medio loca, perdida
pa siempre n’este nido de ratas!
BRENDA
Doña Catalina, por todos los santos
del firmamento, vamos a tener la fiesta
en paz. A la mesa.
Entra CLARA con una jarra de «claretcup» y se queda mirando embobaliconada
a LOUIS.
LOUIS
(mirando la jarra) ¿Eso es lo que llaman
sangría en España? ¿Vino con azúcar
y limón?
BRENDA
Eso mismo, sí señor.
LOUIS
¡Qué lastima! Porque a mi me gusta el
vino puro, sin bautizar.
CLARA suelta una carcajada.
CATERINA
Este vino es frutilla, vino ordinario
hecho aquí en casa no más.
LOUIS
De todos modos, es vino. ¡Ah, la vida
por un vaso de vino! O para ser
sincero, por dos o tres.
LOUIS
No, señora. Cuando uno mira al cielo
como lo hacía yo todas las noches en
el barco, y ve todas esas constelaciones y esos mundos que se mueven
con tanta armonía –aunque parezcan
quietos– se da cuenta de que lo que
nos pasa a los humanos aquí sobre la
tierra no puede ser sino una parte
chiquitísima de una verdad mucho
más grande, que no tenemos suficiente
inteligencia para penetrar.
BRENDA
(desde la puerta) Dejá, la traigo yo. Se
me olvidó la mostaza p’al forastero.
PRUDENCIO
¡Tomá!
PRUDENCIO
(con un guiño) ¡La mostaza y otros
CLARA vuelve a reír.
PRUDENCIO
Andá, negra loca. Traé una botella p’al
señor.
CLARA
Sí, patroncito.
picantes ya los tiene aquí, con Caterina!
CLARA sale por foro izquierda, corriendo
y envuelta en un mar de risas. BRENDA,
sacudiendo la cabeza, le sigue el paso.
LOUIS
¡Vaya! No esperaba convertirme en el
éxito cómico del año.
CATERINA
Es la manera que Clara tiene de
expresarle su admiración.
LOUIS
¡No me diga! ¡A cuántas cosas nuevas
voy a tener que ajustarme aquí!
CATERINA
Figúrese. ¡Por qué se habrá venido de
Europa! ¡Dejar la civilización, Dios
mío! ¡Lo miro con ese frac y me vuelven
tantas cosas a la cabeza! Las cenas en
Fouquet’s, los jardines de Ranelagh,
los troncos de caballos que me regalaba Orsini, los paseos por Trinitá
dei Monti, el Rialto. ¿Cómo está
Leduc?
LOUIS
¿Qué Leduc?
CATERINA
Un mozo que había en Fouquet’s.
Tenía un estilo, una insolencia, un
aire de decirle secretos a uno al oído...
Era un tipo muy especial.
LOUIS
¿Cuántos años hace que no lo ve?
CATERINA
(resoplando) ¡Pouf! Unos veinte.
LOUIS
¿Y cuántos tenía él entonces?
CATERINA
Sus buenos cincuenta y siete o cincuenta y ocho, muy bien llevados por
cierto.
LOUIS
Pues calcule Ud. donde estará ahora.
CATERINA
(sacudiendo la cabeza) Tiene razón. Es
horrible que se le vaya muriendo a uno
tuita la gente que conoce. La vida ya
no es lo mesmo, y uno ya no es uno.
(Pausa. Con una sonrisa inconsecuente)
¿Y qué se lleva ahora en París?
LOUIS
¿Qué sé yo? Cada vez más bultos y
más alambres y más rellenos y más
postizos. Toda relación entre una
mujer que uno ve por la calle y el
cuerpo humano es obra de la casualidá.
CATERINA
Esa es la moda que me conviene: que
se tape la verdá. ¡Ay! ¿dónde estará la
Fogliani? ¡Las cosas que vi y viví en
Europa parecen tan absurdas dende
este aujero maldito!
LOUIS
(sonriendo) No se lamente Ud. tanto.
La «civilización», como llama Ud. a
Europa, está destruyendo al hombre.
¡Si Ud. supiera lo feliz que me sentí al
venir hacia aquí, andando a campo
traviesa, solo, sola mi alma! Me parecía que todo se había borrado del
centro de mi ser; las luchas con mi
padre, el recuerdo de la guerra, la
visión de las obreras de la fábrica,
siempre borrachas, y de sus hijos,
siempre tuberculosos; la hipocresía de
le gente rica que tenía que ver en
Lyon... Volví a ser niño, a... querer
soñar.
91
NICETO aparece por izquierda.
PRUDENCIO
¿Tanta huella le hizo lo que vio aquí
en su infancia?
LOUIS
Por lo visto...
PRUDENCIO
Ud. es el hombre que yo necesitaría
aquí: alguien que quiera a este campo,
que pueda trabajarlo con amor.
NICETO
(avanzando) Prudencio Rojas de cuerpo entero, pa servirlos: un estanciero
hecho y derecho, que ofrece poner tuito
lo que tiene es este mundo en manos
del primer desconocido que llega.
PRUDENCIO
(violento) ¿Qué hacés aquí, víbora?
¿No he dado órdenes de que te sirvieran la comida en tu cuarto?
PRUDENCIO
¿Cómo decís?
NICETO
Hasta que usté no firme un papel, y el
juez no firme otro, y la cosa no sea
legal...
PRUDENCIO
¡Ya veo que vos y Caterina se disputan
el campeonato de quién dice más
barbaridades esta noche!
NICETO
¡Cómo le pica esa sarna! ¿eh?
¡A...aamigo!
BRENDA reaparece con una botella de
vino y, mirando insistentemente a LOUIS,
la pone sobre la mesa.
PRUDENCIO
(gritando con furia) Mirá Niceto, no me
hagás subir la sangre a la cabeza,
porque un día de éstos me vas a
agarrar mal y te vi’a matar.
NICETO
Pierda cuidado, viejo, que no quiero
que se me indigeste viéndolo. (Mirando a LOUIS) ¿No me va a presentar? ¿Tanto miedo tiene que sepa
que soy el guacho?
BRENDA
¡Tata! ¿Cuántas veces vi’a decirle que
no se ponga así? ¡No le haga caso a
Niceto! ¡Míreme a la cara! ¡Tata!
PRUDENCIO
¡Víbora! Vergüenza me da pensar que
un retobao lengua larga como vos sea
mi hijo.
LOUIS
(riendo, mientras se sirve vino lo más
suelto de cuerpo) ¡Cómo me recuerda
esta escena a las «charlas amistosas»
que tenía con mi padre a la hora de las
comidas!
LOUIS
Buenas noches. (Le extiende la mano, que
Niceto estrecha secamente)
BRENDA
¿Ud.? ¡No es posible!
NICETO
(a Don PRUDENCIO) Pero eso de que
sea hijo suyo entuavía está por verse.
LOUIS
¿Ah, no? ¿No soy latino? El padre, la
persona que más quiere querer un
Imágenes: Una vaca apartada de la otra, Nelson Ramos (1995)
92
muchacho –la que más necesita querer– es casi siempre el peor enemigo.
De entrada una cuerda queda floja,
suelta, en el aire –la cuerda principal
quizá. De ahí en adelante ¿qué tiene
de extraño que la vida toda sea una
equivocación?
NICETO rompe repentinamente en un
sollozo.
CATERINA
Debía haberme imaginado que llegado el momento ibas a aflojar así.
¡Manflora! ¡Levantá la cabeza si no
querés que te la levante yo a cachetazos!
Pero NICETO se cubre la cara con las
manos.
PRUDENCIO
Atrévete, gringa, a tocarle un pelo a
m’hijo, y vas a ver ánde vas a parar.
(Pausa) Andá, Brenda, traeme la palmeta. Está visto que esta noche será el
único medio’e mantener el orden en
la mesa.
Pero BRENDA no lo ha oído. BRENDA
tiene la vista clavada en LOUIS que, sin
decir palabra, se echa al coleto dos vasos
enteros de vino, uno tras otro. En el silencio
que se establece enseguida todos se quedan
mirando también al forastero mientras
éste, sin perder tiempo, se lleva a la boca el
M
tercer vaso consecutivo.
TELÓN
FIN DEL PRIMER ACTO
93
DOCUMENTOS
Lisa Block de Behar
94
N
o es raro que en el cine, cuando se intenta revelar un secreto o anticipar un episodio, se
suela mostrar la imagen de una carta
que, leída, se ve y se dice, se lee y se
oye. Vista en pantalla, la voz del actor
niega la ausencia de su personaje, de
la misma manera que resuenan los
ecos de la voz del autor, amigo o conocido, en cartas que solo fueron dirigidas a un destinatario individual y
ahora se difunden en una revista. Más
próxima a los sonidos de la conversación que a las letras, la publicación de
cartas, de diarios íntimos o de manuscritos, de confidencias o conferencias,
de borradores de presentaciones y
prólogos logra conservar algo del tono
personal, de esas modulaciones de la
voz que identifican la singularidad de
cada uno, un tono que también es intensidad y, registrado en público o privado de sonido, queda suspendido
en el silencio de la escritura o de la
lectura, musitado como una música interior que se recuerda. A veces fragmentarios -parciales, inevitablemente-, interesa reunir y dar a conocer estos papeles dispersos para que se vuelvan a
entablar los mismos diálogos que animaron otros tiempos y que así se extienden.
Perteneciente a la colección de manuscritos de la Firestone Library, radicada en la Universidad de Princeton, la
abundante correspondencia de Emir
Rodríguez Monegal comprende las
cartas que escribía o las que recibía en
épocas en las que la lejanía, los proyectos, las tribulaciones y la amistad
las multiplicaban por correos no suficientemente seguros ni veloces. Entre
tantas, se seleccionó una de Emir a
Octavio Paz, otras de Juan Carlos
Onetti a su crítico y de este al escritor,
un vaivén de burlas y veras que no
disminuye la severidad de la erudición ni la lúcida vigencia de sus ponderaciones.
Autorizada por su familia, aquí se
publica la carta de Carlos Real de
Azúa que, dirigida a Ángel Rama a
propósito de la edición de sus trabajos sobre Ariel y Motivos de Proteo (Biblioteca Ayacucho, Caracas), no deja
de insinuar, de paso, algunas de las
contiendas que tampoco faltaron al
ambiente cultural de entonces. Junto
a esa carta, en una página inesperada, declara su «posición», enumerando sin reservas y con somera precisión
un itinerario político e ideológico particularmente complicado. Como otros
documentos, estos cuentan no solo por
la información biográfica más o menos ignorada que proporcionan sino
por esa «especie lateral de la crítica»
que habilitan, poniendo al descubierto cierta informalidad compatible con
el rigor de su ejercicio intelectual y
vocación literaria.
Contra la distancia, el entrecruzamiento epistolar instala un estatuto de
confianza amistosa, de ocurrencias
sorprendentes o apuntes irónicos que
concilian las referencias eruditas, las
digresiones teóricas y los comentarios
triviales con confesiones espontáneas,
mostrando algo así como el íntimo revés de un tejido literario, sin disimular las asperezas ni los puntos sueltos
que desaparecen en escritos de tersura impresa. Los deterioros de conservación oscurecen el fondo de papeles
envejecidos, atenuando los signos,
manteniendo las erratas, que las máquinas de escribir de entonces difícilmente sorteaban. En broma se menciona un nombre, apenas modificado y,
como entre líneas, las alusiones no
siempre indirectas, propician, paralela a la lectura, una mirada indiscreta,
que no descarta en el investigador el
cómplice, en el espectáculo de trazos
y blancos la curiosidad de un lector
imprevisto, un voyeur casi.
Uruguayos, contemporáneos, compañeros de iniciativas notables y aventuras intelectuales a mediados del siglo XX, Rodríguez Monegal, Real de
Azúa, Manuel Flores Mora, Onetti,
Arturo Despouey, compartieron numerosos y fervorosos desvelos culturales, literarios, críticos y, sin omitir
la diferencia de sus objetivos e inclinaciones, una común afición por
Isidore Ducasse. En los casos de Emir
y Carlitos, la obra de ese compatriota
excéntrico dio lugar a trabajos de investigación publicados hace años en sendos números de esta misma revista. Las
noticias sobre el controvertido retrato del
espectral Comte de Lautréamont fueron
origen del artículo de Maneco que aquí
se incluye. Las irreverencias de Onetti
celebran al «pibe Ducasse» en otra
carta de la misma época o se asocian al
«Hotel des Pyramides», por el doble sitio de nacimiento, montevideano y doméstico, donde se inician las vicisitudes y el primer acto de Zaraza para la
Banda Oriental. Visite à la terre empourprée
de Despouey, inéditos presentados parcialmente en páginas precedentes,
anunciando una obra mayor de ensayos y ficciones que irán apareciendo
en los próximos números. Habrá, además, otros documentos, archivos rescatados de un pasado por venir. Traen
aires de otros tiempos, vientos viejos
que alentaron las nostalgias oceánicas
de Maldoror y de sus fantasmas que,
sin reposo, aún vagan por las calles
sombrías que bajan al puerto.
95
Montevideo, 26/II/44.
Señor J. Carlos Onetti:
No acostumbro mantener correspondencia con los autores que comento.
Por tratarse de ud. haré una excepción. Recibí sus líneas y paso a iluminarlo.
Los reparitos que - directa o indirectamente - me formula pueden concretarse
así:
1 - Desacuerdo entre toda la reseña y la última frase.
2 - Contradicción entre: lirismo barato y tensa calidad de la prosa.
3- Poco fair play al usar la propaganda editorial como parte de la novela.
Pueden defenderse así:
1 - La última frase trata de ubicarlo en el desierto que es la literatura
uruguaya de su generación. Es una valoración relativa, por lo tanto. Los
reparos, en cambio, señalan lunares (o manchas solares) de su obra.
2 - Usted, como Balzac, hace posible tal contradicción. Se puede ver en
Ernst Robert Curtius ("Balzac", Bonn, 1923) y en Van Wyck Brooks ("Las
opiniones de Oliver Allston", B. Aires, 1943) el anáisis del estilo intenso - y la
pasión intensa - de Balzac. En cualquier crítica literaria que se estime (el
"Journal" de André Gide, París, 1939) podrá encontrar la opinión que el
sentimentalismo del padre de "Eugénie Grandet" suscita.
3 - No uso la propaganda como parte de la novela. (Esa afirmación suya
me prueba - ¡ay! - cuan distraídamente leyó mi nota). La uso como información.
Practico la convicción de que no se debe decir lo que ya ha sido dicho por
otros y uno lo sabe. Basta citar. Por eso cito las palabras de la tapa de atrás y
la síntesis del argumento en la tapa, al frente. (A no ser que me haya
equivocado al atribuirle las palabras liminares que se ven en la página 7).
El resto de la carta me divierte. En general, aprecio su estilo epistolar. Espero
verlo en marzo.
ERM
Le pido que salude de mi parte a Alsina. Le pido que no use más la palabra
penable por penible.
Transcripción de Silvia Sánchez
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Carlos Federico Real de Azúa (1916-16/7/
"Mi posición" (texto de 1970)
1977) era hijo de Gabriel Alfredo Real de Azúa1
(2/6/1878-29/71954) y de Esperanza Tocavent
a) Mi simpatía por un riguroso orden revoluSeoane (18/12/1877-26/12/1959). Su padre era cionario y mi antipatía por la rebeldía revolumédico, batllista de EL DÍA sin mayor mili- cionaria, el resentimiento, la indisciplina social.
tancia política; uno entre diez hermanos.
b) Mi simpatía por una sociedad armónica,
Sus hermanos fueron Fernando (1908-1973), disciplinada, trabajadora, modesta, sin privilecasado con Beatriz García Arocena y padre de 5 gios ni abusos, con exclusión total de privilehijos, y María Celia (1913), casada con Máximo gio del dinero.
Denis Fleurquin y madre de 6 hijos.
c) Mi inclinación revolucionaria por instinto
Cursó estudios sucesivamente en Escuela conservador, de que solo la Revolución puede
de Aplicación ex Internato (1923-1924), Cole- invocar legítimamente y movilizar las reservas
gio Elbio Fernández (1925-1928), Liceo Rodó humanas de trabajo, disciplina, fervor, sacrifi(1929-1932), Preparatorios del IAVA (1933- cio, austeridad.
1934) y Facultad de Derecho (1935-1946). Ejerció la profesión de abogado hasta 1957; trabad) Mi convicción de lo últimamente trágico
jó en el Juzgado de Menores, renunciando en de la vida y de que ningún régimen político lo
1948.
soluciona.
Etapas políticas: 1) El izquierdismo inicial
(1930-1934). 2) Etapa filo fascista-católica (19341942). 3) Etapa 1942-1959. Indefinición. Multiplicidad. Del antitotalitarismo al tercerismo y
al ruralismo. 4) Etapa 1956-1965. Hacia la izquierda y la acción autónoma. 5) Etapa 19651971. Izquierda balanceada. 6) Etapa 1970-197...
El abogado del diablo de la izquierda y del
marxismo; contra los simplismos "estructuralistas" e "instrumentalistas".
e) Mi devoción a lo extramoderno: contemplación, trascendencia, comunicación con la naturaleza, soledad y mi convicción de que hay
que salvarlos "a través" de la revolución; mi asco
a la "sociedad de masas".
f) Mi convicción de que los "valores" están
condicionados por lo social pero no "causados"
por lo social y admiten distinta versión, distinta encarnación histórica.
1 - Que era hijo, a su vez, de Gabriel Real de Azúa y de Cipriana Muñoz.
103
Primicia de "EL DÍA"
20 de agosto de 1978
LA CARA DEL CONDE LAUTRÉAMONT
Manuel Flores Mora
Creía ya que me moriría sin conocer la cara del Conde
de Lautréamont. Un poco a la manera de lo que ocurre con
el rostro de Artigas, pensaba en el de Lautréamont como
en algo definitivamente perdido. Familiar y perdido. Próximo y perdido.
Con Lautréamont había como una segunda vuelta de
tuerca a la pena. Todos sabemos que por ahí anduvo su
retrato. Álvaro y Gervasio Guillot Muñoz lo habían conseguido. Después lo extraviaron. Álvaro, al que más traté,
tenía para mí algo de mítico. Me resultaba imposible conversar con él sin pensar que era uno de los pocos hombres
del mundo que había conocido el rostro, luego desvanecido, de uno de los escritores más grandes de la tierra. La
historia completa era que, por los años 30, los Guillot estaban vagamente exiliados en Buenos Aires, cuando la policía argentina les allanó la casa y se llevó el retrato. Ignoro
a santo de qué la fuerza pública argentina pudo por aquel
tiempo allanar, si es que allanó la casa del bueno de Álvaro,
en una historia que de trágico sólo tuvo el irreparable extravío de un rostro sagrado. Pero así son las cosas.
Por debajo del afecto que siempre le tuve, siempre también alimenté un secreto rencor contra Álvaro Guillot, rencor que nacía de la sospecha que la dignidad del allanamiento sólo enmascarase el olvido de la foto de
Lautréamont sobre la mesa de algún café, posibilidad más
compatible con la bohemia, tan incurable en Álvaro, como
la pobreza que acompañó de punta a punta su vida. Y
digo Álvaro y no Gervasio, porque ambos mellizos (de
adolescentes eran tan iguales que solían dar exámenes el
uno por el otro, indiscernibles incluso para los profesores
de todo el año) habían terminado por diferenciarse hasta
en lo físico. Gervasio era la seriedad del profesor de literatura. Álvaro no la enseñaba. La distribuía gratis por los
cafés y los pasillos del Ministerio.
¡Y de pronto, increíblemente, hace hoy siete días, abro
EL DÍA y me encuentro la fotografía de Lautréamont!
El Muchacho y el Genio
A Milton Fornaro, autor de la nota que acompaña la
foto (a los que escriben la revista «MALDOROR», además,
según me cuentan) debo, debemos, esta alegría. En todo
caso, EL DÍA honra sus páginas con una absoluta primicia. Es la primera vez, en los 132 años contados desde el
nacimiento de Lautréamont, que un diario uruguayo publica la fotografía hasta hoy desconocida de su espléndido rostro. El rostro -vamos a decirlo despacito, vamos a
104
medir cada palabra- del montevideano a quien más deben
la literatura y el arte del mundo.
Parece un poco tonto decirlo así, pero no hay otra manera. El olvido, el desconocimiento de que ha sido objeto su
nombre, nos colocan en la necesidad de contrabalancearlos
con afirmaciones que parecen desmanes, pero que sólo
son pacíficas, moderadas verdades objetivas. El montevideano Isidoro-Luciano Ducasse, más conocido por su seudónimo literario de Conde de Lautréamont, es el más universal de cuantos seres humanos abrieron los ojos a la luz
sobre nuestro suelo. Ningún otro ha tenido la gravitación
universal que él tuviera. Es más: puede darse la vuelta al
mundo y no hay nada parecido a Lautréamont.
Nuestro país, que ha invertido décadas en la admiración de Rodó, posee glorias del tamaño de un Torres García.
Don Joaquín, cuya real gravitación sobre la plástica del
mundo todavía no ha comenzado, pesará quizá con un
brío imprevisible en el porvenir, porque mucho «hippismo»
pictórico pasará, y al fin y al cabo sus enseñanzas representan el retorno a un cauce eterno y los caminos para
progresar en ese cauce. Pero de todos modos, la gran obra
de don Joaquín todavía no ha empezado.
Lautréamont, en cambio, lo ha cambiado todo.
Lautréamont es la grandeza absurda y misteriosa, es la
directa condición del milagro y del genio. Lautréamont una calle de una sola cuadra lleva su nombre- es el orgullo
y la gloria mayor de esta ciudad, pero como todo esto parece excesivo, mejor será frenar y decir cosas que pongan en
la convicción de los demás estas verdades.
La Vida Misteriosa
Nació el 4 de abril de 1846, en tiempos de la Guerra
Grande. Nació en una ciudad sitiada por las fuerzas de
Oribe. Murió el 24 de noviembre de 1870 en París, sitiado
por los alemanes. Vivió sólo 24 años y pocos meses. 13
años en Montevideo, luego en Tarbes y Pau, sur de Francia entre 1859 y 1865. Volvió durante dos o tres años nuevamente a Montevideo y retornó a Francia, con el primero
de los Cantos de Maldoror escrito probablemente aquí, en
1867.
Se discutirá si era oriental o francés. No era ni lo uno ni
lo otro. Se consideraba nada más que «montévidéen».
Así lo proclama en esa especie de desgarrante despedida
donde, como en cada línea de él, se sobreponen la seguridad
impávida de la maestría y la materia prima adolescente que
el dominio literario ordena de modo inverosímil:
«Ce n'est pas l'esprit de Dieu qui passe : ce n'est
que le soupir aigu de la prostitution, uni avec
les gémissements graves du Montévidéen.»
Montevideo -no Uruguay, no Francia- es la palabra con
que se indica la patria de Ducasse no sólo por él sino por
quienes lo trataron, por quienes recuerdan, muchas décadas después, sus conversaciones en las que trasmitía su
cariño por el suelo natal, allá, en los corredores de los
liceos franceses.
Paul Lespes, que no solamente fue su compañero de
colegio, sino también, como Dazet y como Minvielle,
dedicatario de sus poesías, cuenta en 1927, cuando ya tenía 81 años, que «yo pensaba junto con mi amigo Minvielle
que él (Ducasse) tenía nostalgia y que sus padres no podrían hacer nada mejor que llevarlo de vuelta a Montevideo» (la cita de estas declaraciones hecha por Fornaro no
menciona a Minvielle, incluido sin embargo en la que formula Maurice Saillet).
¡Pobre Ducasse! Vivió martirizado por la jaqueca de que
se quejaba y murió solo, como un perrito, en un hotel del
Faubourg Montmartre. Los testigos que firman la partida
de defunción son el dueño y los camareros del hotel.
Alcanzó a publicar sus Poesías y sus Cantos de
Maldoror. Pero tuvo problemas porque el editor, luego de
impresos y antes de ponerlos en venta, los leyó y los encontró demasiado audaces.
Ya en el colegio había tenido problemas similares. Su profesor de retórica, M. Hinstin, llegó a imponerle sanciones por
la forma en que escribía, incorrecta a su juicio. Es que Ducasse
ya estaba cambiando la literatura en el pupitre.
Lespes nos cuenta que admiraba profundamente a Sófocles,
por lo menos en «Edipo Rey», pero que decía que estaba mal
terminado porque Yocasta tenía que morir en escena. Este
era Ducasse. Su padre vivía aquí a la vuelta, en la esquina de
las calles Camacuá y Brecha, a pocos pasos -bendita esquina- de donde, cuatro años después de muerto Ducasse, nacería Julio Herrera y Reissig. El ruido de las olas que menciona
en los Cantos es el mismo que escuchaba Julio desde su Torre
de los Panoramas. ¡Un niño que en el colegio corrige a Sófocles!
Lo más grave, es que tiene razón.
Como la tiene cuando ya en 1869 ó 70 denuncia a Balzac:
«Dejad de lado los escritorzuelos funestos: Sand, Balzac,
Alejandro Dumas, Musset, Du Terrall, Féval, Flaubert,
Baudelaire, Leconte...»
Un ser así no podía vivir. No lo sabía, cuando hablaba
del «mundo, impaciente de mi muerte».
Posteridad
Guerrero Zamora, en su «Historia del Teatro Contem-
poráneo» nos recuerda que, cuando menos en teatro, el
libro de las vanguardias debe abrirse con Alfred Jarry, el
autor de «Ubu Roi» (1873-1907). No hablaremos de Jarry.
Limitémonos a recordar que no hay dos opiniones sobre el
hecho de que toda la revolución formal y material del teatro empieza en él. Jarry, naturalmente sale de Ducasse.
Mencionamos a Guerrero Zamora porque explica y demuestra con brevedad la filiación directa y la decisiva influencia de Ducasse en Jarry, tan visible como la de éste en
todo lo que vino luego, hasta Beckett e Ionesco. Pero lo dice
el propio Jarry en una de sus obras, donde rinde homenaje
a «mon ami le Montévidéen». «Mon ami»: Un amigo muerto
tres años antes de que él naciera.
Ha avanzado ya algunas décadas el siglo XX, cuando
André Bretón, en el «Manifiesto Surrealista» (del que sale
todo, hasta Borges) vuelve a recordar quién fue Ducasse.
Bretón propone prácticamente olvidar todo lo que se ha
escrito antes en el mundo, dejando una sola cosa fuera,
para eternamente reverenciar y seguir: los «Cantos de
Maldoror», los caminos literarios ahondados de Ducasse.
Este Ducasse, que nos mira por primera vez, con su carita perfecta y sus limpios ojos impasibles, donde la inteligencia y la noble tristeza restallan, desde las páginas de
EL DÍA del domingo 13 de agosto último.
¡Qué maravilla!
Como ocurre con Artigas, era necesario ponerle un rostro y Vallotton hizo con Ducasse lo que Blanes con el jefe
de los Orientales: lo dedujo. Gómez de la Serna comenta
que sin duda Rémy de Gourmont le dijo a Vallotton: Mire
usted el daguerrotipo que existe de Poe y conviértalo en
un tipo más francés.
Ramón dice asimismo que Lautréamont «marcó en las
piedras de las calles de París unas huellas que no se encontrarán, pero que están».
Y agrega esta hermosura: «De pronto, yendo por París,
escuchando al que va detrás por las calles por las que no
va nadie, y esperando verle en el fondo del espejo para
retratar a esos seres, que es el cristal oscuro de los escaparates, he visto al conde, pobre conde...».
Ese fantasma era el único retrato posible. Hasta ahora.
«Ducasse, desde luego, fue feo, aunque tenía el aire noble del poeta», dice Ramón.
Se equivocaba también. El que era feo era el bueno de
Ramón Gómez de la Serna. Ducasse era precioso.
Marcó en las piedras de las calles de Montevideo unas
huellas que no se encontrarán, pero que están. Sus ojos
marcaron también huellas en el pedazo de río que veía
desde su casa. Esas las he encontrado. Están ya, para cualquiera, en las páginas primeras de los Cantos de Maldoror.
Transcripción de Silvia Sánchez
105
JAVIER GANCIO
Cámara Gesell
Si este domingo fuera más que un teatro de dimensiones bastas,
imposibles de casar con la templanza humana;
si el clima interno empardara en homeostasis la temperatura allende...
Pero no. Y entonces qué problema irritante:
la gente vuelve de la playa con la sombrilla al hombro, la piel ardida
que tardará días en desinflamarse: ha llegado el verano
y el primer día en que lo noto
no es laborable. Y qué importa,
digo yo, qué poco impacta mi cavilación
en el acto espurio del bañista; no, no es así:
hay un comportamiento común a toda la gente, banal
como mi comportamiento aquí, en la ventana, viendo pasar
sillas de lona, hijos, primos, vendedores de helado y esto ni siquiera
es Mar del Plata, Miami, Punta Cana. Aquí
el ocio sabatino se ralenta y el día siguiente
es tan moroso
que los hombres y las mujeres desnudos me parecen
felpa y cartón, muñequería
en función a beneficio del que mira, soberbio
y resentido
en el alféizar.
106
Pródigo
Not peace, but other things
(Philip Larkin)
En el albor resabio, la tranquila edad
de la transformación; en el baño maría de la avefenixación, mirá
cuán cerca estuve, quizá la próxima hoy
seguro que no, corroborado en el cuerpo;
seguro que afónico el espíritu de tanto
decirlo y decirlo para qué
si aquí ha pasado menos
de lo anunciado, una vanguardia pálida
pasó víspera y se dejó estar
en el albor, la llama eterna desvanece
un respirador porque a esta tráquea una otomía qué bien le vendría
ahí cuando se afirmaba y la veíamos crecer, gatear los pasos...
mmmmmmm otra vez la reptación,
peinarse el buclecito de a féretros; otra vez
la infrarroja denunciando que donde parecía haber cambio
–de movimiento, de vida, de espacio– no,
y un «no»! grande como una reja,
como un castillo estrellado en el destello del día, la continuidad
triunfante del Mandamás Celeste; aquí estoy,
irresponsable de mis actos, no si ya Te entendí
qué signos más claros, ¿sabés porque no Te mando a la concha de Tu madre? Porque pensar
en Tu madre y en Su concha enloquece al mortal;
porque la matanza de lo esperado es un lujo y yo tan franciscano;
porque espero acopiar ductilidad para tender
de nuevo sobre el sudario
el picnic; con la confianza muerta
sobre el césped, ya más relajado
te intimo a revelarme
el Plan de cuánto más me hay reservado;
por qué cuando llego tan cerca del salvazo,
justo ahí
se Te hace tarde.
LUIS COSTA PLÁ
107
FRAGMENTOS
SOBRE DUCHAMP
Damián Tabarovsky
108
L
’objet littéraire como ready-made es
un viejo artículo de Bernard
Pingaud, publicado en el número de L’ARC dedicado a Duchamp.
Pingaud es un veterano del nouveau
roman, un hombre de la casa Minuit,
amigo de Duras y Robert Antelme, situación que marca, ya por sí misma,
una constelación de relaciones, hipótesis y conflictos de gran densidad
estética y política, pero que prefiero
dejar en suspenso en este texto.
En ese mismo número de L’ARC, el
crítico Gilbert Lascault (autor de un
interesante libro llamado Ecrits timides
sur le visible), escribe lo siguiente: «para
Duchamp, como para Jarry y la patafísica, cada cosa puede ser convertido
en su contrario». Esta frase parece definir escrupulosamente al ready-made:
un mingitorio convertido en obra de
arte, lo uno transformado en su opuesto, la orina devenida objeto de contemplación estética.
Pero si pasamos al ensayo de
Pingaud, allí se encuentra una frase
enigmática y quizás terrible; una frase que parece desafiar los escrúpulos
de Lascault, que no son más que los
escrúpulos del lugar común sobre el
ready-made. Porque si algo logró
Duchamp, un éxito inaudito que es al
mismo tiempo una forma de fracaso,
es domesticar el lenguaje de la crítica.
Todo ocurre como si la reflexión teórica sobre su obra hubiera sido escrita
por él mismo; como si la crítica hubiera sido ganada, colonizada por la jerga, el estilo y los modos de Duchamp,
al punto de no poder escapar de ella.
Ya la definición que da Breton de
ready-made en su diccionario parece
dictada al oído por Duchamp; y de ahí
para adelante, nadie parece haber podido escapar al influjo de escribir sobre Duchamp en términos duchampianos.
Pero, de golpe, nos topamos con el
artículo de Pingaud, y con esta frase
clave: «el efecto artístico se reduciría
pues, finalmente, a la más sutil y violenta de las diferencias: la que separa
lo mismo de lo mismo. No la separación de dos dominios realmente distintos. Tampoco la diferencia relativa
que, en un mismo dominio, demarca
dos objetos, uno y otro sobre un fondo
común. Una diferencia radical, aun-
que invisible, que penetra y atraviesa
el objeto, que hace de él el otro absoluto (lo único); pero sin modificarlo si
embargo en nada».
Estamos ya lejos del sentido común
duchampiano. Ya no la transformación de algo en su opuesto, de la orina
en arte, sino, al contrario, la violencia
que separa lo mismo de lo mismo.
¿Pero la orina y el arte son lo mismo?
¿Estamos en presencia de un continuo, para decirlo en términos de
Raymond Roussel?
Así las cosas, el ready-made funcionaría entonces como un efecto de redundancia, su singularidad no residiría en romper y reconstruir la cadena de significantes (un objeto corriente desprovisto de su valor de uso) sino,
al contrario, en afirmarla: lo que nos
ofrece es más de lo mismo. Pero ese
«más» es un exceso intolerable, inasimilable. El ready-made estaría más cercano a la noción de dépense, tal como
la describe Bataille, que a ese juego de
ruptura simbólica que la crítica repite
sin cesar.
(…)
Se encierra en ese artículo una gran
enseñanza, cifrada en su título: el objeto literario como ready-made. La literatura no implicaría la ruptura con el
lenguaje, sino que es el lenguaje llevado a su exceso, a su punto de saturación, de no retorno. Porque el readymade no es reversible: se pasa de la
orina a la obra de arte, pero no a la
inversa. De la doxa cotidiana se pasa
a la literatura, pero no al revés. Y en
ese devenir, en esa última figura, la
vuelta de tuerca final, la literatura se
aísla, se desajusta, se desacopla de la
doxa; rompe toda amarra con la sintaxis (la sintaxis enloquece), se vuelve significante vacío, síntoma.
¿Pero síntoma de qué? Síntoma de
sí misma, de nada, de su propio extravío. Un ready-made es un objeto que se
quedó solo. Esa misma es la posición
del lenguaje luego del paso de la literatura.
(…)
..................................................................
Apollinaire escribió una vez que la
misión de Duchamp era unir el arte
con el pueblo. Poco tiempo después
Duchamp envió una carta a Picabia
en la que trató de dejar claro el asunto: «Apollinaire se volvió loco».
Sucede que gran parte del secreto
del éxito de Duchamp reside en haber
usado a su favor un rasgo que, en general, es pernicioso para el arte: la inteligencia. Como es sabido, la inteligencia no es buena consejera para el
arte –son memorables las páginas de
Proust contra los lectores inteligentes–
pero en cambio sí lo es para los ingenieros, dentistas, analistas de sistemas, diseñadores gráficos, criadores
de caballos, cocineros e incluso hasta
para algunos intelectuales. Vaya situación, Duchamp era artista e inteligente. ¿Cómo superar el escollo?
Para desatar ese nudo, Duchamp
dedicó una energía prodigiosa, un
entusiasmo perdurable, una conducta prusiana, un misticismo religioso;
en síntesis, dedicó su vida entera al
cumplimiento puntilloso de una ley,
la ley madre que guía su obra: la ley
del menor esfuerzo.
Al fin y al cabo, qué más fácil, más
rápido, más económico, que designar
una rueda de bicicleta como obra de
arte. Su truco consiste en haberlo hecho por primera vez (el truco del arte
consiste en hacerlo siempre por primera vez). Con ese gesto, entre perezoso y radical, Duchamp renuncia a
la inteligencia y nos induce a ver el
mundo de otro modo. Picasso decía
que el arte era 5% de inspiración y 95%
de transpiración. Pues bien, para
Duchamp el arte era 5% de inspiración y 95% de relajación.
El descubrimiento de la ley del menor esfuerzo tenía para Duchamp valor de novedad absoluta. Para él, de
manera opuesta al surrealismo, la novedad no surge de la invención de un
nuevo método (la escritura automática), o de la apropiación delirante de
nuevas teorías (los sueños), sino que
es el producto de una transformación
lingüística, de un cambio en el empleo
del tiempo, de una revolución cognitiva. Cómodo y vago, encontró el camino más corto para revolucionar el
arte. Descubrió que ya no se trataba
de crear obra nuevas (¿sentiría
Duchamp el agobio de experimentar
que ya todo había sido creado?), sino
109
de modificar radicalmente el contexto
de apreciación estética. Descubrió que
lo nuevo es ante todo una nueva forma de ver y comprender. A diferencia
del artista de vanguardia tradicional,
que crea lo nuevo y luego se declara
incomprendido, Duchamp cambió
primero los cánones de comprensión,
y luego se declaró como lo nuevo.
(...)
Es curioso, pero si extraemos fielmente las consecuencias del uso de la
ley del menor esfuerzo, aplicadas al
contexto del arte y la literatura actual,
llegamos a una conclusión paradójica: quizás lo propio de la vanguardia
hoy, ya no sea la creación de una novedad entendida como la primera vez;
sino que es vanguardista quien escribe por primera vez lo ya escrito, quien
hace por primera vez lo ya hecho,
quien crea por primera vez lo ya creado. Quien logra extraer de la paradoja
un efecto radical: un historicismo paradójico o un vanguardismo historicista.
Bajo el designio de la paradoja, el
aprendizaje tiene más que ver con el
olvido que con el recuerdo, la creación
más con la desmemoria que con la
conciencia, y la ética –la gran coarta-
da de la memoria– más con el cambio
que con la preservación.
La llamada crisis del arte, esa sensación, que comparten buena parte de los
críticos y artistas, de que la posibilidad
de creación se ha encogido hasta su casi
desaparición (para algunos, como acusa el crítico conservador Georges
Steiner, debido a Duchamp), encuentra
una posibilidad de superación gracias
al cambio de sentido de la propia noción de novedad y ruptura. Se trata, otra
vez, de transformar el contexto realizando el menor esfuerzo posible (cuando
para dedicarse a la literatura hay que
hacer un gran esfuerzo, significa que
ganó el contexto).
Hay que inventar una literatura y
un arte que cree novedad, ya no como
lo hacían los vanguardistas de principios del siglo XX, es decir como una
ruptura que borra las huellas del pasado; sino como la introducción de
paradojas en los discursos existentes,
en el discurso del presente. Una política literaria de vanguardia podría ser
esta: encontrar paradojas allí donde
no se ven, introducirlas allí donde no
están.
(…)
M
..................................................................
Imagen de página 92: Ventosa, Nelson Ramos (1995)
Imagen de página opuesta: Hacha, Nelson Ramos (1995)
110
111
1.
Soy la okupa de mi propia casa
desde que la propiedad se fue de mí
ya no tengo escritura y como en los sueños
la puerta de entrada me espera afuera
para que todo empiece de nuevo
atravieso de canto esa hospitalidad
atrás de los cuadros debajo de los muebles
se aquerencia un techo nuevo
donde hubo hogar quedan fotogramas
vos tú él el hombre con la cama doble
mudado por el cuarto a la deriva paso a paso
los libros del living lo siguen arrastrados
en un maletín que se desfonda y es en el baño
donde la mochila ruge por última vez.
Hablo de un inodoro que nos traga lejos
hasta otras casas.
2.
Un par de gemelos se ríe de los puños
en el fondo áspero del cajón
ya no hay camisas es gente descamisada
la que ahora me convoca
rozo una manga me aplican lo que pide un codo
entre aprendices nos pisamos el poncho
bailarines a la rastra muñecos de aserrín
acoplan a la orquesta la letra de su anonimato
cuando en el colmo sudado del salón
la fobia a mí me desgañita
hasta el guardarropas en un paso de salida
teatros pizzerías música interrumpida de walkman
pasan de largo por el bajón de la marquesina
off off de los solos y solas
se apaga en la boca del subte.
112
TAMARA KAMENSZAIN
3.
Soy sin ellos la cenicienta en radiotaxi
todos en uno se libran de mi fiesta
la soledad da ese paso que arrastra con la música
el eco del eco de lo que pueden los letristas:
hacer una canción que diga lo que somos
nuestro sentir más íntimo
dos o tres palabras lisas y llanas
el camino más corto para llegar a casa
cuando la radio le enciende al del horario nocturno
una compañía. Su nuca me ve: estoy sola,
ni la llave me alcanza para sentirme dueña
de la cama doble.
4.
Por la puerta entornada de los sueños
entró todo lo que las palabras no dicen
cada vuelta de llave me introdujo
hasta la casa en su escena primaria
casa ahora es cuerpo y yo
acabo chupada por la lengua
me voy de boca el subte está oscuro
vos no venís ustedes no vienen siempre nosotros
en un efecto pornográfico de grupo
nos desconocemos cuando nadie pero nadie
ni siquiera el que transpiró en mi hombro
tiene el número de teléfono.
113
ESCRITOS RECENTES
DOS CÁRCERES
BRASILEIROS
UMA ANÁLISE DE CASO
Márcio Seligmann-Silva
114
O
livro Memória de um Sobrevivente, de Luiz Alberto
Mendes, publicado em 2001, tem uma
característica sui generis se confrontado com as
demais obras dos cárceres paulistas que têm sido
publicadas nos últimos cinco anos.1 Luiz Alberto apresenta
seu texto como um manuscrito que estava engavetado há
cerca de dez anos (MENDES 471).2 A história relatada termina
cerca de vinte anos antes da data da sua publicação. Ela
teria sido escrita após o seu encarceramento, mas seu autor
não havia procurado as vias da divulgação pública.
Espécie de «arquivo morto», foi ressuscitado graças ao
encontro dos esforços de Mendes visando a realização de
um «concurso para poesias, crônicas e contos» (472) com
o trabalho e a disposição de figuras públicas como
Fernando Bonassi e Drauzio Varella. O fato de Memórias
de um Sobrevivente ter sido publicado por uma prestigiosa
editora paulista indica em que medida ele atingiu a esfera
pública em um momento propício, quando havia espaço e
demanda para esta narrativa. Este encontro (por assim
dizer «atrasado» neste caso) entre uma demanda interna
do autor (que levou-o a escrever o livro) e a esfera pública
é um traço característico de qualquer obra publicada, mas
ganha um especial significado em se tratando de uma obra
com forte teor testemunhal. A temporalidade da esfera
privada teve que esperar o tempo da pública para poder
emergir para os leitores.
A obra articula-se, portanto, como um arquivo com
diferentes datas. Vale a penar refletir sobre outras
implicações deste fato. Se inicio pelo «final», ou seja, pela
questão da publicação e de sua data, é também levado
pelo fato de que seu autor optou por explicitar a trajetória
de seu texto no «Epílogo» do livro. Talvez pensando na
manutenção de uma certa «pureza original» de seu
manuscrito testemunhal, o autor introduz-se apenas no
final da obra enquanto entidade metadiscursiva e autoreflexionante. Nós, como leitores e críticos, só temos acesso
a obra após sua publicação e começamos a escrever sobre
ela após a leitura do último capítulo: o «Epílogo». Ou seja,
nosso percurso vai por assim dizer inverter o caminho do
autor. Partimos do presente da leitura –próximo ao
momento da publicação da obra– e portanto partimos
também do momento em que existe um espaço público
propício para se receber o relato narrando a história do
detento Luiz Mendes. Nossa leitura está inevitavelmente
marcada por este momento. Voltamo-nos para este livro
dentro de um complexo panorama cultural onde uma
demanda pelas vozes dos «marginalizados» e
«esquecidos» (criada tanto no mundo acadêmico,
sobretudo após a consolidação dos Estudos Culturais e
das abordagens pós-coloniais, como na indústria cultural,
como o sucesso da obra de Varella e do filme de Babenco
baseada nela o demonstram) ocorre simultaneamente a
uma situação política e econômica que, tragicamente, só
faz aprofundar os problemas sociais que estão em grande
parte na origem da violência retratada neste tipo de relato.
O epílogo de Mendes também apresenta o que o autor
percebe como estando na origem de seu relato: «A intenção
do livro não foi a de ter uma mensagem. Não tenho essa
pretensão. Apenas escrevi para ter uma seqüência que
permitisse que eu mesmo entendesse o que havia
acontecido realmente». (476) Luiz Mendes visava dar um
sentido ao caos de sua vida. Sua obra apresenta-se como
um relato autobiográfico em primeira pessoa e carrega
características típicas deste gênero. O «pacto autobiográfico», que está subentendido na leitura do livro, parte
da identificação entre autor e narrador. A narrativa é
cronológica. O narrador é onisciente. Este modelo pode
ser retraçado às origens da moderna autobiografia no
século XVIII quando ela tinha como uma de suas
características centrais a criação de uma unidade (de um
sentido) na vida de seu autor. Diferentemente da narrativa
de experiências de encarceramento relatadas por prisioneiros políticos no Brasil –de Graciliano Ramos até os
anos 1980 e 1990, que normalmente narram suas
atividades que os levaram à prisão e enfatizam os detalhes
das atrocidades ocorridas durante a reclusão–, no caso de
Luiz Mendes a narrativa se inicia pela sua infância. Tratase de uma completa «história de vida», já que toda ela
desde o início estaria marcada pela exclusão e pela
violência. Nos relatos prisionais não é incomum este tipo
de enquadramento da experiência do cárcere no plano
mais amplo da vida, da família e do background social. A
moldura da narrativa além de ser político-social é familiar.
Por outro lado, a obra de Mendes diferencia-se do ponto
de vista de sua opção estética de um livro como Sobrevivente
André du Rap, do Massacre do Carandiru, que tem uma
estrutura mais fragmentada e tem a marca de uma dupla
fonte autoral, a do sobrevivente do massacre do Carandiru
de dois de outubro de 1992 e ex-prisioneiro André du Rap
e a de Bruno Zeni, um jornalista e escritor que editou o
texto. Mendes opta por um modelo literário mais
tradicional, mais próximo de um realismo convencional,
ao invés de aderir a uma estética da fragmentação que, na
sua forma descontínua, mimetiza a catástrofe
representada. Também a linguagem de Mendes é menos
carregada da gíria e do jargão das prisões, se a
confrontarmos com as demais obras dos cárceres
publicadas nos últimos anos. As estratégias de representação literária de Mendes estão distantes das que
marcam o momento da sua publicação. Um trabalho que
ainda merece ser feito será o estudo dos manuscritos do
livro. Uma análise genética desta obra deverá lançar mais
luz sobre a construção desta voz autoral que ao mesmo
tempo é e não é uma típica voz prisional devido ao seu
domínio do idioma e dos códigos literários. Este trabalho
não será enfrentado aqui.
O elemento eminentemente testemunhal da narrativa
de Mendes pode ser desdobrado em seu momento
individual e no social. No primeiro momento percebemos
uma narrativa que dá testemunho das experiências
individuais do personagem central (que testemunha o que
viu e sofreu na mesma medida em que se confessa diante
do público). No segundo momento, ou seja, no plano social,
o relato pode ser lido como uma apresentação cheia de
detalhes da vida urbana e suburbana paulista dos anos
1960-19703, além da descrição também carregada de
detalhes da vida nos cárceres do prisioneiro comum (não
político) durante os anos de chumbo da ditadura militar.
Este duplo viés testemunhal cria um esteio de realidade que
torna a narrativa particularmente forte para o leitor, na
medida em que ela o envolve emocionalmente (tendemos a
nos identificar com a figura de certo modo e
115
paradoxalmente frágil do narrador) e também faz um apelo
aos nossos sentimentos morais e éticos de justiça,
igualdade, solidariedade, etc. Este apelo não deixa de ser
ambíguo na medida em que estamos tratando de uma
narrativa de um autor que assume também diante de seu
público outro tipo de autoria, a saber, a de inúmeros
assaltos e ao menos dois assassinatos que lhe custaram
mais de setenta anos de condenação. (411)
É evidente, por outro lado, que este esteio pessoal e
histórico não reduz o elemento propriamente literário
da narrativa. Trata-se de uma história narrada segundo
padrões bem conhecidos. É verdade que nada impede
que este panorama por assim dizer «histórico» e
«testemunhal» seja posto em dúvida. Isto ocorreria de
modo explícito, por exemplo, se o autor fosse um escritor
conhecido e se antes do texto (ou no seu epílogo, ou no
aparato crítico que acompanha alguns livros)
pudéssemos ler um aviso (também convencional) deste
gênero: «Existem dois modos de se encarar este livro.
Ou de fato existiu, com efeito, um maço de papeis
amarelos e desiguais sobre os quais foram encontrados
registrados, um a um, os últimos pensamentos de um
miserável; ou existiu um homem, um sonhador ocupado
em observar a natureza em proveito da arte, um filósofo,
um poeta, quem o saberia?, sendo que esta idéia foi a
fantasia, que a tomou ou, antes, deixou-se tomar por ela
e não pôde desfazer-se dela a não ser lançando-a em um
livro. Destas duas explicações, o leitor escolherá a que
ele quiser». Estas são as palavras que Victor Hugo
conhecidamente colocou diante de sua narrativa Le
dernier jour d’un condamné (253). Já Luiz Mendes utilizou
como epígrafe duas frases, uma de Brecht outra de Sartre,
que não só servem para dignificar sua narrativa, mas já
remetem à relação entre história e o indivíduo. A
apresentação do livro, da pena de Fernando Bonassi,
reitera este elemento autobiográfico e histórico da
narrativa.
Autobiografia – Testemunho – Confissão
Da tradição autobiográfica podemos destacar também
a questão das conversões pelas quais Luiz Mendes passa.
A autobiografia tradicionalmente articula-se como
narrativa de uma metamorfose, de uma crise que gerou
uma profunda transformação, como Santo Agostinho o
formulou de modo canônico nas suas Confissões. (Cf.
CHRÉTIEN 2002) A confissão autobiográfica enquanto ato
de linguagem visa também criar uma verdade. (CHRÉTIEN
2002: 122) O fato –a vida– existe e é (re)criado via
linguagem, como se (do ponto de vista do leitor) «no
princípio fosse o verbo», já que não existe nenhuma outra
garantia para o leitor se não as palavras sobre o papel.
Começamos pelo resultado final: a vida de papel. A
«verdade autobiográfica» é a própria vida e também, desde
sempre, a verdade da morte. A ego-escritura inscreve-se
sempre a contrapelo do caminhar da vida para a morte.
Toda autobiografia é autotanatobiográfica: e mais, é «biomitografia». (DERRIDA 1991: 170) A ego-escrita é uma
máquina de ipseidade, mesmo que ela apresente um eu
esfacelado, como é o caso de Luiz Mendes. Esta máquina
não pode ser controlada, por mais que o leitor queira
116
travestir-se de Sherlock Holmes.4 Além disso, a confissão
é tradicionalmente confissão de pecados, de fé e de louvor.
No caso de Mendes os pecados são confessados (seus
crimes e contravenções5), assim como sua fé (na vida
criminosa, nas suas regras e estrito código de conduta,
pelos quais ele se deixa torturar estoicamente sem dar com
a língua nos dentes6) e também seu louvor por sua mãe
(que recorda mutatis mutandis o louvor de Santo Agostinho
por sua mãe, Mônica). Se toda autobiografia visa uma
salvação «do santo», da «nudez virginal e intacta» então
«[n]ada corre o risco de ser mais envenenador quanto uma
autobiografia». (DERRIDA 2002: 87) No livro de Mendes este
«acerto de contas» fica tanto mais claro se tivermos em
mente que ele narra uma dupla metamorfose: primeiro ele
é transformado (e educado, através dos espancamentos
terríveis de seu pai e depois pelas torturas sofridas da
parte do aparelho militar de repressão) em um indivíduo
«anti-social», um ladrão que viria a participar de vários
assaltos e de latrocínios; em segundo lugar o livro mostra
sua transformação em um ser social e sociável, leitor
incansável de boa literatura e de filosofia, que está na
origem do Luiz Mendes autor deste livro autobiográfico.
(438 ss.) A verdade aqui é a da cena do tribunal: a autoapresentação visa um testemunho, apresentar a vida para
voltar á vida (revixit). «Acusa-te, glorifica-o», escreve Santo
Agostinho. Mendes quer recuperar a vida, seus laços com
o «fora», com a sociedade. Nesta cena o seu dentro voltase para fora. Pois, como Derrida recorda a partir de Santo
Agostinho, a confissão apresenta não apenas o que
sabemos de nós, mas também aquilo que ignoramos. (SANTO
AGOSTINHO: 221)
Mas o «segredo» de Luiz Mendes é inenarrável, na
medida em que ele encontra-se calcado na extrema dor
corporal. Por outro lado, ele sendo aquele que viveu o
inferno em vida –as prisões paulistas com suas torturas e
violência mimetizada pelos próprios prisioneiros7– tornase uma espécie de Ulisses ou de Dante que conheceram em
vida o inferno. Assim como as figuras paradigmáticas do
narrador recordadas por Walter Benjamin, o viajante e o
artesão, também Luiz Mendes tem o que narrar, algo único:
sua «paixão» pelos corredores e celas do aparelho de
repressão estatal com seu papel (ainda mais ostensivo na
época da ditadura) de controlar e até mesmo exterminar
aqueles marginalizados pelo sistema.8 Benjamin na sua
tipologia que visava delinear uma fronteira entre a «era
da narrativa» e o seu fim, deixou de fora a figura daquele
que narra o seu martírio (e suas várias configurações, indo
da confissão à autobiografia). Este narrador em primeira
pessoa pode também ser desdobrado nos inúmeros
«testemunhos secundários» daqueles que narram a vida
destes «mártires» (das hagiografias até as diversas
histórias e narrativas sobre os mais variados tipos de
personagens que conheceram cada qual seu «inferno
particular», tenha sido ele um prisioneiro político, um
prisioneiro «comum», um sobrevivente de uma guerra,
uma vítima de perseguição de cunho sexual ou étnico, etc.).
Benjamin, como é bem conhecido, enfatizou o mutismo
dos que voltavam da Primeira Guerra Mundial e a
moderna incapacidade de enunciar narrativas. (BENJAMIN
1985: 198) Por outro lado, um contemporâneo dele, Jean
Norton Cru, na sua monumental obra Témoins –apesar ou
justamente devido a seu positivismo!– vai saudar o
testemunho da Primeira Guerra como uma fonte
incontornável para se representar aquele evento histórico.
Cru estava consciente dos limites da narrativa do soldado
que retornara do front (como era seu próprio caso; cf.
ROUSSEAU 2003 e DULONG 1998). Deste ponto de vista
poderíamos pensar nesta narrativa impossível, ou na
narrativa apesar de seus limites e impossibilidades, como
uma característica da narrativa que não só persiste no
século XX e para além dele, mas que seria uma
característica desta era de catástrofes. (Cf. FELMAN e LAUB
1991; WIEVIORKA 1998; SELIGMANN-SILVA 2003)
Se a leitura de autobiografias tem sempre algo de uma
curiosidade de voyeur, neste caso específico do texto de
Mendes a cena enfocada é aquela que desperta uma
intensa curiosidade (e até um certo fascínio) em uma
sociedade (a nossa contemporânea, sobretudo na
América Latina) caracterizada pela violência. A cena é
«obscena», «marginal» na mesma medida em que está
no coração do próprio sistema político. O «segredo» da
sociedade é exposto na sua «verdade nua». De modo
semelhante, a «interioridade», o universo psíquico e
emocional do protagonista, é apresentado (ou
«representado») ao público. Um segredo sustenta e
revela o outro. São as desventuras do protagonista que
guiam a mão do autor-desenhista e a nossa leitura. A
construção do quadro se dá simultaneamente, pintando
o indivíduo por dentro na mesma medida em que seu
meio que determina seus limites e transformações. A
«realidade histórica» nasce da «verdade pessoal» e viceversa.
Diferentemente da tradição épica da narrativa episódica,
reciclada por autores como Varella e Rodrigues que contam
diversas histórias anedóticas das prisões, Mendes
concentra-se na sua história de vida.9 Ele apresenta sua
história como a conseqüência não apenas de seu meio,
mas também, como um resultado disto, de uma veneração
incontida bela vida do crime: «Era fã incondicional de Elvis
Presley, juntamente com minha mãe. Assim como era fã
do Bandido da Luz Vermelha, do Bando do Fusca,
destaques nos noticiários policiais». (45) «Saí da boate de
arma na cinta sentindo-me malandro. Meu sonho era ser
malandro, daqueles que saíam nos jornais» (68), ele narra
lembrando-se de quando tinha quatorze anos, portanto
em torno de 1966. O bandido-herói é uma referência central
(cf. 103; 162), apesar de sua aura ser despedaçada ao longo
do livro, na medida em que Mendes narra as
conseqüências terríveis de sua vida criminosa. A presença
dos jornais e noticiários sensacionalistas tanto apresenta
o contexto midiático e voyeurista do crime na sociedade,
como também desdobra reflexivamente o papel do escritor
observador de si e do leitor, que lê e «assiste» a sua vida. A
mídia faz parte também da criação do mito do bandidoherói. Ela cria sua fama, deusa que, desde a Antigüidade,
acompanha generosamente tanto os «bons» quanto os
«maus». Mendes escreve que «faria a bala meu nome de
bandido» (358): mas fazer-se um nome, no seu caso, não
era o mesmo que ter um nome cantado pelas outras
gerações, mas sim transformara-se agora em um desejo de
sucesso instantâneo que lhe traria respeito dentro e fora
dos cárceres.10
117
Testemunho e exposição da virilidade
A vida de Mendes desde muito cedo foi determinada
pela dependência de drogas e pelo seu envolvimento com
o crime. A figura paterna é apresentada como um ser
monstruoso, um alcoólatra quase sempre desempregado,
extremamente violento e que tinha um prazer perverso em
fazer o filho sofrer e reduzi-lo a mais humilhante
animalidade. É como se a educação pelo espancamento
criasse uma revolta contra a lei e a autoridade. A vida de
Luiz teria sido marcada pela vontade de vingança: pelo
ódio que ele criou com relação a seu pai. «Odiava-o com
todas as forças do meu pequeno coração. Vivi a infância
toda fermentando ódio virulento àquele meu algoz e
envenenando minha pobre existência». (15) A família
aparece como uma espécie de microcosmo que reproduz a
mesma estrutura violenta da sociedade. Fora de casa
também, desde muito pequeno, Mendes vai ser submetido
à educação pela violência, que atingiu graus bárbaros de
tortura que o deixou algumas vezes à beira da morte. Como
seu pai, também os policiais demonstravam «um prazer
mórbido em nos bater». (151; cf. 385) Ao invés da formação
como um processo de introjeção das leis, vemos a paulatina
«deformação» de Mendes que vai aderir apenas às leis do
crime, ao código de honra da criminalidade. «Eu já havia
introjetado a lei do crime». (127) Ao invés de uma entrada
no universo do simbólico onde, segundo a concepção
iluminista da formação do cidadão, as leis seriam
universalmente introjetadas e criariam uma sociedade de
irmãos, Mendes trilha o caminho da violência (que ele vai
reproduzir nas suas relações sociais) que se liga
explicitamente ao seu desenvolvimento sexual precoce. Faz
parte da imagem do bandido-herói a sua supermasculinidade.
Este ponto é particularmente interessante e digno de
destaque se recordarmos que existe uma tradição
testemunhal antiqüíssima e arquetípica que aproxima o
testemunho da posição masculina no ato sexual. Devemos
lembrar que nas sociedades mais tradicionais as mulheres
não podem testemunhar no tribunal. Já Freud recorda que
nos hieróglifos o símbolo para a testemunha é um falo.
(FREUD 1970: VII, 91)11 Na tragédia Eumenides, de Ésquilo,
que representa uma verdadeira matriz da nossa concepção
tradicional de direito e do papel do testemunho, o famoso
julgamento de Orestes é todo ele baseado na questão da
masculinidade e de sua superioridade diante da mulher.
Palas Atena, a juíza, dá seu famoso voto a favor de Orestes
–o matricida, assassino de Clitemnestra– declarando votar
no partido dos homens. Ela é o exemplo que Apolo, o
advogado de Orestes, dá para provar que somos apenas
filhos de nossos pais12 e nossas mães são estrangeiras a
nós. Atena, como aquela que nasceu da cabeça de seu pai,
Zeus, dispensou o papel da mãe na procriação. Na própria
língua percebemos também esta conexão entre o
testemunho e a masculinidade: testis em latim significa
tanto testemunho, como testículo. Em alemão, testemunha
é Zeugen, que vem do verbo que significa fertilizar, no
sentido masculino de procriar. Testis encontra-se como
étimo em atestar assim como em testamento. Ele tem a ver
com uma visão presencial da comprovação como
apresentação de algo a visão. (cf. BENVENISTE 1995: II) A
118
apresentação à claridade dos olhos do sexo masculino
como prova seria o paradigma deste modelo de atestação.
Na concepção matricial de testemunho que lemos na
Eumenides testemunha-se antes de mais nada a virilidade.
O livro de Mendes também é um verdadeiro tratado de
testemunho como apresentação da masculinidade. O
«grande bandido» também deve ser o «grande macho»
que leva para cama desde pré-adolescente os meninos da
sua redondeza e depois o maior número possível de
mulheres. Seu maior pavor é a possibilidade de ser
estuprado pelos prisioneiros mais fortes: isto significaria
uma condenação a se transformar em «garoto» para
sempre.
Sistema testemunhal: Lei e Violência
Notar esta coincidência entre o elemento testemunhal e
a presença desta encenação da masculinidade significa
também revelar a complementaridade entre a lei, a cena
do tribunal, a sociedade civil e este sistema testemunhal.
Ou seja, a visão iluminista do indivíduo isola
artificialmente o «mal» do «bem», separa a justiça e o bemestar da sociedade dos indivíduos não-formados ou
deformados. Aquilo que eu gostaria de denominar de
sistema testemunhal revela o compromisso da lei com a
violência. As leis (a censura do superego freudiano), afinal
de contas, só existem dentro de sua relação conflituosa
com o universo amorfo dos desejos e das pulsões. O
recalcado desde sempre existe dentro de um compromisso
com a censura. Esta nasce, como nos ensinou Freud em
Totem e Tabu, justamente para recalcar a culpa originada
no assassinato do «pai primevo», o líder da horda
originária. A sociedade e seu sistema de leis seriam uma
resposta a uma pulsão destrutiva. No sistema policial e
penal este compromisso, como lemos no livro de Mendes,
vai bem longe, na medida em que percebemos uma
verdadeira simbiose entre aparato de segurança e o crime.
Quando batedor de carteira, Mendes era sempre liberado
após pagar uma parte aos policiais: «Presos não
poderíamos produzir dinheiro para que nos assaltassem
com suas carteirinhas de policiais. Éramos tipo galinhas
de ovos de ouro, para eles». (108)13 Em outra situação, preso
novamente, ocorre um «acerto financeiro» com os policiais.
O colega de Mendes, Dinho, seria libertado para ir buscar
dinheiro e só então ele seria solto também. «Eu era refém
da polícia, e só mediante resgate me soltariam. De ladrão a
vítima, triste destino...» (298) Nessa passagem, a
«hospitalidade» da prisão, que é a que mais expressa a
proximidade entre hospes (hóspede) e hostis (inimigo, o
segundo termo sendo derivado do outro; cf. BENVENISTE I,
98 SS.), transforma-se em pura hotage, seqüestro. Não por
acaso no mesmo julgamento de Orestes acima lembrado,
na Eumenides, Atena pacifica o coro das Fúrias, as
representantes de Clitemnestra e de sua vontade de
vingança, através de um pacto que incorpora a violência e
o castigo dentro da lei. Este pacto trágico é o mesmo que
Freud localizou no início da civilização. Atena afirma que
o cidadão só é justo se for controlado pelo medo. A fúria
vingativa é incorporada à lei e não substituída por ela. A
ambigüidade dos sentimentos de Mendes com relação a
seu pai (odeia-o e admira-o) pode ser lida como um sintoma
desta outra ambigüidade, a da lei, que ao mesmo tempo
que é falocentrica e misógina, está calcada no assassinato
do pai (primevo, arquetípico). A visão trágica da vida como
um ciclo incessante de violência é um lugar-comum nos
escritos dos cárceres. Neles a vingança –a incapacidade
de esquecimento e de perdoar– ocupa um local de honra.
Mendes raciocina, em uma das raras metáforas extensas
de seu livro, revelando a lógica circular que rege o sistema
penal:
Certa vez, li, não sei onde [provavelmente em Brecht],
que condenava-se o rio por ser caudaloso e devastador em
sua corrente, mas nada se dizia das margens que o
limitavam e comprimiam, tornando-o tão violento. Era o
caso ali [na triagem do RPM]. Queriam proteger a sociedade
de nós, mas talvez a solução fosse nos proteger da proteção
social. Daí é para se perguntar se éramos animais, como
queriam, ou se éramos animalizados, como nos faziam.
Marginais e criminosos ou «marginalizados» e
«criminalizados»? O resultado se observaria no estrago,
na devastação que retribuiríamos, no futuro, à sociedade.
(146)14
O medo também está onipresente no livro de Mendes.
«O medo era o instrumento mais utilizado e aproveitado
naquele sucursal do inferno» (300), ele escreve com relação
ao efeito da onipresente tortura no presídio da avenida
Tiradentes. Apesar deste sentimento aparentemente se
opor ao espetáculo de virilidade, Mendes apresenta-o como
parte de sua auto-encenação como alguém pequeno e fraco.
Sua fortaleza teria sido duramente conquistada, em grande
parte devido à astúcia e ao uso de armas.15 Neste sentido,
ao expor seu medo e sua fragilidade –sobretudo diante do
brutal aparato de polícia– ele também gera um apelo à
piedade do leitor.16 Phóbos e eleos, medo e compaixão, as
duas paixões fundamentais da tragédia, interagem ao
longo do livro. O leitor flutua ambiguamente também entre
uma reação de espanto e recuo diante da violência, que
também nasce do protagonista, e uma compaixão diante
de seu estado psíquico e corporal. Na medida em que nos
identificamos com ele, de certo modo transgredimos
também as leis e compactuamos com sua violência. A
famosa kátharsis aristotélica explica em parte este fenômeno.
A apresentação da tragédia, do excesso, da contravenção,
gera, pela via do medo e da compaixão, uma «purgação»
destes sentimentos. Tornamo-nos ao mesmo tempo
comovidos e mais protegidos destes sentimentos.
Literatura como denúncia
Mas seria errado concluir que a obra tem uma moral
pacificadora ou conformista. A apresentação da tortura –
que Mendes sofreu desde adolescente– tem um valor não
apenas literário, mas também social e político. A literatura
de forte teor testemunhal não apenas tem uma relação tensa
com a produção de prazer (o delectare da tradição poética),
como também, contra o esteticísmo neoromântico,
reinstaura o elemento educador, útil, por assim dizer, que
sempre fora pensado como o prodesse da Paidéia clássica.
O pau-de-arara, a que Mendes é várias vezes submetido,
inicialmente lhe é aplicado com requintes da parte dos
119
torturadores que não queriam deixar marcas no corpo do
menor de apenas quatorze anos. «A perfeição do torturador
é causar o maior volume de dano e jamais deixar vestígios».
(75; cf. 71) O torturado é reduzido a mero objeto nas mãos
dos algozes: vai perdendo os contornos humanos, tornase algo amorfo. Várias vezes lemos frases do tipo «Não era
mais gente. Era apenas uma coisa que odiava e se rendia,
ao mesmo tempo». (73) «...todos formados à distância de
um braço, fomos contados como gado. Os guardas não
falavam. Eles gritavam, e quase sempre ofensas. Palavrões»
(ele escreve referindo-se ao Recolhimento Provisório de
Menores, onde os guarda usavam, entre outros instrumentos,
chicotes; 111).17 O medo é internalizado pela via da dor: «O
medo era visceral, nascia de minhas entranhas e me sufocava.
A cada passo era preciso dominar o pânico. Na verdade,
meu pai me criara preso ao medo». (98)
Sexismo + Racismo
O torturado aprende que uma das maneiras de conter a
fúria dos torturadores é apresentar-se o mais destruído e
humilhado possível, adiantando assim a reação esperada.
Por outro lado, diante dos demais «malandros»
«aprendera que o medo é algo que não deve ser
demonstrado em hipótese alguma». (116) Mostrar-se
medroso equivale a efeminar-se, fraquejar. Aos leitores
Mendes apresenta-se ao mesmo tempo como vítima e
agressor. Ele apresenta-se também como alguém que
nunca traiu o código da «malandragem» que inclui, antes
de mais nada, a proteção de sua virilidade: «Jamais abusei
de ninguém em prisão alguma. A moral estava na bunda,
e a minha era meu tesouro». (129; cf. 441) «O crime é
machista por necessidade». (304)
Esta literal «corporificação» e «sexualização» dos
códigos morais pode ser lida também nas alusões a
diferenças de cor dos prisioneiros. Vale a pena transcrever
a seguinte longa passagem sobre o período em que Mendes
estava Instituto de Menores de Mogi-Mirim:
Tínhamos nossos próprios conceitos e um regime social
secreto. Parece que a relação humana é sempre uma
expressão cultural. Havia até estratificação social. Aqueles
com idéias afins, ou mesmo os que eram provenientes de
um mesmo bairro, formavam uma sociedade. Havia até
preconceito racial, só que invertido. Aqueles que eram
mulatos já se consideravam «negrões», e negrão era
elemento não desejado sexualmente. Logo, o negrão era
ativo, geralmente o maior, o mais forte, portanto, mais
conceituado. O branco era sempre «branquinho». Como
éramos todos jovens, raros eram os que tinham pêlo no
corpo, então o branquinho tinha algo a ver com feminino,
daí desejável. Em geral tinha uma bundinha branquinha
que às vezes era até cor-de-rosa.
Numa microssociedade tão profundamente dirigida pela
sexualidade desabrochante, é fácil entender como aqueles
que constituíam objeto de desejo eram tão desprestigiados
socialmente. Os negrões eram conceituados, os
branquinhos precisavam provar, na base da valentia, que
eram homens e capazes de enfrentamentos com os negrões.
Era preciso ser perigoso para ser respeitado. Muito
perigoso, inspirar temor. Aqueles que não o fossem, que
tratassem de arrumar um jeito de sê-lo, senão... (175)
120
O racismo era «invertido» do ponto de vista da moral
«malandra» que vê no fato de alguém ser desejado
sexualmente (ser visto como bonito e delicado) um
rebaixamento, um «efeminamento» e uma objetificação.18
O «negrão» era o forte, o maior e o ativo. Invertida é a
situação da burguesia brasileira branca, objeto dos desejos
de consumo de Mendes e seus companheiros de
encarceramento, que é como que projetada nos
«branquinhos». Na situação da microsociedade prisional,
este «branquinho» pode finalmente ser dominado e
possuído. A ambigüidade expressa-se novamente aqui: o
modelo é amado e odiado. Quer-se ser igual aos «belos» e
delicados brancos burgueses e ao mesmo tempo quer-se
destruí-los, dominá-los, incorporá-los, «comê-los». Mendes
encarna esta ambigüidade de um modo complexo, na
medida em que era identificado pelos companheiros como
um «branquinho» 19 , apesar de ter um currículo de
«negrão» e de desejar ser visto como tal. Uma das práticas
de violência entre os prisioneiros é, além de violentar os
mais fracos, travestí-los, obrigar a «vestir calcinha de
mulher, desfilar se requebrando, depilar-se» (224), como
ele conta com relação ao presídio da Tiradentes (local onde
na época torturava-se também os membros da oposição à
ditadura).
Narrar a Dor e a Morte
A narrativa de Mendes leva o título de Memórias de um
sobrevivente. Já discuti acima a questão do elemento
memorial-autobiográfico do texto na sua relação com o
conceito de testemunho como testis. Vale a pena determosnos mais no conceito de «sobrevivente». Num
determinado momento do livro ele define o que significa
proceder e pensar «como um sobrevivente de alguma
guerra», coisa que ele aprendera com sua vida: «Amor para
mim era sexo. Estava preparado apenas para defender e
resistir. Se me dessem uma chance, revidar com extrema
violência, para matar, se facilitassem. [...] Era aquela
educação que as instituições do governo me dotaram».
(190) Por outro lado, sobrevivente quer dizer também que
a pessoa assim denominada conheceu a morte de perto. O
sobrevivente como que carrega consigo a experiência de
algo inexperienciável, que é a morte ou algo muito próximo
a ela. O sobrevivente é superstes, sobrevivente em latim,
mas também a testemunha que porta consigo a experiência
da dor. Ao lado do testemunho como testis, como
apresentação da prova, que, como vimos, tem muito a ver
com comprovação da virilidade e funciona dentro do
registro da visualidade, existe também esta figura da
testemunha como uma sobrevivente. Neste segundo
sentido ela tem algo a narrar que sequer ela mesma pôde
experienciar ou traduzir em termos simbólicos. Superstes,
como Benveniste comenta, «não é somente ‘ter sobrevivido
a uma desgraça, à morte’, mas também ‘ter passado por
um acontecimento qualquer e subsistir muito mais além
desse acontecimento’, portanto, de ter sido ‘testemunha’
de tal fato».20 O testemunho como superstes radicaliza o
fato fundamental da linguagem –ao menos desde os
românticos– que é justamente seu descolamento do real.
Diante do «real» da dor as palavras revelam-se como
moeda gasta e sem sentido preciso. Tudo pode ser dito,
mas isso não implica que tudo possa ser significado,
passado através dos signos. Por outro lado, o signo que
porta o testemunho como superstes torna-se uma espécie
de pele onde praticamos outra modalidade de leitura que
procura decifrar as marcas deixadas pela violência que
apenas podemos imaginar, mas nunca sentir. Trata-se de
uma recepção do testemunho que está aquém e além do
registro da visualidade. A violência praticada nos «porões
da sociedade» via de regra ocupa um local paradoxal: por
um lado a instituição responsável pela violência quer
esconder suas práticas que fogem ao contrato social que
estabelece o monopólio estatal da violência; por outro lado
estas mesmas instituições –e sobretudo o aparato da
repressão no caso específico da ditadura militar brasileira,
período em que se passa a história narrada por Mendes–
procuram ostentar suas garras visando a intimidação da
população. Não podemos esquecer que na ditadura,
calcada, como os regimes totalitários, na suspensão dos
direitos básicos dos cidadãos e na paradoxal
institucionalização do estado de exceção, esta
ambigüidade e contradição da violência estatal fica ainda
mais explícita.21 Assim, Mendes narra, como vimos, as
técnicas de tortura que visavam não deixar marcas na pele
do torturado, sobretudo no caso das torturas que sofreu
quando era menor de idade. O que revela um «pudor» dos
policiais em torturar mais ou menos explicitamente (ou
seja: deixando marcas na pele) «apenas» os adultos.
Surpreendemos aqui esta dialética neste desejo da parte
do aparato de repressão, no sentido de querer mostrar sua
potência e ao mesmo tempo esconder as conseqüências
dela. Este movimento é refletido pelas vítimas que não
apenas se lembram do ocorrido como muitas vezes sequer
conseguiriam se esquecer do que viram. Estas memórias
têm a qualidade de um fardo difícil de se carregar. As
imagens queimaram a retina de seus olhos. Como Mendes
escreve referindo-se às vítimas da tortura no presídio da
Tiradentes: «Nunca mais esqueço aquela poça de sangue
na entrada do xadrez, acho que está fotografada para o
resto da vida, como uma tatuagem». (301)
Diferentemente destas imagens, a dor no próprio corpo
deixam outras marcas. A dor é algo que se passa na ilha
que é nosso corpo. Quando Mendes viu um prisioneiro
sendo violentado sucessivas vezes por companheiros de
cela ele via tudo como que de outro planeta, apesar da sua
proximidade: «Eu a tudo observava qual tivesse com uma
luneta, observando outro planeta». (223) Já a sua própria
dor e as torturas pelas quais ele passou ele tenta –apesar
de tudo– descrever do modo mais claro possível, sem recuar
diante da recordação destes fatos dolorosos. Podemos
interpretar esta presença tanto argumentando que estas
cenas são essenciais na sua vida, como também elas são
essenciais na sua denúncia do sistema policial e
penitenciário. Um dos fenômenos que ele destaca nestas
cenas é uma espécie de descolamento entre mente e corpo:
ou seja, sua vontade de abandonar o corpo. Este tipo de
«esquizofrenia», típico de relatos de torturado, aparece
também quando ele descreve um linchamento por
populares na rua de que foi vítima: «Assistia àquilo tudo
como fosse um filme, não parecia real, no entanto doía e
sangrava». (293)22 Ao ler estas descrições detalhadas das
cenas de tortura o leitor ao mesmo tempo que sente pena
da vítima –e assim reforça seu sentimento social de
compaixão– perde a crença no ser humano como um ser
«bom» e «digno». Através da barbárie nos
«humanizamos» para em seguida recusar qualquer tipo
de humanismo inocente.
A dialética abjeto / objeto
Mendes descreve também a «animalização» dos
prisioneiros destacando não apenas a sua objetificação,
mas também sua abjetificação. A perda do corpo (da sua
liberdade), a sua transformação em massa corpórea
disponível ao sacrifício como também ao trabalho (muitas
vezes escravo nos presídios), a redução do ser humano a
agregado de carne, ossos e nervos, é radicalizada com o
espetáculo da dor e da abjetificação. Se o Iluminismo e sua
antropologia otimista são postos à prova através dos
testemunhos dos cárceres, é porque seus conceitos de
«igualdade», «liberdade» ou «fraternidade» sofrem aí
profundas transformações. Ao invés de nobres conceitos
puros, significando os elevados fins da humanidade, são
revelados em seu compromisso com a dominação. As fezes
que os policiais introduzem na boca do torturado (388)
são o contraponto literal desta reversão dos conceitos em
«violência crua», para usar uma expressão de Mendes
empregada para caracterizar as torturas de que foi vítima.
(389) Em outra passagem, quando está em uma cela forte,
Mendes se viu obrigado a se comunicar exclusivamente
pela privada: os canos de esgoto (chamados de «telefone»)
constituíam o seu único canal de comunicação. (430) O
simbólico literalmente é conduzido pelo e a partir do abjeto.
A prisão pode ser vista como um micro-modelo da
121
sociedade onde todas as ambigüidades da lei e da
civilização se manifestam de modo explícito. Esta
ambigüidade também é explicitada em frases do tipo: «na
prisão quase tudo era proibido e permitido ao mesmo
tempo». (405) O testemunho revela que o que se passa nos
«porões da sociedade» passa-se, na verdade, nos seus
pilares e estacas de sustento.23 Resta pensar se e em que
medida esta violência pode ser separada do poder.
O inferno do agora e a desrealização do mundo
Uma das características mais marcantes da experiência
em instituições totais (ou sob regimes de exceção), onde a
qualquer momento e por qualquer motivo absurdo podese perder a vida, é a temporalidade marcada pela ditadura
do agora. A vida de Mendes vai se tornando aos poucos
um verdadeiro inferno do agora. Apenas sua metamorfose
final, em escritor, é que vai lhe abrir as portas do passado
e do futuro. Antes disto, sua narrativa da vida nas prisões
e nos cativeiros é um verdadeiro paroxismo do tempo do
presente. O «tempo do agora» para alguém na situação
dele é o verdadeiro oposto do utópico «tempo do agora»
(Jetztzeit) benjaminiano, caracterizado pela explosão do
contínuo da história e simultânea libertação do peso do
histórico e da dominação dos homens sobre os homens e
dos homens sobre a natureza. (Cf. BENJAMIN 1974) Já
Mendes escreve, por sua vez: «Para mim só existia o
momento, nem passado acontecera. Viver era um mergulho
no agora, instantaneamente. O resto era ilusão. Futuro não
existia, passado idem. Só o presente, em sua exuberância,
era real». (327) Esta «exuberância» poderia ser tanto
positiva24, como é o caso da passagem de onde vem esta
citação –quando ele realizava seus sonhos de «grande
bandido» e de «rei», ou «pai» de uma família de filhas que
lhe pertenciam–, mas também poderia ser seu oposto,
como os momentos de extrema penúria na carceragem o
mostram. Após passar por várias seções de tortura e de
receber dos policiais uma corda de náilon, com
recomendações para que ele se enforcasse, ele escreve: «Era
sexta à tarde, e pensei em viver, pelo menos mais um fim
de semana». (394) Por outro lado, a vida enclausurada
leva a um super-dimensionamento do tempo. Como «matálo» passa a ser uma questão primordial. Ou seja, o tempo
momentâneo pesa sobre o prisioneiro como um bloco
compacto que o esmaga. Mendes descreve suas estratégias
para fugir da depressão decorrente desta opressão que
incluía uma rigorosa rotina de exercícios, ou ainda a fuga
para o mundo dos sonhos. (435) Mas após nove meses de
solitária ele já era vítima da sensação decorrente deste
esmagamento espaço-temporal, também narrada pelos
prisioneiros de Campo de Concentração nazistas: «Há
momentos na vida do preso em que ele não acredita que
exista nada além da prisão. Mesmo vendo a rua pela janela,
aquilo parece mais um quadro apenas. Rua é ficção,
ilusão». (443) Esta desrealização do mundo externo pode
ser interpretada também como um retrato fiel do processo
de «encriptação» destes indivíduos isolados e
«recalcados» pela sociedade.
Como vimos acima, a «solução» que Mendes encontrou
para este processo de ruptura do mundo e encapsulamento
foi a saída pelo universo das letras. Iniciado pelo amigo
122
Henrique, ele mergulha nos livros com um plano em mente:
«Eu iria construir uma nova história de minha vida,
doravante. Uma história mais bonita». (443) Nesta
segunda e profunda metamorfose o passado de Mendes
recebe um novo significado. «[T]odos os males de minha
vida me fizeram bem. O que não mata...» (454) «Só me
restava fazer uma releitura e reinterpretação desse mundo.
Simples». (461) Sua identidade passa agora pela busca de
um outro tipo de reconhecimento, não mais como o
«grande bandido», mas sim «como pessoa culta e sábia».
(468) Mendes acaba seu livro contando que em 2000 era
pai de dois filhos, estava casado e cursava o primeiro ano
de direito da PUC de São Paulo. Paradoxalmente vemos
que, apesar de toda crítica radical do livro contra o sistema
penal, o final em «happy end» parece indicar que o autor
conseguiu sim se «regenerar», tornar-se um «cidadão
respeitável». Mendes estava formado. Seu passado sofrido
foi revertido em seus «anos de aprendizagem». Ma se
levarmos em conta que ele é um «sobrevivente», fica claro
que ele também é uma enorme exceção ao sistema. O tipo
de exceção que confirma a regra.
New Haven, fevereiro de 2005
Obras Citadas:
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Notas
1
Cf. MENDES 2001; DU RAP 2002; JOCENIR 2001; Letras de Liberdade 2000;
NEGRINI 2002; RAMOS 2002; RODRIGUES 2002; PRADO 2003 e também, apesar de
não se tratar de memórias de um prisioneiro, mas devido à importância desta
obra na atual onda de publicações de escritos dos cárceres, cf. VARELLA 1999. O
presente artigo parte de pressupostos teóricos que desenvolvi no ensaio SELIGMANNSILVA 2003.
2
Ao longo de todo texto, sempre que indicarmos entre parênteses apenas o
número de página da fonte da citação ou da referência é porque se trata da obra
de MENDES 2001.
3
Aos dezoito anos, ao sair de seu internamento de cerca de 3 anos em
unidades para menores, Mendes comenta, destacando este estrato histórico de
seu relato: «Em agosto de 1970, Lennon já havia dito que o sonho acabara. Não
quis acreditar. A Guerra do Vietnã estava em pleno curso, a guerrilha no Brasil
começara a ser desmantelada pelos órgãos da repressão. O DOI-CODI era o palco
dos horrores, o Esquadrão da Morte matava todo dia. O mundo de pernas para
o ar, arreganhado como uma puta, e eu ali no meio, abobado com tudo o que via,
sem entender nada». (205) Mais abaixo discutiremos a imagem da mulher neste
livro, onde esta metáfora da puta fica contextualizada.
123
4
É claro que qualquer pesquisador pode se dedicar a colher os «autênticos
testemunhos» da vida do seu autor: percorrendo os passos da sua vida,
levantando os documentos correlatos etc., mas este não é nosso interesse aqui.
A obra de Luiz Mendes também permite uma rica leitura a partir do horizonte de
expectativas da literatura, do confronto com o momento histórico que constituí o
pano de fundo de sua narrativa e também de uma referência ao nosso presente
de leitura da obra.
5
Em um momento crucial de sua vida, quando estava na iminência de ser
libertado do RPM (Recolhimento Provisório de Menores), devido a uma confissão
sincera a um psicólogo, Mendes foi condenado a ficar mais três anos em
reclusão. «Haviam me ensinado que quem fala a verdade, não merece castigo».
(137) Em função desta confissão ele foi transferido para o Instituto de Menores de
Mogi-Mirim, que mantinha menores «de máxima periculosidade»: «Daí para
frente odiei todos os psicólogos que pude». (144)
6
Cf. a passagem: «Malandro possuía moral engessada, com um sentimento
fortíssimo de honra. Havia até uma fidalguia, uma nobreza em certos malandros.
Acreditavam em duelo a bala ou a faca por questões de moral e honra. Alguns
gostavam de arrogar que favoreciam pobres e oprimidos, diziam só roubar ricos.
Esse era o ideal de ser malandro, com muita moral e honra inatacável, defendida
com a própria vida, em nosso meio». (251 s.) Este código rigoroso estabelece
a pertença ao grupo, a identidade de «malandro honrado».
7
Cf. sua frase: «O pior de estar preso era ter que conviver com presos». (167)
8
Com relação a esta passagem pelo inferno e sua primeira «metamorfose»
eis o que escreve o autor na triagem do RPM: «Todas as minhas boas intenções
de trabalhar, viver com meus pais numa boa, foram se evaporando na medida
exata dos dias que ia passando no inferno. Julgava-me traído, roubado, e
pensava que não merecia o que passara. [§] Uma revolta densa ia tomando
conta do meu ser. Queria agora ser bandido mesmo. Viver armado para nunca
mais me sentir fraco e indefeso. Queria matar policiais, assaltar qualquer um,
sem dó ou piedade». (154; cf. ainda 305, 313, 321, 360)
9
Mendes, apesar de não entrar em muitos detalhes das histórias de seus
colegas e companheiros, recorda das conversas dos internos, nas quais, ele
escreve, «em geral aumentava, os fatos, colorindo-os, mentindo descaradamente.
Era preciso sempre contar uma vantagem maior para aumentar o prestígio,
aumentando ao mesmo tempo o conceito de malandro de que tanto gostávamos.
Ser considerados malandros era todo nosso objetivo ali». (153) Ou seja, a
insinceridade é assumida como parte da narrativa das histórias da rua. Para o
leitor esta sinceridade acerca da insinceridade contamina o relato da sua vida,
mas o seu efeito paradoxal é o de reforçar a «base referencial» já que o «contar
vantagem» é parte da vida também. O ato de linguagem que afirma a mentira
leva o leitor a querer avaliar onde existe maior ou menor dose de mentira, mas
não a anular a fonte «histórica» do relato. Todo discurso autobiográfico joga com
esta tensão: no momento mesmo em que o autor afirma tacitamente –como em
um juramento no tribunal– «prometo dizer a verdade...», a «mentira» e a pura
fantasia já surgem para assombrar o autor e seus leitores.
10
Após um assalto, no qual Mendes cometera um assassinato, ele escreve
que todos do bando comentaram os fatos «que para nós eram uma odisséia. Os
louros da vitória me couberam». (363)
11
Na escrita acádica cuneiforme o símbolo para testemunha é semelhante a um
olho e significa tanto ver, aquilo que está diante, quanto a pessoa que testemunha.
(LABAT 201) Já o sinal para o falo, para o número um e para se indicar uma pessoa é
um traço vertical. Este sinal aparece diante de cada nome nas listas de testemunhas
dos escritos cuneiformes. Devo esta última informação a Dra. Kathryn Slanski da
Coleção da Babilônia da Sterling Memorial Library de Yale.
12
Filhos «do pai», deveria escrever, já que a língua portuguesa já nos faz
dizer que a mãe está submetida ao pai quando dizemos «pais» para nos referirmos
aos nossos progenitores. A «lei da língua» e da gramática também é falocentrica.
Ou melhor, é antes de mais nada nesta lei que o falocentrismo se instaura.
13
Cf. ainda esta outra passagem que trata do internamento em Mogi-Mirim:
«Até os guardas eram influenciados pela nossa cultura marginal e secreta.
Usavam nossas gírias e, muitas vezes, procediam conforme nossos valores.
Realmente, não seria juntando uma multidão de meninos de rua, delinqüentes
juvenis, em alojamentos, alimentando-os, obrigando-os ao trabalho e sujeitandoos a uma rígida disciplina que se conseguiria educá-los». (180 s.)
14
Cf.: «Criava-se uma geração de predadores que iria aterrorizar São Paulo.
A maioria seria morta pela polícia, mas antes disso… […] Nossa preocupação
124
não era só o dinheiro. Era vingança, explosão de uma revolta contida e cultivada
em longos anos de cativeiro, nas mãos de sádicos carrascos torturadores».
(182) A consciência de Mendes do fato de que os «marginais/ marginalizados»
são uma espécie de escória e de alimento (quase que sacrificial e necessário) da
sociedade, homo sacer, na expressão consagrada de Giorgio Agamben, fica
clara quando ele explica a lógica do artigo 59 do código penal (que ele teve que
assinar quando foi preso como batedor de carteiras no centro de São Paulo):
«Teria trinta dias para arrumar um emprego. Caso contrário, a qualquer momento
que fosse preso, poderia ser autuado em flagrante de vadiagem. [§] Num país
em que o desemprego é parte do esquema para manter os salários baixos, o
artigo 59 do código penal é um absurdo inominável. No momento em que alguém
é mandado embora do emprego, já está infringindo as disposições legais deste
artigo. Mais trinta dias e poderá, inclusive, ser apanhado por ter sido
desempregado. Além de ficar sem o emprego, ainda vai preso». (232)
15
Descrevendo a violência entre os detidos no RPM, Mendes afirma que o
medo desumanizava as pessoas que mimetizavam a violência a que estavam
submetidas. Sua astúcia nem sempre podia ajudar: «Sobressaía sempre pela
astúcia e ousadia. E ali não era local onde tais virtudes pudessem ser
consideradas. Predominava a lei dos mais fortes. A força bruta. [...] Os loucos,
os débeis e os fracos eram o alvo favorito de todos naquele depósito de vidas
humanas». (122) O que é considerado o «resto» da humanidade reproduz
internamente este mecanismo de destruição do «outro».
16
Mendes se apresenta como um amigo dos mais fracos. «Sempre fora
mais amigo dos pequenos e humildes. […] Tinha pena do ostracismo a que eram
submetidos, quando não conhecidos. Havia algo de bom em mim». (183) «Jamais
consegui ver pessoas sofrendo, sem me comover». (194)
17
Guardadas as enormes diferenças, em vários momentos do livro a
descrição dos procedimentos de humilhação dos prisioneiros faz lembrar a
instituição biopolítica dos Campos de Concentração, sobretudo na sua vertente
nazista. Mendes mesmo observa com relação ao caminhão que transportava os
prisioneiros entre a cadeia e o presídio: «Parecia aqueles carros com
escapamentos para dentro em que os nazistas transportavam os judeus. Eu
ainda iria sofrer muito, e muitas vezes, nas mãos daquele torturador motorizado».
(271) A diferença está no fato de que os referidos caminhões nazistas de fato
matavam a todos neles transportados. Os prisioneiros, outro exemplo, são
submetidos a típicos rituais de entrada na prisão que incluem a raspagem do
cabelo, a obrigação de desfilar nu diante dos demais detentos e policiais (424),
a detetização, utilização de uniformes e privação de comida (certa vez Mendes
ficou 10 dias sem receber nada para comer; 296). Além disso, os prisioneiros
são submetidos a contagens e chamadas e a divisão do espaço se dá algumas
vezes a partir de elementos corporais, como tamanho e força (seguindo uma
«biotipologia», segundo o próprio Mendes; 451). A cumplicidade dos médicos
nas seções de tortura, que Mendes narra em detalhes, também lembra a profunda
cumplicidade do ideário nazista com uma ideologia médica baseada na
higienização da sociedade e extirpação do que era considerado insano. Nos
dois casos a identidade é reduzida aos dados meramente animalescos. Todos
estes procedimentos evidentemente despersonalizam e desumanizam o
prisioneiro e concorrem pra transformá-lo não em um cidadão –indo contra o que
uma visão correcional do sistema penal levaria a crer–, mas sim em alguém
com enormes dificuldades de poder um dia voltar a ser um membro da sociedade.
(cf. MENDES 156 ss.) Mas é evidente que as diferenças entre os modos do
biopolítico não podem ser esquecidas; uma prisão na América Latina, por mais
semelhanças que tenha, não é igual a um Campo de Concentração nazista (nem
ao Gulag), do mesmo modo que a marginalização e assassinato dos
marginalizados neste continente não é a mesma coisa que o projeto genocida
nazista. Estas nuanças essenciais não podem ser perdidas de vista.
18
Mas esta identificação da mulher com a fragilidade não é tão simples na
obra de Mendes. É verdade que ele escreve, por exemplo: «Sempre foi bem
mais fácil fazer amizade com mulheres do que com homens. Sempre desconfiei
dos homens. […] As mulheres eram mais frágeis, possuíam mais sensibilidade,
o que me aproximava delas». (188) Por outro lado, seu protagonista vai
sistematicamente cair em ralações com mulheres fortes que o espancavam –
como seu pai o fizera, os policiais e os colegas mais fortes–, como foi o caso de
seu relacionamento com Zoião, com Isabel e com Sueli. Com relação a esta
última, ele observa: «sempre me disseram que o homem é que ataca, e a minha
experiência com mulheres sempre apontava para o contrário. Ela era mais alta
e mais forte que eu, me dominava facilmente». (352 s.)
19
Ao entrar em um grupo de jovens no seu bairro, Mendes torna-se o «Luiz
Branquinho», para ser diferenciado do «Luiz Negrinho»: o estabelecimento de
diferenças talha aqui identidades. (217) Vale a pena ler um de seus raros autoretratos ao longo da narrativa: «Tornara-me rapaz baixo, entroncado, robusto,
sem nada de especial, senão os olhos grandes e brilhantes de sede de viver.
Olhos e cabelos castanhos, feições regulares, sem nada que chamasse atenção.
Figura comum. Sem nada mesmo fora do normal. [...] A única coisa de que não
gostava era o meu tamanho. Queria ser alto e forte». (189) Seu sonho era se
tornar uma potência viril, que ele relata ter realizado durante alguns momentos de
sua vida. (Cf. 315)
20
1995: II 277 s. «Verificamos a diferença entre superstes e testis.
Etimologicamente testis é aquele que assiste como um ‘terceiro’ (terstis) a um
caso em que dois personagens estão envolvidos; e essa concepção remonta ao
período indo-europeu comum. Um texto sânscrito enuncia: ‘todas as vezes em
que duas pessoas estão presentes, Mitra está lá como terceira pessoa’; assim
o deus Mitra é por natureza a ‘testemunha’. Mas superstes descreve a
‘testemunha’ seja como aquele ‘que subsiste além de’, testemunha ao mesmo
tempo sobrevivente, seja como ‘aquele que se mantém no fato’, que está aí
presente». 1995: II 278.
21
Para uma teoria política que sobrepõe o poder estatal e a violência cf. o
famoso texto de W. Benjamin (1977) «Zur Kritik der Gewalt» («Para uma crítica
da violência/ do poder»). Para uma concepção oposta e mais pragmática, que
vê como necessária a distinção entre «power» e «violence», cf. H. Arendt (1970:
56). A argumentação de Benjamin é essencial para uma crítica do poder e da
violência, mas a da H.Arendt é mais passível de ser pensada em termos
históricos.
22
Cf. também uma descrição de uma das seções de tortura por que passou
em uma delegacia. Após narrar como havia sido espancado, recebido chutes na
cara, sofrido choques no ânus e sarrafos, ele escreve: «Os tiras já estavam
bêbados, havia litros de uísque para todo lado, várias garrafas foram quebradas
na minha cabeça. Mas eu nada sentia. Parecia estar pairando sobre meu corpo,
assistindo à tortura e sofrendo-a, mas só de ver o que faziam com meu corpo,
ficava com dó de mim. [§] A impressão de estar fora do corpo era tão forte que
mexi o corpo para ver se ele mexia, e não mexeu. Achei que havia morrido.
[…] Era incompreensível». (377) Mais adiante ele escreve ainda, após a seção
de tortura: «Fiquei ali gemendo, sentindo o inferno de ser eu mesmo, estar vivo
e não ter sido morto ainda». (379) Na seção seguinte, no pau-de-arara, após
mais choques, desta vez além do ânus também na glande, ao apanhar com
palmatória de ferro ele conta que «minha alma quis abandonar meu corpo. [...]
Ele só batia nas unhas dos pés e das mãos. E com uma perícia incrível, pois
quase não batia em cima, mas contra as pontas das unhas, para fincá-las na
carne. A dor era lancinante, enlouquecedora». (380)
23
Como Mendes escreve, após descrever o que passou por três meses de
seções de tortura: «Estávamos cientes de que aqueles que nos barbarizaram o
fizeram em nome de uma sociedade. Uma sociedade que nos repelia, brutalizava,
segregava, e que quase nos destruía. E o pior: uma sociedade que precisava
dessas monstruosidades para se manter. A tortura era uma instituição social».
(399 s.) o ódio e o desejo de vingança de Mendes foram canalizados no sentido
da escritura de seu martírio («minha via-crúcis», como ele escreveu; 405). Só
assim ele conseguiu quebrar o ciclo de vingança e ódio que ele descreve tão
bem no seu livro. Se é evidente que esta saída simbólica (pelo simbólico) não
significa o fim desta necessidade de violência da parte da sociedade, ao menos
ela permite uma reflexão crítica. Ou seja: a desmontagem do Iluminismo não
significa que devemos deixá-lo para trás e abandonar suas utopias inocentes,
mas sim que precisamos criticá-las. O que importa é a consciência da dialética
do Esclarecimento, e não simplesmente a sua condenação (que seria tão inocente
quanto a crença não-crítica nos seus teoremas clássicos).
24
M
Cf.: «deveríamos curtir a vida, pois ela nos era breve». (371)
Imágenes: Sin título, Nelson Ramos (1965)
125
LA GEOGRAFÍA
François Caradec
Traducción de Arturo Rodríguez Peixoto
126
L
os franceses no conocen geografía.
Desde mi infancia hice como todo el
mundo, todavía no conozco geografía. Es un conocimiento que viene poco
a poco, mientras se crece; raramente
es un carácter adquirido, pues las familias no se preocupan en absoluto
(eso tiene relación con el flojo coeficiente en los exámenes, sin duda).
Soy de una generación que ha viajado mucho. O más bien, a la que se ha
hecho viajar. No había pedido conocer Berlín, cuyos recursos topográficos, en la superficie y subterráneos,
rápidamente comprendí. No me arrepiento. La guerra siempre presenta
algunas ventajas: sin ella no habría
conocido jamás Alemania ni el idioma alemán. Porque los franceses no
solo ignoran geografía, también ignoran los idiomas; salvo el inglés, por la
comodidad de los transportes, y el español, para las vacaciones. A veces
ocurre, hoy en día, que no hay sino un
alumno en una clase de alemán: si se
enferma, el profesor no tiene otro recurso que ir al cine.
Nuestro profesor de geografía en el
liceo de Lorient nos llevaba a veces a
la biblioteca del Arsenal naval y exponía ante nuestros ojos los portulanos o desenrollaba las cartas marinas del siglo XVIII y de la Compañía
de Indias. Ellas se encuentran en el
orígen de mis decepciones: qué grande era ese mundo... ¿Qué nombre darle a todos esos continentes, esas islas,
esas tierras elevadas y esas aguas profundas? ¿Cómo conocerlas, esto es alcanzarlas y visitarlas? Aún no imagino que se pueda saber la geografía del
mundo sin poner ahí los pies. Todavía hoy olvido el nombre de las ciudades que oigo si no las he visto.
Mis primeras sorpresas, como siempre, aparecieron en los libros. Todos los
libros están situados, desde Madame
Bovary en Ry al Ulises en Dublín; desde
Los miserables en París a Terreno
Bouchaballe en Quimper; desde Las aventuras del valeroso soldado Schwejk en Pra-
ga a Fanny en Marsella... ¿Y los poetas?
Villon y Baudelaire en París, Rimbaud
en las Árdenas, Corbière en Roscoff, La
Fontaine en Château-Thierry. De los
más oscuros a los más conocidos, iba a
los alrededores de Vesoul para encontrar a Albert Humbert, a Lure y Besançon
por Cristophe, a Neuilly por Raymond
Roussel, a Laval y Rennes por Jarry. Por
fin comprendí que nada se sabe de una
obra si no se conoce su geografía.
Por eso Isidore Ducasse debía, fatalmente, después de Tarbes llevarme a Montevideo. Es una ciudad que
lleva un nombre para canción de marinero, como Shangai o Valparaíso.
Se tiene en Francia muy a menudo la
costumbre de no juzgar Los Cantos de
Maldoror sino por sus artificios y metáforas. Ahora bien, ¿podemos vivir
la travesía del «viejo Océano» si solo
conocemos una orilla? Yo, que he
pasado mi infancia en un puerto de
Bretaña y soportado los graznidos
de las gaviotas en plena ciudad, encontré las mismas gaviotas chillonas
en Montevideo, donde Ducasse vivió a la misma edad que yo en
Lorient... Esto fue más que suficiente
para que yo escuchara cantar a Maldoror mejor que todos aquellos que lo
escuchaban en ediciones de bolsillo.
Los Cantos de Maldoror pueden leerse
en un cuarto mal calefaccionado en el
sexto piso de un inmueble Segundo
Imperio de la calle Montmarte en París, pero nada vale tanto como acordarse de los graznidos de las gaviotas
en la rambla sur.
Sin duda, la presencia de hispanismos en la prosa de Isidore Ducasse es
lo mejor que podía hacer por el futuro
de Los Cantos de Maldoror. A falta de
investigaciones toponímicas, revelan
los lazos que esos cantos anudan entre dos continentes que no son, uno y
otro, sino uno SOLO, el de Isidore
Ducasse, ese montevideano que lleva
un nombre francés.
Me enseñaron, en todo caso, antes
de que fuera demasiado tarde, la utilidad de la clase de geografía que haM
bía descuidado tanto.
Un sueño, Nelson Ramos (1964)
127
MANUEL
ESPÍNOLA GÓMEZ
Nelson Di Maggio
128
P
ersonalidad polifacética, de vitalidad arrolladora,
huraña y retadora, omnipresente en la cultura
uruguaya de la segunda mitad del siglo XX, hombre
de tierra adentro, indesmentible en el tono de voz y en su
entrañable comunicación franca y directa, entre desconfiada y soberbia, Manuel Espínola Gómez, nacido en
Solís de Mataojo en 1921 tuvo, desde su juventud, el
estímulo amistoso e intelectual del músico Eduardo Fabini.
Se trasladó veinteañero a Montevideo. Al contrario de lo
que afirmó siempre, no fue autodidacta, sino que estudió
y fue becado por dos años en el Círculo de Bellas Artes, un
dato que ocultó, hasta ser revelado en los archivos de la
institución después de su muerte en 2003, y allí tuvo como
maestro a José Cuneo. No fue el único silencio que cultivó
en vida. Alejó de cualquier entrevista o conversación toda
referencia a sus afectos privados, que fueron muchos. Así,
permanece en sombra un sector de su vida que podría
despejar ciertas incógnitas e iluminar con mayor precisión
la comprensión de su obra.
Aunque las (pocas) exposiciones efectuadas por Manuel
Espínola Gómez llevaron el sello inconfundible de un
concepto especial (y espacial) del montaje, el enmarcado y
la diagramación del catálogo, el perfil individualista del
artista, ninguna, ni la última y más amplia en 2002,
rigurosamente vigilada por el artista, se aproximó a su
cambiante, desordenada trayectoria. Como su vida misma.
Un artista y un hombre querido y querible, pero siempre
escurridizo. Con una voracidad existencial y cultural
extraordinarias, fue protagonista y testigo de los años
dorados de la sociedad montevideana. Nada le era ajeno:
la pintura, desde luego, pero también el teatro, la danza, la
música, las conferencias, el fútbol, el billar, las largas
charlas en los cafés, sin dejar a un lado su actividad política
y gremial. Diseñador de afiches y logotipos para el Partido
Comunista, diseñador de escenarios para los actos
masivos, diseñador de interiores para el Palacio Estévez
(impuso una estructura barroca a la sencillez espartana
del edificio), escritor y disertador en radios, opinando
sobre los temas más variados. Polémico, siempre.
Arbitrario, también. Viajó en tres oportunidades a
Europa, en largas estadías, que luego comentó en rueda
de amigos o en conferencias.
Retratos, paisajes, abstracciones y sus variantes,
abandonados y retomados en diferentes épocas, desde
sus comienzos y después, fueron los temas que lo
acercaron a las vanguardias históricas sin pertenecer a
ninguna. Toda la obra de Espínola Gómez se caracteriza
por la constante barroca en clave expresionista,
atravesada por el erotismo: se complace en el óleo
extendido a plena pasta, en generosas pinceladas,
excesivas, frenéticas, íntimamente trabajadas con pincel
o espátula. El acto de pintar se convierte en un gesto
temporal que atrapa todo su organismo y ese organismo
es predominantemente sexual, aunque la sexualidad no
se inscriba en el registro de la representación sino en el
registro simbólico de la estructura formal. La liberación
de la materia, los trazos disparados en múltiples
direcciones, firmes y enérgicos, con la tensión de un
arquero apuntando hacia un blanco desconocido, la
irrupción de planos cortantes y agudos, la sensualidad
de las curvas y de los trazos, la dramática condición de
contrastes de blancos y negros o el estallido cromático,
son siempre la emergencia, la transferencia, revelada
oscuramente, de la fijación de la libido, en un juego de
pulsiones antagónicas y complementarias (ErosTanatos). Hay una voluptuosidad, una carnalidad
muscular en cada pincelada o dibujo, un goce agónico
casi siempre o una angustia bronca otras, que apunta
hacia una ingeniería de la afectividad, a un mecanismo
de apropiación con fuerza intimidatoria, casi de
violencia ontológica en una lucha doméstica del
inconsciente privado, obediente, por otra parte, a los
más prestigiosos cánones del arte occidental. Una
pintura fálica, por momentos explícita y siempre
implícita.
Influencias, muchas y variadas: de Carlos F. Sáez (formó
un grupo, en 1949, con Barcala, Solari y Ventayol, de breve
duración, que llevó el nombre del pintor modernista), Van
Gogh se patentizó en su primer cuadro importante, El circo
(1938), Picasso como una constante, la Escuela Hlebiné,
donde pontificaron los croatas Ivan Rabuzin e Ivan
Generalic, esos naïfs que se introducen en la serie
polifocalista, además de Magritte y los expresionistas de
diversas procedencias que anclaron permanentemente a
lo largo de los años en una producción no muy extensa,
M
aunque intensa.
129
REPORTAJE A
MANUEL
ESPÍNOLA GÓMEZ
Miguel Ángel Campodónico
130
A
fines de los años setenta -la
mentablemente resulta impo
sible precisar el año- después
de leer en la prensa montevideana algunos comentarios de Manuel
Espínola Gómez, y de haber escuchado sus particulares opiniones en conversaciones privadas, le manifesté mi
interés en que, como modo de ampliarlas, contestara una serie de preguntas
con la finalidad de publicar sus respuestas en el primer número que apareciera de Maldoror. Espínola aceptó
inmediatamente la realización del reportaje, aunque puso la condición de
que las preguntas le fueran presentadas por escrito. El cuestionario estuvo
en sus manos pocos días después. Las
respuestas, en cambio, se demoraron
varios años, tantos que cuando estuvieron prontas, Maldoror había entrado en un largo período de silencio. Por
lo demás, la inesperada extensión de
sus declaraciones hubiera dificultado
enormemente su publicación debido al
espacio con que se contaba entonces
en la revista.
Las siete preguntas, basadas todas
en las ideas ya expuestas por Espínola,
fueron contestadas dactilografiadas,
en apretadas ocho carillas a un espacio, dominadas en varios momentos
por un estilo abstruso, y siempre arborescente, ramificado, en las que predominaban los puntos suspensivos, los
subrayados y los paréntesis. Corregidas, además, en muchos pasajes, en
forma manuscrita, con una grafía también difícil de desentrañar.
Muchos años después, Espínola
daría a conocer un sorpresivo y sorprendente libro de poemas , que llevaría una faja con una elocuente inscripción que, de alguna manera, intentaba
definir lo que ha sido siempre su estilo
de escritura: «34 Poemas climatizados
por el barroco ventarrón matrero». El
mismo ventarrón que pasa hoy por las
páginas de Maldoror.
131
1 – Tu niegas la existencia del arte. ¿Cómo explicas, entonces, la actividad que
has desarrollado a través de la pintura?
2 – ¿Es posible reducir las innumerables –y aparentemente diversas– tareas del
hombre a una sola? En caso afirmativo, ¿cuál sería esa única tarea?
3 – Si es cierto que la naturaleza apenas permite transformaciones, ¿cuál es el
verdadero sentido de la tradicionalmente llamada «creación»? ¿Esa misma
transformación?
4 – ¿Qué le contestarías a quien te repitiera hoy que «la realidad imita al arte»?
5 – Se habla demasiado acerca de la cultura y de sus efectos positivos para el
porvenir de la humanidad, pero ¿qué es la cultura en realidad?
6 – La pintura –más que otras actividades– parece ser un llamado destinado a
encontrar respuesta en algunos «entendidos». ¿El perfeccionamiento de la
educación posibilitaría la participación del hombre en todas las formas de
expresión, la pintura entre ellas?
7 – ¿Crees que es posible pintar sin reflejar directa o indirectamente la realidad
de la época en que el autor se mueve?
L
as tres primeras preguntas…
podrían quedar satisfechas en
un solo «bloque» de respuestas… de esta manera:
Entre las acepciones más o menos
comunes de la palabra «arte», hay una
que podría aceptarse, tal vez, sin mayor violencia, por la «esquemática
inocuidad conceptual» que «conlleva», pero su carencia del más mínimo
«fermento significante» y, sobre todo,
su «validez» en cierto modo «segregativa», que «la separa, de hecho»,
de las demás actividades especializadas («complementarias») del ser humano, así como su aparente «destino»
para ser cubierta por otras acepciones… hasta desaparecer en ese pequeño «tumulto gramático», dentro del
registro o asiento mental del hombre
«común» y, a veces, no tan común, nos
inclinan a rechazarla. La correntada
del idioma que discurre fuera de las
academias y los diccionarios tiene,
habitualmente… aunque no siempre,
una fuerza incorporada, una fuerza
de «arrastre» y de justificación tales,
que sobrepuja los «mojones un tanto
rígidos» (con algo de pupilas insomnes y, acaso, demasiado fijas…) de
aquellos ámbitos en buena hora preservacionales, mucho más así cuando el sustentáculo sentidual que la
«habilita»…acusa cambios importantes en algunos aspectos. Pero… comencemos por el principio.
¿Qué sentido alcanzamos a percibir como posible en la aparición del
hombre sobre la tierra y, más que eso
132
132
todavía, en la llegada, en el arribo
(«verticalidad» mediante… al parecer)
de su eminente «categoría cerebral»?
Es decir, su aparición en medio de un
proceso gigantesco, al que no se le ve
principio ni se le ve, por lo mismo,
fin… más o menos previsible. Millones y millones inabarcables de años
sucesivos… «hacia atrás», y millones
y millones inabarcables de años sucesivos «hacia adelante». (El «pasado»
prefigurando… el pasado creciente,
creciente…) ¿Qué hace el cerebro humano… ahí, recién ahí, precisamente
AHÍ, entonces?; ¿qué trabajo «lo justifica»… en su aislamiento «concreto»,
cuál es su contribución y «suma» específicas? La naturaleza, por ser la
presencia «suprema y única», visible
y «previsible», ha demostrado y «sigue demostrando» un sentido PRÁCTICO (PRAGMÁTICO) absolutamente
«insuperable», incluso desde un punto de vista (nuestro… por supuesto)
teórico y, además (¿o sobre todo?), con
la particularidad de ser substancialmente no conciente. (Quizá fuera
mejor decir… a-conciente).
Es como si su sentido de «orientación»
se «iniciara» con ella misma, es decir… le fuera inherente, «no necesitando» ningún tipo de «INSERCIÓN
RACIONAL». La «escala» que tenemos es la del género que nos comprende a los efectos de «completar», de «ir
completando»… cualquiera de sus
procesos parciales o, mismo, su gran
«trazado», su gran «arcada» procesal,
que encierra o cubre, claro está, los
demás «delineamientos». Su poder de
transformación evolutiva es constante, y su complejidad, sin «flojedades»
ni «simplismos», «amurallada» (vista desde cierto ángulo pequeñísimo…
como es el ángulo de la escala que distingue todos nuestros pasos), resulta
sencillamente «pavorosa».
Esa complejidad, pues, y su multiplicación-extensión que no cesa, despierta en nosotros un «idea o sensación» de infinitud, a tal punto que ha
llevado al hombre a «acuñar» el (en
apariencia) doble concepto de… «lo
infinitamente grande» (por la gruesa
presencia del espacio inabarcable
donde «la dirección es hacia fuera»)
y… «lo infinitamente pequeño» (por la
sutil presencia del átomo… tan inabarcable como aquel, donde «la dirección es hacia adentro»). Su desarrollo no tiene vallas ni impedimentos de
clase alguna, aunque se encuentra
sujeto a leyes específicas y permanentes que no pueden «romperse» sin causas concretas, las cuales habrán de
responder, a su vez, a «otras» leyes…
de la misma estirpe que aquellas. Pero
parecería que tanto unas cosas como
otras… precisaran de «medios ambientales inconsistentes» para tomar
curso y ese, entonces, podría ser el
tiempo… Mas… se encuentran tan ligadas unas entidades con otras… que
no se sabe bien cuál es cual. El «factor» TIEMPO (ya que se habló de él en
primer lugar y a guisa de ejemplo un
tanto «juguetón»…) podría «prefigurar» (por su «disposición esencial» a
«mullirse», a «ahondarse», a ser «ocupado» sin resistencia)… el «factor»
DESARROLLO, y el «factor» DESARROLLO «presupondría», a su vez
(por su poder expansivo –de constante, ininterrumpida y aun «frenada» o
resistida movilidad– en cualquier
sentido y categoría), el «factor» TIEMPO; el «factor» DESARROLLO podría
«prefigurar» («potencial, virtualmente»)… el «factor» INFINITUD, y el «factor» INFINITUD «presupondría», entonces (por su «propensión» a «consumarse sin término»), el «factor»
DESARROLLO; el «factor» INFINITUD podría «prefigurar» (naturalmente)… el «factor» TIEMPO, y el «factor» TIEMPO «presupondría», ya sin
dudas (por su «particularidad inclaustral»)…, el «factor» INFINITUD,
etc., etc., todo lo cual, en cierto modo,
aparecería imbuido (por la presencia
«inextinguible» de tantas radiantes
fisonomías) de ETERNIDAD, diríase
que… como «corolario o remate factorial» de este fluir y fluir multifacético. No obstante, INFINITUD,
TIEMPO, ETERNIDAD… parecerían
tener lugar sobre la base (por ser base
«activa») de lo que se ha dado en llamar DESARRROLLO, de donde puede inferirse (es un ejemplo al modo
anterior) que el DESARROLLO «forzado de sí», y tomándoselo como «factor» fundamentalmente práctico (eficaz),
«haya de generar» al TIEMPO, precisamente… para «ilimitarse», lo cual, a
su vez, «haya de generar» a la INFINITUD, precisamente… para «justificarse» como «dirección capital», lo cual
«haya de generar o presuponer», a su
vez, a la ETERNIDAD, precisamente…
Como «cifra filosófica» u «ontológica»
(AHORA)… de los «gérmenes imbatibles»… Y acentuando, todavía más,
aquel aludido cariz lúdrico ¿no cabría
la posibilidad de negar al tiempo como
… «entidad o factor operante», dada su
singular «inconsistencia pasiva» (¿pasiva?), catalogando esa situación
«discursible»… tal cual si fuese una
«tenue» consecuencia de la «dinámica espacial»? (Las ideas, entre otras
manifestaciones, son también «inconsistentes» –«materia o elemento» inconsistente–, pero de una «inconsistencia activa»). Y, del mismo modo,
¿negar con parecido riesgo la división
ternaria de… «pasado, presente y futuro» como una disposición tendiente a evitar «engañosas» o «arbitrarias»
limitaciones abstractas… «propiamente temporales»? A veces nos ha parecido que «el presente», COMO SIEMPRE, no existe PARA NOSOTROS…
por antojársenos tan breve, tan inasible su «lapso», tan «sin dar lugar»…,
al lado de las vastas planicies «pretéritas» o del difuso, nebuloso…, aunque seguro, «provenir».
Apenas el filo de una navaja parecería «insinuarse» como «fisonomía
real»… de dicho fenómeno, en su «enclave» harto «simétrico«. Sin embargo, otras veces, nos ha parecido que
«el presente»… se extiende a lo largo
de casi todo un día, en el movedizo
terreno de las sensaciones «minuteras», pues… a una hora, dos, tres o
más de haber transcurrido un hecho,
todavía «lo sentimos» en el oculto «pa-
ladar». Y así… el «futuro inmediato»,
la imaginaria proyección de ese hecho
«en él». (Le damos al «futuro», ya, valor de entidad concreta, «dictado» por
un «pasado» que «garantiza» claramente su florescencia «frontera»).
Todo lo cual nos hace ver como inadecuada aquella división «tradicional»
pues, en no pocas oportunidades, hemos sentido nuestro propio «pasaje
transcurrido»… DELANTE DE NOSOTROS… y no «detrás», algo así
como si formara parte de una especie
de turgente «neumático» colocado, él,
encima del plato girador y con la púa
transmisora del «orgánico pick-up»
sobre su lomo escurridizo, que fuese
al mismo tiempo «volcándose» en sí
mismo, revelando poco a poco… su
decantada y ya poética entraña.
Pero, a todo esto, ¿cuál es el motor
del desarrollo? ¿Acaso la energía? Y
la energía… ¿qué es? Parecería estar
signada por un sentido indeclinablemente contrario al sosiego, a la «retracción». Porque… pensando con cierta «lógica intuitiva» (una lógica «de
aletazo»)… ¿qué es lo que retrocede o
se estanca, en realidad, dentro del fabuloso contexto vital… y en nosotros
mismo? La respuesta es una sola:
NADA. No existe, además, la más mínima partícula que pueda ser vista
como estrictamente «negativa», es decir… como «contraria» al flujo existencial en sí, que comprende también,
desde luego, las peripecias denominadas «mortales». (Por eso… decíamos
lo que decíamos a propósito del tiempo, pues… «en caso de existir»… no
podría ser «pasivo»; tendría que «empujar», de alguna manera, «a su
modo», desde el confuso fondo prehistórico). Entonces…, en todo esto…,
¿qué papel juega el hombre y su, hoy,
«privilegiado» cerebro? ¿Acrecentador, transformador, corrector, mejorador, continuador, etc., de la materna naturaleza?
Vemos que no, por cuanto la naturaleza (comprendido el género humano «a nivel» de entidad orgánica o biológica) no necesita de éste (pero ya,
entonces, «a nivel» de entidad exclusivamente intelectual) para cumplir
con todos aquellos «requisitos íntimos», propios de su «callado afán
perpetuatriz». Se basta a sí misma. Se
bastó antes y se bastaría ahora (se
bastará más adelante… y por siempre, sin duda). Pero… ¿y qué pasa con
su cerebro, también «parte integrante» de la mencionada naturaleza?
Aquí conviene detenerse un poco, porque aquí es donde se produce un fenómeno verdaderamente «extraño»,
hasta ese momento «insólito», en la
anchurosa «historia» de los elementos «pre-abstractos» o «pre-culturales» Sin «poder engendrador» real, directo y específico, siendo «centro y motor» de «organismos animados», su función debe ser precisada para no perder pie en el complicadísimo, sutil
«andamiaje» aniversario. Lo primero
que debemos «estampar»… es que el
cerebro humano, como los otros cerebros de menor «voltaje intelectivo»,
«trabaja» (no se tiene en cuenta –o no
se alude tanto a– las exigencias orgánicas obvias y dependientes) sobre la
base de presencias exteriores a él (pero
siempre sobre esa base condicionadora, «desencadenante», puesto
que… él mismo es una consecuencia
ambiental, «tributaria», «prismática»,
«reversible», «auspiciadora» a un
tiempo), o, incluso (con la prodigiosa
singularidad que lo caracteriza, propiamente, en el «alvéolo» o asentamiento humano), se muestra capaz de
«volverse sobre sí» para observarse
(«para sentirse») y descubrir lo que
allí tuviere lugar. Siente, «intra-refleja», discierne, fija, «extrae», transforma, sintetiza, concluye, adquiere, codifica, «archiva», dirige, transfiere ,
etc., etc.. Pero, como ya se habrá notado, no debemos desconocer… que «ese
funcionar», que «esa marcha reflexiva», circunscríbese, «apenas», a «facilitar» el comportamiento de la materia (que le es anterior –él mismo es «su
primer testigo»– y de la cual depende
enteramente) con un sentido, en verdad, «tendencioso»… muy, muy «suyo». No dispone de «canteras propias»…
No. Sus conclusiones, sus teorías,
sus derivaciones expresionistas, etc.,
son, en sí mismas, en el plano meramente formulario, obra muerta (ya lo
hemos dicho por ahí), que solo «vive»
en el difuso, «aislado» ámbito del entendimiento. Y no más. El cerebro del
hombre no es otra cosa que… un «espejo activo» (el hecho de que pueda
«observarse a sí mismo»… lo probaría, en parte), con capacidad para al133
bastará más adelante… y por siempre, sin duda). Pero… ¿y qué pasa con
su cerebro, también «parte integrante» de la mencionada naturaleza?
Aquí conviene detenerse un poco, porque aquí es donde se produce un fenómeno verdaderamente «extraño»,
hasta ese momento «insólito», en la
anchurosa «historia» de los elementos «pre-abstractos» o «pre-culturales» Sin «poder engendrador» real, directo y específico, siendo «centro y motor» de «organismos animados», su función debe ser precisada para no perder pie en el complicadísimo, sutil
«andamiaje» aniversario. Lo primero
que debemos «estampar»… es que el
cerebro humano, como los otros cerebros de menor «voltaje intelectivo»,
«trabaja» (no se tiene en cuenta –o no
se alude tanto a– las exigencias orgánicas obvias y dependientes) sobre la
base de presencias exteriores a él (pero
siempre sobre esa base condicionadora, «desencadenante», puesto
que… él mismo es una consecuencia
ambiental, «tributaria», «prismática»,
«reversible», «auspiciadora» a un
tiempo), o, incluso (con la prodigiosa
singularidad que lo caracteriza, propiamente, en el «alvéolo» o asentamiento humano), se muestra capaz de
«volverse sobre sí» para observarse
(«para sentirse») y descubrir lo que
allí tuviere lugar. Siente, «intra-refleja», discierne, fija, «extrae», transforma, sintetiza, concluye, adquiere, codifica, «archiva», dirige, transfiere ,
etc., etc.. Pero, como ya se habrá notado, no debemos desconocer… que «ese
funcionar», que «esa marcha reflexiva», circunscríbese, «apenas», a «facilitar» el comportamiento de la materia (que le es anterior –él mismo es «su
primer testigo»– y de la cual depende
enteramente) con un sentido, en verdad, «tendencioso»… muy, muy «suyo». No dispone de «canteras propias»…
No. Sus conclusiones, sus teorías,
sus derivaciones expresionistas, etc.,
son, en sí mismas, en el plano meramente formulario, obra muerta (ya lo
hemos dicho por ahí), que solo «vive»
en el difuso, «aislado» ámbito del entendimiento. Y no más. El cerebro del
hombre no es otra cosa que… un «espejo activo» (el hecho de que pueda
«observarse a sí mismo»… lo probaría, en parte), con capacidad para al134
macenar o consignar «fijaciones» (adquiridas y «contestadas» a medias) a
fin de operar sobre ellas discriminadamente, extrayendo conclusividades y «aplicando» (no tiene otra
posibilidad) las mismas, o sea… las
definiciones consiguientes, a aquellas
presencias enérgicas que mencionáramos antes, de cuyas leyes y particularidades «representativas o representables»… se nutre, segundo a segundo, con una apetencia… ya «inconsciente». ¿Sería demasiado «extraño», por otra parte (o al mismo tiempo), que alguien, que algún investigador, más adelante… acaso, encontrase que el cerebro, cuando mucho, configura apenas una especie de «tracto
digestivo», cuya alimentación «inmaterial» revelara el mismo proceso de
«descomposición orientada» (en términos de equivalencia) que el otro, es decir… que aquel que posibilita nuestra
arrogante erguidez biológica? Qué interesante se nos aparecería… poder
seguir, paso a paso, el trayecto «intracupular» de cualquier idea o sensación en sus diversas ramificaciones,
en sus diversas «muertes y resurrecciones», incluso en sus «paseos
invisibles». Silentes. (Todo podría
ser…. «a ley de juego»). Este cerebro,
pues, no «crea» (en el bíblico sentido
de «engendrar»), sino que simplemente «recibe y devuelve».
(Poco importa que esta «directa» o
inmediata devolución sea de índole
abstracta y que sus consecuencias «indirectas» o mediatas… no lo sean).
Pensamos que las distancias espaciales existentes entre el hombre y las
formas que le rodean (formas «cerradas», energizadas, con sus propias
«distancias interiores», con sus propias «galaxias microscópicas») han
sido la principal causa de su desarrollo cognoscitivo, pues… tener que «acercarse» a ellas para tratar de ver y saber
qué eran, qué encerraban en su «compactibilidad obturada», en qué consistía su «ofrecimiento», de qué manera
podría «utilizárselas», etc., le fue ubicando en un curioso plano de «ejercitación penetrativa». (Claro que parecería un «requisito material y conceptual previo» el hecho de que tales
formas o presencias estén ahí, «existan», pues… sin ellas… el espacio no
representaría absolutamente nada,
sobre todo para un cerebro con las
«exactas dimensiones actuales». Sin
embargo… no sería «descabellado»
imaginar… cierta otra presencia generalizada y «maciza»; dicha cosa, ya, es
incapaz de despertar en nosotros…
ideas de «gimnasia trascendente,
horadante», como cuando lo hacemos
en presencia del espacio conocido). Y
en ese «repaso fundamental», en esa lectura sobre «alfabetos» biológicos, físicos, químicos y demás… desconocidos, en ese embeberse de misterios
«iniciales y renovados», está la significación precisa, «indesplazable»,
definitoria, del cerebro «civilizado». Si
puede decirse, con un dejo casi «irónico», casi «mordaz», casi «amargo»,
que el sentido práctico de la naturaleza,
por su «certerismo implacable», no
necesita, en absoluto, de «adosamientos
o paralelismos intelectuales», estamos
dando por sentado que la naturaleza
«no quiere o no pide conocimientos», simplemente, sino que, a través de ellos, LO
QUE BUSCA, «en secreto y en concreto» (oh… «sacros pudores envolventes»…), es… TOMAR CONCIENCIA DE SÍ MISMA, sea sobre cada detalle («envejecido o inaugural») o sobre su opulenta, casi «fastuosa» totalidad (que los «deletrea» a todos). Experimentando, «casi de nuevo», laboriosos intentos de «desafío y respuesta», en ese acto típico e íntimo de «doblar», de «ir doblando» su propia imagen. Desde un «aparente exterior»… hacia un «interior concentrado», germinal
(que… eso, sí, le faltaba, «como experiencia», a la naturaleza), adquiriéndolo… en y por «su borde» más reciente,
más «culminante u ontológico», el único
que puede contener un «ilusorio conato» de independencia, de iniciativa
«descentralizada». (No pocas veces
hemos pensado, a propósito de la conciencia, si no será ella… solo el sentimiento del conocimiento; no el sentimiento de «situaciones» directamente
«promocionales», «desencadenadoras» (para decirlo de alguna manera),
sino el sentimiento emanando «desde»
el puro conocimiento. Es decir… no, en
cierto modo, arqueado sobre este como
el celebre culebrín … sobre la copa
«boticaria», sino… desprendiéndose
de éste tal cual si fuese «su propio aroma»). Resulta, pues, indubitable que
el cosmos configura un gigantesco, inconmensurable interior, pero la idea o
sensación de «exterioridad»… perte-
nece exclusivamente al mundo animal, especialmente al hombre, cuya
movilización «voluntaria» o «instintiva» (aproximaciones tensas y/o temerosas, «trinitarismos» funda-cionales y hereditarismos, alejamientos
portadores de los «gérmenes» nostalgiosos, peripecias no pocas veces
desposeyentes, disyuntivas crucialmente eleccionarias, «perspectivismos» habilitadores, reencuentros y/o
recuerdo «insurgentes», menguas y
declivios otoñales, repasos y confirmaciones o «descartes» desquiciantes, vicisitudes varias, etc., etc.) comienza y crece hasta dar nacimiento (pero
siempre por influjo de la «mecánica
distancial» y de los imperativos primarios) al raciocinio. Todo lo demás
aparece como aparte, oculto, «confabulado», con un alto índice de «consanguinidad elementaria», si así puede decirse. Por ello es que hemos dicho, hablando del fenómeno llamado
«arte», y de otras divisiones y «compartimiento estancos» con que el hombre, transitoriamente, ha separado cada
una de sus tareas o «disciplinas»,
que… el arte no existe ni existió nunca
como tal, pues… «sus posibilidades»
son (lo fueron siempre) de simple
cifración, inmovilización y postración…
de las averiguaciones y los estados de
índole analítica y visionaria del «protagonista social» que lo «pergeña» y,
a través de éstos, de la «estructuración
corrediza» (llamémosle así) de una
conciencia cabal… «acampada» sobre
acontecimientos anteriores y paralelos a su propia existencia, con lo que
estaríamos desestimando o contrarrestando (ojalá que «desbaratando») conceptos generalizadores que tienden a
ubicar el problema en un árido,
ingrácil cruce de «coordenadas» y
«pautas» reglares o reglamentarias,
habilidosas, cuando no «meramente»
lúdicras, etc. Creemos que es más profunda y provechosa la visión tendiente a darle valor testimoniante, revelacional, a todo lo que sea expresión
humana, que si caemos en la «pendiente» que nos conduce a una especie de «torneo gratuito», de «prueba
circense», por muy refinado y hermoso que sea.
El fundamento de la responsabilidad
estriba, entonces, EN TRATAR DE
ACLARAR, DE ACLARAR SIEMPRE,
en todo momento, LO QUE SEA… HASTA EL FIN. Más… cuando decimos
conciencia no estamos diciendo «quietud», o solo «afán contemplativo», o
efugio «recurso escapista» frente a
tanto ruidaje molesto, etc., dando así
a entender que… «aprobamos», hasta
entusiásticamente, las «audacias occidentales» de costumbre… Escribíamos una vez, preocupados por la «misión fundamental» que nos define
como género: a medida que se avanza
en esa trabajosa experiencia de contacto le es (nos es) posible «sentir», no
con la reiteración deseada… sin embargo, que no existen, entonces,
dicotomías contrastantes (de concepto o de hecho) entre situaciones «profundas» y situaciones «superficiales»
o entre cosas similarmente calificadas,
por ejemplo (casi diríamos que ni los
errores existen –nos referimos al error
en el sentido de algo «deseablemente»
controlable o evitable, es decir… de
algo que «no debería ocurrir»–, si tomamos el universo, el cosmos… como
fuente absoluta de toda vida y de toda
verdad / de toda certeza y, por tanto –
forzando las ligaduras expresivas,
gramaticales– de «toda ausencia» de
«desajuste», de «imperfección», consideradas en su calidad de nociones
más o menos corrientes), y sí… que este
«sostenimiento vital» representa o
encarna, de alguna manera, distintos
grados de profundidad y correspondencia en el difícil camino, camino extenuante, de la estremecida, dubitativa,
recelosa o «seca» sabiduría. (Si dijéramos que, a veces, se nos ocurre «visualizar» dicho quehacer… como el
intento de «extender», sobre cada detalle y cada revelación parcial o general, una especie de … «enredadera
translúcida y lúcida»… al mismo tiempo –si cabe tal «ocurrencia fenoménica»–, a modo de sentimiento mateM
rial absorbedor).
No podemos, no debemos olvidar…
que estamos «rodeados» de un profundo, difícil misterio, y que nosotros
mismo somos parte de ese misterio…
135
CORPO -A- CORPO
COM O CONCRETO
Bruno Zeni
136
E
u ando por estas ruas como quem procura a própria
casa. Como quem já não se lembra, como quem
ignora, como quem se pergunta onde ficou o ponto
de partida, como quem percorre um único mundo —não
há outro tempo, não se troca este espaço. Estamos
ancorados neste ar, imantados por este chão de concreto e
asfalto, abrigados pelo céu —o céu da cidade é este aqui,
que olho agora e me reflete e devolve as minhas dores. Elas
são tuas, engole o seco, sente a garganta fechada e
enrijecida como uma mangueira fissurada e escura —eu
ouço os céus me dizerem. Sim, eles se referem a mim, eles
se dirigem à minha existência, eles se aproximam a ponto
de quase me tocar. Eu ando por aí, ando mesmo.
Podemos lastimar este céu e sua condição, a lama em pó
que o envolve, podemos lamentar que ele não seja tão azul
nem claro ou denso o suficiente, como em outras bandas,
como longe, como aquele que já foi. Um homem na rua,
como eu. Estamos envolvidos por essas construções, que
tambem ja foram outras, que sabem disso e trazem consigo,
antigas e diluídas, as marcas do desabamento.
Eu vi muita gente hoje. No metrô,
eu vi muita gente e essa gente toda
se foi . Eu tentei falar com elas
—todas elas— com meus
olhos que procuravan
as linhas de seus
rostos. Por detrás
das feições dessas pessoas todas, eu quería saber olhar e
ver. Uma garota lia o jornal na plataforma quando passei por
ela. Lia enquanto esperava o trem, no fundo da plataforma
curva, quando ela, a plataforma, ja morria no limite do olhar
—depois vem o túnel por onde o trem avança.
No centro, os postes da rua são baixos e suas lâmpadas
são esculpidas à mão —as luzes do centro são amarelas. No
centro os homems ficam nos bares até mais tarde, sem culpa.
Um homem de rua como eu. Um homem de barbas grisalhas
e enormes, a calça rasgada, descalço. Acompanhava um
cachorro, trocavam olhares e sinais.
Eu ando lentamente, como quem passeia e sorve os
acontecimentos. Por me assegurar de ser Homem: Que sou
ser —homem— me faz bem estar certo disso. Aquí olhando
esses viadutos de luzes do centro se intensificando, cuido
para que nada me surpreenda e o faço da melhor maneira
possível : prestando atenção em tudo, em todos e sempre.
Agito. Colho papéis no chão que me contam dos
acontecimentos da cidade. Os prédios estam à venda. Os
planos de saúde me cortejam. Mais não me querem, eu sei.
Muitos lêem a sorte, e enxergam nítidamente —não são os
mesmos que compram ouro, como se podería supor. Os
ares-condicionados pingam para fora dos prédios —eu os
sinto gotejando sobre mim. Acontecimentos concretos. Sei
que algo se aproxima, estou prestando atenção. A qualquer
momento, eu posso vê-la. Ela pode surgir a qualquer hora,
sinto que sim, tenho essa convicção.
A cidade é nossa, meu amor. É nossa, esta cidade —mais
isso foi há muito tempo. Ainda posso ouvir essa frase. De
cima daquele prédio, eu via tudo, todos os prédios do alto e o
horizonte ao longe e baixo e fundo. Ouvia um eco fraco, que
eu não entendía, mais sabia o que era. Sabia, identificar seus
rostos, entender como é que se faz para que elas também me
vejam, nos vejam, nós dois. Meu rosto muda todo día. Estou
certo disso, mesmo sem poder olhar no espelho, mesmo sem
olhar meus próprios olhos —há quanto tempo não faço isso?
As chuvas cessaram, secaram as poças. As imagens se
espalharam pelo ar, acima do chão. A cidade é nossa. É nossa,
M
esta cidade, meu amor.
Bípedo, Nelson Ramos (1997)
137
–
LA GRÁFICA DE (L) H.
Zully Riveiro
138
A Héctor Galmés.
E
l mundo de las letras hispánicas está de fiesta. Rememora,
con justicia en la celebración,
los cuatrocientos años de la edición
de la primera parte del libro que diera
a luz el nombre más grande de personaje entre personajes: Don Quixote o
Quijote.
El ingenioso X/J de la Mancha. Término marca o quiasma y gráfica del himen más allá del velo/no velo en el diseminado gesto de J. Derrida.
La inaudita espectralidad de la letra con pasado de dos tibias llame a
venir en cruz/art, la memoria sin abuso, allí donde tres caracteres acudan
y se agrupen a cada lado de ella. Labren en la ocasión el nombre o metonimia que evoque a la pieza, o parte
de armadura que vela/no vela un muslo. Cuixot, quixa, coza.
El nombre que literalmente califica
o no a sus portadores, traduciéndolos
por entrometidos o idealistas. Tal vez,
manchados de locura para alguna hidalga –mas no ingeniosa– psiquiatría,
trasnochada escuela después de la
antisiquiatría.
Hija del lecho de Procusto, X aparece/desaparece en su singular/sin lugar
economía ergonométrica, en las disquisiciones de varios gramáticos.
Emilio Martínez Amador, en el Diccionario Gramatical (1954), nos informa
el pasado particular de equis. Xi en el
alfabeto griego. Nos participa de la
particularidad de la edición octava
de la Academia, donde en su ortografía (1915) se proscribe su uso X con el
valor de J para otorgársele el de CS.
El respaldo fónico variable para dos
posibles sonidos, vuelve en su marca
desde la antigüedad cuando representaba a un sonido simple, palatal,
fricativo y sordo. X.
En la ciencia de los cálculos apare-
ce como la letra de la incógnita, aspecto que desinteresa del todo teóricamente a J.D. en LVEP (1972).
De las óptimas reflexiones de Jacques
sobre la verdad en pintura transcribimos: «…De acuerdo con los dos
genitivos verdad de la verdad y verdad de
la verdad.» Dicho de otro modo. «La verdad misma restituida, en persona, sin mediación, maquillaje, máscara ni velo…».
Cruzar ambas semiografías, la de
Héctor Galmés y la de Lisa Block de
Behar, en la pura bifurcación, grilla,
enrejado, clave o encrucijada X/J
espejadas/despejadas en la razón y
simple disyunción de las letras hispánicas.
Evocación de lo excluido y proscrito,
letra de la disquisición o cifra, catálogo e
identidad desconocida. Inicial del nombre de Cristo en griego, asimilada en alemán al Ich, el Ichtus griego que significa
pez, uno de los símbolos cristianos.
X para lo no determinado. El lugar/
no lugar que ya no nos interesa pensar.
¿Une liaison pornographique para el
mundo virtual y desierto de cierto cine
ciudadano?
En la presente modernidad el sentido despejado del mismo sonido
apunta al orden y lugar velar, sordo y
fricativo. Quixote.
Oficio nocturno, hacer la noche del
nombre del personaje, la letra de la
intolerancia, la que porta y soporta,
en español X/J.
Jota. Cosa mínima. Saber o no, siempre en ponderación negativa, en la
usual expresión ni jota. Belleza en
suma, trabajo y autoridad en la desgarbada melodía/me dolía del nombre escogido por Cervantes en los
campos modulantes formales presentes/ausentes en el traspaso de la tarea
al personaje.
En música Liszt. Glinka. Manuel de
Falla o Albéniz. Jota en el paisaje musical del nombre propio. Una danza
que se remonta al siglo XII atribuida a
un moro de nombre Aben Jot. Una especie de vals, pero un poco más libre.
Oculta filosofía la del nombre propio, traducción en las reflexiones
intersemióticas de Jakobson. Thau o 22
vuelve la letra de la traducción en la
sombra del nombre propio.
Vuelta al gesto asimétrico o gráfica
del himen. Audición en dicción, veri
dicción en el crisol fricativo X/J. Anticipo heroico o reintegro clásico de la
modernidad.
Antigua modernidad en ambas letras, r raspando en rotación en un lugar de la lengua de Jeanne y Jacques.
En el principio del capítulo IX de la
primera parte de 1605, don QuiXote y el
Vizcaíno, nueve en la construcción del
más allá del velo/no velo del personaje,
ambos tratan de dibujar la X con las espadas altas y desnudas. Delicadamente
detenidas en la pluma cervantina. El
limpio rumbo de la traducción pasa de
Saavedra a Cid Hamete Benengeli, así
quedan congeladas mientras Don Miguel encuentra y el otro busca, entrar a
la segunda parte de la entrega del volumen para la época.
QUI
X
OTE
Traducirás, al leer traducirás, no matarás al libro con la indiferencia de lo invulnerable parca otro. E. Levitas en el
atisbo nos acerca un paliativo.
Ele. Elegir. Elector. Nueve y dos.
Lisa y Héctor leyendo con nosotros el
capítulo nueve de la obra cervantina.
Ele. Al leer elegir. Escribir. Redactar.
Rescatar el ejercicio descentrado. Repartiendo el genuino pan de su ínfima y repetida espectralidad. Revés de
139
izquierda a derecha. ¿Nombre genérico en uso despectivo? ¿Van de suyo
auténticamente QuiXote y entrometido? ¿O atascado en la letra del hombre hiperformalizado de Quix/jote, va
la figura de la disposición cruzada?
Cruz. Locura de la cruz en San Pablo. Lance seminal del ejercicio sembrador hondo en la D dise mi nada de J.D.
Uno restado a la X del nombre de
Cristo en griego. Nueve y dos. Aion.
Aion. El tomo IX de las Obras Completas está dedicado en Jung a los arquetipos en particular. La segunda parte
se compone de ensayos breves como
el citado Aion. Monografía dedicada
al arquetipo del sí mismo. Jod/iod/
Yo sé quién soy y puedo ser si quiero…
Apercat abismado en la quijada o
quesada o quijotada del nombre.
IX en memorial de los adustos primeros cuatrocientos años, en el lance
germinal de la verdad en pintura. Trazo fónico y gráfica de H en el transcurso
de su abierta T. Tr. Traduzca, o transcriba su esencial posición o posiciones
en la consulta del escudo tenebras.
«… x la letra del quiasmo, es chi, en la
transcripción habitual. Llamo así a la escena, según si ustedes prefieren la inversión
anagramática de ich, o de isch (el nombre
hebraico).Pronuncio qui o khi, expirando con
un estertor, o raspando un poco, con una r de
más a través de la garganta, casi un grito.
(Justamente la r francesa es gutural, como la
j española. Pero se pueden probar las diversas lenguas y todos los sexos (por ejemplo
she)». Otras comillas en su firma. «Estamos en un quiasmo desigual… según la x
(el quiasmo) (que siempre podremos considerar, apresuradamente, como el dibujo temático de la diseminación, el prefacio como
semen, también puede tanto permanecer,
producir y perderse, en tanto diferencia
seminal, como dejarse reapropiar en la sublimidad del padre». Fuera del libro. «Todo
pasa por este quiasmo, toda la escritura está
atrapada ahí –lo practica. La forma del
quiasmo, del x, me interesa mucho, no como
símbolo de lo desconocido sino porque hay
una especie de bifurcación (es la serie encrucijada, quadrifurcum, grilla, enrejado, clave, etc.) desigual, por otra parte una de cuyas puntas extiende su alcance más lejos que
la otra: figura del doble gesto y del cruce
acerca de la cual hablábamos hace poco».
Posiciones.
140
Imaginación que frota y suspende
entre sí a las altas y desnudas, pero
también a la traducción o lectura, por
bondad axiomática de las letras X/J,
figuras del doble gesto, parte, partitura, partitiva, metonimia del ánimo y
del cruce. Block/Galmés.
Rodríguez Monegal/J.L.Borges,
Zieleniec/Lacan. Derrida/Levinas.
Quiasma estimativa del bosque y
del árbol de preguntas en el jardín de
IOD siempre retórico o mínimo.
Pregunta X/J la letra de D.
¿X/J en la escena anagramática de
la consulta literaria en los estados del
psicoanálisis en San Lucar?
¿X/J en el privilegio del dibujo temático del fendiente en el axial capítulo IX de la primera parte del Quixote?
¿X/J en lo aparentemente disjunto?
¿X/J en la trama imposible de toda
diseminación?
¿X/J porque Don Miguel así lo dispuso?
Quiso a QuiXote o T, de traducción,
tenebrae o tracca o coza.
Como sea:
Al leer vendaré con cuidado hospitalario, la letra, el muslo, la palabra.
Custodiando la gráfica de (l) H.
El nombre en la palabra. El resplandor de luz. La luz de noche. Revés,
oposición, respiración frotada de izquierda a derecha. La X seminal, la
identidad del término: exclusión, exilio, exequias, xenofobia, catexis, texto,
exergo y anexión.
Colmo o carne hispánica en el suelo
y sangre, en el regreso metonímico de
tu pobre, triste figura y fulguración.
Armadura apetitosa, toda en la pieza
que te defiende del vizcaíno deseo.
En las magias parciales de J.L.Borges.
Hacedor en otras Inqui-siciones.
X/J esperpéntica que dise mi nada,
en el fragor del ppppasmo inicial del
escudo que todavía pregunta en la
primera edición: ¿Post tenebras spero
lucen?
Diseminación: La diseminación es este
ángulo de juego de la castración que no
significa, ni se deja constituir en significado ni en significante, ni se presenta más
de lo que representa. Ni se muestra más de
lo que se esconde. No tiene en sí misma ni
verdad (adecuación o desvelamiento ni
velo, es lo que yo he llamado la gráfica del
limen, que ya no está a la altura de la oposición velo/no velo. (Posiciones J.D. 1972)
El poder económico de una palabra o letra que evoca la imposible
reapropiación monocéntrica y reconduce a la deriva seminal o al im/posible descentramiento polidireccional
como efecto del cruce. La letra de(l)
M
ppppasmo. (X/J z.m.r. 2005).
Ritmos, Nelson Ramos (1957)
141
VIEIRA DA SILVA
Para Ítalo Moriconi
a. os jogadores de cartas
a verruma
é o trunfo
as mãos
é o naipe
o frio e
a aresta
a água do
relógio
marca a hora
do desastre
(lisboa é
o naipe
provença é
o trunfo
ponteiros
de água
e a hora
no búzio)
a luz
é o trunfo
o olho
é o naipe
embaralham
a amizade
(o quarto é
o naipe
o escorpião é
o trunfo
o incenso
do jade
aceso
no escuro)
a trama
é o trunfo
o engenho
é o naipe
aromas
caçadores
nas cores
do xale
o homem é
o trunfo
na pérgola
do outeiro
a glória
do mundo)
b. a biblioteca
não
se pode
distinguir
título algum (idéias
sem caule)
tanto
vermelho (soleil cou coupé)
porém não mente:
deve haver
um lautréamont
por ali
(a mulher é
o naipe
VACA NEGRA SOBRE FUNDO ROSA
Até os cinco anos de idade jamais havia visto um trem de carga;
e até os oito jamais um meteorologista.
A garota com sombrinha chinesa
foi um dia minha garota com sombrinha chinesa, e a este
que brinca na areia da praia chamamos nosso filho, pois
é o que é, como a bota azul em suas mãos é a bola azul
em suas mãos e o verão é outra bola azul em suas mãos.
As coisas são o que são e sei que antes de precisar
Outra vez barbear-me já terão voltado para o frio
de seu novo país. E talvez em meus sonhos
voltem a fazer falta as três dimensões
desse mundo espesso, sublunar, como
uma vaca negra sobre fundo rosa.
142
3 VARIAÇÕES CABRALINAS
1a. Como uma leoa gira
presa à própria labareda
(que mais que as grades é grade
de sangue, suor e vértebras)
a noite por toda a noite
debateu-se contra a teia
de labaredas escuras
que às coisas, de noite, ateia.
2a. Teu corpo gira na ponta
de uma labareda negra
mais alta que o Pão de Açúcar
os pés fincados na areia
(teu corpo explode e faminta
segue a labareda negra
cuja língua noite adentro
lambe a própria labareda).
3a. A dança veloz da língua
de uma labareda negra
a lamber no quarto escuro
sua própria labareda
se bastava (avareza
incomum em labaredas)
com ficar ainda mais negra
com ficar mais linda ainda
(Sob a noite física, 1996)
CARLITO AZEVEDO
SIMPATIA
O jogo é saber
se ele vai cair ou não,
o engraçado de tudo
é descobrir se foi criança
alguma vez e com um
cãozinho chamado Hipocondricus ou
Leibniz mergulhou
(riso e pavor) em lagoa limpa,
o lúdico é o tapa na cara,
o tabuleiro com pedras brancas,
o dado no sete.
Não é o chapéu que faz o homem
mas o jogo do desejo,
a tempestade silenciosa de violentos
disparos elétricos abrindo
quinze bilhões de microssulcos no córtex
- bacana é se ele
não conseguir mais levantar.
(Versos de circunstância, 2001)
143
EMANCIPAÇÃO
E COLAPSO:
50 ANOS DE LITERATURA
BRASILEIRA
Manuel da Costa Pinto
144
Juegos de verticales, Nelson Ramos (1978)
U
ma análise da literatura brasileira que pretendesse
contemplar a prosa e a poesia segundo critérios
unificados deveria partir de uma espécie de “ponto
de fuga” que organizasse a variedade dessa cena. Como
se sabe, porém, todo enredo forte supõe protagonistas e
coadjuvantes —por isso as leituras sociológicas de nossa
tradição tendem a colocar os experimentalismos
vanguardistas como fenômenos epidérmicos (na melhor
das hipóteses) ou como modismos de importação (na pior),
ao passo que leituras formalistas e transgressivas tendem
a valorizar certas de linhas de força, dentro da tradição,
que violam os valores vigentes no passado (ou seja,
ignoram o valor que certas obras tinham em seu tempo e
valorizam obras que só são reconhecíveis em função de
uma leitura retrospectiva, que as descreve como
precursoras dessas vanguardas, numa espécie de
teleologia às avessas).
Em ambos os casos (e para ficar nos limites da crítica
hegemônica), o que se perde é a pluralidade de vozes que
vêm caracterizando nossa produção literária. E, embora
este artigo não tenha a pretensão (ou a ilusão) de abranger
todos os seus matizes, uma das premissas da qual parte é
a de que, para se ter uma visão minimamente satisfatória
desse caleidoscópio, é preciso separar prosa e poesia.
A outra premissa, mais problemática, diz respeito aos
marcos cronológicos. Onde começa nossa literatura
contemporânea? No caso da poesia, seria impossível pensar
nas obras atuais sem falar de um movimento de vanguarda
organizado (como a poesia concreta dos anos 50) ou de
movimentos mais espontâneos (como a poesia marginal dos
anos 70) —mas tampouco pode-se desvincular estes dois
momentos do modernismo de 22, cujo espírito continuava
vivo até o fim da década de 80 num poeta da magnitude de
Carlos Drummond de Andrade.
No caso da prosa, a situação é ainda mais complicada.
Não há marco fundador do romance ou da narrativa curta
no século XX (a Semana de 22, reconhecidamente, deu
mais frutos na poesia do que na prosa) e a prosa urbana
que se pratica hoje parece ser estranha ao regionalismo
dos anos 30 e 40. Mas como ignorar a referência
representada por Graciliano Ramos ou presença de
Guimarães Rosa —dois nomes identificados à realidade
do nordeste? Há porém um critério, válido tanto para a
prosa quanto para a poesia, que traça nos anos 50 a linha
de largada para o que chamamos de literatura
contemporânea: a idéia de emancipação cultural que faz
145
com que o Brasil (1) deixe de ser meramente receptor de
tendências européias e norte-americanas e (2) rompa com
os determinismos do discurso sobre a identidade nacional.
Da poesia concreta ao pós-tudo
Restos de tarascas, Nelson Ramos (1983)
146
Muitos críticos consideram que a poesia concreta —
lançada por Décio Pignatari e os irmãos Haroldo e Augusto
de Campos— é o primeiro movimento genuinamente
brasileiro da história da literatura. Essa afirmação é
polêmica, mas a controvérsia se dá mais em função das
rupturas surgidas posteriormente no interior do movimento
e do tom polêmico, reivindicatório, típico das vanguardas,
adotado pelo trío em intervenções públicas e textos teóricos.
Entretanto, se fizermos uma comparação com a as artes
plásticas, veremos que o neoconcretismo de artistas como
Hélio Oiticica, Lygia Clark, Amilcar de Castro
e Lygia Pape (todos ligados ao poeta Ferreira
Gullar, “dissidente” do concretismo e autor
do Manifesto Neoconcreto de 1959) é
considerado pela crítica, sem maiores
problemas, o momento de eclosão de uma arte
que não se faz a reboque de vertentes
internacionais —e o mesmo se aplica, na
literatura, ao grupo Noigandres (nome da
revista publicada pelos concretos).
Reagindo ao beletrismo da Geração de 45—
que cultivava a forma fixa (sobretodo o soneto)
e a dicção sublime, numa rejeição do
coloquialismo irônico do modernismo de 22
—, os concretos propunham uma poética
experimental, que explorava a dimensão
“verbovocovisual” da palavra, ou seja, a
espacialidade do signo sobre a página e a
expressividade não apenas verbal das
palavras, com formantes (sílabas, letras,
símbolos gráficos) compondo desenhos que
ampliavam as possibilidades de significação
da mensagem poética.
Dos poetas concretos iniciais, apenas
Augusto de Campos continua fazendo um
trabalho rigorosamente inscrito nessa
tendência, agregando novas tecnologias
(infopoemas, hologramas, poesia multimídia)
que ampliam seu trabalho, levando-o para
fora dos limites bidimensionais da página
impressa. Haroldo de Campos (morto em
2003)
derivou
para
uma
poética
barroquizante, que teria grande influência sobre poetas
mais jovens (como Horácio Costa, Josely Vianna-Baptista,
Claudio Daniel), e Décio Pignatari escreveu livros de uma
prosa construtivista, como o volume de contos O Rosto da
Memória e o romance Panteros. Ao concretismo estiveram
associados vários poetas (Affonso Ávila, Ronaldo Azeredo,
Pedro Xisto, José Lino Grünewald) e dele nasceram
tendências como o “poema-processo”, de Vlademir Dias
Pino. Não tardou para que o experimentalismo dos anos
50 fosse acusado de esterilidade formalista —apesar de
uma de suas decorrências mais profícuas, a “poesia
práxis” de Mário Chamie, ser justamente uma proposta
que associava a consciência metalingüística a uma
dimensão engajada, com poemas em que as palavras
(unidades mínimas da linguagem) eram justapostas
segundo seu uso pragmático (vocabulários e sintaxes que
correspondiam a contextos sociais investigados pelo
poeta).
As restrições ao concretismo e seus correlatos, porém,
só são compreensíveis em perspectiva histórica. Essa
poética cerebral —calcada na intertextualidade, no
trabalho de releitura, apropriação e recriação do alto
modernismo (o que incluiu desde a revalorização de
Oswald de Andrade e de poetas ásperos e explosivos como
o romântico Sousândrade e o simbolista Pedro Kilkerry
até a tradução de “precursores” como Mallarmé, Joyce,
Pound e Cummings)— parecia defasada ou inócua perante
a claustrofobia vivida pelo país no momento em que a
ditadura atingia seu estágio mais repressivo.
O mote de Maiakóvski (“sem forma revolucionária não
há arte revolucionária”), mobilizado pelos concretos para
provar o caráter participativo de suas pesquisas formais,
era uma palavra de ordem típica das vanguardas do início
do século. A essa confiança irrestrita no poder
transformador da arte, os poetas dos anos 60 e 70
contrapunham uma poética que dessacralizava a arte por
meio de “contaminações” da alta literatura e da utopia
modernista, pelo vitalismo da contracultura, pelo
“desbunde” da sociedade de massas: com o refluxo do
triunfalismo político e estético, o eixo se desloca para um
hedonismo individual e para uma vivência comunitária; a
revolução social dá lugar à revolução dos costumes —último
bastião de resistência na “geleia geral” que caracteriza o
fracasso dos projetos modernizantes gestados nos anos
50 e pervertidos em “modernização autoritária” a partir
do golpe de 64.
Surgem três tendências marcantes desse período: a
Tropicália, correlato literário-musical do Cinema Novo de
Glauber Rocha que inclui, além do poeta-compositor Caetano
Veloso, autores como Torquato Neto, Duda Machado, Waly
Salomão, Antonio Risério e, em certa medida, Antonio Cicero;
a poesia rebelde, de inspiração surrealista e beatnik,
desenvolvida por nomes como Afonso Henriques Neto,
Claudio Willer, Roberto Piva e Rodrigo de Haro; a “poesia
marginal” de autores como Francisco Alvim, Ana Cristina
César, Cacaso, Zuca Sardan, Charles Peixoto, Chacal e Glauco
Mattoso, que retomava os referentes modernistas do poemapiada e da vida cotidiana, com escrita desinflada, irônica,
muitas vezes tendo de recorrer a meios alternativos para fazer
seus poemas circularem à margem dos canais convencionais
e da censura (sendo por isso conhecidos também como
“geração mimeógrafo”).
Com a abertura política e a anistia, os anos 80 se
apresentam como período de síntese desse momentos em
que se alternaram o otimismo modernista dos últimos
movimentos de vanguarda e o desencanto pós-modernista.
A precária estabilidade institucional e a permanente
instabilidade socioeconômica se naturalizam: a cada poeta
corresponde uma poética que é preciso forjar no meio desse
caos em que o estado de exceção é a regra. Desaparecem as
palavras de ordem ou o ethos geracional —e, à parte alguns
revisionismos que pretendem restaurar a preceptiva
vanguardista (uma contradição em termos!), a poesia
brasileira parece entrar numa era de eclectismo estético
que, a rigor, sempre esteve presente na singularidade de
obras que se fizeram à margem das correntes hegemônicas
(sendo impossível classificar Manoel de Barros, Adélia
Prado, Bruno Tolentino ou mesmo Ferreira Gullar e
Armando Freitas Filho, dois poetas que, após terem
cortejado o concretismo e a poesia marginal,
respectivamente, desenvolveram caminhos irredutíveis a
qualquer camisa de força conceitual).
O termo “eclectismo” pode parecer pejorativo, mas o
fato é que uma das características mais marcantes —e
147
positivas— da produção contemporânea é o diálogo que
cada poeta estabelece cem uma das muitas linhagens
possíveis de uma literatura cujos veios principais são (numa
simplificação ostensiva) o lirismo que vem de Mário de
Andrade e passa por Manuel Bandeira, Murilo Mendes ou
Drummond e o construtivismo que parte de Oswald de
Andrade e chega até os concretos pelo viés de João Cabral de
Melo Neto (redundando na singularíssima combinação de
erudito e pop presente em Paulo Leminski e Sebastião Uchoa
Leite).
Poetas como Fernando Paixão, Carlito Azevedo ou Heitor
Ferraz parecem pertencer àquela vertente lírica; autores como
Arnaldo Antunes, Carlos Ávila ou Frederico Barbosa se
alinham mais aos objetivistas. Nenhum esquema
classificatório, contado, é suficiente. Seria impossível ignorar
o labor sintaxista de Drummond ou o lirismo mineral de
Cabral, da mesma maneira que —saltando décadas— há
ironia metalingüística nos sonetos lapidares de Paulo
Henriques Britto, caos nas geometrias fenomenológicas de
Júlio Castañon Guimarães, desespero ético na poesia
fragmentária de Régis Bonvicino ou satanismo nos silogismos
de Nelson Ascher. Sem falar de poetas que escrevem em
sintonia com a poesia feita na Europa (Age de Carvalho,
Marcos Siscar) e de novíssimas gerações que retrabalham
poéticas da França ou dos Estados Unidos (Tarso de Melo,
Paulo Ferraz, Rodrigo Garcia Lopes, Eduardo Sterzi).
Esse elenco pode ser cansativo, mas é uma ínfima parte de
nossa produção contemporânea. Na falta de movimentos
poéticos, esses poetas vêm se reunindo em torno de revistas
(Azougue, Cacto, Coyote, Inimigo Rumor, Sebastião, Sibila), que,
para abreviar, são hoje um instantâneo do pós-tudo da poesia
brasileira.
Do Brasil profundo à neofavela
Do indianismo romântico de José de Alencar aos grandes
ensaios de interpretação do Brasil escritos por Gilberto Freyre,
Sergio Buarque de Holanda e Caio Prado Jr., a prosa brasileira
sempre esteve em busca de um mito fundador que
harmonizasse as contradições de nossa identidade cultural
híbrida. Seja na forma rapsódica do Macunaíma de Mário de
Andrade, na sociologia memorialística de Casa Grande &
Senzala ou sob o aparato conceitual de Raízes do Brasil, sempre
se procurou esse mito no “Brasil profundo”: as relações
sociais arcaicas do mundo agrário seriam uma espécie de
pano de fundo e celeiro para um imaginário estável; o binômio
patriarcalismo escravista/miscigenação racial moldando um
caráter ambíguo, porém essencial, marcado pela
cordialidade, por uma violência temperada pela corrupção e
pela malandragem.
Há muito tempo desconfiamos que não existe uma
constelação social ou imaginária que seja o centro
irradiador das veredas tomadas por essa cultura tão
heterogênea; mais do que isso, tamanha obsessão com a
busca de um mito que explique nossa identidade nacional
sugere que ela mesma, a idéia de uma identidade para a
multiplicidade, é o mito que nos move, nosso graal (ou
nosso lamaçal, segundo os opositores desse discurso sobre
o “instinto de nacionalidade”).
Há porém uma grande diferença (retomando a
terminologia de Antonio Candido) entre a “consciência
amena do atraso” dos românticos (uma visão eufórica ou
idílica do Brasil rural) e a “consciência catastrófica do
atraso”, veiculada por regionalistas como Graciliano
Ramos, José Lins do Rego, Rachel de Queiroz ou Jorge
Amado, em que a compreensão da desigualdade endêmica,
148
do conúbio fatal “coronelismo e seca”, era,
simultaneamente, uma busca dos instrumentos de sua
transformação.
De todo modo, o romance regionalista conserva um
senso de utopia política (de resto comprovado pelo
engajamento da maioria desses escritores) que só é possível
a partir da descrição de um mundo razoavelmente
compreensível. Atrás do pessimismo do diagnóstico há
um otimismo pragmático, que sanciona a indignação ética:
a catástrofe tem causa e, por maior que seja o incêndio, é
possível forjar uma consciência resistente.
A exceção talvez seja Graciliano Ramos, o mais trágico
e metafisico (embora de uma metafisica dura, agreste) dos
regionalistas. Em Graciliano, miséria e violência são
manifestações da solidão e do desamparo brutais do
homem. Não há mistério, fábula ou heroísmo homérico no
seus nordestinos; e, como tampouco há possibilidade de
redenção, seus livros jamais cultivam qualquer nostalgia
desse mundo elementar que, em outros autores, sempre é
mais ou menos idealizado como rincão de vivências a
serem resgatadas.
Como observou José Lins do Rego (um cronista do
engenho de cana-de-açúcar, com lendas mágicas e
costumes luxuriosos a purgarem os males da terra),
Graciliano “é o primeiro caso na literatura brasileira de
um homem que não ama a natureza que o cerca”. E a
influência que ele exerce sobre o brutalismo da prosa
contemporânea comprovam: o autor de Vidas Secas e
Angústia já anuncia a superação do regionalismo e um
desenraizamento da literatura brasileira que perdura até
nossos dias.
O colapso irreversível da modemização mostra que a
cidade não é mais um epifenômeno do Brasil profundo, e
sim uma “segunda natureza”, cujas catástrofes não
obedecem a determinismos telúricos (como em Euclides
da Cunha, precursor dos regionalistas), mas à engrenagem
oculta da história. (Nesse sentido, Graciliano Ramos
percorreu o caminho inverso, levando para o agreste essa
visão de uma história irreversível, que tudo contamina e
destrói).
A partir de final dos anos 50 e início da década de 60,
surge tanto uma literatura de sondagem psicológica (os
romances de Lúcio Cardoso e Clarice Lispector) quanto uma
prosa dominada pelo tema da marginalidade e da violência
(como nos contos de João Antonio e Rubem Fonseca). De um
lado, portanto, um tipo de relato em que o processo de
construção da estrutura narrativa e a consciência
metalingüística das personagens mostram a falta de lastro
do real, a insularização das personagens em vivências de
um mundo parcial, atomizado, que coincide com a linguagem
que o descreve; de outro lado, essa mesma atomização se
desdobrando em um acúmulo de experiências traumáticas
e a um gozo sádico com as peripécias de personagens
(meganhas, putas, traficantes, bandidos desdentados,
peruas maníacas e ricos pervertidos) que encarnam as
fraturas sociais.
Apesar da presença maiúscula de Clarice Lispector, que
tem reverberações na prosa de Hilda Hilst (muito mais densa
do que sua produção poética), João Gilberto Noll e Juliano
Garcia Pessanha, o romance de introspecção psicológica
permanece sendo um veio subterrâneo da prosa brasileira
das últimas décadas. Hoje, assistimos ao predomínio
absoluto de narrativas que procuram flagrar momentos de
esgarçamento do tecido social, trazendo novamente para a
cena ficcional as personagens esquálidas, torturadas,
alienadas, da periferia do capitalismo.
149
Boa parte desses autores se reúne sob a rubrica “Geração
90”, mas seria injusto ignorar as singularidades das
narrativas cinematográficas de Marçal Aquino, do universo
insólito de Nelson de Oliveira (um leitor de Murilo Rubião e
Campos de Carvalho), da dicção “pop barroca” de Ronaldo
Bressane e Joca Reiners Terron, dos deserdados da terra de
Marcelino Freire, dos vultos anônimos de Luiz Ruffato, do
segredo doméstico das mulheres de Ivana Arruda Leite ou
do mundo claustrofóbico de André Sant’Anna e Marcelo
Mirisola (cujos textos pornográficos e escatológicos, de feição
autobiográfica e escrita incandescente, são expressão do
horror econômico e do naufrágio dos valores —por si só
degradantes— da classe média).
Em todos eles, enfim, certa homogeneidade temática jamais
sufoca formas inventivas de mimetizar (no duplo sentido de
representar e apresentar) essa realidade cada vez mais
irredutível e fragmentária. Se fosse preciso eleger precursores,
porém, estes seria Dalton Trevisan (com seu universo em
miniatura, povoado por pequenos vampiros e vítimas
grotescas) e alguns protagonistas do boom vivido pelo conto
brasileiro nos anos 70, como Sérgio Sant’Anna, Ignácio de
Loyola Brandão e Ivan Angelo. E, se fosse preciso marcar o
momento de ressurgimento dessa prosa urbana como
tendência homogênea, certamente seria o romance Subúrbio
(1994), de Fernando Bonassi (em que, diga-se de passagem,
nota se aquela dureza obstinada de Graciliano Ramos).
E, assim como ocorre na poesia, há autores em que seria
impossível identificar constantes presentes na produção
geral, autores que demandam uma leitura específica, pois
também criaram universos regidos por regras próprias —
e essa proliferação de microcosmos se estende desde
autores “consagrados” como Lygia Fagundes Telles,
Zulmira Ribeiro Tavares e Moacyr Scliar até autores que
começam a se consolidar, como Modesto Carone, Cristovão
Tezza, Bernardo Ajzenberg e Bernardo Carvalho.
Eles assinaram, de qualquer forma, o triunfo da cidade
sobre o campo como habitat exemplar da experiência
moderna, com uma linguagem que não carrega marcas de
ancestralidade cultural e em que as crises de identidade
nada têm que ver com uma suposta identidade nacional,
radicando antes nas ambiguidades e instabilidades de
biografias individuais (essa pluralidade de destinos sendo
um índice de como a cidade foi minando a uniformidade
das sociedades tradicionais).
Algumas obras que aparentemente derivam do romance
nordestino dos anos 30 estarão impregnadas de um sentido
mítico-fantástico. Veja-se, por exemplo, a continuidade que
há entre dois grandes escritores como Guimarães Rosa e
João Ubaldo Ribeiro, nos quais a reinvenção do universo
do sertão e do nordeste assume proporções cosmológicas,
épicas e, de todo modo, anti-naturalistas. O mesmo podese dizer de relatos de feição memorialística de dois
descendentes de libaneses, o paulista Raduan Nassar e o
amazonense Milton Hatoum —cujos “romances
familiares” têm uma dimensão alegórica, interpretando a
realidade em que estão contidos.
Todavia, o mais importante fenômeno da literatura
brasileira contemporânea (e não apenas da prosa
contemporânea) foi o surgimento de autores oriundos da
periferia das grandes cidades como Paulo Lins (Cidade de
Deus) e Ferréz (Capão Pecado), fazendo das favelas —ou
“neofavelas” segundo expressão de Lins para designar esse
espaço de exclusão radical, muito distante do lirismo dos
morros cariocas de outrora— um emblema das encruzilhadas
literárias e sociais a que o colapso do Brasil nos conduziu. M
150
151
EL SECRETO
DEL DOCTOR TULP
Gabriel Schutz
152
L
o primero que hace el doctor
Tulp cuando llega a casa es sacarse el bombín y colgarlo en el
perchero. Luego apoya el portafolio en
el felpudo, se desenrosca la bufanda,
se quita el saco a cuadros y lo cuelga
en el perchero también. Continúa con
el chaleco, se afloja el nudo de la corbata, desabrocha los puños de la camisa y se desprende los botones de
arriba abajo, como si chasqueara los
dedos siguiendo una línea que fatalmente acaba en la hebilla del cinturón
—un tin-guiñazo bastará para desajustarlo. Baja el cierre del pantalón,
libera los dos ojales, la pretina cede y
Tulp siente alivio. Camina hasta el sillón, con el pantalón apiñado en las rodillas, y se deja caer exánime. Mientras
se desanuda los cordones de los zapatos, echa un vistazo para confirmar que
todo esté en orden. La pecera continua
en el suelo, con agua y sin peces. La
guitarra parece estar debidamente apostada en su atril. El estuche del clarinete
permanece donde lo ha dejado antes de
salir a trabajar, al costado de las cajas
de cartón. ¿Pero dónde diablos colgó
esta vez los guantes de box? Hace memoria… Lo ha olvidado.
Toma aire para continuar. Se quita
por fin los zapatos y las medias y luego
el reloj, el pantalón, la camiseta y los
calzoncillos. Deja que su cuerpo desnudo tome aire también. Resopla un par
de veces, se incorpora fastidiado y va
hasta su pieza. Vuelve con tres perchas
libres. En una cuelga el pantalón y la
camisa, en otra el chaleco y el cinturón,
en la tercera no cuelga nada.
Camina hasta el baño y ve con satisfacción que los guantes de box penden del picaporte de la puerta. Se sonríe. Entra y estudia brevemente su desnudez en el espejo. Abre la canilla de
agua fría, llena un vaso, pone pasta
en el cepillo, se quita los dientes, los
limpia, los deja en el vaso, vuelve al
living, toma la guitarra y se sienta con
ella en posición de tocar. Se saca las
uñas de los pies y luego las de las
manos, salvo la del dedo índice. Dispone las diecinueve uñas parsimoniosa-mente entre la primera y la tercera cuerda. Parecen diecinueve púas
blancas.
Con la uña restante escarba entre
su pelo, a la altura de la coronilla de
la cabeza. Rápidamente encuentra la
punta del cierre —siempre le alivia
confirmar que la ha dejado hacia afue-
ra. Empieza a abrirlo sin apuro. Baja
por la frente, abre la nariz en dos, parte la boca transversalmente y desciende por el mentón hacia el cuello y de
allí atraviesa el pecho y el abdomen y
se pierde brevemente en el ombligo y
abre el vello púbico como el Mar Rojo
y luego el pene como la cáscara de una
banana y separa los testículos hasta
alcanzar el tope del cierre en las inmediaciones del perineo.
Coloca la vigésima uña en el vigésimo traste de la guitarra. Ya no la
necesita.
Saca la cabeza y los hombros de la
piel abierta y comienza a desembarazarse de ella arrastrándola hacia abajo. Hasta el día de hoy le divierte mirar el efecto rollizo de los pliegues que
se van formando a medida que la piel
se agolpa contra el suelo. Al fin libera
las piernas y los pies y, cuando termina de salirse, alza la pieza entera y se
detiene a observarla; envidia el modo
en que cuelga: vacía, floja, reposada,
sin voluntad, un peso muerto. La airea agitándola un par de veces como
si fuera un mantel o una frazada y luego la cuelga en la percha libre.
Para sacarse la musculatura, se abre
paso con los dedos hasta tocar el hueso
recién entonces rodea el músculo con la
mano y tira hacia afuera. Siempre que
tira de uno de ellos le parece estar sacando pescado de una canasta llena.
Algunos músculos se parecen más
a pejerreyes, otros a palometas, los hay
semejantes a anguilas, rayas y también
a mojarritas. Así se va quitando todos
y los va pegando meticulosamente con
alfileres en un amplio corcho.
Para no confundirlos, cada músculo tiene una ubicación precisa, debidamente identificada con un cartelito («Bíceps derecho») o un dibujo
que representa su forma y su tamaño.
Naturalmente, se deja algunos músculos en los brazos, las piernas y el
torso para poder continuar extrayéndose el resto de los tejidos.
El primer órgano que acomete es la
vejiga. Tres vueltas en sentido antihorario bastarán para desenroscarla. Una vez extraída, vacía su contenido residual en una botella de vidrio y, luego de asegurarse de que ya
no queda aire, la pliega al medio dos
veces y la guarda en el cajoncito del
escritorio, junto una libreta y un par
de estilográficas secas.
Con los riñones el procedimiento es
menos sencillo porque son macizos.
¿Dónde estaban esos malditos guantes de box? Ah, sí, picaporte, baño.
Camina hasta allí, se detiene en la
puerta y con dos tirones precisos se
desencastra los riñones. Guarda el
derecho en el guante derecho y el izquierdo en el guante izquierdo.
Entra nuevamente al baño. La imagen que le devuelve el espejo es menos
alentadora que la primera vez: un manojo de tejidos y órganos a la vista.
Hasta el día de hoy no puede evitar
sentir un escalofrío.
La manipulación del intestino requiere de una delicadeza extrema.
Cualquier presión indebida puede
traer consecuencias desagradables. Y
el colmo es que su remoción supone
desanudar dos extremos en lugar de
uno. De todos modos, el doctor Tulp
ha desarrollado una destreza casi
milimétrica y, una vez más, consigue
separar su intestino sin el menor accidente. Lo echa en la pileta, lo contempla y bufa con fastidio; en este punto
la higiene se vuelve verdaderamente
fatigosa: es como intentar sacar los
restos de pasta dental sólo que de un
tubo de ocho metros de largo. Y encima, después de limpio y enjuagado,
es preciso ordenar el intestino con una
prolijidad exquisita, con la pericia de
los navegantes cuando adujan los cabos de cubierta. Sólo de este modo se
consigue un lazo intestinal lo suficientemente ordenado como para poder
colgarlo del perchero. Así, pues, Tulp
vuelve al living y cuelga el intestino
limpio al costado del saco a cuadros.
Casi todo los órganos que restan están total o parcialmente alojados detrás de las costillas; la única solución
es abrirlas de par en par. Al principio,
Tulp tenía dificultades con esto, pero
ahora lo hace como si se tratara de las
puertas de una alacena. De hecho, procede con su vesícula como si estuviera sacando una lata, o un frasco, de
un estante bajo —no es un órgano que
oponga demasiada resistencia. La enjuaga hasta eliminar el último rastro
de bilis y luego la sopla (aprovecha
que aún tiene pulmones) y la revolea
en el aire para acelerar el secado. La
pliega al medio dos veces y la guarda
lejos de la vejiga para evitar confusiones, pues vistas así —vaciadas, planchadas y dobladas— una y otra son
tan idénticas que Tulp ha llegado a
confundirlas.
153
Ahora que ha tomado esta precaución, y ambos órganos descansan por
separado, uno en el escritorio y el otro
en la lata de café, Tulp se deshace ágilmente de su bazo, páncreas y estómago. A este último lo da vuelta como si
fuese una media y con un tenedor le
quita los restos de comida. Al bazo y
al páncreas les basta con un chorrito
de agua.
Cuando todo está debidamente higienizado, seca los órganos con un repasador limpio y guarda el bazo en el estómago (cabe justito) y ambos van a dar
a un gorro de lana azul y amarillo.
El páncreas, el páncreas, nunca
sabe qué hacer con el páncreas... Todos los sitios parecen venirle mal...
Decide tomarse un tiempo para pensarlo; es una decisión que lo agota
cada día. Se sienta nuevamente en el
sillón, abre la cajita de las bolas chinas y juega un rato con ellas. Los pocos músculos que permanecen en la
palma de la mano se confortan con el
masaje y de golpe se le ocurre: ¡en una
media! Elige una de rombos verdes,
rojos y amarillos, con la esperanza de
complacer de una buena vez a su
páncreas, y lo introduce cantándole
una canción de cuna. Luego traslada
la cajita china hacia donde se encuentran la pecera, el estuche del clarinete
y las cajas de cartón.
154
El doctor Tulp sabe que el hígado
es un órgano irritable y que la mayor
parte de las veces obliga a una operación sanguinolenta. Varias veces ha
tenido que amenazarlo enseñándole
todos los chocolates disponibles en la
alacena para que al fin cejara. Pero
hoy ha sido un día saludable y su hígado se desprende sin quejidos. Vuelve a la cocina y lo guarda en la bolsa
de hacer los mandados.
Los pulmones debieran ser los
próximos, pero una vez extraídos todo
se vuelve tremendamente asfixiante.
De modo que, antes de proceder, Tulp
hurga en los estantes superiores, saca
una caja de bombones, se arranca los
testículos y los tira entre los últimos
confites que quedan. El pene prefiere
dormir con los tubérculos.
Ahora sí ha llegado el turno de los
pulmones. Su remoción impone un
trabajo extra porque si se sacan con
aire corren el riesgo de pincharse y
echarse a perder. Tulp se prepara, inspira hondo, cada vez más hondo, y
exhala hondo también, cada vez más
hondo, hasta que al fin consigue que
las paredes de los pulmones queden
pegadas entre sí. Recién entonces
desenrosca las venas y arterias pulmonares, luego las bronquiales y finalmente —y sólo finalmente— desprende la tráquea. Los pulmones es-
tán libres. Corno ahora ya no le llega
oxígeno al cuerpo, Tulp debe hacer
todo con gran celeridad.
Afortunadamente, el corazón es un
órgano fácil de arrebatar. A veces a
Tulp le basta con poner un bolero para
que su corazón se arroje sin más al
vacío. El único problema que plantea
un corazón arrebatado es su temperatura: no hay arrebato sin ardor. Tulp
lo lleva a la heladera, busca lugar entre una horma de queso y un frasco de
mermelada, pero no está convencido:
recuerda que la última vez que lo puso
en aquel estante, al día siguiente se
comportó de un modo que sus compañeros de trabajo encontraron frío y
duro. Echa un vistazo al compartimiento de las verduras y comprueba
con satisfacción (con una satisfacción
completamente cerebral) que hay lugar. Reúne unas hojas de lechuga y
unas pocas hojas de acelga cruda y le
improvisa un nido.
Lo que queda del doctor Tulp tiene
poca autonomía y aún le resta quitarse los huesos, unos pocos músculos,
los ojos, el cerebro entero y alguna que
otra cosa más. Se dirige hacia el corcho donde están suspendidos sus
músculos y se sienta al pie de la hilera inferior. Desde allí alcanza a ver a
través de la ventana. Ve nubes. Se pregunta si lloverá y entonces mira el
agua de la pecera, a un metro suyo, en
el suelo. Arrima la pecera hasta colocarla a su lado.
Del otro lado están el estuche del
clarinete, la pila de cajas de cartón y
la cajita china, abierta y vacía. Se
arrastra y aproxima todos los objetos
hasta dejarlos a pocos centímetros de
sí. Siente su cerebro adormilarse de
cansancio; por un instante se pregunta si esta vez lo logrará. Tiene el reflejo, las ganas, la necesidad de suspirar. ¿Pero con qué aire?
Se da ánimos y empieza a sacarse
los músculos y los huesos de las piernas. Dispone los músculos en el corcho y los huesos en las cajas de cartón. Continúa con las costillas y la
cadera y luego, sostenido por la espina dorsal y el brazo derecho, se acerca
la cajita china a la no-nariz, estudia
por última vez la posición de la pecera, y sin pensarlo más se asesta un
golpe seco en la nuca: sus ojos salen
despedidos y van a parar a los hoyos
de la cajita. Tulp no puede verlo, pero
la suerte ha querido que los globos
hayan quedado estrábicos.
Los últimos huesos, músculos,
cartílagos, ganglios, glándulas y
mucosas son extraídos fácilmente. La
espina dorsal descansa en el estuche
del clarinete y Tulp no es más que una
calavera y una extremidad. El cerebro
se mantiene pensante dentro de las
paredes del cráneo y mediante una
delgada vía motora le ordena a los
pocos músculos del brazo que remuevan la quijada cuanto antes y coloquen el cráneo vacío sobre el alféizar
de la ventana.
El cerebro yace ahora al descubierto.
Es un cerebro como cualquier otro: un
manojo de ñoquis pasados de hervor.
«¡Levántate! —le exige al brazo—.
Colócame al borde de la pecera». El
brazo obedece. «Ahora sumérgeme en
el agua. Quiero descansar. Tú, si quieres, sácate los músculos que te quedan y descansa también. Mañana será
un día duro». Los huesos de los dedos liberan el cerebro con delicadeza
y luego el brazo entero se desploma al
costado de la pecera, rendido de cansancio.
El cerebro flota un instante hasta
que comienza a hundirse lentamente,
burbujeando en silencio y dejando
una estela de tintura gris. Oh sí, maM
ñana será un día duro.
Montevideo, mayo-junio de 2001
Domingo 7 de noviembre de 2004, Nelson Ramos (2004)
155
A DEMOLIÇÃO
Luiz Ruffato
156
1. Julho incendiado
B
em de vida em São Paulo, onde se entretinha, panode-prato descerrado no ombro, por detrás do balcão
em U de um bar-e-lanchonete na Avenida do Cursino,
na Saúde, com empenho suficiente para adquirir um
sobradinho geminado na Vila das Mercês, Gilmar garantia
a jura de nunca mais pôr os pés em Cataguases, tão sério o
intento que comprou um terreno, a prestações no Cemitério
das Colinas, em São Bernardo do Campo, para se
assegurar de que não corria risco algum de ver
desrespeitada sua vontade última, decisão tomada ainda
rapaz, nem penugem na cara, que sua mãe, convencida da
persistente tenacidade, acabou reconhecendo como
verdadeira, o que a prostrou na cama, à época, apaixonada
por saber impossível até esse capricho, ter, um dia, mesmo
que após a morte, a família toda reunida no túmulo em
que jaziam o marido, Marciano, e a Lia, tão linda, que o
tifo assenhorou-se menina inocentezinha, e anos e anos
depois ainda doía pensar nos bracinhos e perninhas felizes
que a febre esgotou para sempre, de tal sorte que,
necessitando, Gilmar enviava dinheiro para a passagem
de ônibus da mãe, aguardava-a na Rodoviária do Tietê,
ela acampava alguns dias em São Paulo, em duas ocasiões
chegou a ficar meses, nos nascimentos da Monique e da
Luana, encarregada do banho nas nenêns até a queda do
umbigo, mas, saudades nenhumas de Cataguases, ao
contrário do Gildo, o irmão mais velho, que vira e mexe
despencava com a família inteira lá, e, na volta, ao telefone,
justificava-se, falsamente emburrado, que ia a contragosto,
mas, Aniversário da velha, coitada, a gente nunca sabe se
vai ter outro, Dia das Mães, cara, Dia das Mães é foda!,
Não podia deixar ela passar sozinha as festas de fim de
ano, você não concorda?, e Gilmar cismava, esse desprezo
herdara do padrinho, o tio Gesualdo, que desde a morte
de seu pai, uma congestão na madrugada aflita, se
incumbira de candear aquele sangue do seu sangue,
primeiro empregou o Gildo, recém-de-maior, numa gráfica
de rótulos de embalagem no Brás, depois, levou o Gilmar e
a caçula, a Ana Elisa, e teria carregado a Ana Lúcia também,
não fosse a tonta enrabichar-se com um safado, mecânico
de beira da Rio-Bahia, que levou ela para morar em Muriaé,
para sofrer em Muriaé, mas Gesualdo, que sempre que
podia achincalhava com Cataguases, Bosta de lugar!,
dizia, escarrando no cimento da calçada, Nada aqui vai
pra frente!, escangalhava, azedo, ele, que se esquivava dos
conterrâneos em São Paulo para não lembrar, hora alguma,
de sua origem, obrigou-se, com a ausência do irmão, a quem
tinha sido muito ligado e a quem devia imensos favores, a
freqüentar, uma vez por mês, a modesta casa da Vila
Teresa, as mãos transbordando futuros, para drenar as
mágoas e a desesperança que inundavam os olhos da
cunhada, e, numa dessas visitas, apanhou o Gilmar na
meia-esquerda do segundo-quadro do Bairro-Jardim, um
craque, o moleque, Tem que ir pra São Paulo, Marta, o
menino permanecer aqui é desperdício, Tão longe!,
lamentou ela, É uma criança, E os estudos?, Ai meu deus,
Vou sentir tanta falta!, Gesualdo argumentou, Vai ser
melhor pra todo mundo, Marta, menos uma boca, E depois,
já imaginou?, vai que ele engrena, acaba na seleção enche
o bucho de dinheiro, fica famoso, Heim?, Vai que, e
arrastaram malas e bolsas para a rodoviária, rumo a
Leopoldina, onde tomaram o ônibus para São Paulo, vindo
de Alegre, no Espírito Santo, e Gilmar entendeu que sua
vida ia começar a andar logo após sumirem na curva da
estrada as luzes dos postes da Vila Minalda que boiavam
nas águas mansas do Rio Pomba, última imagem de
Cataguases, Nunca mais, pensou, imensos clarões
consumiam o que restava de julho, e, na baldeação, o
padrinho cedeu seu lugar à janela, poltrona 29, para
Gilmar continuar espiando o mato seco crepitando na beira
do asfalto, e ele, desassossegado, não pregou mais os olhos,
assustado com os dedos de fogo que na escuridão tentavam
arrancar as estrelas coladas na abóbada da noite fria,
Estamos cruzando o inferno, Gesualdo brincou,
engasgado com a fumaça que penetrava pelas frestas,
Estamos cruzando o inferno, Gilmar repetia, baixinho,
Cataguases ficou para trás, Nunca mais, jurou, Nunca
mais, e o tio o arrastou, vários clubes, primeiro, o São Paulo,
time de sua predileção, Não tem físico, alegaram, depois,
no Palmeiras, reprovado na “peneira”, Gilmar amofinado,
Gesualdo, coçando a cabeça, convencendo-se do equívoco,
Paciência, o que se vai fazer?, até que no Juventus
desencantou, o treinador enxergou no rapaz os mesmos
atributos que Gesualdo, Um craque, esse menino, Precisa
agora é panhar corpo, aprimorar a técnica, de Osasco à
Mooca tomava trem e ônibus para garantir-se titular na
meia-esquerda, e vestindo a camisa grená disputou o
Campeonato Paulista juvenil, atraindo a atenção do
Palmeiras que, finda a temporada, contratou-o,
repassando-o ao América, de Rio Preto, onde chegou a ser
escalado em várias partidas pelo time principal, para
orgulho do tio, que exibia aos amigos e conhecidos recortes
de jornais, a escalação em letras miúdas, Ê Gilmar, Esse
Gilmar aqui é que é o meu sobrinho, sobrinho e afilhado,
Gravem esse nome, vai dar muito o que falar ainda, e,
firmando-se na posição cogitado até mesmo para a seleção
brasileira de juniores, sentou-se no banco de reservas do
profissional do Palmeiras, entrando no segundo tempo de
alguns jogos importantes, explicações do técnico, Muito
novo, melhor não precipitar, Falta experiência, malícia, Se
a gente não age com cuidado, queima ele, Aí, já viu né?, até
a chance, É hoje, Vai lá e mostra o que você sabe, o estádio
do XV de Novembro, em Piracicaba, como que voltado para
ele, de início desatento, galgou confiança, a bola
chaleirando seus pés, longos passes certeiros, dribles
bailarinos, piques velocíssimos, o gol chocando na
quentura da tarde, e nas proximidades dos vinte minutos
azeitou uma tabela com o centro-avante, bola cá e lá, uma
celebração, enfiou-se entre os zagueiros, já dentro dos
limites da grande área, Agora!, e rolou em contração pela
grama rala, a perna direita travada pela chuteira do beque
adversário, o anil do domingo estilhaçado em seus olhos,
Pênalti Pênalti!, o ponta-direita gritava, parabenizandoo, Pênalti!, ouvia, anos depois, arruinado, mirando o mofo
no teto do vestiário de algum estádio do interior, cheiro de
alcânfor, pulando enjeitado de cidade em cidade,
desabando de divisão em divisão, sem os meniscos, o
joelho sempre inchado, inflamado, entrando em campo à
base de banho de luz, gelo, iodex, infiltração, injeção de
cortisona e analgésico, terminando a carreira aos vinte e
oito anos num desconhecido clube semi-amador do Paraná,
157
imprestável para o trabalho, dores terríveis nas
articulações das pernas, de volta a São Paulo, desiludido,
só não se afogou em dívidas de cachaça porque os faróis
de seus olhos refrangiram no esmalte dos dentes
encavalados de uma enfermeira, nem feia nem bonita,
porém honesta e compreensiva, do setor de Raio X do
Hospital de Heliópolis, que arrebatou seu coração coxo, e,
entre o namoro e o noivado, o sogro, aposentado da Light,
conseguiu um empréstimo na Caixa Econômica para
reformar a garagem do sobrado, transformando-a num
modesto botequim, de começo salgadinho-pingarefrigerante, mas, aos poucos, com empenho e carisma,
bar-e-restaurante asseadíssimo, ladrilhos brancos piso ao
teto, balcão fórmica amarela em U, pê-efes caprichados,
bebidas sortidas, clientela de primeira, fotos e recortes de
jornais pendurados pelas paredes, uma página da revista
Placar, em que aparece, em segundo plano, observando,
desfocado, uma jogada importante, o rosto circulado por
uma caneta Pilot vermelha, imprensada no vidro-contravidro do tampo da mesa da caixa registradora, É, sou eu
sim, explicava, suspiroso, ouvindo, bambambã, longelonge o apito do negrojuiz em uma tarde mergulhada no
nunca-jamais.
2. Disney
Até que o Gildo, num despropósito de janeiro suarento,
apeando de Cataguases, pós Natal e réveillon, anunciou,
a mãe estava pensando desfazer da casa da Vila Teresa,
onde, há quarenta e cinco anos, desde a chuva de arroz na
porta da igreja, Ai, Marciano!, que Deus o tenha!, vivia,
despertada a infância, nariz estilando, arrepiada com o
frio que emanava da parede-e-meia úmida, tosse na
penumbra de luzes acesas mesmo dia claro, dividir o
dinheiro, mudar para Santo Antônio de Pádua e estar com
as irmãs, a Leda, solteira, a Vera, viúva, tudo acordado
entre elas, não agüentava mais a canga da solidão, os filhos
distantes, o Gilmar e a Ana Elisa nem notícias direito, e a
Ana Lúcia, essa, coitadinha, ah!, coitadinha, o resto da
parentalha longe, os vizinhos se indo para uma melhor,
sengracíssima no clube da terceira idade, pouca vergonha!,
onde já se viu!, muxiba arrastando asa!, a cidade engordou,
já não pode deixar a porta encostada, uma ladroeira!,
escutara os filhos, gulosa concordância, o Gilmar
maquinava, será que sua parte daria para sanar o sonho
da Monique e da Luana, uma extravagância, verdade, de
visitar a Disney?, emaranhado nessa contabilidade
passou procuração para o Gildo, que, marejado, confessou
que ia sentir falta da casa, sempre bobo, sentimentalão,
tanto que se compromissou com o primeiro cabaço, a
Arminda, e com ela permanecia, ao contrário dele, Gilmar,
que, aprontador, levantava tudo quanto era rabo-de-saia
antes de casar, e que até hoje faz das suas, uma vez, em
Araraquara, jogando emprestado na Ferroviária, se
estrepou com uma sirigaita, que se dizia grávida dele, foi
parar na polícia, um escândalo, quase se danou, alegou
que nem conhecia a moça direito, que ela se passou por
de-maior e quem garantia que fosse mesmo dele aquela
barriga?, às vezes pára, macambúzio, se vingou, hoje deve
de ter uns doze, treze anos, um homem!, será que gosta de
futebol?
158
3. 0 espaço no tempo
- Alô? Gilmar? É o Gildo
- Ô Gildo! Já chegou?
- Inda agorinha.
-E lá?
- Tudo nos conformes. Deixei a mãe em Santo Antônio
de Pádua. Ela está superfeliz, cara, só vendo...
- Legal.
- Recebeu o dinheiro direitinho?
- Peguei o extrato na sexta... Já tinha caído na conta,
acredita?
- Bom...
- É isso...
- Sabe o quê que a dona Eucy vai fazer com a casa?
- Hum?
- Vai derrubar...
- Derrubar?
- É, quando penso nisso dá até um…
- Derrubar, Gildo?
- E, pôr abaixo... Eu sinto até um...
- Gildo, você tem certeza?
- Estou te falando, só! Ela disse que vai demolir tudo, a
nossa casa e a dela, e construir uma outra, maior, no lugar...
Você sabe, o Lucas, aquele filho dela meio veado, que foi
pros Estados Unidos...
- Demolir, Gildo? Não é possível!
- Caralho! Achei que você não estivesse nem aí…
4. O porão
Cimentado, o minúsculo quintal de dimensões
maracanãs delimitava-se a oeste com a espigada paredecega da dona Eucy; a leste, invadia a cozinha; ao norte, a
barreira do muro que dava para um correio de casas
cabisbaixas; ao sul, as viúvas janelas do quarto da mãe —
venezianas em luto cerrado desde o passamento do seu
Marciano— e o respiradouro do porão, que, em luminosas
tardes de janeiro, avessava-se em musculosos caibros
sustentando as tábuas do assoalho, em sedosas telas de
aranha arcoirisadas, em restos de sujeira que as irmãs
varriam para as gretas, em objetos engolidos pela solidão
claroescura, e o que não se enxergava, especulava-se: o
que haveria para além da penumbra, para além da abissal
escuridão?, onde terminaria aquele escoadouro de
silêncios e sombras?
O quintal, o campo de futebol. Través de chinelos e
quinas, bola pererecando por entre as pernas magoadas
dos moleques. Certa tarde —era julho, o de dias
corrompidos— exauriam se numa partida o Lucas, o
Marquinho, o Tiquinho, o Gilmar —blusa laranja, gola
cacharrel e enregelados pés nus de esfolados recentes,
como esquecer? Vergada sobre a toalha-de plástico verde
que cobria o tampo da mesa da cozinha, a paciência da
mãe catava feijão, os óculos pesando a madeira carcomida
do rosto. Vizinho, o locutor da Rádio Cataguases
tropeçava, emocionado, nas lágrimas da carta de uma
ouvinte. ao longe, as águas do Rio Pomba diluíam as horas
do relógio. Então, num relâmpago, quatro pares de olhos
acompanharam, arremessada a meia-altura pelo Tiquinho,
a bola encaixar-se, por milagre, na pequena abertura por
onde respiravam os recônditos da casa. Corações
arruinados, dois a dois, os quatro pares de olhos buscaram
iluminar o porão, mas lá dentro apenas a inutilidade de
pentes, grampos, pratinhas, palitos de fósforo, chumaços
de cabelo, ciscos. Chorando, medo de apanhar da mãe,
Viu o que você fez?, viu?, o Lucas estapeou o Tiquinho,
cascudos, pontapés, socos, tapas, bicudas, sem dó, afinal
todos batiam naquele sarará sem pai, largado na rua,
canelas empoeiradas escalavradas, pixaim sujo, camisa
banguela de botões, calçãozinho encardido, desbalançado
no mundo, Agora, você vai ter que ir lá dentro buscar ela!
Na cozinha —vazia a cadeira onde dona Marta, há pouco,
sentava— mosquitos zumbiam cagando na austeridade
do retrato oval do seu Marciano. Empurrado, Tiquinho
enfiou a perna direita no buraco, o ombro direito, a cabeça,
o braço esquerdo, a perna esquerda. De coque murmurou,
Não dá pra ver nada, Estou com medo, choramingou,
tentando retroceder. Mas o Lucas, o Marquínho e o Gilmar
impediram-no com murros e cusparadas. Tiritando, o
Tiquinho calcou os pés descalços no chão gosmento,
assustando ratos, lagartixas, bizorros, escorpiões aranhas
e tudo mais que vive nas profundas ignotas da Terra, e
desapareceu na escuridão pegajosa.
Dona Marta, pé-ante-pé, antevendo bobagens, tão grande
a quietude, falou, O quê que vocês estão vendo aí?, o embrulho
cinza dos pães ainda na mão, Quê que aconteceu? Pernas
flácidas, os meninos, barreira frente ao buraco, voltaram-se
para ela, Nada, mãe, iniciou o Gilmar, irritado, A gente estava...
Vendo o que tem debaixo do assoalho, completou o Lucas,
cínico, o Marquinho balangando a cabeça. Ué, cadê o
Tiquinho? O Tiquinho?, ecoou o Gilmar, Ele quis ir embora,
dona Marta, o Lucas falou, Ah, disse a mãe, desconfiada,
Vou passar um café pra vocês.
Tiquinho!, Gilmar sussurrou, Tiquinho! E agora?,
perguntou, voltando-se para os amigos. Vamos esperar,
comandou o Lucas. E se ele não voltar?, tremeu o
Marquinho. Bom, explanou o Gilmar, se ele não voltar... Se
ele não voltar a gente... a gente não sabe de nada... Ele
estava brincando aqui com a gente, não estava?, e foi
embora... De repente. Não vimos mais ele... Certo? Ele foi
embora e aí não vimos mais ele, combinado? Não vimos
mais ele!
À noite, ansioso, Gilmar aguardou a mãe na ladainha
infindável e, apagada a luz, deslizou da cama para o
assoalho, noturnos barulhos, na intenção de decifrar o
mapa que se desdobrava incógnito por sob o quarto, Quem
sabe... Quem sabe? Várias vezes empoleirou, frustrado, de
volta à quentura das cobertas e outras várias estendeu o
corpo no chão frio da madeira, Quem sabe... Quem sabe?
Na madrugada, cismou escutar, a voz do Tiquinho?,
Gilmar! Gilmar!, tão longe, Gilmar!, os pés encaminharamno na direção do quintal, ao escancarar a porta uma lufada
gelada abraçou-o, carregando-o para junto do respiradouro,
Tiquinho!, chamou, Tiquinho!, insistiu, as corredeiras do
Rio Pomba desmoronavam por entre as estrelas de um céu
absurdamente despido de nuvens. Está queimando de
febre, constatou a mãe, pela manhã, Garganta inflamada,
completou o médico do Posto de Saúde, Até variou,
condoeu-se a mãe, preocupada.
Em dois anos, Marquinho morreu atropelado por um
cata-níquel, bem em frente à venda do seu Antônio
Português, na boca do Beco do Zé Pinto.
Ainda adolescente, Lucas mudou para os Estados
Unidos, Boston, de onde engordava de dólares a dona
Eucy, Filho igual..., ela comentava com a vizinhança
invejosa, . . . está para nascer!
Vinte e cinco anos depois, urgia Gilmar voltar a
M
Cataguases.
Circuito, Nelson Ramos (1986)
159
ESPACIOS REDUCIDOS
Pablo Silva
Gran vertical, Nelson Ramos (2004)
160
A
l principio parpadea, abre los
ojos con dificultad. El temblor
confirma que el veneno actúa
con rapidez. El aire desvalido y la piel
esponjosa invitan a acariciarlo. Alargo la mano, pero no, no debo confraternizar con esta alimaña, menos aún
cuando mira fijo y mueve apenas –los
grandes ojos negros enmarcados bajo
el pelo oscuro– el hocico diminuto. Olfatea el aire nervioso. No parece agresivo.
—Vamos a ver qué dice Doña Reina cuando te vea –lo reprendo en voz
alta.
Refriego cada dedo con un repasador. Es que es de no creer.
—Gallega mugrienta... no sé cómo
la gente la aguanta –lo señalo con el
índice, como si él fuera un inquilino–
pensar que me trató de borracho cuando dije lo del bicho aquel, rarísimo, de
pico de pato que vi en el pasillo... y
casi lo piso...
Mira como si pudiera comprender.
Lo tengo en el rincón del cuarto, entre la
heladerita, la pared y la puerta de entrada. Tiembla como una vara. No es
para menos, el veneno es poderosísimo.
«Para bichos tamaño baño» bromeó el
empleado bajito de la ferretería, mostrando los dientes amarillos. Y volvió a
mostrarlos cuando señaló la bolsa con
bolitas rojas. «Con una sola alcanza»,
aclaró. No quiero ni pensar cómo le deben quedar las vísceras.
Ahora tiembla. Se agrandan los ojos,
las orejitas redondas no se mueven. Es
innegable que inspira cierta ternura;
casi parece que aguardara la orden para
echarse panza arriba, moviendo la cola.
Esa cola gruesa que tiene, de pelos escasos, en punta, como si estuvieran electrificados.
Está sentenciado. ¿Será puro pelo o
tendrá carne? Mejor será ir a la cocina, a
buscar un cucharón o algo largo para
tocarlo. Pero ¿y si todavía no hizo efecto? Ojalá no se mueva, estos bichos deben ser difíciles de cazar dos veces. Si lo
atara con algo... Mmhmm. No, ya sé, la
regla T. La descuelgo y la afirmo contra
la pata de la mesa, después la bajo poco
a poco, lentamente, hasta que queda
apretado por el extremo más ancho. Ya
está, no mucho, lo justo para que no se
mueva demasiado. El veneno actúa sobre el sistema nervioso: los reflejos son
lentos, letárgicos.
Muy flaco no parece, el espacio entre la regla y la pared no llegará a los
diez centímetros. Aunque sé de animales que, apretados como éste, poseen la cualidad de dividir su cuerpo
en dos (ya sea subiendo o bajando los
órganos esenciales). Tal vez sea gordito y esponjoso, pero ocurre que este
tipo de pelo hirsuto, como recién salido de una secadora de ropa, produce
un efecto de aumento, parece más
grande y redondo de lo que debe ser.
Las orejitas siguen paradas. Pobrecito.
En la cocina no tengo suerte; el único cucharón que hay está en el fregadero, con la mayor parte de la vajilla.
Deben llevar allí una semana, por lo
menos. La película verde que cubre el
agua de la olla está incompleta. A lo
mejor hace menos que la lavé; en una
semana ya debería tener manchas
blanquecinas, con repulgos verdigrises bordeándolos y con la superficie
más irregular, no lisa como esta del
agua –aunque no está del todo lisa.
Sin una intención explícita, muevo el
mango y contemplo extasiado la traslación de continentes verdes y amarillos que se separan y se vuelven a juntar sin orden o secuencia clara. Extraigo el cucharón con delicadeza y observo los montículos blancos, gusanitos de grasa que resbalan y caen al
agua. Es asqueroso, lo suelto como si
fuera una víbora y salpica para todos
lados.
—No, la camisa...
Y el olor; creo que líquido tiene mal
olor; huelo la camisa pero no consigo
saberlo. El cucharón se hunde con un
rumor de platos. Limpio la camisa con
la mano y enseguida la seco en el pantalón. Por desgracia las manchitas no
desaparecen. Como siempre, los espacios reducidos multiplican mi torpeza:
no sé para qué cuernos vine a la cocina.
Miro alrededor: a poco más de veinte centímetros, la cuchilla grande, la
herrumbrada, cuelga de un clavo en
la pared. Hace años que no la uso, de
ahí que sea el único cubierto limpio
de la cocina.
La toco con un dedo –los cuchillos
siempre me han inspirado temor– y
por unos segundos, por efecto de la
grasa impregnada, quedo pegado al
mango de madera.
Lo retiro de inmediato, con aprensión, como si la cuchilla pudiera cumplir una amenaza. (Todas estas cosas
pasan porque la vieja de mierda de
Doña Reina nunca mandó a arreglar
el extractor). Tras titubear, tomo el
161
único repasador que hay sobre la mesita. Al hacerlo vuelan dos moscas. No
quiero calcular cuánto tiempo hace
que está ahí. El color y textura del trapo son indefinidos, pero eso no importa, lo uso para limpiar la grasitud
del dedo. Lo apreto como si sangrara,
lo que me sugiere una idea asombrosa, verdaderamente genial: podría cubrirme la mano con el repasador y
palpar el bicho a gusto, sin tener que
tocarlo a través de medios más indirectos y complicados. No sé cómo no
se me ocurrió antes.
Doblo el repasador con cuidado.
Salgo de la cocina cuando veo, asomada al estante, una de las puntas del
palote de amasar. Como imantada la
mano vuela hacia él. Lo tomo, sorprende el peso. Doy varios golpes contra la
palma abierta de la mano izquierda.
Decido llevarlo, en caso extremo será
de utilidad.
«Ya debe estar duro», pienso (no
quiero decir muerto). Avanzo con lentitud, con el palo y el repasador en ristre,
como un triste combatiente. El empleado de la ferretería dijo que con una bolita roja bastaría. Yo vacié el contenido de la
bolsa (treinta unidades) en todo el cuarto.
Pero no lo hice al tuntún, no, primero
dividí el dormitorio en cuadrantes y luego las distribuí a lo largo de las paredes, en una franja de unos cinco centímetros, depositando, como es lógico,
más bolitas en los rincones.
Recuerdo esto y observo la pared
más cercana, la de mi derecha: no hay
rastros del veneno. Ni una bolita, por
lo menos en las escasas zonas que
dejan entrever los muebles.
Giro hacia el rincón de la puerta de
la cocina, donde está la escoba: tampoco, ni una bolita. Es extraño. Algo
no anda bien. Avanzo con cautela
hacia el rincón formado por la puerta
negra que da al pasillo y la heladerita.
Desde acá no se ve, pero allí debería
estar el bicho. El silencio sólo es interrumpido por el zumbido sordo del
motor de la heladera.
Alzo el palote de amasar y asomo al
rincón con pavor, esperando ver no sé
qué. Suspiro: está, sigue apretado por la
regla T, casi en la misma posición que
antes. Fija los ojitos negros en mí. Fatigado, se revuelve sin ganas contra la
regla. De repente, me invade un sentimiento vago y oscuro, como una sospecha, algo que enseguida se agiganta en
el pecho. Durante una fracción de se162
gundos los datos chocan y los músculos se conmueven por el estallido de
nuevas ideas. El trapo de la cocina cae
al suelo como un paracaídas.
Con intriga, con temor, rezando por
estar equivocado, me inclino de cuclillas. No puede ser, tampoco hay
bolitas rojas en el rincón. Es de vida o
muerte; necesito ver qué hay debajo de
la heladera. Pego la cara contra el suelo y hurgo en la parte inferior del aparato. Hay poca luz, pero cuando los
ojos se acostumbran, vislumbro el contorno de treinta bolitas alineadas en
tres filas perfectas.
No puede ser. Despego la cara pero
sigo de rodillas: él observa todos los
movimientos con la falta de curiosidad de siempre. La regla T ¿lo aprieta
o simplemente se apoya en ella? Acaba de sacar una patita, como si se hallara ante el mostrador de un bar. El
miedo, el vértigo del miedo impide
pensar con claridad. Porque, si no comió ninguna bolita, si estuvo jugando
con el veneno, si, si sólo las amontonó... (Se lame la pata y en la penumbra
deja entrever la blancura de los colmillos)... Si no las comió... entonces... no
está envenenado... ni débil... Ni siquiera agoniza. Ergo, no se va a morir. Sólo
observa y espera. Juega conmigo antes
de atacar. Como si pudiera leer el pensamiento se detiene, saca la otra pata,
la apoya en la regla y mira con fijeza.
Quizás duda entre saltar ahora o esperar unos segundos más. Es obvio que
ha percibido mi cambio de actitud. Ha
olfateado el miedo. Entre otras cosas
porque sudo, sudo pro-fusamente.
Tengo miedo. Se trata de un animal
salvaje, con colmillos y no puedo moverme, sólo atino a permanecer así,
paralizado, sin saber qué hacer, corroído por la angustia de que ataque ahora o de que espere unos pocos segundos, suplicando, a pesar mío, que acabe todo de una vez.
—No –la voz surge serena, como si
fuera la de otro.Tomo el palote con las
dos manos. Lo alzo lentamente, sin disimulo. Él mira impávido el objeto que
se eleva, que reduce su tamaño por
obra de la perspectiva... Yo siento el
sudor empapando las manos. Entonces oigo un taconeo que se agiganta
en el pasillo hasta que golpean la puerta con tanta violencia que retumban
las paredes. Otro golpe y el palote resbala de las manos y cae encima de la
regla. En el mismo instante el animal
salta, brinca sobre mi pie y se esconde
debajo de la mesita, entre las patas de
la silla. Un grito se atora en la garganta y, sin mirar, pego un salto hasta la
cama. Me quedo ahí, en cuatro patas,
tratando de adivinar que pasó y sobre
todo, dónde está el bicho. Porque debajo de la mesa ya no está, ahí no hay
nada.
Los tacones se alejan. Sordo, el motor de la heladerita vuelve a predominar. Entre otras cosas, eso significa que
ya no puedo pedir auxilio a quienquiera que fuese que golpeó la puerta. Oigo
a lo lejos otros golpes similares, pero
más débiles: seguramente en pisos inferiores.
Tengo que pensar. Con cuidado,
aproximo la cara al borde de la cama
y la asomo apenas: no logro ver si está
debajo de la cama, pero si está, debe
ser en el lado opuesto, contra la pared, acurrucado. Tal vez tiene tanto
miedo como yo; el susto que se llevó
fue parecido al mío. Los ojitos deben
bailar, acechando las sombras, listo
para atacar lo que se acerque.
Por ahora no es conveniente que
baje de la cama. En poco más de tres
horas oscurecerá y el bicho, incentivado por la penumbra, huirá por
donde vino. Tengo que concentrarme
en eso, debo calmarme y no pensar que
soy un naúfrago en mi propia habitación. Permanezco quieto, sentado contra la pared, arrecostado a la almohada (la coloco perpendicularmente a la
cama, así apoyo el torso y la cabeza);
es sólo cuestión de tiempo. Las sombras provienen de la cocina y se proyectan en el cuarto. Ahora, por ejemplo, están un poco más largas y angostas que hace un rato. La paupérrima luz de mi escritorio, de 25 watts,
que hace unos momentos me parecía
natural, revela la debilidad de su artificio y es minada por el avance de lo
oscuro.
Lo importante es mantenerse alerta. Nada se mueve, a no ser las sombras y su lento estiramiento. No se ve
nada por ningún lado. Hasta los muebles parecen vigilar, esperar algo. La
cómoda, por ejemplo, parece una tortuga a punto de iniciar una carrera.
Después de todo, en la cama no estoy
mal. No quiero ni pensar si el bicho
no se va, eso es imposible. Aunque,
suponiendo que aguarde bajo de la
cama, ¿para qué se va a ir? No lo molesta nadie, el cuarto es cálido, silen-
cioso... Pensará: «es ideal descansar abajo de la cama de este
imbécil». Ya sé que no piensan
así, pero quiero decir que puede
pensar algo así. Los bichos también
piensan. Cosas como dormir o comer, no sé... Eso, tal vez se vaya
cuando tenga hambre, a lo mejor en un par de unas horas...
Qué cansado estoy. Si no hubiera dejado el reloj en el baño...
¿cuánto hará que estoy acá? Mejor no tener reloj, sería horrible
ver que, por ejemplo, sólo han pasado cinco minutos. O menos.
Tengo miedo, pero estoy muy
cansado... El animal debe estar
bastante cansado también, han
sido muchas emociones, tal vez
ya esté durmiendo. Yo voy a hacer lo mismo, voy a descansar,
por lo menos un rato, así el tiempo pasa más rápido. El cuarto se
oscurece, no se mueve nada, las
patas de los muebles se van inclinando en una reverencia unánime y yo... me duermo.
Está oscuro, tengo un sueño
con casas blancas en una playa.
Luego eso cambia y estoy una
casa humilde, de madera, construída sobre un acantilado: grandes troncos la sostienen por debajo. A decenas de metros, el
mar estalla contra las piedras.
Soy un niño de doce años,
acompaño a una mujer joven,
con un bebé en brazos. El rancho está vacío y oscuro, yo
sostengo una lámpara de kerosén que sólo ilumina un círculo en el piso, hecho con las
tablas alargadas. De repente
se oye un «splosch». Luego
otro y otro, luego una cantidad
impresionante de «splosch».
Aparecen cabezas de pescados
en el suelo. Atraviesan la madera y, viscosos, quedan a medio salir, asfixiándose con cabezazos inútiles, babeando agua y escamas.
«Son peces voladores» dice desde la ventana un vecino con una
musculosa blanca. Tiene un torso impresionante, un rostro similar al de Burt Lancaster. Agrega:
«miren que después del cardumen, vienen las alimañas». En
efecto, pequeños bólidos negros
comienzan a atravesar el círculo
iluminado. Con la otra mano sos-
tengo un palo demasiado pesado, intento pegarles para defender a mi familia, para que no nos
ataquen. Fallo una y otra vez;
sólo se oye el «toc» del palo contra el piso y el rugido del mar.
Cada vez que veo pasar una
mancha me lleno de miedo y
alivio. De repente, descargo el
palo y por casualidad golpeo
a una, que chilla y cambia
de dirección. Aparecen
más, a mayor velocidad, se
entrecruzan y chocan,
desviándose sin sentido.
Entonces una de ellas corre directo hacia mí, tropieza con mi zapato y
sube por la pierna. Intento golpearla pero el palo cae al
suelo. Siento un dolor agudo en
la rodilla, una opresión, como una
mordida a través de los pantalones.
Instintivamente llevo la mano hacia
allí y siento el contacto con la piel de
pelos erizados que se mueve, puro
nervio, hecha un músculo. Bajo la vista y, antes de ver ese bicho espantoso,
despierto. Gracias a Dios. Gimo como
si faltara el aire. La luz es ínfima. Atravieso los estadios del entresueño con
dificultad, como si fueran gelatina.
Casi no se ven las patas de los muebles. Instintivamente alargo la mano
sudorosa hacia la rodilla, allí sentí
el fuego, y toco un bulto peludo, caliente, que se mueve al palparlo. Arqueo la cabeza y no lo puedo creer.
Los colmillos ¿saludan o amenazan? No alcanzo a sacar la mano
cuando él mueve la cabeza, curva el
cuerpo y se libra de ella con un movimiento rápido. Se despereza, es claro. Mira con ojos achinados por el
sueño. Muestra todos los dientes.
Tiene bajas las orejas, lo que es
señal de... ¿mimoseo o ataque?
Cierro la mano en un puño.
Ahora que lo veo de cerca, los
dientes son mucho más largos de
lo que pensé, por eso parecían colmillos. Todos son colmillos. Pienso
que si lograra agarrarlo por el cuello... La rodilla duele como si tuviera un calambre: se ve que dormí en
mala posición por el peso del bicho. No sé cómo, pero algo anuncia que dentro de un momento se
lamerá en una especie de rito matinal. He decidido agarrarlo en ese
instante. Ahora que lo veo de cer-
ca, los pelos son como púas, están
sucios, duros por la grasa y mugre
acumuladas. Ya no producen esa impresión esponjosa. Más bien reafirman la condición salvaje, carnívora,
de comedor de carroña. No es un bicho amable.
Tras mirar fijo un rato, se sienta sobre en mi rodilla y comienza a lamerse la pata. Tiene algo así como pezuñas puntiagudas. Se lame con esmero. ¿Y si me equivoco? No es la primera vez que un animal exótico, de aspecto atemorizante, resulta ser una
mascota adorable. No se me ocurre
ningún ejemplo, pero debe haber alguno. Entonces ¿qué? ¿me quedo quieto en la cama mientras él me aplasta
la rodilla? ¿espero que se canse? ¿hasta cuándo? ¿hasta que me acalambre
de nuevo?
Él no parece percibir nada, continúa lamiéndose. Con voz temblorosa de rabia, digo «se terminó» y, de
un manotazo, lo cazo por el cuello.
Salto al centro del cuarto y lo agarro
con las dos manos. Da pequeñas
dentelladas y tiembla como si tuviera un motorcito de batería; araña
muñecas y antebrazos, el maldito tiene más fuerza de la que calculé. «Y
ahora» pienso dando saltitos «qué
hago». Siento un fuego que quema,
surcos rojos aparecen en los antebrazos. El animal emite chillidos repulsivos, infla el cuello como un sapo, a
punto de estallar. Corro a la cocina,
a tirarlo a la calle por la ventana.
—Qué lo parió que arañás hijo de
puta – digo, y sin previo aviso el bicho escapa, salta y vuelve al cuarto.
Veo cómo desaparece bajo la cama. Me
detengo en el umbral de la puerta.
Vuelvo a la cocina. Me siento en el
único banquito que hay. Inspiro para
darme ánimos. Poco a poco el jadeo se
convierte en respiración normal. Levanto la mano izquierda. Estudio la
mordida. La sangre mana con fluidez
(hay manchas en el piso y en mi camisa), pero la herida no parece tan profunda. Todo el fuego del mundo se
concentra allí. Mejor voy al baño a lavarla para no sea que se infecte.
Rápidamente el agua roja se destiñe y se aclara. Permanezco un rato
observando el círculo sin fin del desagüe. La mano duele menos; la herida
ya no sangra. No creo que haya infección. Vamos a ver qué dice Doña ReiM
na cuando se la muestre.
163
NOTAS BIOGRÁFICAS
Nelson Ascher
Haroldo de Campos
(Brasil,1958). Poeta ensayista y
traductor de lenguas eslavas al
portugués, es autor de O Sonho da
Razão, Poesia Alheia (1998), editor de
la Revista USP desde 1988 hasta
1994. Columnista, autor de ensayos
y colaboraciones especiales para la
Folha de São Paulo.
(1929-2003) - Uno de los poetas
mayores del siglo veinte en lengua
portuguesa, traductor de quince
lenguas, ensayista, fundador del
Grupo Noigrandes y del Movimiento
Poesía Concreta, junto a Decio
Pignatari, Eugen Gomringer y
Augusto de Campos. Integrante de la
Redacción de MALDOROR desde
1980.
François Caradec
Nace en Francia. Escritor, miembro
distinguido de l’Oulipo. Autor de
ensayos y biografías notables como
Lautréamont, Alfred Jarry, Alphonse
Allais y Raymond Roussel.
Carlito Azevedo
Rafael Cippolini
(Brasil, 1961). Poeta brasileiro autor
de: Collapsus Linguae (1991),
Banhistas (1993), Outras Praias (1999),
Sublunar (2001). Considera-se
herdeiro do concretismo, a poesia
marginal e o surrealismo. Diretor da
revista Inimigo Rumor.
Karlheinz Barck
Co-director del Zentrum für
Literaturforschung de Berlín. Es autor,
entre otras obras, de Poesie und
Imagination. Studien zu ihrer
Reflexionsgeschichte zwischen
Aufklärung und Moderne, 1994;
Continents de l’Imagination, 1988 y
Luis de Góngora und das poetische
Weltbild in seinen Soledades, 1982.
Con Richard Faber es autor de
Ästhetik des Politischen/Politik des
Ästhetischen, 1999.
Leah Bonnín
Psicóloga, nació en Barcelona. Fue
profesora de lengua y literatura.
Publicó recientemente la novela Flor
de acacia. Un viaje íntimo al corazón de
África (2005) y es autora, con el
nombre de Karmen Ochando
Aymerich, del ensayo literario La
memoria en el espejo (1998). Cuentista,
colabora habitualmente con revistas
literarias y periódicos españoles.
164
(Argentina, 1967). Ensayista.
Curador ocasional. Miembro del
Collège de Pataphisyque, del
Novísimo Instituto de Altos Estudios
Patafísicos de Buenos Aires
(NIAEPBA). Miembro fundador del
Instituto Marcel Duchamp de
Buenos Aires.
Manuel da Costa Pinto
Jornalista, colunista da Folha de São
Paulo, Mestre em Teoria Literaria e
Literatura Comparada pela USP, é
autor de Literatura Brasileira Hoje e
Albert Camus - Um Elogio do Ensaio.
Leandro Costa Plá
(Uruguay, 1976). Joven poeta, autor
de Entre Otros (2001) y el El agua entre
las manos (2002).
Marcelo Damiani
Docente universitario, vive en
Buenos Aires. Su primera novela es
Adiós, Pequeña (1995), seguida de El
sentido de la vida que obtuvo, en 1998,
el Premio del Fondo Nacional de las
Artes. Su primer libro de poemas se
titula Pasajeros. Acaba de editar una
nueva novela: El oficio de sobrevivir.
Arturo Despouey
(1909-1982) – Crítico cinematográfico
y teatral, su sentido de la aventura, lo
llevó a viajar y transmitir, desde la
B.B.C. de Londres o desde la dirección
de EL CORREO de la UNESCO,
noticias e impresiones de episodios
históricos y culturales de su época.
Dramaturgo y narrador, autor de
Santuario de extravaganacias (1927),
deja una importante obra inédita.
Marosa Di Giorgio
(1932-2004) – Poeta uruguaya de
originalísima imaginación, publicó entre
otros libros Poemas (1954), Humo (1955),
Druida (1959), Historial de las violetas
(1965), Magnolia (1965), La guerra de los
huertos (1971), Clavel y Tenebrario (1979),
La liebre de marzo (1981), Los papeles
salvajes (1989), La Falena (1989) y
Membrillo de Lusana (1989).
Nelson Di Maggio
Crítico de arte, jurado y curador de
exposiciones es, además, profesor en
cursos de su especialidad y
colaborador permanente de artes
visuales del diario LA REPÚBLICA
en Montevideo. Es autor de
Washington Barcala, 1995; Pedro
Figari, 1992; César A. Pesce Castro,
1996; Los Cafés literarios, 1996 y Jorge
Damiani, 2002
Manuel Flores Mora
(1923-1985) – Periodista y ensayista
uruguayo, legislador y político,
autor de dramas y novelas aún
inéditas, dirigió hasta su muerte el
semanario uruguayo JAQUE. Autor
de José Artigas, primer estadista de la
revolución, 1942 y Manuel Flores Mora
(Maneco). Parlamentario, periodista,
escritor, historiador, crítico literario, III
tomos, 1986.
Eduardo Milán
Julio Herrera y Reissig
(1875-1910). Poeta uruguayo,
fundador de la tertulia modernista
de la Torre de los Panoramas.Autor
de Los peregrinos de piedra (1909).
Ensayista profuso, publica en la
revista VIDA MODERNA, el ensayo
carta, Epílogo wagneriano a «La
política de fusión» (1902); Prosas:
crítica, cuentos, comentarios (1918).
La primera edición de sus Poesías
completas se edita en Montevideo
en 1913.
Tamara Kamenszain
(Argentina , 1947). Estudió filosofía y
letras en la UBA, donde es
actualmente profesora titular. Poeta y
ensayista, autora de Los No (1977), De
este lado del Mediterráneo (1973) y El
Texto Silencioso (1983). Sus poemas
fueron traducidos a varias lenguas.
Javier Gancio
Estudiante avanzado de Ciencias de
la Comunicación, Universidad de la
República, Uruguay. Es autor de
Desidia poética y Miscelánea (poemas
para la hispánica), aún inéditos.
Héctor Libertella
Profesor de Literatura Comparada
de la State University of New York,
Buffalo. Entre sus libros, The Idea of
Form: Rethinking Kant’s Aethetics,
2003; Of Minimal Things: Studies on
the Notion of Relation, 1999; The Wild
Card of Reading. On Paul de Man,
1998 e Inventions of Difference. On
Jacques Derrida, 1994.
Narrador y ensayista, fue profesor de
teoría y crítica literaria en varias
universidades de Argentina y del
extranjero, así como investigador del
Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas de su país. Ha
publicado novelas, como El camino de
los hiperbóreos (1968), Aventuras de los
misticistas (1971), Personas en pose de
combate (1975), El paseo internacional del
perverso (1990) y Memorias de un
semidiós (1998); libros de cuentos,
como ¡Cavernícolas! (1985) y El árbol de
Saussure (2000) y ensayos, como Nueva
escritura en Latinoamérica (1977) y Las
sagradas escrituras (1993).
Milton Hatoum
Aldo Mazzucchelli
Nasceu em Manaus (Amazonas) e
vive em São Paulo. É autor dos
romances Relato de un certo Oriente
(1989), Dois Irmãos (2000) e Cinzas do
Norte (2005).
Poeta, narrador, crítico y traductor
uruguayo. Profesor de literatura y de
teoría literaria, fue redactor
responsable de la separata cultural
Insomnia del semanario
montevideano POSDATA.
Entre sus libros éditos o inéditos se
cuentan Después de 1984, Ánima
(1989) y Averías. Un relato suyo se
publicó en la antología Extraños y
extranjeros. Panorama de la fantasía
uruguaya actual, 1991.
Rodolphe Gasché
Nació en Uruguay, pero reside en
México desde 1979. Entre su amplia
obra poética, por la que ha recibido
varios premios, se señalan Estación,
Estaciones (1975), La vida mantis
(1993), Alegrial (1997), Ganas de decir,
2004. También ha publicado libros
de crítica y de ensayo, por ejemplo
Una cierta mirada (1989). En México
integró el Consejo de Redacción de
la revista VUELTA.
Juan Carlos Onetti
(Montevideo,1909 – Madrid, 1994).
Escritor. Su numerosa obra narrativa
comenzó con la novela El pozo
(1939). Vivió varios años en Buenos
Aires. En 1974 se radicó en España,
donde falleció. Obtuvo el Premio
Cervantes (1980) y recibió el Gran
Premio Nacional de Literatura
(Uruguay, 1985).
Cristina Peri Rossi
Escritora y periodista uruguaya.
Ha publicado numerosos libros de
narrativa y de poesía, entre ellos
Europa después de la lluvia (1987),
Babel bárbara (1990), Aquella noche
(1996), El amor es una droga dura
(1999). Reside en España desde
1972. Ha obtenido varios premios
por su tarea literaria. En 2003
publicó El pulso del mundo,
recopilación de sus artículos
periodísticos.
Jacques Rancière
Es profesor emérito del
departamento de filosofía de la
Universidad de París VIII. Entre
numerosos títulos figuran:
Chroniques des temps consensuels,
2005; La haine de la démocratie, 2005;
Malaise dans l’esthétique, 2004; Le
destin des images, 2003; La fable
cinématographique, 2001; Le partage du
sensible. Esthétique et politique, 2000 y
La parole muette. Essai sur les
contradictions de la littérature, 1998.
165
Carlos Real de Azúa
Isidra Solari
(1916–1977) – Ensayista, crítico,
docente, historiador. Uno de los más
destacados integrantes de la
generación del 45, sino el de mayor
erudición y diversidad de intereses.
Entre sus obras están: El patriciado
uruguayo (1961), El impulso y su freno
(1964), Antología del ensayo uruguayo
contemporáneo (1964), Partidos,
política y poder en el Uruguay (1971) y
La Universidad (1973).
Nació y vive en Salto, cuya Comisión
Honoraria del Patrimonio Histórico
presidió. Actúa junto al Paisajista
Leandro Silva Delgado en la
restauracion del Parque Benito Solari
y Jardín del Descubrimiento. Organiza
la Escuela Municipal de Jardineria de
Salto e integra instituciones
internacionales de educación.
Colabora en periódicos locales con
notas históricas.
Zully Riveiro
Armonía Somers
Docente de literatura en la enseñanza
secundaria y en institutos de
formación docente del Uruguay. Es
autora, entre otras obras, de OffidiO
de TinnieblaSS/ppppasmo: el libro de J/
Iod/Y. Teoría y metaficción literaria,
2004; Múzica hematográfica. Teoría y
crítica literaria, 2003 y El carro de las
horas, 2000.
Emir Rodríguez Monegal
(1921-1985) – Nació en Uruguay y
falleció en los Estados Unidos, siendo
profesor en la Universidad de Yale.
Ensayista y crítico literario. Dirigió la
sección literaria de MARCHA,
cofundó NÚMERO, dirigió MUNDO
NUEVO, revista de literatura
latinoamericana. Entre sus numerosos
títulos, El Juicio de los parricidas. La
nueva generación argentina y sus
maestros (1956), Literatura uruguaya del
medio siglo (1964), El otro Andrés Bello
(1969), Narradores de esta América, II
tomos (1969/1974), Borges, a Literary
Biography (1978), Borges par lui-même
(1970).
Luis Ruffato
Nasceu em Cataguases (Minas Gerais)
e mora em São Paulo, onde trabalha
como jornalista. É autor dos livros de
contos Histórias de remorsos e rancores
(1998) e Os sobreviventes (2000) e do
romance Eles eram muitos cavalos
(2001). O texto «A Demolição» faz
parte do livro O mundo inimigo,
volume II do ciclo Inferno provisorio,
cujo primeiro volume titula-se Mamma,
sono tanto felice .
Gabriel Schutz
(Uruguay 1973). Reside en Estados
Unidos. Autor de Una noche de luz
clara y otros cuentos. El cuento que
publicamos forma parte de un libro
que próximamente publicará Trilce.
Márcio Seligmann-Silva
Profesor de Teoría Literaria en la
UNICAMP, Estado de San Pablo,
Brasil. Entre sus obras: Ler o Livro do
Mundo. Walter Benjamin: romantismo e
crítica poética (1999); Adorno (2003); O
Local da Diferença (2005). Coordinó
los libros História, Memória,
Literatura: o Testemunho na Era das
Catástrofes (2003) y Catástrofe e
Representação (2000).
Pablo Silva
Licenciado en Ciencias de la
Comunicación, dirige en Montevideo
el programa radial Sopa de letras,
dedicado a la literatura. Publicó
recientemente el libro de cuentos
La revolución postergada (y otras
infamias).
166
(1914-1994) – Nacida en Pando,
falleció en Montevideo. Su verdadero
nombre era Armonía Etchepare. Su
primera novela fue La mujer desnuda
(1950), seguida de El derrumbamiento
(1953), Un retrato para Dickens (1969),
Muerte por alacrán (1978) y Solo los
elefantes encuentran mandrágora
(1986), entre otros libros.
Damián Tabarovsky
Nació en Buenos Aires en 1967.
Publicó las novelas Fotos Movidas,
Coney Island, Bingo, Kafka de vaciones y
Las Hernias; además del volumen de
ensayos Literatura de Izquierda. Entre
otros, tradujo a Raymond Roussel,
Copi y Louis-Renée des Forêts.
Bruno Zeni
Naceu en Curitiba (Paraná) en 1975
e mora en São Paulo. Jornalista,
Mestre em Teoria Literária pela
Universidade de São Paulo, é autor
de O fluxo silencioso das máquinas.
O texto aquí publicado é o primeiro
capítulo do romance inédito Corpo-acorpo com o concreto.
Yo que sé, Nelson Ramos (2004)
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