MALDOROR Revista de la Ciudad de Montevideo 1 MALDOROR Revista de la Ciudad de Montevideo Nº 24 - Nueva Época Mayo de 2006 [email protected] Director y Redactor Responsable Carlos Pellegrino Consejo Editor Lisa Block de Behar Miguel Ángel Campodónico Coordinación en Argentina Héctor Libertella Coordinación en Brasil Manuel da Costa Pinto Nelson Ascher Corrección y traducción Arturo Rodríguez Peixoto Diseño Gráfico Fernando Álvarez Cozzi Impreso en Uruguay Tradinco S.A. D.L. Nº00000000 2 Editorial / Carlos Pellegrino 5 Nelson Ramos (1932-2006). El papel del artista / Nelson Di Maggio 6 La novela escondida de una escritora rara / M.Á.C. 9 Tu casa en una altura. Algunos fragmentos inéditos / Armonía Somers 10 Impresiones / Marosa Di Giorgio 14 Poesía / Haroldo De Campos 18 Pensar la literatura. Sobre algunas relaciones entre literatura y ciencia / Karlheinz Barck 20 En nombre del mal / Leah Bonnín 26 Poesía / Cristina Peri Rossi 30 Hegel para clarinete / Rafael Cippolini 32 Camafeísmo del insulto en el ‘900 montevideano / Aldo Mazzucchelli 36 Sobre «La muerte del autor» / Jacques Rancière 44 Santa María / Montevideo / Buenos Aires. El mapa que no figura / Héctor Libertella 48 Ahondando la percepción sobre la teoría del cine de Walter Benjamin / Rodolphe Gasché 52 Poesía / Eduardo Milán 60 Dois tempos / Milton Hatoum 62 La caverna de Caín / Marcelo Damiani 66 Poesía / Nelson Ascher 70 Un lenguaje de púrpuras y zarazas / Isidra Solari 72 Zaraza para la Banda Oriental (1er. Acto) / Arturo Despouey 75 Documentos / Lisa Block de Behar / Rodríguez Monegal / Onetti / Real De Azúa / Flores Mora 94 Poesía / Javier Gancio 106 Poesía / Luis Costa Plá 107 Fragmentos sobre Duchamp / Damián Tabarovsky 108 Poesía / Tamara Kamenszain 112 Escritos recentes dos cárceres brasileiros. Uma análise de caso / Márcio Seligmann-Silva 114 La geografía / François Caradec 126 Manuel Espínola Gómez / Nelson Di Maggio 128 Reportaje a Manuel Espínola Gómez / Miguel Ángel Campodónico 130 Corpo-a-corpo com o concreto / Bruno Zeni 136 La gráfica de(l) H. / Zully Riveiro 138 Poesía / Carlito Azevedo 142 Emancipação e colapso: 50 anos de literatura brasileira / Manuel da Costa Pinto 144 El secreto del Dr. Tulp / Gabriel Schutz 152 A demolição / Luiz Ruffato 156 Espacios reducidos / Pablo Silva 160 Notas biográficas 164 3 4 M ALDOROR se levanta, en buena hora, para iniciar una nueva época de publicaciones con sello y cuño ducassiano, oyendo y cuestionando las diversas formas de escritura oriundas de la región y del mundo, a través de nuevos caminos y medios diferentes. MALDOROR aparece, gracias a quienes conciben la cultura como ejercicio pleno de la libertad de pensar y crear, independiente de toda forma de poder político y confesional, por/entre quienes estén dispuestos a recorrer con nosotros esos caminos. ¿Será posible, otra vez, acompañar dignamente el extraordinario y constelado dosel de autores de invención y del pensar futuro que, en los veintitres números de la primera y segunda épocas, nos incitaran a leer diferentes obras e inusuales relaciones de ideas y personas? No podemos dejar de preguntarnos, en esta nueva instancia, si sabremos retomar la disciplina del trabajo minucioso del legendario Paul Fleury –autor secreto de textos y poemas inéditos–, fundador de este paraje de diálogos textuales. ¿Podremos acompañar la cosmovisión celebratoria del gran poeta Haroldo de Campos, que nos enseñara la más erudita y programática melodía de Occidente desde un Brasil estallado de mundo o la descomunal sabiduría de Carlos Real de Azúa, que irradiara entre nosotros un pensamiento rigurosamente original? Los textos en lenguas extranjeras se traducirán para alcanzar mayor rango de lectores en Uruguay, en América Latina y el poblado mundo que hace del español su tierra. La literatura brasilera y sus textos, en cambio, serán parte integral de cada número en su lengua. El tiempo parece consentir la deslectura y una distratta tipología de letras o textos olvidados –o puestos a olvidar– del lector más concienzudo, pero MALDOROR los someterá al ritmo de sus entregas semestrales. La nueva época procurará ser de imágenes sorprendentes, en la medida en que cada edición será ilustrada a partir de obras de artistas. En este primer número Nelson Ramos, ahora en otra dimensión del ser, reaparece, transformando las páginas en una instancia de reconocimiento de su estética ejemplar. Carlos Pellegrino Vertical con ocre naranja, Nelson Ramos (1970-72) 5 La Dirección de MALDOROR agradece vivamente a Mayerling Wolf de Ramos y a Jimena Ramos, el particular empeño con el que decidieron apoyarnos, cediéndonos las imágenes de las obras de Nelson Ramos, que distinguen la composición gráfica de este Número. Así se cumplió la voluntad de Nelson Ramos. También agradecemos a la galerista de arte Sylvia Arrocés su generosa colaboración. 6 Nelson Ramos (1932 - 2006) EL PAPEL DEL ARTISTA Nelson Di Maggio E l papel ha sido desde su invención, como en el libro, el tradicional soporte del grabado y del dibujo.Vínculo entre diferentes lenguajes de comunicación, con variantes en el nexo físico, que inciden y alteran los mensajes entre emisor y receptor al transformar el hecho estético. Al contrario de la tela, más resistente y permanente, el papel se caracteriza por la fragilidad y el deterioro. A esa circunstancia se debe el hecho de la ausencia de museos de grabados o de dibujos y los escasos que existen cambian cada pocos meses las obras a exhibir. Además, el papel es un soporte democrático y popular, accesible. Con variaciones de espesor, textura y color, desde la transparencia del papel cometa a la opacidad del cartón, dos recursos preferidos por Nelson Ramos, quien recogió la tradición artesanal de Joaquín Torres García y la llevó hacia una línea de creación sostenida en toda su trayectoria. Para acentuar el aspecto estrictamente manual, material de su obra, Ramos agregó hilos (un signo que recuerda la tela de pintor, su práctica de diseñador textil), varillas, maderitas (en paralelo a Washington Barcala), elementos de desecho de la cultura de la pobreza, en composiciones complejas, refinadas, rigurosas y narrativas que, en ciertos períodos, transitó por ascéticas estructuras minimalistas. Desarrolló la técnica del collage con decidida voluntad de arraigo local al rescatar claraboyas y portales vidriados montevideanos, cometas de la infancia, resmas, recortes de viejas historietas o álbumes para armar y, metamorfoseados por la imaginación del artista, lo condujo a condensar un pasado vivido y recuperado. Nacido en Dolores, Soriano, en 1932, poco afecto a las aulas escolares, trabajó en diferentes lugares, estudió piano y taquigrafía, ingresó a la Escuela Nacional de Bellas Artes (maestros: Ricardo Aguerre, Miguel A. Pareja, Felipe Seade, Vicente Martín), integró el grupo juvenil La Cantera (1955), aprendió grabado en Río de Janeiro (Iberé Camargo, Johnny Friedländer), diseñó para una fábrica textil en San Pablo mientras ilustraba diarios locales. Obtuvo importantes distinciones y representó al país en las bienales de Venecia, San Pablo y Mercosur. Fundó un taller de enseñanza artística, el CEA, con intensa actividad y repercusión pedagógica. Antes, en 1953, tuvo el decisivo contacto con Guernica de Picasso, en la II Bienal de San Pablo, con obras de Paul Klee, Henry Moore, Alexander Calder, que definieron su orientación futura. Poco adicto a los viajes al exterior, aunque los realizó, sus comienzos neoexpresionistas, dibujos sobre papel, capturaron dramáticas experiencias de su infancia, signadas por la muerte, que reaparecerá en su producción, con mayor evidencia, en muchos períodos. Molinete de la serie Los Tapados, Nelson Ramos (1978) Entre la gestualidad del trazo y las composiciones geometrizantes, entre el hurgar en los depósitos de la memoria y el recoger elementos de la vida inmediata (cajones de feria, por ejemplo), el empleo de una paleta de contrastados blancos y negros, o de ocres dominantes, con algún breve estallido de color puro, Nelson Ramos conformó un mundo personal y reconocible en instalaciones cercanas al pop-art, en cajas y estructuras volumétricas (Pandorgas y claraboyas, La voz de los vencidos, Nuevas formas) que, a partir de la década del ochenta y hasta el año pasado, M elaboró con obstinado rigor de artesano. 7 TU CASA EN UNA ALTURA Algunos fragmentos inéditos Armonía Somers 8 LA NOVELA ESCONDIDA DE UNA ESCRITORA RARA E s conveniente insistir, ya que se ha continuado afirmando que Armonía Somers no se preocupó de la realidad social, es decir, de los problemas cotidianos de la gente común, ni de la desigualdad que padece. Muchos hay –como muchos hubo en el pasado– incluso, que siguen describiéndola como una escritora huraña que vivía encerrada en la torre del Palacio Salvo, alejada del mundanal ruido para disfrutar de un espacio privilegiado que la mantuviera a salvo de lo que sucedía a ras del suelo. Y hasta hay todavía –otra opinión que viene de tiempo atrás– quienes explican su supuesta indiferencia por las injusticias que padece la humanidad desde siempre, con una posición política de derecha que no dudan en clasificar como reaccionaria a la que, de un único golpe, terminan asociando a su esposo, Rodolfo Henestrosa, a quien le atribuyen imposibles y disparatadas funciones. La preocupación de Armonía Somers por lo que sucedía en la sociedad toda y por lo que cargaba el ser humano concreto, de carne y hueso, a pesar de que resulta evidente en muchos de sus textos, no ha servido, sin embargo, para que el clisé repetido sin fundamento se esfumara. Y esto ni siquiera después de que publicara una novela totalizadora en la que se introdujo abiertamente en un juego de transparencias que no dejaban dudas.1 La ubicación de la literatura somersiana en el casillero que lleva la inscripción «rara» ha impedido –salvo notables excepciones– que los investigadores entendieran que la autora vivía en este mundo con los pies en la tierra. Muchas veces en el barro, en realidad. Al respecto –si es que no alcanzara todo lo que escribió– habría varios hechos para narrar que demostrarían hasta dónde eso es verdad. Por estas razones, si rara ha sido considerada toda su producción literaria, la presentación de algunos fragmentos de una novela inédita suya «por donde pasa todo el Cerro con sus frigoríficos, sus obreros, sus vecinos, sus horas de lucha signadas con sangre proletaria», según sus propias palabras, constituirá para los pocos avisados una auténtica rareza. Escrita para participar en un con- 1 2 curso realizado en 1963 –declarado desierto– se titula Tu casa en una altura, una frase que alude a los Evangelios y que traduce la permanente preocupación religiosa de la autora, expuesta también con frecuencia en su obra.2 Ángel Rama, uno de los integrantes del jurado, al referirse directamente a la novela presentada por Armonía Somers, ignorando, claro está, la identidad de la autora, afirmó que le haría falta una mayor objetividad y concentración, señalando –como defecto– «sus largos dialogados y la descripción de los sentimientos de los personajes». Es bueno tener en cuenta que en 1963, Armonía Somers ya había publicado nada menos que La mujer desnuda, El derrumbamiento y La calle del viento norte (aparecida en aquel año). Y que Ángel Rama se animó a afirmar que entre todos los autores se notaba una inmadurez general y que los recursos literarios utilizados «delataban fácilmente que son primeros pasos...» No parecen primeros pasos los fragmentos que hoy se dan a publicidad en «Maldoror». En ellos, por el contrario, se nota la sensible observación, la ironía y la fuerza de una escritora formidable. Lo que, a pesar de los desvíos y contramarchas que muestran los escritores de todas las épocas, siempre fue Armonía Somers, como debió reconocerlo el propio crítico. Es cierto que Tu casa en una altura es una novela que tiene momentos de notorias debilidades, por algo la autora enterró las hojas hoy amarillentas en una carpeta que sigue advirtiendo desde un cartel manuscrito que no debe publicarse. Sin perjuicio de que otra vez, esté donde esté, reclamemos el perdón de Armonía Somers, por ignorar en parte su severa advertencia, parece necesario recordar que un escritor muchas veces navega por numerosos ríos antes de convencerse de que por fin ha anclado en el puerto buscado, al abrigo del cual construirá su obra futura. No sabemos cuándo escribió Armonía Somers esta novela, de lo que estamos seguros es que, generalmente, para llegar a un lugar es necesario andar antes por otros. Miguel Ángel Campodónico Sólo los elefantes encuentran mandrágora, Editorial Legasa, Buenos Aires, 1986. Los capítulos XII y XIX, se reproducen parcialmente. 9 III D ecidió al otro día mismo tomar plaza en el Saladero, que lo vio entrar en forma aparentemente vulgar y desentendida de todo, con sus largas piernas de muchacho debilitadas por el estirón demasiado brusco del hueso, con su esqueleto dolorosamente crecido no se sabría nunca en qué orgías de cal de la miseria del Cerro. Hasta que estuvo ya donde comienza la cosa, los interminables varales, largas filas paralelas de sostenes con hilos de viñedo donde se secaba al sol la carne, las mantas y las postas. Juan Gabriel siguió andando. Y siempre los varales, siempre la carne asoleándose bajo el verano caído a plomo. Él quiere saber qué es todo aquello y por eso se ha atrevido. Necesita enterarse de dónde viene el alarido conjunto, las oleadas de moscas y de olor a estiércol, los silbidos, los lamentos que se entrecruzan en el aire. Pero saber haciéndolo, como quien se propusiera morir para conocer el infierno. Ese mismo día aprendió el lenguaje brutal de las banderas. Bandera roja izada en mástil frontero: matanza para el día próximo. Bandera blanca: la jornada debe empezar de inmediato. El ganado flaco no puede perder peso en la espera. El Saladero era un galpón enorme, techado de zinc en dos aguas y abierto en ambos flancos. Dentro de la nomenclatura propia, eso era lo que llamaban la Playa, un nombre fresco y lleno de inocencia que lo indujo al engaño. Pero allí la playa era otra cosa. Un momento del proceso terminado en los varales. Juan Gabriel aguzó todo su ser. La tropa, bandera blanca, estaba ya encerrada en el corral. Apelotonados, sudando, hediendo, combatiéndose las moscas con la cola, mugiendo por la lejanía perdida del campo. Novillos nerviosos y rebeldes, vacas con olor a leche y a pasto, bueyes azuzados por la intuición elemental de la muerte. Del certero instinto de la masa subía un vaho acre de incontinencias y de miedo. Estaban allí por algo. Se veía en sus ojos el presentimiento. Algo que habría de acaecer allende el corral en cuanto se penetrara por el sitio estrecho, no tan estrecho como para que la desgracia no pasase. Los novillos no quieren. Parecen levantar la tapa del cielo con los cuernos y el bramido incipiente. Los bueyes tampoco quieren, aunque ya les haya sucedido algo peor, que fue caer en el pozo de la nada. Las vacas tampoco quieren. Aquel lamento triste que parece venir de lejos en vez de salir de ellas dice que no quieren. Pero comprenden que es peor la muerte de los novillos. Y entonces dejan alguna vez de quejarse para pasarles la lengua áspera sobre la piel. Sea lo que sea ese que está allí delante, la caricia prosigue. Un novillo quiere escapar. Látigo, forcejeo, gritos. Sol de verano sobre la rebeldía. Del corral donde amontonaban las bestias, tres o cuatro habían penetrado en la manguera por la presión del grupo. Fueron las primeras en conocerlo todo. Sucedió. Desde la tabla lateral, el hombre arrojó el lazo. Ya conoce una lo que es, por un secreto destino de prioridad que nunca se hubiera imaginado llevar encima. Un silencio de piedra detrás suyo. Solo se oía el grito y el jaleo de los hombres. El 10 enlazador, puesto en un pasadizo del costado, tiraba del lazo. La vaca lechosa y tierna no hizo otra cosa que mirarlo. En sus ojos llenos de agua detenida no cabía nada más sumiso. Pero lo otro no. Andar con sus propias patas, nunca. Entonces ellos, que parecían interpretarlo todo, la ataron a la mula y así, arrastrándola, la llevaron al brete. El verdadero lugar estrecho donde se pasa de a uno. El sistema de la muerte se iba achicando para aumentar la agonía. Del amplio corral al angostamiento de la manguera. Luego a la pesadilla del brete. El desnucador, otra jerarquía, estaba armado de una chuza. Y eso cayó de pronto, metiéndose hasta el mango, en la cerviz indefensa. El grito enorme y el caer fulminado fue todo uno. Ahora sí lo sabían los de afuera. Aquel grito es la revelación. No, quedarse allí, nunca. Se revuelven, pero están tan apretados que no pueden dar el giro completo. Torna el novillo a intentar lo de antes. Látigo, impotencia, calor con moscas. El hambre no es nada. El sol no es nada. Los tábanos sádicos y la sed no son nada. El haber pretendido montar a la hembra por el camino de las tropas y no poderlo a causa del continuo desplazamiento, tampoco había sido nada. Se muge por lo que se ha oído, por ese grito que parece subterráneo y que de pronto no se escucha más, como si lo hubiera engullido la tierra. Antes no sabían sino la vaguedad de la muerte. Ahora saben la muerte entera, eso es todo. Entretanto, allí está la vaca sobre la zorra en que ha de ser conducida. La sangre había salido a borbotones, caliente y manteniendo el ritmo. Esa sangre del animal muerto está todavía viva, le cae como una melena ardiente, inunda el suelo y parece seguir latiendo. Pero no es solamente la sangre la realidad del pobre animal derribado. Su segundo de terror le aflojó las continencias elementales, y su intestino, su vejiga, quedaron vacíos en el trance. Sucia, humillando su recuerdo con todo aquello, va ahora sobre la zorra que la transporta a la playa. Otro. Trescientos, cuatrocientos por día. A éste, a los demás que ya lo saben, hay que transportarlos al brete a fuerza de picana. Juan Gabriel la iba sintiendo en la propia espalda, con el ritmo de una lanzadera que enhebrara el hilo doloroso desde sus vértebras al espinazo común de los sacrificados. En el centro, siguiendo la paralela mayor del rectángulo de portland, quedó libre al fin el camino de zorras. A ambos lados, simétricamente como las camas de una sala de hospital, fueron colocando las reses. Los desolladores estaban ya en pleno trabajo. Faena de jerarquía en el largo proceso. Obligaba a ser diestro. Había que abrir el animal y quitarle el cuero. Y el cuero no podía ser cortado. La operación de desuelle dominaba la playa. El animal, caliente aún como si estuviera vivo, era servido en la especie de bandeja de su piel abierta. Juan Gabriel empezó a intuir que se acercaba el último acto de la pesadilla. Febrilmente, y como si oficiaran un rito, los hombres fueron abriendo entonces cada res. Aparecieron las entrañas. Más sangre sobre el piso, por algo se trabajaba descalzo en la playa. Luego vinieron los manteros, tomaron la carne sobre la cabeza y la llevaron a la mesa del charqueado. Abrir la carne, cortarla, de modo que el salitre pueda entrar en lo más íntimo, ese era el rol de los charqueadores, los príncipes del oficio. Luego, las piletas de la salmuera. Pero la orgía de sal no había terminado. Mantas y postas fueron extendidas finalmente en el suelo y alternadas con capas salinas. Era la pila. La comprimieron, le pusieron un gran peso encima... Tres días después –lo supo– sería la pila vuelta. Una semana más tarde, los varales. El sol enorme. La carne negra del proceso anterior tomó una pátina gris, melancólica y luego blanca. Pero el tajo del cuchillo iba a descubrir su corazón al rojo. XII E stá claro que un domingo es un domingo. Como que se hizo con el mismo fin con que se engendraron las moscas del Cerro, alegrar a la pobre gente. Y a propósito, míster Bull no pudo avenirse con la compañía de aquellas moscas pordioseras, precisamente porque él no era de su clase. Cuanto más tornasoladas, ávidas y lustrosas, más asco les tenía. Él hubiera asegurado que eran distintas a las americanas, aunque parecieran de la misma especie (American flay, ser educada, no insolente como éstas). Por un tiempo las moscas del Cerro se le rieron al ingeniero Bull en las barbas, cayéndole por sorpresa en la taza del té, ensuciándole la pechera y las tarjetas de visita con su vómito minucioso. Es que habían planeado unirse en su contra hasta derribando sus propios prejuicios raciales. Las moscas flacas y proletarias que se hinchan de cualquier comida. Las verdes y opulentas del estiércol. Las felices que medran con los cerdos. Las de la carne, siempre grávidas como mujeres pobres. Las mosquitas aquellas alicortas, tan personales, de las letrinas sin lavabo, y los tábanos, por fin, sádicos y pasionales, cada grupo inventando su género de martirio para míster Bull, sucediera lo que sucediera. Allí se veía bien que eran moscas criollas, y además moscas del Cerro, anarquistas puras, demasiado temerarias y sin programa meditado con respecto a las consecuencias. Porque lo cierto fue que gastaron ellas sus recursos, mientras el americano parecía tener fondos inagotables. Las corrió del flamante frigorífico, las echó de su limpia casa mediante los tejidos metálicos en las ventanas. Ese domingo cerró también la puerta alegremente como tantos otros. Con la diferencia de que para él cerrar su casa era dejar el orden y la limpieza dentro, pero quedan- do las moscas afuera. Y desde luego que no los vio. Puesto que tenían color de Cerro como ellas, y las mismas intenciones maléficas. Estaban sentados en una piedra del campito de enfrente, sucios, barrigudos, con sus diez años viejos, sus dientes cariados, el pelo seco y duro de las rodadas por tierra. –Juná la fiambrera del gringo. ¿Vamo’a estropiársela? La mirada remota que se echaron era la inteligencia de la clase social contra su adversaria. Qué iba a sospechar míster Bull lo de aquella guerra latente. Por otra parte, él no hacía mal a nadie combatiendo las moscas. Al contrario, moscas infecciosas, transmisión de enfermedades, civilización saneando pueblos salvajes. La conciencia pura del americano cerró la puerta. Justo a los dos primeros pasos el hombre tropieza con una piedra, está a punto de ir al suelo, pero no cae así no más, por algo hizo deportes en el colegio. Eso sí, su cuello se ha puesto rojo. Sigue andando. Sus pies comienzan a dominar la calle del Cerro, ya se podría decir que se está asimilando. No, mejor el Cerro asimilar a míster Bull, adoptar cultura americana. Que él vaya ahora a presenciar un partido de foot-ball es una especie de claudicación, cierto. Pero también puede ser otra cosa, que el Cerro tenga el honor de ver al ingeniero en el campo donde se enfrentan aquellos salvajes. El «Germinal», el «Fortaleza». Tener cuidado con los nombres de estos teams. Pero no poder resistir deseo de ver juego. Va recordando sus años verdes. Y casi llora puesto que hasta un americano fuerte puede emocionarse. El aire del Cerro está dorado y limpio. La gente saluda al «inglés» con respeto. Es Míster, tieso pero educado. Él tiene un momento de felicidad. Quiere respirar aquel aire de domingo con música de banda que viene desde el field. Y abre la boca. Ah, pero se había olvidado. No tuvo tiempo de evitarlo. Una mosca suicida, la misma que había dicho «yo acepto» en el congreso previo al ataque, se le entró derecho al esófago, recorrió el túnel sombrío, llegó al estómago. Quiso vomitarla, pero era tarde. No pudo saber siquiera de qué clase sería ella, si verde o negra, o de las inmundas alicortas. –¡Goal! Por lo menos vería el principio de la batalla. Sí, porque un encuentro entre «Germinal» y «Fortaleza» no podía ser sino eso, guerra. Solo él era paz, él y su casa limpia. Trató de recordar lo que acababa de ocurrirle. Pero estómago americano producir antitoxinas suficientes para destruir microbios del Cerro. –¿Y nos hamacamos solos o llamamos al Piojo? –No, al Piojo no, que es amigo del Colilla, que es hijo del capataz. Vení, subite encima mío que yo te aguanto. –Manyá el alambrecito verde. Pero está de duro... –Metéle, hundile el fierro. No le tenemos que dejar una sin agujero. 11 –¿Y cuando llegue? Te juego un medio a que dice: moscas sucias entrando, moscas sucias cagando... Mirá, me salió en verso la cosa. –Callate, no me hagas reír que tengo el labio partido. De todos modos, la mosca estaba ya adentro de míster Bull como un gusano en el corazón de la pera. Todavía no estaba muerta. Agonizaba lentamente en aquel lechoso mar acídulo que ya no podía cruzar hacia la otra orilla. Pero ella había elegido ser mosca al agua y tenía que conformarse. Él también debería conformarse con el accidente. Ya se le olvidaría. Él sabe sus ventanas a salvo y eso no es poco. –¡Goal! Por entonces ya se veía claramente la cosa. El cuadro de las camisas rojinegras se había apuntado su tanto. Empate inicial. Míster Bull echó una mirada al público. No había alternativa. De la cancha en pie de guerra a la actitud de los espectadores, todo aconsejaba retirarse. Pero no, americano de Chicago ser audaz, y gustarle también jaleo. Se quitó el sombrero. Era un acto sencillo, por el que no tenía que pedir permiso a nadie. No hubo tiempo para arrepentirse. Una mosca exuberante se le había prendido en el casco con hambre y locura de beso sádico. Se frotó, volvió a colocarse el panamá, pero sin apartar los ojos del espectáculo, sin perder una palabra de aquella jerga que trataba de ir asimilando. ......................................................................................................... Empezó a no servir para nada la débil fuerza de la policía. Dos o tres piedras perdidas para ellos si continuaban con pretensiones de mantener el orden. El tipo derribado seguía en el suelo dramatizando la cosa. Míster Bull no quitaba los ojos del árbitro esperando el desenlace violento. Exaltado por los recuerdos del colegio y el gangsterismo de su propia ciudad natal sentía bullir en su sangre un goce morboso. Ahora comenzar jaleo, pensó. Pero debió conocer lo que todavía no sabía de la famosa Tierra Purpúrea. Solamente en el Cerro. El jugador derribado se levantó del suelo con un cuchillo en la mano. Sí, había llevado el naife en el cinto, por las dudas. El brillo del 12 acero a pleno sol acabó de soliviantar a la masa y arreciaron las piedras. Un bando corría en persecución del contrario. Rodadas, trenzas humanas de distinto color de camisa, gritos, insultos, sables desenvainados. Una botella lanzada con otro destino fue a dar en el mismo centro del bombo y lo deshizo. De pronto, míster Bull cayó en la cuenta de que se había quedado solo. Él estaba en una edad tierna de fruto maduro y problemas resueltos. Evocó sus ventanas cubiertas de tejido fino. Luego se acordó de la mosca, pero ya sin asco. Y siguió caminando plácidamente por la orilla del campo. Se veía a lo lejos ondular la cola del tifón humano. En fin, no era cosa suya. Out hands, Uncle Sam –dijo–. Todo sería cuestión –siguió pensando– de mantenerse a la distancia. XIX Q uedó en libertad a los dos días. Molido a palos, pero libre. Salió de allí a la noche, el aire distinto de las calles del Cerro, un aire fresco, de caricia violenta. Se dejó llevar sin rumbo por las piernas entumecidas en el calabozo. Estaba débil y tenía en la cabeza una sensación de flotador, de cosa desprendida de sí, pero que le seguía como un globo cautivo. Cuánto le dolía la espalda, hijos de perra... Pero sus sensaciones más íntimas y complejas estaban localizadas en otro sitio. Sentía el alma como un órgano aparte, especie de segunda espalda magullada, cruzada de listas violáceas y sensibles. Cierto que eran dos sufrimientos diferentes. De la espalda le brotaba una necesidad de ungüento, de mano de mujer. Pero del alma ultrajada subía una resistencia, un vaho salvaje de protesta. Aquel exprimidor con que se la habían apretado, preguntas y más preguntas: el tener que saberlo todo, hasta lo que jamás había pensado, el pretender que él, tan luego él, delatara a los otros, y que en una misma noche pudiera haber impreso clandestinamente, empapelado un pueblo, alquitranado la pared de un americano, adoctrinado a un grupo en la calle y a otro en la fábrica, toda esa tortura le daba un dolor distinto al de sus huesos. Pudiera ser que empezara a odiar desde entonces. Quizás fuera el proceso. No sólo la rebeldía, sino también odio. Mas no se dejó atrapar aún por el pensamiento. Bajó la calle de la Comisaría. Al llegar a la plaza, tomó hacia el sur. Estaba sintiendo nostalgia de calor humano, de amigos. Mecánicamente, buscó la calle Inglaterra, el viejo y conocido camino del Frigorífico que tantas veces había andado y desandado. La ruta semioscura dejaba a su izquierda las luces de los últimos negocios. El ferruginoso cerco del Convento permitía ver, como a través de un encaje viejo, el callado edificio. Imaginó a las mujeres dormidas allí dentro, haciendo latir el silencio con su imperceptible respiro, y casi anduvo en puntas de pies, a pesar de su agnosticismo virulento. A paso tardo, llegó al puente de la cañada. El viejo ombú de siempre, la misma casa semiderruida. ¿Por qué todo deberá cobrar en esa noche un sentido de símbolo? Nun- ca, por ejemplo, había pensado en la dueña de aquella casa con la sensibilidad aguda de entonces. La Señorita, el clásico romance en la novela del pueblo, sus diez años de amores, la muerte del novio. Luego, para siempre, su actitud de ensoñación y de recuerdo. Y porque todas las paredes tienen ahora una transparencia vítrea, la ve también como a las monjas dormir su noche liviana de latir imperceptible. Ella ha dejado su delicada coquetería sobre la mesa de noche. Y tiene desde ese momento los verdaderos años de su noviazgo a cadena perpetua. Le gustaría verla sin la peluca, sin la cintilla de terciopelo negro en el cuello, tocar su verdadera vejez, tierna y remota como un cuento. Piensa de pronto en su propio romance, Lucila transformada en la Señorita. Aprieta los puños, acelera el paso. Luego se detiene en la cuesta para tomar aliento y oye a su espalda una voz que quiere ser de mujer, pero que va soltando de a poco su repertorio hombruno. –Juan, ¿sos vos, morocho? Te largaron, ¿no?, los hijos de puta... –Sí, ya lo ves. Salí hace un rato. Al volver a comunicarse con alguien le pareció retornar a su humanidad perdida. Desde el día de la conferencia y la tormenta culminatoria de sablazos, era como si se le hubiese extraviado algo o lo tuvieran metido en un traje ajeno. –Y... ¿vamos? –dijo ella sin deseo, por la costumbre del oficio. Qué pequeña y qué desvalida la vio a pesar de la invitación que quería sonar a audacia. Pero cómo se lo explicaría. La tomó por la barbilla, le miró el rostro a la escasa luz de un farol. Todo estaba cansado, armoniosamente cansado en aquella cara joven y triste. Los ojos negros, la piel mal pintada y el cabello rubio de teñido ordinario. Frente a aquella mirada distinta a las demás, la muchacha soltó la máscara. Despojada de la sonrisa profesional, el verdadero rostro no tenía consuelo. Juan Gabriel tomó su cabeza sin pensamiento y la apretó contra el pecho. La sentía trascender a perfume barato mezclado con emanaciones de tabaco fuerte y kerosene. Estaba impregnada del olor del prostíbulo, era su portadora viviente. Y ahora sería ella capaz de desear de verdad que él la acompañase. Se acostaría a su lado, piensa, esperando. Lo dejaría empezar o no empezar, según lo que le diera en ganas. Oirían juntos el mismo silencio serruchado por los dientes de alguna rata bajo el piso, contarían las mismas tablas del techo, pondrían los ojos en los mismos agujeros dejados por los clavos en la pared del cuarto. Quizás él le preguntara, bostezando, qué era aquella estampa con la rama seca de olivo apretada entre el marco y el muro. ¿Y por qué San Roque y no otro? Luego él la abrazaría finalmente, pero para dormirse. Qué cansada estaba, qué ganas de dormir alguna vez con un hombre. Juan Gabriel estaba presintiendo el monólogo. Con la cabeza de Marga en el pecho, volviendo a ser alguien y no aquel desarraigado de sí que andaba en la noche, tuvo la sensación de que su vida y la de la mujer habían cobrado un nexo de humanidad sufriente. También era ella un torso magullado, un alma dolorida por la injusticia social, un pobre desecho humano rodando Cerro abajo. ¿Cómo se lo explicaría? Pero ella lo entendió. Lo sentía sobre su corazón que era como la réplica del suyo, sin las complicaciones de las malditas palabras. –No vengás, si no te dejaron para eso. Pero mirá, yo quería explicarte algo –dijo de pronto sin que nadie se lo hubiese negado concretamente. No pudo continuar. Era demasiada elocuencia para ella, que nunca había hablado de cosas tan raras con nadie. Se enredaría, pensó, no podría salir del atolladero. Su boca estaba acostumbrada a otro estilo de diálogo más llano y ordinario. Y él la dejó ir, la miró alejarse sobre sus tacos torcidos que habían andado tanto por las calles sórdidas y escarpadas del Cerro. Luego siguió él también andando. Entraba ya en los dominios de la Compañía donde la calle Italia se ahoga por la expansión del feudo. Remontó la falda del Cerro. Las luces de la fábrica que tenía a su vista no dejaron de impresionarlo. Era su mundo, y todo lo que allí sucedía él lo tenía adentro como la parte más suya de sus entrañas. No llevaba reloj, pero husmeó la hora en el aire, en el brillo particular de las boyas. Y de pronto en la terminación de uno de los turnos. Esperaría a los obreros sin ser visto por ellos, pensó, colocado detrás del ombú que cubre la primera pasarela. Sería esa una más entre las emociones de aquella noche aguda llena de extraña sensibilidad para las cosas de siempre. M Imágenes: Fructificador, Nelson Ramos (2004) 13 IMPRESIONES Marosa Di Giorgio 14 E n la vida cotidiana, aparente, y también importante, fue Armonía Etchepare de Henestrosa, educacionista y autora de libros de pedagogía. En 1950 salta a la notoriedad y al desconcierto público, con su relato La mujer desnuda. Luego comienzan a aparecer otros cuentos y novelas, que la colocan en un sillón alto y seguro, dentro de nuestras letras y las del mundo. Muchas veces ha sido estudiada, investigada en países extranjeros, sobre todo en Francia, la Sorbona y otras universidades. En 1966, Ángel Rama , su fervoroso admirador, la ubica en Cien años de raros, con un cuento, «El desvío», y dice de ella entre otras cosas: sorprende por la audacia de sus temas, el extraño lirismo de su ambiente y la riqueza de la escritura. Luego, en dos tomos, siempre en Editorial Arca, le publicó Todos los cuentos. Algunas de sus novelas: De miedo en miedo, La calle del viento norte, Un retrato para Dickens. En Buenos Aires se demoran por razones económicas, editoriales, en la actualidad, en publicarle su larga obra Los elefantes no comen mandrágora. Faltan otros títulos, que, en este instante, escapan a nuestra memoria. Armonía Somers habita un apartamento del Palacio Salvo, ese lugar clave de Montevideo, y su ambiente hogareño es barroco y presidido por un grande y blanco ángel. Ella habita, pues, la casa del ángel. Pero, también, es la casa del demonio y la mandrágora, la manzana del bien y del mal; extiéndese hasta tornarse campo de despojos e inauditos tulipanes y alacranes. Rara vez aparece en público. La oímos decir, ha poco, que cree que un escritor debe guardar su enigma, vivir en los libros, sólo en los libros para sus lectores. Tiene otra residencia a la orilla del mar, Villa Somers, o Somersville, que nos dicen, es una gran casa misteriosa, que sólo podría ser la casa de Armonía Somers. Como preámbulo a «El desvío», anota: «Se trata de una historia vulgar. Pero yo la narro a toda esta gente que está tirada conmigo sobre la hierba donde se produjo el desvío y nos dejaron abandonados. En realidad, no parecen oír ni desear nada. Yo insisto, sin embargo, porque no puedo concebir que alguien no se levante y grite lo que yo al caer. A pesar de lo que me preguntaron en lugar de responderme. Algo tan brutalmente definitivo como este aterrizaje sin tiempo». Se ve un romance, que comenzó en un tiempo más o menos real. Empezaron a mirarse entre los globos de colores que izaba un niño y que ellos ayudaron a izar y así ambos parecían más bellos. El ferrocarril y el viaje y el amor empiezan a mostrar enseguida una condición desconocida. Las palabras siguen siendo fuertes y veraces y parecen estar demostrando lo cotidiano; es distinto todo aquí a la evocación, a la investigación morosa y nostálgica de Felisberto. Sin embargo, la extrañeza toma, a cada instante, más cuerpo, y los pies comienzan a perder contacto con el suelo, y las alas, que, seguramente, se despliegan, van por un aire enrarecido. Las manzanas hacen, de algún modo, el objeto clave, la textura del cuento, en su bíblico significado, pero también podrían ser los frutos de los valles de la muerte, Avalon, Apple, en las nórdicas mitologías. Pues, un cuento y canto, mordaz, iluso, de amor y desamor, de gloria y fin, con gusto a manzanas, es «El desvío». «Se nos entreveraban ya las cosas a través del vidrio (pájaro con árbol, casa con jardín y gente, cielo con humo y nada). Tuve por breves instantes la impresión de un rapto fuera de lo natural, casi de desprendimiento». «Los dejamos a todos boquiabiertos, agarrados al nombre real de las cosas con la cohesión 15 – de un banco de ostras. Comer manzanas era para nosotros la significación total del amor, y nos capitalizábamos en su desgaste como si hubiésemos descubierto los trajes del verano». «No será aquella la última palabra, sentí algo sospechoso en el plexo solar, pero la seguí repitiendo sordamente –vida, vida– en cierto plan de sospechas sobre la especie de trampa en que pudiera haber caído». «No me dejó ni agonizar. Percibí claramente el ruido de cerrojo de la aguja al hacerse el desvío, trasmitido de los rieles a mi corazón como un latido distinto. Y luego, mi caída violenta sobre la maleza. –¡Eh, dónde está la estación, donde venden los pasajes de regreso! El número, si, aquí está, en mi memoria, el número de aquella casa demolida. Entonces, fue cuando oí, a la grupa del convoy que se alejaba de mí. –¿Qué estación, qué regreso, qué casa …? Todos los cuentos, dos volúmenes editados por Arca cuando era conducida por Ángel Rama, reúne la producción narrativa de Armonía Somers desde 1953 a 1967, y creemos que la más importante porción de su obra. Se abre a nuestro conocimiento una planicie insólita y erizada, donde todo crepita, provoca, es cruel, sexual, doloroso y desconocido. Hay un correrse de velos que dejan a la luz desvíos y torturas, contracciones y abismos insondables del cielo y de la tierra. El cuento primero del tomo primero se ha hecho célebre. Es «El derrumbamiento». El argumento podría ser contado en muy pocas palabras: Un negro mísero, asesino por casualidad, se encuentra con la Virgen, la Inmaculada, y se produce una especie de diálogo y 16 sinfonía, un entresueño erótico y doloroso, que se deshace con el fallecimiento del negro y de todos los circunstantes. El lenguaje es rotundo, diríamos realista, y con él se va haciendo la golpeante historia. La singulariza todo, el hecho de que el protagonista masculino sea un negro, un perseguido, frente a la diáfana y segura Niña de los Cielos. La contraposición y aproximación, a la vez, las dos cosas, corren desde el principio al fin. El negro descubre, esculpe a la Virgen, con sus alucinadas pupilas y su lenguaje. Anotamos el poemario que sale de la boca del negro en porciones, repartido, por todo el tiempo del relato. Virgencita, rosa blanca del cerco. Mi rosa sola, ayuda al pobre negro que mató a ese bruto blanco, que hizo esa nadita hoy. Mi rosa sola, mi corazón de almendra dulce, rosa clara del huerto. Rosita blanca. Dulce prenda. Virgen blanca. Usté, rosita blanca del cerco. Rosita sola asomada al cerco. Lirito claro. Yo le inventé un canto dulce, robaré a las cañas todo lo que ellas dicen y lloran. Niña clara. Niña de los pies de cera. ¡Vuélvase al plinto! Vuélvase, rosa dulce, vuélvase al sitio de las rosas claras. –¿y cómo he de hacer yo, lirito dulce, para fundir la cera? Dulce perla sola. Pies de gardenias. Dos gardenias vivas. Piernas de fina rosa. Varas de la santa flor. Varas de jacinto tierno. Muslos suaves, blandos como lagarto bajo un sol de invierno. Narciso de otro, huerto cerrado. Pero el acontecer es terrible. Él es un misérrimo ser con el alma inocente, en medio de una noche de demonios, huyendo de él mismo, entra en la casa de los deposeídos, donde hay un resto de gasa, «movediza y obsesionante», se dice que parece encarnar al viento, y a la locura. Descubre a la Niña del cielo, que es en el principio una estatuita dulce, hecha de loza y rositas, y luego, va tomando estatura, movimiento y voz, y hace su descendimiento como una lágrima y como una mujer y hace como una ofrenda de sí misma, a lo más triste y desposeído de la tierra. Sólo que está tejido en forma de atroz y perfumada romanza. En lacerante contrapunto. El negro no llegará a invadir el capullo de oro, porque lo que está viviendo es ya el ensueño de la muerte, del fin. Antes del aniquilamiento de él y de todo lo que le rodea, la Virgen desaparece: porque ella es fina y clara como la media luna, apenas si necesita una pequeña abertura para su fuga. Un viento triste y lacio se la llevó en la noche. El episodio de «La inmigrante», que también podríamos denominar «Violeta de Parma», destaca un tema hasta ha poco prohibido, por lo menos, en los ambientes sudamericanos coloniales. Está ejecutado con gran fineza y halo poético. Hay un ir y venir de cartas de madre a hijo, joven madre, apenas cuarenta años, donde el segundo llega a enterarse, a destejer una trama apasionada y nostálgica de la vida de la primera. El amor del hijo hacia la madre, con el complejo edípico, se traza en la arena, en forma de oval línea que él dibuja en torno de su espléndida y sensitiva progenitora, como diciendo: NADIE PASARÁ. Adentrado en el pretérito drama de amor de ella por una niña veinteañera perfumada con Violeta de Parma, y luego llamada así, el adoles- cente se impacta, sube, y luego odia y desprecia a quien se atreviera a marginar sentimentalmente a su madre, eligiendo la vulgaridad del casamiento. Ese es el argumento que, creemos movió a escándalo al lector montevideano de la década del cincuenta. Ahora, el cine, el teatro, libros, tratados de sico-sexología han puesto casi en claro los hilos más íntimos de muchos enigmas. Pero, como siempre, la anécdota, es cosa secundaria. Armonía Somers logra bellas páginas; es un cuento algo más largo de lo común en ella, y el estilo mantiene su elegancia, una gracia algo oblicua, un perfume de… violeta de Parma. Por ejemplo: quisiera verle una vez más. Pero fuera de esta ciudad, lejos de aquí, en un weekend del otro mundo. ¿Dónde, dónde? Veníamos desde un mundo viejo y achatado por añadidura. En cambio de esa sordidez, a ella le hubiera sido solo preciso un pequeño cesto en la cadera para que aquel cuartucho miserable floreciese como un campo sembrado de tulipanes. La alfombra desgastada como la misma tierra que nos mecía la fue trayendo lentamente. Yo miraba los pies de hueso largo, esos que parecen ir buscando el suelo como si danzaran a cada paso. Pero aquellos pies eran el tallo que sostenía la flor entera. Una especie de sol anfibio empezó finalmente a colarse por las rendijas. Sin duda había cesado de llover, pero yo oía caer agua, siempre más aguda. Entreabrí apenas la puerta que daba al exterior y la vi. Se desplomaba del molino desbordado en una especie de cabellera líquida. Violeta, del color de su nombre, dormía boca arriba entre la realidad de cuarto adentro y mis ojos sonámbulos que la levantaban hasta el molino. M Imágenes: Una vertical, Nelson Ramos (1972) 17 IL CUORE: INTERLÓQUIO MILANÊS 1 à consorte-cirurgia do cirurgião que estuda (anatomiza) o coração das baleias (um raro hobby lombardo) pergunto de que cor é o formidável balênico balordo?) músculo cardial do piramídeo monstro? montanhosa mole de carne congelada que a alfândega libera - estupefacta! procedente do mais interno fundo dos profundos arcanos equóreos da noruega) 2 responde-me:vermelhoescuro tendendo para o roxo colore nero viola iodo vinho tinto arrolhado en frasco fosco HAROLDO DE CAMPOS (( estamos em milão: chove sobre o chiostro verde -grama deste palazzo degli ucelli via capuccio número (talvez) dezoito sulla destra) onde se comemora o aniversário (cumpleanno) refinadissimo do padrone della casa um party ao ar aberto luz seral no chiostro retangular música em surdina convivas chiacchierando com toques pervasivos de fellini)) 18 5 3 concorde até mesmo ( ex corde) – mas o de moby dick o da baleia branca que navega - dogaresa sereníssima – na paz peliginosa de seus glaucos domínios o coração cetáceo da abadessa do mar ato este sim – reitera a só pode ser azul cirurgia-assistente puro pulsante (cônjuge) toda charme safira compulsa e celestina e ciência azur roxo foncé azurro - não vermelho vivo blau escarlate berrante mas sky blue de um tinto carregado batendo – desdenhoso profundo-escuro-sanguinosa do arpão colérico de ahab – massa muscular agora até remergulhando rebater rígida que um dia palpitou subcontra a líquida pretidão onde oceânica ou já emersa do vórtice quando afinal se engolfa gigântea rege o híbrico fluxo do esguicho d’água alto arremessando – contra o céu – plúmbeo-translúcida cúpula chuvosa do homéreo mar salinoquando (mamífero prodígio) a arrogante bucaneira capitânea se ejeta do centro aquoso e já respira 4 roxo profundo o coração? (eu aparteando)- pode ser – do cachalote energumênico ou o miocárdio (chi lo sà) da orca feroz que exsurta pavoneia o seu gáudio turbinoso - o admito 19 PENSAR LA LITERATURA SOBRE ALGUNAS RELACIONES ENTRE LITERATURA Y CIENCIA Karlheinz Barck 20 L a supuesta evidencia de que la ciencia literaria (Literaturwissenschaft según la nomenclatura alemana) se define exclusivamente por su objeto, la literatura, que es representada y administrada (para no decir secuestrada) por ella en su función disciplinaria o de una disciplina dentro de la familia de las humanidades, ha sido puesta bajo sospecha recientemente tanto por varios escritores y literatos como por científicos clarividentes. Se ha mantenido, por ejemplo, «que la aparición masiva del idiota-especialista (Fachidiot) –inevitable consecuencia de la especialización en las ciencias– es una prueba de que la famosa tesis de las dos culturas de C. P. Snow ha sido recuperada por las realidades». Por eso no puede sorprender que Hans Magnus Enzensberger escriba, en un Postscriptum sobre poesía de la ciencia de su libro Elixires de la ciencia (Die Elixiere der Wissenschaft, 2002): «que ya no se puede hablar de un común horizonte cultural de las ciencias humanas y de las ciencias de la naturaleza – para no hablar de las artes». ¿Significa este diagnóstico que volvemos a caer en la trampa al tomar en serio el «fantasma de las dos culturas»? como sugirió Hubert Markl, presidente de la Sociedad Max Planck, en un ensayo escrito para el semanario Der Spiegel con el título Schnee von gestern (Nieves de antaño), título que jugaba con el conocido refrán y el apellido de C. P. Snow, que significa nieve (Schnee) en alemán. El título del ensayo de H. M. Enzensberger –Poesía de la ciencia– señala, pues, con su cambio de perspectiva hacia lo poético de/en las ciencias de la naturaleza que el habla de la separación y de la oposición rigurosas de dos hemisferios culturales es «un mito producido por el discurso que refleja el modelo de separación entre ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften en el sentido de Wilhelm Dilthey, fundador, a finales del siglo XIX, de esta nomenclatura hermenéutica) y ciencias de la naturaleza». Hace casi un cuarto de siglo Roland Barthes, en su discurso inaugural ante el Collège de France, había prevenido contra este mito, optando por otra perspectiva al situar el problema de la poesía (o de lo poético) en las ciencias en su justo sitio, que sería el de un uso diferente del lenguaje: «Il est de bon ton, aujourd'hui, de contester l'opposition des sciences et des lettres, dans la mesure où des rapports de plus en plus nombreux, soit de modèle, soit de méthode, relient ces deux régions et en effacent souvent la frontière; et il est possible que cette opposition apparaisse un jour comme un mythe historique. Mais du point de vue du langage, qui est le nôtre ici, cette opposition est pertinente; ce qu'elle met en regard n'est d'ailleurs pas forcément le réel et la fantaisie, l'objectivité et la subjectivité, le Vrai et le Beau, mais seulement des lieux différents de parole. Selon le discours de la science –ou selon un certain discours de la science–, le savoir est un énoncé; dans l'écriture, il est une énonciation». [Es de buen gusto, hoy en día, discutir la oposición entre ciencias y letras, en la medida en que, sea como modelo, sea como método, relaciones cada vez más numerosas unen a esas dos regiones, borrando a menudo la frontera; y es posible que esta oposición aparezca un día como un mito histórico. Pero desde el punto de vista del lenguaje, que es el nuestro aquí, esta oposición es pertinente; lo que pone a la vista no es, por otra parte, forzosamente, lo real y la fantasía, la objetividad y la subjetividad, lo Verdadero y lo Bello, sino solamente lugares diferentes del habla. Según el discurso de la ciencia –o según cierto discurso de la ciencia–, el saber es un enunciado; en la escritura, es una enunciación.] Con atraso, parece que también en Alemania se está difundiendo la convicción de «en qué medida es anacrónica la idea que las ciencias matemáticas y de la naturaleza, por un lado, y las ciencias del espíritu, por el otro, viven y operan en mundos completamente distintos». Las nuevas transgresiones de fronteras entre literatura y ciencias que Enzensberger destacaba –«a lo mejor la literatura se está liberando de su ingenuidad auto-inducida»– son compartidas, en los últimos veinte años, por especialistas de las ciencias de la naturaleza. En general, sus opiniones pueden ser entendidas como variantes de una visión que el sociólogo Paul Feyerabend defendió a principios de los años ochenta en su discurso, en la Universidad Técnica de Zurich, sobre las perspectivas de una Ciencia como Arte. El contexto 21 de esta visión, en lo que se refiere a su dimensión teórica e histórica, es un nuevo concepto de ciencia que pone en cuestión el modelo tradicional de una racionalidad que organiza el proceso de conocimiento según relaciones entre los objetivos (Zwecke) y los medios (Mittel) adecuados para obtener aquellos objetivos (Zweck-Mittel-Rationalität). A este modelo correspondía una idea de la objetividad como «espina dorsal de la ciencia ortodoxa» que fue criticado por parte de representantes de una epistemología evolutiva (evolutionäre Erkenntnistheorie), como por ejemplo, en el terreno de la microbiología, por Humberto Maturana y Francisco Varela. Ellos y otros sostienen un punto de vista participatorio. Con este cambio de perspectivas el interés del conocimiento (Erkenntnisinteresse) se estuvo desplazando del saber sobre objetos hacia un saber sobre actividades (Handlungen) en su ambiente histórico-cultural. Para caracterizar este cambio de perspectivas y esta reconstrucción (Umbau) en los medios de conocimiento cito como ejemplo un pasaje del libro Entre le Temps et l'Eternité (1988), escrito en común por Ilya Prigogine, premio Nobel de química en 1977, y la belga Isabelle Stengers, renombrada filósofa e historiadora de las ciencias. Los dos autores habían sido ya, diez años antes, con su libro La nouvelle alliance (1979), los promotores de una nueva ciencia humana (o ciencia narrativa), orientada hacia las ciencias de la naturaleza por una écoute poétique de la nature. En su nuevo libro escribían: «Longtemps, un idéal d'objectivité issu des sciences physiques a dominé et divisé les sciences. Une science pour être digne de ce titre, devait ‘définir son objet’, déterminer les variables en fonction desquelles les comportements observés pourraient être expliqués, voire prévus. Aujourd'hui, une nouvelle conception de l'objectivité scientifique est en train de naître, qui met en lumière le caractère complémentaire et non contradictoire des 22 sciences expérimentales, qui créent et manipulent leurs objets, et des sciences narratives, qui ont pour problème les histoires qui se construisent en créant leur propre sens». [Durante largo tiempo, un ideal de objetividad basado en las ciencias físicas dominó y dividió a las ciencias. Para ser digna de tal título, la ciencia debía 'definir su objeto', determinar las variables en función de las cuales los comportamientos observados podían ser explicados e, incluso, previstos. Hoy en día, está por nacer una nueva concepción de la objetividad científica, que aclara el carácter complementario y no contradictorio de las ciencias experimentales, que crean y manipulan sus objetos, y de las ciencias narrativas, que tienen por problema las historias que se construyen creando su propio sentido.] Refiriéndose a Paul Valéry quien, durante toda su vida había considerado a la literatura/poesía como parte estética ineludible de las ciencias humanas, que pertenecen «entièrement à la catégorie du savoir non vérifiable», Ilya Prigogine hablaba a su vez de una poética de la ciencia que los historiadores de las ciencias no deberían pasar por alto. Esta advertencia ha sido escuchada en muchas partes de la scientific community y hoy en día ya tenemos estudios que analizan los terrenos fronterizos de una poética de las ciencias, de poetologías del saber o de las relaciones entre Science and Poetry. En el horizonte de estos trabajos se está perfilando una cuestión (y una tarea) que puede ser formulada así: ¿en qué medida literatura y ciencia, como modos de conocimiento (Erkenntnisweisen), se distinguen y en qué medida se aproximan o son complementarios? Por este camino llegaríamos a una visión no-mimética de las relaciones entre literatura y ciencia, partiendo de una doble distinción. En primer lugar, siguiendo a M. Foucault, la distinción entre ciencia y saber (science et savoir) y, en segundo lugar, la distinción entre literatura como forma propia y particular de saber y ciencia literaria (Literaturforschung). «Hasta ahora el interés de la ciencia literaria (Literaturwissenschaft) por la historia de las ciencias iba primordialmente dirigido hacia los contenidos de problemas científicos en la literatura en un sentido reducido: Goethe y la química de su tiempo, Robert Musil y la psicología de las formas (Gestaltpsychologie), Thomas Mann y la biología. Esta perspectiva puede, sin duda alguna, contribuir al cultural approach de la historiografía de las ciencias. Pero hay también otra dimensión que corresponde al doble sentido de la palabra (y del concepto) Literaturforschung como genitivus objectivus y genitivus subjectivus. Por lo tanto, alude a la investigación de la literatura como objeto y a la literatura misma como medio especial de 'investigación', como experimento en el sentido de Rainer María Rilke, quien una vez escribió que el trabajo del escritor es una praxis explorativa, un tipo de experimentación que hace que los elementos de la vida llegan a juntarse en pequeños tubos de ensayo (Probiergläser) tal como se comportan en la rica inmensidad del ambiente exterior». En la actualidad, este sería el desafío de un cultural approach para la ciencia literaria que procure una nueva actitud multidisciplinaria ante la Historia de las ciencias (Wissenschaftsgeschichte). En esta dirección y en ese camino los científicos no estamos desprovistos por completo de antecedentes y de huellas (traces), que un trabajo arqueológico puede descubrir o re-descubrir. Voy a señalar, a título de ejemplo, dos campos de problemas que pueden ser entendidos como escenarios (Schauplätze) y como configuraciones que indican cambios interculturales e interactivos que forman parte, en buena medida, de una cultura del saber (Wissenskultur); dos escenarios donde la literatura y lo poético juegan el papel de figuras dramáticas. 1. Literatura como forma de saber En 1928 Walter Benjamin describió su trabajo crítico a partir de una temprana orientación hacia una ciencia integrativa, que implicaba «ir al núcleo de la obra de arte a través de una destrucción de la doctrina que considera el arte como un territorio aislado. […] Tenemos que promover el proceso integrativo de la ciencia que, cada vez más, está derrumbando los rígidos muros entre las disciplinas que caracterizaban al concepto de ciencia del siglo pasado, para llegar a un análisis de la obra de arte entendiéndola como expresión de las tendencias religiosas, metafísicas, políticas y económicas de una época». Benjamin ha realizado este programa en su obra, siguiendo ciertas ideas del romanticismo alemán (deutsche Frühromantik), ideas que Federico Schlegel, uno de sus promotores, oponía a la «separación afectada de la poesía y de la ciencia». Desde este punto de vista, la diferenciación (Ausgliederung) de la literatura respecto del conjunto de los saberes en forma de literatura nacional (Nationalliteratur), que fue el modo de su institucionalización académica a partir del siglo XIX, se revela como una consecuencia del apartamiento (Auseinanderdriften) de dos continentes enteros, el de la literatura y el de las ciencias, un proceso que se inició en Europa en la época de la Ilustración (Aufklärung). Un acontecimiento casi primordial de este apartamiento, de la separación de territorios del saber, es el debate que tuvo lugar en Berlín, en el seno de la Academia prusiana de ciencias y de bellas artes, en el año 1767, alrededor del tema de las relaciones entre ciencias y literatura/poesía. El iniciador del debate fué Paul-Jérémie Bitaubé, partidario de d'Alembert y de los enciclopedistas franceses, traductor al francés de la Ilias y de Hermann y Dorotea de Goethe, con un discurso acerca de La influencia de las bellas artes sobre la filosofía (De l'influence des belles-lettres sur la philosophie). El objetivo del discurso del señor Bitaubé era introducir en la Academia de Berlín las posiciones de la Ilustración francesa y de los filósofos parisinos en lo que se refiere a lo que podemos llamar la literarización de todos los saberes, conforme con el nuevo concepto de filosofía de los ilustrados en Francia. Este intento fracasó por completo porque, en Berlín, los vientos soplaban desde otras direcciones, sostenidos por el impulso del idealismo alemán. Entre los oponentes de Bitaubé se destacó el matemático Johann Heinrich Lambert con el argumento de que 23 entre las ciencias sólidas (sciences solides) y las bellas letras (Belles Lettres), noción que los alemanes traducían por Schöne Wissenschaften (un concepto criticado más tarde por Kant por ser una contradictio in adjecto), no puede haber ninguna relación productiva. Esta controversia berlinesa sigue ocupando a los Aufklärer de ambos lados del Rin durante toda la segunda parte del siglo dieciocho. En la configuración de los diferentes discursos que se refieren al tema de esta controversia se puede destacar algo, como una mancha ciega (blinden Fleck) que sólo mucho más tarde se reveló como tal, cuando el concepto de literatura del idealismo alemán se conmutaba de la función autónoma del autor a la de la materialidad de las funciones del texto en sus contextos circundantes. En resumen, se reconocía (según Roland Barthes) que «la literatura transporta mucho saber» o, como escribía Michel Foucault sobre André Breton, que, al igual que Goethe, se trataba de un «escritor del saber» (un écrivain du savoir). 2. La ficción como artificio de invención Podemos considerar la ficción, lo fictivo y lo ficticio como un vínculo poético privilegiado entre literatura y ciencia. Hay toda una historia, olvidada (e inconsciente) durante mucho tiempo, que nos revela esta relación. Desde que Leibniz, en los Nouveaux essais sur l'entendement humain (1704), bosquejó une nouvelle espèce de logique, refiriéndose a los juegos de azar y al cálculo de las verosimilitudes, que sería de mucha utilidad para el arte de la invención (Erfindungskunst), «de grand usage pour perfectionner l'art d'inventer», y desde que, casi doscientos años más tarde, Hans Vaihinger, en su Philosophie des Als Ob (1878), diferenció las ficciones y las hipótesis como una «actividad de la función lógica», es decir, como una lógica diferente para «la solución de tareas difíciles» –desde estas y otras reflexiones más hay una corriente subversiva que atraviesa el mainstream de los discursos sobre las relaciones incompatibles entre literatura y ciencia. En el campo de los escritores y de los literatos se podría reconstruir toda una arqueología de lo fictivo. Desde el Quijote de Cervantes que encarna, como figura y como texto, un doble sentido del concepto de ficción porque se vuelve loco con la ficción pura de los libros de caballería (representando, con esta locura, el medio y la forma de una ficción muy moderna al mismo tiempo), hasta Jorge Luis Borges. No en vano Borges nombró su colección de relatos Ficciones (1944) y los entendió como una «escritura de notas sobre libros imaginarios». Explícito, los situaba, en la huella científica de Vaihinger, como un «juego dialéctico: una Philosophie des Als Ob». Lo que quería sugerir con estos ejemplos, en vista de posibles interrelaciones entre literatura y ciencia, era la visión de otra forma de historia literaria, que la configura como historia de la literatura como forma del saber. 24 En la cultura científica de Inglaterra, de Estados Unidos, de Francia y de Italia hay ya antecedentes para tal historia, que en Alemania todavía queda por descubrir. No olvidemos que Foucault había dicho de su arqueología del saber que era un libro atravesado por ficciones: «Je n'ai jamais rien écrit que des fictions». Y no olvidemos, tampoco, las reflexiones de algunos científicos sobre el trabajo del inconsciente y de lo fictivo en el proceso de conocimiento, sobre el que Albert Einstein, por ejemplo, decía, en su discurso de 1936 en Oxford Sobre el método de la física teórica: «Lo que aquí he descrito como idea del carácter meramente ficticio de los fundamentos de la teoría no era la opinión dominante en los siglos XVIII y XIX. Pero gana cada vez más terreno por el hecho de que la distancia intelectual entre los conceptos básicos y las leyes fundamentales, por un lado, y las consecuencias que a partir de ahí deben ser puestas en relación con nuestras experiencias, por otro lado, va creciendo cada vez más, a la par con la unificación del edificio lógico, es decir, en la medida que disminuyen los elementos conceptuales, independientes entre sí, que puedan sostener todo el edificio». En la misma dirección van advertencias escritas a raíz de la Segunda Guerra Mundial, como la de Werner Heisenberg sobre las consecuencias de un «adiós al mundo sensible e inmediato en nuestro ambiente, que aceptaría la separación del mundo en terrenos diferentes y que ya nos ha llevado hacia una atomización de nuestra vida intelectual y cultural». ¿Está la ciencia de la literatura (Literaturforschung) al principio de un fin? Al fin de una era de las disciplinas y de lo disciplinario y al fin del tiempo de Gutenberg, como se preguntaba el escritor Siegfried Lenz en su ensayo Presunciones sobre el futuro de la literatura (1999). Es cierto que el esplendor y la hybris de una formación cultural literaria se han descolorido; ya no hay muchos que sigan creyendo en un concepto enfático de literatura que excluye las dimensiones de la cultura técnica. Parece que hoy se está actualizando y recuperando una idea de la literatura a partir del viejo concepto de la technè, que reunía lo poético y lo técnico en un solo concepto. Paul Valéry, pensando en las huellas de Leonardo da Vinci, lo había configurado en el año 1935, en su introducción a la nueva Encyclopédie Française, que era un proyecto fomentado por el gobierno del Frente Popular: «Le mot ART a d'abord signifié manière de faire, et rien de plus. Cette acceptation illimitée a disparu de l'usage». [La palabra ARTE significó primero manera de hacer, y nada más. Esta acepción ilimitada desapareció del uso.] El canadiense Marshall McLuhan, por su lado y en el mismo sentido, lo siguió a Valéry, después del fin de la Segunda Guerra Mundial, con su propuesta de un: «baedecker of contemporary arts, crafts and engineering seen in a single vortex of interfused interests and activities». [guía de las artes contemporáneas, artesanías e ingeniería vistas en un único vórtice de intereses y actividades fusionadas] Hace años el germanista de Stuttgart, Heinz Schlaffer, dedicaba a esta tradición de lo poético de/en las ciencias un libro –Poesía y Saber (Poesie und Wissen, 1990)– en el que nos recordaba que, durante mucho tiempo, «la filología había separado estrictamente la poesía y el saber, de manera que el ensayo serio de ir aproximándolas en la forma y figura de una ciencia poética, va destacando las diferencias más significativas». Para concluir, parece que la ciencia y la investigación de la literatura están enfrentando la tarea de superar las tradicionales divisiones de trabajo en el concepto de literatura, dejando atrás la invención de murallas chinas entre poesía y no-poesía (Benedetto Croce), prosa comprometida y poesía autónoma (Jean-Paul Sartre), etc. La ciencia de la literatura podría desarollarse, entonces, con su competencia especial para las técnicas de literarización (llamémoslas de estilo); como una de estas sciences intermédiaires que Foucault visualizaba como mediadoras entre varias disciplinas en el ambiente histórico del orden del saber. Entre las actas fundadoras de una posible ciencia literaria como science intermédiaire, literaria y fictiva, podemos recordar un texto que, al mismo tiempo, nos revela la longue durée de las reflexiones sobre el lugar de la literatura en el ambiente cultural y cotidiano de nuestra vida. Me refiero a un texto clásico de la Weltliteratur, al Gargantua et Pantagruel de Don François Rabelais, escrito durante el año 1534. Texto, además, que nos trae la primera aparición de la palabra encyclopédie en idioma francés. La novela se nos revela allí como medio enciclopédico y depósito de «mucho saber», lo que quiere decir como medio y escena fictivos de una transferencia de saberes. En el discurso de Thaumast, que es un cargador de maravillas y un inventor, sobre las virtudes y la sabiduría de Panurgo podemos leer, en el capítulo veinte del segundo libro: «Vous avez veu comment son seul disciple me a contenté et m'en a plus dict que n'en demandoys; d'abundant m'a ouvert et ensemble solu d'aultres doubtes inestimables. En quoi je vous puisse asseurer qu'il m'a ouverte le vrays puis et abisme de encyclopédie, voire en une sorte que je ne pensoys trouver homme qui en sceust les premiers éléments seulement: c'est quand nous avons disputé par signes, sans dire mot ny demy. Mais à tant je rédigerai par escript ce que avons dict et résolu, affin que l'on ne pense que ce ayent esté mocqueries, et le feray imprimer à ce que chacun y apreigne comme je ay faict». [Usted ha visto como su único discípulo me ha satisfecho y me ha dicho más de lo que se le preguntó; en su abundancia me ha abierto y solucionado también otras dudas inestimables. Por lo que puedo asegurarle que me ha abierto verdaderos pozos y abismos de enciclopedia, incluso de forma que no pensaba yo encontrar hombre que supiese siquiera los primeros elementos: es cuando hemos discutido por señas, sin decir ni media palabra. Pero en tanto redactaré por escrito lo que hemos dicho y resuelto, a fin de que no se piense que han sido burlas, y lo haré imprimir para que cada uno aprenda como yo lo he hecho]. Fue a principios del siglo XX que la idea de Rabelais entusiasmó al inventor de una nueva literatura transdisciplinaria que imaginaba un colegio filosófico en el que poetas, filósofos y científicos se juntasen para discurrir sobre «las ciencias inexactas». Se llamaba James Joyce, que incluía esta nota en su ensayo Stephen Hero: «–I suppose you know that Aristotle founded the science of biology. –I would not say a word against Aristotle for the world but I think his spirit would hardly do itself justice in treating of the ‘inexact’ sciences. –I wonder what Aristotle would have thought of you as a poet? –I'm damned if I would apologise to him at all. Let him examine me if he is able. Can you imagine a handsome lady saying ‘O, excuse me, my dear Aristotle, for being so beautiful’?» [–Supongo que sabes que Aristóteles fundó la ciencia de la biología. –No diré al mundo ni una palabra contra Aristóteles, pero pienso que su espíritu apenas se haría justicia tratando de las ciencias «inexactas». –Me pregunto ¿que habría pensado Aristóteles de ti como poeta? –Que me condenen si le pidiera cualquier disculpa. Déjalo que me examine si es capaz. ¿Puedes imaginar a una mujer hermosa diciendo «Oh, discúlpeme, mi querido M Aristóteles, por ser tan hermosa?»] Imágenes: Dislocamiento, Nelson Ramos (1967) 25 EN NOMBRE DEL MAL Leah Bonnín 26 P epe se llevó la gamba recién pelada a los labios y, entre mordisco y mordisco, respondió. –Pues sí, Lucía, escribo, o mejor dicho, reescribo. Historias de beatas y ladrones, recreaciones de los cuentos de arrieros que de pequeño le escuché a mi padre –tragó los restos del crustáceo con avidez, los ojos fijos en ella. Hay invención y fantasía, claro, pero las anécdotas sólo me sirven para aderezar el argumento. Como en un romance, las historias se originan en la oralidad y en ligeras referencias a algún suceso real. ¿Sabes? –cogió los cubiertos para pelar un langostino–, ahora que dispongo de tiempo me dedico a recuperar la infancia. Parece una ironía –dejó la pala de pescado y el tenedor para desnudar el marisco con las manos–, pero la jubilación me permite entregarme a lo esencial de la vida. –¿Jubilado? –intervine con deseos de meter baza en la conversación.–¿Y cómo te lo has montado? Dime el secreto, que también a mí me gustaría abandonarme a los placeres de un retiro anticipado. –La verdad –interrumpió Lucía– es que hubiera merecido la pena hacerte caso y quedarnos en el restaurante del paseo marítimo. Esta paella no tiene mal sabor, pero es rara, está como recocida. Pepe había empezado a comer el arroz mientras continuaba su cháchara culinaria, dirigiéndose a Lucía, sin prestar en apariencia atención a mi pregunta. –Tengo el Mal –su mirada brillante e intermitente se repartía en este momento entre la complicidad de Lucía y el asombro que, supuestamente, iba a causarme. –¿Qué mal? –El Mal, por antonomasia, el Mal con mayúsculas. El Mal, querida. –¡Anda ya! Me sentí incómoda. Tosí e intenté remover el arroz que se me había quedado atascado en la garganta. –Menudo farol te estás marcando. –¿Es que no se lo habías dicho antes, Lucía? La rodaja de calamar resbaló en el plato de Pepe, satisfecho por el efecto que habían causado sus palabras. –¡No! ¿Tú crees que yo tengo que ir contando a todo el mundo algo tan personal? –repuso ésta, que estaba también peleándose con su calamar. –Bueno, no sé. Pensé que le habías hablado del asunto. Me esforcé en disimular el terror donde me había sumido la confesión del amigo de Lucía. Era evidente que había soltado la bomba en espera de alguna reacción escandalizada y mojigata. –¿Lo tienes declarado o sólo los anticuerpos?–acerté a preguntar. –¡Qué anticuerpos ni que leches! – reaccionó estimulado por la ocasión que le brindaba para soltar toda su amargura. –La enfermedad, niña, la enfermedad. El Mal. Eme, a, ele. Mal. Según definiciones del diccionario de la Academia, desgracia, calamidad, dolencia, enfermedad, influjo maléfico. Eres libre, querida mía, elige la acepción que menos te guste. No le encontré la gracia al chiste. Pepe hablaba como quien alardea de una conquista mientras abordaba el contenido de su plato de nuevo, llevándose a la boca una mezcla pastosa de arroz, guisantes y pimientos. Insistí, no sé si por esnobismo o estupidez. –¿Y te cuidas? –Claro que me cuido. Aprendo canto, pinto y toco el piano. Me dedico a todo lo que hubiera querido hacer desde la infancia. ¿No te da envidia? La enfermedad es creativa. Antes moríamos de tuberculosis o de sífilis, ahora nos toca ese humor imperceptible que va devorándonos por dentro hasta aniquilarnos. Pero prefiero hablar de otro tema. Lucía y Pepe continuaron su charla ajenos a los fantasmas que habían hecho tambalear mi mente. Seguí comiendo por temor a alterar la fruición con que mis amigos se habían entregado a la paella, pero sin dejar de observar las manchas premonitorias en la piel del muerto. Porque Pepe, después de la confesión, se había convertido en un cadáver. ¿Y cómo debe uno comportarse ante un cadáver viviente? No sabía qué hacer con el cúmulo de vacilaciones que atenazaban mi cabeza. Pero seguí tragando el arroz, el acto de comer transformado en angustiosa penitencia. El rostro de Pepe devino una obsesión, un imán, la fuente de todas las sospechas. El color cetrino de su piel, como el de las aceitunas podridas, no indicaba nada bueno. ¿Y esas manchas rojizas en las sienes, acaso no constituían un signo inequívoco del avance del Mal? Sarcoma de Kapoczi, seguro. Sus ojos desorbitados actuaban como imanes que me atraían hacia el interior de Pepe, entre fascinada y temerosa del horror que, a buen seguro, estaba desbaratando su vida. Observé que no tenía ninguna herida abierta, ni una costra ni la huella de una raspadura por la que podrían supurar sus fluidos infectados. Sólo aquellas manchas en las sienes. Debía tranquilizarme. Estaba a salvo de todo contagio. ¿O no? Nunca se sabe. ¿Cómo se atrevía a salir a la calle? –¿Y tú? –Pepe me arrancó del pozo. Perdona, pero si no me detienen puedo pasar horas y horas hablando de mí mismo. Soy mi tema favorito. Lucía me ha dicho que pintas. –Emborrono lienzos –la voz me salió de la garganta como un eructo–, tonterías que no interesan a nadie. De la mirada de Pepe, ahora concentrada en mis palabras, emanó una extraña ternura, como la del que conociendo el final del camino se detiene a contemplar comprensivo los manotazos torpes de quienes se creen a salvo de la muerte. Me conmovió su extraordinario parecido con Andrés, mi ex-marido. Un poco más delgado, quizás, y menos emotivo que mi ex-marido. Su expresión me abrazó entonces con una ternura idéntica a la que me había abandonado para correr en pos de unas hermosas piernas venezolanas. –A mí sí me interesan –repuso. ¿Por qué no nos animamos mutuamente y nos mostramos nuestras obras? ¿Qué me vas a enseñar? A cambio de ver tus lienzos, yo te dejaría leer mis poesías. Siempre he escrito poesía. No sé por qué, pero es donde mejor me siento, engarzando sonidos y colores, como los viejos simbolistas. Y cuentos para niños, algún que otro cuento. Pero sobre todo poesía. –No sé si un niño podría leer tus cuentos, Pepe –intervino Lucía. Me parecen un poco fuertes. Son hermosos, pero extraños. A veces, ni los mayores alcanzamos a comprender tus fantasías. –Ya volvemos a hablar de mí otra vez. Me importa tu amiga. ¿Y tú? ¿Tú que pintas? –insistió. Nadie pinta nada, pensé. Me sentía fuera de combate. El Mal había des27 pertado todas mis cobardías y, junto con ellas, la curiosidad, las ganas de indagar en la vida de Pepe, de comprender por qué el Mal se había cebado en alguien, aparentemente, tan frágil como cualquiera de nosotros. ¿O es que había una causa desconocida que justificara la presencia del Mal en el cuerpo de Pepe? La hipocondría campaba a sus anchas, a flor de piel. Tenía ganas de huir, de poner espacio entre esa máscara de la muerte que era Pepe y yo, como si pudiera vencer la aprensión y el miedo levantándome de la mesa, salir a la calle y correr hasta la playa. Pero también de saber. –Yo –respondí abatida–, nada, Pepe, ya te he dicho. Sólo soy una aficionada. –No me lo creo. Es imposible que de tus manos sólo brote el silencio– ironizó halagador mientras apuraba los últimos granos de arroz. Está bien –prosiguió con tono condescendiente–, me confesaré. Quieres conocer, lo leo en tus ojos, cuál es mi misterio, qué escondo detrás de mi humor ácido. Tal vez estás pensando que también tú estás contaminada. Ya no queda nadie exento del influjo pernicioso del Mal. Todos tenemos algún número para optar al premio de esta rifa mortal. ¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con algún tipo? Pareces interesante; no te deben faltar oportunidades ¿Tomaste las precauciones debidas? Follar es peligroso, pero te gusta. Lo leo en tus ojos. ¡Cuidado! La repulsión luchaba contra la compasión, el miedo contra el afecto, el asco contra el deseo de conocer. –¿Pedimos postre y café? Al principio no me lo creí. ¿Por qué a mí? No había ninguna razón para pensar que el azar iba a suplir con la enfermedad lo que no me había concedido en el juego; porque yo era un gran jugador, de los que vendían a la madre en una noche, de los que salen desnudos al final de la partida. Conocía perfectamente lo que podía sucederme; algunos de mis amigos seguían tratamiento. No temas, no entraré en detalles. Este, como todos los ligados al placer, es un mal que produce el efecto de un símbolo, de un concepto. Ni siquiera sé quién me contagió. O tal vez sí, pero eso ¿qué importa ya? Tras el diagnóstico, el peso de las tinieblas se desplomó sobre mí y con28 virtió mi vida en un monólogo breve y terrible. Una noche de carnaval, en este mismo pueblo, en la calle del pecado ¡qué ironía! Hace ocho años, toda una marca de supervivencia, porque nosotros, dejamos de ser personas para devenir supervivientes de una catástrofe muda y tenaz. Él, no recuerdo su nombre, iba disfrazado de Arlequín. Muy joven. Vestía una chaqueta de rombos de colores caprichosamente mezclados, corta y ceñida, y unas mallas ajustadas. Un antifaz negro le cubría el rostro maquillado de blanco. Me llamó la atención la soledad que se escondía tras el rictus estúpido e insolente de aquella ninfa masculina. Desde la acera veía sus contoneos alrededor de una comparsa y, aunque inmediatamente le atribuí movimientos dudosos, no me pareció más amanerado que sus acompañantes. Detesto a las loquitas de cualquier edad; me producen náuseas. Bajé a la calle y seguí a la comparsa y, entre empujones y golpes, me hice un sitio a su lado. No fue difícil. Parecía acostumbrado a que mordieran su anzuelo. Desde la ruptura con Ángel, la pareja más duradera que he tenido, nadie me había atraído con tanta intensidad. No lo sé describir con exactitud; ahora se mezcla la máscara con la realidad desmaquillada y desnuda de la primera madrugada. Al cabo de un rato de corretear como un imbécil a su lado, él aceptó mi presencia. Estaba sumamente excitado; pensé que me iba a marear de deseo. El reía y acercaba las manos hasta mi sexo, para alejarlas inmediatamente. Así durante lo que me pareció una eternidad. Hubiera dado mi mano con tal de pasar una noche con él. Di mucho más. La ley del deseo, que es tan ciega como la de la justicia, se impuso gracias al esplendor imaginado que ocultaba el disfraz. El juego, en la casa que me habían prestado mis amigos, empezó poco después de la madrugada del sábado y se prolongó durante todo el fin de semana. Fui feliz; creo que él también lo fue. Alcanzamos una fusión misteriosa, innombrable. Una paradójica mezcla de vacío y plenitud, que sólo conocía a través de mis lecturas de los místicos, se hizo realidad en la unión de nuestros cuerpos. Cada uno de nosotros diluido en el otro. Me negaba a mí mismo para llegar al conocimiento de él que era, a la vez, yo. Dos Narcisos en uno. ¿Por qué el deseo coquetea tan peligrosamente con la muerte? No lo sé. No he hallado la respuesta ni creo que, a estas alturas, pueda encontrarla. Ni siquiera sé dónde buscarla. Aunque doctor Freud sabe mucho, le falta comprender la conexión entre cuerpo y alma que se da en el acto sexual. Nos despedimos el lunes por la mañana. No me dijo adónde iba; no me dejó su dirección ni su número de teléfono. Ni siquiera me besó. A mí tampoco me pareció oportuno forzar un encuentro que sabía no repetiría la química especial de aquellas dos noches. No le guardo rencor. Cuando el médico me comunicó el diagnóstico quise vengarme del destino, y no de él, porque ambos habíamos sido como marionetas en sus manos. Por primera vez en mi vida, que a partir de entonces iba a ser, como para todos, no te engañes, un largo puente hacia la muerte, me sentí solo. Una soledad mutilada y viscosa, parecida a la que provoca el dolor sentado en las entradas de los templos de la India. Ya ves que soy un hombre viajado, pero nada me ha hecho comprender más al ser humano como esa conciencia de muerte que te proporciona el Mal. Cuando me miré en el espejo después del diagnóstico intuí que había perdido para siempre algo esencial de mi condición humana para adquirir, no te extrañe, algo superior, divino, si quieres. Aterrorizado rompí la luna; el que yo había sido antes de la conciencia del Mal ya nunca podría reconocerse en los fragmentos que acechaban desde el suelo. Su historia había dejado de interesarme. No obstante, una enfermiza curiosidad por la muerte me esclavizaba a sus palabras, a esa nueva condición de dios que le había proporcionado la posesión del Mal. A partir del episodio del espejo, prosiguió, una fuerza indescriptible le había impulsado a reproducirse, a sobrevivir en el Mal que podía inocular en los cuerpos de quienes se le acercaron en aquellos primeros momentos de rabia e impotencia, pero también de plenitud, prosiguió Pepe. Pensó que era el empuje de la muerte el responsable de la codicia y el deseo de quienes, seguro, se acercarían a él en busca de placer o dinero. En una de aquellas noches salió a tomar unas copas. Necesitaba El grito, Nelson Ramos (1964) encontrar a alguien en quien derramar su desasosiego. Alguien sin nombre en quien reproducirse, como había sucedido con él. Dicen que cada uno de ellos se lleva, al menos, a otro por delante. Al fin y al cabo, pensó, no tenía ninguna razón para ser prudente. Le fascinaba el poder que le otorgaba la infección, la posibilidad de decidir en silencio sobre la vida y la muerte de otro. Fue de bar en bar durante varias horas, sin pensar en el trabajo que debía realizar a primera hora de la mañana del día siguiente. Al cabo de tres o cuatro rondas se sintió algo mareado, pero tan solo como al principio. En el quinto bar un pobre diablo se le acercó. El rostro ligeramente maquillado contrastaba con la barba hirsuta y las cejas depiladas del travesti. Parecía una máscara hueca con un par de agujeros dispuestos a ser cubiertos por el resentimiento. Tenía los labios pintados de rojo. Quería rollo por una noche, 'sin compromiso', así se lo dijo y Pepe sonrió. ¿De verdad creía aquel desgraciado que puede existir sexo sin compromisos? Sintió asco, ganas de vomitar. No sabía si por el gesto repugnante del travestí o por el deseo de destrucción que lo impulsaba. Pagó rápidamente y se lanzó a la calle. Por la mañana fue incapaz de levantarse. –El Mal te obliga a hurgar –siguió sin quitarme la vista de encima– en los recodos más escondidos de ti mismo. Esclavo de la idea de sufrimiento nece- sitas encontrar una razón a tanto despropósito. He deseado tantas veces ser culpable. No he podido. Si hubiera sido capaz de sentir culpa hubiera encontrado una justificación para ese leviatán sanguinolento y tibio que me ha transfigurado la vida. Pero no tenía ni tengo conciencia de pecado. Por el contrario, me siento poderoso. Porque conozco. ¿No lo dice así en la Biblia? ¿No dice que el conocimiento engendra dolor? Sé que mi identidad física y mental ¿dónde situar las fronteras? ha cambiado, a pesar de que las diferencias no sean todavía palpables. Tampoco soy el mismo para los demás; provoco pesadillas en quienes conocen mi perturbación. ¿Crees que no me doy cuenta? Veo en tus ojos la angustia que te provoca mi enfermedad. Sabes que tú puedes ser yo; cualquiera puede ser yo. Te espanta que tus miedos desaparezcan tras el nombre de la enfermedad. Te quedarías sin escudo, sin protección para la vida. Sucumbirías. No pierdas cuidado, no tengo la intención de tranquilizarte. Algunas mañanas, todavía me cuestiono y pienso sobre mi nueva identidad. No sé quién soy ni dónde están los límites de mi dominio o de mi servidumbre. El Mal y yo nos hemos confundido en un único nombre. Estar como a las puertas de la muerte a diario es lo más extraordinario que me ha ocurrido en la vida. Los espacios han perdido significado. Siento que hoy puedo estar en mí y mañana en ti y conformar un nosotros repara- dor y complaciente. Los demás también parecen percibirlo así; lo noto en las situaciones más comunes. ¿Te has fijado cómo se comporta la gente en el metro ante un apestado? Algo parecido ocurre cuando alguien se entera de mi nueva condición. Al escuchar las últimas palabras intuí la catástrofe que se insinuaba detrás de su rostro aparentemente tranquilo. No pude soportar las palabras del Mal. No le amparaba ningún derecho a hablar de nosotros; ningún derecho a hacerme cómplice y partícipe del Mal. El Mal era suyo, única y exclusivamente suyo. Y los problemas existenciales que comportaba, también. No tenía ningún derecho a mezclarse en mis asuntos ni a involucrarse en mi vida. Que me dejara en paz. Su historia me hacía daño. Necesitaba escapar. Salí a la calle aterrorizada; necesitaba respirar. Sin una despedida ni una palabra de disculpa. El sol empezaba a declinar. Los turistas paseaban con aire indolente; algunos se detenían a mirar los escaparates. El olor de las barbacoas de las terrazas se mezclaba con la brisa salada del verano. El mundo no había cambiado, pensé aliviada mientras apresuraba el paso camino de la estación e ignoraba a aquellos dos esperpentos que me hacían señas desde la puerta del restaurante y gritaban al unísono. –¡Regresa, querida! Te has olvidaM do de pagar tu parte. 29 BOOKWORM DE LUXE Te he cambiado por el bookworm de luxe; en lugar de las cálidas noches desnudas sorbiéndonos los sexos, juego hasta el amanecer a formar palabras; AMOR cien puntos. OLVIDO quinientos DESAMOR seiscientos Caen las letras como la saliva caía en nuestros cuerpos las fichas rojas anuncian un incendio que ya no es de nuestras vulvas y drogo mi insomnio senil con la musiquita del ordenador como antes escuchaba en mi hombro tu respiración. Te he cambiado por el bookworm de luxe y te aseguro, me va bien el cambio: como las grandes catástrofes, una vez que han pasado, se siente dolor, pero no miedo. Extraña civilización ésta en la cual a las dos de la mañana de cualquier martes de cualquier jueves o domingo dieciocho mil tipos y tipas según los cálculos del ordenador están enganchados a pasatiempos infantiles («disponga las figuras en sus huecos respectivos») cincuenta y seis mil a guerras de marcianitos ochenta mil a simulacros de fútbol en lugar de hacer el amor Extraña civilización ésta en la cual a las dos de la mañana de cualquier martes de cualquier jueves o domingo cientos de miles de personas están circulando por la red con mensajes abreviados en lugar de tocarse mamarse lamerse acariciarse. Como un regreso a la infancia Lugar que quizás nunca abandonaron. 30 CONSIDERANDO CRISTINA PERI ROSSI Teniendo en cuenta y considerando el progresivo deshielo de los mares el efecto invernadero la veloz extinción de algunas especies de mamíferos el hambre en África las guerras religiosas en Oriente el contagioso Sida los cientos de miles de mujeres asesinadas por sus hombres más cercanos la infibulación de niñas y adolescentes la caída del dólar los sádicos que torturan niños el turismo sexual en Tailandia el numeroso grupo de dictadores en el mundo el aumento de las mafias el tráfico de órganos CONTRA EL AMOR NADA PUEDE el tráfico de armas LA INEXISTENCIA DE LA AMADA el tráfico de blancas las matanzas y genocidios Cuando consigo separarte a vos el cáncer y los accidentes automovilísticos de la fantasma a la que amo me quedo más sola que nunca el hecho de que tú y yo ya no follemos ¿cómo hacerle el amor a una fantasma? es sencillamente irrelevante. Y, especialmente, ¿cómo dormir con la fantasma? ¿Cómo pasear con la fantasma? ¿Cómo matar a la fantasma? ¿Cómo vivir sin la fantasma? La fantasma es intangible inodora incolora incorpórea inconsútil innombrable por eso, de vez en cuando, coloco a la fantasma sobre un cuerpo cualquiera y entonces creo estar amando por fin a la fantasma pero siempre me equivoco y al fin me quedo sola sola con la fantasma es decir más sola que nunca. Una voz interior me grita: mata de una vez a la fantasma. Pero sé que no hay cuchillo que la mate ni arma arrojadiza ni veneno mortal ni precipicio Carezco de instrumento para matarla. 31 HEGEL PARA CLARINETE Rafael Cippolini 32 "Al alba un rumor gruñe / De la barba de los mil gritos / La trompeta de barba muge / Mañoso viejo maldito (...)" Jean Dubuffet "Aunque nuestra información es falsa, no nos responsabilizamos por ella" Erik Satie os dos musicólogos desvariaban. Alguien comenta: «a principios de 1961, en pleno invierno, Asger Jorn –sí, sí, el vikingo, el situacionista danés que soportaba como pocos los berrinches y malhumores de Guy Debord– se instaló en la casa de Dubuffet con su trompeta y su violín. Se habían cruzado un par de veces en trasnoches organizadas por patafísicos –los dos eran miembros del Collège: Jorn regenciaba los eventos de marmitología vandálica y Dubuffet, Trascendente Sátrapa, se dedicaba a hacer de sí mismo y quién sabe qué más. Éste había comprado un magnetófono y grababa las improvisaciones y acumulaba decenas y decenas de cintas. Ejecutaban muchos instrumentos que no tenían ni idea cómo tocar –se los facilitaba Alain Vian, que se dedicaba al comercio de elementos musicales– en sesiones de hipnotismo despiadado. Estos brutos mezclaban y ensamblaban y regrababan durante días y semanas y no tanto después hicieron esa serie de discos que financió Cardazzo: uno de estos fue aquel en que Dubuffet declamó, absolutamente ebrio, su poema ‘La flor de barba’. Se sentaba frente a su piano y movía lentamente las manos sobre el teclado, sin rozar siquiera las teclas. Parece que Cardazzo cierta vez le preguntó: ‘¿y eso por qué?’ y Dubuffet le dijo: ‘eso, mon cher, eso fue Madame Sati’». L Tibor Altmann es o era húngaro. Nadie sabe cuándo llegó a Buenos Aires ni cuando partió. Pero fue patafísico y amigo de patafísicos (de Albano Rodríguez, Juan Esteban Fassio, del gordo Fassulo y también de Jaime Rest) y a mediados de los cincuenta manuscribió ese bre- ve texto Hegel para clarinete Bis! Bis! donde probaba que el Satie de Dubuffet no era Erik sino su misteriosa hermana Olga, la misma que dijo: «Mi hermano siempre fue difícil de entender; ni siquiera parece que alguna vez haya sido perfectamente normal. Y era en realidad un espiritista más que un verdadero místico». Dubuffet escribe sobre su infancia en El Havre, donde nació con el siglo: «(...) Se encontraba también en el salón un piano, ante el cual tenía la obligación de hacer cada mañana ejercicios durante media hora antes de salir para el liceo. Al correr de los años le tomé gran afición y le dediqué más tiempo.» Treinta años antes, el viejo Nicolas Fortin, nativo de El Havre, se había hecho cargo de la vida de su sobrina nieta, la hija de Jules Satie, cuando éste enviudó. Erik, dos años mayor que su hermana, había sido enviado como pupilo al Collège de Honfleur. Ucronías retrospectivas: el concepto de ucronía, investigación ficcional de la Historia a partir de la modificación imaginaria de un hecho clave es por definición invariablemente prospectivo (pongamos a modo de ejemplo otra vez el magno antecedente legado por Pascal, 1640): «Cromwell estaba a punto de devastar toda la cristiandad; la Familia Real se hallaba perdida, y la de él era poderosa; de no ser por un granito de arena que se le metió en su uréter...» Así lo quiso Charles Renouvier, célebre neokantiano que en 1876 publicó su máquina de guerra contra el determinismo historicista: «Ucronía. La utopía en la historia. Bosquejo histórico apócrifo del desenvolvimiento de la civilización europea no tal como ha sido sino como habría podido ser». Ahora ¿y si las líneas imaginarias avanzan desde la modificación inexistente de un hecho clave, pero hacia el pasado? 1919. Dubuffet: «A aquella edad (18) estaba constantemente a la caza y cualquier falda me inflamaba, sin tener no obstante más que amores efímeros. Tuve uno con Béatrice Hasting, elegante inglesa, de la que estaba muy enamorado: era la amante de Modigliani. Me reprochaba mi forma de comer porque pasaba el tenedor de la mano izquierda, para cortar, a la derecha para acercarlo a la boca. Aprendí de ella el arte de extender con el cuchillo una pequeña porción de verduras sobre un bocado de carne pinchada en el extremo del tenedor y comer con la mano izquierda». Tibor Altmann. Manuscrito de «Un buen drama y a meditar: para un narciso». Leemos: «El jovato chocho le serruchó la jarana: Olga había pasado un tiempo feliz en París –allá por 1887, cuando su hermano le dedicó el ciclo de canciones que tituló Sylvie– pero su tío abuelo la regresó a los tumbos a El Havre y la casó con PierreSperator Joseph-Lafosse –¿el médico o el jardinero?– diez años antes de que Jean venga al mundo. Olga tenía 23 años. Quedó viuda en otoño, justo antes de dar a luz». 1923, 1924. Dubuffet: «Por la tarde, tan pronto terminaba mis obligaciones, me apresuraba a reunirme con la 33 gentil esposa de Fernand Léger, con la que mantenía un apasionado idilio. Era una relación consentida por él. Incluso se dio el caso de presentarse en mi casa por la mañana y llevarnos croissants a la cama». 1924. Erik Satie, de 57 años, se harta de Cocteau, Poulenc y Auric tras los escándalos de Montecarlo (se habla de homosexualidad y opio). Escribe, entre febrero y mayo, el ballet Mercure con Picasso. Las mujeres de los artistas y la gastronomía. Los celos son directamente proporcionales al sabor y las ucronías retrospectivas también admiten los paralelismos ¿por qué aquellos de El Havre que quieren ser normales se embarcan hacia Buenos Aires? Los más bellos jardines de la Normandía y sus más respetables y finiseculares diplomáticos provienen de la familia Lafosse que, desde 1902, nada saben de una pariente política que renuncia a su pequeño hijo y parte hacia el fin del mundo. El mismo año que nace Marlene Dietrich, Paulette Darty, la reina del vals lento, se interesa por Je te veux de Satie. Olga y Erik ya nunca se verán. 1924. Dubuffet: «Cualquier panadero me parecía un poeta más auténtico que los que llevaban ese título. Me vi atascado en una vía muerta y, después de unos meses de titubeos, decidí volver al punto de partida y dedicarme a 34 la vida práctica activa. Me había desembarazado de todos mis libros y cuadernos, había hecho trizas todas las pinturas excepto siete u ocho pequeños lienzos (...) Me resolví a partir a un lugar lejano. Elegí Argentina porque allí vivía un hermano menor de mi madre un poco descarriado (...) Aprendí español con avidez durante el viaje en barco que duró tres semanas con escalas en Dakar, Montevideo y Río». Cuando Dubuffet pisó Buenos Aires, Olga Satie-Lafosse (utilizó hasta su muerte su apellido de casada) tenía 53 años y llevaba más de dos décadas ganándose la vida como profesora de piano. Era verano en Buenos Aires. Poco después, su hermano Erik escribe el «ballet instantanéiste» Relâche, inspirado en un texto de Blaise Cendrars. Muere el primero de julio del año siguiente, adelantán-dosele en 23 años. Eva García, Regente de Náutica Epigea Consorte del Collège de Pataphysique (y difusora de las ideas de Dubuffet en Buenos Aires): «Hegel para clarinete también era el título con el que Tibor Altmann había bautizado una extraña milonga de su autoría. Tibor se había hecho amigo de la Señora Paulina, vecina y amiga de Madame Satie. Paulina fue quien le contó que Madame Satie solía hablar de un joven técnico de El Havre que muchos años atrás la había visitado y que poco después se había convertido en un próspero traficante de vinos en Les Halles. Tibor afirmaba que Dubuffet, en realidad, había llegado a la Argentina tras el misterio de Madame Satie y fue inspirado por esta hipótesis que escribió esa milonga». Dubuffet en Buenos Aires: «Alquilé una habitación barata. Era pleno verano en aquel hemisferio, el calor era sofocante y no tenía ropa ligera. Tras unos días de ansiosa búsqueda me contrataron para un trabajo que no quería nadie, consistente en quitar el óxido, a base de frotar, a estructuras metálicas peligrosamente elevadas. Conseguí encontrar a mi tío pero estaba en una situación difícil y no en condiciones de ayudarme. Le hacía gracia mi determinación de hacer cualquier cosa excepto trabajos de índole artística, única cosa en su opinión de la que sabía yo algo». Poco se sabe de la milonga de Tibor Altmann (Eva García solía tararear los pocos fragmentos que recordaba) pero parece que su intención fue el tremendo oxímoron de pensar melódicamente el arte bruto desde Satie o a Satie desde el arte bruto. Nadie sabe qué fue de Tibor Altmann. Solo se conservan sus cartas, sus papeles, algunos dibujos. Tibor Altmann: Líneas imaginarias que avanzan desde la modificación imaginaria de un hecho clave, pero hacia el pasado. Desistir, pero insistir. Sístole, pero diástole. Los dos musicólogos siguen desvariando: «–La ucronía retrospectiva es, por definición, arqueologizante. Cuando escuchamos una armonía tenemos que ser conscientes de qué le estamos haciendo a esa armonía. Escuchamos Satie y escuchamos un tango al que se le elongó el dos por cuatro. Eso es Dubuffet, eso es el arte bruto. ¿Por qué Satie debe ser siempre tan igual a las escuchas que nos han enseñado de Satie? Acabemos con la cultura asfixiante. Ahora escucho Satie y escucho un tango. –Por suerte, ahora un tango no es más un tango. Nuestro tango es Dubuffet». Dubuffet en Buenos Aires: «Me contrataron en una empresa de calefacciones para calcular las dimensiones de los radiadores en función de diversos coeficientes dados. Utilizaba a este fin una regla de cálculo y debía completar los planos y sacar duplicados al trasluz. Mis comidas consistían generalmente en barritas de pan. Por las tardes, a solas en un café, pasaba una hora o dos escuchando obsesivos tangos. Al cabo de unos meses me pareció que mi educación con vistas a la vida activa iba a ser muy lenta y azarosa en un país cuya lengua hablaba mal (...) Después de otras tres semanas de travesía, se produjo el regreso a la casa familiar, pero ya no era la de poco antes». Imposible que lo fuera. Ucronía retrospectiva: con el regreso de Jean Dubuffet a El Havre, el pasado de Olga Satie-Lafosse en aquel sitio tampoco sería el que había sido. M Imágenes: Sin título, Nelson Ramos (2004) 35 CAMAFEÍSMO DEL INSULTO EN EL '900 MONTEVIDEANO* Herrera y Reissig y De las Carreras intervienen en la polémica Ferrando-Papini Aldo Mazzucchelli 36 E l texto que aquí se transcribe y da a conocer fue, probablemente, una contribución desinteresada de Herrera y Reissig –y de Roberto de las Carreras– a la agria polémica entre Federico Ferrando1 y Guzmán Papini y Zas,2 que culminó cuando, en un episodio casual, Horacio Quiroga mata de un tiro a su íntimo amigo Ferrando, el 5 de marzo de 1902. Tal polémica es bien conocida en medios literarios en el Uruguay.3 Comenzó cuando Papini publicó una silueta de Ferrando (o mejor dicho, cuando Ferrando se atribuyó una silueta literaria publicada sin referente explícito por Papini), en La Tribuna Popular, el 26 de febrero de 1902. La silueta, titulada «El hombre del caño», hacía sobre todo caudal de la presunta falta de higiene del literato al que se aludía. Al día siguiente, Ferrando se pone el sayo en El Tiempo, en donde publica una breve nota, en la cual explica que la causa de haber sido atacado por Papini es que él había publicado antes algunas críticas a un libro de versos de aquel. En un tono circunspecto y elegante le informa a Papini que cuando él quiera, está dispuesto a dirimir el asunto en el campo del honor. Papini sube la apuesta, y aprovecha esa respuesta para, el 1º de marzo, titular su siguiente artículo, con sorna, «¡Apareció el del Caño!». En él adopta primero un tono de chanza, insistiendo con la acusación de falta de higiene de Ferrando, a quien identifica como «crítico» –dando quizá pie así a la inferencia de causas que había hecho éste en su nota del día 27. No obstante, ese estilo en apariencia liviano se vuelve sombrío al final, cuando Papini cambia abruptamente a la amenaza, y escribe: Para calmar las excitaciones nerviosas de esos enfermos, las píldoras de plomo del Dr. Smith Wesson son las recomendadas por la experiencia. Esas píldoras se compran o se encuentran, si se buscan. Esa amenaza se volverá en trágica premonición cuando los acontecimientos se precipiten en los días subsiguientes. Ferrando, aparentemente motivado por la amenaza de Papini y por la perspectiva de un duelo que él había apurado y veía ahora cercano, manda comprar un arma de fuego, una pistola Laufaucheaux, y cuando Horacio Quiroga vuelve de un viaje el día 5 de marzo y lo visita para ponerse al tanto de estas últimas novedades, sucede, a las 6:45 de la tarde, lo que la misma Tribuna Popular narra en su edición del 6: Mientras Quiroga se ocupaba de inspeccionar el arma y cargarla a la vez, los hermanos Ferrando que se hallaban sentados en la cama, observaban la operación. Quiroga se hallaba frente a Ferrando y después de cargar el arma al cerrar los dos caños para asegurarla se le escapó un tiro, hiriendo de tanta gravedad al joven Federico Ferrando que dejó de existir casi instantáneamente. El proyectil le penetró por la boca y quedó incrustado en el hueso occipital. En la misma edición del periódico, en la columna adyacente, se recuerda que Prudencio Quiroga, el padre de Horacio Quiroga, había muerto también en frente a su hijo, por la descarga accidental de una escopeta de caza. La participación de Herrera y Reissig y De las Carreras La clave para apreciar la intervención de Herrera y Reissig y De las Carreras en el episodio está en la segunda contestación de Ferrando a Papini. Esa contestación, que salió en el periódico El Trabajo el 4 de marzo, contiene una serie de párrafos y referencias que revelan tal participación, y que muestran que Ferrando empleó el texto que hoy transcribimos, de Herrera y Reissig, como fuente para esa última, y por cierto violenta, respuesta. Comienza Ferrando diciendo nuevamente que Papini es un cobarde y que ha rechazado el enfrentamiento a duelo que él dice haberle propuesto. Luego revela la presencia de terceros que le arriman datos sobre su oponente: «Por otra parte, los informes que me llueven a propósito de la larga vida de este desventurado, se acuerdan magníficamente con este hecho culminante de su existencia miserable (…)» Pasa Ferrando entonces a recordar episodios de cobardía, que habrían tenido como protagonista a Papini, en el transcurso de «la revolución que concluyó en Piedras de Espinosa».4 Aquí está ya bebiendo directamente del manuscrito herreriano, que dice: En la última campaña revolucionaria de Piedras de Espinosa, el Tirteo Guzmán Papini tuvo una figuración brillante, debajo de las carretas, donde se le halló sin conocimiento, trémulo de espanto, clamando por la familia. El segundo momento en que Ferrando parece refundir la colaboración oculta de sus corresponsales Herrera y De las Carreras, es en el siguiente párrafo. Publica Ferrando: En este país, leer cualquier cosa que otros no lean pasa por ser obra de talento. Guzmán leyó y plagió. Primero a Lugones, y estos plagios pueden verse en las composiciones que publicó en «La Revista Nacional»; después a Díaz Mirón, a Gutiérrez Nájera y a Flores, luego a Balart, más tarde a Andrade, Zorrilla, Bécquer, Vicente Medina, Herrera y Hobbes,5 Rueda, etc., etc., y ahora plagia a Darío y vuelve a Rueda, lo cual es la agonía postrera, y roba sus consonantes a los sonetos de Los Arrecifes de Coral. Herrera había escrito: [...] plagiario evidente de Olegario Andrade, Díaz Mirón, Manuel Flores, Leopoldo Lugones, Gutiérrez Nájera, Vicente Medina, Herrera y Hobbes, Federico Balart, Quiroga, Zorrilla de San Martín, Becquer, Ruben Darío, Almafuerte, Eliseo Ricardo Gómez y cuanto poeta existe en América. El concepto es el mismo, sólo el orden de los nombres se ha alterado. Otras referencias comunes difícilmente sean obra de la casualidad, como la mención al «colmillito» de * El texto se presenta como anticipación del Tratado de la imbecilidad del país según el sistema de Herbert Spencer, libro escrito por Julio Herrera y Reissig entre 1900 y 1902, hasta ahora inédito, que se publicará próximamente, como resultado de una investigación llevada a cabo por Aldo Mazzucchelli a partir de los manuscritos existentes en la Biblioteca Nacional del Uruguay. 37 Papini que hace Ferrando, que sigue la hecha al «colmillo elefantino cascado por la blenorragia» por parte de Herrera, o las referencias al mayor Isasmendi y el rol de ayudante de Papini en sus aventuras amorosas, que están en ambos textos; el párrafo criticando la variabilidad política de Papini, la idea de que éste se ofreció como «camarero» al Club «Vida Nueva», etc. y Reissig. En cualquier caso, la tantas veces mentada colaboración entre Herrera y Reissig y De las Carreras tiene, en estos fragmentos, una prueba difícil de rebatir. Estos manuscritos demuestran que la colaboración llegó a niveles estrechos, con textos de puño y letra de ambos en una misma hoja de papel, y con temas abordados por ambos con un estilo más que similar. Las semejanzas entre el texto de Herrera y el de Ferrando son notorias y evidentes, y prueban la participación del primero en el texto del segundo. La sospecha sobre esta colaboración en algunas diatribas es un tema alguna vez mencionada por la crítica que se ha ocupado con cierto detalle de estos dos personajes del '900. De acuerdo con las investigaciones inéditas de Roberto Ibáñez –quien apunta ya la posible participación de Herrera y Reissig en la polémica Ferrando-Papini–, César Miranda, cercano amigo de Herrera y Reissig, había afirmado que el ataque de De las Carreras a Vasseur «fue escrito, parcial o totalmente por Julio, pues Roberto se hallaba entonces deprimido y sin vena». A su vez, en la décima epigramática insertada en sus «Palabras del buen ladrón», con que Herrera respondió en polémica con De las Carreras en 1906, describe Herrera a su hasta entonces amigo Roberto como: «aquel que requiriera –(exhausto por la derrota, chupado por el vampiro de la fatalidad en sus naufragios morales, enfermo, cálido del pensamiento)– mi salvavidas literario, esto es, páginas enteras que yo he cincelado y que él firmara». *** Un párrafo merece, aquí, el rol de Roberto de las Carreras en el episodio. Durante nuestra investigación y transcripción de manuscritos en prosa inéditos de Herrera y Reissig que se encuentran en la Colección particular de ese autor en el Departamento de Investigaciones y Archivo Documental Literario de la Biblioteca Nacional en Montevideo, para la prevista publicación de su monumental Tratado de la imbecilidad del país según el sistema de Herbert Spencer, hemos encontrado un indicio claro de la misma, que se encuentra en el verso de uno de los folios en los que, en el recto, Herrera escribía su capítulo sobre «Etnología Medio Sociológico» del antes mencionado Tratado… En esa hoja, con la caligrafía inconfundible de De las Carreras, hay escrito un párrafo, precedido por un número 2/, lo que indica que se ha perdido la página anterior de este texto. Ese párrafo es el siguiente: El ignominioso poetastro Guzmán Papini y ¡Zás! (ex-repartidor de mercado…) modelo de asco… Versificador de una dulzonería repulsiva, ídolo de la plebe, adulador nacional, príncipe del ripio, estólido, chato, palafrenero, [lamido] detritus social, plagiario impávido y reconocido de Balart, Díaz Mirón, Olegario Andrade, Vicente Medina (español), Gutiérrez Nájera y cuanto poeta hay en Sudamérica. Cobarde, mandria, deshonra de su sexo, insulto a la civilización, lacra de hombre, hijastro de la Naturaleza, Triboulet, hambriento camaleón político, plebeyo, molusco repulsivo cuya catadura viscosa revela un abolengo de carnicería. Juan Francisco Piquet, un viveur, un bellaco, un rufián que ha hecho la […] de los turisferarios. A primera vista, el fragmento es muy similar a una serie de pasajes en el texto completo que tenemos de Herrera y Reissig, lo cual ya representa un problema. A éste, se agrega otra complicación en la última línea, pues en ella el texto parece continuarse con una nueva sarta de insultos, dirigida ésta a Juan Francisco Piquet. ¿Qué significaría tal «continuado» de insultos literarios? ¿Escribió primero uno de ellos –Herrera o De las Carreras– un «modelo» de diatriba, aplicado en serie a diferentes personajes, que luego el otro desarrolló? ¿Se trata de un trabajo en común, que el manuscrito herreriano resume? ¿Había en el texto contra Papini escrito por De las Carreras una mención a Piquet?... Como se verá en seguida, es probable que el creador de este estilo sea, dentro del par al que nos referimos, Herrera 38 De ser cierto lo que afirman esos testigos directos, y lo que el mismo Herrera indudable aunque indirectamente señala, podríamos sugerir que el principal inspirador de este estilo acumulativo de insultar en el '900 fue Julio Herrera y Reissig, pese a que el único texto público que expone tal estilo es uno que De las Carreras firma, en su polémica con Álvaro Armando Vasseur de junio de 1901, y que comienza «Armandito Vasseur a quien todos conocen en Buenos Aires por los deliciosos epítetos de Ovejita, Cachila, Ovejita loca (Florencio Sánchez), Sulamita […]». Si esta es marca del estilo herreriano, como sospechamos, esta diatriba acumulativa firmada por De las Carreras vendría de aquellas páginas que Herrera y Reissig recuerda haber «cincelado» a pedido de su amigo. Roberto Bula Píriz, por su parte, ha afirmado que Herrera había escrito este manuscrito de «El Payador…» contra Papini en 1908, cuando Herrera «se disgustara» con éste.6 De ninguna manera puede, este manuscrito sobre el que hoy escribimos, ser de 1908. Aparte de las coincidencias mostradas con el texto de Ferrando de 1902 y de la mención al levantamiento de Zenón de Tezanos en 1899 como «la última revolución» –lo que circunscribe temporalmente el texto como anterior a 1904–, hay que agregar que, para 1908, el estilo herreriano estaba, en público y en privado, alejado de aquel arte del insulto que cultivó con cuidado de orfebre en los primeros dos o tres años del siglo. Sobre el ejercicio del camafeísmo del insulto Estas polémicas plantean al lector al menos dos problemas, aparentemente de índole diferente, que creo sin embargo que, por virtud de la síntesis que obra la literatura, se funden en uno solo. El primero de ellos es estético, el segundo es, por así decirlo, moral. Comenzando por el segundo, una de las impresiones que puede dejar el texto es de –a veces intenso– desagrado. El hecho mismo de acumular calificativos denigrantes, todos ellos de índole personal y no conceptual o doctrinaria, puede apartar con un gesto de rechazo o desdén a algunos lectores. Esa ha sido la tónica con que alguna vez la crítica ha recuperado estos textos, e incluso, por supuesto, una reacción común en el momento mismo de su publicación –como lo testimonian breves notas que los periódicos a menudo publicaban deslindando responsabilidad con el tono de los contendores. Se ha reprochado a estas polémicas literarias del '900 el haber sido, las más de las veces, de índole «egocéntrica» y «personal», dejando de lado otras formas de argumentación –otras formas de las que es muestra, por ejemplo, la polémica de época cercana entre Pedro Díaz y José Enrique Rodó.7 Es ese, especialmente, el reparo con el que Emir Rodríguez Monegal las presenta en Número8 en la primera de las reediciones de piezas de parecido tenor que se ensayará. Allí dice el crítico que la polémica «como género literario no ha logrado desprenderse en nuestro país de los vicios […] de una formación […] típicamente demagógica», y al lamentar que los polemistas hayan intentado siempre «causar el mayor daño posible al adversario, entendiendo por tal a la persona y no a la posición intelectual de la misma», observa que «nunca se ha atacado la substancia misma de la polémica». Habría podido, quizá, observársele a Rodríguez Monegal –quien se inclina aquí por el enfoque moral–, que, en el caso que nos ocupa y en muchos otros, no hay otra sustancia de la polémica que la consumación de la propia estética, la exhibición del propio estilo, haciendo uso para ello de la figura moral de alguien a quien, más o menos ocasionalmente, se ha identificado como enemigo. Las polémicas del '900 son torneos de estética verbal en los que ganará no el que tiene más sólidos argumentos, sino el que escribe mejor. Los rivales, simplemente, no están debatiendo en términos ideológicos, sino que compiten por el laurel de escritor más brillante. Sus calificativos no están al servicio de la ética, sino de la estética. Y este, el de la estética, es la otra cara del problema, y permite desarrollar una mirada distinta. Para comenzar, es casi ocioso decir que hay una deliberada voluntad de estilo en estos textos. Ello es notorio para quien haya frecuentado más de una de estas polémicas, especialmente aquellas en las que hayan intervenido Herrera y Reissig y De las Carreras. En algunos textos de éstos, y muy señaladamente en el que transcribimos hoy, se plantea con coherencia una técnica que ambos eran muy conscientes de estar desarrollando. Así consta en el también inédito manuscrito «Prolegómenos de una epopeya crítica (A la manera de Platón)», escrito en colaboración por ambos entre 1901 y 1902, que comienza así: Julio (galante): Has metodizado una carcajada. Roberto (complicado): Has cincelado un insulto. La comprensión que tienen los autores de su trabajo es una que prioriza la risa y el estilo. La «técnica», como dicen, está presente en las dos breves valoraciones que hacen uno del otro. Esa técnica que «cincela», como dice De las Carreras, el insulto, volverá a ser mencionada enseguida: Julio: Tu obra, tu burla orquestal es una ópera en prosa. Roberto (ingenuo): ¿Como las de Flaubert…? Julio (exaltado): Eres un camafeísta del insulto! (…) Roberto: Hemos insultado a la América del Sur, desde el Uruguay hasta el istmo de Panamá. El texto contra Papini, ejemplo privilegiado de ese camafeísmo, esta vez en manos de Herrera y Reissig, se organiza en el recurso a la repetición, a la acumulación, al catálogo. La acumulación es la mímica sonora de la decoración y el mobiliario del Novecientos, imita topológicamente a la tantas veces descrita tendencia a la superposición de diversidades propia de un espíritu finisecular que ya estaba impuesto desde hacía un par de décadas en Montevideo, y sobre el que Herrera y Reissig se eleva para usarlo, al tiempo que juega, ya consciente de él, con él. Sobre esa estrategia general, una estructura en bloques temáticos, con sus crescendos y sus remates, con una hábil alternancia de insultos hechos de imágenes complejas, que luego son aliviados por ametralladoras de epítetos, cada uno de éstos, una sola palabra. Capítulo aparte, que no se puede desarrollar aquí, es el trasfondo ideológico y la cosmovisión que emplea Herrera para edificar la catacumba de sus insultos. Y por cierto, la identificación de la patología, de la «enfermedad», amparada en el arsenal de definiciones que la «ciencia» proveía por entonces, es criterio central para delimitar los territorios valorativos de esta prosa. El punto de convergencia entre las nociones de «patología», «sexo» y «raza» que sugiere Gilman9 se realiza en estos textos de Herrera y Reissig de modo frondoso y ejemplar. La búsqueda de los sonidos precisos para permitir el fluir de esa repetición –una especie de sórdida ametralladora verbal que no deja respiro al lector en su operación de asimilación de calificativos–, junto al hallazgo repetido de metáforas e imágenes, a cuál más original y a menudo graciosa per se –además de ser de interés para la historia cultural como catálogo terminológico–, van construyendo un tejido que, por obra y gracia de ese efecto estético, termina quizá conspirando contra el efecto «moral» del que hablábamos primero. El lector, rechazado o abrumado primero por la catadura de los insultos, no tardará en empezar a disfrutarlos en su seguidilla que genera un efecto narcótico, residual, humorístico y musical a la vez. En lugar de acentuar la gravedad de los cargos levantados, la literatura empieza a tomar preeminencia sobre ellos, la estética comienza a torcerle el cuello a la ética. La risa ocupa el lugar de la seca descalificación, la relativiza, difuminando en algo la referencia personal. Después de leer un par de estas sartas de insultos, uno empieza a tener la sospecha de que el insultado es menos importante que los insultos, y que la misma técnica se aplicaría a cual39 quier «enemigo» literario de turno.10 Y cuando uno sabe, además, que esos enemigos han ido cambiando, y que con ellos a menudo los camafeístas restablecerán relaciones – las habían cultivado también antes– en poco tiempo, entonces se ve que el nivel de profundidad y seriedad ética de estos cargos que se levantan, para el caso, contra Papini, no calan tan hondo como el deseo de consumar la maestría en una especie de sub-género literario que, en su construcción en complicadas volutas de sonido e imagen, no es ajeno a la estética modernista en general. Como muestra de lo afirmado recién, cabe recordar aquí que Herrera y Reissig y Papini y Zas habían cultivado relaciones cordiales en los años anteriores. El 30 de julio de 1898, Papini publica en La Razón su poema «Tierra y Luz», que dedica «Para Julio Herrera y Reissig». A su vez, el 1º de setiembre en El Uruguay Ilustrado, Herrera y Reissig publica «Nieve floral», con una dedicatoria «A Guzmán Papini y Zas». En años que siguen a este desgraciado incidente se los encontrará de nuevo en correctas relaciones. En suma, la voluntad estética, más que el encono personal, resulta un punto clave en todo este «camafeísmo» metáfora descriptiva de estos textos que luce maravillosamente elegida por sus propios agentes. Además de las legítimas prevenciones morales que pueda despertar, alerta al lector acerca del lugar que la risa tuvo en la visión de su rol como escritores a nivel público en estos, los primeros intelectuales y artistas a la vez que se plantearon, en el Uruguay, actuar como literatos sin poner la pluma al servicio de una causa política de momento. Herrera y Reissig lo advertía en su Tratado de la imbecilidad…, donde anota: […] lo que yo escribo en estos momentos es tan hijo de la risa como de la ciencia. Bien que Voltaire haya dicho de la risa que es una ciencia burlona…. Por otra parte mis constataciones son hipótesis de hipótesis como dijo el filosofo, y esto te servirá de consuelo, lector bizantino […] A continuación, nuestra transcripción de la diatriba contra Papini y Zas escrita por Herrera y Reissig, con probable colaboración de De las Carreras, insumo de Ferrando en la polémica que apuraría el fin de sus días. 40 El Payador Guzmán Papini y ¡Zás! (que pudo llamarse Apolo) E l conocido por los nombres de lagarto viejo, concubinato, por seis vintenes, condón gastado, el varioloso metrómano, el inspirado imbécil, el pollino trilingüe, el crédito de la estupidez montevideana, el derrengado chacuero, el repelente plagio de hombre, el espermatozoide atáxico, el fenómeno conyugal, la reencarnación de Bertoldino, el atentado a la virilidad, la caricatura de Cuasimodo, el curculio del chapatal, el microcosmos de bellaquería, el babuino masturbador, el bagazo diarreico, el descrédito de los apellidos terminados en ini, el badulaque de los arrabales, el patentado tilingo, el bodrio mantecoso, el desperdicio de los contubernios, el cacófago, el bandullo, la bazofia, la excrecencia de los conventillos, el miserable cuartago, la cagarruta humana, el estantigua de carnestolenda, la hidra de las zahúrdas de inquilinato, el ludibrio de su sexo, el calabacinate de la chusma, el camastrón indigno, el muérdago de la calle Santa Teresa, la carcoma de los cuchitriles, el cobijero profesional, el mito pringoso, el villano, la escolta de la mulatería entronizada, el arquetipo de la miseria, la cábala de la imbecilidad triunfante, el bípedo deformado cuya burlesca humanidad, orgullo teratológico, debiera ser contratada por algún museo del Viejo Mundo, el abanderado hipócrita, el conductor esotérico de todas las infecciones, el pólipo de su raza, el hervidero de microbios internacionales, cuyas emanaciones se recomiendan para estornudar, el pasivo de los tipógrafos de la Tribuna Popular en el Reducto desde su infancia, donde fue varias veces apresado por vicios hermafrodíticos en la vía pública, el cocotte de los creófagos nocturnos que duermen en los bancos de la plaza Independencia, el ex-favorito del cocinero del restaurant Papini (que perteneció a su abuelo), el desgonzado, el desvencijado, el resquebrajado, el pateado, el gonorreico, el bisexual Guzmán Papini (alias el impoluto), ex despachante de carnicería, nacido según declaraciones de varios parientes a la intemperie en una barraca del camino de Millán, de estirpe inmigratoria, quintaesencia del guarangaje, maricón hidrófobo, rata intoxicada, adulador misérrimo, falsario célebre, insultado hasta por los reos, hambriento de empleomanía; famoso por sus apetitos de gato cachondo en el Café de la Unión (Calle Yerbal), mucamo del club Vida Nueva, antiguo caftén del Reducto, de quien se ríen en la propia cara las Maritornes de Montevideo; cuyo retrato sirve de mofa en las redacciones de «La Mosca» y del «Quijote», Guzmán Papini, que debiera hallarse en la Casa de Aislamiento, foco vivo de epidemia, que se lava por capricho y eso tan sólo el día de su cumpleaños; Guzmán Papini, el famoso tercero que le buscaba las queridas a Isasmendi, el laureado payador de esta comarca, se ha vuelto loco (lo que es raro, porque jamás un imbécil se vuelve loco) como lo prueba el haberse atrevido a manosear mi augusta furia, a morder mi cauda de intelectual con su colmillo elefantino cascado por la blenorragia, a roer villanamente con sus uñas enlutadas de minero carbonífero la higiénica excelencia de mi gusto estético. Guzmán Papini, que antes de ser alienado tenía la enfermedad en potencia (traslado a Spinoza), es un isquemiado común, un macrobio deletéreo, un anormal inferior en el cual el psiquiatra hallaría enormemente desarrollada la protuberancia del idiota. Es un acorchado megalómano, un Musolino plebeyo de la literatura bandolera, un chalán del contrabando artístico, un buharro, un murciélago de biblioteca, un salteador de libros, un ladrón alevoso de metáforas, plagiario evidente de Olegario Andrade, Díaz Mirón, Manuel Flores, Leopoldo Lugones, Gutiérrez Nájera, Vicente Medina, Herrera y Hobbes, Federico Balart, Quiroga, Zorrilla de San Martín, Becquer, 11 Ruben Darío, Almafuerte, Eliseo Ricardo Gómez y cuanto poeta existe en América. Usa este efebo imprentil, en sus payadas ridículas, de una dulzonería de melón criollo y de licor de rosa. Su sentido filarmónico es el de un lagarto; sus estrofas lunancas, despernadas, desfondadas, detríticas, tartamudas, asmáticas son un empedrado de trivialidad soporífera, un babeo de reminiscencias. Dijéranse cachuchas antieufónicas, zipizapes de disonancias, coheterías de necedades con puntos admirativos, cumbres arrítmicas, macabras polimétricas, ensaladas de consonantes que dan jaqueca al sensorio, que dislocan hasta el organismo. Es un versificador ripioso, insustancial, bobático, incoloro, parvífico, afeminado, vacuo que se cae de necio, deshonra de la rima, que hace milagros de imbecilidad! Sus masturbaciones psíquicas, sus versos de una guaranguería de extramuros, son inferiores a los que llevan en su vientre los confites más ordinarios. El horror inofensivo que me ha inspirado siempre este cleptómano con su vaciedad oscura me recuerda el que según la vieja filosofía tiene la naturaleza por el vacío. Mi orgullo de aristócrata me obliga a sonreír desde mi pedestal del origen terroso de esta canalla del sub-suelo, cuya falta de inteligencia débese atribuir a la pobre savia genealógica que da limosna a sus células. La pseuda intelectualidad de este muchacho es un cachivacherío de fósiles, es un pugilato de lecturas indigestadas que claman por un laxante. En las circunvoluciones laberínticas de su cerebro deforme cruzado de tubérculos, una muchedumbre de gérmenes morbosos determinan los desentones de su acordeón de microcéfalo. Si como dice Lombroso la Ciencia 41 Moderna está llamada a dar celebridad histórica a los más eximios idiotas de la intelectomanía, los uruguayos se deben enorgullecer ante la idea de que el coplero de la Tribuna, Guzmán Papini, hará inmortal al país. A lo dicho hay que agregar que Guzmán Papini es un mirasol político, un malandrín, un fullero, un adulador a intervalos de Herrera, Tajes, Batlle, Cuestas, Ricardo Estévez, etc; un gusano pegajoso que se adhiere al árbol que le da más frutos; un cuzco despreciable de la vanidad criolla, manejado a patadas por Don Alberto Zorrilla, quien como es notorio le ha hecho salir callos en las posaderas; es un lacayo servil, un lamedor baboso de Petit, Ferreira y José Rodó, que se vende a bajo precio, cuyo sueño ha sido siempre llegar a ser diputado. Es una hipérbole de cobardía; un absoluto de miseria; una Epopeya de ridículo. Es el compendio encarnado de mi famoso libro de la Imbecilidad del País, que saldrá a luz 1 - Ferrando, Federico (1877-1902). Nacido en Salto, fue un activo animador de la cultura literaria urbana del '900, tanto en Salto como en Montevideo. Colaboró en varios medios de prensa, y especialmente en La Alborada –en la que, con seudónimo, firmó una divertida columna de crítica de la cultura–, también en El Imparcial de Salto, en Rojo y Blanco de Montevideo, y en El Porteño de Buenos Aires. Dio a conocer algunos poemas y relatos. Su figura está ligada a la de Quiroga en la muerte, como lo había estado en vida, habiendo sido un constante amigo e interlocutor de aquel, e integrado el Consistorio del Gay Saber. En 1969 se publicó, por parte de la Biblioteca Nacional, una selección de algunos de sus textos, y otra de sus artículos políticos, pero es figura que podría dar motivo a estudios más completos. 2 - Papini y Zás, Guzmán. (1878-1961) Poeta, comediógrafo, orador, también cultivó la narración y el ensayo. Nacido en el Reducto, Montevideo. Comenzó publicando poemas en estilo romántico, como «La novia muerta» (Dornaleche y Reyes, 1898), «Poesía para España» (1898), y «En la reja» (1899), entre otros. Tardíamente, como hizo notar Ángel Rama a su muerte («Guzmán Papini, el modernismo a destiempo», en Marcha, 2-6-61), se adhirió al estilo modernista, con «Tumulto de esplendores» (circa 1920), y «El pastor de su estrella» (1940). Entre sus obras teatrales se encuentran «El Último Don Juan», drama en verso; «El Triunfo del Jardín»; «Los Padres», «El Ensueño», comedieta en verso; y otras. Editó, en varios folletos, alguno de sus discursos. Entre estos folletos pueden citarse «Alas» y «Cumbres» y los que comprenden oraciones políticas pronunciadas en solemnidades cívicas. Fue Oficial 1º de la Jefatura Política del Departamento de Rio Negro, y en el año 1908 desempeñó el cargo de Secretario General de la Administración General de Correos Telégrafos y Teléfonos. También ocupó cargos de gobierno durante el período de gobierno de Gabriel Terra (1933-1938). 3 - Esta y otra polémica literaria importante en esos años (la que mantuvieron Álvaro Armando Vasseur y Roberto de las Carreras) 42 próximamente. En la última campaña revolucionaria de Piedras de Espinosa, el Tirteo Guzmán Papini tuvo una figuración brillante, debajo de las carretas, donde se le halló sin conocimiento, trémulo de espanto, clamando por la familia. Tal es a grandes rasgos la personalidad de este extracto de bellaquería, de este parvenú misérrimo, que tiene tíos en la Calabria, de esta cucaracha de las redacciones, de este escorpión de la envidia, de esta ironía de ser humano que es l'affiche de La Raza de Caín, de este epigrama disfrazado de hombre, de este burrajo de la sociedad, de este espermatozoide frustrado, de esta pelota errante de la famografía, de este bambarria cuya estupidez es tan popular como La Tribuna, de este Perckyas de Carnaval, de este predilecto ungido por la musa de la viruela: mandria, rufián lunfardo, pollino, futuro unicornio, granuja, ladrón, cobarde, molusco cuya catadura viscosa revela su abolengo de carnicería. han sido reunidas y editadas por Pablo Rocca y Soledad Platero, en Polémicas Literarias del 900, Montevideo, Banda Oriental, Colección Socio Espectacular, 2000. 4 - En febrero de 1899, una columna de unos 100 hombres desembarcó en las costas de Colonia. Fue el segundo intento de derrocar al gobierno del presidente Juan Lindolfo Cuestas. El movimiento logró tomar una comisaría, y luego de algunas escaramuzas con fuerzas gubernamentales fue derrotado, y sus jefes puestos presos. Las razones para este fugacísimo movimiento armado estaban fundadas en los turbulentos hechos políticos que durante 1898 enfrentaron al poder Legislativo –de mayoría «colectivista», es decir, partidaria de Julio Herrera y Obes– y al jefe del Poder Ejecutivo, Cuestas, que preparaba por entonces su elección formal, y que fue acusado ese año de crear una dictadura por las maniobras de restricción de libertades públicas en que por entonces brevemente incurrió. Los «revolucionarios» estaban liderados por el Cnel. Zenón de Tezanos, y entre los jefes se hallaba el Sto. Mayor Arturo Isasmendi, mencionado tanto en el manuscrito de Herrera y Reissig como en la nota publicada por Ferrando. 5 - Julio Herrera y Reissig adoptó el nombre de Julio Herrera y Hobbes, que usó en privado y públicamente por un breve período, en el año 1901. La tradición de considerar Obes «españolización corrupta» –como lo dice Herrera– del apellido inglés Hobbes tenía larga tradición en la familia. Algunos años antes de que Herrera y Reissig lo adoptase, explícita y públicamente lo había afirmado en Buenos Aires también su tío, el ex presidente de la República Julio Herrera y Obes. Una gacetilla sin título de la sección «Vida Social» de La Razón del 8 de marzo de 1898, pág.1, col.6, dice: «Otro descubrimiento del Standard bonaerense! El colega nos asegura que el doctor Julio Herrera y Obes es de descendencia británica, siendo tataranieto nada menos que del gran Hobbes, el autor inmortal del Leviathan. El descubrimiento no llamaría tanto la atención si el colega no hubiera olvidado lo asegurado por él hace dos años ya: que los Obes eran todos descendientes de un belicoso jefe irlandés llamado Hobbes!» (La recuperación de la nota en La Razón se debe a Roberto Ibáñez). 6 - Dice Bula Píriz en su estudio biográfico del poeta (Herrera y Reissig (1875.1910). Vida y Obra - Bibliografía - Antología. New York, Hispanic Institute, 1952, p.49): «Pero, como había ocurrido en su primera juventud con Cosas de aldea, contra Abel J. Pérez, director de Enseñanza Primaria; y en 1908 con El payador contra Guzmán Papini, con quien se disgustara entonces; ocurrió ahora con esta carta a Bachini: no la envió […]». 7 - Una reedición moderna de esta polémica, que puede servir para contrastar ambos, la han hecho Da Pablo Da Silveira y Susana Monreal: Liberalismo y jacobinismo en el Uruguay batllista: la polémica entre José E. Rodó y Pedro Díaz. Montevideo, Taurus: Fundación Bank Boston Uruguay, 2002. 8 - En Número, Año II, Nº 6-7-8. Enero - Junio 1950, pp. 314-340. 9 - Gilman, Sandor: Difference and Pathology. Stereotypes of Sexuality, Race, and Madness. Ithaca and London, Cornell University Press, 1985, p. 20. 10 - Esto se ve puntualmente confirmado al revisar otra diatriba inédita de Herrera y Reissig, esta vez contra Víctor Pérez Petit –a quien Herrera, en su Tratado de la imbecilidad… a veces llamará «Víctor Petit du Cancan», lo que en alguna ocasión también lo lleva a llamar al Uruguay «Petit pays du cancan»... Escrita por la misma época, aquella diatriba contiene fórmulas y párrafos ya incluidos en la que hoy publicamos. Véanse algunos pasajes: «Malo? Malo no le llamaré, porque es honrar a un tonto llamarle malo. Lo que le llamaré es tonto quintaesenciado, tonto divino –tres veces tonto. Jamás le he conocido una idea; sus escritos son de una inmensa vacuidad y el horror inofensivo que me ha inspirado siempre lo atribuyo al que según la vieja filosofía, tiene la naturaleza por el vacío. Víctor Pérez Petit es un isquemiado común, un macrobio deletéreo, un anormal inferior, un involutivo, que diría Ferri y en el cual el psiquiatra experimentador hallaría enormemente desarrollada la protuberancia del idiota. […] ¿Quién es Pérez Petit? –Su cabeza es un dantesco pugilato de libros indigestados que claman por un lanzante. [sic] Su erudición es una mayonesse arcaica, un cachivacherío de sapiencia empolvada y rancia; es una andrajosa casa de huéspedes en que viven en repugnante promiscuidad el Padre Astete y Georges Sand, el cocinero Pascal, la Pardo, Zola y Verlaine.– En las circunvoluciones laberínticas de su cerebro deforme muchedumbres de miembros aturdidos han de estar escuchando los desentones de su pobre acordeón de macrocéfalo. […] Por lo demás su manera de expresarse es burda, sosa, […] y trasnochada como la de un leguleyo ramplón. Cualquier redactor de reclames de mercería inspira menos desorden que este tuberculoso del idioma, que por todos lados muestra los feos zurcidos de una sintaxis mendicante y mustia. […]» También el «caso» Pérez Petit confirma lo que decíamos sobre lo cambiante del estatus de los «enemigos», que pueden volverse amigos. En el caso de Víctor Pérez Petit, años más tarde Herrera y Reissig escribirá un encendido y largo elogio de su obra Gil, en donde lo llama «uno de los talentos más vigorosos y equilibrados de América». 11 - Herrera y Reissig escribe aquí «Becker». M 43 SOBRE «LA MUERTE DEL AUTOR» Jacques Rancière Traducción de Arturo Rodríguez Peixoto 44 S eríamos todos impropietarios. No es que la revolución socialista haya triunfado verdaderamente. Más bien habríamos encontrado algo mejor: un medio para deshacernos no tanto de nuestros bienes como de nosotros mismos, de nuestra pretensión de ser autores de las palabras que hacemos circular. Los filósofos, hace treinta años, habrían decretado la muerte del sujeto, propietario de sus pensamientos, y del autor, dueño de sus escritos. Habrían destruido así la propiedad por excelencia: la que refiere, según los juristas, a la persona en sí misma, que es parte de esa persona. La revolución informática habría transformado en realidad su promesa, instaurando la reproducibilidad infinita y sin control de los textos, canciones e imágenes. Gracias a ella, se nos dice, toda materialidad se transforma actualmente en idealidad, para comunicar instantáneamente no importa qué a no importa dónde en el universo. Gracias a ella las ideas, imágenes y músicas, parejamente numerizadas, corren libremente de pantalla en pantalla desafiando a aquellos que quieren todavía afirmar sobre ellas sus derechos de propietarios. Así se cumple la más radical de las promesas del Manifiesto comunista: no que lo proletarios pierden sus cadenas, después de todo metafóricas, sino que «todo lo sólido se disuelve en el aire». El comunismo de los pensamientos, el comunismo del devenir pensamiento, del devenir inmaterial, de toda realidad sólida estaría ya en el corazón del Imperio, conducido por la misma lógica que lleva al Imperio a engendrar a sus propios sepultureros. Los baldíos industriales de Detroit pueden haber enterrado, con las cadenas de montaje y los obreros de automóviles, a la primera generación de supuestos sepultureros. Pero los DJ negros de las discotecas de la metrópolis industrial siniestrada no han dejado escapar el relevo de la historia: con sus equipos rítmicos, o incluso con la simple manipulación de discos de vinilo, inauguraron la edad de la piratería generalizada, impidiendo a cualquier músico reconocer sus bienes. Imposibilidad «práctica» que traduciría una revolución más fundamental: una revolución ontológica, que remite sus propiedades a una combinación de corpúsculos destinados a la descomposición y recomposición incesantes; una revolución estética, que no anula solamente la propiedad de las creaciones sino el fundamento mismo de las jerarquías y propiedades artísticas: la propia diferencia entre los medios de creación y los instrumentos de reproducción. El bricolaje del artesano autodidacta y la inteligencia de la máquina, sustituyen a la vieja pareja del obrero revolucionario y el artista de vanguardia, anunciando igualmente el gran desencadenamiento de nuevas «fuerzas productivas» que socavan al Imperio: la potencia del cerebro colectivo, de la inteligencia-mundo o la máquinamundo. Toda hermosa historia tiene, ciertamente, sus fracasos. Hay que deplorar, así, algunas contraofensivas del enemigo. Editores de música o de literatura que no quieren ceder ante la evidencia de que el reino de la inmaterialidad arruina todos los derechos adheridos a la realidad material de los bienes. No renuncian a hacer pagar a los consumidores de sus productos numerizados, del mismo modo que a los compradores de libros en papel o consumidores de películas de celuloide. Los escritores creen todavía lo suficiente en su propiedad como para reclamar que se les haga pagar derechos a quienes se dedican al modesto comunismo de sacar libros prestados de las bibliotecas. Hasta las víctimas de las catástrofes naturales, depuraciones étnicas o terrorismos diversos que, a falta de sus viviendas quemadas o sus familiares masacrados, reclaman a los fotógrafos de prensa derechos sobre la propiedad de sus imágenes. ¿Habrá que creer que, según el escenario consagrado, aprovechadores desesperados y víctimas abusadas del antiguo orden de propiedad disparan sus últimos cartuchos para intentar en vano oponerse al viento del comunismo comunicacional que los barrerá? ¿O bien que hay algún reparto falso en el invocado veredicto de la historia? Como si la búsqueda o el sueño obstinado de «otro» comunismo no cesara de entreverar la recepción e interpretación de los mensajes. Así, el rumor quiere que en 1969 cierto Michel Foucault haya anunciado la muerte del autor. ¿Cómo no creerla? Quien puede lo más puede lo menos y aquel que anunció la muerte del hombre debió, si es consecuente, poner al autor en su carreta. Al releer, sin embargo, esa acta de supuesta defunción se comprueba que Foucault dice más bien lo contrario: que el autor es una categoría independiente que puede aplicarse o no, por cierto, a la «propiedad» de textos literarios, pero que nosotros, precisamente, somos, en todo caso, incapaces de disociar los términos, de prescindir de la categoría autor para pensar la literatura. Más que anunciar la muerte del autor propietario, su texto nos invita entonces a considerar que hay varias maneras de entender lo que quiere decir propiedad, que la escritura, la función autoral y el estatuto de propietario son tres cosas diferentes, susceptibles de ser unidas y separadas de distintas maneras. Lo testimonia la tensión, que deja irresuelta, entre la identificación de la función autor al avance del individualismo y la concepción de la modernidad literaria como abocada a lo neutro y la impropiedad. Quizá la propia idea de inmaterialización busca disolver en el aire esta complejidad de la noción misma de propiedad literaria, que no se agota ni en la función autoral ni en la materialidad de los soportes de producción y reproducción. Todavía presupone el esquema simplista que vio nacer al mismo tiempo, entre el fin del siglo XVIII y el comienzo del XIX, la reivindicación jurídica de los derechos de autor y la consagración del genio artístico. Una opinión recibida quiere, en efecto, que la modernidad literaria y artística desde el romanticismo haya estado ligada al desarrollo del culto del autor, nacido en los mismos tiempos que los derechos de igual nombre. Se deduce fácilmente que el campeón de la novedad artística era, a pesar de sus sentimientos sociales o, a la inversa, sus repugnancias de esteta, un icono del orden de propiedad. En consecuencia, todo lo que contradice ese privilegio –desde las imágenes en serie de las estrellas o de los productos comerciales de la época pop a las piraterías de la época digital–, todo eso se ve agregado a la cuenta de una revolución posmoderna que habría destruido, si no los derechos jurídicos de la propiedad, por lo menos 45 las ilusiones modernistas de originalidad artística asociadas al mito del autor propietario. En verdad, la constitución moderna del autor y de su propiedad ha seguido caminos menos rectilíneos. La consagración del genio literario nació menos de las gestiones de Beaumarchais en favor del derecho de autor que del empeño de los filólogos de su tiempo por desposeer a Homero de la paternidad intelectual de su obra, de hacer de esa obra la expresión anónima de un pueblo y una época. La revolución literaria no comienza por la promoción del autor sino por la declaración de inexistencia del padre de todos los autores. Comienza por el establecimiento de una relación de convertibilidad entre la autoridad del escritor y la autoridad de la potencia anónima del que él es expresión. Es esa reversibilidad la que expresa la contradictoria palabra genio. El genio es la equivalencia de una propie- Imágenes: Vertical con rojo, Nelson Ramos (2004) 46 dad y una impropiedad. Es el genio de un hombre, aunque exprese lo que no sabe sobre sí mismo, la fuerza impersonal que lo atraviesa. Los representantes más consagrados de lo que gustosamente llamamos el culto literario, Flaubert, Mallarmé o Proust no cesaron de proclamar la radical impersonalidad del acto de escribir, sin ver, por supuesto, ninguna consecuencia en materia de derechos de autor. Sabemos también que el momento en el que nacen los derechos de autor es asimismo aquel en el que nace, con los hermanos Schlegel, la idea de que todos los poemas son parte de un mismo continuo material, que no se puede y debe «imitar» más a los antiguos adaptándolos al gusto del tiempo sino tratar sus poemas como materiales disponibles para formalizaciones nuevas o como formas para fabricar nuevas materias. Pero es también aquel en el que se establece una rela- ción singular de cambio entre el mundo del arte y el mundo de la «vida», el momento en el que la dignidad del arte impersonal se afirma a través de la promoción, como sujetos de arte, de cosas insignificantes y de cualesquiera existencias. Este esplendor de lo anónimo, primero explotado por la novela o la pintura, es lo que permitió a la fotografía y al cine hacerse artes. Supone la disponibilidad, para el arte, de existencias sin propiedad, la puesta a disposición de la cara, el cuerpo, de la palabra de no importa quien: alma de las Ema Bovary, cubierta de musgo, como los patios traseros de provincia; cara de la pequeña pescadora de New Haven inmortalizada por Octavius Hill; granjeros pobres de Alabama, «alabados» por la prosa de James Agee y la fotografía de Walker Evans; o de todo transeúnte en el anonimato de una calle, un café, un subterráneo. Esta reserva disponible de lo anónimo suponía que cualquiera po- día tener –aunque sea para dejársela tomar– «su» imagen, esa imagen que había sido siempre, hasta entonces, el privilegio de los grandes. Ella le daba a cambio el poder de recuperar simbólicamente el bien hurtado; le daba a todas las hermanitas de Ema Bovary el derecho de reapropiarse del producto del sueño de arte puro del novelista para mirar su vulgar imagen. La promoción del autor impersonal, más que a las transformaciones de los soportes de la obra y de la comunicación, ha estado vinculada a este comunismo salvaje, a este comercio no controlado de las apropiaciones y de las desapropiaciones. En relación a esto, la situación contemporánea podría ser más compleja, más contradictoria de lo que la quiere la imagen muy plana del comunismo inmaterial. Sin duda, las máquinas informáticas y el ingenio de los piratas de la descarga electrónica conti- nuarán, durante un tiempo, planteando problemas a los juristas defensores del derecho de los propietarios; sin duda, también, las nuevas máquinas amplían la capacidad, para toda cosa, de ser arte: piénsese en las conversaciones telefónicas privadas que Robin Rimbaud desencripta, con la ayuda de un escáner, para incorporarlas a la música de sus conciertos. Pero a la vez que continúa el entrelazamiento de los ruidos del arte con los ruidos del mundo, quizá se ve deshacerse la alianza del arte impersonal con la libre disposición de la imagen de los anónimos. Cada vez más, ahora, la imagen de uno se transforma en una propiedad, más segura en un sentido que aquella de las obras o de uno mismo. Hace cincuenta años los fotógrafos callejeros hacían arte captando al pasar la imagen de los placeres con los que no importa quien afirmaba la posesión de una vida suya. Hoy en día sus sujetos pretenden refutar ese anonimato, que los ha inmortalizado, exigen a lo fotógrafos, en vez de su gloria impersonal, los derechos sobre la propiedad de su imagen. Y, más que a reapropiarse del texto del novelista, las hermanitas de Ema serán ahora invitadas a reclamarle derechos sobre la propiedad hurtada de su vida y de sus sueños. Quizá sea para conjurar ese riesgo que tantos de nuestros escritores no hacen sino explotar su derecho sobre su propia imagen, sino darnos lo que les «pertenece», su vida cotidiana y sus pensamientos diarios. De este modo la propiedad jurídica, la personalidad de la escritura, la función autoral y las formas técnicas de la reproducción se ensamblan en una nueva figura. La M propiedad literaria es siempre un ensamblaje de varias propiedades y comunidades. No se borra, toma nueva figuras, a veces imprevisibles, a meM nudo contradictorias. 47 SANTA MARÍA/MONTEVIDEO/ BUENOS AIRES EL MAPA QUE NO FIGURA Héctor Libertella 48 A quí vivimos, en la llanura pelada; en una porción de la pampa, sí, pero llena de plazas, monumentos y edificios. Este trazado a escuadra se llama Buenos Aires y es el paradigma de un país (paradeigma, del griego antiguo: «modelo arquitectónico»). Un recinto familiar donde puede ocurrir algo tan extraño y perturbador como una amenaza. Es 2005 y yo estoy sentado, como desde siempre, en el Café de la esquina de Avda. de Mayo y Perú. Estoy sentado a la mesa, la ñata contra el vidrio, mirando cómo se desplaza la calle. Muchísimas cosas cambiaron acá en este boliche a lo largo de los años (sobre todo, la decoración), pero los dos autores que estoy leyendo en simultáneo (1) me impiden caer en la nostalgia. En el decorado está nuestro principio y fin. Aunque las modas cambien, el ornato nos da más razón de ser que cualquier tipo de estructura, por estable y duradera que aparente ser. Así que, por ejemplo, el peinado de esta dama que pasa junto a la ventana me explica más que todo el enorme edificio del Congreso de la Nación que veo al fondo de la avenida. Una tela de colores en una carpa de beduinos es anterior a la pared de concreto que la recubrirá, y que después querrá desplazarla como fundamento de la casa. Fue la tela la que armó el living, distribuyó nuestras vidas y creó ese espacio de relax necesario para beber café a la turca y conversar. Nada más sólido que organizar un sistema de relaciones. Recién después llegará la pared para proteger ese sistema, pero como un agregado: un policía. De manera que aquí estoy sentado, en posición de parroquiano, sorbiendo este café y aprendiendo cosas mientras a mis espaldas, apenas a cien metros, presiento el entrecruzamiento de calles como ríos: Diagonal, Florida, Rivadavia, Mitre... * * * Según me cambio de libro y leo, muchos años antes Onetti observaba ese mismo delta con la mirada flotante del personaje del primero de sus cuentos, (2) Víctor Suaid. Veamos. Algo allí transporta a Suaid como un flâneur por este páramo chato y plano que está hecho para caminar veredas y tener ensoñaciones. En una bocacalle, la improbable María Eugenia se le presenta desde el fondo del recuerdo con un vestido blanco que un poco parece una mortaja. Más allá, los confines de Rivadavia dejan entrever una súbita Alaska, la Policía Montada, los hombres de barba llenos de pieles. De pronto, bajo la nieve espesa, con su colmillo de oro el zar Nicolás II y la tropa se detienen en Diagonal Norte, frente al Boston Building. (1) A saber: Wigley, Mark; Onetti, Juan Carlos. (2) «Avenida de Mayo-Diagonal Norte-Avenida de Mayo», Cuentos completos, Madrid, Alfaguara, 3ª edición ampliada, 1994, pp. 27-33. 49 En ese territorio donde acecha lo extraño, lo extranjero,(3) Suaid deambula confundido o completamente fundido con negocios, vidrieras y carteles: entre ellos y él hay poco y nada de diferencia. Y si algún sentido tiene su marcha será el de prepararle un topos a la prosa transeúnte de Onetti. Ahora bien, no importa que estemos en la Buenos Aires de los años '30, con todos sus elementos típicos, de época, allí donde un sociólogo podría constituir su festín. Tampoco importa que la ciudad sea tan chata como la pampa de la que robó un pedazo. ¿Y si Buenos Aires hubiera sido un enclave lleno de colinas y zigzags en vez de este tablero de ajedrez o esta cuadrícula? ¿Qué pasaría por la cabeza de Víctor Suaid? ¿Cómo sería la retícula del imaginario del autor? ¿Sería acaso Onetti un barroco? Lo único que leo del cuento es que en su lugar hay un carácter, un pathos. O mejor: que sea como sea el pathos se hizo lugar. Y en el primer protagonista del primer relato que Onetti escribió allá por 1933 está naciendo ese carácter. Cierto que Suaid es sólo un comienzo, la alborada del hombre sombrío, lunático, vagamente melancólico –¿melalcohólico?– que después iba a identificar a algún personaje maduro de Onetti. Aquí está sólo la ciudad en Suaid, y él solo en ella. El cuento no quiere decir más que eso porque no admite todavía las convenciones de principio, medio y fin, no chantajea con las expectativas de una brusca peripecia o una sorpresa, ni siquiera tiene anécdota. Es la crónica de un cartógrafo. * * * Si no es por efecto del lápiz tirando líneas sobre mi libro, Buenos Aires se definirá como una ciudad virtual en dos cuentos más que leo de Onetti. «Regreso al sur» (4) es una historia de amor desesperado en una pensión de Paraná y Corrientes. Qué curioso, tal vez a pocos metros de aquel otro, hondo conventillo de «El hombre en el umbral», ese relato de un hecho real que Borges trasladó lejos, a la India, «para que su inverosimilitud fuera tolerable». ¿Acaso porque lo suyo, lo que tiene de más real y propio es inverosímil, por eso mismo todo en esta urbe se hace intolerable? Ahora Buenos Aires es un capricho. El despechado amor del personaje –Horacio– y sus celos de Perla crean líneas que reorganizan la ciudad en la escala exacta de una paranoia. Basta la sospecha de que su amada le está siendo infiel en algún cafetín de Avenida de Mayo, para que Horacio la borre del mapa borrando, literalmente, el mapa, mediante un procedimiento hologramático. A partir de esa proyección de amargura y dolor, la ciudad y el mundo terminan en la invisible pared que él levanta en Rivadavia. Se prepara un ghetto a su medida, sin necesidad de arquitectos: (...) y todos los nombres de calles, (3) Donde acecha lo siniestro, sin duda. Como cuando en familia alguien le dice a sus padres «Los extraño mucho» (los quiero), que también podría traducirse «Los hago muy extranjeros» (los alejo de mí). (4) Op. cit., pp. 145-153. 50 negocios y lugares del barrio sur fueron suprimidos y muy pronto olvidados, de manera que cuando alguien los nombraba, él parpadeaba y sonreía, sin comprender.(5) Muros afectivos, paredes transparentes, celos invisibles... Pues bien, para que Horacio olvide a esa mujer trazaré con compás, aquí, en el corazón herido de la ciudad un agujero tanto o más grande que una laguna mental. * * * Los nombres de lugar y las fechas: fraudes de la palabra. J.L.B., «Isidoro Acevedo» En «El perro tendrá su día»(6) o esta ciudad es nada o es una estafa. Tiene menos entidad que la triste pero concreta Santa María de Onetti, allí desde donde un fantasioso Jeremías Petrus simula viajar todos los viernes a Buenos Aires. Pero ni siquiera ese día fatal, todo envuelto de crimen y sospecha y con un cadáver en su casa, ni siquiera ese viernes Petrus llega a cumplir su objetivo. Tampoco viaja porque para él Buenos Aires sólo es la costumbre repetida de un invento y una mentira. Sólo un nombre de lugar, así como Viernes es el nombre de una fecha: dos fraudes (en su caso muy eficaces para armar la coartada). De Víctor Suaid, en fin, a Horacio, y de Horacio a Petrus, la ciudad cifrada a lápiz se nos fue convirtiendo a todos en un diseño que todavía no figura. * * * ¿Estoy en el London City Café, o acaso en este lugar no hay adentro? Doblo la página cruzándola sobre las líneas que recorrí de Onetti, pido el segundo café de la mañana y retomo el otro libro exactamente donde lo había dejado: La noción de ciudad será superada, es cierto, por los espacios extraños en los que nos encontremos. Pero si verdaderamente somos nosotros los extraños, entonces la noción M misma de espacio habrá sido superada. (5) Op. cit., pp. 147 y 148. (6) Op. cit., pp. 405-414. Imágenes: Cicatriz, Nelson Ramos (2004) 51 AHONDANDO LA PERCEPCIÓN SOBRE LA TEORÍA DEL CINE DE WALTER BENJAMIN Rodolphe Gasché Traducción de Arturo Rodríguez Peixoto 52 A pesar de su continuo interés por el cine, Benjamin no hizo por el cine lo que hizo por la fotografía, esto es, componer una «Pequeña historia» del nuevo medio. Quizá pensó que, después de la «Pequeña historia» de 1931, los principios de tal historia habían sido esbozados y que hubiera sido redundante hacer un análisis del cine. En cualquier caso, podemos asumir que la niebla que cubre los comienzos de la fotografía es más densa que la que oscurece los orígenes del cine. Desde otra perspectiva, como escribe Benjamin en el inicio de su estudio, la que se cierne sobre el descubrimiento de la imprenta es aún más espesa. Empero, como en el caso de la «Pequeña historia de la fotografía», una historia del cine hubiera echado luz sobre los tempranos años del género. En el ensayo sobre «La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica», así como en los ensayos que dedicó al nuevo cine ruso, los logros del grotesco americano y de las películas revolucionarias rusas están en el centro de las preocupaciones de Benjamin; pero presta poca atención a las tempranas formas de esta tecnología. De hecho, en esos ensayos Benjamin está primariamente interesado en el potencial revolucionario del nuevo medio. Empero, para captar plenamente ese potencial – en particular el ahondamiento de la apercepción que, nos dice «La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica», acompaña al nuevo medio– una reflexión sobre las tempranas formas del cine hubiera sido de gran ayuda. Las elaboraciones de Benjamin sobre el cine solo proporcionan, cuanto más, unos pocos indicios para tal reflexión. En contraste «Sobre algunos motivos en Baudelaire» podrá ser de alguna ayuda a este respecto –paradójicamente, pues se trata de un ensayo sobre la poesía. Pero primero permítaseme resumir, tan sucintamente como sea posible, lo que establece la «Pequeña historia de la fotografía» sobre las formas tempranas de esa técnica reproductiva. De acuerdo con Benjamin los primeros pasos de la fotografía estuvieron marcados por una clara correspondencia del objeto y la tecnología. La cualidad aurática, misteriosa de las fotos tempranas, especialmente de los primeros retratos, deriva de sus obje- tos, es decir de los «miembro[s] de una clase ascendente equipada con un aura que se había deslizado hasta los propios pliegues del abrigo de levita o la corbata colgante del hombre». El aura de lo retratos pone de manifiesto, en las primeras fotografías, «todo sobre [lo que] se construyó por último», lo que descansa en la voluntad de inmortalidad de una clase social. Pero, de acuerdo a Benjamin, aunque esa aura no es exclusivamente el producto de una cámara primitiva es, de cualquier manera, una función de la propia tecnología. Como Benjamin aclara, la magia y la tecnología están fuertemente opuestas. Pero en la temprana fotografía se ponen en directo contacto. La mirada de las figuras reproducidas por el nuevo medio, que parece fijarse en el observador como si los dos pudieran verse, dota de un aura a esas fotos. Esa aura es el resultado del «espacio de tiempo en que el sujeto tuvo que permanecer quieto», como la tecnología fotográfica inicial demandaba a los individuos para poder tomarles una foto. Si en esas fotografías «el semblante humano presentaba un silencio sobre el que la mirada descansaba» era también porque muchas de ellas tuvieron que ser tomadas en el exterior, por razones técnicas, en espacios en los que nada interfería con la larga concentración del modelo, que era necesaria por la «escasa sensibilidad a la luz de la primeras placas». Benjamin remarca que nada caracteriza mejor al temprano período de la fotografía que el grado en que los modelos están a gusto en el cementerio. Y agrega que el «equivalente técnico» del aura que da a la mirada de los seres humanos, en las primeras fotos, «esa plenitud y seguridad ante la lente», «consiste en el continuum absoluto de la más clara luz hasta la sombra más oscura», un resultado debido a la larga exposición requerida por la nueva tecnología. Así, Benjamin habla de «la determinación [Bedingtsein] técnica de la apariencia aurática». Él subraya que «la tecnología más precisa puede dar a sus productos un valor mágico». Como demuestran esas tres razones técnicas para la calidad aurática de las fotografías tempranas, esas fotos deben esa calidad a la presencia del «diminuto chispazo de la contingencia, del aquí y ahora, con el que la realidad ha (por así decirlo) abrasado al sujeto [den Bildcharakter gleichsam durchsengt hat].» (371). En pocas palabras, la tecnología reproductiva temprana de la fotografía causa, inevitablemente, que parte del singular momento y de la particular persona ante la cámara, sobrevivan en la reproducción. Dotado de una acción a distancia, el aquí y ahora del minuto pasado anida en esas fotos. Continúa viviendo y hablando tan elocuentemente como antes. Aunque diferentes, la tecnología y la magia se combinan así en las primeras fotografías. De hecho, como argumenta «Una pequeña historia», si bien la tecnología es en esencia inconmensurable con la magia, permite que la magia la invada. En efecto, dado que es «otra naturaleza» que la que le habla al ojo la que le habla a la cámara, «otra sobre todo en el sentido de que un espacio formado por la conciencia humana deja lugar a un espacio formado por lo inconsciente», se abren en las imágenes fotográficas posibilidades que permiten a la magia ocultarse en la técnica. Si bien las cualidades estructurales del «inconsciente óptico» –por ejemplo, tejido celular– son «en [sus] orígenes, más naturales a la cámara» que «el paisaje atmosférico o el retrato expresivo ... la fotografía revela en estos aspectos fisiognómicos materiales, mundos de imágenes que habitan en las cosas más pequeñas –significativas, aunque suficientemente encubiertas como para encontrar en los sueños diurnos un sitio donde ocultarse». Una vez que estos aspectos se han vuelto «más grandes y capaces de formulación» deviene claro, como concluye Benjamin, que «la diferencia entre la tecnología y la magia [es] una variable completamente histórica». Una consecuencia de esta visión es que la historia de la fotografía se transforma en la historia de la lucha de la nueva técnica por desprenderse progresivamente, contra todas las tendencias regresivas, de los lazos de la tecnología con la magia. Esto lo hace haciendo desaparecer el aura de la realidad, como en las fotografías de Eugène Atget, o reproduciendo lo humano sin crear retratos, como en la obra de August Sander –un desarrollo que culmina en el cine, el medio que sucederá a la fotografía, en particular en el cine ruso. 53 De acuerdo a «La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica: segunda versión», «la historia de cada forma artística tiene períodos críticos en los que la forma particular se esfuerza por efectos que pueden ser fácilmente logrados solo con un cambio en el estándar técnico –esto es, en una nueva forma de arte». Anticipando los últimos logros, las tecnologías artísticas más antiguas crean una demanda por una tecnología nueva, una forma artística «cuya hora de satisfacción plena todavía no ha llegado». Así, «del mismo modo que el periódico ilustrado estaba virtualmente oculto en la litografía, el cine sonoro estaba latente en la fotografía». De cualquier manera, la historia del arte bosquejada en «La obra de arte» es una historia conducida por el telos de la «reproducibilidad»; por ello culmina y se realiza en el medio cine, que con reproducibilidad técnica ha «capturado un lugar propio entre los procedimientos artísticos». En ese proceso la tecnología se emancipa del ritual y la magia, con los cuales la tecnología estuvo originalmente amalgamada. Por último, se emancipa a sí misma del propio arte, en la medida que el único valor del arte está, como apunta Benjamin en la primera versión del ensayo, teológicamente fundado. Pero, de acuerdo con la misma versión del ensayo, la emancipación de la tecnología respecto del ritual lleva a la formación de una «segunda naturaleza», una «no menos elemental que la enfrentada por la sociedad primitiva». Para dominar esta segunda naturaleza de la tecnología el ser humano necesita entrenamiento. «Una vez más el arte se pone a sí mismo a disposición de tal instrucción. Pero es sobre todo el cine que lo hace», porque es el tipo de arte en el cual la técnica de reproducibilidad ha llegado ella misma a ser la forma artística y es, en consecuencia, un arte en el mismísimo límite del arte. El cine es el tipo de arte en el que la propia tecnología provee de los medios para dominar las fuerzas elementales de la segunda naturaleza que la tecnología ha llegado a ser. El cine sonoro es prefigurado por la fotografía en que «la fotografía libera a la mano de las tareas artísticas más importantes en el proceso de reproducción pictórica «–tareas que ahora se trasfieren solo al ojo. Y dado 54 que el ojo percibe más rápidamente que lo que la mano puede dibujar, el proceso de reproducción pictórica fue acelerado enormemente, por tanto pudo mantener el paso con el habla». Más aún, la fotografía transforma radicalmente la óptica natural porque la lente ajustable, con su ilimitada opción de ángulos, muestra facetas del objeto que son inaccesibles al ojo desnudo, y también porque «puede usar ciertos procesos, como la ampliación y la cámara lenta, para registrar imágenes que escapan totalmente a la óptica natural». Esto es aún más cierto del arte del cine, en el que los puntos de vista desde los que se aproxima el objeto o la acción han llegado a ser más numerosos, así como la tecnología de los primeros planos trae a luz detalles ocultos, inesperados, de objetos familiares –especialmente características no familiares del movimiento. De acuerdo con Benjamin, la tecnología de la reproducción que conduce al cine desde la fotografía refleja y responde a profundos cambios sociales. Más precisamente, el cine y sus técnicas de reproducción –así como las hasta ahora ocultas realidades que saca a luz– nos ayudan a batallar con las nuevas tareas que «el aparato humano de apercepción» enfrenta en un crucial «viraje histórico», dado que estas tareas «no pueden ser realizadas solamente con medios ópticos – esto es, por la contemplación». El cine permite lo que Benjamin llama, en el ensayo «La obra de arte», un ahondamiento de la apercepción, haciéndose eco de la psicología pre-Gestáltica de Wilhelm Wundt. Este ahondamiento se corresponde con, o más bien responde a, «profundos cambios en el aparato aperceptivo –cambios que son experimentados en una escala individual por el hombre de la calle (le passant), en el tráfico de la gran ciudad, en una escala histórica por todo ciudadano actual». Pero en qué consiste este ahondamiento de la apercepción? Como Benjamin nota, la reproducibilidad técnica elimina el valor de culto de la obra de arte única a favor del valor de exhibición de las obras de arte. Como objetos destinados a servir en un culto, incluyendo el culto del arte en la «teología negativa» de la doctrina de l’art pour l’art (224), «lo que es importante ... es que [esos obje- tos] están presentes, no que sean vistos». Pero con la nueva tecnología de la fotografía –y, todavía más, del cine– todo es arrastrado a la luz. El cambio de la mano al ojo –y en última instancia del ojo a la lente, o, como dice Benjamin, al aparato– inaugura un reino de ilimitada visibilidad. La revolución técnica de la reproducibilidad que culmina en el cine consiste en asegurar lo que llamo, usando un término de Hans Blumenberg, una total Versichtung. El ahondamiento de la apercepción, en primer lugar, se refiere a esta expansión y a la generalización de la visibilidad. Pero, especialmente en el cine, ese ahondamiento consiste en una más profunda penetración de la realidad por parte del aparato mismo de percepción. Benjamin escribe: «en el estudio de cine el aparato ha penetrado tan hondamente en la realidad que la vista pura de esa realidad, libre del cuerpo extraño del equipamiento, es resultado de un procedimiento especial... El aspecto libre de equipamiento de la realidad ha llegado a ser la cúspide del artificio, y la visión de inmediata realidad la Flor Azul en el país de la tecnología». Lo que se sigue de esto es que la intensificada penetración de realidad, por el aparato de percepción aumentado por la lente, presta luz a otra naturaleza, una naturaleza que posibilita la intervención crítica en todos sus aspectos. El ahondamiento de la apercepción refiere, así, también a una generalización sin precedentes del potencial para transformar críticamente la realidad, en vista de la total transparencia. Si el aparato se transforma en un medio por el cual uno puede representar su ambiente es, precisamente, porque ese aparato «penetra profundamente en [el] tejido», o red, o realidad dada. Gracias a su tecnología –la ampliación y la cámara lenta– la cámara revela «formaciones estructurales del sujeto enteramente nuevas» y características del movimiento «enteramente desconocidas». Benjamin escribe: «Evidentemente una naturaleza diferente (andere Natur) se abre a la cámara que la que se abre al ojo desnudo – aunque solo sea porque un espacio inconscientemente penetrado es sustituido por un espacio concientemente explorado por el hombre». Agrega: «La cámara nos introduce a la óptica inconsciente (optisch Unbewussten) como lo hace el psicoanálisis a los impulsos inconscientes». Esta comparación con el psicoanálisis ilumina la expansión del reino de lo visible por la ahondada apercepción del film; también sugiere que lo que así ha salido a luz puede ser transformado. En la misma manera que Freud, en Psicopatología de la vida cotidiana, ha «aislado y hecho analizable cosas que hasta aquí sobrenadaban sin ser notadas en la ancha corriente de la percepción», «el entero espectro de la percepción óptica, y ahora acústica» que el cine produce «puede ser analizado mucho más precisamente y desde más puntos de vista». Benjamin enfatiza que el film permite un mayor ahondamiento de la apercepción, dados los «juicios de la situación incomparablemente más precisos», que lo que permite el mundo plano de la pintura. Por eso, posibilita un análisis más efectivo (eg:grössere Analysierbarkeit) del comportamiento filmado. Benjamin también enfatiza que, comparado con lo que pasa en el teatro, la facilidad con que puede ser analizado (grössere Analysierbarkeit) el comportamiento filmado es función del hecho de que «puede ser aislado con mayor facilidad» (höhere Isolierbarkeit). Esas características de apercepción profundizada señalan hacia una crítica intervención en la «otra naturaleza» que ha así llegado a ser expuesta. Mientras, por un lado, el cine «amplía nuestra comprensión de las necesidades (Zwangsläufigkeiten) que gobiernan nuestras vidas», «se dirige a asegurarnos [por otra parte] un inmenso e imprevisto campo de acción». Debemos recordar que Benjamin compara al camarógrafo con un cirujano que penetra profundamente en [el] tejido, o red, de la realidad dada (das Gewebe der Gegebenheit). Liberada por el aparato, la mano del camarógrafo –como la mano del cirujano que «hace una intervención en el paciente» y «se mueve entre los órganos»– penetra en lo dado para cortar sus hilos y entretejerlos en una nueva unidad. Esta apercepción ahondada elimina la distancia. Lo que esas tecnologías hacen manifiesto deviene tangible, palpable, literalmente handgreiflich. Como Benjamin insiste, la actitud de los espectadores es una actitud crítica. Prestan una mano solidaria a «las tareas 55 que encara el aparato humano de percepción en un viraje histórico, [que] no pueden ser realizadas solamente por medios ópticos». Como Benjamin apunta, hacia el final de «La obra de arte», el éxito en nuestra aceptación de esas nuevas tareas ha sido, y todavía es, controlado de manera encubierta (wird unter der Hand kontrolliert) por la recepción pública del cine. En el examen crítico, distraído, de las películas por el público, la apercepción no solo se profundiza en el sentido de una visibilidad mayor, sino también en el sentido de que se hizo táctil. Esta apercepción ahondada es tanto táctil como óptica. En la primera versión del ensayo, Benjamin apunta que la cualidad táctil es la cualidad «más indispensable para el arte durante las grandes épocas históricas de transformación». Originalmente a gusto en arquitectura, esta cualidad táctil ha llegado a dominar la óptica. El «reagrupamiento de apercepción» a que ha dado lugar ocurre hoy en el cine. En su «Réplica a Oscar A. H. Schmitz» escribe Benjamin: «Pero así como más profundos estratos rocosos emergen solo cuando la roca es hendida, la formación profunda de ‘tendencia política’ igualmente se revela solo en los quiebres de la historia del arte (y de las obras de arte). Las revoluciones técnicas son los puntos de fractura del desarrollo artístico; es allí donde se puede decir que las diferentes tendencias políticas vienen a la superficie. En cada nueva revolución técnica la tendencia política es transformada, como por voluntad propia, de un elemento oculto del arte en uno manifiesto». Aunque el «nuevo dominio de conciencia» que emerge en el cine representa «el único prisma» que refracta y dispersa la realidad en un modo que es tangible o comprensible para la humanidad contemporánea – en resumen, que se presta a distraída consideración crítica–, este potencial de ahondar la apercepción es, en principio, solo la tendencia de la nueva tecnología. El potencial de las nuevas tecnologías de reproducción todavía no se ha hecho realidad. Algunos teóricos se enceguecen a sí mismos respecto a la tendencia del cine a ahondar la apercepción, como Alexander Arnoux, que tiene que leer los elementos del cine como parte de un culto para salvar al cine como un arte, o 56 como Franz Werfel, que le infunde un sentido sobrenatural; pero los fascistas simplemente violan «un aparato que es presionado para la producción de valores rituales». En cualquier caso, la tendencia del cine hacia una apercepción ahondada parece haber encontrado una expresión adecuada solo en las películas grotescas americanas y en las nuevas películas rusas. Ahora bien, Benjamin nunca indica qué es exactamente, en las nuevas tecnologías reproductivas del cine, lo que les permite vincularse con valores de culto y, por tanto, ser usadas contra las propias tendencias latentes en el nuevo medio. Y tampoco explica en qué maneras las tempranas formas del cine difieren de aquellas en las que el potencial del cine ha sido realizado. Un desvío por los escritos de Benjamin sobre Baudelaire puede ayudar a clarificar algunos de estos temas. En «Sobre algunos motivos en Baudelaire», Benjamin compara la experiencia articulada en la poesía de Baudelaire con lo que pasa en la fotografía. La crisis de la percepción y experiencia manifiesta en la poesía de Baudelaire tiene su equivalente no solamente en la fotografía temprana sino también en el cine, como sugiere Benjamin con su referencia a «las técnicas basadas en el uso de la cámara y en los aparatos mecánicos análogos subsiguientes [que] hicieron posible que un suceso en cualquier momento fuera permanentemente registrado en términos de sonido y visión». En los límites de este ensayo, solo podré esquematizar el más escueto esbozo de aquellos aspectos de «Sobre algunos motivos» que son importantes para el presente argumento. No podré dar cuenta plenamente de toda la complejidad de ese texto ni de sus múltiples ambigüedades. Por tanto, muy esquemáticamente, recordaremos lo siguiente: primero, que en «Sobre algunos motivos» la poesía de Baudelaire logra registrar como experiencia poética la pérdida de experiencia (Erfahrung) específica de la industrialización capitalista, así como la pérdida de individualidad y vida en la metrópolis. Segundo, Benjamin no concibe el «colapso de la experiencia» (Insichzusammengesunkensein der Erfahrung) que registra la poesía de Baudelaire –esto es, la pérdida de una relación con la tradición y la memo- ria– como un suceso meramente negativo. La elevación de la experiencia vivida (Erlebnis), que sustituye a experiencia en el sentido de Erfahrung, en el sentido de memoria involuntaria, puede tener consecuencias negativas pero Benjamin valoriza la tendencia en lo que, claramente, tiene de un movimiento en contra de las regresivas concepciones del tiempo, tales como la concepción de la conciencia del tiempo como una aflicción de Ludwig Klages y Gottfried Benn. La experiencia vivida implica reflexión y, por tanto, la claridad y transparencia de conciencia. Tercero, en tanto flâneur –esto es, como un individuo atraído por las masas de la ciudad que, de cualquier manera, se aferra a su individualidad– el poeta de Les fleurs du mal necesariamente tiene una relación ambivalente con su objeto. Una cierta reserva aristocrática previene a Baudelaire de zambullirse de cabeza en las masas. Sobre todo, para ser capaz de registrar poéticamente y dar forma a la experiencia; en otras palabras, para dar un testimonio experiencial de la pérdida de experiencia –el precio que Baudelaire debe pagar es el de demonizar, o volver a dar aura, a un fenómeno que coincide con la abolición de los poderes de Vorzeit. Me permitiré ampliar brevemente estos tres puntos antes de dar paso a mi conclusión. El asunto que formula «Sobre algunos motivos» es el de «cómo la poesía lírica puede tener por base una experiencia para la que la experiencia de shock se ha hecho la norma». En qué condiciones puede haber una experiencia poética de eventos o fenómenos que tienen «el carácter de haber sido vividos (Erlebnisse) en el sentido estricto»? En otras palabras, cuáles son las condiciones de los incidentes o fenómenos que han sido «incorporados directamente en el registro de la memoria conciente» y, por ello, «esterilizados... para la experiencia poética»? Como remarca Benjamin, «uno puede esperar que esa poesía tenga una larga medida de conciencia». La poesía de Baudelaire responde a estas expectativas; su «razón de estado» implica incluso la misma «emancipación de la experiencia vivida» (die Emanzipation von Erlebnissen) –esto es, como muestra Benjamin, de impresiones a las que, como resultado de un «logro cumbre del intelecto», se les ha asignado «en la conciencia, un preciso punto en el tiempo, al costo de la integridad de sus contenidos». Baudelaire, sostiene Benjamin, «entiende la magia de la distancia a lo horadado». Al fin del ensayo, Benjamin lo aclara bastante: la aceptación (Einverständnis) de la desintegración del aura, en la experiencia de shock, es la misma ley de la poesía de Baudelaire. Siguiendo esta misión de acuerdo al plan de trabajo en sus composiciones, la poesía lírica de Baudelaire es intencionalmente histórica y se comprendió a sí misma como tal. Paradójicamente, empero, para dar testimonio poético de la pérdida de la experiencia, y para cumplir la misión histórica en cuestión, el poeta moderno, como poeta que ha sido defraudado por su experiencia, debe recurrir precisamente a esa experiencia que se ha hecho imposible u obsoleta. Solamente mediante «tener en sus manos los fragmentos desparramados de genuina experiencia histórica», en el spleen y la vie intérieure, puede el poeta dotar a la experiencia vivida «del peso de una experiencia», en otras palabras, exponerla «en toda su desnudez». ¿Pero cuáles son esos fragmentos de lo que está «irrecuperablemente perdido» y que Baudelaire tiene que apropiarse para ser «capaz de sondear el significado total del colapso que, como hombre moderno, estaba atestiguando»? La «experiencia que busca establecerse a sí misma en una forma a prueba de crisis» es solo posible, sostiene Benjamin, «dentro del dominio del ritual» o su duplicado, lo bello, en el que el valor de culto se manifiesta como el valor del arte. Quizá la discusión de Benjamin acerca de la importancia de las masas para la poesía de Baudelaire revele más claramente la deuda fundamental de la experiencia respecto al culto, quizá inclusive a lo oculto. Si bien los «Tableaux Parisiens» nunca pintan las multitudes, su secreta presencia (heimliche Gegenwart) es, para Benjamin, demostrable casi por todos lados. De hecho, precisamente por estar dotadas de una secreta presencia, las masas llegan a ser para Baudelaire el «velo agitado» (bewegte Schleier) a través del cual, poéticamente, ve la metrópolis. Similarmente, el motivo de la multitud en el cuento de Poe «El hombre de la multitud» está, de acuer- do a Benjamin, «marcado por ciertas peculiaridades que, en una inspección más cercana, revelan aspectos, tan poderosos y profundos, de las fuerzas sociales que los debemos contar entre los que, por sí solos, son capaces de ejercer un efecto a la vez sutil y profundo sobre la producción artística». En efecto, es solamente porque están bien escondidas que las masas en Baudelaire, o las fuerzas sociales asociadas con ese motivo en Poe, tienen el poder de ejercer una influencia sobre la producción artística –o hasta tienen, en primer lugar, el poder de poner a tal producción en movimiento. Retirándose a la distancia, las masas llegan a ser capaces de un efecto secreto, una acción a distancia (actio in distans), si no una acción oculta (actio in occulto) como era. Escondidas, las masas adquieren una fuerza oculta. En un pasaje que refiere al paseo de Baudelaire a lo largo de las polvorientas orillas del Sena, cuando está buscando «láminas en venta de piezas anatómicas», se sugiere como pensar esta fuerza oculta y como ella contribuye a la experiencia que se requiere para cualquier tratamiento poético de la pérdida de experiencia. Como observa Benjamin, «la masa de los que partieron (Masse der Abgeschiedenen) ocupa el lugar del esqueleto individual en esas páginas. En las figuras de la danse macabre, él ve una masa compacta en movimiento». La masa se constituye así como la masa de los que partieron. Debemos recordar que, de acuerdo con la discusión de Benjamin sobre Bergson, la experiencia es «menos el producto de hechos firmemente anclados en la memoria (Erinnerung) que de la convergencia en la memoria (Gedächtnis) de datos acumulados y frecuentemente inconscientes». Rechazando nombrar (namhaft machen) a las masas, por lo tanto fijándolas concientemente, dándoles el estatuto de experiencia vivida, la masa está incrustada (eingesenkt), (eingesetzt), en Gedächtnis como el fundamento inconsciente y la agencia de la experiencia. Como las masas de los que se fueron, del invisible aunque omnipresente fantasma de las masas, llegan a ser el velo a través del cual Baudelaire puede sentir poéticamente, a la vez que da cuenta de la pérdida de la experiencia. Separada de la vista, la masa oculta está escondida y al mismo tiem57 po actúa como un poder sobrenatural. La multitud amenazante, con su «maquillaje esencialmente inhumano», «da al habitante de la ciudad la figura (Erscheinung) que fascina». Evocando a la mujer desconocida en un velo de viuda de A une passante, Benjamin aclara como el ocultamiento de las masas posibilita la experiencia. La experiencia vivida es experiencia en toda su desnudez, como la experiencia de algo irrecu-perablemente perdido. Él escribe: «El placer del poeta urbano es amor –no a primera vista, sino a última vista. Es una despedida para siempre». Como recuerda Benjamin, Baudelaire compara al hombre que se hunde en la multitud con «un caleidoscopio equipado con conciencia». Sean táctiles u ópticas, las experiencias del hombre en la multitud solo pueden defenderse de la serie de shocks y colisiones a las que están sujetas por medio de más elevada conciencia. En esto, las reacciones al shock del hombre en la multitud se parecen a las del fotógrafo que fija, con un toque de su dedo, «un suceso por un ilimitado período de tiempo. La cámara da al momento algo así como un póstumo shock». La conciencia del hombre en la multitud es un aparato de reproducción. Fijados, todos los sucesos están dotados por ese aparato con conciencia y son parte de «la memoria (Erinnerung) volitiva, discursiva», por tanto, están desposeídos de cualquier cualidad aurática. Esta transformación «del sensorio humano», que coincide con el ahondamiento de la apercepción, alberga los rudimentos de la tecnología del cine. Benjamin escribe: «Llegó un día en el que una nueva y urgente necesidad de estímulos fue enfrentada por el cine. En una película, la percepción en forma de shocks se estableció como un principio formal». Pero el cine, como lo describió Benjamin, solo lleva a su consumación final a lo que había empezado como pérdida de la individualidad y como la conversión del hombre en un caleidoscopio con conciencia. Antes de su argumento, en «La obra de arte», de que el cine es la verdadera base de entrenamiento político para las masas proletarias, Benjamin ya había afirmado, en «Réplica a Oscar A. H. Schmitz», que si el cine es el «prisma único» por medio del cual la humani58 dad contemporánea hace comprensible la realidad, «el cine [puede solo] completar el trabajo prismático que inició actuando sobre [la colectividad humana]». El Nuevo Cine ruso ha realizado esta tendencia, pero también lo ha hecho el cine grotesco americano. Haciendo referencia a un artículo de Philippe Soupault, Benjamin apunta, en «Chaplin en retrospectiva», que Chaplin ha desarrollado sus habilidades de observación durante interminables caminatas por las calles de Londres. Pero, en buena medida, del mismo modo que la fotografía, el cine no completa plenamente la tendencia inherente a su tecnología. Como la historia temprana de la fotografía, tiene también una prehistoria (Vorgeschichte) en la que la nueva técnica de reproducibilidad y su potencial para ahondar la apercepción son puestos al servicio de la magia. En verdad, Benjamin no evoca explícitamente esta faceta de la historia del cine. Empero, aparte del hecho de que el cine experimentó un período no diferente al de la fotografía temprana, un estadio animístico del cine está también asegurado por la propia tecnología. ¿Qué nos dice, entonces, nuestro desvío a través de «Sobre ciertos motivos» acerca de esa pre-historia, dado que Benjamin sostiene en ese texto que el shock es una de las experiencias que ha asumido importancia decisiva para la Faktur de la poesía de Baudelaire y que está implicado en las «leyes encubiertas» de acuerdo a las cuales el autor ha reunido su material y construido sus versos? Dado que la figura del shock es decisiva para la obra de Baudelaire y la vincula con su contacto con las masas metropolitanas, más aún, dado que concibe a la creación como un tipo de esgrima, la poética de Baudelaire es un equivalente de las tecnologías reproductivas presentes en la litografía, daguerrotipia, fotografía, todas las cuales son precursoras de la tecnología del cine. ¿Qué podemos nosotros, entonces, inferir de ese texto en lo concerniente al cine temprano? Primero que todo, la regresiva reapropiación del potencial revolucionario de la tecnología del cine, y de la nueva naturaleza que saca a luz, es adoptada por su objeto –y condicionada técnicamente, como en el caso de la fotografía; esta regresión es además inevitable y, en cierta medida, también necesaria y justificada. Dado que el objeto principal de la representación cinematográfica son las masas, el vuelco regresivo en el cine consiste, por supuesto, en causar que su presencia se desvanezca. Pero, como han mostrado las elaboraciones de Benjamin sobre Baudelaire y aún más aquellas sobre Poe, tal desvanecimiento puede volver a las masas en el fuerte poder oculto requerido por la producción artística en la modernidad. Como los muertos vivos, rondan al medio incluso, o quizá especialmente, cuando pinta solo el destino individual, tanto cómico como trágico. Además, reprimiendo a las masas que son el objeto «natural» del cine, el cine mismo puede adquirir características fantasmales. Se hace entonces el mero médium a través del que, o mejor como que, el fantasma de la masa se da a conocer. Inconsciente de sus capacidades, todavía un extraño para sí mismo, y sintiéndose misterioso, el cine temprano, concibiéndose a sí mismo como un médium mágico o espiritista, cae bajo la influencia de su verdadero objeto. Se ha sostenido que la teoría de la magia es la verdadera hija de la época tecnológica. Inversamente, la interpretación animista de la tecnología que se encuentra en el cine temprano va al encuentro de una demanda de hacerse cargo de esas nuevas tecnologías. Esto es también verdad en lo que refiere a la tecnología del nuevo medio del «cine». Pero ella, asimismo, llama a una reapropiación animista. Después de todo, el inconsciente visual, cuya exhibición fija permite la nueva tecnología de reproducción, se transforma en otra especie de fuerzas ocultas de las que el sujeto es la presa. ¿No es el inconsciente óptico, que se hace visible por medio de primeros planos ampliados y cámara lenta, una manifestación del espíritu de los que se fueron? La propia tecnología que reproduce y detalla el inconsciente visual se presta para tal interpretación, que va a contracorriente de la tendencia desmistificadora del total Versichtung de que el medio es capaz. Más que desvestir a la realidad de todas las trazas de lo oculto, el Versichtung total puede hacer plenamente presente lo demoníaco. Pero hay una justificación más sutil para el recurso de lo oculto en el cine temprano. Benjamin insinúa la razón en cuestión cuando caracteriza a la poesía de Baudelaire como un intento de dar cuenta, poética y experiencialmente, de la pérdida de la experiencia y el aumento de la conciencia. A lo largo del ensayo, Benjamin enfatiza la ambivalencia de Baudelaire respecto a las multitudes y su modo de percepción en la experiencia vivida. Baudelaire celebra y, al mismo tiempo, profesa una aversión a la proximidad, conciencia y profana realidad representada por las masas. Su aversión al nuevo fenómeno recurre a lo oculto y a la demonización de las masas –su experiencia de ellas como una fuerza amenazadora y perniciosa–, todo eso, precisamente, le permite al poeta establecer la importancia del aumento de la conciencia y el descubrimiento de una nueva realidad. Para mantener la experiencia vivida en toda su desnudez, es decir en lo que respecta a su potencial revolucionario y promesa de libertad, fue necesario para Baudelaire experimentarla como una amenaza contra algo ya irrecuperablemente perdido. Algo similar ocurre con el cine temprano. Su textura animística es el negativo inevitable a través del que, aquellas tendencias que han madurado en las nuevas películas rusas y del grotesco americano, hallaron su primer recoM nocimiento. Imágenes: Vertical seccionada, Nelson Ramos (1972) 59 El ojo se retrajo con trabajo –siglos vueltos a ver–, surco, hendiduras, heridas, flor de la herida. A ver, a verse a sí mismo, a ver, a herirse de ver. Mientras la mirada miraba el mar retirado en la retina aguas adentro. Cuando no sale de aquí es un encierro, Cuando no consigue salir fuera De aquí es una cárcel de aquí; Da vueltas en el círculo en el patio Al ritmo de los zapatos, al peso. No es un trompo, es una trampa. Bulla encima la cerveza, Pasa el carguero enarbolando el río, Que cuando se escribía así yo era feliz Sin darme cuenta, como es natural, Un menor solo sin la menor idea. Ahora hay que decir Mark Twain con prisa, Puntual en referencia, rápido entre rápidos, No sobra el aire, hay que salir a superficie, Hacer piso entre los pescadores, Esquivar anzuelos con la punta en carnada Que ya pasó el carguero. La poesía es lenta No igual que la sabiduría pero dilatada, lenta. Hay que vivir pasando el paño sobre la inmediatez Sin que medie cosa alguna. Cuando media, por acaso, Se pasa el paño urgente sobre la cosa, húmedo, tibio, Sin pérdida de tiempo para perder polvo. El que usa mucho como es pan comido para los de su propio oficio, contra el suelo va el hocico perfumado del rastreador de sangre fresca de la desesperación, esa que deja huella y no regresa sobre sus pasos, la que salta por encima de la errata, pasa y dice: «ya está» –eso dice la sangre. Y el herido, adelante va un herido, deja que hable la sangre, gotea –no la sangre: el herido– como un techo que la lluvia traspasa con su peso de agua, delante de la batalla va un herido de sable, va un herido de habla, herido de blá-blá-blá, esos blasones de la época que va. 60 Hay un problema con las ventas, últimamente con las ventas. Es la gente que no compra o cada vez compra menos. Chorro de ahorro no es, suerte, quizás, de arcoiris, media felicidad de una clase extinta, donde llovió. Hay más gente que no se vende, que no se vende más. Cada vez cuesta más menos, anda por las nubes, arriba. Escritura «que no sale de aquí» No sabes de lo que te pierdes. De ahí que mi canción oculte alas –Cierto, algo oculta: alas–, Alas oculta de ahí, del no saber, Para no perderse sin saber, alas. ¿Descubrirla, desnudarla Si en este mundo bajo todo oculta? Mecánicos, actrices, instrumentos De cálculo, alcatraces que resguardan Oro en el buche, pájaros en general, Abucheadores profesionales de Arturo, Plantas, palmas, pies y manos Encendidos bajo un ocultamiento. Hombre y mujer ocultan algo grave Que se llamó, con vergüenza, «vergüenza»: Sus gracias Piedra para romper no, para no herir, Para tocar lanzada cerca, certeza Nada más lejana aún dado: Suerte de sur en el norte, Suerte de norte en el sur, Apretado, concentrado de migajas. Aquel sabroso pan fundante Del hambre, brasa, el pan aquel dejó restos: el hirviente ir y venir De las hormigas sobre el grillo muerto. Y la escritura que no sale de escritura. Cuando poco más queda que decir el extranjero Ahora es cuando, el exterior, casi cosa, aparece. Un florero al que cambiaré el agua De repente, cuando te das cuenta. (Cita aquí de un célebre, Cita aquí de un célebre que demuestre que leíste, Que te apoye sin que todavía sea una obra maestra Pero que para allá vaya, Una cita que sostenga esta línea Con una mujer hermosa del bar: «El manejo de las fuentes» –«Que manan y corren...» EDUARDO MILÁN 61 DOIS TEMPOS Milton Hatoum 62 E ncontrei-a por acaso na noite de um sábado. Eu tinha acabado de chegar à cidade, queria fazer surpresa para tio Ranulfo. A casa dele, fechada, imaginei que estivesse viajando, e me hospedei numa pensão perto do porto. Jantei na Sereia do Rio, e, enquanto comía me lembrei da voz ansiosa de tio Ran, antes de suas breves viagens a trabalho. Saí da zona portuária, caminhando devagar até as ruas escuras de um quarteirão antigo. Havía lamparinas e velas nos batentes das janelas abertas, nas estantes e mesas das salas devassadas, na janela daquela casa onde demorei a reconhecer o rosto de uma antiga vizinha e ex-aluna do conservatório. Aiana saiu do casarão e, na calçada, perguntou: «Não te lembras dela, a Tarazibula Steinway?» Eu tinha uns 14 anos e morava na casa de meu tio. Gostava dele, um solteirão estabanado, que me levava para corricar no paraná do Cambixe. Com ele fui pela primeira vez ao Varandas da Eva e a outros balneários noturnos. Não se zangava quando me via sem farda, gazeteando aulas; mas nas noites de esbórnia no quarto dele, quando me surpreendia de olho na fechadura, tio Ran me expulsava aos gritos. No dia seguinte, dava um tapa no meu ombro, ria sem jeito, ia embora. Era alto e desengonçado, às vezes se desculpava por ser atrapalhado, não sabendo pôr as coisas dele em ordem, nem arrumar a casa. Não sei se gostava da vida de solteirão, acho que não queria ninguém ao lado dele. Na nossa casa era raro sentar à mesa no meio de tanta bagunça. Comíamos na Sereia do Rio, que, além de barato, tinha uma varanda para a baía e a floresta. Quando voltava de suas viagens misteriosas, me trazia presentes embrulhados con desleixo em papel de padaria. Nunca soube por que ele viajava tanto. Numa sexta feira incerta, dizia de supetão: «Embarco de noitinha, mais daqui a dois dias estamos juntos». Não queria que o acompanhasse ao porto, despedidas solenes dão azar, ele brincava. Via meu tio segurando uma sacola de lona e pensava que nunca mais ia a voltar. Pensava nisso até na presença dele; na verdade, tinha medo de que ele fosse embora para sempre. Quando me via triste e calado, querendo saber o motivo de tanto silêncio, eu mentia: minha cabeça ia queimar de tanta dor, uma dor lá no fundo. Tio Ran não entendia minha recusa de ir ao médico. Então numa segunda-feira, ele me levou no conservatório. Ficou observando as janelas fechadas do andar superior. Depois disse: «Entra e fala com a professora. Quem sabe se as aulas de canto não vão curar tua enxaqueca». Com a minha voz indecisa, saindo da infância, começei a aprender canto com Tarazibula S. Boanerges. Na minha cidade, ela era a protagonista do canto e do piano. Eu me impressionava com o rosto dela cheio de pontinhos pretos, ameaçando formar barba. As pernas eram cabeludas como os braços, mas a voz, de inflexão melódica, me fazia esquecer tudo. O sorriso bonachão e uma generosidade extremada participavam dessa magia. Acima de tudo, era professora e, para nós, uma artista. «Aprendi tanta coisa con dona Steinway», disse Aiana, tentando acender uma vela. Dona Steinway, porque só ela tinha um desses pianos em bom estado. O outro pertencia ao teatro, mas além de desafinado era um ninho de traças e baratas. Partituras de música enchiam a estante da sala; na mesa de centro, uma 63 64 flauta indígena, que ela soprou uma única vez e murmurou como se estivesse sozinha: «Nossa dissonância ancestral». Ensinava dia e noite, talvez sonhasse com sons. Crianças dedilhavam as primeiras notas, anos depois interpretavam um chorinho de Nazareth; algum dia uma ou outra chegaria a tocar uma sonata de Schubert ou de Beethoven. Bach não. O mais difícil, o quase impossível, o que pede tudo de um artista, o corpo, a alma, ambos concentrados oito ou dez horas por dia ao longo de uma vida, tudo, toda sua força interior e física, Bach por exemplo, só ela. E nunca em público, só para nós, quase a escondidas, no fim do dia, quando ela se desculpava pelas notas erradas ou uma saida do andamento, esbarrões que não percebíamos, não podíamos. Na primeira aula ela sondou minha voz. Tocava uma tecla e me pedia a nota correspondente. Uma outra mais aguda, e eu perdia a voz, a voz abandonava meu corpo. Uma nota mais grave e eu grunhia. Ela não se desapontou e teve paciência. «Não é preciso se esgoelar, canta ao da flauta. Sentou lentamente na banqueta e as mãos retomaram o chorinho. No último ano de meus estudos de canto, já não me inquietava tanto com a ausência de tio Ran. Na manhã de um sábado, quando ele estava viajando, fui a assistir aos exercícios de Aiana no conservatório. Na sala não encontrei minha amiga; ouvi passos na escada e, quando a professora surgiu, parecia outra; usava um vestido decotado, brincos e colar; os lábios vermelhos e o cheiro de perfume davam a impressão que a noite a esperava. Ia me despedir, mais ela me abraçou e me beijou como se não me visse habia muito tempo. Disse que tocaria alguns estudos e prelúdios de Chopin. Nos intervalos enxugava o rosto, concentrava-se e interpretava com prazer o que durante a semana martirizava as alunas. Sentado perto dela, admirava os movimentos ágeis e firmes de suas mãos, que tocavam só para mim. Quando terminou, cubriu o teclado com uma tira de feltro e me olhou demoradamente antes de dizer: «Conheci tua mãe, uma das primeiras alunas. Estudou natural, como se estivesses falando». Talvez quisesse descobrir em mim um grande tenor, mais minha voz, meu corpo, claudicavam. «O som já está ficando mais puro, mais claro», mentiu. «A potência virá com o tempo». Cantou um lied sombrio, não me lembro qual, e me consolou: «Tens que dar tempo au tempo». Naquela tarde, percebi: sou incapaz para o canto. Dona Steinway já devia saber que seu aluno era promessa de nada. Mesmo que fose para o outro hemisfério: nada. Uma nulidade, voz para conversa, grito o resmungo, nunca para o canto. Mesmo assim, ela estimulava seu único aluno, o único menino. «Já es um tenorino talentoso», brincava quando ouvia meus agudos alarmantes. As meninas e as pianistas veteranas entediavam-se; muitas frequëntavam o conservatório por obrigação ou para matar o tempo. Várias alunas cochichavam nos corredores e, o que era pior, cochichavam quando a professora pedia silêncio, as mãos e os lábios tremendo, enquanto o olhar repreendia as tagarelas. Numa tarde, a mãe de uma aluna interrompeu bruscamente a aula, querendo saber o desempenho da filha; o sonho dela era ver a filha virtuosa dar um recital no teatro Amazonas. Pagou em dobro o preço das aulas, deixou cédulas altas sobre o teclado e foi embora sem esperar o troco. Dona Steinway ficou paralisada, muda. Senti seu hálito quente, vi suas mãos fechadas, o corpo que ofegava e crescia. Ela tirou as cédulas, jogou na mesa seis anos, gostava dos Prelúdios...». A professora sabia que eu era órfão, mais nunca habia mencionado o nome de minha mãe. Ficamos em silêncio por alguns segundos; ela se levantou, me acompanhou até o portão, fez uma pergunta como se fosse uma despedida: «Aquele teu tio cuida bem de ti?». Pouco tempo depois, quando pensava em deixar a cidade, fui com tio Ran ao teatro, onde dona Steinway daria um recital. Insisti em chegar cedo, queria achar lugar na primeira fila, colado ao palco. O teatro estaria cheio de gente e eu fazia questão de que a professora notasse minha presença. Quando entramos na sala, havia apenas cinco pessoas. Aiana, sozinha na primeira fila, nos chamou. Tio Rania apontando para o nome dos músicos, poetas e dramaturgos europeus: os artistas mais famosos do mundo estavam ali, nos estandartes de gesso em forma de lira, encardidos e empoeirados. Várias lâmpadas dos lustres, queimadas; as frisas sujas, e a pintura do pano de boca parecia enrugada. Sentado observei com calma o motivo da pintura: ninfas gordas deitadas em conchas que flutuam no encontro das águas. Dona Steinway demorava, esperando talvez a presença dos convidados. Lentamente a sala foi escurecendo, e só a pintura se destacava, iluminada solta no espaço. O calor aumentava, tudo parecia parado, eu me estiquei na cadeia e me deixei levar por aquelas conchas com seres mitológicos; pouco a pouco me distanciei daquele lugar. Os dois rios iluminados pareciam jorrar da pintura e inundar a sala silenciosa e sombria, cobrir tudo de água, até o lustre gigantesco e abobado do teto, onde a torre parisiense e as alegorias em redor pareciam grandezas de outro mundo. Um ruido me despertou. Ao meu lado, Aiana resmungava ao ver a sala quase vazia. Quando o pano da boca subiu, o piano preto do conservatório apareceu no centro do palco. Depois ela entrou, aproximou-se da platéia, foi aplaudida com entusiasmo. Da primeira fila eu podia ver o rosto em êxtase da pianista, a alegria incontida, como se fosse uma grande noite. Depois do recital fomos falar com ela. Não parecia decepcionada. «Esse teatro é grande demais para um recital de Schubert -ela piscou para meu tio-. Hoje em dia, uma plateia de vinte pessoas é uma multidão. O teu sobrinho va continuar a aprender canto?». Ainda voltei algunas vezes ao conservatório e, uns meses depois do recital, parti. Longe dali, cada vez mais longe, ao ouvir uma sonata de Schubert, um chorinho de Nazareth ou as Bachianas Brasileiras, eu me lembrava dela. De seus dedos longos, de seu rosto suado, tenso ou radiante, todo o corpo atento, tocando para a pequena plateia. Dona Steinway não buscava a notoriedade. Ensinava. E sabía escutar. Pensava nisso quando Aiana, vela na mão, me puxou pelo braço e me conduziu à escada de ferro. Sem saber porque, hesitei em entrar. Pude ver uma parte da sala espaçosa, aclarada por lamparinas, cheia de gente bem vestida. Um cheiro exquisito, perfume a flores, se misturava ao bafo quente da noite. Uma faixa de tecido verde, com palavras douradas, de luto, cobria livros e partituras; perto da parede, ex-alunas cochichavam, mães e filhas, juntas. Quando entrei, vi um homem velho e triste, curvado sobre o rosto da mulher deitada, quieta, as mãos cruzadas. Levei um susto, tentei pronunciar o nome dele, mais enmudeci. Tio Ran parecia outro, tão diferente, parado ali de pé, as mãos enfiadas no pelo da professora. Quase não vi seu rosto, escondido por outro, o de meu tio. Mas vi, observei, senti suas mãos que tanto dedilharam o teclado, agora silencioso, agora fechado sabese-lá até M quando. Imágenes: Gato sobre la mesa de cocina de mi abuela Clelia, Nelson Ramos (1995) 65 LA CAVERNA DE CAÍN Marcelo Damiani 66 Para Guillermo Cabrera Infante C aín, como todo el mundo sabe, nació bajo la ducha; mejor dicho, bajo la dicha de la ducha. De hecho, la leyenda cuenta que lo primero que se le ocurrió a su creador, mientras se daba un merecido baño reparador luego de seis arduos días de trabajo, fue su nombre. Sus detractores, sin embargo, aprovechaban esta circunstancia para argumentar que Caín no era un verdadero hombre, sino tan sólo un mero nombre. Pero con innegables delirios de grandeza. El origen acuático de su apelativo, por otra parte, era usado por Caín para establecer su estrecha relación con el principio del mundo, ya que él firmemente creía (como Tales de Mileto) que el agua era el fundamento de todas las cosas. Su creencia quizá pueda explicar la hiper-sensibilidad que experimentaba frente al ruido de este líquido elemental, porque cada vez que alguien abría una canilla cercana y el agua empezaba a fluir poderosa y rauda huyendo del cielo, el oído absoluto de Caín no podía más que alertarlo sobre el fenómeno que se estaba desarrollando en las proximidades de su ser. Aunque aquella calurosa mañana caribeña, para hacer honor a la verdad, lo único que el ruido del agua le despertó fue la sed, y se la despertó incluso antes de que él estuviera técnicamente despierto. Caín en esos momentos estaba sumido en un sueño placentero donde era un enorme dragón. Varias dotaciones de bomberos habían desplegado sus mangueras y le arrojaban poderosos chorros de agua para tratar de apagar el fuego que salía de su boca. Todas las cosas, al ser alcanzadas por las llamas, se transformaban en pequeños cristales; así, Caín tuvo la oportunidad de verse reflejado por un instante. Su rostro era muy parecido al de King Kong, y eso le encantó. Pero además, colgada de su cuello, temerosa y húmeda, iba la doncella rubia que le correspondía como a todo Rey. El último detalle que lo dejó boquiabierto fue que él no hacía ningún esfuerzo por lanzar llamaradas de fuego como un dragón clásico. El fuego salía de su boca cada vez que sonreía, y él, por algún extraño motivo, no podía dejar de sonreír. Los bomberos, mientras tanto, seguían haciendo su tra- bajo, sin darse cuenta que hacía falta mucho más que agua para apagar tanto fuego. Aún antes de poder abrir los ojos, aún antes de oler el fuego que crepitaba a sus espaldas, aún antes de sentir el calor que inundaba el ambiente (acentuando la sequedad de sus labios), Caín tuvo la sensación de estar inmovilizado, atado de pies y manos y en una extraña posición cuasi fetal. Se sentía atrapado en una esfera única, compacta y rígida, inmutable e intemporal, compuesta por infinitos anillos concéntricos que le daban ese aire indivisible e inmóvil que suele tener toda cárcel mental. La sensación era tan placentera como perturbadora, y fue esta y no otra la razón que le hizo poner toda su fuerza de voluntad para terminar de despertarse y averiguar qué diablos era lo que estaba pasando a su alrededor. Levantar la pesadez de sus párpados fue sin duda una empresa que lo dejó exhausto. La luz, además, no sólo era harto mezquina, sino que también parecía estar en movimiento. Su cuerpo, por último, no estaba cómodamente acostado en una cama o una camilla como uno podría imaginarse, sino que se encontraba amarrado a un sillón de cuero, y por si esto fuera poco, totalmente desnudo. Frente a sus ojos, en una pared curiosamente curvada, circulaban imágenes borrosas que se movían de un lado a otro. Su intelecto se demoró en vano algunos minutos tratando de descifrar el sentido misterioso de esas sombras en movimiento que parecían tener alguna relación con los murmullos ininteligibles que provenían de las paredes que 67 lo rodeaban. Caín, ciertamente que no por primera vez en su vida, pensó que por fin había enloquecido. Supuso, con la sagacidad que lo caracterizaba, que la explicación de todo debía estar cifrada en su pasado reciente, en el recuerdo de las extrañas vicisitudes acaecidas la noche anterior. Por su mente cinematográfica desfilaron las imágenes fugaces del estreno teatral de una obra hospitalaria a la que había tenido que asistir para cubrir a un colega. Caín estaba maldiciendo su mala suerte hasta que sus sentidos literalmente fueron heridos por una mulata con cuerpo desbordante a la que no tardó en abordar. Y si no recordaba mal, lo primero que ella le había contado –como si se tratara de un dato peligroso– era que estudiaba filosofía oriental. –Yo también amo el conocimiento – había contestado rápido Caín, aunque la mirada lasciva que le había dedicado a ese cuerpo moreno y brillante que se encontraba frente a él parecía desmentirlo descaradamente. Entonces la mulata lo había invitado a visitar un nuevo lugar exclusivo, casi secreto, donde esa noche se iba a reunir con sus compañeros de estudio; Caín, mientras asentía rápidamente, se preguntaba si ella compartiría su fuerte concepción carnal de la filosofía. También se acordaba que cuando la mulata le dijo el nombre del lugar, «Spéos», vio espejos y esperas y pensó que era una forma sutil de decirle que vería todo lo que quisiera si tenía la suficiente paciencia. El lugar parecía una caverna, y cuando uno entraba y descendía por la rampa principal, percibiendo la fuerte densidad de la atmósfera, realmente se sentía como transportado a un mundo primitivo. La escasa iluminación, las imágenes chinescas proyectadas en las paredes y los murmullos envolventes que hacían las veces de música de fondo, a diferencia del ruido estridente y las fosforescencias de los clubes nocturnos que Caín acostumbraba frecuentar, también se confabulaban para crear tal impresión. La mulata lo arrastró de la mano por pasillos cada vez más oscuros y sinuosos en dirección a lo que parecía ser el interior de la Tierra. Caín, por su parte, se dejaba llevar sonriente, tentado por la proyección de sus propios pensamientos eróticos. Pero su memoria se difuminaba a medida que se acercaban al rincón donde acababa de despertarse. Recordaba claramente a otra mulata que había venido con el vino y una sonrisa traviesa, su propia invitación para que se uniera a la fiesta, la mirada de las dos mulatas como insinuando que ahí había mucha muchacha para un sólo Caín, y él haciendo chistes y acariciando como al pasar la espalda oscura de su compañera. La última imagen era la de una antorcha y unas palabras en otro idioma con entonación argentina. Eso era todo. Por más que lo intentaba, no podía recordar cómo había terminado desnudo y atado de pies y manos al sillón de cuero. Aunque lo imaginaba, y esperaba, por el bien de su reputación sexual, estar en lo cierto. No se atrevía a examinar las posibilidades de un error de cálculo en este sentido. El aumento del volumen de los murmullos que inundaban las paredes volvió a distraerlo de sus vanos intentos de recuerdo. Parecía un eco que venía de sus espaldas. Al intentar darse vuelta reparó en sus ataduras. Eran como 68 cadenas aterciopeladas y oscuras y después de hacer un poco de fuerza con sus brazos ambas se soltaron. Caín aprovechó la oportunidad para liberarse del todo. Encontró rápidamente el traje blanco que llevaba la noche anterior y se lo puso, incluyendo el vistoso sombrero panamá. No había rastros de las mulatas por ninguna parte. Ni tampoco del vino. Miró por última vez las imágenes proyectadas en las paredes y pensó que parecía un cine primitivo o futuro donde habían sido abolidas las leyes de la representación. Se preguntó si la mulata no lo habría llevado para hacer algún tipo de experimento perceptivo, ya que después de todo, él era el crítico más famoso de la isla. Pero desechó la idea rápidamente; prefería pensar que había sido utilizado como un objeto sexual. Salió del rincón de la cueva ascendiendo por un pasillo cortado por una pequeña pared; atrás de la misma había un fuego que parecía controlado, como si también fuera parte del espectáculo, y a su lado, una antorcha. Caín se agachó para mirarla más de cerca pero alguien le dio un golpe que lo mandó directamente al piso. Después sintió que lo arrastraban por sobre algo áspero y escarpado mientras él protestaba y se quejaba. Su cuerpo terminó arrojado al duro empedrado de la calle. –Eh, Caín. ¿Qué es lo que haces aquí, Caincito? ¿No deberías estar tú en el cine, pues? Entonces se acordó que esa mañana tenía una función privada. ¿Cómo se llamaba la película que tenía que ver? No, eso no era importante, sino la hora y el lugar. ¿Dónde le tocaba hoy, en el Atlantis o en el Astral? Miró su reloj y apenas pudo distinguir que las agujas no parecían moverse. ¿Se habría detenido el tiempo? Pero no importaba la hora que fuera, de cualquier forma tenía que apurarse, y mientras se le aclaraban las ideas creyó recordar que la función de hoy era en el Astral. –¿Qué es lo que vas a escribir mañana si no ves la película antes, Chico? Caín levantó la cabeza y calculó que debía ser alrededor de mediodía. Si se apuraba, tal vez podía llegar para el final, y con un poco de suerte, encontrar algún colega amable que por lo menos le cuente el argumento. Aunque lo dudaba, ya que la mayoría de los críticos sólo veían los primeros quince minutos de todas las películas, y después huían indefectiblemente de la sala; y si no se iban era porque se habían quedado dormidos. En cualquier caso, su suerte ya estaba echada, y todo por culpa de la mulata y sus suM puestos estudios de filosofía. Cuando intentó abrir los ojos la luz del sol lo encandiló sin piedad. Luego de sentarse lentamente buscó sus lentes negros en los bolsillos del saco, de la camisa y del pantalón, pero no pudo encontrarlos. El calor, además, lo envolvía como una nube hirviente y húmeda, dificultando su poder de concentración. Se puso de pie sintiendo como si su cuerpo penetrara en una bolsa de aire caliente. Se sacudió un poco la ropa y dio un par de pasos trastabillando, acomodándose el sombrero para que la luz del sol no lo molestara tanto. La densidad de la atmósfera le obligó a abrir la boca para poder respirar mejor. De pronto escuchó que alguien repetía su nombre. Imágenes: Gamba da fiore, Nelson Ramos (1997) 69 NELSON ASCHER ENCONTROS Há gente que eu encontro na rua e me sorri (o fósforo, dormindo ensimesmado dentro da caixa, sonha incêndios) e eu lhes sorrio; há gente que encontro numa loja e me sorri (a lâmina da faca que repousa numa gaveta aguarda o dedo distraído) e eu lhes sorrio; há gente que encontro na garagem e me sorri (o fio se aquece na parede acalentando alguma faísca) e eu lhes sorrio; há gente que eu encontro até no elevador e me sorri (a carne que está na geladeira fermenta aos poucos sua toxina), eu lhes sorrio e cada qual de nós, descendo em seu andar, ligando o carro (salvo se acaba de guardá-lo), fazendo (ou não) as compras e prosseguindo rua abaixo ou rua acima, medita na segunda lei da termodinâmica. 70 HOMECOMING Estar em meu país é deduzir num golpe de vista quem é o quê, se gay ou se opus dei, mas isto ainda é fácil, algo exeqüível quer nos parques, quer nos becos de Osasco ou nos de Osaka. Estar em meu país é ser, desde o primário, íntimo de alguém antes de ser-lhe apresentado, mas isto, num país mais incestuoso até do que a menor das tribos perdidas, ainda é fácil. Estar no meu país é de antemão poder dizer quem faz o quê e o que faria caso pudesse, mas às vezes parece (e constatá-lo é fácil) que não há ninguém fazendo nada. Estar em meu país é tanto intuir sem dúvida quem é quem como ver quem quer passar por quem, embora, a rigor, isto talvez se deva à idade e, após alguma prática, nem chegue a ser difícil. Estar em meu país, mais que saber por que qualquer estranho pensa saber tudo o que penso, tem algo mais difícil que o dom fácil de sempre frustrá-lo e é simplesmente estar em meu país. 71 UN LENGUAJE DE PÚRPURAS Y ZARAZAS Isidra Solari 72 Y a se sabe que las palabras se dicen y se desdicen. Sin embargo, el diccionario recoge significados inapelables que aceptamos por su objetiva lucidez. Pero existen otros, volátiles y difusos, que se desvanecen con el tiempo. Por esa razón se reservan para encuentros coloquiales; tienen significados únicos, provisorios y perecederos. Transitan y transmiten una intimidad secreta y perentoria tan exclusiva que su destino de desaparecer los desampara de las definiciones. No es el caso de la palabra púrpura que tiene varios significados consumados; es la sustancia primordial de un molusco que origina un color rojo violáceo que lo identifica. Por siglos fue equivalente de prestigio, evidenciaba el privilegio de acceder a la Púrpura del Mediterráneo. Sin embargo en el suelo Oriental esta palabra se ha asociado a la sangre humana; otra acepción que dictamina el diccionario. De esa púrpura, según W. H. Hudson, estaba impregnada «La Tierra (Oriental) Purpúrea». La palabra zaraza, en cambio, nos encuentra desamparados de la Academia. Es seguramente bastante más, en esta tierra, que la «tela de algodón estampada», así definida en el léxico compilado. Guitarras, melodías y Zarazas Los estilos, las milongas, las cifras, los aires populares, los valses criollos sonaban en las guitarras de los payadores. Acompañados con su vihuela recorrían la campaña. Poblaban las soledades taciturnas de los paisanos; su música era esperada en los ranchos, en las estancias, donde se armaban «zarazas» a su llegada. Sus cantares también repetirían la palabra zaraza, picaneando bueyes y recordando amores: «A la huella, huella, zaraza […] / Buey zaraza tus ojos tristones […]». Estas melodías camperas, cantadas y silbadas, fueron las primeras canciones que cantó Carlos Gardel. «La vida del carretero», que insta al buey «zaraza» a seguir la huella, fue la primera interpretación de Gardel en París1. Gardel era amigo de Arturo de Navas (1876-1932), uruguayo, autor y cantor de canciones criollas. Cantaban juntos en bambalinas, antes y después de las funciones, durante dos o tres horas, más que tangos, este cancionero. Quizás también, cantaran otro «Ca- rretero», menos conocido y antecesor del cantado en París con letra de Juan de Navas, legendario payador, padre de Arturo2. En una placa, Víctor Récord, todavía suena una guitarra con otra melodía3. La voz de Arturo es la de otro carretero; otro buey: «Corneta» (el asta doblada para atrás) que, empacado y al tranco, sigue la huella. El carretero, en esa desmesura de abandono, anima a su buey y silba; piensa en su mujer que a la distancia, de celos de ausencia y por contraste, lo imaginará en «zaraza». Juan de Navas fue más que un memorable payador. Fue el contrincante, en la payada de Paysandú, del argentino Gabino Ezeiza. Un contrapunto mítico. Una noche entera, un auditorio parcial, expectante, se mantuvo en vela, con el corazón puesto en el oriental. Al amanecer se inclinó hasta el delirio cuando el argentino improvisó «Heroico Paysandú yo te saludo». En la madrugada «el Negro» Ezeiza (1858-1916) había establecido en su canto una nueva y trágica Troya; otra más en la Banda Oriental. Zarazas en los campos de Batalla La batalla de San Antonio sucede en el año 1846. Durante el prolongado asedio de Montevideo, la Nueva Troya como la llamó Dumas, Garibaldi, a la cabeza de sus 180 legionarios italianos y 100 soldados de caballería, fue atacado, a corta distancia de las fortificaciones de la ciudad, por una división de 1.000 jinetes y 230 infantes del batallón de Patricios. Luego de los episodios de enfrentamientos, Garibaldi buscó la protección del monte que bordea el Arroyo San Antonio, se internó por la ribera del Uruguay y por esta hizo camino al Salto. Los heridos fueron distribuidos en las casas de familia. Víveres, enseres, eran imprescindibles para las tropas. El comerciante Manuel Goncálves de Amorim, de origen portugués, hace un acta de denuncia que incluye un incendio y una lista de «arrebatos». «Diecisiete Piezas de zaraza», especificadas en portugués como «colxas», cuyos precios oscilaban entre $42, $40 y $21 en signos monetarios de la época. «Siete varas de bayeta, una pieza de gacineta, botas, sombreros, puñales». La lista es larga, incluye comestibles, elementos de guerra y otros, que se argumentan de saqueo. Garibaldi los considera como desaparecidos en el incendio. Se establece una cuenta a cobrar al «Coronel Comandante de esta Guarnición y Jefe de la Escuadra Nacional Don José Garibaldi». Sin embargo, con este título rimbombante, Garibaldi, desde las trincheras maltrechas de la plaza vieja de la ciudad, escribía a su mujer, Anita: «Mi cama es la plataforma de nuestra batería». Las zarazas «arrebatadas» estarían abrigando a más de un legionario. Días purpúreos y de zarazas En una tierra ensangrentada por largas décadas todo sugería la tragedia soterrada. Las cosas simples se nombraban con otras palabras. Elementos de la vida cotidiana se convertían en símbolos que expresaban más que el uso al que estaban destinados. El coraje se medía en armas, las banderas, aunque guardadas, eran emblemas de enfrentamientos. La vida de todos los días se transformaba, giraba en este clima sordo de sobrentendidos donde las ofensas se extendían en todos los vericuetos de la vida. Los colores eran banderas que resumían un lenguaje en el que todo quedaba comprometido. La mesa se tendía según los invitados. A veces, si un huésped llegaba de improviso, había que retirar de urgencia las copas de cristal purpúreo del vino tinto4. Desde Francia venían con ese propósito pero había que cambiarlas por las claras, incoloras, para que el huésped no se considerara ofendido por un color equivocado. Los patios, encerrados, guarecidos como los de los claustros. Con paredes y rejas; patéticos en medio de los campos, inmensos y vacíos, repetían en su soledad los lenguajes de ocultamientos y doble sentido. Como mundos en réplicas. Los nombres de las plantas, de esos oasis de soledad, identificaban sin ambages ni confusiones la pertenencia de sus moradores. El «Diego Lamas» es el nombre purpurino, en la vasta zona de Salto, Paysandú, Concordia, de una planta de flores celestes desvanecidas con blanco; del Oxypetalum de origen brasilero. El «General Flores» es el nombre del Hibiscus de flores simples y rojas. El «Leandro Gómez» es la plan- 73 ta de flores blancas que, con hojas abigarradas, cubre los canteros de los patios. La «Estrella Federal» es el nombre de la euforbia de flores rojas de mazorqueros. Una botánica de púrpura con sobrentendidos alusivos a caudillos, adalides orientales, convertidos de gauchos en soldados de un escalafón en zaraza. con Amorim, la muerte de un hombre junto a un río crecido en un viaje a la frontera. Incorpora este relato como epílogo fantástico en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Las coincidencias de la muerte y la de los sentimientos que la explican, contienen la certidumbre sin dilucidaciones: una vida azarosa coexistía mas allá de poemas y de dramas. Zaraza en la Banda Oriental El universo de la palabra Zaraza no es una palabra inocente, tiene dobleces y matices. En la obra de Arturo Despouey, el protagonista, que había crecido en una estancia del Salto Oriental muere, por escapar de una bala, ensartado con un cuchillo en los riñones. En una oportunidad había dicho: «El odio nos mantiene vivos lo mismo que el amor. Es el amor con el traje puesto al revés». Jorge Luis Borges dice en rima los mismos sentimientos que Despouey: «¿Dónde estarán aquellos que pasaron, / Dejando a la epopeya un episodio, / Una fábula al tiempo, y que sin odio, / Lucro o pasión de amor se acuchillaron?» Borges había presenciado, junto Cada palabra es un mundo de decires: el que suena y el que omite. El juego de mostrar y ocultar es insondable, está atado a la memoria secreta del que dice y del que escucha. Una sola voz puede ser en sí misma, por esa cualidad, ilimitada. Un «buscador»; circunscrito a un lugar geográfico, a un tiempo, a una palabra, debe mostrar discernimiento; se han encontrado signos suficientes que aconsejan detenerse. Es notorio que la búsqueda, en sí misma, es adictiva y debe precaverse. Advertir con sensatez que cada palabra puede contener, sin saberlo, la infinita vastedad del universo, y llevarnos sin querer a la imprudencia de M otros mundos. Fuentes «Gli Italiani di Salto a la Esposizione di Milano - 1906». Presso L'Istituto Politécnico. Stabilimento tipográfico La Prensa, Salto. Págs. XXV, XXII y XXIII. Jorge Luis Borges: «El Tango», en El otro, el mismo. Obras completas, Tomo II. Emecé, Buenos Aires, 1993. Pág. 266. Notas [1] Charla del Sr. Horacio Loriente, el 10 de junio de 1997, en el Centro Militar de Montevideo. Ver http://www.gardelweb.com/gardel-y-el-canto-criollo.htm o http://www.elportaldeltango.com/personas/navas.htm [2] «El carretero» (letra de Juan de Navas, Arturo Navas con guitarra). [3] Colección Privada. Placa de pasta Víctor Récord 62202-B [4] Berta Otaegui de Gavioud (Concordia, nacida en 1908), recuerda que su padre contaba un episodio así, sucedido en «la Casa Vasca» del saladero La Caballada donde era administrador. Imágen de página 60: Forma agresiva, Nelson Ramos (1995) 74 ZARAZA PARA LA BANDA ORIENTAL (Visite à la terre empourprée) Viñeta de la vida en el Uruguay en 1877, en tres actos, divididos en siete cuadros y cinco «intermezzo», original de Arturo Despouey Copyright, 1962-63, by Arturo Despouey Transcripto a partir de la copia mecanografiada proporcionada por Hugo Rocha. 75 Personajes (por orden de aparición en escena) Louis Tredjeu Fernando Caterina Fogliani Niceto Brenda Rojas Don Prudencio - Clara Pancho El Puestero Comandante Arraiz Sargento Ordóñez Gumersinda Una Voz Cucho Tato Soldado - Bailarines de Varsoviana La acción de la obra se desarrolla en el término de diez días, en Montevideo y en una estancia del interior, en el departamento de Río Negro. Acto I CUADRO I Un dormitorio en el «Hotel Pyramides» de Montevideo, habitación que revienta de pesados muebles victorianos, plantas de palma y carpetas y cortinados de pana roja, así como de tiras de papel engomado colgadas del techo para atrapar las abundantes moscas. En foro hay una cama doble con mosquitero, entre dos ventanas. A la izquierda, junto al proscenio, una puerta que da al corredor del hotel, y junto a ella una cómoda de caoba sobre la que descansan una palangana y una jarra de loza blancas. Al levantarse el telón LOUIS TREDJEU se está secando las manos. FERNANDO, bandeja en mano, llama a la puerta. En camiseta de lana de manga larga y pantalones sujetos por una corbata a guisa de cinturón, LOUIS le abre. FERNANDO ¡Ay, perdón! ¡Está desnudo! 76 LOUIS (riendo) ¡Bah! Entre hombres ¿qué tiene? FERNANDO (ruborizándose) Mejor vuelvo dentro de un momento ¿no? LOUIS ¿Por qué? Ya sos un mozo. Y en edad de hacer el servicio militar, si no me equivoco. FERNANDO ¡Shh! No lo diga tan fuerte. LOUIS (vuelve a reír) Entonces he dado en el clavo. Edad de dejar esos melindres a un lado. (Señalando con la cabeza la mesa redonda) Adelante. Podés dejar la bandeja ahí. (Con leve ironía) ¡Entrá, entrá, que me pondré una camisa para cubrir las vergüenzas! (Mientras sigue hablando, así lo hace) FERNANDO Quisiera poder hablar alguna vez en la vida con esa seguridad que Ud. tiene, mesié. LOUIS ¡Bah! Ese es un aire que les dan a los europeos los siglos de guerra. Nada más que un aire. La seguridad es otra cosa... y a lo mejor se encuentra aquí en el Uruguay. FERNANDO ¿Aquí? (Bajando automáticamente la voz) ¿Con este gobierno y con esta policía? ¿Quién le dijo de venir a buscarla aquí? LOUIS ¡Oh! un inglés que anduvo por estos pagos después de la Guerra Grande. Un tal Hudson, que vi en Londres hace un tiempo. Se sienta, parte un pan y unta un trozo de éste con mantequilla. FERNANDO ¿Y hablaba de seguridad? ¿Aquí? LOUIS Sí, aunque llama «tierra purpúrea» a la Banda Oriental. FERNANDO (echándole café en la taza) ¿Y qué es eso? LOUIS Color púrpura. Violeta. (Mirando la taza) Está bien, gracias. FERNANDO Ud... ¿Ud. vio trabajar a Sarah Bernhardt? LOUIS Un par de veces. FERNANDO (abriendo desmesuradamente los ojos) ¿De verdad? LOUIS ¡De verdad! (Ríe) FERNANDO ¡Qué hombre de suerte! Yo daría cinco años de vida por verla una sola vez. FERNANDO Sería un poeta. Aquí la tierra es marrón, como en todas partes. LOUIS ¿Por qué? LOUIS ¿Y si está cubierta de sangre? La sangre es púrpura cuando se seca. FERNANDO No sé. ¡Todo el mundo habla de ella! Dicen que la llaman «la divina» ¿es cierto? FERNANDO (persignándose) ¡Jesús, María y José! LOUIS Así la vio ese inglés. Pero la sangre no le ha impedido recordar siempre y querer a la gente de este país. FERNANDO Me va a perdonar, mesié, pero un inglés, o un hijo o nieto de inglés, no tiene corazón más que para los suyos. Podrá nacer aquí, pero el hogar, la patria, para él siempre están lejos, en Londres. LOUIS ¿Quién te lo ha dicho? FERNANDO Y... cosas que uno oye por áhi. (LOUIS se sirve una segunda taza de café) LOUIS Bueno. No quiero entretenerte aquí si tenés que hacer en otros cuartos. FERNANDO Ya le entiendo la indirecta. Pero antes de irme... quería hacerle una pregunta, una pregunta sola, si me perdona el atrevimiento. LOUIS Tu dirás. LOUIS Están locos. Es un saco de huesos ¿sabés? FERNANDO Entonces, será divina por lo que siente, por lo que expresa. Digo yo. LOUIS ¡Miralo al mocoso con qué frases me sale! FERNANDO Y... son cosas que uno oye decir ¿sabe? LOUIS ¿En qué quedamos: son cosas que oís decir o que decís vos? (Mirándolo con una sonrisa de simpatía) No se sabe. FERNANDO Pero ella trabaja en París. ¡París, el faro del mundo! ¡Ah, yo daría diez años más de vida por ver París! LOUIS Como sigas así, te vas a caer muerto de un momento al otro. FERNANDO Cuénteme, mesié, dígame en qué la vio. LOUIS La primera vez tuvo un vómito de 77 sangre en un entreacto. La condenada chillaba en tal forma que se le debe haber roto alguna vena. LOUIS No, pero si se piensa en lo que hicieron los ángeles al bajar a este mundo... FERNANDO ¡Jesús! FERNANDO (bajando la voz) Por lo visto, Ud. no sabe quién es Latorre. LOUIS Y la segunda y última vez, se desmayó en escena haciendo «Athalie». LOUIS ¡El gobernador! FERNANDO (sacudiendo la cabeza como ante una catástrofe inevitable) Un genio. LOUIS ¿Cómo un genio? ¡Una anormal! FERNANDO Alguien que se mata así por expresarse es un genio. LOUIS (con una sonrisa irónica) Es posible. Yo, por mi parte, he oído decir que... (tomándole una mano) un mozo de hotel, que limpia pisos y friega platos, no tiene estas manos de seda. FERNANDO (bruscamente) ¡Suelte! ¡Suelte! (Se desase) LOUIS Ni sabe quién está de moda en Europa, ni le interesa. FERNANDO ¡Mesié, no me venda! ¡Por favor no me venda! El dueño del hotel arriesga mucho dejándome esconder aquí. Es hasta esta noche no más. Esta noche zarpa un barco para Buenos Aires, y ahí, si Dios quiera, me escaparé yo. LOUIS Ajá. Desde que te vi me pareció que aquí había gato encerrado. FERNANDO ¡No me venda! Si mi vieja sabe que los milicos me echaron la zarpa encima, se me muere de un síncope la pobrecita. LOUIS ¿Pero qué fechorías has hecho? FERNANDO ¿Fechoría? ¡Mesié! ¿Me ve cara de malhechor? 78 FERNANDO El gobernador provisional. Todos los que agarran provisionalmente el poder se quedan con él treinta o cuarenta años por lo menos. LOUIS Otra cosa que habrás oído decir. FERNANDO Sí, señor. Pero ésta siempre, siempre, ¡desde que tengo memoria! Mi tata los odió toda la vida, y a éste que tenemos metido entre los riñones del país como a una hoja de fierro, más que todos. LOUIS ¿Lo odió, decís? ¿Es que no vive tu viejo? FERNANDO ¡Qué sé yo! Lo más probable es que esté muerto. El pobre desapareció una noche a los dos meses de haber tomado el poder este milico, y van ya para dos años de gobierno «provisional». LOUIS ¡Habrá huido! FERNANDO Eso se dijo también de otros. Después se encontraron los cadáveres. ¡Huir, huir de verdad, quiero yo! LOUIS ¿Por qué? ¡Hay que luchar! ¿No le llaman a este país «la tierra de los libres»? FERNANDO ¡No me embrome! ¿Con qué va a luchar contra sus fusiles y sus cañones? LOUIS Con lo que sea. Cuando suena la hora de la desesperación, con lo que sea. FERNANDO El lunes yo cumplo la edad de la conscripción. El gato encerrado, mesié, es el Ejército, que espera para saltarme encima. LOUIS ¿Pero qué te pueden hacer? Más que medidas de disciplina o castigos duros... FERNANDO Más que eso... nada. Pero ellos le llaman disciplina a darle a uno ochenta, cien, ciento veinte lonjazos a la menor infracción, hasta que queda seco mordiendo el polvo. LOUIS ¿Aquí, en el Uruguay? ¡No es posible! (Pausa) ¡Además, el Ejército no vendrá a buscarte a este hotel! FERNANDO Eso esperamos... con el Jesús en la boca. LOUIS Ánimo, muchacho. FERNANDO Yo sé que esto no durará toda la vida. Un día se podrá volver a andar por estas calles con la frente alta. Hay un ruido de nudillos en la puerta. FERNANDO tiene un sobresalto. LOUIS (en voz baja) ¡Vamos, firme! ¿Es esa la cara que pensás darle a la adversidad? FERNANDO (id.) Mire, mesié, no me venga con frases, que aquí el que se juega el pellejo soy yo. Mientras LOUIS abre la puerta, FERNANDO pone apresuradamente taza y cafetera en la bandeja y, bajando la cabeza y sin decir nada, sale como una exhalación mientras CATERINA, no menos rápidamente, se introduce en el cuarto. Está vestida con un traje de viaje a cuadros verdes y azules, con capita bordeada de piel, atuendo que lleva como si fuera un manto real. La mirada inquieta, con una inquietud poco común en una mujer de su edad, parecería decir que la intrusa vive bajo el influjo de una emoción muy fuerte. Un ligero acento italiano da la gracia de un chiste a las cosas –siempre serias– que parece dictarle su fantasía o un sentido muy particular de la realidad, que funciona para ella sola. LOUIS (inclinándose) Señora... ¿Deseaba? CATERINA Pasar un rato con Ud. en esta habitación. LOUIS ¿A estas horas? En París esos entretenimientos ocurren generalmente entre las cinco y las siete de la tarde, si no me equivoco. CATERINA No sea insolente. Yo no he dicho «pasar un buen rato». Además, sé muy bien lo que se hace y lo que se deja de hacer en París. LOUIS Entonces, Ud. dirá... CATERINA Necesito la ayuda de un caballero. Al verlo llegar anoche y saber que era francés, me decidí por Ud. LOUIS ¿Por qué un francés? Mis compatriotas han hecho un arte refinado de faltar el respeto a las damas. CATERINA Paparruchas. Mitos. Donde se habla tanto de hacer el amor, se acciona poco. Mis compatriotas... los italianos... te respetan siempre a una mujer, pero aun respetándola ¡hay que ver cómo te la dejan! LOUIS (riendo) ¿Es en Italia donde la he visto, entonces, hace poco? CATERINA ¡Qué más quisiera yo! Hace quince años ya que estoy perdida pa’l mundo, enterrada aquí n’el medio’el campo, entre gauchos salvajes. LOUIS Salvajes, no, perdone. Yo me crié en este país. CATERINA Y ahora vuelve de Francia a vender zaraza por el campo, allá por donde el diablo perdió el poncho. ¡Todo un 79 heredero, con toda una fábrica a su disposición! (LOUIS la mira con sorpresa) No me mire así: antes de meterme aquí hice toda clase de averiguaciones sobre Ud. Es lo natural. (Pausa. Lo mira fijamente) ¡Ponerse a vender zaraza! Ud. ha perdido la chaveta. Es una lástima, porque de figura está bastante pasable. cuatro o cinco meses. Como además de cobarde es trapacero, ha hecho dictar una orden de extradición contra mi. Por intento de homicidio. ¡Comprenderá que si no me he dejao agarrar por la policía argentina, menos voy a dejar que me echen el guante los esbirros de este tirano de tres al cuarto que tenemos aquí! LOUIS (inclinándose) Gracias, señora. Pero el que haya perdido la chaveta no es razón suficiente para que Ud. se meta en mi habitación, de modo que si no me da otra, le tendré que pedir que se retire. LOUIS ¿Y qué le hace pensar que esos «esbirros», como Ud. dice, vendrán al hotel? CATERINA De aquí no me saca Ud. ni atada, por lo menos hasta que pase el peligro. LOUIS ¿Qué peligro? CATERINA ¡Qué peligro, pregunta! Si no lo sabe ahora. Ya lo sabrá dentro’e unos días. LOUIS (midiéndola con la mirada) ¿En el campo? Vengo en busca de tranquilidad, y sé que aquí en el campo la encontraré. CATERINA Y puede que demasiada, en ciertos sentidos; pero en otros, ¡mamma mia! (Reclinándose en la cama) En cuanto oiga algún ruido junto a la puerta, échese encima mío, por favor. LOUIS ¿Cómo? CATERINA Que se eche encima mío, le digo. No tenga miedo. No persigo nada que no sea estrictamente correcto. LOUIS (con una sonrisa) Pues es una lástima, señora. CATERINA ¡Cómo se conoce que es Ud. recién llegado y que no conoce la fama de la Fogliani! (Él inclina la cabeza) En Buenos Aires, a estacazo limpio, acabo de dejar a uno de mis abogados en un estado tal, que el pajarraco no podrá cumplir con sus deberes de marido en 80 CATERINA Están aquí ya. Los he visto fuera hace un momento. LOUIS Haber empezado por ahí. CATERINA ¡Qué hombre más sistemático! Se empieza por donde se puede. Hay ruidos de pasos junto a la puerta. CATERINA coge a LOUIS por el cuello y se recuesta en su hombro. LOUIS (bajando la voz) ¿Ud. cree que así los va a engañar? CATERINA Estos milicos saben muy bien lo que odio a los hombres en general, lo difícil que me es aguantar cerca mío el aliento de un bicho de su especie. Nunca pensarán que la mujer abrazada de Ud. soy yo ¡Jamás! (LOUIS ríe) Sí, ríase, ríase. Ya verá en la que se ha metido cuando salga al campo. Y la colección de personajes que le salen al paso: matreros, maleantes de toda laya, soldados del «Gobernador», y la policía, que es pior que tuitos ellos juntos. ¡Lindo candombe! (Lo aparta bruscamente de si) Ya no hay más ruido. Levántese. ¡Levántese, que no puedo aguantar ese olor a hombre que tiene! LOUIS ¿Fue por el olor a hombre que dejó Ud. a su abogado hecho un «ecce homo»? CATERINA Fue por lo ladrón. LOUIS La historia de siempre. En su gran mayoría todos los son: ladrones amparados por la ley. ¡Pobre del que tenga que caer en su manos! CATERINA Si dende un principio hubiera sabido que me lo habían comido todo, o si hubiera podido adivinarlo... Pero mienten con un arte bárbaro y todos – porque son varios– usan agua de colonia a pasto. (LOUIS ríe) Este viaje fue el golpe final. Ahora se me cayó completamente la venda de los ojos. LOUIS ¿Después de cuánto? CATERINA Después de veinte años. 20 años. Se dice pronto ¿eh? La estancia’e mi hermano abarcaba medio Jujuy. ¡Figúrese! ¡Lo que se habrán comido esos buitres con sus mujeres y sus queridas! Con la décima parte de esa herencia habría podido librarme pa siempre de esos otros ladrones que son los empresarios. LOUIS ¿Entonces, Ud. era actriz? CATERINA Cantante, cantante. ¡Hay clases! Si no estuvieran aquí los milicos de Latorre, le demostraría que con un «fa» natural todavía arranco el empapelado de las paredes. LOUIS (yendo hacia la puerta) ¡A ver si han venido en busca de ese muchacho! Fuera suena un tiro. CATERINA Cuidado con abrir la puerta. LOUIS (abriéndola) Cállese. Estoy en libertad de proteger a quien se me antoje. Abriendo la puerta, LOUIS hace un gesto rápido como llamando a alguien. Tras un segundo de pausa, FERNANDO entra demudado, sosteniendo con el brazo derecho el izquierdo, por el que empieza a manar la sangre de una herida que tiene en el hombro. LOUIS da una toalla de manos al herido. LOUIS Coraje, que no es grave. Ponete esto debajo de la camisa. FERNANDO Por lo que más quiera, mesié, déjeme salir por la ventana. De aquí puedo treparme muy bien a la azotea. LOUIS Será mejor que te escondas aquí. CATERINA Así nos llevan presos a los tres ¿no? FERNANDO va hacia la ventana. LOUIS Vos te quedás aquí, ¿sabés? FERNANDO No, mesié, no. Por la azotea puedo pasar a casa de unos amigos que viven aquí en Sarandi. Por favor, déjeme irme. LOUIS (yendo hacia la ventana) Esperá primero que vea si hay alguien enfrente. CATERINA Eso es ¡métase de patas en este berenjenal, va a ver lo bien que lo pasa en la cárcel! LOUIS ¿Quiere callarse de una buena vez? CATERINA ¡No ha nacido entuavía el bicho con pantalones capaz de taparme la boca! LOUIS Eso está por verse. (A Fernando) Salí ahora. En la calle no hay nadie. ¡Vamos, salí! FERNANDO Dios lo bendiga. LOUIS Que te bendiga a vos, que lo necesitás más. Adiós y buena suerte. FERNANDO y LOUIS se dan la mano. El segundo abre de repente la ventana, por la que el muchacho sale al balcón, y la vuelve a cerrar enseguida. CATERINA Cuando los hombres no me dan asco, me dan lástima. Pero Ud. es un caso especial. Ud. está mucho más loco de lo que parece a simple vista. LOUIS ¡Mire quien habla! CATERINA Sólo a un loco se le ocurre jugarse la vida por un gesto. LOUIS ¿Qué vida? ¿De qué vida me habla? El hombre que en determinado momento de su existencia no es capaz de jugárselo todo por un gesto está muerto. Es más: no ha vivido nunca de verdad. CATERINA Pues muy señor mío, muerte por muerte, ¡no sé que le diga! Como esto que acaba de hacer se descubra, tenga por seguro que lo persiguen por espía. LOUIS (mirándola fijamente con una sonrisa) ¿A esto le llaman ser espía? ¡Qué arte para insultar a la oposición! CATERINA Eso no es nada comparado con el arte que tienen para tratarla cuando cae en sus manos. LOUIS ¡Si Ud. se permite resistir a las autoridades, no sé porqué no voy hacerlo yo! CATERINA Hay una pequeña diferencia entre el hombre y la mujer, Monsieur Tredjeu, y en esta caso la diferencia obra en contra suya. Se oyen tres tiros fuera. CATERINA se abraza a LOUIS, pero cuando éste intenta besarla le da un furioso empujón contra la cama. CATERINA ¡Epa, epa! ¿Qué se ha creído Ud., que me voy a dejar besar por tres mise-rables tiros? ¡Si nos estuviera ca-ñoneando la escuadra inglesa, en-tuavía! LOUIS (levantándose y sonriendo) No es Ud. precisamente lo que se describe por ahí como una conquista fácil. CATERINA (mientras LOUIS va de puntillas a la ventana y mira a la calle) ¡Conquista fácil! 81 ¿Y qué se saca con acostarse con alguien? Por unos momentos uno no es uno, es un animal. Un descanso que no dura nada; dispués tuito sigue lo mesmo que antes. ¡Tanto que se afana la humanidad y tanto que venden su conciencia los hombres y las mujeres por temblar como unos perros unos con otros! ¡Bah! LOUIS ¡Pobre mundo, si las mujeres fueran todas como Ud.! CATERINA Al paso que van, no sé qué le diga. En Europa la concubina del hombre ha empezado a convertirse en su compañero de pieza. Pero eso me gusta ¿sabe? Leña con el hombre ¡hay que darle duro no más! LOUIS (con una risa sarcástica) ¿Le parece poco lo que lo castiga la vida? El mundo está cada día más loco; la gente quiere cada día más dinero y más cosas; todos tienen la manía de la velocidad. Yo no veo el momento de volver al campo y perderme en su silencio infinito. La tierra llana, el cielo liso, y yo. Solo. (Sirve a CATERINA un vasito de «cognac») CATERINA (arrebatándole el vasito de la mano) ¡Hmm, cognac francés! (Apura medio vaso) ¡Cuántos recuerdos de Europa me trae! ¡Hmm! Huele mejor que un perfume de Guerlain. LOUIS (sirviéndose a su vez) Esta sí es una cosa que voy a echar de menos. Me tomaba un par de botellas al día ¿sabe? CATERINA ¡Ca...ray! LOUIS Pero eso era estando en la fábrica, viendo cómo vivían los obreros. En el campo, y solo, será distinto. CATERINA Yo, sola, nunca. Dios libre y guarde. Antes de estar sola ¡soy capaz hasta de vivir con un hombre! LOUIS ríe y levanta su vaso. Ella levanta el suyo, y también ríe. 82 CATERINA ¡Porque le aproveche la soledad! Los dos se miran con una mirada de curiosidad, de desafío, como si la vida de uno y otro no pudiera ser ya la misma después de este encuentro. TELÓN RÁPIDO INTERMEZZO I En la oscuridad que se hace inmediatamente en la sala se oye el ruido de cascos de caballo que avanzan trabajosamente por un pavimento de madera, ruido mezclado con el de viento fuerte y aguas agitadas. El ruido de cascos cesa de repente. Se oye un fuerte estrépito, y tras él, la voz de LOUIS, que habla a gritos pero que aun así, entre los ruidos del viento y del agua, tiene dificultad en hacerse entender. VOZ DE LOUIS ¿Qué le ha pasado, compañero? ¿Se atascó? (Pausa) ¿Cómo? ¡Ah, sí, la rueda! ¡Qué barbaridad! Deje, deje. Yo bajo a recogerla ¡Hay que traerla pronto! El río está subiendo como si fuera el fin del mundo. (Pausa) ¡Digo que el agua sube! ¡El agua! Espere. (Ruido de portezuela que se abre y cierra) ¿Y dónde está ahora esa maldita rueda? ¡Uy, la perdemos! (Elevando más la voz) ¡Venga a darme una mano! ¡Perdemos la rueda y nos quedamos aquí atascados no más! (Los caballos relinchan) Cálmelos. Si se espantan demasiado, también estamos perdidos. (Ruido de un objeto pesado que cae al agua) Y la maldita rueda se fue al fondo no más. ¡Conductor! ¿Me oye? ¡Hay que abandonar la diligencia! (Pausa) ¿Cómo? (Pausa) ¿Y qué? ¿Va a irse Ud. también al fondo del río junto con el correo? ¡En cinco minutos el agua nos llega al pecho! ¡Vamos, venga! ¡La cosa no está como para que yo lo lleve a la rastra! (Los caballos vuelven a relinchar) ¡Qué equipaje ni equipaje! Me llevo esta valijita con los documentos y gracias ¡Venga! ¡Venga y no se separe de mi! ¡Vamos a tener que nadar juntos! ¿me oye? Las aguas cubren la voz de LOUIS y se desatan con una fuerza torrencial hasta que el sonido se desvanece al levantarse el telón sobre el CUADRO II Patio en la estancia de Don PRUDENCIO ROJAS. En el centro una glorieta, con la mesa puesta para cenar; atrás la casa, pintada de rosa, de la que vemos dos ventanas con rejas de hierro y parte del techo de teja. Rodeando la casa, un corredor embaldosado con algunos sillones de mimbre. A la izquierda de la glorieta, una enorme jaula cubierta. A la derecha un aljibe rodeado de macetas con malvones. CATERINA sale por foro izquierda, atraviesa la «verandah» y se detiene junto a la jaula. Está vestida de negro, con un chal de lana verde oscuro. En el centro del cuello, un gran camafeo. Cae la tarde. CATERINA mira a derecha e izquierda para cerciorarse que está sola e inicia enseguida un diálogo con un personaje invisible. CATERINA ¡Genaro! ¿Dónde estás? Vos me llamaste aquí. No me engañes. Sentí clarito que me llamabas ¿sabés? (Pausa. Hace un movimiento brusco, como si alguien la hubiera empujado hacia atrás) ¡Vamos! Te he dicho mil veces que no me gusta que me tirés de la falda. ¿No sabés que detesto esas bromas? ¿Pero adónde estás? ¿Y a qué edá te has materializao esta vez? Dejate ver. ¡Genaro! ¡No habrás traído a esa novia espantosa que te has ido a elegir al otro mundo, toda con la cara llena de granitos! ¿Cómo es posible que en el otro mundo la gente siga teniendo las mismas porquerías que tiene aquí en la tierra? ¡Mire que hay absurdos por áhi! (Pausa. CATERINA se vuelve bruscamente) ¡Cristo benedetto! Otra vez a los cinco años. Me da no sé qué volverte a ver a la misma edá en que te moriste. Sé muy bien que lo hacés por jorobarme. Venga de este lado, mocoso. Si alguien sale de las casas no quiero que nos sorprendan conversando. ¡Qué diría cualquiera de ellos si pudiera verlo clarito clarito como lo estoy viendo yo! Se caerían de espaldas. Pero ¡qué van a ver! ¡Qué van a ver! El hombre pasa ciego por la vida. Bueno, dígame, pues: ¿pa qué me ha hecho salir? (Escucha con expresión conturbada) ¡Madonna santa! ¿Dónde? (Mira al cielo con inquietud; de repente lanza un «¡Ah!» y se persigna) ¡La luz mala! Con razón me sentía tan nerviosa hoy. Eso quiere decir que pronto vendrá alguien, un extranjero ¿no? Contestá. (Pausa) Y que si viene será pa pior. La luz mala siempre es un signo de desgracia. ¡Genaro! (Mira en derredor suyo) ¿Te juiste? (Se tapa los ojos con las manos) ¿Será posible que este condenado me haga ver desastres ande no los hay? (Se saca las manos de los ojos y da una rápida vuelta en redondo) ¿Te juiste o no te juiste? ¡Genaro! ¡Ah, demonio de muchachito! Mientras vivías nunca me hiciste ningún caso. ¿No te ibas a esconder siempre al fondo del jardín cuando anunciaban la visita de Zia Caterina? Y ahora estás siempre por aquí, como si en el otro mundo no tuvieras nada mejor que hacer. (Llamando) ¡Genaro! No, ya no siento más vibraciones. Se jué no más. (Mira al cielo) ¡Pero la luz mala está ahí bailando sin parar, como si no se nos hubieran descolgao encima bastantes calamidades ya! NICETO ha salido por foro izquierda y se ha acercado a ella de puntillas. Cuando está justo detrás de ella, le tira de la falda. CATERINA Ya me parecía que estabas ahí. ¡Demonio de mocoso! Pero si estás ahí ¿qué me pasa? ¿Ya no te puedo sentir más? ¿Me habré vuelto como el resto de la gente: ciega, sorda y muda? ¡Ah, no, no! La vida con gente de carne y hueso es demasiado horrible. ¡Si me quitan esta facultá, prefiero morirme! NICETO suelta una carcajada. CATERINA se vuelve a él con la rapidez del rayo. NICETO ¡Bah! ¡Morirse! ¿Ud. no dice que morirse es un regalo y pa que uno lo gane tienen que pasar miles di años? Antes de hacerse persona decente hay que reencarnarse montones de veces: eso se lo tengo oído de siempre. Entonces, doña Cata ¿pa qué habla de morir? CATERINA Soltá, demonio, soltá esa pollera. Como si no bastara con los espíritus, todavía vienen los cristianos a complicarle a uno la existencia. NICETO ¿Y de áhi? Ud. dice que soy el único 83 perro fiel que le queda en el mundo. ¿No me va a dejar que suelte un ladrido de contento de cuando en cuando? CATERINA Sí, muchacho, tenés razón. Vos en este mundo y Genaro en el otro. Él ya te conoce y simpatiza con vos, aunque no le gusta la forma en que tratás a tu viejo NICETO Tengo un pálpito de que ese Genaro debe ser un poco mariquita. ¿A que no se mete con Ud. y se atreve a decirle la verdá: que el mal de ojo que le ha hecho al viejo no sirve pa nada? una mujer de vez en cuando en vez de darle esas carreras al alazán. CATERINA Yo quiero el mando pa vos. Es por eso que te truje aquí ¿sabés? NICETO ¿Qué mujer? ¿Carmela? ¿Rosario? ¿La tuerta’el puesto? Las he probao tuitas. No son ni pa una vez siquiera. NICETO No. Me trujo para tenerme como una llaga viva. Pa hacerle recordar siempre al viejo que el día en que yo nací fue el día en que se murió mi mama. Un día marcado por las estrellas. CATERINA (airada) ¿Mal de ojo, yo? Estás loco. Aparecen en el corredor BRENDA y DON PRUDENCIO ROJAS, su padre, a quien ella conduce en su silla de ruedas. Ambos escuchan en silencio la conversación de NICETO y CATERINA. BRENDA viste de percal blanco con lunares azules y lleva un pequeño delantal de la misma tela. NICETO Hum... Es un suponer no más, pero me dejaría cortar una mano. CATERINA ¡Qué Dios tenga en la gloria a tu pobrecita mama! CATERINA La perderías. Hacer juerza pa que se muera el viejo es una cosa, y hacerle mal de ojo otra muy distinta. NICETO Esa sí que jué canallada del destino. Una gurisa de trece años apenas. Cada vez que lo pienso se me regüelve la sangre y le pegaría fuego a las casas. ¡Viejo canalla! NICETO ¿Y no va a aflojar nunca en esa lucha? CATERINA Nunca. Entre lo que me hicieron los ladrones de los abogados de Buenos Aires y lo que me hizo después tu padre, hay bastante como pa desearle la muerte a medio mundo. NICETO (lanzando una risotada salvaje) Hay quien dice que el viejo no se cayó del caballo, sino que se tiró no más, pa no casarse con Ud. CATERINA Pero le salió el tiro por la culata, porque se casó con esa silla de ruedas a la que está pagado hace 15 años. Y si no hubiera quedado así, alguna marca gorda tendría de cualquier modo, que pa eso Dios me ha dado una mano privilegiada. NICETO (otra risotada) ¡Vamos! ¿A quién le va a pegar ahora, doña Cata, a mi? Más lonjazos de los que me daba el viejo cuando era gurí... ¡y míreme! No, 84 señora, no. Nu es así como va a tener mando en esta casa. CATERINA Bueno, en aquella época tu padre debía ser un hombre en flor. NICETO ¡Hombre en flor entonces, pero canalla, canalla! ¡Aprovecharse así de que era el patrón, el dueño! ¡Y con chiquilinas, pa pior! CATERINA Aquí eso lo han hecho tuitos, y lo siguen haciendo no más. El derecho de pernada, le llamaban en Europa cuando eran tan salvajes como estos gauchos. NICETO ¡A mi qué me importa Europa! Me importa que mi vieja se me haya muerto por ser demasiado joven. Pero cuando los hombres se conducen, no como hombres, sino como perros... CATERINA (interrumpiéndolo) Vos moralizá todo lo que quieras, pero me parece que no te vendría nada mal desahogarte con CATERINA (riendo) ¿Y de áhi? ¿Querés tener de amante a la Patti o a Jenny Lind? (Se le acerca) ¡Las pretensiones! NICETO ¿Por qué no? Aspirar, de lejos, se puede aspirar siempre. Me gustaría una mujer que fuera léida, así como usté, con esa cosa especial que tiene la gente que viene de Uropa; ¡un poquito más moza no más! (Una pausa en que da un paso más hacia ella) Pucha que güele bien, doña Cata. Dan ganas de cerrar los ojos y pensar que es un poquitito más joven. CATERINA (ríe francamente) ¡Qué muchacho! Vas a tener que pasarte un peine fino por la cabeza y sacarte esas ideas, que son peligrosas. NICETO Fue Ud. la que me las puso en la cabeza. Y las otras, el viejo. ¡Pedir respeto, un padre que entuavía se niega a ir al Registro Civil a reconocerme! ¡Pedir afecto, esa carroña humana! ¡Ahhh! Pegar fuego a las casas es poco Cada vez que pienso en él, me dan ganas de hacer volar el mundo. Sin decir «agua va» Don PRUDENCIO toma de un costado de su silla tres proyectiles y los lanza a la cabeza de NICETO: una naranja seca, un tintero vacío y una alcachofa. La naranja, que roza la frente de NICETO, lo toma desprevenido, aunque el muchacho tiene ya un instinto especial para esquivar los golpes de su padre; pero a los otros proyectiles les saca el cuerpo con facilidad. PRUDENCIO ¡Alma negra y retorcida! ¡Ni en un momento de distracción puedo haber fabricado yo semejante engendro! NICETO (en mutis por foro izquierda) ¡Estoy seguro que nunca tuvo con qué! PRUDENCIO ¡Ah, si alguna vez yo pudiera agarrar a esta bestia salvaje y tenerla entre las manos! La parálisis es pa los tipos que se llevan bien con los demás, no pa mi. No en esta casa, con este cuervo que he criado. BRENDA empuja la silla de ruedas hasta el patio, en donde la deja junto a la glorieta. CATERINA (volviéndose a don PRUDENCIO) Y, compadre, ¿quién lo manda escuchar? Quien escucha su mal oye. PRUDENCIO ¡Así que vos no sólo lo dejás hablar sino que te solidarizás también con el! ¡Has acabao por tenerlo de cómplice, a ver si entre los dos me hacen reventar a mi! BRENDA No se ponga así, tata. Por favor no se ponga así. Después sabe muy bien que el que paga el pato es Ud. PRUDENCIO No hay cuidado, m’hija. Les va a costar hacerme morir, pero si muero, entuavía tendrán que vérselas con vos. (A CATERINA) Como sepa que te entendés con Niceto, y te ves con él aquí y allá, te pongo en la primera diligencia que salga pa Montevideo. Ya me moriré cuando me llegue la hora: pero no son Uds. quienes la van a marcar. CATERINA ¡Tanto habla de la muerte, como si juera una cosa tan importante! PRUDENCIO ¿Y nu es? ¡Vos bien que te aferrás a la vida con uñas y dientes! CATERINA Porque morirse es incómodo; pero no importante. Pior es vivir como vivo yo, enterrada en este aujero. Una mujer que ha sido regalada y aplaudida e invitada por príncipes y llevada en andas. ¡Parece mentira! BRENDA ¡Virgen de los Desamparados! Hacía meses que no escuchábamos ninguna entrega de esa novela. 85 CATERINA Es que en estas lomas muertas hasta los recuerdos se le gastan a uno. Montevideo; en el campo las cosas van tan mal, que van quedando más perros que cristianos. Montevideo. Le dije cómo andaban las cosas por la campaña, tuito lo que le esperaba aquí... LOUIS entra corriendo por derecha, vestido de frac, con sombrero de copa y un maletín de felpa de colores en la mano. BRENDA Pero estos son buenos guardianes, señor. ¡Perdone que nos riéramos así! En realidad, en esta casa no sobran los motivos de regocijo. LOUIS Menos lo que eran las crecientes. LOUIS (con ironía, después de levantarse y sacudirse el polvo de la ropa) Entonces me alegro de haberles dado uno. Este campo uruguayo le hace ensanchar el alma al viajero. Cuando un hombre se siente tan feliz como yo ahora, ¡qué le importa ser el hazmerreír de los otros! LOUIS En el mismo puente. Con la diligencia se fue al fondo del río todo mi equipaje. Salvo esta valija, que mantuve en alto porque tenía mis documentos y mis muestras. ¡Ah! Y este «frac». Inmediatamente después de entrar él se oyen los ladridos furiosos de dos enormes mastines. El forastero suelta la maleta y se tiende en el suelo haciéndose el muerto, los dos brazos unidos sobre el pecho sosteniendo su sombrero de copa. Como si esto fuera una señal, los perros entran y se ponen a husmearlo de arriba abajo. BRENDA y Don PRUDENCIO ríen al ver el cuadro. CATERINA lo contempla con expresión sombría. BRENDA (espantando los perros) ¡Moro! ¡Bachicha! ¡Juera! ¡Shhh! ¿Así se recibe a un viajero tan elegante como el señor? BRENDA y su padre vuelven a reír. Los perros, gruñendo, salen pero LOUIS no se mueve. BRENDA hace una guiñada a su padre. BRENDA ¿Se habrá muerto de un síncope? Parecería que estaba preparado, porque la mortaja la lleva ya encima, no más. Padre e hija ríen de nuevo. LOUIS (abriendo los ojos, a BRENDA) Ud. dirá, señora, si tengo venia para volver a la vida. CATERINA (sobre el último eco de risa de los demás) Si lo dice por los perros, estese tranquilo que no vuelven. ¿Qué hace por estos pagos, Monsieur Tredjeu? LOUIS (levantando medio cuerpo en un movimiento de sorpresa, pero permaneciendo sentado en el suelo) ¡Ah, Ud.! ¡Es Ud.! Sabía que la volvería a encontrar. (A BRENDA) Los perros son animales que siempre he odiado. Y después de forzarme a que me presente así en esta casa, todavía más. CATERINA Si los odia le aconsejo que se vuelva a 86 PRUDENCIO Eso nunca. CATERINA El señor Tredjeu, si mal no recuerdo, ha venido al campo a vender zaraza. Le presento a Don Prudencia Rojas, el dueño de esta estancia, y a Brenda, su hija. BRENDA ¿Cómo está? ¿Bien y Ud.? Le extiende la mano, que LOUIS estrecha. Él va enseguida a saludar a Don Prudencio. PRUDENCIO (extendiéndole la mano) Bienvenido, mi amigo. A esta humilde casa, que pongo a sus órdenes, la llamamos «!La Mercé». LOUIS Gracias. (A BRENDA) La «mortaja», señorita, no es mi ropa de viaje, como se imaginará. BRENDA Ya pensaba yo que los viajeros de comercio no van de «frac» a todas horas, ni aun en Francia. PRUDENCIO Se ve que viene de allí, y no sólo por el apellido. ¡Todo un caballerazo el señor! (A CATERINA) ¿Y de dónde lo conocés vos? No tiene edá de haber sido uno de tus almiradores. CATERINA Nos conocimos aura no más, en PRUDENCIO ¿Y lo agarró una en el Río Negro? PRUDENCIO (con una risilla) Condenado a etiqueta permanente, ¿eh? LOUIS Y por lo visto, a burla permanente también. PRUDENCIO A burla no, mi amigo. En el campo nuestro el forastero es el dueño de tuitas las goluntades; aquí usté no tiene más que mandar. LOUIS, conmovido, se aprieta las manos contra el pecho. LOUIS Gracias, gracias, don Prudencio. Estas son las cosas que quería recordar, la vida que quería volver a vivir. BRENDA ¿Volver a vivir? CATERINA (mirándolo de arriba a abajo) Se crió de chico en una estancia del Salto. Pero eso no impide que sea francés hasta las suelas de los zapatos. ¡Suerte que tienen algunos! Y dígame, el conductor de la diligencia ¿se salvó? LOUIS Sí, señora. CATERINA Lástima grande. Muerto habría sido una buena compañía para mi. ¡Un hombre que conocía tantas historias y tenía tanta labia! LOUIS la mira con asombro. PRUDENCIO Esté... Lo que Caterina quiere decir es que tiene trato con los espíritus ¿sabe? LOUIS ¡Ah! ¡Ah, sí! Ya veo. PRUDENCIO (ante la expresión dura y hostil que CATERINA ha mantenido desde la entrada de LOUIS) ¿Y ahora qué bicho te ha picao? ¡Mire qué cara! CATERINA Hmm. No podría decir que el primer encuentro con Monsieur Tredjeu en Montevideo haya sido el momento más feliz de mi vida; pero no es por él que me siento así. Quería ver la cara que ponías vos si hace un rato, mirando al campo, te hubieras tropezao con la luz mala, como me pasó a mi. PRUDENCIO (persignándose) ¡Dios bendito! (Cambiando de tono, con falsa despreocupación jovial) ¡Vos siempre haciendo caso de esas supersticiones! CATERINA Sabés que siempre que aparece la luz mala viene un forastero, y que cuando viene, siempre lo acompaña algún desastre. BRENDA ¡Por Dios, doña Catalina! ¿Cómo puede decir una cosa así? ¿En 15 años de estar aquí no ha aprendido entuavía que en el campo la hospitalidá es cosa sagrada? CATERINA ¡Hospitalidá! ¿Con quién vamos a practicar la hospitalidá, si aquí no viene nadie? ¿Y con qué? ¿Ande está el «champagne» y la orquesta y los criados de calzón corto? Porque este forastero no sólo es francés, sino que ministro francés, y si me apuran mucho, un ministro que viaja en misión secreta. LOUIS ríe. PRUDENCIO ¡Ah, gringa loca, siempre bandeándose de un extremo p’al otro! (A LOUIS) En el verano, señor, cenamos aquí ajuera, en la glorieta. Si quiere pasar a re87 frescarse un poco... Acampáñelo al cuarto’e huéspedes, Caterina. CATERINA ¿Pero se queda a pasar la noche? PRUDENCIO (irritado) ¿Y ande querés que vaya a estas horas? CATERINA Es francés y habla muy bien y yo me derrito escuchándolo; pero ya hice mi alvertencia, que conste. Cuando el rayo golpee la casa y tuito se desfonde, a mi que no me vengan con lamentos. LOUIS (tomando su maleta) Le agradezco su ofrecimiento, don Prudencio; francamente, no me queda otro recurso. BRENDA (A LOUIS) Por favor no haga caso de doña Catalina. Todos tenemos nuestras manías; la suya es leer signos de desastre en cada rincón donde mira. CATERINA echa a BRENDA una mirada altanera. Luego ella y LOUIS salen por foro izquierda. BRENDA ¿Porqué la mandó con él, tata? Quién sabe qué nueva barbaridad le dice. ¿No ve que cada día está más chiflada? PRUDENCIO No quería que fueras tú. Sabe Dios cuántos meses hace que no cae por la estancia un forastero, pero privados de compañía como estamos, no quiero que éste vea que perdemos las alpargatas de gusto teniéndolo aquí. BRENDA ¡Meses que no viene nadie, dice Ud.! Pa usté son meses. Pa mi, años. PRUDENCIO Me lo imagino, m’hija. Y me estoy imaginando también que podrías caerle en gracia. Los gringos son gente rara ¡quién sabe! Hasta capaces de casarse con una mujer de tu edá. BRENDA ¿Ta loco, tata? Yo estoy aquí pa cuidarlo a usté, pa envejecer y morir junto a usté. 88 PRUDENCIO Sí ¿y te pensás que vi’a quedar pa semilla? a Clara que haga un clericó pa la cena. Decile también que Niceto comerá en su cuarto hasta nueva orden. BRENDA Cuidarlo y acompañarlo es mi destino, tata. BRENDA (alejándose en mutis por foro izquierda) Si uno de los dos aflojara en esa pulseada que no se acaba nunca, ¡cuánto mejor sería pa Ud.! (Dentro) ¡Clara! ¡Clara! PRUDENCIO Tu destino es manejar la estancia cuando yo muera. ¿Querés que se la entregue a Niceto? En sus manos tuito se hundiría en seis meses. Se quedarían en la miseria. BRENDA ¡Bah! Siempre habría algo que comer. PRUDENCIO ¿Y ahí se concluye la vida pa vos? ¿No has pensado nunca en un marido... en los hijos que le puedes dar? BRENDA Por favor. Delante’el forastero tenga cuidado con lo que dice. A la menor insinuación me encierro en mi cuarto, se lo juro. PRUDENCIO Pero m’hijita, m’hijita, ¡no sea así! A mi me duele que renuncie en esa forma a cumplir su destino de mujer. BRENDA A los treinta años, tata, uno está pasada. Un empujoncito más y es la vejez. ¿Pero qué importa? ¿No renuncian las monjas a mucho más? Y ahí las ve Ud. tan contentas. PRUDENCIO Eso no se sabe. A muchas habría que someterlas a tentaciones como las de San Antonio, a ver qué pasa. BRENDA No me haga poner colorada, que ya no estoy en edá. (Pausa) Yo soy feliz con lo que tengo: mis pájaros, los amaneceres, ratos pa salir a caballo... Mi vida es un agua limpia. ¡No trate de enturbiarla, tata! PRUDENCIO Tá bien, tá bien, m’hija. Andá a decirle Hay una pausa. PRUDENCIO (en un lamento desgarrador, que le sale del fondo del alma) ¡Si aflojara! ¿No me ven liquidao? ¿No me ven la muerte en los ojos? ¡Si aflojara! ¡Ay, Señor, por qué me seguirás teniendo clavado aquí! Siempre que siento ganas de llorar o aullar contra este destino negro, aparece esa santa de hija y me tengo que tragar las lágrimas y los gritos. En un principio, cuando entuavía tenía juerzas, Señor, no me importó esta jaula; pero aura que me voy muriendo un poco más cada día, querría dejarla de repente y volar pa siempre, volar! LOUIS, bien peinado y compuesto, sale por foro izquierda y aparece en el corredor. LOUIS Perdone. Perdóneme. No quería sorprenderlo en sus cavilaciones. PRUDENCIO No me haga caso. Zonceras de viejo no más. LOUIS No, no diga eso. Sus palabras han puesto el dedo en una llaga que llevo abierta muy adentro. ¡Creer que tenemos un alma, que esa alma puede un día volar! ¡Qué más quisiera yo! Eso le daría por fin un sentido a este episodio brutal e incoherente que llamamos vida. PRUDENCIO Pucha que habla lindo, don. Con la de hembras que se debe haber alzao. LOUIS (riendo) No sé... El que habla no actúa. Y Ud. sabe mejor que yo que con las mujeres hay que actuar, y actuar rápido. Los dos hombres, situados delante de la glorieta, ríen. CATERINA aparece por foro izquierda. Al darse cuenta de que empiezan a hablar de ella, avanza y se oculta tras el follaje que cubre la glorieta. LOUIS (A Don PRUDENCIO) Le voy a pedir un favor, Don Prudencio. Tranquilíceme a doña Catalina. Pasaré la noche aquí y mañana por la mañana me largaré adonde sea. No me gusta la idea de servirle de instrumento al destino –aunque sea instrumento inconsciente ¿sabe? PRUDENCIO ¿Pero le va a hacer caso? Ya le dijo m’hija Brenda que la gringa siempre está anunciando desastres. Lo hace por distraernos un poco. ¡Como por aquí nunca pasa nada! LOUIS Pero cuando anuncia alguna cosa, Uds. le creen ¿no? PRUDENCIO Muchas veces sí. Aunque le diré: ella no es una «médium». Y aquí en la casa no hay mesas que se muevan. Caterina es otra cosa: una mujer que está llena de espíritus, como un saco viejo que reventara de polillas. (LOUIS ríe) Y los ve y habla con ellos con sol y con luna, y en las casas o en el campo, donde usté quiera. (LOUIS vuelve a reír) No, la cosa no es pa ráirse, don. ¡Ese pleito! Ese pleito interminable es el que ha ido alborotando la pajarera. ¡Pobre Catalina! ¿Ud. sabe quién fue? LOUIS hace una señal de asentimiento con la cabeza. PRUDENCIO Por culpa de ese pleito, en pocos años perdió la flor de su hermosura, y la voz, y la razón; pero no la memoria de lo mucho que sabía, y así la truje a la estancia pa que sirviera de institutriz a m’hija. Una voz cascada, pero todavía robusta, de soprano dramática, entona con furia dos frases de un aria de «Norma», que CATERINA concluye con un agudo dudoso al aparecer a la derecha de la glorieta. PRUDENCIO tiene un so-bresalto. CATERINA ¡Viejo hipócrita! ¿Te impidió el que 89 hubiera perdido la voz y la razón y los encantos de mujer arrastrarme a estos andurriales? ¡No pa que sirviera de maestra, qu’eso vino después; pa vivir contigo, como tu concubina! PRUDENCIO Sujetá esa lengua, que Brenda puede volver de un momento a otro. CATERINA ¡Ah, los hombres! Un rayo fulminante que los partiera en dos, sin dejar uno solo en pie, sería poco castigo pa las canalladas que hacen. PRUDENCIO (duramente) Yo querría saber qué le pueden importar tuitas esas historias a un forastero. CATERINA Yo también. ¿Quién fue el que empezó a ventilar la ropa sucia, eh? ¡Hombres! ¡Bestias, eso es lo que son! No le dejan a uno ni el pudor de su desgracia. LOUIS Yo tengo la culpa, señora. Fui yo el que inició esta conversación. CATERINA ¿Y quién le dio vela en este entierro? LOUIS La curiosidad. Me dejó fascinado esa idea de una «visión» del otro mundo. CATERINA Pa tomarlo pa la risa, ¿no? Sabiendo que aquí las noches son largas y que le salen canas de aburrimiento a uno. BRENDA sale por foro izquierda y, sin decir palabra, se queda escuchando embelesada a LOUIS. 90 CATERINA Ya me esperaba que quisiera ganarme d’ese lado. El diablo se viste siempre de poeta o payador. PRUDENCIO ¡Y todavía te quejás! CATERINA ¡Gaucho bruto! ¡Qué sabés vos del mundo y de la vida! ¡Después no quieren que esté medio loca, perdida pa siempre n’este nido de ratas! BRENDA Doña Catalina, por todos los santos del firmamento, vamos a tener la fiesta en paz. A la mesa. Entra CLARA con una jarra de «claretcup» y se queda mirando embobaliconada a LOUIS. LOUIS (mirando la jarra) ¿Eso es lo que llaman sangría en España? ¿Vino con azúcar y limón? BRENDA Eso mismo, sí señor. LOUIS ¡Qué lastima! Porque a mi me gusta el vino puro, sin bautizar. CLARA suelta una carcajada. CATERINA Este vino es frutilla, vino ordinario hecho aquí en casa no más. LOUIS De todos modos, es vino. ¡Ah, la vida por un vaso de vino! O para ser sincero, por dos o tres. LOUIS No, señora. Cuando uno mira al cielo como lo hacía yo todas las noches en el barco, y ve todas esas constelaciones y esos mundos que se mueven con tanta armonía –aunque parezcan quietos– se da cuenta de que lo que nos pasa a los humanos aquí sobre la tierra no puede ser sino una parte chiquitísima de una verdad mucho más grande, que no tenemos suficiente inteligencia para penetrar. BRENDA (desde la puerta) Dejá, la traigo yo. Se me olvidó la mostaza p’al forastero. PRUDENCIO ¡Tomá! PRUDENCIO (con un guiño) ¡La mostaza y otros CLARA vuelve a reír. PRUDENCIO Andá, negra loca. Traé una botella p’al señor. CLARA Sí, patroncito. picantes ya los tiene aquí, con Caterina! CLARA sale por foro izquierda, corriendo y envuelta en un mar de risas. BRENDA, sacudiendo la cabeza, le sigue el paso. LOUIS ¡Vaya! No esperaba convertirme en el éxito cómico del año. CATERINA Es la manera que Clara tiene de expresarle su admiración. LOUIS ¡No me diga! ¡A cuántas cosas nuevas voy a tener que ajustarme aquí! CATERINA Figúrese. ¡Por qué se habrá venido de Europa! ¡Dejar la civilización, Dios mío! ¡Lo miro con ese frac y me vuelven tantas cosas a la cabeza! Las cenas en Fouquet’s, los jardines de Ranelagh, los troncos de caballos que me regalaba Orsini, los paseos por Trinitá dei Monti, el Rialto. ¿Cómo está Leduc? LOUIS ¿Qué Leduc? CATERINA Un mozo que había en Fouquet’s. Tenía un estilo, una insolencia, un aire de decirle secretos a uno al oído... Era un tipo muy especial. LOUIS ¿Cuántos años hace que no lo ve? CATERINA (resoplando) ¡Pouf! Unos veinte. LOUIS ¿Y cuántos tenía él entonces? CATERINA Sus buenos cincuenta y siete o cincuenta y ocho, muy bien llevados por cierto. LOUIS Pues calcule Ud. donde estará ahora. CATERINA (sacudiendo la cabeza) Tiene razón. Es horrible que se le vaya muriendo a uno tuita la gente que conoce. La vida ya no es lo mesmo, y uno ya no es uno. (Pausa. Con una sonrisa inconsecuente) ¿Y qué se lleva ahora en París? LOUIS ¿Qué sé yo? Cada vez más bultos y más alambres y más rellenos y más postizos. Toda relación entre una mujer que uno ve por la calle y el cuerpo humano es obra de la casualidá. CATERINA Esa es la moda que me conviene: que se tape la verdá. ¡Ay! ¿dónde estará la Fogliani? ¡Las cosas que vi y viví en Europa parecen tan absurdas dende este aujero maldito! LOUIS (sonriendo) No se lamente Ud. tanto. La «civilización», como llama Ud. a Europa, está destruyendo al hombre. ¡Si Ud. supiera lo feliz que me sentí al venir hacia aquí, andando a campo traviesa, solo, sola mi alma! Me parecía que todo se había borrado del centro de mi ser; las luchas con mi padre, el recuerdo de la guerra, la visión de las obreras de la fábrica, siempre borrachas, y de sus hijos, siempre tuberculosos; la hipocresía de le gente rica que tenía que ver en Lyon... Volví a ser niño, a... querer soñar. 91 NICETO aparece por izquierda. PRUDENCIO ¿Tanta huella le hizo lo que vio aquí en su infancia? LOUIS Por lo visto... PRUDENCIO Ud. es el hombre que yo necesitaría aquí: alguien que quiera a este campo, que pueda trabajarlo con amor. NICETO (avanzando) Prudencio Rojas de cuerpo entero, pa servirlos: un estanciero hecho y derecho, que ofrece poner tuito lo que tiene es este mundo en manos del primer desconocido que llega. PRUDENCIO (violento) ¿Qué hacés aquí, víbora? ¿No he dado órdenes de que te sirvieran la comida en tu cuarto? PRUDENCIO ¿Cómo decís? NICETO Hasta que usté no firme un papel, y el juez no firme otro, y la cosa no sea legal... PRUDENCIO ¡Ya veo que vos y Caterina se disputan el campeonato de quién dice más barbaridades esta noche! NICETO ¡Cómo le pica esa sarna! ¿eh? ¡A...aamigo! BRENDA reaparece con una botella de vino y, mirando insistentemente a LOUIS, la pone sobre la mesa. PRUDENCIO (gritando con furia) Mirá Niceto, no me hagás subir la sangre a la cabeza, porque un día de éstos me vas a agarrar mal y te vi’a matar. NICETO Pierda cuidado, viejo, que no quiero que se me indigeste viéndolo. (Mirando a LOUIS) ¿No me va a presentar? ¿Tanto miedo tiene que sepa que soy el guacho? BRENDA ¡Tata! ¿Cuántas veces vi’a decirle que no se ponga así? ¡No le haga caso a Niceto! ¡Míreme a la cara! ¡Tata! PRUDENCIO ¡Víbora! Vergüenza me da pensar que un retobao lengua larga como vos sea mi hijo. LOUIS (riendo, mientras se sirve vino lo más suelto de cuerpo) ¡Cómo me recuerda esta escena a las «charlas amistosas» que tenía con mi padre a la hora de las comidas! LOUIS Buenas noches. (Le extiende la mano, que Niceto estrecha secamente) BRENDA ¿Ud.? ¡No es posible! NICETO (a Don PRUDENCIO) Pero eso de que sea hijo suyo entuavía está por verse. LOUIS ¿Ah, no? ¿No soy latino? El padre, la persona que más quiere querer un Imágenes: Una vaca apartada de la otra, Nelson Ramos (1995) 92 muchacho –la que más necesita querer– es casi siempre el peor enemigo. De entrada una cuerda queda floja, suelta, en el aire –la cuerda principal quizá. De ahí en adelante ¿qué tiene de extraño que la vida toda sea una equivocación? NICETO rompe repentinamente en un sollozo. CATERINA Debía haberme imaginado que llegado el momento ibas a aflojar así. ¡Manflora! ¡Levantá la cabeza si no querés que te la levante yo a cachetazos! Pero NICETO se cubre la cara con las manos. PRUDENCIO Atrévete, gringa, a tocarle un pelo a m’hijo, y vas a ver ánde vas a parar. (Pausa) Andá, Brenda, traeme la palmeta. Está visto que esta noche será el único medio’e mantener el orden en la mesa. Pero BRENDA no lo ha oído. BRENDA tiene la vista clavada en LOUIS que, sin decir palabra, se echa al coleto dos vasos enteros de vino, uno tras otro. En el silencio que se establece enseguida todos se quedan mirando también al forastero mientras éste, sin perder tiempo, se lleva a la boca el M tercer vaso consecutivo. TELÓN FIN DEL PRIMER ACTO 93 DOCUMENTOS Lisa Block de Behar 94 N o es raro que en el cine, cuando se intenta revelar un secreto o anticipar un episodio, se suela mostrar la imagen de una carta que, leída, se ve y se dice, se lee y se oye. Vista en pantalla, la voz del actor niega la ausencia de su personaje, de la misma manera que resuenan los ecos de la voz del autor, amigo o conocido, en cartas que solo fueron dirigidas a un destinatario individual y ahora se difunden en una revista. Más próxima a los sonidos de la conversación que a las letras, la publicación de cartas, de diarios íntimos o de manuscritos, de confidencias o conferencias, de borradores de presentaciones y prólogos logra conservar algo del tono personal, de esas modulaciones de la voz que identifican la singularidad de cada uno, un tono que también es intensidad y, registrado en público o privado de sonido, queda suspendido en el silencio de la escritura o de la lectura, musitado como una música interior que se recuerda. A veces fragmentarios -parciales, inevitablemente-, interesa reunir y dar a conocer estos papeles dispersos para que se vuelvan a entablar los mismos diálogos que animaron otros tiempos y que así se extienden. Perteneciente a la colección de manuscritos de la Firestone Library, radicada en la Universidad de Princeton, la abundante correspondencia de Emir Rodríguez Monegal comprende las cartas que escribía o las que recibía en épocas en las que la lejanía, los proyectos, las tribulaciones y la amistad las multiplicaban por correos no suficientemente seguros ni veloces. Entre tantas, se seleccionó una de Emir a Octavio Paz, otras de Juan Carlos Onetti a su crítico y de este al escritor, un vaivén de burlas y veras que no disminuye la severidad de la erudición ni la lúcida vigencia de sus ponderaciones. Autorizada por su familia, aquí se publica la carta de Carlos Real de Azúa que, dirigida a Ángel Rama a propósito de la edición de sus trabajos sobre Ariel y Motivos de Proteo (Biblioteca Ayacucho, Caracas), no deja de insinuar, de paso, algunas de las contiendas que tampoco faltaron al ambiente cultural de entonces. Junto a esa carta, en una página inesperada, declara su «posición», enumerando sin reservas y con somera precisión un itinerario político e ideológico particularmente complicado. Como otros documentos, estos cuentan no solo por la información biográfica más o menos ignorada que proporcionan sino por esa «especie lateral de la crítica» que habilitan, poniendo al descubierto cierta informalidad compatible con el rigor de su ejercicio intelectual y vocación literaria. Contra la distancia, el entrecruzamiento epistolar instala un estatuto de confianza amistosa, de ocurrencias sorprendentes o apuntes irónicos que concilian las referencias eruditas, las digresiones teóricas y los comentarios triviales con confesiones espontáneas, mostrando algo así como el íntimo revés de un tejido literario, sin disimular las asperezas ni los puntos sueltos que desaparecen en escritos de tersura impresa. Los deterioros de conservación oscurecen el fondo de papeles envejecidos, atenuando los signos, manteniendo las erratas, que las máquinas de escribir de entonces difícilmente sorteaban. En broma se menciona un nombre, apenas modificado y, como entre líneas, las alusiones no siempre indirectas, propician, paralela a la lectura, una mirada indiscreta, que no descarta en el investigador el cómplice, en el espectáculo de trazos y blancos la curiosidad de un lector imprevisto, un voyeur casi. Uruguayos, contemporáneos, compañeros de iniciativas notables y aventuras intelectuales a mediados del siglo XX, Rodríguez Monegal, Real de Azúa, Manuel Flores Mora, Onetti, Arturo Despouey, compartieron numerosos y fervorosos desvelos culturales, literarios, críticos y, sin omitir la diferencia de sus objetivos e inclinaciones, una común afición por Isidore Ducasse. En los casos de Emir y Carlitos, la obra de ese compatriota excéntrico dio lugar a trabajos de investigación publicados hace años en sendos números de esta misma revista. Las noticias sobre el controvertido retrato del espectral Comte de Lautréamont fueron origen del artículo de Maneco que aquí se incluye. Las irreverencias de Onetti celebran al «pibe Ducasse» en otra carta de la misma época o se asocian al «Hotel des Pyramides», por el doble sitio de nacimiento, montevideano y doméstico, donde se inician las vicisitudes y el primer acto de Zaraza para la Banda Oriental. Visite à la terre empourprée de Despouey, inéditos presentados parcialmente en páginas precedentes, anunciando una obra mayor de ensayos y ficciones que irán apareciendo en los próximos números. Habrá, además, otros documentos, archivos rescatados de un pasado por venir. Traen aires de otros tiempos, vientos viejos que alentaron las nostalgias oceánicas de Maldoror y de sus fantasmas que, sin reposo, aún vagan por las calles sombrías que bajan al puerto. 95 Montevideo, 26/II/44. Señor J. Carlos Onetti: No acostumbro mantener correspondencia con los autores que comento. Por tratarse de ud. haré una excepción. Recibí sus líneas y paso a iluminarlo. Los reparitos que - directa o indirectamente - me formula pueden concretarse así: 1 - Desacuerdo entre toda la reseña y la última frase. 2 - Contradicción entre: lirismo barato y tensa calidad de la prosa. 3- Poco fair play al usar la propaganda editorial como parte de la novela. Pueden defenderse así: 1 - La última frase trata de ubicarlo en el desierto que es la literatura uruguaya de su generación. Es una valoración relativa, por lo tanto. Los reparos, en cambio, señalan lunares (o manchas solares) de su obra. 2 - Usted, como Balzac, hace posible tal contradicción. Se puede ver en Ernst Robert Curtius ("Balzac", Bonn, 1923) y en Van Wyck Brooks ("Las opiniones de Oliver Allston", B. Aires, 1943) el anáisis del estilo intenso - y la pasión intensa - de Balzac. En cualquier crítica literaria que se estime (el "Journal" de André Gide, París, 1939) podrá encontrar la opinión que el sentimentalismo del padre de "Eugénie Grandet" suscita. 3 - No uso la propaganda como parte de la novela. (Esa afirmación suya me prueba - ¡ay! - cuan distraídamente leyó mi nota). La uso como información. Practico la convicción de que no se debe decir lo que ya ha sido dicho por otros y uno lo sabe. Basta citar. Por eso cito las palabras de la tapa de atrás y la síntesis del argumento en la tapa, al frente. (A no ser que me haya equivocado al atribuirle las palabras liminares que se ven en la página 7). El resto de la carta me divierte. En general, aprecio su estilo epistolar. Espero verlo en marzo. ERM Le pido que salude de mi parte a Alsina. Le pido que no use más la palabra penable por penible. Transcripción de Silvia Sánchez 96 97 98 99 100 101 102 Carlos Federico Real de Azúa (1916-16/7/ "Mi posición" (texto de 1970) 1977) era hijo de Gabriel Alfredo Real de Azúa1 (2/6/1878-29/71954) y de Esperanza Tocavent a) Mi simpatía por un riguroso orden revoluSeoane (18/12/1877-26/12/1959). Su padre era cionario y mi antipatía por la rebeldía revolumédico, batllista de EL DÍA sin mayor mili- cionaria, el resentimiento, la indisciplina social. tancia política; uno entre diez hermanos. b) Mi simpatía por una sociedad armónica, Sus hermanos fueron Fernando (1908-1973), disciplinada, trabajadora, modesta, sin privilecasado con Beatriz García Arocena y padre de 5 gios ni abusos, con exclusión total de privilehijos, y María Celia (1913), casada con Máximo gio del dinero. Denis Fleurquin y madre de 6 hijos. c) Mi inclinación revolucionaria por instinto Cursó estudios sucesivamente en Escuela conservador, de que solo la Revolución puede de Aplicación ex Internato (1923-1924), Cole- invocar legítimamente y movilizar las reservas gio Elbio Fernández (1925-1928), Liceo Rodó humanas de trabajo, disciplina, fervor, sacrifi(1929-1932), Preparatorios del IAVA (1933- cio, austeridad. 1934) y Facultad de Derecho (1935-1946). Ejerció la profesión de abogado hasta 1957; trabad) Mi convicción de lo últimamente trágico jó en el Juzgado de Menores, renunciando en de la vida y de que ningún régimen político lo 1948. soluciona. Etapas políticas: 1) El izquierdismo inicial (1930-1934). 2) Etapa filo fascista-católica (19341942). 3) Etapa 1942-1959. Indefinición. Multiplicidad. Del antitotalitarismo al tercerismo y al ruralismo. 4) Etapa 1956-1965. Hacia la izquierda y la acción autónoma. 5) Etapa 19651971. Izquierda balanceada. 6) Etapa 1970-197... El abogado del diablo de la izquierda y del marxismo; contra los simplismos "estructuralistas" e "instrumentalistas". e) Mi devoción a lo extramoderno: contemplación, trascendencia, comunicación con la naturaleza, soledad y mi convicción de que hay que salvarlos "a través" de la revolución; mi asco a la "sociedad de masas". f) Mi convicción de que los "valores" están condicionados por lo social pero no "causados" por lo social y admiten distinta versión, distinta encarnación histórica. 1 - Que era hijo, a su vez, de Gabriel Real de Azúa y de Cipriana Muñoz. 103 Primicia de "EL DÍA" 20 de agosto de 1978 LA CARA DEL CONDE LAUTRÉAMONT Manuel Flores Mora Creía ya que me moriría sin conocer la cara del Conde de Lautréamont. Un poco a la manera de lo que ocurre con el rostro de Artigas, pensaba en el de Lautréamont como en algo definitivamente perdido. Familiar y perdido. Próximo y perdido. Con Lautréamont había como una segunda vuelta de tuerca a la pena. Todos sabemos que por ahí anduvo su retrato. Álvaro y Gervasio Guillot Muñoz lo habían conseguido. Después lo extraviaron. Álvaro, al que más traté, tenía para mí algo de mítico. Me resultaba imposible conversar con él sin pensar que era uno de los pocos hombres del mundo que había conocido el rostro, luego desvanecido, de uno de los escritores más grandes de la tierra. La historia completa era que, por los años 30, los Guillot estaban vagamente exiliados en Buenos Aires, cuando la policía argentina les allanó la casa y se llevó el retrato. Ignoro a santo de qué la fuerza pública argentina pudo por aquel tiempo allanar, si es que allanó la casa del bueno de Álvaro, en una historia que de trágico sólo tuvo el irreparable extravío de un rostro sagrado. Pero así son las cosas. Por debajo del afecto que siempre le tuve, siempre también alimenté un secreto rencor contra Álvaro Guillot, rencor que nacía de la sospecha que la dignidad del allanamiento sólo enmascarase el olvido de la foto de Lautréamont sobre la mesa de algún café, posibilidad más compatible con la bohemia, tan incurable en Álvaro, como la pobreza que acompañó de punta a punta su vida. Y digo Álvaro y no Gervasio, porque ambos mellizos (de adolescentes eran tan iguales que solían dar exámenes el uno por el otro, indiscernibles incluso para los profesores de todo el año) habían terminado por diferenciarse hasta en lo físico. Gervasio era la seriedad del profesor de literatura. Álvaro no la enseñaba. La distribuía gratis por los cafés y los pasillos del Ministerio. ¡Y de pronto, increíblemente, hace hoy siete días, abro EL DÍA y me encuentro la fotografía de Lautréamont! El Muchacho y el Genio A Milton Fornaro, autor de la nota que acompaña la foto (a los que escriben la revista «MALDOROR», además, según me cuentan) debo, debemos, esta alegría. En todo caso, EL DÍA honra sus páginas con una absoluta primicia. Es la primera vez, en los 132 años contados desde el nacimiento de Lautréamont, que un diario uruguayo publica la fotografía hasta hoy desconocida de su espléndido rostro. El rostro -vamos a decirlo despacito, vamos a 104 medir cada palabra- del montevideano a quien más deben la literatura y el arte del mundo. Parece un poco tonto decirlo así, pero no hay otra manera. El olvido, el desconocimiento de que ha sido objeto su nombre, nos colocan en la necesidad de contrabalancearlos con afirmaciones que parecen desmanes, pero que sólo son pacíficas, moderadas verdades objetivas. El montevideano Isidoro-Luciano Ducasse, más conocido por su seudónimo literario de Conde de Lautréamont, es el más universal de cuantos seres humanos abrieron los ojos a la luz sobre nuestro suelo. Ningún otro ha tenido la gravitación universal que él tuviera. Es más: puede darse la vuelta al mundo y no hay nada parecido a Lautréamont. Nuestro país, que ha invertido décadas en la admiración de Rodó, posee glorias del tamaño de un Torres García. Don Joaquín, cuya real gravitación sobre la plástica del mundo todavía no ha comenzado, pesará quizá con un brío imprevisible en el porvenir, porque mucho «hippismo» pictórico pasará, y al fin y al cabo sus enseñanzas representan el retorno a un cauce eterno y los caminos para progresar en ese cauce. Pero de todos modos, la gran obra de don Joaquín todavía no ha empezado. Lautréamont, en cambio, lo ha cambiado todo. Lautréamont es la grandeza absurda y misteriosa, es la directa condición del milagro y del genio. Lautréamont una calle de una sola cuadra lleva su nombre- es el orgullo y la gloria mayor de esta ciudad, pero como todo esto parece excesivo, mejor será frenar y decir cosas que pongan en la convicción de los demás estas verdades. La Vida Misteriosa Nació el 4 de abril de 1846, en tiempos de la Guerra Grande. Nació en una ciudad sitiada por las fuerzas de Oribe. Murió el 24 de noviembre de 1870 en París, sitiado por los alemanes. Vivió sólo 24 años y pocos meses. 13 años en Montevideo, luego en Tarbes y Pau, sur de Francia entre 1859 y 1865. Volvió durante dos o tres años nuevamente a Montevideo y retornó a Francia, con el primero de los Cantos de Maldoror escrito probablemente aquí, en 1867. Se discutirá si era oriental o francés. No era ni lo uno ni lo otro. Se consideraba nada más que «montévidéen». Así lo proclama en esa especie de desgarrante despedida donde, como en cada línea de él, se sobreponen la seguridad impávida de la maestría y la materia prima adolescente que el dominio literario ordena de modo inverosímil: «Ce n'est pas l'esprit de Dieu qui passe : ce n'est que le soupir aigu de la prostitution, uni avec les gémissements graves du Montévidéen.» Montevideo -no Uruguay, no Francia- es la palabra con que se indica la patria de Ducasse no sólo por él sino por quienes lo trataron, por quienes recuerdan, muchas décadas después, sus conversaciones en las que trasmitía su cariño por el suelo natal, allá, en los corredores de los liceos franceses. Paul Lespes, que no solamente fue su compañero de colegio, sino también, como Dazet y como Minvielle, dedicatario de sus poesías, cuenta en 1927, cuando ya tenía 81 años, que «yo pensaba junto con mi amigo Minvielle que él (Ducasse) tenía nostalgia y que sus padres no podrían hacer nada mejor que llevarlo de vuelta a Montevideo» (la cita de estas declaraciones hecha por Fornaro no menciona a Minvielle, incluido sin embargo en la que formula Maurice Saillet). ¡Pobre Ducasse! Vivió martirizado por la jaqueca de que se quejaba y murió solo, como un perrito, en un hotel del Faubourg Montmartre. Los testigos que firman la partida de defunción son el dueño y los camareros del hotel. Alcanzó a publicar sus Poesías y sus Cantos de Maldoror. Pero tuvo problemas porque el editor, luego de impresos y antes de ponerlos en venta, los leyó y los encontró demasiado audaces. Ya en el colegio había tenido problemas similares. Su profesor de retórica, M. Hinstin, llegó a imponerle sanciones por la forma en que escribía, incorrecta a su juicio. Es que Ducasse ya estaba cambiando la literatura en el pupitre. Lespes nos cuenta que admiraba profundamente a Sófocles, por lo menos en «Edipo Rey», pero que decía que estaba mal terminado porque Yocasta tenía que morir en escena. Este era Ducasse. Su padre vivía aquí a la vuelta, en la esquina de las calles Camacuá y Brecha, a pocos pasos -bendita esquina- de donde, cuatro años después de muerto Ducasse, nacería Julio Herrera y Reissig. El ruido de las olas que menciona en los Cantos es el mismo que escuchaba Julio desde su Torre de los Panoramas. ¡Un niño que en el colegio corrige a Sófocles! Lo más grave, es que tiene razón. Como la tiene cuando ya en 1869 ó 70 denuncia a Balzac: «Dejad de lado los escritorzuelos funestos: Sand, Balzac, Alejandro Dumas, Musset, Du Terrall, Féval, Flaubert, Baudelaire, Leconte...» Un ser así no podía vivir. No lo sabía, cuando hablaba del «mundo, impaciente de mi muerte». Posteridad Guerrero Zamora, en su «Historia del Teatro Contem- poráneo» nos recuerda que, cuando menos en teatro, el libro de las vanguardias debe abrirse con Alfred Jarry, el autor de «Ubu Roi» (1873-1907). No hablaremos de Jarry. Limitémonos a recordar que no hay dos opiniones sobre el hecho de que toda la revolución formal y material del teatro empieza en él. Jarry, naturalmente sale de Ducasse. Mencionamos a Guerrero Zamora porque explica y demuestra con brevedad la filiación directa y la decisiva influencia de Ducasse en Jarry, tan visible como la de éste en todo lo que vino luego, hasta Beckett e Ionesco. Pero lo dice el propio Jarry en una de sus obras, donde rinde homenaje a «mon ami le Montévidéen». «Mon ami»: Un amigo muerto tres años antes de que él naciera. Ha avanzado ya algunas décadas el siglo XX, cuando André Bretón, en el «Manifiesto Surrealista» (del que sale todo, hasta Borges) vuelve a recordar quién fue Ducasse. Bretón propone prácticamente olvidar todo lo que se ha escrito antes en el mundo, dejando una sola cosa fuera, para eternamente reverenciar y seguir: los «Cantos de Maldoror», los caminos literarios ahondados de Ducasse. Este Ducasse, que nos mira por primera vez, con su carita perfecta y sus limpios ojos impasibles, donde la inteligencia y la noble tristeza restallan, desde las páginas de EL DÍA del domingo 13 de agosto último. ¡Qué maravilla! Como ocurre con Artigas, era necesario ponerle un rostro y Vallotton hizo con Ducasse lo que Blanes con el jefe de los Orientales: lo dedujo. Gómez de la Serna comenta que sin duda Rémy de Gourmont le dijo a Vallotton: Mire usted el daguerrotipo que existe de Poe y conviértalo en un tipo más francés. Ramón dice asimismo que Lautréamont «marcó en las piedras de las calles de París unas huellas que no se encontrarán, pero que están». Y agrega esta hermosura: «De pronto, yendo por París, escuchando al que va detrás por las calles por las que no va nadie, y esperando verle en el fondo del espejo para retratar a esos seres, que es el cristal oscuro de los escaparates, he visto al conde, pobre conde...». Ese fantasma era el único retrato posible. Hasta ahora. «Ducasse, desde luego, fue feo, aunque tenía el aire noble del poeta», dice Ramón. Se equivocaba también. El que era feo era el bueno de Ramón Gómez de la Serna. Ducasse era precioso. Marcó en las piedras de las calles de Montevideo unas huellas que no se encontrarán, pero que están. Sus ojos marcaron también huellas en el pedazo de río que veía desde su casa. Esas las he encontrado. Están ya, para cualquiera, en las páginas primeras de los Cantos de Maldoror. Transcripción de Silvia Sánchez 105 JAVIER GANCIO Cámara Gesell Si este domingo fuera más que un teatro de dimensiones bastas, imposibles de casar con la templanza humana; si el clima interno empardara en homeostasis la temperatura allende... Pero no. Y entonces qué problema irritante: la gente vuelve de la playa con la sombrilla al hombro, la piel ardida que tardará días en desinflamarse: ha llegado el verano y el primer día en que lo noto no es laborable. Y qué importa, digo yo, qué poco impacta mi cavilación en el acto espurio del bañista; no, no es así: hay un comportamiento común a toda la gente, banal como mi comportamiento aquí, en la ventana, viendo pasar sillas de lona, hijos, primos, vendedores de helado y esto ni siquiera es Mar del Plata, Miami, Punta Cana. Aquí el ocio sabatino se ralenta y el día siguiente es tan moroso que los hombres y las mujeres desnudos me parecen felpa y cartón, muñequería en función a beneficio del que mira, soberbio y resentido en el alféizar. 106 Pródigo Not peace, but other things (Philip Larkin) En el albor resabio, la tranquila edad de la transformación; en el baño maría de la avefenixación, mirá cuán cerca estuve, quizá la próxima hoy seguro que no, corroborado en el cuerpo; seguro que afónico el espíritu de tanto decirlo y decirlo para qué si aquí ha pasado menos de lo anunciado, una vanguardia pálida pasó víspera y se dejó estar en el albor, la llama eterna desvanece un respirador porque a esta tráquea una otomía qué bien le vendría ahí cuando se afirmaba y la veíamos crecer, gatear los pasos... mmmmmmm otra vez la reptación, peinarse el buclecito de a féretros; otra vez la infrarroja denunciando que donde parecía haber cambio –de movimiento, de vida, de espacio– no, y un «no»! grande como una reja, como un castillo estrellado en el destello del día, la continuidad triunfante del Mandamás Celeste; aquí estoy, irresponsable de mis actos, no si ya Te entendí qué signos más claros, ¿sabés porque no Te mando a la concha de Tu madre? Porque pensar en Tu madre y en Su concha enloquece al mortal; porque la matanza de lo esperado es un lujo y yo tan franciscano; porque espero acopiar ductilidad para tender de nuevo sobre el sudario el picnic; con la confianza muerta sobre el césped, ya más relajado te intimo a revelarme el Plan de cuánto más me hay reservado; por qué cuando llego tan cerca del salvazo, justo ahí se Te hace tarde. LUIS COSTA PLÁ 107 FRAGMENTOS SOBRE DUCHAMP Damián Tabarovsky 108 L ’objet littéraire como ready-made es un viejo artículo de Bernard Pingaud, publicado en el número de L’ARC dedicado a Duchamp. Pingaud es un veterano del nouveau roman, un hombre de la casa Minuit, amigo de Duras y Robert Antelme, situación que marca, ya por sí misma, una constelación de relaciones, hipótesis y conflictos de gran densidad estética y política, pero que prefiero dejar en suspenso en este texto. En ese mismo número de L’ARC, el crítico Gilbert Lascault (autor de un interesante libro llamado Ecrits timides sur le visible), escribe lo siguiente: «para Duchamp, como para Jarry y la patafísica, cada cosa puede ser convertido en su contrario». Esta frase parece definir escrupulosamente al ready-made: un mingitorio convertido en obra de arte, lo uno transformado en su opuesto, la orina devenida objeto de contemplación estética. Pero si pasamos al ensayo de Pingaud, allí se encuentra una frase enigmática y quizás terrible; una frase que parece desafiar los escrúpulos de Lascault, que no son más que los escrúpulos del lugar común sobre el ready-made. Porque si algo logró Duchamp, un éxito inaudito que es al mismo tiempo una forma de fracaso, es domesticar el lenguaje de la crítica. Todo ocurre como si la reflexión teórica sobre su obra hubiera sido escrita por él mismo; como si la crítica hubiera sido ganada, colonizada por la jerga, el estilo y los modos de Duchamp, al punto de no poder escapar de ella. Ya la definición que da Breton de ready-made en su diccionario parece dictada al oído por Duchamp; y de ahí para adelante, nadie parece haber podido escapar al influjo de escribir sobre Duchamp en términos duchampianos. Pero, de golpe, nos topamos con el artículo de Pingaud, y con esta frase clave: «el efecto artístico se reduciría pues, finalmente, a la más sutil y violenta de las diferencias: la que separa lo mismo de lo mismo. No la separación de dos dominios realmente distintos. Tampoco la diferencia relativa que, en un mismo dominio, demarca dos objetos, uno y otro sobre un fondo común. Una diferencia radical, aun- que invisible, que penetra y atraviesa el objeto, que hace de él el otro absoluto (lo único); pero sin modificarlo si embargo en nada». Estamos ya lejos del sentido común duchampiano. Ya no la transformación de algo en su opuesto, de la orina en arte, sino, al contrario, la violencia que separa lo mismo de lo mismo. ¿Pero la orina y el arte son lo mismo? ¿Estamos en presencia de un continuo, para decirlo en términos de Raymond Roussel? Así las cosas, el ready-made funcionaría entonces como un efecto de redundancia, su singularidad no residiría en romper y reconstruir la cadena de significantes (un objeto corriente desprovisto de su valor de uso) sino, al contrario, en afirmarla: lo que nos ofrece es más de lo mismo. Pero ese «más» es un exceso intolerable, inasimilable. El ready-made estaría más cercano a la noción de dépense, tal como la describe Bataille, que a ese juego de ruptura simbólica que la crítica repite sin cesar. (…) Se encierra en ese artículo una gran enseñanza, cifrada en su título: el objeto literario como ready-made. La literatura no implicaría la ruptura con el lenguaje, sino que es el lenguaje llevado a su exceso, a su punto de saturación, de no retorno. Porque el readymade no es reversible: se pasa de la orina a la obra de arte, pero no a la inversa. De la doxa cotidiana se pasa a la literatura, pero no al revés. Y en ese devenir, en esa última figura, la vuelta de tuerca final, la literatura se aísla, se desajusta, se desacopla de la doxa; rompe toda amarra con la sintaxis (la sintaxis enloquece), se vuelve significante vacío, síntoma. ¿Pero síntoma de qué? Síntoma de sí misma, de nada, de su propio extravío. Un ready-made es un objeto que se quedó solo. Esa misma es la posición del lenguaje luego del paso de la literatura. (…) .................................................................. Apollinaire escribió una vez que la misión de Duchamp era unir el arte con el pueblo. Poco tiempo después Duchamp envió una carta a Picabia en la que trató de dejar claro el asunto: «Apollinaire se volvió loco». Sucede que gran parte del secreto del éxito de Duchamp reside en haber usado a su favor un rasgo que, en general, es pernicioso para el arte: la inteligencia. Como es sabido, la inteligencia no es buena consejera para el arte –son memorables las páginas de Proust contra los lectores inteligentes– pero en cambio sí lo es para los ingenieros, dentistas, analistas de sistemas, diseñadores gráficos, criadores de caballos, cocineros e incluso hasta para algunos intelectuales. Vaya situación, Duchamp era artista e inteligente. ¿Cómo superar el escollo? Para desatar ese nudo, Duchamp dedicó una energía prodigiosa, un entusiasmo perdurable, una conducta prusiana, un misticismo religioso; en síntesis, dedicó su vida entera al cumplimiento puntilloso de una ley, la ley madre que guía su obra: la ley del menor esfuerzo. Al fin y al cabo, qué más fácil, más rápido, más económico, que designar una rueda de bicicleta como obra de arte. Su truco consiste en haberlo hecho por primera vez (el truco del arte consiste en hacerlo siempre por primera vez). Con ese gesto, entre perezoso y radical, Duchamp renuncia a la inteligencia y nos induce a ver el mundo de otro modo. Picasso decía que el arte era 5% de inspiración y 95% de transpiración. Pues bien, para Duchamp el arte era 5% de inspiración y 95% de relajación. El descubrimiento de la ley del menor esfuerzo tenía para Duchamp valor de novedad absoluta. Para él, de manera opuesta al surrealismo, la novedad no surge de la invención de un nuevo método (la escritura automática), o de la apropiación delirante de nuevas teorías (los sueños), sino que es el producto de una transformación lingüística, de un cambio en el empleo del tiempo, de una revolución cognitiva. Cómodo y vago, encontró el camino más corto para revolucionar el arte. Descubrió que ya no se trataba de crear obra nuevas (¿sentiría Duchamp el agobio de experimentar que ya todo había sido creado?), sino 109 de modificar radicalmente el contexto de apreciación estética. Descubrió que lo nuevo es ante todo una nueva forma de ver y comprender. A diferencia del artista de vanguardia tradicional, que crea lo nuevo y luego se declara incomprendido, Duchamp cambió primero los cánones de comprensión, y luego se declaró como lo nuevo. (...) Es curioso, pero si extraemos fielmente las consecuencias del uso de la ley del menor esfuerzo, aplicadas al contexto del arte y la literatura actual, llegamos a una conclusión paradójica: quizás lo propio de la vanguardia hoy, ya no sea la creación de una novedad entendida como la primera vez; sino que es vanguardista quien escribe por primera vez lo ya escrito, quien hace por primera vez lo ya hecho, quien crea por primera vez lo ya creado. Quien logra extraer de la paradoja un efecto radical: un historicismo paradójico o un vanguardismo historicista. Bajo el designio de la paradoja, el aprendizaje tiene más que ver con el olvido que con el recuerdo, la creación más con la desmemoria que con la conciencia, y la ética –la gran coarta- da de la memoria– más con el cambio que con la preservación. La llamada crisis del arte, esa sensación, que comparten buena parte de los críticos y artistas, de que la posibilidad de creación se ha encogido hasta su casi desaparición (para algunos, como acusa el crítico conservador Georges Steiner, debido a Duchamp), encuentra una posibilidad de superación gracias al cambio de sentido de la propia noción de novedad y ruptura. Se trata, otra vez, de transformar el contexto realizando el menor esfuerzo posible (cuando para dedicarse a la literatura hay que hacer un gran esfuerzo, significa que ganó el contexto). Hay que inventar una literatura y un arte que cree novedad, ya no como lo hacían los vanguardistas de principios del siglo XX, es decir como una ruptura que borra las huellas del pasado; sino como la introducción de paradojas en los discursos existentes, en el discurso del presente. Una política literaria de vanguardia podría ser esta: encontrar paradojas allí donde no se ven, introducirlas allí donde no están. (…) M .................................................................. Imagen de página 92: Ventosa, Nelson Ramos (1995) Imagen de página opuesta: Hacha, Nelson Ramos (1995) 110 111 1. Soy la okupa de mi propia casa desde que la propiedad se fue de mí ya no tengo escritura y como en los sueños la puerta de entrada me espera afuera para que todo empiece de nuevo atravieso de canto esa hospitalidad atrás de los cuadros debajo de los muebles se aquerencia un techo nuevo donde hubo hogar quedan fotogramas vos tú él el hombre con la cama doble mudado por el cuarto a la deriva paso a paso los libros del living lo siguen arrastrados en un maletín que se desfonda y es en el baño donde la mochila ruge por última vez. Hablo de un inodoro que nos traga lejos hasta otras casas. 2. Un par de gemelos se ríe de los puños en el fondo áspero del cajón ya no hay camisas es gente descamisada la que ahora me convoca rozo una manga me aplican lo que pide un codo entre aprendices nos pisamos el poncho bailarines a la rastra muñecos de aserrín acoplan a la orquesta la letra de su anonimato cuando en el colmo sudado del salón la fobia a mí me desgañita hasta el guardarropas en un paso de salida teatros pizzerías música interrumpida de walkman pasan de largo por el bajón de la marquesina off off de los solos y solas se apaga en la boca del subte. 112 TAMARA KAMENSZAIN 3. Soy sin ellos la cenicienta en radiotaxi todos en uno se libran de mi fiesta la soledad da ese paso que arrastra con la música el eco del eco de lo que pueden los letristas: hacer una canción que diga lo que somos nuestro sentir más íntimo dos o tres palabras lisas y llanas el camino más corto para llegar a casa cuando la radio le enciende al del horario nocturno una compañía. Su nuca me ve: estoy sola, ni la llave me alcanza para sentirme dueña de la cama doble. 4. Por la puerta entornada de los sueños entró todo lo que las palabras no dicen cada vuelta de llave me introdujo hasta la casa en su escena primaria casa ahora es cuerpo y yo acabo chupada por la lengua me voy de boca el subte está oscuro vos no venís ustedes no vienen siempre nosotros en un efecto pornográfico de grupo nos desconocemos cuando nadie pero nadie ni siquiera el que transpiró en mi hombro tiene el número de teléfono. 113 ESCRITOS RECENTES DOS CÁRCERES BRASILEIROS UMA ANÁLISE DE CASO Márcio Seligmann-Silva 114 O livro Memória de um Sobrevivente, de Luiz Alberto Mendes, publicado em 2001, tem uma característica sui generis se confrontado com as demais obras dos cárceres paulistas que têm sido publicadas nos últimos cinco anos.1 Luiz Alberto apresenta seu texto como um manuscrito que estava engavetado há cerca de dez anos (MENDES 471).2 A história relatada termina cerca de vinte anos antes da data da sua publicação. Ela teria sido escrita após o seu encarceramento, mas seu autor não havia procurado as vias da divulgação pública. Espécie de «arquivo morto», foi ressuscitado graças ao encontro dos esforços de Mendes visando a realização de um «concurso para poesias, crônicas e contos» (472) com o trabalho e a disposição de figuras públicas como Fernando Bonassi e Drauzio Varella. O fato de Memórias de um Sobrevivente ter sido publicado por uma prestigiosa editora paulista indica em que medida ele atingiu a esfera pública em um momento propício, quando havia espaço e demanda para esta narrativa. Este encontro (por assim dizer «atrasado» neste caso) entre uma demanda interna do autor (que levou-o a escrever o livro) e a esfera pública é um traço característico de qualquer obra publicada, mas ganha um especial significado em se tratando de uma obra com forte teor testemunhal. A temporalidade da esfera privada teve que esperar o tempo da pública para poder emergir para os leitores. A obra articula-se, portanto, como um arquivo com diferentes datas. Vale a penar refletir sobre outras implicações deste fato. Se inicio pelo «final», ou seja, pela questão da publicação e de sua data, é também levado pelo fato de que seu autor optou por explicitar a trajetória de seu texto no «Epílogo» do livro. Talvez pensando na manutenção de uma certa «pureza original» de seu manuscrito testemunhal, o autor introduz-se apenas no final da obra enquanto entidade metadiscursiva e autoreflexionante. Nós, como leitores e críticos, só temos acesso a obra após sua publicação e começamos a escrever sobre ela após a leitura do último capítulo: o «Epílogo». Ou seja, nosso percurso vai por assim dizer inverter o caminho do autor. Partimos do presente da leitura –próximo ao momento da publicação da obra– e portanto partimos também do momento em que existe um espaço público propício para se receber o relato narrando a história do detento Luiz Mendes. Nossa leitura está inevitavelmente marcada por este momento. Voltamo-nos para este livro dentro de um complexo panorama cultural onde uma demanda pelas vozes dos «marginalizados» e «esquecidos» (criada tanto no mundo acadêmico, sobretudo após a consolidação dos Estudos Culturais e das abordagens pós-coloniais, como na indústria cultural, como o sucesso da obra de Varella e do filme de Babenco baseada nela o demonstram) ocorre simultaneamente a uma situação política e econômica que, tragicamente, só faz aprofundar os problemas sociais que estão em grande parte na origem da violência retratada neste tipo de relato. O epílogo de Mendes também apresenta o que o autor percebe como estando na origem de seu relato: «A intenção do livro não foi a de ter uma mensagem. Não tenho essa pretensão. Apenas escrevi para ter uma seqüência que permitisse que eu mesmo entendesse o que havia acontecido realmente». (476) Luiz Mendes visava dar um sentido ao caos de sua vida. Sua obra apresenta-se como um relato autobiográfico em primeira pessoa e carrega características típicas deste gênero. O «pacto autobiográfico», que está subentendido na leitura do livro, parte da identificação entre autor e narrador. A narrativa é cronológica. O narrador é onisciente. Este modelo pode ser retraçado às origens da moderna autobiografia no século XVIII quando ela tinha como uma de suas características centrais a criação de uma unidade (de um sentido) na vida de seu autor. Diferentemente da narrativa de experiências de encarceramento relatadas por prisioneiros políticos no Brasil –de Graciliano Ramos até os anos 1980 e 1990, que normalmente narram suas atividades que os levaram à prisão e enfatizam os detalhes das atrocidades ocorridas durante a reclusão–, no caso de Luiz Mendes a narrativa se inicia pela sua infância. Tratase de uma completa «história de vida», já que toda ela desde o início estaria marcada pela exclusão e pela violência. Nos relatos prisionais não é incomum este tipo de enquadramento da experiência do cárcere no plano mais amplo da vida, da família e do background social. A moldura da narrativa além de ser político-social é familiar. Por outro lado, a obra de Mendes diferencia-se do ponto de vista de sua opção estética de um livro como Sobrevivente André du Rap, do Massacre do Carandiru, que tem uma estrutura mais fragmentada e tem a marca de uma dupla fonte autoral, a do sobrevivente do massacre do Carandiru de dois de outubro de 1992 e ex-prisioneiro André du Rap e a de Bruno Zeni, um jornalista e escritor que editou o texto. Mendes opta por um modelo literário mais tradicional, mais próximo de um realismo convencional, ao invés de aderir a uma estética da fragmentação que, na sua forma descontínua, mimetiza a catástrofe representada. Também a linguagem de Mendes é menos carregada da gíria e do jargão das prisões, se a confrontarmos com as demais obras dos cárceres publicadas nos últimos anos. As estratégias de representação literária de Mendes estão distantes das que marcam o momento da sua publicação. Um trabalho que ainda merece ser feito será o estudo dos manuscritos do livro. Uma análise genética desta obra deverá lançar mais luz sobre a construção desta voz autoral que ao mesmo tempo é e não é uma típica voz prisional devido ao seu domínio do idioma e dos códigos literários. Este trabalho não será enfrentado aqui. O elemento eminentemente testemunhal da narrativa de Mendes pode ser desdobrado em seu momento individual e no social. No primeiro momento percebemos uma narrativa que dá testemunho das experiências individuais do personagem central (que testemunha o que viu e sofreu na mesma medida em que se confessa diante do público). No segundo momento, ou seja, no plano social, o relato pode ser lido como uma apresentação cheia de detalhes da vida urbana e suburbana paulista dos anos 1960-19703, além da descrição também carregada de detalhes da vida nos cárceres do prisioneiro comum (não político) durante os anos de chumbo da ditadura militar. Este duplo viés testemunhal cria um esteio de realidade que torna a narrativa particularmente forte para o leitor, na medida em que ela o envolve emocionalmente (tendemos a nos identificar com a figura de certo modo e 115 paradoxalmente frágil do narrador) e também faz um apelo aos nossos sentimentos morais e éticos de justiça, igualdade, solidariedade, etc. Este apelo não deixa de ser ambíguo na medida em que estamos tratando de uma narrativa de um autor que assume também diante de seu público outro tipo de autoria, a saber, a de inúmeros assaltos e ao menos dois assassinatos que lhe custaram mais de setenta anos de condenação. (411) É evidente, por outro lado, que este esteio pessoal e histórico não reduz o elemento propriamente literário da narrativa. Trata-se de uma história narrada segundo padrões bem conhecidos. É verdade que nada impede que este panorama por assim dizer «histórico» e «testemunhal» seja posto em dúvida. Isto ocorreria de modo explícito, por exemplo, se o autor fosse um escritor conhecido e se antes do texto (ou no seu epílogo, ou no aparato crítico que acompanha alguns livros) pudéssemos ler um aviso (também convencional) deste gênero: «Existem dois modos de se encarar este livro. Ou de fato existiu, com efeito, um maço de papeis amarelos e desiguais sobre os quais foram encontrados registrados, um a um, os últimos pensamentos de um miserável; ou existiu um homem, um sonhador ocupado em observar a natureza em proveito da arte, um filósofo, um poeta, quem o saberia?, sendo que esta idéia foi a fantasia, que a tomou ou, antes, deixou-se tomar por ela e não pôde desfazer-se dela a não ser lançando-a em um livro. Destas duas explicações, o leitor escolherá a que ele quiser». Estas são as palavras que Victor Hugo conhecidamente colocou diante de sua narrativa Le dernier jour d’un condamné (253). Já Luiz Mendes utilizou como epígrafe duas frases, uma de Brecht outra de Sartre, que não só servem para dignificar sua narrativa, mas já remetem à relação entre história e o indivíduo. A apresentação do livro, da pena de Fernando Bonassi, reitera este elemento autobiográfico e histórico da narrativa. Autobiografia – Testemunho – Confissão Da tradição autobiográfica podemos destacar também a questão das conversões pelas quais Luiz Mendes passa. A autobiografia tradicionalmente articula-se como narrativa de uma metamorfose, de uma crise que gerou uma profunda transformação, como Santo Agostinho o formulou de modo canônico nas suas Confissões. (Cf. CHRÉTIEN 2002) A confissão autobiográfica enquanto ato de linguagem visa também criar uma verdade. (CHRÉTIEN 2002: 122) O fato –a vida– existe e é (re)criado via linguagem, como se (do ponto de vista do leitor) «no princípio fosse o verbo», já que não existe nenhuma outra garantia para o leitor se não as palavras sobre o papel. Começamos pelo resultado final: a vida de papel. A «verdade autobiográfica» é a própria vida e também, desde sempre, a verdade da morte. A ego-escritura inscreve-se sempre a contrapelo do caminhar da vida para a morte. Toda autobiografia é autotanatobiográfica: e mais, é «biomitografia». (DERRIDA 1991: 170) A ego-escrita é uma máquina de ipseidade, mesmo que ela apresente um eu esfacelado, como é o caso de Luiz Mendes. Esta máquina não pode ser controlada, por mais que o leitor queira 116 travestir-se de Sherlock Holmes.4 Além disso, a confissão é tradicionalmente confissão de pecados, de fé e de louvor. No caso de Mendes os pecados são confessados (seus crimes e contravenções5), assim como sua fé (na vida criminosa, nas suas regras e estrito código de conduta, pelos quais ele se deixa torturar estoicamente sem dar com a língua nos dentes6) e também seu louvor por sua mãe (que recorda mutatis mutandis o louvor de Santo Agostinho por sua mãe, Mônica). Se toda autobiografia visa uma salvação «do santo», da «nudez virginal e intacta» então «[n]ada corre o risco de ser mais envenenador quanto uma autobiografia». (DERRIDA 2002: 87) No livro de Mendes este «acerto de contas» fica tanto mais claro se tivermos em mente que ele narra uma dupla metamorfose: primeiro ele é transformado (e educado, através dos espancamentos terríveis de seu pai e depois pelas torturas sofridas da parte do aparelho militar de repressão) em um indivíduo «anti-social», um ladrão que viria a participar de vários assaltos e de latrocínios; em segundo lugar o livro mostra sua transformação em um ser social e sociável, leitor incansável de boa literatura e de filosofia, que está na origem do Luiz Mendes autor deste livro autobiográfico. (438 ss.) A verdade aqui é a da cena do tribunal: a autoapresentação visa um testemunho, apresentar a vida para voltar á vida (revixit). «Acusa-te, glorifica-o», escreve Santo Agostinho. Mendes quer recuperar a vida, seus laços com o «fora», com a sociedade. Nesta cena o seu dentro voltase para fora. Pois, como Derrida recorda a partir de Santo Agostinho, a confissão apresenta não apenas o que sabemos de nós, mas também aquilo que ignoramos. (SANTO AGOSTINHO: 221) Mas o «segredo» de Luiz Mendes é inenarrável, na medida em que ele encontra-se calcado na extrema dor corporal. Por outro lado, ele sendo aquele que viveu o inferno em vida –as prisões paulistas com suas torturas e violência mimetizada pelos próprios prisioneiros7– tornase uma espécie de Ulisses ou de Dante que conheceram em vida o inferno. Assim como as figuras paradigmáticas do narrador recordadas por Walter Benjamin, o viajante e o artesão, também Luiz Mendes tem o que narrar, algo único: sua «paixão» pelos corredores e celas do aparelho de repressão estatal com seu papel (ainda mais ostensivo na época da ditadura) de controlar e até mesmo exterminar aqueles marginalizados pelo sistema.8 Benjamin na sua tipologia que visava delinear uma fronteira entre a «era da narrativa» e o seu fim, deixou de fora a figura daquele que narra o seu martírio (e suas várias configurações, indo da confissão à autobiografia). Este narrador em primeira pessoa pode também ser desdobrado nos inúmeros «testemunhos secundários» daqueles que narram a vida destes «mártires» (das hagiografias até as diversas histórias e narrativas sobre os mais variados tipos de personagens que conheceram cada qual seu «inferno particular», tenha sido ele um prisioneiro político, um prisioneiro «comum», um sobrevivente de uma guerra, uma vítima de perseguição de cunho sexual ou étnico, etc.). Benjamin, como é bem conhecido, enfatizou o mutismo dos que voltavam da Primeira Guerra Mundial e a moderna incapacidade de enunciar narrativas. (BENJAMIN 1985: 198) Por outro lado, um contemporâneo dele, Jean Norton Cru, na sua monumental obra Témoins –apesar ou justamente devido a seu positivismo!– vai saudar o testemunho da Primeira Guerra como uma fonte incontornável para se representar aquele evento histórico. Cru estava consciente dos limites da narrativa do soldado que retornara do front (como era seu próprio caso; cf. ROUSSEAU 2003 e DULONG 1998). Deste ponto de vista poderíamos pensar nesta narrativa impossível, ou na narrativa apesar de seus limites e impossibilidades, como uma característica da narrativa que não só persiste no século XX e para além dele, mas que seria uma característica desta era de catástrofes. (Cf. FELMAN e LAUB 1991; WIEVIORKA 1998; SELIGMANN-SILVA 2003) Se a leitura de autobiografias tem sempre algo de uma curiosidade de voyeur, neste caso específico do texto de Mendes a cena enfocada é aquela que desperta uma intensa curiosidade (e até um certo fascínio) em uma sociedade (a nossa contemporânea, sobretudo na América Latina) caracterizada pela violência. A cena é «obscena», «marginal» na mesma medida em que está no coração do próprio sistema político. O «segredo» da sociedade é exposto na sua «verdade nua». De modo semelhante, a «interioridade», o universo psíquico e emocional do protagonista, é apresentado (ou «representado») ao público. Um segredo sustenta e revela o outro. São as desventuras do protagonista que guiam a mão do autor-desenhista e a nossa leitura. A construção do quadro se dá simultaneamente, pintando o indivíduo por dentro na mesma medida em que seu meio que determina seus limites e transformações. A «realidade histórica» nasce da «verdade pessoal» e viceversa. Diferentemente da tradição épica da narrativa episódica, reciclada por autores como Varella e Rodrigues que contam diversas histórias anedóticas das prisões, Mendes concentra-se na sua história de vida.9 Ele apresenta sua história como a conseqüência não apenas de seu meio, mas também, como um resultado disto, de uma veneração incontida bela vida do crime: «Era fã incondicional de Elvis Presley, juntamente com minha mãe. Assim como era fã do Bandido da Luz Vermelha, do Bando do Fusca, destaques nos noticiários policiais». (45) «Saí da boate de arma na cinta sentindo-me malandro. Meu sonho era ser malandro, daqueles que saíam nos jornais» (68), ele narra lembrando-se de quando tinha quatorze anos, portanto em torno de 1966. O bandido-herói é uma referência central (cf. 103; 162), apesar de sua aura ser despedaçada ao longo do livro, na medida em que Mendes narra as conseqüências terríveis de sua vida criminosa. A presença dos jornais e noticiários sensacionalistas tanto apresenta o contexto midiático e voyeurista do crime na sociedade, como também desdobra reflexivamente o papel do escritor observador de si e do leitor, que lê e «assiste» a sua vida. A mídia faz parte também da criação do mito do bandidoherói. Ela cria sua fama, deusa que, desde a Antigüidade, acompanha generosamente tanto os «bons» quanto os «maus». Mendes escreve que «faria a bala meu nome de bandido» (358): mas fazer-se um nome, no seu caso, não era o mesmo que ter um nome cantado pelas outras gerações, mas sim transformara-se agora em um desejo de sucesso instantâneo que lhe traria respeito dentro e fora dos cárceres.10 117 Testemunho e exposição da virilidade A vida de Mendes desde muito cedo foi determinada pela dependência de drogas e pelo seu envolvimento com o crime. A figura paterna é apresentada como um ser monstruoso, um alcoólatra quase sempre desempregado, extremamente violento e que tinha um prazer perverso em fazer o filho sofrer e reduzi-lo a mais humilhante animalidade. É como se a educação pelo espancamento criasse uma revolta contra a lei e a autoridade. A vida de Luiz teria sido marcada pela vontade de vingança: pelo ódio que ele criou com relação a seu pai. «Odiava-o com todas as forças do meu pequeno coração. Vivi a infância toda fermentando ódio virulento àquele meu algoz e envenenando minha pobre existência». (15) A família aparece como uma espécie de microcosmo que reproduz a mesma estrutura violenta da sociedade. Fora de casa também, desde muito pequeno, Mendes vai ser submetido à educação pela violência, que atingiu graus bárbaros de tortura que o deixou algumas vezes à beira da morte. Como seu pai, também os policiais demonstravam «um prazer mórbido em nos bater». (151; cf. 385) Ao invés da formação como um processo de introjeção das leis, vemos a paulatina «deformação» de Mendes que vai aderir apenas às leis do crime, ao código de honra da criminalidade. «Eu já havia introjetado a lei do crime». (127) Ao invés de uma entrada no universo do simbólico onde, segundo a concepção iluminista da formação do cidadão, as leis seriam universalmente introjetadas e criariam uma sociedade de irmãos, Mendes trilha o caminho da violência (que ele vai reproduzir nas suas relações sociais) que se liga explicitamente ao seu desenvolvimento sexual precoce. Faz parte da imagem do bandido-herói a sua supermasculinidade. Este ponto é particularmente interessante e digno de destaque se recordarmos que existe uma tradição testemunhal antiqüíssima e arquetípica que aproxima o testemunho da posição masculina no ato sexual. Devemos lembrar que nas sociedades mais tradicionais as mulheres não podem testemunhar no tribunal. Já Freud recorda que nos hieróglifos o símbolo para a testemunha é um falo. (FREUD 1970: VII, 91)11 Na tragédia Eumenides, de Ésquilo, que representa uma verdadeira matriz da nossa concepção tradicional de direito e do papel do testemunho, o famoso julgamento de Orestes é todo ele baseado na questão da masculinidade e de sua superioridade diante da mulher. Palas Atena, a juíza, dá seu famoso voto a favor de Orestes –o matricida, assassino de Clitemnestra– declarando votar no partido dos homens. Ela é o exemplo que Apolo, o advogado de Orestes, dá para provar que somos apenas filhos de nossos pais12 e nossas mães são estrangeiras a nós. Atena, como aquela que nasceu da cabeça de seu pai, Zeus, dispensou o papel da mãe na procriação. Na própria língua percebemos também esta conexão entre o testemunho e a masculinidade: testis em latim significa tanto testemunho, como testículo. Em alemão, testemunha é Zeugen, que vem do verbo que significa fertilizar, no sentido masculino de procriar. Testis encontra-se como étimo em atestar assim como em testamento. Ele tem a ver com uma visão presencial da comprovação como apresentação de algo a visão. (cf. BENVENISTE 1995: II) A 118 apresentação à claridade dos olhos do sexo masculino como prova seria o paradigma deste modelo de atestação. Na concepção matricial de testemunho que lemos na Eumenides testemunha-se antes de mais nada a virilidade. O livro de Mendes também é um verdadeiro tratado de testemunho como apresentação da masculinidade. O «grande bandido» também deve ser o «grande macho» que leva para cama desde pré-adolescente os meninos da sua redondeza e depois o maior número possível de mulheres. Seu maior pavor é a possibilidade de ser estuprado pelos prisioneiros mais fortes: isto significaria uma condenação a se transformar em «garoto» para sempre. Sistema testemunhal: Lei e Violência Notar esta coincidência entre o elemento testemunhal e a presença desta encenação da masculinidade significa também revelar a complementaridade entre a lei, a cena do tribunal, a sociedade civil e este sistema testemunhal. Ou seja, a visão iluminista do indivíduo isola artificialmente o «mal» do «bem», separa a justiça e o bemestar da sociedade dos indivíduos não-formados ou deformados. Aquilo que eu gostaria de denominar de sistema testemunhal revela o compromisso da lei com a violência. As leis (a censura do superego freudiano), afinal de contas, só existem dentro de sua relação conflituosa com o universo amorfo dos desejos e das pulsões. O recalcado desde sempre existe dentro de um compromisso com a censura. Esta nasce, como nos ensinou Freud em Totem e Tabu, justamente para recalcar a culpa originada no assassinato do «pai primevo», o líder da horda originária. A sociedade e seu sistema de leis seriam uma resposta a uma pulsão destrutiva. No sistema policial e penal este compromisso, como lemos no livro de Mendes, vai bem longe, na medida em que percebemos uma verdadeira simbiose entre aparato de segurança e o crime. Quando batedor de carteira, Mendes era sempre liberado após pagar uma parte aos policiais: «Presos não poderíamos produzir dinheiro para que nos assaltassem com suas carteirinhas de policiais. Éramos tipo galinhas de ovos de ouro, para eles». (108)13 Em outra situação, preso novamente, ocorre um «acerto financeiro» com os policiais. O colega de Mendes, Dinho, seria libertado para ir buscar dinheiro e só então ele seria solto também. «Eu era refém da polícia, e só mediante resgate me soltariam. De ladrão a vítima, triste destino...» (298) Nessa passagem, a «hospitalidade» da prisão, que é a que mais expressa a proximidade entre hospes (hóspede) e hostis (inimigo, o segundo termo sendo derivado do outro; cf. BENVENISTE I, 98 SS.), transforma-se em pura hotage, seqüestro. Não por acaso no mesmo julgamento de Orestes acima lembrado, na Eumenides, Atena pacifica o coro das Fúrias, as representantes de Clitemnestra e de sua vontade de vingança, através de um pacto que incorpora a violência e o castigo dentro da lei. Este pacto trágico é o mesmo que Freud localizou no início da civilização. Atena afirma que o cidadão só é justo se for controlado pelo medo. A fúria vingativa é incorporada à lei e não substituída por ela. A ambigüidade dos sentimentos de Mendes com relação a seu pai (odeia-o e admira-o) pode ser lida como um sintoma desta outra ambigüidade, a da lei, que ao mesmo tempo que é falocentrica e misógina, está calcada no assassinato do pai (primevo, arquetípico). A visão trágica da vida como um ciclo incessante de violência é um lugar-comum nos escritos dos cárceres. Neles a vingança –a incapacidade de esquecimento e de perdoar– ocupa um local de honra. Mendes raciocina, em uma das raras metáforas extensas de seu livro, revelando a lógica circular que rege o sistema penal: Certa vez, li, não sei onde [provavelmente em Brecht], que condenava-se o rio por ser caudaloso e devastador em sua corrente, mas nada se dizia das margens que o limitavam e comprimiam, tornando-o tão violento. Era o caso ali [na triagem do RPM]. Queriam proteger a sociedade de nós, mas talvez a solução fosse nos proteger da proteção social. Daí é para se perguntar se éramos animais, como queriam, ou se éramos animalizados, como nos faziam. Marginais e criminosos ou «marginalizados» e «criminalizados»? O resultado se observaria no estrago, na devastação que retribuiríamos, no futuro, à sociedade. (146)14 O medo também está onipresente no livro de Mendes. «O medo era o instrumento mais utilizado e aproveitado naquele sucursal do inferno» (300), ele escreve com relação ao efeito da onipresente tortura no presídio da avenida Tiradentes. Apesar deste sentimento aparentemente se opor ao espetáculo de virilidade, Mendes apresenta-o como parte de sua auto-encenação como alguém pequeno e fraco. Sua fortaleza teria sido duramente conquistada, em grande parte devido à astúcia e ao uso de armas.15 Neste sentido, ao expor seu medo e sua fragilidade –sobretudo diante do brutal aparato de polícia– ele também gera um apelo à piedade do leitor.16 Phóbos e eleos, medo e compaixão, as duas paixões fundamentais da tragédia, interagem ao longo do livro. O leitor flutua ambiguamente também entre uma reação de espanto e recuo diante da violência, que também nasce do protagonista, e uma compaixão diante de seu estado psíquico e corporal. Na medida em que nos identificamos com ele, de certo modo transgredimos também as leis e compactuamos com sua violência. A famosa kátharsis aristotélica explica em parte este fenômeno. A apresentação da tragédia, do excesso, da contravenção, gera, pela via do medo e da compaixão, uma «purgação» destes sentimentos. Tornamo-nos ao mesmo tempo comovidos e mais protegidos destes sentimentos. Literatura como denúncia Mas seria errado concluir que a obra tem uma moral pacificadora ou conformista. A apresentação da tortura – que Mendes sofreu desde adolescente– tem um valor não apenas literário, mas também social e político. A literatura de forte teor testemunhal não apenas tem uma relação tensa com a produção de prazer (o delectare da tradição poética), como também, contra o esteticísmo neoromântico, reinstaura o elemento educador, útil, por assim dizer, que sempre fora pensado como o prodesse da Paidéia clássica. O pau-de-arara, a que Mendes é várias vezes submetido, inicialmente lhe é aplicado com requintes da parte dos 119 torturadores que não queriam deixar marcas no corpo do menor de apenas quatorze anos. «A perfeição do torturador é causar o maior volume de dano e jamais deixar vestígios». (75; cf. 71) O torturado é reduzido a mero objeto nas mãos dos algozes: vai perdendo os contornos humanos, tornase algo amorfo. Várias vezes lemos frases do tipo «Não era mais gente. Era apenas uma coisa que odiava e se rendia, ao mesmo tempo». (73) «...todos formados à distância de um braço, fomos contados como gado. Os guardas não falavam. Eles gritavam, e quase sempre ofensas. Palavrões» (ele escreve referindo-se ao Recolhimento Provisório de Menores, onde os guarda usavam, entre outros instrumentos, chicotes; 111).17 O medo é internalizado pela via da dor: «O medo era visceral, nascia de minhas entranhas e me sufocava. A cada passo era preciso dominar o pânico. Na verdade, meu pai me criara preso ao medo». (98) Sexismo + Racismo O torturado aprende que uma das maneiras de conter a fúria dos torturadores é apresentar-se o mais destruído e humilhado possível, adiantando assim a reação esperada. Por outro lado, diante dos demais «malandros» «aprendera que o medo é algo que não deve ser demonstrado em hipótese alguma». (116) Mostrar-se medroso equivale a efeminar-se, fraquejar. Aos leitores Mendes apresenta-se ao mesmo tempo como vítima e agressor. Ele apresenta-se também como alguém que nunca traiu o código da «malandragem» que inclui, antes de mais nada, a proteção de sua virilidade: «Jamais abusei de ninguém em prisão alguma. A moral estava na bunda, e a minha era meu tesouro». (129; cf. 441) «O crime é machista por necessidade». (304) Esta literal «corporificação» e «sexualização» dos códigos morais pode ser lida também nas alusões a diferenças de cor dos prisioneiros. Vale a pena transcrever a seguinte longa passagem sobre o período em que Mendes estava Instituto de Menores de Mogi-Mirim: Tínhamos nossos próprios conceitos e um regime social secreto. Parece que a relação humana é sempre uma expressão cultural. Havia até estratificação social. Aqueles com idéias afins, ou mesmo os que eram provenientes de um mesmo bairro, formavam uma sociedade. Havia até preconceito racial, só que invertido. Aqueles que eram mulatos já se consideravam «negrões», e negrão era elemento não desejado sexualmente. Logo, o negrão era ativo, geralmente o maior, o mais forte, portanto, mais conceituado. O branco era sempre «branquinho». Como éramos todos jovens, raros eram os que tinham pêlo no corpo, então o branquinho tinha algo a ver com feminino, daí desejável. Em geral tinha uma bundinha branquinha que às vezes era até cor-de-rosa. Numa microssociedade tão profundamente dirigida pela sexualidade desabrochante, é fácil entender como aqueles que constituíam objeto de desejo eram tão desprestigiados socialmente. Os negrões eram conceituados, os branquinhos precisavam provar, na base da valentia, que eram homens e capazes de enfrentamentos com os negrões. Era preciso ser perigoso para ser respeitado. Muito perigoso, inspirar temor. Aqueles que não o fossem, que tratassem de arrumar um jeito de sê-lo, senão... (175) 120 O racismo era «invertido» do ponto de vista da moral «malandra» que vê no fato de alguém ser desejado sexualmente (ser visto como bonito e delicado) um rebaixamento, um «efeminamento» e uma objetificação.18 O «negrão» era o forte, o maior e o ativo. Invertida é a situação da burguesia brasileira branca, objeto dos desejos de consumo de Mendes e seus companheiros de encarceramento, que é como que projetada nos «branquinhos». Na situação da microsociedade prisional, este «branquinho» pode finalmente ser dominado e possuído. A ambigüidade expressa-se novamente aqui: o modelo é amado e odiado. Quer-se ser igual aos «belos» e delicados brancos burgueses e ao mesmo tempo quer-se destruí-los, dominá-los, incorporá-los, «comê-los». Mendes encarna esta ambigüidade de um modo complexo, na medida em que era identificado pelos companheiros como um «branquinho» 19 , apesar de ter um currículo de «negrão» e de desejar ser visto como tal. Uma das práticas de violência entre os prisioneiros é, além de violentar os mais fracos, travestí-los, obrigar a «vestir calcinha de mulher, desfilar se requebrando, depilar-se» (224), como ele conta com relação ao presídio da Tiradentes (local onde na época torturava-se também os membros da oposição à ditadura). Narrar a Dor e a Morte A narrativa de Mendes leva o título de Memórias de um sobrevivente. Já discuti acima a questão do elemento memorial-autobiográfico do texto na sua relação com o conceito de testemunho como testis. Vale a pena determosnos mais no conceito de «sobrevivente». Num determinado momento do livro ele define o que significa proceder e pensar «como um sobrevivente de alguma guerra», coisa que ele aprendera com sua vida: «Amor para mim era sexo. Estava preparado apenas para defender e resistir. Se me dessem uma chance, revidar com extrema violência, para matar, se facilitassem. [...] Era aquela educação que as instituições do governo me dotaram». (190) Por outro lado, sobrevivente quer dizer também que a pessoa assim denominada conheceu a morte de perto. O sobrevivente como que carrega consigo a experiência de algo inexperienciável, que é a morte ou algo muito próximo a ela. O sobrevivente é superstes, sobrevivente em latim, mas também a testemunha que porta consigo a experiência da dor. Ao lado do testemunho como testis, como apresentação da prova, que, como vimos, tem muito a ver com comprovação da virilidade e funciona dentro do registro da visualidade, existe também esta figura da testemunha como uma sobrevivente. Neste segundo sentido ela tem algo a narrar que sequer ela mesma pôde experienciar ou traduzir em termos simbólicos. Superstes, como Benveniste comenta, «não é somente ‘ter sobrevivido a uma desgraça, à morte’, mas também ‘ter passado por um acontecimento qualquer e subsistir muito mais além desse acontecimento’, portanto, de ter sido ‘testemunha’ de tal fato».20 O testemunho como superstes radicaliza o fato fundamental da linguagem –ao menos desde os românticos– que é justamente seu descolamento do real. Diante do «real» da dor as palavras revelam-se como moeda gasta e sem sentido preciso. Tudo pode ser dito, mas isso não implica que tudo possa ser significado, passado através dos signos. Por outro lado, o signo que porta o testemunho como superstes torna-se uma espécie de pele onde praticamos outra modalidade de leitura que procura decifrar as marcas deixadas pela violência que apenas podemos imaginar, mas nunca sentir. Trata-se de uma recepção do testemunho que está aquém e além do registro da visualidade. A violência praticada nos «porões da sociedade» via de regra ocupa um local paradoxal: por um lado a instituição responsável pela violência quer esconder suas práticas que fogem ao contrato social que estabelece o monopólio estatal da violência; por outro lado estas mesmas instituições –e sobretudo o aparato da repressão no caso específico da ditadura militar brasileira, período em que se passa a história narrada por Mendes– procuram ostentar suas garras visando a intimidação da população. Não podemos esquecer que na ditadura, calcada, como os regimes totalitários, na suspensão dos direitos básicos dos cidadãos e na paradoxal institucionalização do estado de exceção, esta ambigüidade e contradição da violência estatal fica ainda mais explícita.21 Assim, Mendes narra, como vimos, as técnicas de tortura que visavam não deixar marcas na pele do torturado, sobretudo no caso das torturas que sofreu quando era menor de idade. O que revela um «pudor» dos policiais em torturar mais ou menos explicitamente (ou seja: deixando marcas na pele) «apenas» os adultos. Surpreendemos aqui esta dialética neste desejo da parte do aparato de repressão, no sentido de querer mostrar sua potência e ao mesmo tempo esconder as conseqüências dela. Este movimento é refletido pelas vítimas que não apenas se lembram do ocorrido como muitas vezes sequer conseguiriam se esquecer do que viram. Estas memórias têm a qualidade de um fardo difícil de se carregar. As imagens queimaram a retina de seus olhos. Como Mendes escreve referindo-se às vítimas da tortura no presídio da Tiradentes: «Nunca mais esqueço aquela poça de sangue na entrada do xadrez, acho que está fotografada para o resto da vida, como uma tatuagem». (301) Diferentemente destas imagens, a dor no próprio corpo deixam outras marcas. A dor é algo que se passa na ilha que é nosso corpo. Quando Mendes viu um prisioneiro sendo violentado sucessivas vezes por companheiros de cela ele via tudo como que de outro planeta, apesar da sua proximidade: «Eu a tudo observava qual tivesse com uma luneta, observando outro planeta». (223) Já a sua própria dor e as torturas pelas quais ele passou ele tenta –apesar de tudo– descrever do modo mais claro possível, sem recuar diante da recordação destes fatos dolorosos. Podemos interpretar esta presença tanto argumentando que estas cenas são essenciais na sua vida, como também elas são essenciais na sua denúncia do sistema policial e penitenciário. Um dos fenômenos que ele destaca nestas cenas é uma espécie de descolamento entre mente e corpo: ou seja, sua vontade de abandonar o corpo. Este tipo de «esquizofrenia», típico de relatos de torturado, aparece também quando ele descreve um linchamento por populares na rua de que foi vítima: «Assistia àquilo tudo como fosse um filme, não parecia real, no entanto doía e sangrava». (293)22 Ao ler estas descrições detalhadas das cenas de tortura o leitor ao mesmo tempo que sente pena da vítima –e assim reforça seu sentimento social de compaixão– perde a crença no ser humano como um ser «bom» e «digno». Através da barbárie nos «humanizamos» para em seguida recusar qualquer tipo de humanismo inocente. A dialética abjeto / objeto Mendes descreve também a «animalização» dos prisioneiros destacando não apenas a sua objetificação, mas também sua abjetificação. A perda do corpo (da sua liberdade), a sua transformação em massa corpórea disponível ao sacrifício como também ao trabalho (muitas vezes escravo nos presídios), a redução do ser humano a agregado de carne, ossos e nervos, é radicalizada com o espetáculo da dor e da abjetificação. Se o Iluminismo e sua antropologia otimista são postos à prova através dos testemunhos dos cárceres, é porque seus conceitos de «igualdade», «liberdade» ou «fraternidade» sofrem aí profundas transformações. Ao invés de nobres conceitos puros, significando os elevados fins da humanidade, são revelados em seu compromisso com a dominação. As fezes que os policiais introduzem na boca do torturado (388) são o contraponto literal desta reversão dos conceitos em «violência crua», para usar uma expressão de Mendes empregada para caracterizar as torturas de que foi vítima. (389) Em outra passagem, quando está em uma cela forte, Mendes se viu obrigado a se comunicar exclusivamente pela privada: os canos de esgoto (chamados de «telefone») constituíam o seu único canal de comunicação. (430) O simbólico literalmente é conduzido pelo e a partir do abjeto. A prisão pode ser vista como um micro-modelo da 121 sociedade onde todas as ambigüidades da lei e da civilização se manifestam de modo explícito. Esta ambigüidade também é explicitada em frases do tipo: «na prisão quase tudo era proibido e permitido ao mesmo tempo». (405) O testemunho revela que o que se passa nos «porões da sociedade» passa-se, na verdade, nos seus pilares e estacas de sustento.23 Resta pensar se e em que medida esta violência pode ser separada do poder. O inferno do agora e a desrealização do mundo Uma das características mais marcantes da experiência em instituições totais (ou sob regimes de exceção), onde a qualquer momento e por qualquer motivo absurdo podese perder a vida, é a temporalidade marcada pela ditadura do agora. A vida de Mendes vai se tornando aos poucos um verdadeiro inferno do agora. Apenas sua metamorfose final, em escritor, é que vai lhe abrir as portas do passado e do futuro. Antes disto, sua narrativa da vida nas prisões e nos cativeiros é um verdadeiro paroxismo do tempo do presente. O «tempo do agora» para alguém na situação dele é o verdadeiro oposto do utópico «tempo do agora» (Jetztzeit) benjaminiano, caracterizado pela explosão do contínuo da história e simultânea libertação do peso do histórico e da dominação dos homens sobre os homens e dos homens sobre a natureza. (Cf. BENJAMIN 1974) Já Mendes escreve, por sua vez: «Para mim só existia o momento, nem passado acontecera. Viver era um mergulho no agora, instantaneamente. O resto era ilusão. Futuro não existia, passado idem. Só o presente, em sua exuberância, era real». (327) Esta «exuberância» poderia ser tanto positiva24, como é o caso da passagem de onde vem esta citação –quando ele realizava seus sonhos de «grande bandido» e de «rei», ou «pai» de uma família de filhas que lhe pertenciam–, mas também poderia ser seu oposto, como os momentos de extrema penúria na carceragem o mostram. Após passar por várias seções de tortura e de receber dos policiais uma corda de náilon, com recomendações para que ele se enforcasse, ele escreve: «Era sexta à tarde, e pensei em viver, pelo menos mais um fim de semana». (394) Por outro lado, a vida enclausurada leva a um super-dimensionamento do tempo. Como «matálo» passa a ser uma questão primordial. Ou seja, o tempo momentâneo pesa sobre o prisioneiro como um bloco compacto que o esmaga. Mendes descreve suas estratégias para fugir da depressão decorrente desta opressão que incluía uma rigorosa rotina de exercícios, ou ainda a fuga para o mundo dos sonhos. (435) Mas após nove meses de solitária ele já era vítima da sensação decorrente deste esmagamento espaço-temporal, também narrada pelos prisioneiros de Campo de Concentração nazistas: «Há momentos na vida do preso em que ele não acredita que exista nada além da prisão. Mesmo vendo a rua pela janela, aquilo parece mais um quadro apenas. Rua é ficção, ilusão». (443) Esta desrealização do mundo externo pode ser interpretada também como um retrato fiel do processo de «encriptação» destes indivíduos isolados e «recalcados» pela sociedade. Como vimos acima, a «solução» que Mendes encontrou para este processo de ruptura do mundo e encapsulamento foi a saída pelo universo das letras. Iniciado pelo amigo 122 Henrique, ele mergulha nos livros com um plano em mente: «Eu iria construir uma nova história de minha vida, doravante. Uma história mais bonita». (443) Nesta segunda e profunda metamorfose o passado de Mendes recebe um novo significado. «[T]odos os males de minha vida me fizeram bem. O que não mata...» (454) «Só me restava fazer uma releitura e reinterpretação desse mundo. Simples». (461) Sua identidade passa agora pela busca de um outro tipo de reconhecimento, não mais como o «grande bandido», mas sim «como pessoa culta e sábia». (468) Mendes acaba seu livro contando que em 2000 era pai de dois filhos, estava casado e cursava o primeiro ano de direito da PUC de São Paulo. Paradoxalmente vemos que, apesar de toda crítica radical do livro contra o sistema penal, o final em «happy end» parece indicar que o autor conseguiu sim se «regenerar», tornar-se um «cidadão respeitável». Mendes estava formado. Seu passado sofrido foi revertido em seus «anos de aprendizagem». Ma se levarmos em conta que ele é um «sobrevivente», fica claro que ele também é uma enorme exceção ao sistema. 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O presente artigo parte de pressupostos teóricos que desenvolvi no ensaio SELIGMANNSILVA 2003. 2 Ao longo de todo texto, sempre que indicarmos entre parênteses apenas o número de página da fonte da citação ou da referência é porque se trata da obra de MENDES 2001. 3 Aos dezoito anos, ao sair de seu internamento de cerca de 3 anos em unidades para menores, Mendes comenta, destacando este estrato histórico de seu relato: «Em agosto de 1970, Lennon já havia dito que o sonho acabara. Não quis acreditar. A Guerra do Vietnã estava em pleno curso, a guerrilha no Brasil começara a ser desmantelada pelos órgãos da repressão. O DOI-CODI era o palco dos horrores, o Esquadrão da Morte matava todo dia. O mundo de pernas para o ar, arreganhado como uma puta, e eu ali no meio, abobado com tudo o que via, sem entender nada». (205) Mais abaixo discutiremos a imagem da mulher neste livro, onde esta metáfora da puta fica contextualizada. 123 4 É claro que qualquer pesquisador pode se dedicar a colher os «autênticos testemunhos» da vida do seu autor: percorrendo os passos da sua vida, levantando os documentos correlatos etc., mas este não é nosso interesse aqui. A obra de Luiz Mendes também permite uma rica leitura a partir do horizonte de expectativas da literatura, do confronto com o momento histórico que constituí o pano de fundo de sua narrativa e também de uma referência ao nosso presente de leitura da obra. 5 Em um momento crucial de sua vida, quando estava na iminência de ser libertado do RPM (Recolhimento Provisório de Menores), devido a uma confissão sincera a um psicólogo, Mendes foi condenado a ficar mais três anos em reclusão. «Haviam me ensinado que quem fala a verdade, não merece castigo». (137) Em função desta confissão ele foi transferido para o Instituto de Menores de Mogi-Mirim, que mantinha menores «de máxima periculosidade»: «Daí para frente odiei todos os psicólogos que pude». (144) 6 Cf. a passagem: «Malandro possuía moral engessada, com um sentimento fortíssimo de honra. Havia até uma fidalguia, uma nobreza em certos malandros. Acreditavam em duelo a bala ou a faca por questões de moral e honra. Alguns gostavam de arrogar que favoreciam pobres e oprimidos, diziam só roubar ricos. Esse era o ideal de ser malandro, com muita moral e honra inatacável, defendida com a própria vida, em nosso meio». (251 s.) Este código rigoroso estabelece a pertença ao grupo, a identidade de «malandro honrado». 7 Cf. sua frase: «O pior de estar preso era ter que conviver com presos». (167) 8 Com relação a esta passagem pelo inferno e sua primeira «metamorfose» eis o que escreve o autor na triagem do RPM: «Todas as minhas boas intenções de trabalhar, viver com meus pais numa boa, foram se evaporando na medida exata dos dias que ia passando no inferno. Julgava-me traído, roubado, e pensava que não merecia o que passara. [§] Uma revolta densa ia tomando conta do meu ser. Queria agora ser bandido mesmo. Viver armado para nunca mais me sentir fraco e indefeso. Queria matar policiais, assaltar qualquer um, sem dó ou piedade». (154; cf. ainda 305, 313, 321, 360) 9 Mendes, apesar de não entrar em muitos detalhes das histórias de seus colegas e companheiros, recorda das conversas dos internos, nas quais, ele escreve, «em geral aumentava, os fatos, colorindo-os, mentindo descaradamente. Era preciso sempre contar uma vantagem maior para aumentar o prestígio, aumentando ao mesmo tempo o conceito de malandro de que tanto gostávamos. Ser considerados malandros era todo nosso objetivo ali». (153) Ou seja, a insinceridade é assumida como parte da narrativa das histórias da rua. Para o leitor esta sinceridade acerca da insinceridade contamina o relato da sua vida, mas o seu efeito paradoxal é o de reforçar a «base referencial» já que o «contar vantagem» é parte da vida também. O ato de linguagem que afirma a mentira leva o leitor a querer avaliar onde existe maior ou menor dose de mentira, mas não a anular a fonte «histórica» do relato. Todo discurso autobiográfico joga com esta tensão: no momento mesmo em que o autor afirma tacitamente –como em um juramento no tribunal– «prometo dizer a verdade...», a «mentira» e a pura fantasia já surgem para assombrar o autor e seus leitores. 10 Após um assalto, no qual Mendes cometera um assassinato, ele escreve que todos do bando comentaram os fatos «que para nós eram uma odisséia. Os louros da vitória me couberam». (363) 11 Na escrita acádica cuneiforme o símbolo para testemunha é semelhante a um olho e significa tanto ver, aquilo que está diante, quanto a pessoa que testemunha. (LABAT 201) Já o sinal para o falo, para o número um e para se indicar uma pessoa é um traço vertical. Este sinal aparece diante de cada nome nas listas de testemunhas dos escritos cuneiformes. Devo esta última informação a Dra. Kathryn Slanski da Coleção da Babilônia da Sterling Memorial Library de Yale. 12 Filhos «do pai», deveria escrever, já que a língua portuguesa já nos faz dizer que a mãe está submetida ao pai quando dizemos «pais» para nos referirmos aos nossos progenitores. A «lei da língua» e da gramática também é falocentrica. Ou melhor, é antes de mais nada nesta lei que o falocentrismo se instaura. 13 Cf. ainda esta outra passagem que trata do internamento em Mogi-Mirim: «Até os guardas eram influenciados pela nossa cultura marginal e secreta. Usavam nossas gírias e, muitas vezes, procediam conforme nossos valores. Realmente, não seria juntando uma multidão de meninos de rua, delinqüentes juvenis, em alojamentos, alimentando-os, obrigando-os ao trabalho e sujeitandoos a uma rígida disciplina que se conseguiria educá-los». (180 s.) 14 Cf.: «Criava-se uma geração de predadores que iria aterrorizar São Paulo. A maioria seria morta pela polícia, mas antes disso… […] Nossa preocupação 124 não era só o dinheiro. Era vingança, explosão de uma revolta contida e cultivada em longos anos de cativeiro, nas mãos de sádicos carrascos torturadores». (182) A consciência de Mendes do fato de que os «marginais/ marginalizados» são uma espécie de escória e de alimento (quase que sacrificial e necessário) da sociedade, homo sacer, na expressão consagrada de Giorgio Agamben, fica clara quando ele explica a lógica do artigo 59 do código penal (que ele teve que assinar quando foi preso como batedor de carteiras no centro de São Paulo): «Teria trinta dias para arrumar um emprego. Caso contrário, a qualquer momento que fosse preso, poderia ser autuado em flagrante de vadiagem. [§] Num país em que o desemprego é parte do esquema para manter os salários baixos, o artigo 59 do código penal é um absurdo inominável. No momento em que alguém é mandado embora do emprego, já está infringindo as disposições legais deste artigo. Mais trinta dias e poderá, inclusive, ser apanhado por ter sido desempregado. Além de ficar sem o emprego, ainda vai preso». (232) 15 Descrevendo a violência entre os detidos no RPM, Mendes afirma que o medo desumanizava as pessoas que mimetizavam a violência a que estavam submetidas. Sua astúcia nem sempre podia ajudar: «Sobressaía sempre pela astúcia e ousadia. E ali não era local onde tais virtudes pudessem ser consideradas. Predominava a lei dos mais fortes. A força bruta. [...] Os loucos, os débeis e os fracos eram o alvo favorito de todos naquele depósito de vidas humanas». (122) O que é considerado o «resto» da humanidade reproduz internamente este mecanismo de destruição do «outro». 16 Mendes se apresenta como um amigo dos mais fracos. «Sempre fora mais amigo dos pequenos e humildes. […] Tinha pena do ostracismo a que eram submetidos, quando não conhecidos. Havia algo de bom em mim». (183) «Jamais consegui ver pessoas sofrendo, sem me comover». (194) 17 Guardadas as enormes diferenças, em vários momentos do livro a descrição dos procedimentos de humilhação dos prisioneiros faz lembrar a instituição biopolítica dos Campos de Concentração, sobretudo na sua vertente nazista. Mendes mesmo observa com relação ao caminhão que transportava os prisioneiros entre a cadeia e o presídio: «Parecia aqueles carros com escapamentos para dentro em que os nazistas transportavam os judeus. Eu ainda iria sofrer muito, e muitas vezes, nas mãos daquele torturador motorizado». (271) A diferença está no fato de que os referidos caminhões nazistas de fato matavam a todos neles transportados. Os prisioneiros, outro exemplo, são submetidos a típicos rituais de entrada na prisão que incluem a raspagem do cabelo, a obrigação de desfilar nu diante dos demais detentos e policiais (424), a detetização, utilização de uniformes e privação de comida (certa vez Mendes ficou 10 dias sem receber nada para comer; 296). Além disso, os prisioneiros são submetidos a contagens e chamadas e a divisão do espaço se dá algumas vezes a partir de elementos corporais, como tamanho e força (seguindo uma «biotipologia», segundo o próprio Mendes; 451). A cumplicidade dos médicos nas seções de tortura, que Mendes narra em detalhes, também lembra a profunda cumplicidade do ideário nazista com uma ideologia médica baseada na higienização da sociedade e extirpação do que era considerado insano. Nos dois casos a identidade é reduzida aos dados meramente animalescos. Todos estes procedimentos evidentemente despersonalizam e desumanizam o prisioneiro e concorrem pra transformá-lo não em um cidadão –indo contra o que uma visão correcional do sistema penal levaria a crer–, mas sim em alguém com enormes dificuldades de poder um dia voltar a ser um membro da sociedade. (cf. MENDES 156 ss.) Mas é evidente que as diferenças entre os modos do biopolítico não podem ser esquecidas; uma prisão na América Latina, por mais semelhanças que tenha, não é igual a um Campo de Concentração nazista (nem ao Gulag), do mesmo modo que a marginalização e assassinato dos marginalizados neste continente não é a mesma coisa que o projeto genocida nazista. Estas nuanças essenciais não podem ser perdidas de vista. 18 Mas esta identificação da mulher com a fragilidade não é tão simples na obra de Mendes. É verdade que ele escreve, por exemplo: «Sempre foi bem mais fácil fazer amizade com mulheres do que com homens. Sempre desconfiei dos homens. […] As mulheres eram mais frágeis, possuíam mais sensibilidade, o que me aproximava delas». (188) Por outro lado, seu protagonista vai sistematicamente cair em ralações com mulheres fortes que o espancavam – como seu pai o fizera, os policiais e os colegas mais fortes–, como foi o caso de seu relacionamento com Zoião, com Isabel e com Sueli. Com relação a esta última, ele observa: «sempre me disseram que o homem é que ataca, e a minha experiência com mulheres sempre apontava para o contrário. Ela era mais alta e mais forte que eu, me dominava facilmente». (352 s.) 19 Ao entrar em um grupo de jovens no seu bairro, Mendes torna-se o «Luiz Branquinho», para ser diferenciado do «Luiz Negrinho»: o estabelecimento de diferenças talha aqui identidades. (217) Vale a pena ler um de seus raros autoretratos ao longo da narrativa: «Tornara-me rapaz baixo, entroncado, robusto, sem nada de especial, senão os olhos grandes e brilhantes de sede de viver. Olhos e cabelos castanhos, feições regulares, sem nada que chamasse atenção. Figura comum. Sem nada mesmo fora do normal. [...] A única coisa de que não gostava era o meu tamanho. Queria ser alto e forte». (189) Seu sonho era se tornar uma potência viril, que ele relata ter realizado durante alguns momentos de sua vida. (Cf. 315) 20 1995: II 277 s. «Verificamos a diferença entre superstes e testis. Etimologicamente testis é aquele que assiste como um ‘terceiro’ (terstis) a um caso em que dois personagens estão envolvidos; e essa concepção remonta ao período indo-europeu comum. Um texto sânscrito enuncia: ‘todas as vezes em que duas pessoas estão presentes, Mitra está lá como terceira pessoa’; assim o deus Mitra é por natureza a ‘testemunha’. Mas superstes descreve a ‘testemunha’ seja como aquele ‘que subsiste além de’, testemunha ao mesmo tempo sobrevivente, seja como ‘aquele que se mantém no fato’, que está aí presente». 1995: II 278. 21 Para uma teoria política que sobrepõe o poder estatal e a violência cf. o famoso texto de W. Benjamin (1977) «Zur Kritik der Gewalt» («Para uma crítica da violência/ do poder»). Para uma concepção oposta e mais pragmática, que vê como necessária a distinção entre «power» e «violence», cf. H. Arendt (1970: 56). A argumentação de Benjamin é essencial para uma crítica do poder e da violência, mas a da H.Arendt é mais passível de ser pensada em termos históricos. 22 Cf. também uma descrição de uma das seções de tortura por que passou em uma delegacia. Após narrar como havia sido espancado, recebido chutes na cara, sofrido choques no ânus e sarrafos, ele escreve: «Os tiras já estavam bêbados, havia litros de uísque para todo lado, várias garrafas foram quebradas na minha cabeça. Mas eu nada sentia. Parecia estar pairando sobre meu corpo, assistindo à tortura e sofrendo-a, mas só de ver o que faziam com meu corpo, ficava com dó de mim. [§] A impressão de estar fora do corpo era tão forte que mexi o corpo para ver se ele mexia, e não mexeu. Achei que havia morrido. […] Era incompreensível». (377) Mais adiante ele escreve ainda, após a seção de tortura: «Fiquei ali gemendo, sentindo o inferno de ser eu mesmo, estar vivo e não ter sido morto ainda». (379) Na seção seguinte, no pau-de-arara, após mais choques, desta vez além do ânus também na glande, ao apanhar com palmatória de ferro ele conta que «minha alma quis abandonar meu corpo. [...] Ele só batia nas unhas dos pés e das mãos. E com uma perícia incrível, pois quase não batia em cima, mas contra as pontas das unhas, para fincá-las na carne. A dor era lancinante, enlouquecedora». (380) 23 Como Mendes escreve, após descrever o que passou por três meses de seções de tortura: «Estávamos cientes de que aqueles que nos barbarizaram o fizeram em nome de uma sociedade. Uma sociedade que nos repelia, brutalizava, segregava, e que quase nos destruía. E o pior: uma sociedade que precisava dessas monstruosidades para se manter. A tortura era uma instituição social». (399 s.) o ódio e o desejo de vingança de Mendes foram canalizados no sentido da escritura de seu martírio («minha via-crúcis», como ele escreveu; 405). Só assim ele conseguiu quebrar o ciclo de vingança e ódio que ele descreve tão bem no seu livro. Se é evidente que esta saída simbólica (pelo simbólico) não significa o fim desta necessidade de violência da parte da sociedade, ao menos ela permite uma reflexão crítica. Ou seja: a desmontagem do Iluminismo não significa que devemos deixá-lo para trás e abandonar suas utopias inocentes, mas sim que precisamos criticá-las. O que importa é a consciência da dialética do Esclarecimento, e não simplesmente a sua condenação (que seria tão inocente quanto a crença não-crítica nos seus teoremas clássicos). 24 M Cf.: «deveríamos curtir a vida, pois ela nos era breve». (371) Imágenes: Sin título, Nelson Ramos (1965) 125 LA GEOGRAFÍA François Caradec Traducción de Arturo Rodríguez Peixoto 126 L os franceses no conocen geografía. Desde mi infancia hice como todo el mundo, todavía no conozco geografía. Es un conocimiento que viene poco a poco, mientras se crece; raramente es un carácter adquirido, pues las familias no se preocupan en absoluto (eso tiene relación con el flojo coeficiente en los exámenes, sin duda). Soy de una generación que ha viajado mucho. O más bien, a la que se ha hecho viajar. No había pedido conocer Berlín, cuyos recursos topográficos, en la superficie y subterráneos, rápidamente comprendí. No me arrepiento. La guerra siempre presenta algunas ventajas: sin ella no habría conocido jamás Alemania ni el idioma alemán. Porque los franceses no solo ignoran geografía, también ignoran los idiomas; salvo el inglés, por la comodidad de los transportes, y el español, para las vacaciones. A veces ocurre, hoy en día, que no hay sino un alumno en una clase de alemán: si se enferma, el profesor no tiene otro recurso que ir al cine. Nuestro profesor de geografía en el liceo de Lorient nos llevaba a veces a la biblioteca del Arsenal naval y exponía ante nuestros ojos los portulanos o desenrollaba las cartas marinas del siglo XVIII y de la Compañía de Indias. Ellas se encuentran en el orígen de mis decepciones: qué grande era ese mundo... ¿Qué nombre darle a todos esos continentes, esas islas, esas tierras elevadas y esas aguas profundas? ¿Cómo conocerlas, esto es alcanzarlas y visitarlas? Aún no imagino que se pueda saber la geografía del mundo sin poner ahí los pies. Todavía hoy olvido el nombre de las ciudades que oigo si no las he visto. Mis primeras sorpresas, como siempre, aparecieron en los libros. Todos los libros están situados, desde Madame Bovary en Ry al Ulises en Dublín; desde Los miserables en París a Terreno Bouchaballe en Quimper; desde Las aventuras del valeroso soldado Schwejk en Pra- ga a Fanny en Marsella... ¿Y los poetas? Villon y Baudelaire en París, Rimbaud en las Árdenas, Corbière en Roscoff, La Fontaine en Château-Thierry. De los más oscuros a los más conocidos, iba a los alrededores de Vesoul para encontrar a Albert Humbert, a Lure y Besançon por Cristophe, a Neuilly por Raymond Roussel, a Laval y Rennes por Jarry. Por fin comprendí que nada se sabe de una obra si no se conoce su geografía. Por eso Isidore Ducasse debía, fatalmente, después de Tarbes llevarme a Montevideo. Es una ciudad que lleva un nombre para canción de marinero, como Shangai o Valparaíso. Se tiene en Francia muy a menudo la costumbre de no juzgar Los Cantos de Maldoror sino por sus artificios y metáforas. Ahora bien, ¿podemos vivir la travesía del «viejo Océano» si solo conocemos una orilla? Yo, que he pasado mi infancia en un puerto de Bretaña y soportado los graznidos de las gaviotas en plena ciudad, encontré las mismas gaviotas chillonas en Montevideo, donde Ducasse vivió a la misma edad que yo en Lorient... Esto fue más que suficiente para que yo escuchara cantar a Maldoror mejor que todos aquellos que lo escuchaban en ediciones de bolsillo. Los Cantos de Maldoror pueden leerse en un cuarto mal calefaccionado en el sexto piso de un inmueble Segundo Imperio de la calle Montmarte en París, pero nada vale tanto como acordarse de los graznidos de las gaviotas en la rambla sur. Sin duda, la presencia de hispanismos en la prosa de Isidore Ducasse es lo mejor que podía hacer por el futuro de Los Cantos de Maldoror. A falta de investigaciones toponímicas, revelan los lazos que esos cantos anudan entre dos continentes que no son, uno y otro, sino uno SOLO, el de Isidore Ducasse, ese montevideano que lleva un nombre francés. Me enseñaron, en todo caso, antes de que fuera demasiado tarde, la utilidad de la clase de geografía que haM bía descuidado tanto. Un sueño, Nelson Ramos (1964) 127 MANUEL ESPÍNOLA GÓMEZ Nelson Di Maggio 128 P ersonalidad polifacética, de vitalidad arrolladora, huraña y retadora, omnipresente en la cultura uruguaya de la segunda mitad del siglo XX, hombre de tierra adentro, indesmentible en el tono de voz y en su entrañable comunicación franca y directa, entre desconfiada y soberbia, Manuel Espínola Gómez, nacido en Solís de Mataojo en 1921 tuvo, desde su juventud, el estímulo amistoso e intelectual del músico Eduardo Fabini. Se trasladó veinteañero a Montevideo. Al contrario de lo que afirmó siempre, no fue autodidacta, sino que estudió y fue becado por dos años en el Círculo de Bellas Artes, un dato que ocultó, hasta ser revelado en los archivos de la institución después de su muerte en 2003, y allí tuvo como maestro a José Cuneo. No fue el único silencio que cultivó en vida. Alejó de cualquier entrevista o conversación toda referencia a sus afectos privados, que fueron muchos. Así, permanece en sombra un sector de su vida que podría despejar ciertas incógnitas e iluminar con mayor precisión la comprensión de su obra. Aunque las (pocas) exposiciones efectuadas por Manuel Espínola Gómez llevaron el sello inconfundible de un concepto especial (y espacial) del montaje, el enmarcado y la diagramación del catálogo, el perfil individualista del artista, ninguna, ni la última y más amplia en 2002, rigurosamente vigilada por el artista, se aproximó a su cambiante, desordenada trayectoria. Como su vida misma. Un artista y un hombre querido y querible, pero siempre escurridizo. Con una voracidad existencial y cultural extraordinarias, fue protagonista y testigo de los años dorados de la sociedad montevideana. Nada le era ajeno: la pintura, desde luego, pero también el teatro, la danza, la música, las conferencias, el fútbol, el billar, las largas charlas en los cafés, sin dejar a un lado su actividad política y gremial. Diseñador de afiches y logotipos para el Partido Comunista, diseñador de escenarios para los actos masivos, diseñador de interiores para el Palacio Estévez (impuso una estructura barroca a la sencillez espartana del edificio), escritor y disertador en radios, opinando sobre los temas más variados. Polémico, siempre. Arbitrario, también. Viajó en tres oportunidades a Europa, en largas estadías, que luego comentó en rueda de amigos o en conferencias. Retratos, paisajes, abstracciones y sus variantes, abandonados y retomados en diferentes épocas, desde sus comienzos y después, fueron los temas que lo acercaron a las vanguardias históricas sin pertenecer a ninguna. Toda la obra de Espínola Gómez se caracteriza por la constante barroca en clave expresionista, atravesada por el erotismo: se complace en el óleo extendido a plena pasta, en generosas pinceladas, excesivas, frenéticas, íntimamente trabajadas con pincel o espátula. El acto de pintar se convierte en un gesto temporal que atrapa todo su organismo y ese organismo es predominantemente sexual, aunque la sexualidad no se inscriba en el registro de la representación sino en el registro simbólico de la estructura formal. La liberación de la materia, los trazos disparados en múltiples direcciones, firmes y enérgicos, con la tensión de un arquero apuntando hacia un blanco desconocido, la irrupción de planos cortantes y agudos, la sensualidad de las curvas y de los trazos, la dramática condición de contrastes de blancos y negros o el estallido cromático, son siempre la emergencia, la transferencia, revelada oscuramente, de la fijación de la libido, en un juego de pulsiones antagónicas y complementarias (ErosTanatos). Hay una voluptuosidad, una carnalidad muscular en cada pincelada o dibujo, un goce agónico casi siempre o una angustia bronca otras, que apunta hacia una ingeniería de la afectividad, a un mecanismo de apropiación con fuerza intimidatoria, casi de violencia ontológica en una lucha doméstica del inconsciente privado, obediente, por otra parte, a los más prestigiosos cánones del arte occidental. Una pintura fálica, por momentos explícita y siempre implícita. Influencias, muchas y variadas: de Carlos F. Sáez (formó un grupo, en 1949, con Barcala, Solari y Ventayol, de breve duración, que llevó el nombre del pintor modernista), Van Gogh se patentizó en su primer cuadro importante, El circo (1938), Picasso como una constante, la Escuela Hlebiné, donde pontificaron los croatas Ivan Rabuzin e Ivan Generalic, esos naïfs que se introducen en la serie polifocalista, además de Magritte y los expresionistas de diversas procedencias que anclaron permanentemente a lo largo de los años en una producción no muy extensa, M aunque intensa. 129 REPORTAJE A MANUEL ESPÍNOLA GÓMEZ Miguel Ángel Campodónico 130 A fines de los años setenta -la mentablemente resulta impo sible precisar el año- después de leer en la prensa montevideana algunos comentarios de Manuel Espínola Gómez, y de haber escuchado sus particulares opiniones en conversaciones privadas, le manifesté mi interés en que, como modo de ampliarlas, contestara una serie de preguntas con la finalidad de publicar sus respuestas en el primer número que apareciera de Maldoror. Espínola aceptó inmediatamente la realización del reportaje, aunque puso la condición de que las preguntas le fueran presentadas por escrito. El cuestionario estuvo en sus manos pocos días después. Las respuestas, en cambio, se demoraron varios años, tantos que cuando estuvieron prontas, Maldoror había entrado en un largo período de silencio. Por lo demás, la inesperada extensión de sus declaraciones hubiera dificultado enormemente su publicación debido al espacio con que se contaba entonces en la revista. Las siete preguntas, basadas todas en las ideas ya expuestas por Espínola, fueron contestadas dactilografiadas, en apretadas ocho carillas a un espacio, dominadas en varios momentos por un estilo abstruso, y siempre arborescente, ramificado, en las que predominaban los puntos suspensivos, los subrayados y los paréntesis. Corregidas, además, en muchos pasajes, en forma manuscrita, con una grafía también difícil de desentrañar. Muchos años después, Espínola daría a conocer un sorpresivo y sorprendente libro de poemas , que llevaría una faja con una elocuente inscripción que, de alguna manera, intentaba definir lo que ha sido siempre su estilo de escritura: «34 Poemas climatizados por el barroco ventarrón matrero». El mismo ventarrón que pasa hoy por las páginas de Maldoror. 131 1 – Tu niegas la existencia del arte. ¿Cómo explicas, entonces, la actividad que has desarrollado a través de la pintura? 2 – ¿Es posible reducir las innumerables –y aparentemente diversas– tareas del hombre a una sola? En caso afirmativo, ¿cuál sería esa única tarea? 3 – Si es cierto que la naturaleza apenas permite transformaciones, ¿cuál es el verdadero sentido de la tradicionalmente llamada «creación»? ¿Esa misma transformación? 4 – ¿Qué le contestarías a quien te repitiera hoy que «la realidad imita al arte»? 5 – Se habla demasiado acerca de la cultura y de sus efectos positivos para el porvenir de la humanidad, pero ¿qué es la cultura en realidad? 6 – La pintura –más que otras actividades– parece ser un llamado destinado a encontrar respuesta en algunos «entendidos». ¿El perfeccionamiento de la educación posibilitaría la participación del hombre en todas las formas de expresión, la pintura entre ellas? 7 – ¿Crees que es posible pintar sin reflejar directa o indirectamente la realidad de la época en que el autor se mueve? L as tres primeras preguntas… podrían quedar satisfechas en un solo «bloque» de respuestas… de esta manera: Entre las acepciones más o menos comunes de la palabra «arte», hay una que podría aceptarse, tal vez, sin mayor violencia, por la «esquemática inocuidad conceptual» que «conlleva», pero su carencia del más mínimo «fermento significante» y, sobre todo, su «validez» en cierto modo «segregativa», que «la separa, de hecho», de las demás actividades especializadas («complementarias») del ser humano, así como su aparente «destino» para ser cubierta por otras acepciones… hasta desaparecer en ese pequeño «tumulto gramático», dentro del registro o asiento mental del hombre «común» y, a veces, no tan común, nos inclinan a rechazarla. La correntada del idioma que discurre fuera de las academias y los diccionarios tiene, habitualmente… aunque no siempre, una fuerza incorporada, una fuerza de «arrastre» y de justificación tales, que sobrepuja los «mojones un tanto rígidos» (con algo de pupilas insomnes y, acaso, demasiado fijas…) de aquellos ámbitos en buena hora preservacionales, mucho más así cuando el sustentáculo sentidual que la «habilita»…acusa cambios importantes en algunos aspectos. Pero… comencemos por el principio. ¿Qué sentido alcanzamos a percibir como posible en la aparición del hombre sobre la tierra y, más que eso 132 132 todavía, en la llegada, en el arribo («verticalidad» mediante… al parecer) de su eminente «categoría cerebral»? Es decir, su aparición en medio de un proceso gigantesco, al que no se le ve principio ni se le ve, por lo mismo, fin… más o menos previsible. Millones y millones inabarcables de años sucesivos… «hacia atrás», y millones y millones inabarcables de años sucesivos «hacia adelante». (El «pasado» prefigurando… el pasado creciente, creciente…) ¿Qué hace el cerebro humano… ahí, recién ahí, precisamente AHÍ, entonces?; ¿qué trabajo «lo justifica»… en su aislamiento «concreto», cuál es su contribución y «suma» específicas? La naturaleza, por ser la presencia «suprema y única», visible y «previsible», ha demostrado y «sigue demostrando» un sentido PRÁCTICO (PRAGMÁTICO) absolutamente «insuperable», incluso desde un punto de vista (nuestro… por supuesto) teórico y, además (¿o sobre todo?), con la particularidad de ser substancialmente no conciente. (Quizá fuera mejor decir… a-conciente). Es como si su sentido de «orientación» se «iniciara» con ella misma, es decir… le fuera inherente, «no necesitando» ningún tipo de «INSERCIÓN RACIONAL». La «escala» que tenemos es la del género que nos comprende a los efectos de «completar», de «ir completando»… cualquiera de sus procesos parciales o, mismo, su gran «trazado», su gran «arcada» procesal, que encierra o cubre, claro está, los demás «delineamientos». Su poder de transformación evolutiva es constante, y su complejidad, sin «flojedades» ni «simplismos», «amurallada» (vista desde cierto ángulo pequeñísimo… como es el ángulo de la escala que distingue todos nuestros pasos), resulta sencillamente «pavorosa». Esa complejidad, pues, y su multiplicación-extensión que no cesa, despierta en nosotros un «idea o sensación» de infinitud, a tal punto que ha llevado al hombre a «acuñar» el (en apariencia) doble concepto de… «lo infinitamente grande» (por la gruesa presencia del espacio inabarcable donde «la dirección es hacia fuera») y… «lo infinitamente pequeño» (por la sutil presencia del átomo… tan inabarcable como aquel, donde «la dirección es hacia adentro»). Su desarrollo no tiene vallas ni impedimentos de clase alguna, aunque se encuentra sujeto a leyes específicas y permanentes que no pueden «romperse» sin causas concretas, las cuales habrán de responder, a su vez, a «otras» leyes… de la misma estirpe que aquellas. Pero parecería que tanto unas cosas como otras… precisaran de «medios ambientales inconsistentes» para tomar curso y ese, entonces, podría ser el tiempo… Mas… se encuentran tan ligadas unas entidades con otras… que no se sabe bien cuál es cual. El «factor» TIEMPO (ya que se habló de él en primer lugar y a guisa de ejemplo un tanto «juguetón»…) podría «prefigurar» (por su «disposición esencial» a «mullirse», a «ahondarse», a ser «ocupado» sin resistencia)… el «factor» DESARROLLO, y el «factor» DESARROLLO «presupondría», a su vez (por su poder expansivo –de constante, ininterrumpida y aun «frenada» o resistida movilidad– en cualquier sentido y categoría), el «factor» TIEMPO; el «factor» DESARROLLO podría «prefigurar» («potencial, virtualmente»)… el «factor» INFINITUD, y el «factor» INFINITUD «presupondría», entonces (por su «propensión» a «consumarse sin término»), el «factor» DESARROLLO; el «factor» INFINITUD podría «prefigurar» (naturalmente)… el «factor» TIEMPO, y el «factor» TIEMPO «presupondría», ya sin dudas (por su «particularidad inclaustral»)…, el «factor» INFINITUD, etc., etc., todo lo cual, en cierto modo, aparecería imbuido (por la presencia «inextinguible» de tantas radiantes fisonomías) de ETERNIDAD, diríase que… como «corolario o remate factorial» de este fluir y fluir multifacético. No obstante, INFINITUD, TIEMPO, ETERNIDAD… parecerían tener lugar sobre la base (por ser base «activa») de lo que se ha dado en llamar DESARRROLLO, de donde puede inferirse (es un ejemplo al modo anterior) que el DESARROLLO «forzado de sí», y tomándoselo como «factor» fundamentalmente práctico (eficaz), «haya de generar» al TIEMPO, precisamente… para «ilimitarse», lo cual, a su vez, «haya de generar» a la INFINITUD, precisamente… para «justificarse» como «dirección capital», lo cual «haya de generar o presuponer», a su vez, a la ETERNIDAD, precisamente… Como «cifra filosófica» u «ontológica» (AHORA)… de los «gérmenes imbatibles»… Y acentuando, todavía más, aquel aludido cariz lúdrico ¿no cabría la posibilidad de negar al tiempo como … «entidad o factor operante», dada su singular «inconsistencia pasiva» (¿pasiva?), catalogando esa situación «discursible»… tal cual si fuese una «tenue» consecuencia de la «dinámica espacial»? (Las ideas, entre otras manifestaciones, son también «inconsistentes» –«materia o elemento» inconsistente–, pero de una «inconsistencia activa»). Y, del mismo modo, ¿negar con parecido riesgo la división ternaria de… «pasado, presente y futuro» como una disposición tendiente a evitar «engañosas» o «arbitrarias» limitaciones abstractas… «propiamente temporales»? A veces nos ha parecido que «el presente», COMO SIEMPRE, no existe PARA NOSOTROS… por antojársenos tan breve, tan inasible su «lapso», tan «sin dar lugar»…, al lado de las vastas planicies «pretéritas» o del difuso, nebuloso…, aunque seguro, «provenir». Apenas el filo de una navaja parecería «insinuarse» como «fisonomía real»… de dicho fenómeno, en su «enclave» harto «simétrico«. Sin embargo, otras veces, nos ha parecido que «el presente»… se extiende a lo largo de casi todo un día, en el movedizo terreno de las sensaciones «minuteras», pues… a una hora, dos, tres o más de haber transcurrido un hecho, todavía «lo sentimos» en el oculto «pa- ladar». Y así… el «futuro inmediato», la imaginaria proyección de ese hecho «en él». (Le damos al «futuro», ya, valor de entidad concreta, «dictado» por un «pasado» que «garantiza» claramente su florescencia «frontera»). Todo lo cual nos hace ver como inadecuada aquella división «tradicional» pues, en no pocas oportunidades, hemos sentido nuestro propio «pasaje transcurrido»… DELANTE DE NOSOTROS… y no «detrás», algo así como si formara parte de una especie de turgente «neumático» colocado, él, encima del plato girador y con la púa transmisora del «orgánico pick-up» sobre su lomo escurridizo, que fuese al mismo tiempo «volcándose» en sí mismo, revelando poco a poco… su decantada y ya poética entraña. Pero, a todo esto, ¿cuál es el motor del desarrollo? ¿Acaso la energía? Y la energía… ¿qué es? Parecería estar signada por un sentido indeclinablemente contrario al sosiego, a la «retracción». Porque… pensando con cierta «lógica intuitiva» (una lógica «de aletazo»)… ¿qué es lo que retrocede o se estanca, en realidad, dentro del fabuloso contexto vital… y en nosotros mismo? La respuesta es una sola: NADA. No existe, además, la más mínima partícula que pueda ser vista como estrictamente «negativa», es decir… como «contraria» al flujo existencial en sí, que comprende también, desde luego, las peripecias denominadas «mortales». (Por eso… decíamos lo que decíamos a propósito del tiempo, pues… «en caso de existir»… no podría ser «pasivo»; tendría que «empujar», de alguna manera, «a su modo», desde el confuso fondo prehistórico). Entonces…, en todo esto…, ¿qué papel juega el hombre y su, hoy, «privilegiado» cerebro? ¿Acrecentador, transformador, corrector, mejorador, continuador, etc., de la materna naturaleza? Vemos que no, por cuanto la naturaleza (comprendido el género humano «a nivel» de entidad orgánica o biológica) no necesita de éste (pero ya, entonces, «a nivel» de entidad exclusivamente intelectual) para cumplir con todos aquellos «requisitos íntimos», propios de su «callado afán perpetuatriz». Se basta a sí misma. Se bastó antes y se bastaría ahora (se bastará más adelante… y por siempre, sin duda). Pero… ¿y qué pasa con su cerebro, también «parte integrante» de la mencionada naturaleza? Aquí conviene detenerse un poco, porque aquí es donde se produce un fenómeno verdaderamente «extraño», hasta ese momento «insólito», en la anchurosa «historia» de los elementos «pre-abstractos» o «pre-culturales» Sin «poder engendrador» real, directo y específico, siendo «centro y motor» de «organismos animados», su función debe ser precisada para no perder pie en el complicadísimo, sutil «andamiaje» aniversario. Lo primero que debemos «estampar»… es que el cerebro humano, como los otros cerebros de menor «voltaje intelectivo», «trabaja» (no se tiene en cuenta –o no se alude tanto a– las exigencias orgánicas obvias y dependientes) sobre la base de presencias exteriores a él (pero siempre sobre esa base condicionadora, «desencadenante», puesto que… él mismo es una consecuencia ambiental, «tributaria», «prismática», «reversible», «auspiciadora» a un tiempo), o, incluso (con la prodigiosa singularidad que lo caracteriza, propiamente, en el «alvéolo» o asentamiento humano), se muestra capaz de «volverse sobre sí» para observarse («para sentirse») y descubrir lo que allí tuviere lugar. Siente, «intra-refleja», discierne, fija, «extrae», transforma, sintetiza, concluye, adquiere, codifica, «archiva», dirige, transfiere , etc., etc.. Pero, como ya se habrá notado, no debemos desconocer… que «ese funcionar», que «esa marcha reflexiva», circunscríbese, «apenas», a «facilitar» el comportamiento de la materia (que le es anterior –él mismo es «su primer testigo»– y de la cual depende enteramente) con un sentido, en verdad, «tendencioso»… muy, muy «suyo». No dispone de «canteras propias»… No. Sus conclusiones, sus teorías, sus derivaciones expresionistas, etc., son, en sí mismas, en el plano meramente formulario, obra muerta (ya lo hemos dicho por ahí), que solo «vive» en el difuso, «aislado» ámbito del entendimiento. Y no más. El cerebro del hombre no es otra cosa que… un «espejo activo» (el hecho de que pueda «observarse a sí mismo»… lo probaría, en parte), con capacidad para al133 bastará más adelante… y por siempre, sin duda). Pero… ¿y qué pasa con su cerebro, también «parte integrante» de la mencionada naturaleza? Aquí conviene detenerse un poco, porque aquí es donde se produce un fenómeno verdaderamente «extraño», hasta ese momento «insólito», en la anchurosa «historia» de los elementos «pre-abstractos» o «pre-culturales» Sin «poder engendrador» real, directo y específico, siendo «centro y motor» de «organismos animados», su función debe ser precisada para no perder pie en el complicadísimo, sutil «andamiaje» aniversario. Lo primero que debemos «estampar»… es que el cerebro humano, como los otros cerebros de menor «voltaje intelectivo», «trabaja» (no se tiene en cuenta –o no se alude tanto a– las exigencias orgánicas obvias y dependientes) sobre la base de presencias exteriores a él (pero siempre sobre esa base condicionadora, «desencadenante», puesto que… él mismo es una consecuencia ambiental, «tributaria», «prismática», «reversible», «auspiciadora» a un tiempo), o, incluso (con la prodigiosa singularidad que lo caracteriza, propiamente, en el «alvéolo» o asentamiento humano), se muestra capaz de «volverse sobre sí» para observarse («para sentirse») y descubrir lo que allí tuviere lugar. Siente, «intra-refleja», discierne, fija, «extrae», transforma, sintetiza, concluye, adquiere, codifica, «archiva», dirige, transfiere , etc., etc.. Pero, como ya se habrá notado, no debemos desconocer… que «ese funcionar», que «esa marcha reflexiva», circunscríbese, «apenas», a «facilitar» el comportamiento de la materia (que le es anterior –él mismo es «su primer testigo»– y de la cual depende enteramente) con un sentido, en verdad, «tendencioso»… muy, muy «suyo». No dispone de «canteras propias»… No. Sus conclusiones, sus teorías, sus derivaciones expresionistas, etc., son, en sí mismas, en el plano meramente formulario, obra muerta (ya lo hemos dicho por ahí), que solo «vive» en el difuso, «aislado» ámbito del entendimiento. Y no más. El cerebro del hombre no es otra cosa que… un «espejo activo» (el hecho de que pueda «observarse a sí mismo»… lo probaría, en parte), con capacidad para al134 macenar o consignar «fijaciones» (adquiridas y «contestadas» a medias) a fin de operar sobre ellas discriminadamente, extrayendo conclusividades y «aplicando» (no tiene otra posibilidad) las mismas, o sea… las definiciones consiguientes, a aquellas presencias enérgicas que mencionáramos antes, de cuyas leyes y particularidades «representativas o representables»… se nutre, segundo a segundo, con una apetencia… ya «inconsciente». ¿Sería demasiado «extraño», por otra parte (o al mismo tiempo), que alguien, que algún investigador, más adelante… acaso, encontrase que el cerebro, cuando mucho, configura apenas una especie de «tracto digestivo», cuya alimentación «inmaterial» revelara el mismo proceso de «descomposición orientada» (en términos de equivalencia) que el otro, es decir… que aquel que posibilita nuestra arrogante erguidez biológica? Qué interesante se nos aparecería… poder seguir, paso a paso, el trayecto «intracupular» de cualquier idea o sensación en sus diversas ramificaciones, en sus diversas «muertes y resurrecciones», incluso en sus «paseos invisibles». Silentes. (Todo podría ser…. «a ley de juego»). Este cerebro, pues, no «crea» (en el bíblico sentido de «engendrar»), sino que simplemente «recibe y devuelve». (Poco importa que esta «directa» o inmediata devolución sea de índole abstracta y que sus consecuencias «indirectas» o mediatas… no lo sean). Pensamos que las distancias espaciales existentes entre el hombre y las formas que le rodean (formas «cerradas», energizadas, con sus propias «distancias interiores», con sus propias «galaxias microscópicas») han sido la principal causa de su desarrollo cognoscitivo, pues… tener que «acercarse» a ellas para tratar de ver y saber qué eran, qué encerraban en su «compactibilidad obturada», en qué consistía su «ofrecimiento», de qué manera podría «utilizárselas», etc., le fue ubicando en un curioso plano de «ejercitación penetrativa». (Claro que parecería un «requisito material y conceptual previo» el hecho de que tales formas o presencias estén ahí, «existan», pues… sin ellas… el espacio no representaría absolutamente nada, sobre todo para un cerebro con las «exactas dimensiones actuales». Sin embargo… no sería «descabellado» imaginar… cierta otra presencia generalizada y «maciza»; dicha cosa, ya, es incapaz de despertar en nosotros… ideas de «gimnasia trascendente, horadante», como cuando lo hacemos en presencia del espacio conocido). Y en ese «repaso fundamental», en esa lectura sobre «alfabetos» biológicos, físicos, químicos y demás… desconocidos, en ese embeberse de misterios «iniciales y renovados», está la significación precisa, «indesplazable», definitoria, del cerebro «civilizado». Si puede decirse, con un dejo casi «irónico», casi «mordaz», casi «amargo», que el sentido práctico de la naturaleza, por su «certerismo implacable», no necesita, en absoluto, de «adosamientos o paralelismos intelectuales», estamos dando por sentado que la naturaleza «no quiere o no pide conocimientos», simplemente, sino que, a través de ellos, LO QUE BUSCA, «en secreto y en concreto» (oh… «sacros pudores envolventes»…), es… TOMAR CONCIENCIA DE SÍ MISMA, sea sobre cada detalle («envejecido o inaugural») o sobre su opulenta, casi «fastuosa» totalidad (que los «deletrea» a todos). Experimentando, «casi de nuevo», laboriosos intentos de «desafío y respuesta», en ese acto típico e íntimo de «doblar», de «ir doblando» su propia imagen. Desde un «aparente exterior»… hacia un «interior concentrado», germinal (que… eso, sí, le faltaba, «como experiencia», a la naturaleza), adquiriéndolo… en y por «su borde» más reciente, más «culminante u ontológico», el único que puede contener un «ilusorio conato» de independencia, de iniciativa «descentralizada». (No pocas veces hemos pensado, a propósito de la conciencia, si no será ella… solo el sentimiento del conocimiento; no el sentimiento de «situaciones» directamente «promocionales», «desencadenadoras» (para decirlo de alguna manera), sino el sentimiento emanando «desde» el puro conocimiento. Es decir… no, en cierto modo, arqueado sobre este como el celebre culebrín … sobre la copa «boticaria», sino… desprendiéndose de éste tal cual si fuese «su propio aroma»). Resulta, pues, indubitable que el cosmos configura un gigantesco, inconmensurable interior, pero la idea o sensación de «exterioridad»… perte- nece exclusivamente al mundo animal, especialmente al hombre, cuya movilización «voluntaria» o «instintiva» (aproximaciones tensas y/o temerosas, «trinitarismos» funda-cionales y hereditarismos, alejamientos portadores de los «gérmenes» nostalgiosos, peripecias no pocas veces desposeyentes, disyuntivas crucialmente eleccionarias, «perspectivismos» habilitadores, reencuentros y/o recuerdo «insurgentes», menguas y declivios otoñales, repasos y confirmaciones o «descartes» desquiciantes, vicisitudes varias, etc., etc.) comienza y crece hasta dar nacimiento (pero siempre por influjo de la «mecánica distancial» y de los imperativos primarios) al raciocinio. Todo lo demás aparece como aparte, oculto, «confabulado», con un alto índice de «consanguinidad elementaria», si así puede decirse. Por ello es que hemos dicho, hablando del fenómeno llamado «arte», y de otras divisiones y «compartimiento estancos» con que el hombre, transitoriamente, ha separado cada una de sus tareas o «disciplinas», que… el arte no existe ni existió nunca como tal, pues… «sus posibilidades» son (lo fueron siempre) de simple cifración, inmovilización y postración… de las averiguaciones y los estados de índole analítica y visionaria del «protagonista social» que lo «pergeña» y, a través de éstos, de la «estructuración corrediza» (llamémosle así) de una conciencia cabal… «acampada» sobre acontecimientos anteriores y paralelos a su propia existencia, con lo que estaríamos desestimando o contrarrestando (ojalá que «desbaratando») conceptos generalizadores que tienden a ubicar el problema en un árido, ingrácil cruce de «coordenadas» y «pautas» reglares o reglamentarias, habilidosas, cuando no «meramente» lúdicras, etc. Creemos que es más profunda y provechosa la visión tendiente a darle valor testimoniante, revelacional, a todo lo que sea expresión humana, que si caemos en la «pendiente» que nos conduce a una especie de «torneo gratuito», de «prueba circense», por muy refinado y hermoso que sea. El fundamento de la responsabilidad estriba, entonces, EN TRATAR DE ACLARAR, DE ACLARAR SIEMPRE, en todo momento, LO QUE SEA… HASTA EL FIN. Más… cuando decimos conciencia no estamos diciendo «quietud», o solo «afán contemplativo», o efugio «recurso escapista» frente a tanto ruidaje molesto, etc., dando así a entender que… «aprobamos», hasta entusiásticamente, las «audacias occidentales» de costumbre… Escribíamos una vez, preocupados por la «misión fundamental» que nos define como género: a medida que se avanza en esa trabajosa experiencia de contacto le es (nos es) posible «sentir», no con la reiteración deseada… sin embargo, que no existen, entonces, dicotomías contrastantes (de concepto o de hecho) entre situaciones «profundas» y situaciones «superficiales» o entre cosas similarmente calificadas, por ejemplo (casi diríamos que ni los errores existen –nos referimos al error en el sentido de algo «deseablemente» controlable o evitable, es decir… de algo que «no debería ocurrir»–, si tomamos el universo, el cosmos… como fuente absoluta de toda vida y de toda verdad / de toda certeza y, por tanto – forzando las ligaduras expresivas, gramaticales– de «toda ausencia» de «desajuste», de «imperfección», consideradas en su calidad de nociones más o menos corrientes), y sí… que este «sostenimiento vital» representa o encarna, de alguna manera, distintos grados de profundidad y correspondencia en el difícil camino, camino extenuante, de la estremecida, dubitativa, recelosa o «seca» sabiduría. (Si dijéramos que, a veces, se nos ocurre «visualizar» dicho quehacer… como el intento de «extender», sobre cada detalle y cada revelación parcial o general, una especie de … «enredadera translúcida y lúcida»… al mismo tiempo –si cabe tal «ocurrencia fenoménica»–, a modo de sentimiento mateM rial absorbedor). No podemos, no debemos olvidar… que estamos «rodeados» de un profundo, difícil misterio, y que nosotros mismo somos parte de ese misterio… 135 CORPO -A- CORPO COM O CONCRETO Bruno Zeni 136 E u ando por estas ruas como quem procura a própria casa. Como quem já não se lembra, como quem ignora, como quem se pergunta onde ficou o ponto de partida, como quem percorre um único mundo —não há outro tempo, não se troca este espaço. Estamos ancorados neste ar, imantados por este chão de concreto e asfalto, abrigados pelo céu —o céu da cidade é este aqui, que olho agora e me reflete e devolve as minhas dores. Elas são tuas, engole o seco, sente a garganta fechada e enrijecida como uma mangueira fissurada e escura —eu ouço os céus me dizerem. Sim, eles se referem a mim, eles se dirigem à minha existência, eles se aproximam a ponto de quase me tocar. Eu ando por aí, ando mesmo. Podemos lastimar este céu e sua condição, a lama em pó que o envolve, podemos lamentar que ele não seja tão azul nem claro ou denso o suficiente, como em outras bandas, como longe, como aquele que já foi. Um homem na rua, como eu. Estamos envolvidos por essas construções, que tambem ja foram outras, que sabem disso e trazem consigo, antigas e diluídas, as marcas do desabamento. Eu vi muita gente hoje. No metrô, eu vi muita gente e essa gente toda se foi . Eu tentei falar com elas —todas elas— com meus olhos que procuravan as linhas de seus rostos. Por detrás das feições dessas pessoas todas, eu quería saber olhar e ver. Uma garota lia o jornal na plataforma quando passei por ela. Lia enquanto esperava o trem, no fundo da plataforma curva, quando ela, a plataforma, ja morria no limite do olhar —depois vem o túnel por onde o trem avança. No centro, os postes da rua são baixos e suas lâmpadas são esculpidas à mão —as luzes do centro são amarelas. No centro os homems ficam nos bares até mais tarde, sem culpa. Um homem de rua como eu. Um homem de barbas grisalhas e enormes, a calça rasgada, descalço. Acompanhava um cachorro, trocavam olhares e sinais. Eu ando lentamente, como quem passeia e sorve os acontecimentos. Por me assegurar de ser Homem: Que sou ser —homem— me faz bem estar certo disso. Aquí olhando esses viadutos de luzes do centro se intensificando, cuido para que nada me surpreenda e o faço da melhor maneira possível : prestando atenção em tudo, em todos e sempre. Agito. Colho papéis no chão que me contam dos acontecimentos da cidade. Os prédios estam à venda. Os planos de saúde me cortejam. Mais não me querem, eu sei. Muitos lêem a sorte, e enxergam nítidamente —não são os mesmos que compram ouro, como se podería supor. Os ares-condicionados pingam para fora dos prédios —eu os sinto gotejando sobre mim. Acontecimentos concretos. Sei que algo se aproxima, estou prestando atenção. A qualquer momento, eu posso vê-la. Ela pode surgir a qualquer hora, sinto que sim, tenho essa convicção. A cidade é nossa, meu amor. É nossa, esta cidade —mais isso foi há muito tempo. Ainda posso ouvir essa frase. De cima daquele prédio, eu via tudo, todos os prédios do alto e o horizonte ao longe e baixo e fundo. Ouvia um eco fraco, que eu não entendía, mais sabia o que era. Sabia, identificar seus rostos, entender como é que se faz para que elas também me vejam, nos vejam, nós dois. Meu rosto muda todo día. Estou certo disso, mesmo sem poder olhar no espelho, mesmo sem olhar meus próprios olhos —há quanto tempo não faço isso? As chuvas cessaram, secaram as poças. As imagens se espalharam pelo ar, acima do chão. A cidade é nossa. É nossa, M esta cidade, meu amor. Bípedo, Nelson Ramos (1997) 137 – LA GRÁFICA DE (L) H. Zully Riveiro 138 A Héctor Galmés. E l mundo de las letras hispánicas está de fiesta. Rememora, con justicia en la celebración, los cuatrocientos años de la edición de la primera parte del libro que diera a luz el nombre más grande de personaje entre personajes: Don Quixote o Quijote. El ingenioso X/J de la Mancha. Término marca o quiasma y gráfica del himen más allá del velo/no velo en el diseminado gesto de J. Derrida. La inaudita espectralidad de la letra con pasado de dos tibias llame a venir en cruz/art, la memoria sin abuso, allí donde tres caracteres acudan y se agrupen a cada lado de ella. Labren en la ocasión el nombre o metonimia que evoque a la pieza, o parte de armadura que vela/no vela un muslo. Cuixot, quixa, coza. El nombre que literalmente califica o no a sus portadores, traduciéndolos por entrometidos o idealistas. Tal vez, manchados de locura para alguna hidalga –mas no ingeniosa– psiquiatría, trasnochada escuela después de la antisiquiatría. Hija del lecho de Procusto, X aparece/desaparece en su singular/sin lugar economía ergonométrica, en las disquisiciones de varios gramáticos. Emilio Martínez Amador, en el Diccionario Gramatical (1954), nos informa el pasado particular de equis. Xi en el alfabeto griego. Nos participa de la particularidad de la edición octava de la Academia, donde en su ortografía (1915) se proscribe su uso X con el valor de J para otorgársele el de CS. El respaldo fónico variable para dos posibles sonidos, vuelve en su marca desde la antigüedad cuando representaba a un sonido simple, palatal, fricativo y sordo. X. En la ciencia de los cálculos apare- ce como la letra de la incógnita, aspecto que desinteresa del todo teóricamente a J.D. en LVEP (1972). De las óptimas reflexiones de Jacques sobre la verdad en pintura transcribimos: «…De acuerdo con los dos genitivos verdad de la verdad y verdad de la verdad.» Dicho de otro modo. «La verdad misma restituida, en persona, sin mediación, maquillaje, máscara ni velo…». Cruzar ambas semiografías, la de Héctor Galmés y la de Lisa Block de Behar, en la pura bifurcación, grilla, enrejado, clave o encrucijada X/J espejadas/despejadas en la razón y simple disyunción de las letras hispánicas. Evocación de lo excluido y proscrito, letra de la disquisición o cifra, catálogo e identidad desconocida. Inicial del nombre de Cristo en griego, asimilada en alemán al Ich, el Ichtus griego que significa pez, uno de los símbolos cristianos. X para lo no determinado. El lugar/ no lugar que ya no nos interesa pensar. ¿Une liaison pornographique para el mundo virtual y desierto de cierto cine ciudadano? En la presente modernidad el sentido despejado del mismo sonido apunta al orden y lugar velar, sordo y fricativo. Quixote. Oficio nocturno, hacer la noche del nombre del personaje, la letra de la intolerancia, la que porta y soporta, en español X/J. Jota. Cosa mínima. Saber o no, siempre en ponderación negativa, en la usual expresión ni jota. Belleza en suma, trabajo y autoridad en la desgarbada melodía/me dolía del nombre escogido por Cervantes en los campos modulantes formales presentes/ausentes en el traspaso de la tarea al personaje. En música Liszt. Glinka. Manuel de Falla o Albéniz. Jota en el paisaje musical del nombre propio. Una danza que se remonta al siglo XII atribuida a un moro de nombre Aben Jot. Una especie de vals, pero un poco más libre. Oculta filosofía la del nombre propio, traducción en las reflexiones intersemióticas de Jakobson. Thau o 22 vuelve la letra de la traducción en la sombra del nombre propio. Vuelta al gesto asimétrico o gráfica del himen. Audición en dicción, veri dicción en el crisol fricativo X/J. Anticipo heroico o reintegro clásico de la modernidad. Antigua modernidad en ambas letras, r raspando en rotación en un lugar de la lengua de Jeanne y Jacques. En el principio del capítulo IX de la primera parte de 1605, don QuiXote y el Vizcaíno, nueve en la construcción del más allá del velo/no velo del personaje, ambos tratan de dibujar la X con las espadas altas y desnudas. Delicadamente detenidas en la pluma cervantina. El limpio rumbo de la traducción pasa de Saavedra a Cid Hamete Benengeli, así quedan congeladas mientras Don Miguel encuentra y el otro busca, entrar a la segunda parte de la entrega del volumen para la época. QUI X OTE Traducirás, al leer traducirás, no matarás al libro con la indiferencia de lo invulnerable parca otro. E. Levitas en el atisbo nos acerca un paliativo. Ele. Elegir. Elector. Nueve y dos. Lisa y Héctor leyendo con nosotros el capítulo nueve de la obra cervantina. Ele. Al leer elegir. Escribir. Redactar. Rescatar el ejercicio descentrado. Repartiendo el genuino pan de su ínfima y repetida espectralidad. Revés de 139 izquierda a derecha. ¿Nombre genérico en uso despectivo? ¿Van de suyo auténticamente QuiXote y entrometido? ¿O atascado en la letra del hombre hiperformalizado de Quix/jote, va la figura de la disposición cruzada? Cruz. Locura de la cruz en San Pablo. Lance seminal del ejercicio sembrador hondo en la D dise mi nada de J.D. Uno restado a la X del nombre de Cristo en griego. Nueve y dos. Aion. Aion. El tomo IX de las Obras Completas está dedicado en Jung a los arquetipos en particular. La segunda parte se compone de ensayos breves como el citado Aion. Monografía dedicada al arquetipo del sí mismo. Jod/iod/ Yo sé quién soy y puedo ser si quiero… Apercat abismado en la quijada o quesada o quijotada del nombre. IX en memorial de los adustos primeros cuatrocientos años, en el lance germinal de la verdad en pintura. Trazo fónico y gráfica de H en el transcurso de su abierta T. Tr. Traduzca, o transcriba su esencial posición o posiciones en la consulta del escudo tenebras. «… x la letra del quiasmo, es chi, en la transcripción habitual. Llamo así a la escena, según si ustedes prefieren la inversión anagramática de ich, o de isch (el nombre hebraico).Pronuncio qui o khi, expirando con un estertor, o raspando un poco, con una r de más a través de la garganta, casi un grito. (Justamente la r francesa es gutural, como la j española. Pero se pueden probar las diversas lenguas y todos los sexos (por ejemplo she)». Otras comillas en su firma. «Estamos en un quiasmo desigual… según la x (el quiasmo) (que siempre podremos considerar, apresuradamente, como el dibujo temático de la diseminación, el prefacio como semen, también puede tanto permanecer, producir y perderse, en tanto diferencia seminal, como dejarse reapropiar en la sublimidad del padre». Fuera del libro. «Todo pasa por este quiasmo, toda la escritura está atrapada ahí –lo practica. La forma del quiasmo, del x, me interesa mucho, no como símbolo de lo desconocido sino porque hay una especie de bifurcación (es la serie encrucijada, quadrifurcum, grilla, enrejado, clave, etc.) desigual, por otra parte una de cuyas puntas extiende su alcance más lejos que la otra: figura del doble gesto y del cruce acerca de la cual hablábamos hace poco». Posiciones. 140 Imaginación que frota y suspende entre sí a las altas y desnudas, pero también a la traducción o lectura, por bondad axiomática de las letras X/J, figuras del doble gesto, parte, partitura, partitiva, metonimia del ánimo y del cruce. Block/Galmés. Rodríguez Monegal/J.L.Borges, Zieleniec/Lacan. Derrida/Levinas. Quiasma estimativa del bosque y del árbol de preguntas en el jardín de IOD siempre retórico o mínimo. Pregunta X/J la letra de D. ¿X/J en la escena anagramática de la consulta literaria en los estados del psicoanálisis en San Lucar? ¿X/J en el privilegio del dibujo temático del fendiente en el axial capítulo IX de la primera parte del Quixote? ¿X/J en lo aparentemente disjunto? ¿X/J en la trama imposible de toda diseminación? ¿X/J porque Don Miguel así lo dispuso? Quiso a QuiXote o T, de traducción, tenebrae o tracca o coza. Como sea: Al leer vendaré con cuidado hospitalario, la letra, el muslo, la palabra. Custodiando la gráfica de (l) H. El nombre en la palabra. El resplandor de luz. La luz de noche. Revés, oposición, respiración frotada de izquierda a derecha. La X seminal, la identidad del término: exclusión, exilio, exequias, xenofobia, catexis, texto, exergo y anexión. Colmo o carne hispánica en el suelo y sangre, en el regreso metonímico de tu pobre, triste figura y fulguración. Armadura apetitosa, toda en la pieza que te defiende del vizcaíno deseo. En las magias parciales de J.L.Borges. Hacedor en otras Inqui-siciones. X/J esperpéntica que dise mi nada, en el fragor del ppppasmo inicial del escudo que todavía pregunta en la primera edición: ¿Post tenebras spero lucen? Diseminación: La diseminación es este ángulo de juego de la castración que no significa, ni se deja constituir en significado ni en significante, ni se presenta más de lo que representa. Ni se muestra más de lo que se esconde. No tiene en sí misma ni verdad (adecuación o desvelamiento ni velo, es lo que yo he llamado la gráfica del limen, que ya no está a la altura de la oposición velo/no velo. (Posiciones J.D. 1972) El poder económico de una palabra o letra que evoca la imposible reapropiación monocéntrica y reconduce a la deriva seminal o al im/posible descentramiento polidireccional como efecto del cruce. La letra de(l) M ppppasmo. (X/J z.m.r. 2005). Ritmos, Nelson Ramos (1957) 141 VIEIRA DA SILVA Para Ítalo Moriconi a. os jogadores de cartas a verruma é o trunfo as mãos é o naipe o frio e a aresta a água do relógio marca a hora do desastre (lisboa é o naipe provença é o trunfo ponteiros de água e a hora no búzio) a luz é o trunfo o olho é o naipe embaralham a amizade (o quarto é o naipe o escorpião é o trunfo o incenso do jade aceso no escuro) a trama é o trunfo o engenho é o naipe aromas caçadores nas cores do xale o homem é o trunfo na pérgola do outeiro a glória do mundo) b. a biblioteca não se pode distinguir título algum (idéias sem caule) tanto vermelho (soleil cou coupé) porém não mente: deve haver um lautréamont por ali (a mulher é o naipe VACA NEGRA SOBRE FUNDO ROSA Até os cinco anos de idade jamais havia visto um trem de carga; e até os oito jamais um meteorologista. A garota com sombrinha chinesa foi um dia minha garota com sombrinha chinesa, e a este que brinca na areia da praia chamamos nosso filho, pois é o que é, como a bota azul em suas mãos é a bola azul em suas mãos e o verão é outra bola azul em suas mãos. As coisas são o que são e sei que antes de precisar Outra vez barbear-me já terão voltado para o frio de seu novo país. E talvez em meus sonhos voltem a fazer falta as três dimensões desse mundo espesso, sublunar, como uma vaca negra sobre fundo rosa. 142 3 VARIAÇÕES CABRALINAS 1a. Como uma leoa gira presa à própria labareda (que mais que as grades é grade de sangue, suor e vértebras) a noite por toda a noite debateu-se contra a teia de labaredas escuras que às coisas, de noite, ateia. 2a. Teu corpo gira na ponta de uma labareda negra mais alta que o Pão de Açúcar os pés fincados na areia (teu corpo explode e faminta segue a labareda negra cuja língua noite adentro lambe a própria labareda). 3a. A dança veloz da língua de uma labareda negra a lamber no quarto escuro sua própria labareda se bastava (avareza incomum em labaredas) com ficar ainda mais negra com ficar mais linda ainda (Sob a noite física, 1996) CARLITO AZEVEDO SIMPATIA O jogo é saber se ele vai cair ou não, o engraçado de tudo é descobrir se foi criança alguma vez e com um cãozinho chamado Hipocondricus ou Leibniz mergulhou (riso e pavor) em lagoa limpa, o lúdico é o tapa na cara, o tabuleiro com pedras brancas, o dado no sete. Não é o chapéu que faz o homem mas o jogo do desejo, a tempestade silenciosa de violentos disparos elétricos abrindo quinze bilhões de microssulcos no córtex - bacana é se ele não conseguir mais levantar. (Versos de circunstância, 2001) 143 EMANCIPAÇÃO E COLAPSO: 50 ANOS DE LITERATURA BRASILEIRA Manuel da Costa Pinto 144 Juegos de verticales, Nelson Ramos (1978) U ma análise da literatura brasileira que pretendesse contemplar a prosa e a poesia segundo critérios unificados deveria partir de uma espécie de “ponto de fuga” que organizasse a variedade dessa cena. Como se sabe, porém, todo enredo forte supõe protagonistas e coadjuvantes —por isso as leituras sociológicas de nossa tradição tendem a colocar os experimentalismos vanguardistas como fenômenos epidérmicos (na melhor das hipóteses) ou como modismos de importação (na pior), ao passo que leituras formalistas e transgressivas tendem a valorizar certas de linhas de força, dentro da tradição, que violam os valores vigentes no passado (ou seja, ignoram o valor que certas obras tinham em seu tempo e valorizam obras que só são reconhecíveis em função de uma leitura retrospectiva, que as descreve como precursoras dessas vanguardas, numa espécie de teleologia às avessas). Em ambos os casos (e para ficar nos limites da crítica hegemônica), o que se perde é a pluralidade de vozes que vêm caracterizando nossa produção literária. E, embora este artigo não tenha a pretensão (ou a ilusão) de abranger todos os seus matizes, uma das premissas da qual parte é a de que, para se ter uma visão minimamente satisfatória desse caleidoscópio, é preciso separar prosa e poesia. A outra premissa, mais problemática, diz respeito aos marcos cronológicos. Onde começa nossa literatura contemporânea? No caso da poesia, seria impossível pensar nas obras atuais sem falar de um movimento de vanguarda organizado (como a poesia concreta dos anos 50) ou de movimentos mais espontâneos (como a poesia marginal dos anos 70) —mas tampouco pode-se desvincular estes dois momentos do modernismo de 22, cujo espírito continuava vivo até o fim da década de 80 num poeta da magnitude de Carlos Drummond de Andrade. No caso da prosa, a situação é ainda mais complicada. Não há marco fundador do romance ou da narrativa curta no século XX (a Semana de 22, reconhecidamente, deu mais frutos na poesia do que na prosa) e a prosa urbana que se pratica hoje parece ser estranha ao regionalismo dos anos 30 e 40. Mas como ignorar a referência representada por Graciliano Ramos ou presença de Guimarães Rosa —dois nomes identificados à realidade do nordeste? Há porém um critério, válido tanto para a prosa quanto para a poesia, que traça nos anos 50 a linha de largada para o que chamamos de literatura contemporânea: a idéia de emancipação cultural que faz 145 com que o Brasil (1) deixe de ser meramente receptor de tendências européias e norte-americanas e (2) rompa com os determinismos do discurso sobre a identidade nacional. Da poesia concreta ao pós-tudo Restos de tarascas, Nelson Ramos (1983) 146 Muitos críticos consideram que a poesia concreta — lançada por Décio Pignatari e os irmãos Haroldo e Augusto de Campos— é o primeiro movimento genuinamente brasileiro da história da literatura. Essa afirmação é polêmica, mas a controvérsia se dá mais em função das rupturas surgidas posteriormente no interior do movimento e do tom polêmico, reivindicatório, típico das vanguardas, adotado pelo trío em intervenções públicas e textos teóricos. Entretanto, se fizermos uma comparação com a as artes plásticas, veremos que o neoconcretismo de artistas como Hélio Oiticica, Lygia Clark, Amilcar de Castro e Lygia Pape (todos ligados ao poeta Ferreira Gullar, “dissidente” do concretismo e autor do Manifesto Neoconcreto de 1959) é considerado pela crítica, sem maiores problemas, o momento de eclosão de uma arte que não se faz a reboque de vertentes internacionais —e o mesmo se aplica, na literatura, ao grupo Noigandres (nome da revista publicada pelos concretos). Reagindo ao beletrismo da Geração de 45— que cultivava a forma fixa (sobretodo o soneto) e a dicção sublime, numa rejeição do coloquialismo irônico do modernismo de 22 —, os concretos propunham uma poética experimental, que explorava a dimensão “verbovocovisual” da palavra, ou seja, a espacialidade do signo sobre a página e a expressividade não apenas verbal das palavras, com formantes (sílabas, letras, símbolos gráficos) compondo desenhos que ampliavam as possibilidades de significação da mensagem poética. Dos poetas concretos iniciais, apenas Augusto de Campos continua fazendo um trabalho rigorosamente inscrito nessa tendência, agregando novas tecnologias (infopoemas, hologramas, poesia multimídia) que ampliam seu trabalho, levando-o para fora dos limites bidimensionais da página impressa. Haroldo de Campos (morto em 2003) derivou para uma poética barroquizante, que teria grande influência sobre poetas mais jovens (como Horácio Costa, Josely Vianna-Baptista, Claudio Daniel), e Décio Pignatari escreveu livros de uma prosa construtivista, como o volume de contos O Rosto da Memória e o romance Panteros. Ao concretismo estiveram associados vários poetas (Affonso Ávila, Ronaldo Azeredo, Pedro Xisto, José Lino Grünewald) e dele nasceram tendências como o “poema-processo”, de Vlademir Dias Pino. Não tardou para que o experimentalismo dos anos 50 fosse acusado de esterilidade formalista —apesar de uma de suas decorrências mais profícuas, a “poesia práxis” de Mário Chamie, ser justamente uma proposta que associava a consciência metalingüística a uma dimensão engajada, com poemas em que as palavras (unidades mínimas da linguagem) eram justapostas segundo seu uso pragmático (vocabulários e sintaxes que correspondiam a contextos sociais investigados pelo poeta). As restrições ao concretismo e seus correlatos, porém, só são compreensíveis em perspectiva histórica. Essa poética cerebral —calcada na intertextualidade, no trabalho de releitura, apropriação e recriação do alto modernismo (o que incluiu desde a revalorização de Oswald de Andrade e de poetas ásperos e explosivos como o romântico Sousândrade e o simbolista Pedro Kilkerry até a tradução de “precursores” como Mallarmé, Joyce, Pound e Cummings)— parecia defasada ou inócua perante a claustrofobia vivida pelo país no momento em que a ditadura atingia seu estágio mais repressivo. O mote de Maiakóvski (“sem forma revolucionária não há arte revolucionária”), mobilizado pelos concretos para provar o caráter participativo de suas pesquisas formais, era uma palavra de ordem típica das vanguardas do início do século. A essa confiança irrestrita no poder transformador da arte, os poetas dos anos 60 e 70 contrapunham uma poética que dessacralizava a arte por meio de “contaminações” da alta literatura e da utopia modernista, pelo vitalismo da contracultura, pelo “desbunde” da sociedade de massas: com o refluxo do triunfalismo político e estético, o eixo se desloca para um hedonismo individual e para uma vivência comunitária; a revolução social dá lugar à revolução dos costumes —último bastião de resistência na “geleia geral” que caracteriza o fracasso dos projetos modernizantes gestados nos anos 50 e pervertidos em “modernização autoritária” a partir do golpe de 64. Surgem três tendências marcantes desse período: a Tropicália, correlato literário-musical do Cinema Novo de Glauber Rocha que inclui, além do poeta-compositor Caetano Veloso, autores como Torquato Neto, Duda Machado, Waly Salomão, Antonio Risério e, em certa medida, Antonio Cicero; a poesia rebelde, de inspiração surrealista e beatnik, desenvolvida por nomes como Afonso Henriques Neto, Claudio Willer, Roberto Piva e Rodrigo de Haro; a “poesia marginal” de autores como Francisco Alvim, Ana Cristina César, Cacaso, Zuca Sardan, Charles Peixoto, Chacal e Glauco Mattoso, que retomava os referentes modernistas do poemapiada e da vida cotidiana, com escrita desinflada, irônica, muitas vezes tendo de recorrer a meios alternativos para fazer seus poemas circularem à margem dos canais convencionais e da censura (sendo por isso conhecidos também como “geração mimeógrafo”). Com a abertura política e a anistia, os anos 80 se apresentam como período de síntese desse momentos em que se alternaram o otimismo modernista dos últimos movimentos de vanguarda e o desencanto pós-modernista. A precária estabilidade institucional e a permanente instabilidade socioeconômica se naturalizam: a cada poeta corresponde uma poética que é preciso forjar no meio desse caos em que o estado de exceção é a regra. Desaparecem as palavras de ordem ou o ethos geracional —e, à parte alguns revisionismos que pretendem restaurar a preceptiva vanguardista (uma contradição em termos!), a poesia brasileira parece entrar numa era de eclectismo estético que, a rigor, sempre esteve presente na singularidade de obras que se fizeram à margem das correntes hegemônicas (sendo impossível classificar Manoel de Barros, Adélia Prado, Bruno Tolentino ou mesmo Ferreira Gullar e Armando Freitas Filho, dois poetas que, após terem cortejado o concretismo e a poesia marginal, respectivamente, desenvolveram caminhos irredutíveis a qualquer camisa de força conceitual). O termo “eclectismo” pode parecer pejorativo, mas o fato é que uma das características mais marcantes —e 147 positivas— da produção contemporânea é o diálogo que cada poeta estabelece cem uma das muitas linhagens possíveis de uma literatura cujos veios principais são (numa simplificação ostensiva) o lirismo que vem de Mário de Andrade e passa por Manuel Bandeira, Murilo Mendes ou Drummond e o construtivismo que parte de Oswald de Andrade e chega até os concretos pelo viés de João Cabral de Melo Neto (redundando na singularíssima combinação de erudito e pop presente em Paulo Leminski e Sebastião Uchoa Leite). Poetas como Fernando Paixão, Carlito Azevedo ou Heitor Ferraz parecem pertencer àquela vertente lírica; autores como Arnaldo Antunes, Carlos Ávila ou Frederico Barbosa se alinham mais aos objetivistas. Nenhum esquema classificatório, contado, é suficiente. Seria impossível ignorar o labor sintaxista de Drummond ou o lirismo mineral de Cabral, da mesma maneira que —saltando décadas— há ironia metalingüística nos sonetos lapidares de Paulo Henriques Britto, caos nas geometrias fenomenológicas de Júlio Castañon Guimarães, desespero ético na poesia fragmentária de Régis Bonvicino ou satanismo nos silogismos de Nelson Ascher. Sem falar de poetas que escrevem em sintonia com a poesia feita na Europa (Age de Carvalho, Marcos Siscar) e de novíssimas gerações que retrabalham poéticas da França ou dos Estados Unidos (Tarso de Melo, Paulo Ferraz, Rodrigo Garcia Lopes, Eduardo Sterzi). Esse elenco pode ser cansativo, mas é uma ínfima parte de nossa produção contemporânea. Na falta de movimentos poéticos, esses poetas vêm se reunindo em torno de revistas (Azougue, Cacto, Coyote, Inimigo Rumor, Sebastião, Sibila), que, para abreviar, são hoje um instantâneo do pós-tudo da poesia brasileira. Do Brasil profundo à neofavela Do indianismo romântico de José de Alencar aos grandes ensaios de interpretação do Brasil escritos por Gilberto Freyre, Sergio Buarque de Holanda e Caio Prado Jr., a prosa brasileira sempre esteve em busca de um mito fundador que harmonizasse as contradições de nossa identidade cultural híbrida. Seja na forma rapsódica do Macunaíma de Mário de Andrade, na sociologia memorialística de Casa Grande & Senzala ou sob o aparato conceitual de Raízes do Brasil, sempre se procurou esse mito no “Brasil profundo”: as relações sociais arcaicas do mundo agrário seriam uma espécie de pano de fundo e celeiro para um imaginário estável; o binômio patriarcalismo escravista/miscigenação racial moldando um caráter ambíguo, porém essencial, marcado pela cordialidade, por uma violência temperada pela corrupção e pela malandragem. Há muito tempo desconfiamos que não existe uma constelação social ou imaginária que seja o centro irradiador das veredas tomadas por essa cultura tão heterogênea; mais do que isso, tamanha obsessão com a busca de um mito que explique nossa identidade nacional sugere que ela mesma, a idéia de uma identidade para a multiplicidade, é o mito que nos move, nosso graal (ou nosso lamaçal, segundo os opositores desse discurso sobre o “instinto de nacionalidade”). Há porém uma grande diferença (retomando a terminologia de Antonio Candido) entre a “consciência amena do atraso” dos românticos (uma visão eufórica ou idílica do Brasil rural) e a “consciência catastrófica do atraso”, veiculada por regionalistas como Graciliano Ramos, José Lins do Rego, Rachel de Queiroz ou Jorge Amado, em que a compreensão da desigualdade endêmica, 148 do conúbio fatal “coronelismo e seca”, era, simultaneamente, uma busca dos instrumentos de sua transformação. De todo modo, o romance regionalista conserva um senso de utopia política (de resto comprovado pelo engajamento da maioria desses escritores) que só é possível a partir da descrição de um mundo razoavelmente compreensível. Atrás do pessimismo do diagnóstico há um otimismo pragmático, que sanciona a indignação ética: a catástrofe tem causa e, por maior que seja o incêndio, é possível forjar uma consciência resistente. A exceção talvez seja Graciliano Ramos, o mais trágico e metafisico (embora de uma metafisica dura, agreste) dos regionalistas. Em Graciliano, miséria e violência são manifestações da solidão e do desamparo brutais do homem. Não há mistério, fábula ou heroísmo homérico no seus nordestinos; e, como tampouco há possibilidade de redenção, seus livros jamais cultivam qualquer nostalgia desse mundo elementar que, em outros autores, sempre é mais ou menos idealizado como rincão de vivências a serem resgatadas. Como observou José Lins do Rego (um cronista do engenho de cana-de-açúcar, com lendas mágicas e costumes luxuriosos a purgarem os males da terra), Graciliano “é o primeiro caso na literatura brasileira de um homem que não ama a natureza que o cerca”. E a influência que ele exerce sobre o brutalismo da prosa contemporânea comprovam: o autor de Vidas Secas e Angústia já anuncia a superação do regionalismo e um desenraizamento da literatura brasileira que perdura até nossos dias. O colapso irreversível da modemização mostra que a cidade não é mais um epifenômeno do Brasil profundo, e sim uma “segunda natureza”, cujas catástrofes não obedecem a determinismos telúricos (como em Euclides da Cunha, precursor dos regionalistas), mas à engrenagem oculta da história. (Nesse sentido, Graciliano Ramos percorreu o caminho inverso, levando para o agreste essa visão de uma história irreversível, que tudo contamina e destrói). A partir de final dos anos 50 e início da década de 60, surge tanto uma literatura de sondagem psicológica (os romances de Lúcio Cardoso e Clarice Lispector) quanto uma prosa dominada pelo tema da marginalidade e da violência (como nos contos de João Antonio e Rubem Fonseca). De um lado, portanto, um tipo de relato em que o processo de construção da estrutura narrativa e a consciência metalingüística das personagens mostram a falta de lastro do real, a insularização das personagens em vivências de um mundo parcial, atomizado, que coincide com a linguagem que o descreve; de outro lado, essa mesma atomização se desdobrando em um acúmulo de experiências traumáticas e a um gozo sádico com as peripécias de personagens (meganhas, putas, traficantes, bandidos desdentados, peruas maníacas e ricos pervertidos) que encarnam as fraturas sociais. Apesar da presença maiúscula de Clarice Lispector, que tem reverberações na prosa de Hilda Hilst (muito mais densa do que sua produção poética), João Gilberto Noll e Juliano Garcia Pessanha, o romance de introspecção psicológica permanece sendo um veio subterrâneo da prosa brasileira das últimas décadas. Hoje, assistimos ao predomínio absoluto de narrativas que procuram flagrar momentos de esgarçamento do tecido social, trazendo novamente para a cena ficcional as personagens esquálidas, torturadas, alienadas, da periferia do capitalismo. 149 Boa parte desses autores se reúne sob a rubrica “Geração 90”, mas seria injusto ignorar as singularidades das narrativas cinematográficas de Marçal Aquino, do universo insólito de Nelson de Oliveira (um leitor de Murilo Rubião e Campos de Carvalho), da dicção “pop barroca” de Ronaldo Bressane e Joca Reiners Terron, dos deserdados da terra de Marcelino Freire, dos vultos anônimos de Luiz Ruffato, do segredo doméstico das mulheres de Ivana Arruda Leite ou do mundo claustrofóbico de André Sant’Anna e Marcelo Mirisola (cujos textos pornográficos e escatológicos, de feição autobiográfica e escrita incandescente, são expressão do horror econômico e do naufrágio dos valores —por si só degradantes— da classe média). Em todos eles, enfim, certa homogeneidade temática jamais sufoca formas inventivas de mimetizar (no duplo sentido de representar e apresentar) essa realidade cada vez mais irredutível e fragmentária. Se fosse preciso eleger precursores, porém, estes seria Dalton Trevisan (com seu universo em miniatura, povoado por pequenos vampiros e vítimas grotescas) e alguns protagonistas do boom vivido pelo conto brasileiro nos anos 70, como Sérgio Sant’Anna, Ignácio de Loyola Brandão e Ivan Angelo. E, se fosse preciso marcar o momento de ressurgimento dessa prosa urbana como tendência homogênea, certamente seria o romance Subúrbio (1994), de Fernando Bonassi (em que, diga-se de passagem, nota se aquela dureza obstinada de Graciliano Ramos). E, assim como ocorre na poesia, há autores em que seria impossível identificar constantes presentes na produção geral, autores que demandam uma leitura específica, pois também criaram universos regidos por regras próprias — e essa proliferação de microcosmos se estende desde autores “consagrados” como Lygia Fagundes Telles, Zulmira Ribeiro Tavares e Moacyr Scliar até autores que começam a se consolidar, como Modesto Carone, Cristovão Tezza, Bernardo Ajzenberg e Bernardo Carvalho. Eles assinaram, de qualquer forma, o triunfo da cidade sobre o campo como habitat exemplar da experiência moderna, com uma linguagem que não carrega marcas de ancestralidade cultural e em que as crises de identidade nada têm que ver com uma suposta identidade nacional, radicando antes nas ambiguidades e instabilidades de biografias individuais (essa pluralidade de destinos sendo um índice de como a cidade foi minando a uniformidade das sociedades tradicionais). Algumas obras que aparentemente derivam do romance nordestino dos anos 30 estarão impregnadas de um sentido mítico-fantástico. Veja-se, por exemplo, a continuidade que há entre dois grandes escritores como Guimarães Rosa e João Ubaldo Ribeiro, nos quais a reinvenção do universo do sertão e do nordeste assume proporções cosmológicas, épicas e, de todo modo, anti-naturalistas. O mesmo podese dizer de relatos de feição memorialística de dois descendentes de libaneses, o paulista Raduan Nassar e o amazonense Milton Hatoum —cujos “romances familiares” têm uma dimensão alegórica, interpretando a realidade em que estão contidos. Todavia, o mais importante fenômeno da literatura brasileira contemporânea (e não apenas da prosa contemporânea) foi o surgimento de autores oriundos da periferia das grandes cidades como Paulo Lins (Cidade de Deus) e Ferréz (Capão Pecado), fazendo das favelas —ou “neofavelas” segundo expressão de Lins para designar esse espaço de exclusão radical, muito distante do lirismo dos morros cariocas de outrora— um emblema das encruzilhadas literárias e sociais a que o colapso do Brasil nos conduziu. M 150 151 EL SECRETO DEL DOCTOR TULP Gabriel Schutz 152 L o primero que hace el doctor Tulp cuando llega a casa es sacarse el bombín y colgarlo en el perchero. Luego apoya el portafolio en el felpudo, se desenrosca la bufanda, se quita el saco a cuadros y lo cuelga en el perchero también. Continúa con el chaleco, se afloja el nudo de la corbata, desabrocha los puños de la camisa y se desprende los botones de arriba abajo, como si chasqueara los dedos siguiendo una línea que fatalmente acaba en la hebilla del cinturón —un tin-guiñazo bastará para desajustarlo. Baja el cierre del pantalón, libera los dos ojales, la pretina cede y Tulp siente alivio. Camina hasta el sillón, con el pantalón apiñado en las rodillas, y se deja caer exánime. Mientras se desanuda los cordones de los zapatos, echa un vistazo para confirmar que todo esté en orden. La pecera continua en el suelo, con agua y sin peces. La guitarra parece estar debidamente apostada en su atril. El estuche del clarinete permanece donde lo ha dejado antes de salir a trabajar, al costado de las cajas de cartón. ¿Pero dónde diablos colgó esta vez los guantes de box? Hace memoria… Lo ha olvidado. Toma aire para continuar. Se quita por fin los zapatos y las medias y luego el reloj, el pantalón, la camiseta y los calzoncillos. Deja que su cuerpo desnudo tome aire también. Resopla un par de veces, se incorpora fastidiado y va hasta su pieza. Vuelve con tres perchas libres. En una cuelga el pantalón y la camisa, en otra el chaleco y el cinturón, en la tercera no cuelga nada. Camina hasta el baño y ve con satisfacción que los guantes de box penden del picaporte de la puerta. Se sonríe. Entra y estudia brevemente su desnudez en el espejo. Abre la canilla de agua fría, llena un vaso, pone pasta en el cepillo, se quita los dientes, los limpia, los deja en el vaso, vuelve al living, toma la guitarra y se sienta con ella en posición de tocar. Se saca las uñas de los pies y luego las de las manos, salvo la del dedo índice. Dispone las diecinueve uñas parsimoniosa-mente entre la primera y la tercera cuerda. Parecen diecinueve púas blancas. Con la uña restante escarba entre su pelo, a la altura de la coronilla de la cabeza. Rápidamente encuentra la punta del cierre —siempre le alivia confirmar que la ha dejado hacia afue- ra. Empieza a abrirlo sin apuro. Baja por la frente, abre la nariz en dos, parte la boca transversalmente y desciende por el mentón hacia el cuello y de allí atraviesa el pecho y el abdomen y se pierde brevemente en el ombligo y abre el vello púbico como el Mar Rojo y luego el pene como la cáscara de una banana y separa los testículos hasta alcanzar el tope del cierre en las inmediaciones del perineo. Coloca la vigésima uña en el vigésimo traste de la guitarra. Ya no la necesita. Saca la cabeza y los hombros de la piel abierta y comienza a desembarazarse de ella arrastrándola hacia abajo. Hasta el día de hoy le divierte mirar el efecto rollizo de los pliegues que se van formando a medida que la piel se agolpa contra el suelo. Al fin libera las piernas y los pies y, cuando termina de salirse, alza la pieza entera y se detiene a observarla; envidia el modo en que cuelga: vacía, floja, reposada, sin voluntad, un peso muerto. La airea agitándola un par de veces como si fuera un mantel o una frazada y luego la cuelga en la percha libre. Para sacarse la musculatura, se abre paso con los dedos hasta tocar el hueso recién entonces rodea el músculo con la mano y tira hacia afuera. Siempre que tira de uno de ellos le parece estar sacando pescado de una canasta llena. Algunos músculos se parecen más a pejerreyes, otros a palometas, los hay semejantes a anguilas, rayas y también a mojarritas. Así se va quitando todos y los va pegando meticulosamente con alfileres en un amplio corcho. Para no confundirlos, cada músculo tiene una ubicación precisa, debidamente identificada con un cartelito («Bíceps derecho») o un dibujo que representa su forma y su tamaño. Naturalmente, se deja algunos músculos en los brazos, las piernas y el torso para poder continuar extrayéndose el resto de los tejidos. El primer órgano que acomete es la vejiga. Tres vueltas en sentido antihorario bastarán para desenroscarla. Una vez extraída, vacía su contenido residual en una botella de vidrio y, luego de asegurarse de que ya no queda aire, la pliega al medio dos veces y la guarda en el cajoncito del escritorio, junto una libreta y un par de estilográficas secas. Con los riñones el procedimiento es menos sencillo porque son macizos. ¿Dónde estaban esos malditos guantes de box? Ah, sí, picaporte, baño. Camina hasta allí, se detiene en la puerta y con dos tirones precisos se desencastra los riñones. Guarda el derecho en el guante derecho y el izquierdo en el guante izquierdo. Entra nuevamente al baño. La imagen que le devuelve el espejo es menos alentadora que la primera vez: un manojo de tejidos y órganos a la vista. Hasta el día de hoy no puede evitar sentir un escalofrío. La manipulación del intestino requiere de una delicadeza extrema. Cualquier presión indebida puede traer consecuencias desagradables. Y el colmo es que su remoción supone desanudar dos extremos en lugar de uno. De todos modos, el doctor Tulp ha desarrollado una destreza casi milimétrica y, una vez más, consigue separar su intestino sin el menor accidente. Lo echa en la pileta, lo contempla y bufa con fastidio; en este punto la higiene se vuelve verdaderamente fatigosa: es como intentar sacar los restos de pasta dental sólo que de un tubo de ocho metros de largo. Y encima, después de limpio y enjuagado, es preciso ordenar el intestino con una prolijidad exquisita, con la pericia de los navegantes cuando adujan los cabos de cubierta. Sólo de este modo se consigue un lazo intestinal lo suficientemente ordenado como para poder colgarlo del perchero. Así, pues, Tulp vuelve al living y cuelga el intestino limpio al costado del saco a cuadros. Casi todo los órganos que restan están total o parcialmente alojados detrás de las costillas; la única solución es abrirlas de par en par. Al principio, Tulp tenía dificultades con esto, pero ahora lo hace como si se tratara de las puertas de una alacena. De hecho, procede con su vesícula como si estuviera sacando una lata, o un frasco, de un estante bajo —no es un órgano que oponga demasiada resistencia. La enjuaga hasta eliminar el último rastro de bilis y luego la sopla (aprovecha que aún tiene pulmones) y la revolea en el aire para acelerar el secado. La pliega al medio dos veces y la guarda lejos de la vejiga para evitar confusiones, pues vistas así —vaciadas, planchadas y dobladas— una y otra son tan idénticas que Tulp ha llegado a confundirlas. 153 Ahora que ha tomado esta precaución, y ambos órganos descansan por separado, uno en el escritorio y el otro en la lata de café, Tulp se deshace ágilmente de su bazo, páncreas y estómago. A este último lo da vuelta como si fuese una media y con un tenedor le quita los restos de comida. Al bazo y al páncreas les basta con un chorrito de agua. Cuando todo está debidamente higienizado, seca los órganos con un repasador limpio y guarda el bazo en el estómago (cabe justito) y ambos van a dar a un gorro de lana azul y amarillo. El páncreas, el páncreas, nunca sabe qué hacer con el páncreas... Todos los sitios parecen venirle mal... Decide tomarse un tiempo para pensarlo; es una decisión que lo agota cada día. Se sienta nuevamente en el sillón, abre la cajita de las bolas chinas y juega un rato con ellas. Los pocos músculos que permanecen en la palma de la mano se confortan con el masaje y de golpe se le ocurre: ¡en una media! Elige una de rombos verdes, rojos y amarillos, con la esperanza de complacer de una buena vez a su páncreas, y lo introduce cantándole una canción de cuna. Luego traslada la cajita china hacia donde se encuentran la pecera, el estuche del clarinete y las cajas de cartón. 154 El doctor Tulp sabe que el hígado es un órgano irritable y que la mayor parte de las veces obliga a una operación sanguinolenta. Varias veces ha tenido que amenazarlo enseñándole todos los chocolates disponibles en la alacena para que al fin cejara. Pero hoy ha sido un día saludable y su hígado se desprende sin quejidos. Vuelve a la cocina y lo guarda en la bolsa de hacer los mandados. Los pulmones debieran ser los próximos, pero una vez extraídos todo se vuelve tremendamente asfixiante. De modo que, antes de proceder, Tulp hurga en los estantes superiores, saca una caja de bombones, se arranca los testículos y los tira entre los últimos confites que quedan. El pene prefiere dormir con los tubérculos. Ahora sí ha llegado el turno de los pulmones. Su remoción impone un trabajo extra porque si se sacan con aire corren el riesgo de pincharse y echarse a perder. Tulp se prepara, inspira hondo, cada vez más hondo, y exhala hondo también, cada vez más hondo, hasta que al fin consigue que las paredes de los pulmones queden pegadas entre sí. Recién entonces desenrosca las venas y arterias pulmonares, luego las bronquiales y finalmente —y sólo finalmente— desprende la tráquea. Los pulmones es- tán libres. Corno ahora ya no le llega oxígeno al cuerpo, Tulp debe hacer todo con gran celeridad. Afortunadamente, el corazón es un órgano fácil de arrebatar. A veces a Tulp le basta con poner un bolero para que su corazón se arroje sin más al vacío. El único problema que plantea un corazón arrebatado es su temperatura: no hay arrebato sin ardor. Tulp lo lleva a la heladera, busca lugar entre una horma de queso y un frasco de mermelada, pero no está convencido: recuerda que la última vez que lo puso en aquel estante, al día siguiente se comportó de un modo que sus compañeros de trabajo encontraron frío y duro. Echa un vistazo al compartimiento de las verduras y comprueba con satisfacción (con una satisfacción completamente cerebral) que hay lugar. Reúne unas hojas de lechuga y unas pocas hojas de acelga cruda y le improvisa un nido. Lo que queda del doctor Tulp tiene poca autonomía y aún le resta quitarse los huesos, unos pocos músculos, los ojos, el cerebro entero y alguna que otra cosa más. Se dirige hacia el corcho donde están suspendidos sus músculos y se sienta al pie de la hilera inferior. Desde allí alcanza a ver a través de la ventana. Ve nubes. Se pregunta si lloverá y entonces mira el agua de la pecera, a un metro suyo, en el suelo. Arrima la pecera hasta colocarla a su lado. Del otro lado están el estuche del clarinete, la pila de cajas de cartón y la cajita china, abierta y vacía. Se arrastra y aproxima todos los objetos hasta dejarlos a pocos centímetros de sí. Siente su cerebro adormilarse de cansancio; por un instante se pregunta si esta vez lo logrará. Tiene el reflejo, las ganas, la necesidad de suspirar. ¿Pero con qué aire? Se da ánimos y empieza a sacarse los músculos y los huesos de las piernas. Dispone los músculos en el corcho y los huesos en las cajas de cartón. Continúa con las costillas y la cadera y luego, sostenido por la espina dorsal y el brazo derecho, se acerca la cajita china a la no-nariz, estudia por última vez la posición de la pecera, y sin pensarlo más se asesta un golpe seco en la nuca: sus ojos salen despedidos y van a parar a los hoyos de la cajita. Tulp no puede verlo, pero la suerte ha querido que los globos hayan quedado estrábicos. Los últimos huesos, músculos, cartílagos, ganglios, glándulas y mucosas son extraídos fácilmente. La espina dorsal descansa en el estuche del clarinete y Tulp no es más que una calavera y una extremidad. El cerebro se mantiene pensante dentro de las paredes del cráneo y mediante una delgada vía motora le ordena a los pocos músculos del brazo que remuevan la quijada cuanto antes y coloquen el cráneo vacío sobre el alféizar de la ventana. El cerebro yace ahora al descubierto. Es un cerebro como cualquier otro: un manojo de ñoquis pasados de hervor. «¡Levántate! —le exige al brazo—. Colócame al borde de la pecera». El brazo obedece. «Ahora sumérgeme en el agua. Quiero descansar. Tú, si quieres, sácate los músculos que te quedan y descansa también. Mañana será un día duro». Los huesos de los dedos liberan el cerebro con delicadeza y luego el brazo entero se desploma al costado de la pecera, rendido de cansancio. El cerebro flota un instante hasta que comienza a hundirse lentamente, burbujeando en silencio y dejando una estela de tintura gris. Oh sí, maM ñana será un día duro. Montevideo, mayo-junio de 2001 Domingo 7 de noviembre de 2004, Nelson Ramos (2004) 155 A DEMOLIÇÃO Luiz Ruffato 156 1. Julho incendiado B em de vida em São Paulo, onde se entretinha, panode-prato descerrado no ombro, por detrás do balcão em U de um bar-e-lanchonete na Avenida do Cursino, na Saúde, com empenho suficiente para adquirir um sobradinho geminado na Vila das Mercês, Gilmar garantia a jura de nunca mais pôr os pés em Cataguases, tão sério o intento que comprou um terreno, a prestações no Cemitério das Colinas, em São Bernardo do Campo, para se assegurar de que não corria risco algum de ver desrespeitada sua vontade última, decisão tomada ainda rapaz, nem penugem na cara, que sua mãe, convencida da persistente tenacidade, acabou reconhecendo como verdadeira, o que a prostrou na cama, à época, apaixonada por saber impossível até esse capricho, ter, um dia, mesmo que após a morte, a família toda reunida no túmulo em que jaziam o marido, Marciano, e a Lia, tão linda, que o tifo assenhorou-se menina inocentezinha, e anos e anos depois ainda doía pensar nos bracinhos e perninhas felizes que a febre esgotou para sempre, de tal sorte que, necessitando, Gilmar enviava dinheiro para a passagem de ônibus da mãe, aguardava-a na Rodoviária do Tietê, ela acampava alguns dias em São Paulo, em duas ocasiões chegou a ficar meses, nos nascimentos da Monique e da Luana, encarregada do banho nas nenêns até a queda do umbigo, mas, saudades nenhumas de Cataguases, ao contrário do Gildo, o irmão mais velho, que vira e mexe despencava com a família inteira lá, e, na volta, ao telefone, justificava-se, falsamente emburrado, que ia a contragosto, mas, Aniversário da velha, coitada, a gente nunca sabe se vai ter outro, Dia das Mães, cara, Dia das Mães é foda!, Não podia deixar ela passar sozinha as festas de fim de ano, você não concorda?, e Gilmar cismava, esse desprezo herdara do padrinho, o tio Gesualdo, que desde a morte de seu pai, uma congestão na madrugada aflita, se incumbira de candear aquele sangue do seu sangue, primeiro empregou o Gildo, recém-de-maior, numa gráfica de rótulos de embalagem no Brás, depois, levou o Gilmar e a caçula, a Ana Elisa, e teria carregado a Ana Lúcia também, não fosse a tonta enrabichar-se com um safado, mecânico de beira da Rio-Bahia, que levou ela para morar em Muriaé, para sofrer em Muriaé, mas Gesualdo, que sempre que podia achincalhava com Cataguases, Bosta de lugar!, dizia, escarrando no cimento da calçada, Nada aqui vai pra frente!, escangalhava, azedo, ele, que se esquivava dos conterrâneos em São Paulo para não lembrar, hora alguma, de sua origem, obrigou-se, com a ausência do irmão, a quem tinha sido muito ligado e a quem devia imensos favores, a freqüentar, uma vez por mês, a modesta casa da Vila Teresa, as mãos transbordando futuros, para drenar as mágoas e a desesperança que inundavam os olhos da cunhada, e, numa dessas visitas, apanhou o Gilmar na meia-esquerda do segundo-quadro do Bairro-Jardim, um craque, o moleque, Tem que ir pra São Paulo, Marta, o menino permanecer aqui é desperdício, Tão longe!, lamentou ela, É uma criança, E os estudos?, Ai meu deus, Vou sentir tanta falta!, Gesualdo argumentou, Vai ser melhor pra todo mundo, Marta, menos uma boca, E depois, já imaginou?, vai que ele engrena, acaba na seleção enche o bucho de dinheiro, fica famoso, Heim?, Vai que, e arrastaram malas e bolsas para a rodoviária, rumo a Leopoldina, onde tomaram o ônibus para São Paulo, vindo de Alegre, no Espírito Santo, e Gilmar entendeu que sua vida ia começar a andar logo após sumirem na curva da estrada as luzes dos postes da Vila Minalda que boiavam nas águas mansas do Rio Pomba, última imagem de Cataguases, Nunca mais, pensou, imensos clarões consumiam o que restava de julho, e, na baldeação, o padrinho cedeu seu lugar à janela, poltrona 29, para Gilmar continuar espiando o mato seco crepitando na beira do asfalto, e ele, desassossegado, não pregou mais os olhos, assustado com os dedos de fogo que na escuridão tentavam arrancar as estrelas coladas na abóbada da noite fria, Estamos cruzando o inferno, Gesualdo brincou, engasgado com a fumaça que penetrava pelas frestas, Estamos cruzando o inferno, Gilmar repetia, baixinho, Cataguases ficou para trás, Nunca mais, jurou, Nunca mais, e o tio o arrastou, vários clubes, primeiro, o São Paulo, time de sua predileção, Não tem físico, alegaram, depois, no Palmeiras, reprovado na “peneira”, Gilmar amofinado, Gesualdo, coçando a cabeça, convencendo-se do equívoco, Paciência, o que se vai fazer?, até que no Juventus desencantou, o treinador enxergou no rapaz os mesmos atributos que Gesualdo, Um craque, esse menino, Precisa agora é panhar corpo, aprimorar a técnica, de Osasco à Mooca tomava trem e ônibus para garantir-se titular na meia-esquerda, e vestindo a camisa grená disputou o Campeonato Paulista juvenil, atraindo a atenção do Palmeiras que, finda a temporada, contratou-o, repassando-o ao América, de Rio Preto, onde chegou a ser escalado em várias partidas pelo time principal, para orgulho do tio, que exibia aos amigos e conhecidos recortes de jornais, a escalação em letras miúdas, Ê Gilmar, Esse Gilmar aqui é que é o meu sobrinho, sobrinho e afilhado, Gravem esse nome, vai dar muito o que falar ainda, e, firmando-se na posição cogitado até mesmo para a seleção brasileira de juniores, sentou-se no banco de reservas do profissional do Palmeiras, entrando no segundo tempo de alguns jogos importantes, explicações do técnico, Muito novo, melhor não precipitar, Falta experiência, malícia, Se a gente não age com cuidado, queima ele, Aí, já viu né?, até a chance, É hoje, Vai lá e mostra o que você sabe, o estádio do XV de Novembro, em Piracicaba, como que voltado para ele, de início desatento, galgou confiança, a bola chaleirando seus pés, longos passes certeiros, dribles bailarinos, piques velocíssimos, o gol chocando na quentura da tarde, e nas proximidades dos vinte minutos azeitou uma tabela com o centro-avante, bola cá e lá, uma celebração, enfiou-se entre os zagueiros, já dentro dos limites da grande área, Agora!, e rolou em contração pela grama rala, a perna direita travada pela chuteira do beque adversário, o anil do domingo estilhaçado em seus olhos, Pênalti Pênalti!, o ponta-direita gritava, parabenizandoo, Pênalti!, ouvia, anos depois, arruinado, mirando o mofo no teto do vestiário de algum estádio do interior, cheiro de alcânfor, pulando enjeitado de cidade em cidade, desabando de divisão em divisão, sem os meniscos, o joelho sempre inchado, inflamado, entrando em campo à base de banho de luz, gelo, iodex, infiltração, injeção de cortisona e analgésico, terminando a carreira aos vinte e oito anos num desconhecido clube semi-amador do Paraná, 157 imprestável para o trabalho, dores terríveis nas articulações das pernas, de volta a São Paulo, desiludido, só não se afogou em dívidas de cachaça porque os faróis de seus olhos refrangiram no esmalte dos dentes encavalados de uma enfermeira, nem feia nem bonita, porém honesta e compreensiva, do setor de Raio X do Hospital de Heliópolis, que arrebatou seu coração coxo, e, entre o namoro e o noivado, o sogro, aposentado da Light, conseguiu um empréstimo na Caixa Econômica para reformar a garagem do sobrado, transformando-a num modesto botequim, de começo salgadinho-pingarefrigerante, mas, aos poucos, com empenho e carisma, bar-e-restaurante asseadíssimo, ladrilhos brancos piso ao teto, balcão fórmica amarela em U, pê-efes caprichados, bebidas sortidas, clientela de primeira, fotos e recortes de jornais pendurados pelas paredes, uma página da revista Placar, em que aparece, em segundo plano, observando, desfocado, uma jogada importante, o rosto circulado por uma caneta Pilot vermelha, imprensada no vidro-contravidro do tampo da mesa da caixa registradora, É, sou eu sim, explicava, suspiroso, ouvindo, bambambã, longelonge o apito do negrojuiz em uma tarde mergulhada no nunca-jamais. 2. Disney Até que o Gildo, num despropósito de janeiro suarento, apeando de Cataguases, pós Natal e réveillon, anunciou, a mãe estava pensando desfazer da casa da Vila Teresa, onde, há quarenta e cinco anos, desde a chuva de arroz na porta da igreja, Ai, Marciano!, que Deus o tenha!, vivia, despertada a infância, nariz estilando, arrepiada com o frio que emanava da parede-e-meia úmida, tosse na penumbra de luzes acesas mesmo dia claro, dividir o dinheiro, mudar para Santo Antônio de Pádua e estar com as irmãs, a Leda, solteira, a Vera, viúva, tudo acordado entre elas, não agüentava mais a canga da solidão, os filhos distantes, o Gilmar e a Ana Elisa nem notícias direito, e a Ana Lúcia, essa, coitadinha, ah!, coitadinha, o resto da parentalha longe, os vizinhos se indo para uma melhor, sengracíssima no clube da terceira idade, pouca vergonha!, onde já se viu!, muxiba arrastando asa!, a cidade engordou, já não pode deixar a porta encostada, uma ladroeira!, escutara os filhos, gulosa concordância, o Gilmar maquinava, será que sua parte daria para sanar o sonho da Monique e da Luana, uma extravagância, verdade, de visitar a Disney?, emaranhado nessa contabilidade passou procuração para o Gildo, que, marejado, confessou que ia sentir falta da casa, sempre bobo, sentimentalão, tanto que se compromissou com o primeiro cabaço, a Arminda, e com ela permanecia, ao contrário dele, Gilmar, que, aprontador, levantava tudo quanto era rabo-de-saia antes de casar, e que até hoje faz das suas, uma vez, em Araraquara, jogando emprestado na Ferroviária, se estrepou com uma sirigaita, que se dizia grávida dele, foi parar na polícia, um escândalo, quase se danou, alegou que nem conhecia a moça direito, que ela se passou por de-maior e quem garantia que fosse mesmo dele aquela barriga?, às vezes pára, macambúzio, se vingou, hoje deve de ter uns doze, treze anos, um homem!, será que gosta de futebol? 158 3. 0 espaço no tempo - Alô? Gilmar? É o Gildo - Ô Gildo! Já chegou? - Inda agorinha. -E lá? - Tudo nos conformes. Deixei a mãe em Santo Antônio de Pádua. Ela está superfeliz, cara, só vendo... - Legal. - Recebeu o dinheiro direitinho? - Peguei o extrato na sexta... Já tinha caído na conta, acredita? - Bom... - É isso... - Sabe o quê que a dona Eucy vai fazer com a casa? - Hum? - Vai derrubar... - Derrubar? - É, quando penso nisso dá até um… - Derrubar, Gildo? - E, pôr abaixo... Eu sinto até um... - Gildo, você tem certeza? - Estou te falando, só! Ela disse que vai demolir tudo, a nossa casa e a dela, e construir uma outra, maior, no lugar... Você sabe, o Lucas, aquele filho dela meio veado, que foi pros Estados Unidos... - Demolir, Gildo? Não é possível! - Caralho! Achei que você não estivesse nem aí… 4. O porão Cimentado, o minúsculo quintal de dimensões maracanãs delimitava-se a oeste com a espigada paredecega da dona Eucy; a leste, invadia a cozinha; ao norte, a barreira do muro que dava para um correio de casas cabisbaixas; ao sul, as viúvas janelas do quarto da mãe — venezianas em luto cerrado desde o passamento do seu Marciano— e o respiradouro do porão, que, em luminosas tardes de janeiro, avessava-se em musculosos caibros sustentando as tábuas do assoalho, em sedosas telas de aranha arcoirisadas, em restos de sujeira que as irmãs varriam para as gretas, em objetos engolidos pela solidão claroescura, e o que não se enxergava, especulava-se: o que haveria para além da penumbra, para além da abissal escuridão?, onde terminaria aquele escoadouro de silêncios e sombras? O quintal, o campo de futebol. Través de chinelos e quinas, bola pererecando por entre as pernas magoadas dos moleques. Certa tarde —era julho, o de dias corrompidos— exauriam se numa partida o Lucas, o Marquinho, o Tiquinho, o Gilmar —blusa laranja, gola cacharrel e enregelados pés nus de esfolados recentes, como esquecer? Vergada sobre a toalha-de plástico verde que cobria o tampo da mesa da cozinha, a paciência da mãe catava feijão, os óculos pesando a madeira carcomida do rosto. Vizinho, o locutor da Rádio Cataguases tropeçava, emocionado, nas lágrimas da carta de uma ouvinte. ao longe, as águas do Rio Pomba diluíam as horas do relógio. Então, num relâmpago, quatro pares de olhos acompanharam, arremessada a meia-altura pelo Tiquinho, a bola encaixar-se, por milagre, na pequena abertura por onde respiravam os recônditos da casa. Corações arruinados, dois a dois, os quatro pares de olhos buscaram iluminar o porão, mas lá dentro apenas a inutilidade de pentes, grampos, pratinhas, palitos de fósforo, chumaços de cabelo, ciscos. Chorando, medo de apanhar da mãe, Viu o que você fez?, viu?, o Lucas estapeou o Tiquinho, cascudos, pontapés, socos, tapas, bicudas, sem dó, afinal todos batiam naquele sarará sem pai, largado na rua, canelas empoeiradas escalavradas, pixaim sujo, camisa banguela de botões, calçãozinho encardido, desbalançado no mundo, Agora, você vai ter que ir lá dentro buscar ela! Na cozinha —vazia a cadeira onde dona Marta, há pouco, sentava— mosquitos zumbiam cagando na austeridade do retrato oval do seu Marciano. Empurrado, Tiquinho enfiou a perna direita no buraco, o ombro direito, a cabeça, o braço esquerdo, a perna esquerda. De coque murmurou, Não dá pra ver nada, Estou com medo, choramingou, tentando retroceder. Mas o Lucas, o Marquínho e o Gilmar impediram-no com murros e cusparadas. Tiritando, o Tiquinho calcou os pés descalços no chão gosmento, assustando ratos, lagartixas, bizorros, escorpiões aranhas e tudo mais que vive nas profundas ignotas da Terra, e desapareceu na escuridão pegajosa. Dona Marta, pé-ante-pé, antevendo bobagens, tão grande a quietude, falou, O quê que vocês estão vendo aí?, o embrulho cinza dos pães ainda na mão, Quê que aconteceu? Pernas flácidas, os meninos, barreira frente ao buraco, voltaram-se para ela, Nada, mãe, iniciou o Gilmar, irritado, A gente estava... Vendo o que tem debaixo do assoalho, completou o Lucas, cínico, o Marquinho balangando a cabeça. Ué, cadê o Tiquinho? O Tiquinho?, ecoou o Gilmar, Ele quis ir embora, dona Marta, o Lucas falou, Ah, disse a mãe, desconfiada, Vou passar um café pra vocês. Tiquinho!, Gilmar sussurrou, Tiquinho! E agora?, perguntou, voltando-se para os amigos. Vamos esperar, comandou o Lucas. E se ele não voltar?, tremeu o Marquinho. Bom, explanou o Gilmar, se ele não voltar... Se ele não voltar a gente... a gente não sabe de nada... Ele estava brincando aqui com a gente, não estava?, e foi embora... De repente. Não vimos mais ele... Certo? Ele foi embora e aí não vimos mais ele, combinado? Não vimos mais ele! À noite, ansioso, Gilmar aguardou a mãe na ladainha infindável e, apagada a luz, deslizou da cama para o assoalho, noturnos barulhos, na intenção de decifrar o mapa que se desdobrava incógnito por sob o quarto, Quem sabe... Quem sabe? Várias vezes empoleirou, frustrado, de volta à quentura das cobertas e outras várias estendeu o corpo no chão frio da madeira, Quem sabe... Quem sabe? Na madrugada, cismou escutar, a voz do Tiquinho?, Gilmar! Gilmar!, tão longe, Gilmar!, os pés encaminharamno na direção do quintal, ao escancarar a porta uma lufada gelada abraçou-o, carregando-o para junto do respiradouro, Tiquinho!, chamou, Tiquinho!, insistiu, as corredeiras do Rio Pomba desmoronavam por entre as estrelas de um céu absurdamente despido de nuvens. Está queimando de febre, constatou a mãe, pela manhã, Garganta inflamada, completou o médico do Posto de Saúde, Até variou, condoeu-se a mãe, preocupada. Em dois anos, Marquinho morreu atropelado por um cata-níquel, bem em frente à venda do seu Antônio Português, na boca do Beco do Zé Pinto. Ainda adolescente, Lucas mudou para os Estados Unidos, Boston, de onde engordava de dólares a dona Eucy, Filho igual..., ela comentava com a vizinhança invejosa, . . . está para nascer! Vinte e cinco anos depois, urgia Gilmar voltar a M Cataguases. Circuito, Nelson Ramos (1986) 159 ESPACIOS REDUCIDOS Pablo Silva Gran vertical, Nelson Ramos (2004) 160 A l principio parpadea, abre los ojos con dificultad. El temblor confirma que el veneno actúa con rapidez. El aire desvalido y la piel esponjosa invitan a acariciarlo. Alargo la mano, pero no, no debo confraternizar con esta alimaña, menos aún cuando mira fijo y mueve apenas –los grandes ojos negros enmarcados bajo el pelo oscuro– el hocico diminuto. Olfatea el aire nervioso. No parece agresivo. —Vamos a ver qué dice Doña Reina cuando te vea –lo reprendo en voz alta. Refriego cada dedo con un repasador. Es que es de no creer. —Gallega mugrienta... no sé cómo la gente la aguanta –lo señalo con el índice, como si él fuera un inquilino– pensar que me trató de borracho cuando dije lo del bicho aquel, rarísimo, de pico de pato que vi en el pasillo... y casi lo piso... Mira como si pudiera comprender. Lo tengo en el rincón del cuarto, entre la heladerita, la pared y la puerta de entrada. Tiembla como una vara. No es para menos, el veneno es poderosísimo. «Para bichos tamaño baño» bromeó el empleado bajito de la ferretería, mostrando los dientes amarillos. Y volvió a mostrarlos cuando señaló la bolsa con bolitas rojas. «Con una sola alcanza», aclaró. No quiero ni pensar cómo le deben quedar las vísceras. Ahora tiembla. Se agrandan los ojos, las orejitas redondas no se mueven. Es innegable que inspira cierta ternura; casi parece que aguardara la orden para echarse panza arriba, moviendo la cola. Esa cola gruesa que tiene, de pelos escasos, en punta, como si estuvieran electrificados. Está sentenciado. ¿Será puro pelo o tendrá carne? Mejor será ir a la cocina, a buscar un cucharón o algo largo para tocarlo. Pero ¿y si todavía no hizo efecto? Ojalá no se mueva, estos bichos deben ser difíciles de cazar dos veces. Si lo atara con algo... Mmhmm. No, ya sé, la regla T. La descuelgo y la afirmo contra la pata de la mesa, después la bajo poco a poco, lentamente, hasta que queda apretado por el extremo más ancho. Ya está, no mucho, lo justo para que no se mueva demasiado. El veneno actúa sobre el sistema nervioso: los reflejos son lentos, letárgicos. Muy flaco no parece, el espacio entre la regla y la pared no llegará a los diez centímetros. Aunque sé de animales que, apretados como éste, poseen la cualidad de dividir su cuerpo en dos (ya sea subiendo o bajando los órganos esenciales). Tal vez sea gordito y esponjoso, pero ocurre que este tipo de pelo hirsuto, como recién salido de una secadora de ropa, produce un efecto de aumento, parece más grande y redondo de lo que debe ser. Las orejitas siguen paradas. Pobrecito. En la cocina no tengo suerte; el único cucharón que hay está en el fregadero, con la mayor parte de la vajilla. Deben llevar allí una semana, por lo menos. La película verde que cubre el agua de la olla está incompleta. A lo mejor hace menos que la lavé; en una semana ya debería tener manchas blanquecinas, con repulgos verdigrises bordeándolos y con la superficie más irregular, no lisa como esta del agua –aunque no está del todo lisa. Sin una intención explícita, muevo el mango y contemplo extasiado la traslación de continentes verdes y amarillos que se separan y se vuelven a juntar sin orden o secuencia clara. Extraigo el cucharón con delicadeza y observo los montículos blancos, gusanitos de grasa que resbalan y caen al agua. Es asqueroso, lo suelto como si fuera una víbora y salpica para todos lados. —No, la camisa... Y el olor; creo que líquido tiene mal olor; huelo la camisa pero no consigo saberlo. El cucharón se hunde con un rumor de platos. Limpio la camisa con la mano y enseguida la seco en el pantalón. Por desgracia las manchitas no desaparecen. Como siempre, los espacios reducidos multiplican mi torpeza: no sé para qué cuernos vine a la cocina. Miro alrededor: a poco más de veinte centímetros, la cuchilla grande, la herrumbrada, cuelga de un clavo en la pared. Hace años que no la uso, de ahí que sea el único cubierto limpio de la cocina. La toco con un dedo –los cuchillos siempre me han inspirado temor– y por unos segundos, por efecto de la grasa impregnada, quedo pegado al mango de madera. Lo retiro de inmediato, con aprensión, como si la cuchilla pudiera cumplir una amenaza. (Todas estas cosas pasan porque la vieja de mierda de Doña Reina nunca mandó a arreglar el extractor). Tras titubear, tomo el 161 único repasador que hay sobre la mesita. Al hacerlo vuelan dos moscas. No quiero calcular cuánto tiempo hace que está ahí. El color y textura del trapo son indefinidos, pero eso no importa, lo uso para limpiar la grasitud del dedo. Lo apreto como si sangrara, lo que me sugiere una idea asombrosa, verdaderamente genial: podría cubrirme la mano con el repasador y palpar el bicho a gusto, sin tener que tocarlo a través de medios más indirectos y complicados. No sé cómo no se me ocurrió antes. Doblo el repasador con cuidado. Salgo de la cocina cuando veo, asomada al estante, una de las puntas del palote de amasar. Como imantada la mano vuela hacia él. Lo tomo, sorprende el peso. Doy varios golpes contra la palma abierta de la mano izquierda. Decido llevarlo, en caso extremo será de utilidad. «Ya debe estar duro», pienso (no quiero decir muerto). Avanzo con lentitud, con el palo y el repasador en ristre, como un triste combatiente. El empleado de la ferretería dijo que con una bolita roja bastaría. Yo vacié el contenido de la bolsa (treinta unidades) en todo el cuarto. Pero no lo hice al tuntún, no, primero dividí el dormitorio en cuadrantes y luego las distribuí a lo largo de las paredes, en una franja de unos cinco centímetros, depositando, como es lógico, más bolitas en los rincones. Recuerdo esto y observo la pared más cercana, la de mi derecha: no hay rastros del veneno. Ni una bolita, por lo menos en las escasas zonas que dejan entrever los muebles. Giro hacia el rincón de la puerta de la cocina, donde está la escoba: tampoco, ni una bolita. Es extraño. Algo no anda bien. Avanzo con cautela hacia el rincón formado por la puerta negra que da al pasillo y la heladerita. Desde acá no se ve, pero allí debería estar el bicho. El silencio sólo es interrumpido por el zumbido sordo del motor de la heladera. Alzo el palote de amasar y asomo al rincón con pavor, esperando ver no sé qué. Suspiro: está, sigue apretado por la regla T, casi en la misma posición que antes. Fija los ojitos negros en mí. Fatigado, se revuelve sin ganas contra la regla. De repente, me invade un sentimiento vago y oscuro, como una sospecha, algo que enseguida se agiganta en el pecho. Durante una fracción de se162 gundos los datos chocan y los músculos se conmueven por el estallido de nuevas ideas. El trapo de la cocina cae al suelo como un paracaídas. Con intriga, con temor, rezando por estar equivocado, me inclino de cuclillas. No puede ser, tampoco hay bolitas rojas en el rincón. Es de vida o muerte; necesito ver qué hay debajo de la heladera. Pego la cara contra el suelo y hurgo en la parte inferior del aparato. Hay poca luz, pero cuando los ojos se acostumbran, vislumbro el contorno de treinta bolitas alineadas en tres filas perfectas. No puede ser. Despego la cara pero sigo de rodillas: él observa todos los movimientos con la falta de curiosidad de siempre. La regla T ¿lo aprieta o simplemente se apoya en ella? Acaba de sacar una patita, como si se hallara ante el mostrador de un bar. El miedo, el vértigo del miedo impide pensar con claridad. Porque, si no comió ninguna bolita, si estuvo jugando con el veneno, si, si sólo las amontonó... (Se lame la pata y en la penumbra deja entrever la blancura de los colmillos)... Si no las comió... entonces... no está envenenado... ni débil... Ni siquiera agoniza. Ergo, no se va a morir. Sólo observa y espera. Juega conmigo antes de atacar. Como si pudiera leer el pensamiento se detiene, saca la otra pata, la apoya en la regla y mira con fijeza. Quizás duda entre saltar ahora o esperar unos segundos más. Es obvio que ha percibido mi cambio de actitud. Ha olfateado el miedo. Entre otras cosas porque sudo, sudo pro-fusamente. Tengo miedo. Se trata de un animal salvaje, con colmillos y no puedo moverme, sólo atino a permanecer así, paralizado, sin saber qué hacer, corroído por la angustia de que ataque ahora o de que espere unos pocos segundos, suplicando, a pesar mío, que acabe todo de una vez. —No –la voz surge serena, como si fuera la de otro.Tomo el palote con las dos manos. Lo alzo lentamente, sin disimulo. Él mira impávido el objeto que se eleva, que reduce su tamaño por obra de la perspectiva... Yo siento el sudor empapando las manos. Entonces oigo un taconeo que se agiganta en el pasillo hasta que golpean la puerta con tanta violencia que retumban las paredes. Otro golpe y el palote resbala de las manos y cae encima de la regla. En el mismo instante el animal salta, brinca sobre mi pie y se esconde debajo de la mesita, entre las patas de la silla. Un grito se atora en la garganta y, sin mirar, pego un salto hasta la cama. Me quedo ahí, en cuatro patas, tratando de adivinar que pasó y sobre todo, dónde está el bicho. Porque debajo de la mesa ya no está, ahí no hay nada. Los tacones se alejan. Sordo, el motor de la heladerita vuelve a predominar. Entre otras cosas, eso significa que ya no puedo pedir auxilio a quienquiera que fuese que golpeó la puerta. Oigo a lo lejos otros golpes similares, pero más débiles: seguramente en pisos inferiores. Tengo que pensar. Con cuidado, aproximo la cara al borde de la cama y la asomo apenas: no logro ver si está debajo de la cama, pero si está, debe ser en el lado opuesto, contra la pared, acurrucado. Tal vez tiene tanto miedo como yo; el susto que se llevó fue parecido al mío. Los ojitos deben bailar, acechando las sombras, listo para atacar lo que se acerque. Por ahora no es conveniente que baje de la cama. En poco más de tres horas oscurecerá y el bicho, incentivado por la penumbra, huirá por donde vino. Tengo que concentrarme en eso, debo calmarme y no pensar que soy un naúfrago en mi propia habitación. Permanezco quieto, sentado contra la pared, arrecostado a la almohada (la coloco perpendicularmente a la cama, así apoyo el torso y la cabeza); es sólo cuestión de tiempo. Las sombras provienen de la cocina y se proyectan en el cuarto. Ahora, por ejemplo, están un poco más largas y angostas que hace un rato. La paupérrima luz de mi escritorio, de 25 watts, que hace unos momentos me parecía natural, revela la debilidad de su artificio y es minada por el avance de lo oscuro. Lo importante es mantenerse alerta. Nada se mueve, a no ser las sombras y su lento estiramiento. No se ve nada por ningún lado. Hasta los muebles parecen vigilar, esperar algo. La cómoda, por ejemplo, parece una tortuga a punto de iniciar una carrera. Después de todo, en la cama no estoy mal. No quiero ni pensar si el bicho no se va, eso es imposible. Aunque, suponiendo que aguarde bajo de la cama, ¿para qué se va a ir? No lo molesta nadie, el cuarto es cálido, silen- cioso... Pensará: «es ideal descansar abajo de la cama de este imbécil». Ya sé que no piensan así, pero quiero decir que puede pensar algo así. Los bichos también piensan. Cosas como dormir o comer, no sé... Eso, tal vez se vaya cuando tenga hambre, a lo mejor en un par de unas horas... Qué cansado estoy. Si no hubiera dejado el reloj en el baño... ¿cuánto hará que estoy acá? Mejor no tener reloj, sería horrible ver que, por ejemplo, sólo han pasado cinco minutos. O menos. Tengo miedo, pero estoy muy cansado... El animal debe estar bastante cansado también, han sido muchas emociones, tal vez ya esté durmiendo. Yo voy a hacer lo mismo, voy a descansar, por lo menos un rato, así el tiempo pasa más rápido. El cuarto se oscurece, no se mueve nada, las patas de los muebles se van inclinando en una reverencia unánime y yo... me duermo. Está oscuro, tengo un sueño con casas blancas en una playa. Luego eso cambia y estoy una casa humilde, de madera, construída sobre un acantilado: grandes troncos la sostienen por debajo. A decenas de metros, el mar estalla contra las piedras. Soy un niño de doce años, acompaño a una mujer joven, con un bebé en brazos. El rancho está vacío y oscuro, yo sostengo una lámpara de kerosén que sólo ilumina un círculo en el piso, hecho con las tablas alargadas. De repente se oye un «splosch». Luego otro y otro, luego una cantidad impresionante de «splosch». Aparecen cabezas de pescados en el suelo. Atraviesan la madera y, viscosos, quedan a medio salir, asfixiándose con cabezazos inútiles, babeando agua y escamas. «Son peces voladores» dice desde la ventana un vecino con una musculosa blanca. Tiene un torso impresionante, un rostro similar al de Burt Lancaster. Agrega: «miren que después del cardumen, vienen las alimañas». En efecto, pequeños bólidos negros comienzan a atravesar el círculo iluminado. Con la otra mano sos- tengo un palo demasiado pesado, intento pegarles para defender a mi familia, para que no nos ataquen. Fallo una y otra vez; sólo se oye el «toc» del palo contra el piso y el rugido del mar. Cada vez que veo pasar una mancha me lleno de miedo y alivio. De repente, descargo el palo y por casualidad golpeo a una, que chilla y cambia de dirección. Aparecen más, a mayor velocidad, se entrecruzan y chocan, desviándose sin sentido. Entonces una de ellas corre directo hacia mí, tropieza con mi zapato y sube por la pierna. Intento golpearla pero el palo cae al suelo. Siento un dolor agudo en la rodilla, una opresión, como una mordida a través de los pantalones. Instintivamente llevo la mano hacia allí y siento el contacto con la piel de pelos erizados que se mueve, puro nervio, hecha un músculo. Bajo la vista y, antes de ver ese bicho espantoso, despierto. Gracias a Dios. Gimo como si faltara el aire. La luz es ínfima. Atravieso los estadios del entresueño con dificultad, como si fueran gelatina. Casi no se ven las patas de los muebles. Instintivamente alargo la mano sudorosa hacia la rodilla, allí sentí el fuego, y toco un bulto peludo, caliente, que se mueve al palparlo. Arqueo la cabeza y no lo puedo creer. Los colmillos ¿saludan o amenazan? No alcanzo a sacar la mano cuando él mueve la cabeza, curva el cuerpo y se libra de ella con un movimiento rápido. Se despereza, es claro. Mira con ojos achinados por el sueño. Muestra todos los dientes. Tiene bajas las orejas, lo que es señal de... ¿mimoseo o ataque? Cierro la mano en un puño. Ahora que lo veo de cerca, los dientes son mucho más largos de lo que pensé, por eso parecían colmillos. Todos son colmillos. Pienso que si lograra agarrarlo por el cuello... La rodilla duele como si tuviera un calambre: se ve que dormí en mala posición por el peso del bicho. No sé cómo, pero algo anuncia que dentro de un momento se lamerá en una especie de rito matinal. He decidido agarrarlo en ese instante. Ahora que lo veo de cer- ca, los pelos son como púas, están sucios, duros por la grasa y mugre acumuladas. Ya no producen esa impresión esponjosa. Más bien reafirman la condición salvaje, carnívora, de comedor de carroña. No es un bicho amable. Tras mirar fijo un rato, se sienta sobre en mi rodilla y comienza a lamerse la pata. Tiene algo así como pezuñas puntiagudas. Se lame con esmero. ¿Y si me equivoco? No es la primera vez que un animal exótico, de aspecto atemorizante, resulta ser una mascota adorable. No se me ocurre ningún ejemplo, pero debe haber alguno. Entonces ¿qué? ¿me quedo quieto en la cama mientras él me aplasta la rodilla? ¿espero que se canse? ¿hasta cuándo? ¿hasta que me acalambre de nuevo? Él no parece percibir nada, continúa lamiéndose. Con voz temblorosa de rabia, digo «se terminó» y, de un manotazo, lo cazo por el cuello. Salto al centro del cuarto y lo agarro con las dos manos. Da pequeñas dentelladas y tiembla como si tuviera un motorcito de batería; araña muñecas y antebrazos, el maldito tiene más fuerza de la que calculé. «Y ahora» pienso dando saltitos «qué hago». Siento un fuego que quema, surcos rojos aparecen en los antebrazos. El animal emite chillidos repulsivos, infla el cuello como un sapo, a punto de estallar. Corro a la cocina, a tirarlo a la calle por la ventana. —Qué lo parió que arañás hijo de puta – digo, y sin previo aviso el bicho escapa, salta y vuelve al cuarto. Veo cómo desaparece bajo la cama. Me detengo en el umbral de la puerta. Vuelvo a la cocina. Me siento en el único banquito que hay. Inspiro para darme ánimos. Poco a poco el jadeo se convierte en respiración normal. Levanto la mano izquierda. Estudio la mordida. La sangre mana con fluidez (hay manchas en el piso y en mi camisa), pero la herida no parece tan profunda. Todo el fuego del mundo se concentra allí. Mejor voy al baño a lavarla para no sea que se infecte. Rápidamente el agua roja se destiñe y se aclara. Permanezco un rato observando el círculo sin fin del desagüe. La mano duele menos; la herida ya no sangra. No creo que haya infección. Vamos a ver qué dice Doña ReiM na cuando se la muestre. 163 NOTAS BIOGRÁFICAS Nelson Ascher Haroldo de Campos (Brasil,1958). Poeta ensayista y traductor de lenguas eslavas al portugués, es autor de O Sonho da Razão, Poesia Alheia (1998), editor de la Revista USP desde 1988 hasta 1994. Columnista, autor de ensayos y colaboraciones especiales para la Folha de São Paulo. (1929-2003) - Uno de los poetas mayores del siglo veinte en lengua portuguesa, traductor de quince lenguas, ensayista, fundador del Grupo Noigrandes y del Movimiento Poesía Concreta, junto a Decio Pignatari, Eugen Gomringer y Augusto de Campos. Integrante de la Redacción de MALDOROR desde 1980. François Caradec Nace en Francia. Escritor, miembro distinguido de l’Oulipo. Autor de ensayos y biografías notables como Lautréamont, Alfred Jarry, Alphonse Allais y Raymond Roussel. Carlito Azevedo Rafael Cippolini (Brasil, 1961). Poeta brasileiro autor de: Collapsus Linguae (1991), Banhistas (1993), Outras Praias (1999), Sublunar (2001). Considera-se herdeiro do concretismo, a poesia marginal e o surrealismo. Diretor da revista Inimigo Rumor. Karlheinz Barck Co-director del Zentrum für Literaturforschung de Berlín. Es autor, entre otras obras, de Poesie und Imagination. Studien zu ihrer Reflexionsgeschichte zwischen Aufklärung und Moderne, 1994; Continents de l’Imagination, 1988 y Luis de Góngora und das poetische Weltbild in seinen Soledades, 1982. Con Richard Faber es autor de Ästhetik des Politischen/Politik des Ästhetischen, 1999. Leah Bonnín Psicóloga, nació en Barcelona. Fue profesora de lengua y literatura. Publicó recientemente la novela Flor de acacia. Un viaje íntimo al corazón de África (2005) y es autora, con el nombre de Karmen Ochando Aymerich, del ensayo literario La memoria en el espejo (1998). Cuentista, colabora habitualmente con revistas literarias y periódicos españoles. 164 (Argentina, 1967). Ensayista. Curador ocasional. Miembro del Collège de Pataphisyque, del Novísimo Instituto de Altos Estudios Patafísicos de Buenos Aires (NIAEPBA). Miembro fundador del Instituto Marcel Duchamp de Buenos Aires. Manuel da Costa Pinto Jornalista, colunista da Folha de São Paulo, Mestre em Teoria Literaria e Literatura Comparada pela USP, é autor de Literatura Brasileira Hoje e Albert Camus - Um Elogio do Ensaio. Leandro Costa Plá (Uruguay, 1976). Joven poeta, autor de Entre Otros (2001) y el El agua entre las manos (2002). Marcelo Damiani Docente universitario, vive en Buenos Aires. Su primera novela es Adiós, Pequeña (1995), seguida de El sentido de la vida que obtuvo, en 1998, el Premio del Fondo Nacional de las Artes. Su primer libro de poemas se titula Pasajeros. Acaba de editar una nueva novela: El oficio de sobrevivir. Arturo Despouey (1909-1982) – Crítico cinematográfico y teatral, su sentido de la aventura, lo llevó a viajar y transmitir, desde la B.B.C. de Londres o desde la dirección de EL CORREO de la UNESCO, noticias e impresiones de episodios históricos y culturales de su época. Dramaturgo y narrador, autor de Santuario de extravaganacias (1927), deja una importante obra inédita. Marosa Di Giorgio (1932-2004) – Poeta uruguaya de originalísima imaginación, publicó entre otros libros Poemas (1954), Humo (1955), Druida (1959), Historial de las violetas (1965), Magnolia (1965), La guerra de los huertos (1971), Clavel y Tenebrario (1979), La liebre de marzo (1981), Los papeles salvajes (1989), La Falena (1989) y Membrillo de Lusana (1989). Nelson Di Maggio Crítico de arte, jurado y curador de exposiciones es, además, profesor en cursos de su especialidad y colaborador permanente de artes visuales del diario LA REPÚBLICA en Montevideo. Es autor de Washington Barcala, 1995; Pedro Figari, 1992; César A. Pesce Castro, 1996; Los Cafés literarios, 1996 y Jorge Damiani, 2002 Manuel Flores Mora (1923-1985) – Periodista y ensayista uruguayo, legislador y político, autor de dramas y novelas aún inéditas, dirigió hasta su muerte el semanario uruguayo JAQUE. Autor de José Artigas, primer estadista de la revolución, 1942 y Manuel Flores Mora (Maneco). Parlamentario, periodista, escritor, historiador, crítico literario, III tomos, 1986. Eduardo Milán Julio Herrera y Reissig (1875-1910). Poeta uruguayo, fundador de la tertulia modernista de la Torre de los Panoramas.Autor de Los peregrinos de piedra (1909). Ensayista profuso, publica en la revista VIDA MODERNA, el ensayo carta, Epílogo wagneriano a «La política de fusión» (1902); Prosas: crítica, cuentos, comentarios (1918). La primera edición de sus Poesías completas se edita en Montevideo en 1913. Tamara Kamenszain (Argentina , 1947). Estudió filosofía y letras en la UBA, donde es actualmente profesora titular. Poeta y ensayista, autora de Los No (1977), De este lado del Mediterráneo (1973) y El Texto Silencioso (1983). Sus poemas fueron traducidos a varias lenguas. Javier Gancio Estudiante avanzado de Ciencias de la Comunicación, Universidad de la República, Uruguay. Es autor de Desidia poética y Miscelánea (poemas para la hispánica), aún inéditos. Héctor Libertella Profesor de Literatura Comparada de la State University of New York, Buffalo. Entre sus libros, The Idea of Form: Rethinking Kant’s Aethetics, 2003; Of Minimal Things: Studies on the Notion of Relation, 1999; The Wild Card of Reading. On Paul de Man, 1998 e Inventions of Difference. On Jacques Derrida, 1994. Narrador y ensayista, fue profesor de teoría y crítica literaria en varias universidades de Argentina y del extranjero, así como investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de su país. Ha publicado novelas, como El camino de los hiperbóreos (1968), Aventuras de los misticistas (1971), Personas en pose de combate (1975), El paseo internacional del perverso (1990) y Memorias de un semidiós (1998); libros de cuentos, como ¡Cavernícolas! (1985) y El árbol de Saussure (2000) y ensayos, como Nueva escritura en Latinoamérica (1977) y Las sagradas escrituras (1993). Milton Hatoum Aldo Mazzucchelli Nasceu em Manaus (Amazonas) e vive em São Paulo. É autor dos romances Relato de un certo Oriente (1989), Dois Irmãos (2000) e Cinzas do Norte (2005). Poeta, narrador, crítico y traductor uruguayo. Profesor de literatura y de teoría literaria, fue redactor responsable de la separata cultural Insomnia del semanario montevideano POSDATA. Entre sus libros éditos o inéditos se cuentan Después de 1984, Ánima (1989) y Averías. Un relato suyo se publicó en la antología Extraños y extranjeros. Panorama de la fantasía uruguaya actual, 1991. Rodolphe Gasché Nació en Uruguay, pero reside en México desde 1979. Entre su amplia obra poética, por la que ha recibido varios premios, se señalan Estación, Estaciones (1975), La vida mantis (1993), Alegrial (1997), Ganas de decir, 2004. También ha publicado libros de crítica y de ensayo, por ejemplo Una cierta mirada (1989). En México integró el Consejo de Redacción de la revista VUELTA. Juan Carlos Onetti (Montevideo,1909 – Madrid, 1994). Escritor. Su numerosa obra narrativa comenzó con la novela El pozo (1939). Vivió varios años en Buenos Aires. En 1974 se radicó en España, donde falleció. Obtuvo el Premio Cervantes (1980) y recibió el Gran Premio Nacional de Literatura (Uruguay, 1985). Cristina Peri Rossi Escritora y periodista uruguaya. Ha publicado numerosos libros de narrativa y de poesía, entre ellos Europa después de la lluvia (1987), Babel bárbara (1990), Aquella noche (1996), El amor es una droga dura (1999). Reside en España desde 1972. Ha obtenido varios premios por su tarea literaria. En 2003 publicó El pulso del mundo, recopilación de sus artículos periodísticos. Jacques Rancière Es profesor emérito del departamento de filosofía de la Universidad de París VIII. Entre numerosos títulos figuran: Chroniques des temps consensuels, 2005; La haine de la démocratie, 2005; Malaise dans l’esthétique, 2004; Le destin des images, 2003; La fable cinématographique, 2001; Le partage du sensible. Esthétique et politique, 2000 y La parole muette. Essai sur les contradictions de la littérature, 1998. 165 Carlos Real de Azúa Isidra Solari (1916–1977) – Ensayista, crítico, docente, historiador. Uno de los más destacados integrantes de la generación del 45, sino el de mayor erudición y diversidad de intereses. Entre sus obras están: El patriciado uruguayo (1961), El impulso y su freno (1964), Antología del ensayo uruguayo contemporáneo (1964), Partidos, política y poder en el Uruguay (1971) y La Universidad (1973). Nació y vive en Salto, cuya Comisión Honoraria del Patrimonio Histórico presidió. Actúa junto al Paisajista Leandro Silva Delgado en la restauracion del Parque Benito Solari y Jardín del Descubrimiento. Organiza la Escuela Municipal de Jardineria de Salto e integra instituciones internacionales de educación. Colabora en periódicos locales con notas históricas. Zully Riveiro Armonía Somers Docente de literatura en la enseñanza secundaria y en institutos de formación docente del Uruguay. Es autora, entre otras obras, de OffidiO de TinnieblaSS/ppppasmo: el libro de J/ Iod/Y. Teoría y metaficción literaria, 2004; Múzica hematográfica. Teoría y crítica literaria, 2003 y El carro de las horas, 2000. Emir Rodríguez Monegal (1921-1985) – Nació en Uruguay y falleció en los Estados Unidos, siendo profesor en la Universidad de Yale. Ensayista y crítico literario. Dirigió la sección literaria de MARCHA, cofundó NÚMERO, dirigió MUNDO NUEVO, revista de literatura latinoamericana. Entre sus numerosos títulos, El Juicio de los parricidas. La nueva generación argentina y sus maestros (1956), Literatura uruguaya del medio siglo (1964), El otro Andrés Bello (1969), Narradores de esta América, II tomos (1969/1974), Borges, a Literary Biography (1978), Borges par lui-même (1970). Luis Ruffato Nasceu em Cataguases (Minas Gerais) e mora em São Paulo, onde trabalha como jornalista. É autor dos livros de contos Histórias de remorsos e rancores (1998) e Os sobreviventes (2000) e do romance Eles eram muitos cavalos (2001). O texto «A Demolição» faz parte do livro O mundo inimigo, volume II do ciclo Inferno provisorio, cujo primeiro volume titula-se Mamma, sono tanto felice . Gabriel Schutz (Uruguay 1973). Reside en Estados Unidos. Autor de Una noche de luz clara y otros cuentos. El cuento que publicamos forma parte de un libro que próximamente publicará Trilce. Márcio Seligmann-Silva Profesor de Teoría Literaria en la UNICAMP, Estado de San Pablo, Brasil. Entre sus obras: Ler o Livro do Mundo. Walter Benjamin: romantismo e crítica poética (1999); Adorno (2003); O Local da Diferença (2005). Coordinó los libros História, Memória, Literatura: o Testemunho na Era das Catástrofes (2003) y Catástrofe e Representação (2000). Pablo Silva Licenciado en Ciencias de la Comunicación, dirige en Montevideo el programa radial Sopa de letras, dedicado a la literatura. Publicó recientemente el libro de cuentos La revolución postergada (y otras infamias). 166 (1914-1994) – Nacida en Pando, falleció en Montevideo. Su verdadero nombre era Armonía Etchepare. Su primera novela fue La mujer desnuda (1950), seguida de El derrumbamiento (1953), Un retrato para Dickens (1969), Muerte por alacrán (1978) y Solo los elefantes encuentran mandrágora (1986), entre otros libros. Damián Tabarovsky Nació en Buenos Aires en 1967. Publicó las novelas Fotos Movidas, Coney Island, Bingo, Kafka de vaciones y Las Hernias; además del volumen de ensayos Literatura de Izquierda. Entre otros, tradujo a Raymond Roussel, Copi y Louis-Renée des Forêts. Bruno Zeni Naceu en Curitiba (Paraná) en 1975 e mora en São Paulo. Jornalista, Mestre em Teoria Literária pela Universidade de São Paulo, é autor de O fluxo silencioso das máquinas. O texto aquí publicado é o primeiro capítulo do romance inédito Corpo-acorpo com o concreto. Yo que sé, Nelson Ramos (2004) 167 168