Ni de aquí ni de allá. Comonfort… desconocido por conservadores y desprestigiado ante liberales. Emma Paula Ruiz Ham Investigadora del INEHRM No había transcurrido siquiera un mes de la toma de protesta del general Ignacio Comonfort como presidente constitucional de México, cuando el 17 de diciembre de 1857, al darse a conocer el Plan de Tacubaya, la esperanza que más tarde expresó tener el propio Comonfort con respecto a la aplicación de la Carta Magna promulgada en febrero de dicho año se desvaneció por completo. El Plan de Tacubaya fue redactado por el militar Félix María Zuloaga, Manuel Siliceo, yerno de Comonfort, el diputado Juan José Baz y Manuel Payno, político y escritor; lleva ese nombre por haber sido escrito en la villa de Tacubaya (Ciudad de México). Lo forman seis artículos, entre los cuales destacan aquellos que se refieren a la derogación de la Constitución del 57, al reconocimiento de Ignacio Comonfort como presidente del país y a la convocatoria de un Congreso extraordinario para la elaboración del texto constitucional “conforme con la voluntad nacional, y [que] garantice los verdaderos intereses de los pueblos”. Dos días después, Comonfort manifestó su adhesión a este programa, pero finalmente —en medio de un remolino político y desasosiego interno por la falla que había cometido—, se retractó. Con ello, no sólo se rompió el apoyo que había brindado en beneficio del grupo conservador, cuyos intereses en conflicto con los principios liberales permitieron la configuración de un plan que atentó contra el orden de cosas legalmente constituido, sino que también, y como era de esperarse, quedaba fuera del juego para dirigir el destino de la nación. Zuloaga desconoció a Ignacio Comonfort el 11 de enero de 1858; éste no tuvo más opción que partir al exilio. El enfrentamiento entre liberales y conservadores estaba más que declarado: anunciaba el inicio de la Guerra de Reforma. Resultan innumerables las interrogantes que se pueden plantear ante el complejo de hechos que se desarrollaron a fines de 1857 y principios de 1858. ¿Cuáles eran las características de la Carta Magna de 1857 que generó una lucha entre la existencia de ideologías y la aplicación de principios que se excluían mutuamente? ¿A qué grupos o qué intereses afectaban sus artículos, o expresado de otra manera, hasta qué grado las élites permitirían el progreso de la sociedad a costa de la afectación de sus bienes? ¿Cómo conciliar las diferencias entre los llamados liberales puros, los moderados y los progresistas? ¿Cómo explicar el “autogolpe” de Estado de Comonfort? ¿Qué peso se les puede dar a las acciones de los hombres y a las circunstancias o factores que inciden en la toma de decisiones políticas? El desconocimiento de Comonfort por parte de Zuloaga —hace 144 años— se enmarca en una serie de episodios de mayor significación que, sin pretender profundizar, abordaremos en el presente artículo. Tras el triunfo de la Revolución de Ayutla que aniquiló a la dictadura de Antonio López de Santa Anna en 1855, Juan Álvarez, primero, y después Ignacio Comonfort asumieron provisionalmente la presidencia de la República. De origen poblano, Comonfort había sido prefecto de Tlapa, Guerrero, diputado, senador y administrador de la aduana de Acapulco. Asumió de manera interina la presidencia de México del 12 de diciembre de 1855 al 30 de noviembre de 1857 y, de modo constitucional, del 1 al 17 de diciembre de 1857. Su breve paso por el Ejecutivo, se ubica entre los capítulos más álgidos y complicados de la confrontación en la que se sumergieron los mexicanos de la segunda mitad del siglo XIX en el intento de crear el mejor sistema de gobierno dentro de un territorio que había sido dominado durante tres siglos por España. Parecía que las tres décadas anteriores de ensayo y error no habían sido suficientes para consolidar de una vez y por todas una administración aceptada, aplicada y respetada por el grueso de la población, ni mucho menos por las clases políticas, religiosas y empresariales. Todavía bajo el gobierno de Álvarez, conforme al Plan de Ayutla reformado en Acapulco, se lanzó, en octubre de 1855 la convocatoria para un Congreso extraordinario, siendo inaugurado por Comonfort el 18 de febrero de 1856. De esa fecha, hasta el día en que se promulgó el texto constitucional de 1857 que emanó de dicho Congreso, fue significativo el debate que hubo entre los diputados, cuya filiación predominante fue la liberal; pero también resultaron sintomáticos del origen de un conflicto realmente grave, tal como se hizo patente al estallar la Guerra de Reforma, los desacuerdos entre los constituyentes en relación con el modo en el que se entendían ciertos aspectos del Plan de Ayutla, como por ejemplo la renuncia de la presidencia interina del general Álvarez, y el asunto relativo a la reinstalación del Consejo de gobierno, amén de las medidas “tibias” que adoptó el presidente Comonfort con un sector de la Iglesia y del ejército, que desplegaron varias rebeliones a lo largo de su mandato. Ante el permanente torbellino, el 2 de febrero de 1857 quedó listo el documento que debía regir la marcha del país, sin embargo, la inconformidad salió a relucir: los liberales puros hubiesen querido encontrar en ella la vía para alcanzar una verdadera reforma; los conservadores la consideraron “anticlerical”, y el gobierno debió resignarse, dados los límites que imponía al Ejecutivo. Comonfort declaró que le correspondía al pueblo evaluar la Constitución; cauto o temeroso, pasó un mes a partir de la redacción final al momento en que la mandó publicar, generando sospecha de que no la promulgaría. Como lo diría posteriormente desde su exilio, Comonfort caviló sobre un asunto en extremo espinoso: La obra del Congreso salió por fin a la luz, y se vio que no era la que el país quería y necesitaba. Aquella constitución que debía ser iris de paz y fuente de salud que debía resolver todas las cuestiones y acabar con todos los disturbios, iba a suscitar una de las mayores tormentas políticas que jamás han afligido a México. Con ella quedaba desarmado el poder enfrente de sus enemigos, y con ella encontraban éstos un pretexto formidable para atacar al poder: su observancia era imposible, su impopularidad era un hecho palpable; el gobierno que legara su suerte con ella era un gobierno perdido. Y sin embargo, yo promulgué aquella Constitución, porque mi deber era promulgarla aunque no me pareciera buena. El Plan de Ayutla que era la ley de mi gobierno y el título de mi autoridad, no me confería la facultad de rechazar aquel Código; me ordenaba simplemente aceptarle y publicarle, y así lo hice con la convicción de que no llenaba su objeto tal como estaba concebido, pero con la esperanza de que se reformaría conforme a las exigencias de la opinión y por los medios que en él mismo se señalaban. El 11 de marzo de 1857, se publicó la Carta Magna, pero la lista de inconformidades fue en aumento. A raíz de la orden de Comonfort de que “los funcionarios, autoridades y empleados, tanto civiles como militares, juraran la Constitución”, el clero volvió a pegar el grito en el cielo. Aun cuando dicha orden no aludía a la Iglesia católica, ésta anunció que a todos aquellos que hicieran el juramento se les negarían los sacramentos. Asimismo, el gobierno recibió una comunicación del obispo de Michoacán en la que manifestaba el rechazo de 13 artículos constitucionales que iban en contra de la Iglesia. Mucho se ha discutido sobre la moderación de las medidas comonfortistas, pero, entonces cómo explicar que, no obstante la reacción combativa de los conservadores, desde inicios de 1857 salieran a la luz varias leyes reformistas: la del registro civil (27 de enero), la relativa al uso de cementerios (30 de enero) y una más sobre obvenciones parroquiales (11 de abril). Otro de los puntos imprescindibles por ejecutar después de la promulgación de la Constitución era el de las elecciones, de las cuales Ignacio Comonfort salió vencedor y tomó posesión del cargo el 1 de diciembre de 1857. El proceso electoral no escapó a las críticas. La prensa de la época dio cabida tanto a las opiniones que se inclinaban por la conveniencia de continuar con la dictadura que justificó el movimiento de Ayutla como a los argumentos en torno al establecimiento del orden constitucional. Como lo señala la historiadora Antonia Pi-Súñer, es digno de enfatizar que Francisco Zarco llamó a Comonfort en repetidas ocasiones, para que se apegara a los mandatos de la Carta Magna, pues como presidente, él era el primero que debía respetarla. Por desgracia, Ignacio Comonfort, como si estuviese en una maraña o contando con la firme convicción de buscar la conciliación nacional a partir de otro texto constitucional, terminó por desconocer al del 57, adhiriéndose al Plan de Tacubaya. Los ecos sobre la posibilidad de un golpe de Estado se habían dejado escuchar desde que Álvarez se hizo cargo de la Primera Magistratura. En el transcurso de 1856, el sector conservador siguió haciendo ruido al respecto, sobre todo en aquellos momentos en los que desde la tribuna y la prensa se le exigía a Comonfort la revisión del Congreso en todos los actos de su administración. Argüían los conservadores que sólo así (por un golpe de Estado) “se podía salvar a la República de la anarquía”. Poco antes de que Comonfort tomara protesta como presidente constitucional, se dieron cita Félix María Zuloaga, Juan José Baz y Manuel Payno, en la que, luego de cuestionar la viabilidad de la Constitución y en tal sentido desconocerla, Comonfort optó por hacer lo que una mayoría privilegiada decidiera. Ello dejaba abiertas las puertas para transitar hacia el objetivo anhelado: echar por tierra la Carta Magna de 1857. Así pues, el instante decisivo llegó. En la madrugada del 17 de diciembre de 1857, Félix María Zuloaga, al frente de una brigada, se pronunció con el llamado Plan de Tacubaya, que demandaba la derogación de la Constitución. Zuloaga era originario de Álamos, Sonora; en un principio, se unió a los liberales y al Plan de Ayutla, pero después, bajo ideas conservadoras, llegaría a ser una figura de primer orden en el curso de los acontecimientos que prepararon el terreno de la Guerra de Reforma. El día 19, Comonfort expresó su adhesión al Plan de Tacubaya y en un manifiesto trató de justificar su decisión, al aducir que, como todos, lo que perseguía era el bien de la patria, sólo que ahora lo haría al frente de un gobierno distinto. Ese mismo día, Benito Juárez, presidente de la Suprema Corte de Justicia, fue hecho prisionero. Los que antes habían apoyado o integrado al gobierno de Comonfort, poco a poco rompieron por completo todo vínculo que los unía con él; se declararon en franco enfrentamiento. Aunque Comonfort recapacitó, los sucesos se habían dado muy rápido y su trascendencia era tal, que, al pretender “restablecer la legalidad”, ya era demasiado tarde. Zuloaga lo desconoció el 11 de enero de 1858, pues a decir de éste, Comonfort no había sabido corresponder a su confianza. Esa misma noche, Juárez quedó en libertad y se dirigió a Guanajuato. El otrora presidente permaneció en la Ciudad de México en calidad de general en jefe de las fuerzas del gobierno, empero, no contaba con el apoyo de nadie, por lo que el 21 de enero partió a Veracruz rumbo al exilio pudiendo regresar en 1861. Mientras tanto, cada bando cerró filas en torno de su presidente, Juárez lo era para los liberales de acuerdo con la Constitución del 57, y Zuloaga para los conservadores que secundaron el Plan de Tacubaya. No había vuelta de hoja; una guerra más había iniciado: la Guerra de Reforma o Guerra de Tres Años, y, si bien terminó con el triunfo del ejército liberal en enero de 1861, no obstante, la victoria liberal se consumió hasta 1867 tras una invasión extranjera y el ensayo monárquico de Maximiliano de Habsburgo.