¡Vete!, ¡vete!, ¡vete! De pronto desapareció. El corazón se te aceleró

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LUIS FELIPE DE JESÚS ULERIO
─ ¡Vete!, ¡vete!, ¡vete!
De pronto desapareció. El corazón se te aceleró pensando que había entrado. En ese momento salían las dos viejas
dejando a la tía Margot en la habitación. Te lanzaste sobre
ellas, llorando por la niña. Mirando a Jacoba le dijiste:
─ No pude evitar que entrara.
Colasa te abrazó señalando a la distancia y luego te susurró al oído.
─ Mira el caballo negro alejarse. El jinete se ha ido. En
dos horas Martina estará sana, prepárele una sopa de fideos
para cuando despierte.
Saltaste de alegría, la muerte se había marchado de tu
casa y Martina se salvaba. Lamentaste no encontrarte en
casa el día del parto. También lo habrías enfrentado. Miraste
a Colasa y le preguntaste.
─ Colasa, ¿qué tenía mi pequeña?
Las dos viejas sonrieron y a coro te dijeron:
─ Mal de ojo.
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XIII
─ Recuerda, Tomás, que ya enfrentaste a la muerte por
Martina. Juraste estar a su lado y orientarla. Cuando los hijos
se enamoran creemos que el mundo se nos cae encima, hasta
sentimos celos. Las mujeres sentimos celos de las noviecitas de los hijos y ustedes, los hombres, son peores con los
noviecitos de las hembras. Es natural que se enamoren. El
papel de los adultos es orientarlos, ayudarlos. Cuando éramos jóvenes hacíamos lo mismo. Nos comportábamos igual
o quizás peor.
Es que creemos que son y serán siempre niños, pero un día
crecen y se casan y se van. Hay que dejarlos ir, porque es ley de
la vida. Lo mejor es que se vayan con nuestra bendición.
─ Tomás, ¿alguna vez te has detenido a pensar en lo
que tuvo que hacer la pobre Margot para pagar el santiguo
a la vieja Colasa y salvar a Martina? ¿Has pensado en qué
se convirtió su vida a partir de aquel insólito suceso? Tendré
que recordártelo.
─ En la misma cabaña donde se encuentran ahora Martina y Andrés sucedió la desgracia de Margot, quince años
atrás, cuando Martina tenía sólo dos. Tú no puedes haberlo
olvidado. Margot, tu hermana, quien ha sido como la madre
que ella no tuvo, sacrificó su virginidad por una bagatela,
para salvar a su pequeña sobrina.
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XIV
M
argarita, que así conocían en todo el pueblo a
Margot, era la mujer más deseada. Desde el más
tierno adolescente hasta el pastor que había llegado al pueblo y decía que era soltero la miraban con lascivia.
Martín, un sobrino del viejo Jacob, oportunista y maquiavélico, llevaba varios años cortejándola, asediándola de mil
maneras. Como sabía que ella ni remotamente lo miraría por
su mala reputación en todo el pueblo, aprovechó la crítica
situación económica de la mujer y la urgencia de pagar el
santiguo de mal de ojo de su pequeña sobrina para que no se
muriera, ya que tú no tenías dinero ese día. Le preguntó la
raíz de su evidente preocupación y ella, desesperada le contó
su urgencia. Con aparente benevolencia le prestó el dinero,
pero ya sabía cómo se lo iba a cobrar. Al día siguiente, con
viles intenciones, la presionaba para que le pagara.
─ No tengo dinero ahora ─ Le decía ella desesperada.
─ No importa, tú tienes con qué pagarme.
La sangre se le paralizó a Margarita. En principio quiso correr y desaparecer del mundo. La malévola sonrisa de
Martín le aruñaba el alma. Sentía como si se desplomara en
un túnel infinito. Pensó en cuantos argumentos se les ocurrieron para desviar lo inevitable.
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─ Yo no quiero hacerlo por compromiso, eso es prostitución. Sería mejor si tú despertaras en mí el amor ─ decía
ella para ganar tiempo y poder pagarle el dinero que le debía
sin tener que ir a una cama con ese buitre.
Él insistía en que no era necesario el dinero para pagarle. Que ella tenía algo que le interesaba más. La pobre
Margarita se sintió acorralada ante la propuesta de Martín y
no pudo escapar de aquella situación.
─ Está bien, te lo voy a dar porque no tengo otra opción,
pero espero que te mueras con el “tallo duro”.
Su rostro reflejó un semblante de angustia. Fue tanto
el dolor que sus palabras se convirtieron en una maldición
inevitable para el miserable. Martín, un malnacido, que sólo
se dedicaba a hacer daños a todos los que se les acercaban,
con una carcajada cínica y sarcástica, le dijo:
─ Sí, me moriré con el tallo duro, pero será sobre ti, mamacita. Te espero en el bosque, en la cabaña de Jacob, al caer
la tarde. El tío anda para el pueblo y no volverá hoy.
Aquel día la puso entre la espada y la pared. Ella no
tuvo otra salida porque amaba a su sobrina más que a nadie
y apesadumbrada aceptó.
Él llegó temprano a la cabaña y estaba seguro de que ella
no iba a asistir a la cita. Se arrepentiría. Estaba tan excitado
que el más leve ruido de alguna hoja que se desprendiera de
su rama lo asociaba con los pasos de Margarita llegando a
la cabaña.
Margarita era mujer de palabra y aunque deseó mil veces
no ir, iba a cumplir con aquel degenerado, así fuera lo último
que hiciera en su vida. Llegó cuando ya él no la esperaba y
se desnudó. En el atardecer, cuando llegaba la noche, ella
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se le entregaba justamente en la cabaña del bosque, donde
quince años más tarde Martina se entregaría a Andrés; pero
la maldición de Margarita se iba a cumplir al pie de la letra.
Al contemplar su desnudez y la belleza de un cuerpo
perfecto, Martín tomó el ímpetu de un buey y se lanzó sobre
ella como quien pierde el juicio. Se perdió en el oscuro túnel
del exceso de placer sexual. Su respiración se agitó. Perdió el
control y llegando al clímax se quedó dormido, eternamente
dormido, mientras ella, sin sentir ningún placer, pensaba que
terminaba de pagar su deuda.
Ese mismo día al llegar la noche su hermano mayor, que
dormía con el tío, encontró a Martín muerto en la cabaña con
el ripio duro, justamente como lo maldijo Margarita.
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XV
T
omás contemplaba a su mujer contándole aquella
historia. Ya la conocía, pero nunca se había detenido
a pensar en su hermana. En lo adelante sería más
considerado con Margot, por haber sacrificado todo por su
niña e iba a ser más tolerante con Martina. Su mujer tenía
razón. Se había comportado como un tirano con su hermana
y su hija.
Marta seguía pasándole balance a su vida. Tomás deseaba profundamente que fuera verdad, que estuviera allí, que
se lo llevara con ella.
─ Tomás, la verdad y la barriga no se pueden esconder
por mucho tiempo. No preguntes cómo. Fue extraño. Lo de
Martín y Margot en la cabaña del bosque se supo. El pueblo
se enteró de la maldición de Margot y de la muerte del miserable sobre ella. Hasta los no natos la iban a recordar per
secula seculorum. El hermano mayor de Martín, fue quien lo
encontró inerte con el ripio duro como el hierro y no hubo
forma de que bajara. Movido por la vergüenza de la familia,
se empeñó en que se hiciera justicia. No valió la intercesión
del tío Jacob por la muchacha, pues él conocía las diabluras
de su sobrino y las bondades de ella. Margarita no tenía para
pagar a quien la defendiera. Se defendió como pudo, pero de
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todos modos la enviaron a una cárcel de los alrededores de
la capital.
Quince años más tarde, no faltaban los que se referían a
la pobre Margot como la mujer de la maldición. En su juventud era la muchacha más codiciada hasta por los más “honrados” hombres del pueblo, los de pseuda moral. Aquellos que
no rompían un plato delante de sus esposas, pero descricajaban la vajilla en su ausencia y por favor no vayan a pensar
en el alcalde del lugar o el pastor o el médico pasante del
policlínico del pueblo.
Una virtuosa mujer, Margarita, con grandes atributos
corpóreos había llegado a un penitenciario llamado, casi irónicamente, La Victoria, sin cometer mayor pecado que entregar su cuerpo a un hombre para salvar la vida de su sobrina.
La victoria, la victoria, todos queremos alcanzarla, pero nadie
quiere llegar allí en la condición en que llegó Margarita.
La Victoria era el peor recinto carcelario que se conociera en todo el país. Albergaba a hombres y mujeres, quienes estaban separados sólo por una malla metálica que partía
en dos áreas el campo carcelario. La malla impedía el paso
de los prisioneros, pero no el contacto. Muchos reclusos, en
el poco tiempo que les daban para tomar sol, corrían a la metálica malla a encontrarse con sus melibeas, haciendo hasta
lo imposible para poder darse un beso forzado.
Desde que Margarita llegó a aquel infierno, los reclusos,
carcelarios, visitantes y hasta algunas mujeres pusieron sus
ojos en ella, en ocasiones se sintió incómoda con los asquerosos piropos que le prodigaban. Hasta el alcaide del recinto, un hombre flacucho y largo, pero enérgico y chispeante
como un rayo, llamado Roberto, la asediaba.
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Cuando el ser humano está muy ocupado el tiempo pasa
como una falsa ilusión mental, imperceptible por los sentidos, pero en una cárcel, un día es una eternidad. Margarita,
que era el nombre con que se dio a conocer en la prisión,
llevaba tres meses en aquel inhóspito lugar, pasando la única
hora que le daban por las tardes para tomar un poco de sol,
pegada a la malla, lejos de los enamorados, sumida en un
eterno llanto, dando gritos y más gritos. No lograba aceptar
su condición de prisionera en la peor cárcel del país. Ella no
era culpable de nada.
Esperaba el día, ese funesto día en que el alcaide la llamara a su oficina, como hacía, con frecuencia, con las prisioneras que les gustaban o cuando necesitaba descargar su
animalesca excitación masculina.
Las lágrimas le secaron el corazón y juró nunca enamorarse. Por culpa de un hombre estaba atravesando aquel calvario. “Los hombres no valen la pena, sólo sirven para dos
cosas y una es dar problemas”. Maldijo el día en que fueron
creados. Un terrible sentimiento de misantropía estaba despertando. Se iba al final de la malla metálica para sentirse
sola y cuando algún recluso se acercaba, ella se alejaba sin
responder a todos los impropios piropos.
Un día, cuando sólo quedaban algunos minutos para que
arrearan a los prisioneros a sus celdas carcelarias, como ganado vacuno, apareció del otro lado de la malla un muchacho. Margarita no se percató de su presencia hasta que un
¡hola! tímido y tierno, como un susurro del viento, llegó a
sus oídos. Levantó la mirada y contempló a un hombre de
límpido semblante que la miraba. Era diferente. Lo contempló por un momento. Sus ojos se abrazaron a los de aquel
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muchacho. Con su tierna mirada la hechizó. Era el preludio
de un inevitable e inexorable sentimiento del más puro amor
que hasta entonces había experimentado. Un amor que sólo
iba a comparar, quince años más tarde con el amor de Andrés
y Martina.
Marcio, que así se llamaba el muchacho, era de mirada
profunda, ojos saltones, piel quemada y pelo fino, color azabache. Parecía nuevo en el recinto, pero llevaba un mes en
ese infierno. Ningún hombre la había cautivado en su vida,
pero éste, de menos edad que ella, despertó al eros que llevaba dormido. Se observaron. Intercambiaron pocas palabras,
pero acordaron reunirse en ese lugar siempre que tuvieran la
oportunidad de tomar un poco de sol.
No tenía perfil de delincuente, más bien era un aspirante
a cura que por una maldita broma había matado a su mejor
amigo, sin malicia ni intención, y aunque todos los prisioneros decían ser inocentes, acusados de delitos que supuestamente no habían cometido, él no tuvo que decirle, ella lo
leyó en sus ojos, era un hombre bueno.
Se enamoraron apasionadamente y decidieron reunirse
en la malla metálica todas las tardes, en la hora que les daban
para tomar un poco de sol. En ocasiones sólo se miraban y
rozaban sus manos hasta que, con una penetrante mirada,
clavando sus ojos el uno en el otro, se despedían sin decir
palabras. Otras veces, ella le hablaba de la pequeña Martina,
sus travesuras, sus ocurrencias y su tierna mirada. Él la escuchaba y sonreía, deleitándose con su hermosura. Todo el
amor sensual que había reprimido, fiel al celibato impuesto
en el seminario, lo vertió sobre Margarita. A veces le preguntaba una bobería para percibir su rostro de diosa al hablar
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de la niña. Ella se extasiaba en el más profundo y extenso
discurso sobre el ingenio y la belleza de la infante. Habían
hecho de ese breve momento la gloria en medio del infierno. Fue justamente en una de esas tardes cuando Marcio le
contó a Margarita la trágica historia de Eleanor Marx con el
despiadado Edward
El alcaide del recinto se dio cuenta del romance y una
tarde mandó a llamar a Margarita. En principios ella pensó
que alguien se había apiadado, que en pocos días volvería a
su casa para cuidar a su sobrina.
Si conseguía su libertad lucharía por Marcio hasta verlo
también libre. Se iría a vivir a otro pueblo y se llevaría con
ella a Martina. Formaría una familia con la sobrina y ese
hombre. No sabía exactamente quién era, pero confiaba en
su corazón. Nunca le preguntó su delito, porque el tiempo que pasaban juntos en el patio del recinto carcelario era
muy breve, él tampoco le preguntó el suyo. Su mayor temor
era que cuando él se enterara por qué estaba en la cárcel la
abandonara.
Margarita iba sumida en estos pensamientos hasta que
la mujer policía que la conducía a la oficina del alcaide comentó con cierta desfachatez:
─ Tú sabes a qué vas. Trabájalo bien, quién sabe si te
saca de esta mierda. Aquí es fácil llegar, pero salir cuesta
mucho.
La frase de la militar la sacó de sus ingenuas cavilaciones. La miró con desdén y la maquiavélica cara de la infame
recluta reflejó la burlesca ironía de una sonrisa sarcástica.
─ A todas las va llevando, una a una, pero salen contentas. Sólo que nunca vuelven.
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Seguía callada, para qué responder a aquella insolente
deslenguada. Llegando a la antesala de la oficina del alcaide
y para rematarla con su hostil conversación, la mujer policía señalando hacia la cremallera de su pantalón, con cierta
brusquedad, dijo:
─ “Para que se lo coman los gusanos, que se lo coma un
cristiano”. Aquí se pudren muchas mujeres y nunca llegan a
probar un hombre.
La recluta, que no era mujer fácil, se detuvo en la puerta
de la oficina del alcaide, lo miró y sonrió. Con la malicia
del mismo demonio tocó la espalda de Margarita con cierta
malicia y dijo:
─ ¡Uh, jefe, qué banquete!
Él levantó sus ojos por encima de sus espejuelos, pero
no habló. Margarita estaba temblando. Sus compañeras se
lo habían dicho e inevitablemente Marcio se iba a enterar.
Era parte del plan, porque el mismo alcaide posiblemente se
lo diría para alejarlos. Qué hacer para evitar echarse a este
hombre encima. Pensó excusarse argumentando que podía
tener alguna enfermedad. Se veía frondosa y apetecible, no
le iba creer. “Si una mujer así me pega una peste, muero
feliz” decían los reclusos frecuentemente. Si se negaba, lo
más probable era que la violara. El preso no tiene derecho
y menos al llegar a este penitenciario. Qué podía ser lo que
este animal con ropa pretendía con ella. Él la miró desde los
pies hasta la cabeza. Con cierto desdén dijo:
─ Así con que eres inocente, sorbito inocuo de cianuro.
El alcaide Roberto solía usar esa expresión con las mujeres porque las creía venenosas. Sonrió con cierta malicia
característica de un todopoderoso, mientras Margarita, al oír
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la palabra cianuro, recordaba a Marcio cuando le contaba la
historia de Eleanor y Edward.
─ Usted lo sabe ─ Dijo ella con el mayor respeto posible para distanciarlo de sus perversas insinuaciones.
─ Y quieres salir de aquí, verdad.
Un horrible pensamiento se apodero de la pobre mujer:
“Oh no, ya me lo va a proponer, pero eso sí le recordaré que
el primero que me obligó a acostarme en una cabaña está
siete pies bajo tierra y que igual le echaré una maldición para
que se le pudra el “ripio”. Que tenga presente que mis maldiciones se cumplen”.
Margarita no sabía cuál actitud tomar mientras miles
de pensamientos surcaban su cabeza. Finalmente se dijo “le
responderé con la mayor sinceridad”.
─ Sí, yo quiero salir porque tengo una sobrina de dos
años a quien cuidar, se llama Martina. Además yo no maté a
nadie. Él se murió sobre mí.
─ ¿Fue la primera vez que hiciste el amor? ¿Te gustó
hacerlo?
Muchos pensamientos invadían a la pobre mujer. No era
un secreto para Margarita los execrables comportamientos
del alcaide con los reclusos y especialmente con las mujeres: “Ya está entrando en el maldito tema. Hasta dónde irá
a llegar para concluir: “lo vas a hacer conmigo hoy y será
diferente”. Todos los hombres dicen lo mismo”. Seguía pensando. Luego decidió disparar a quemarropa:
─ Yo no hice el amor. El amor se hace con la persona
amada. Cuando una se acuesta con un hombre sólo por placer o por compromiso, vulgariza el amor, le quita sentido y
no se divierte. A lo más que llega es a prostituirse.
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“Hablaré con honestidad, quizás toque su alma y no me
viola, tal vez no me hace daño”. Pensó Margarita queriendo
ganar tiempo con aquel larguirucho de mirada candente y
despiadada.
─ Yo quisiera que cuando me toque hacer el amor, sea
con la persona amada ─ Gagueó, tembló y hasta humedeció
sus ojos y acentuó: ─ Sólo con la persona amada
Roberto la miró fijamente a los ojos y le dijo:
─ Sí, claro, con el padrecito, con quien te ves a diario en
la malla. Con quien tienes un encantador romance.
Margarita no quería perder el control con aquel flacucho
autoritario, además no quería que ganara la batalla y la hiciera acostarse con él. ¿Por qué decían tantas barbaridades de
ese hombre? ¿Por qué el misterio de las reclusas cuando lo
referían? ¿Por qué todas las que le vieron con la mujer policía camino a la oficina del alcaide la miraron con sorna?
Decidió cambiar de pensamientos y aprovechar la expresión del alcaide “sí, claro, con el padrecito con quien te
ves a diario en la malla…”, para ganar terreno en aquella
lucha. Una miríada de preguntas volvió a su mente al oír al
alcaide llamarle padrecito a Marcio. Pero decidió hacerlas
una por una.
─ ¿Por qué le llama padrecito a Marcio?
No pudo evitar un halo de ternura al referirlo. Ese amor
la estaba consumiendo. Ella que nunca creyó en el amor y
menos en el amor a primera vista, ahora entre sus pensamientos sólo había uno: Marcio. El alcaide la miró a los ojos,
mientras ella lo esquivaba, llegando casi a la exasperación
por la presión de la energía negativa de aquella oficina, luego
le dijo:
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─ ¿No te lo ha dicho? Pregúntaselo a él.
─ ¿Cómo sabe de nosotros? Apenas nos vemos un rato
en la malla.
“Le hablaré con sinceridad y pondré todos mis sentimientos, puede ser que eso ayude a que no me proponga que
me acueste con él. Ojalá me engañaran mis pensamientos,
pero creo que no me queda mucho tiempo para que me mande a desnudar. No sé qué voy a hacer”. Pensaba Margarita
bajo el temor de perder la cordura frente a la mirada inquisidora del alcaide del recinto. Casi llorando le dijo:
─ Pero le juro que ese hombre, desde que lo vi, cambió
mi vida. Al llegar aquí, perdí la esperanza, perdí las ganas de
vivir y se me secó el corazón. Ahora tengo dos razones para
existir: mi sobrina y ese hombre.
Margarita calló por un momento y un horrible pensamiento surcó su mente: “Y si detrás de Marcio se esconde
el más cruel delincuente y yo estoy de boba, hablando ingenuamente en esta oficina, ¿qué estará pensando de mí este
hombre? “Pobrecita, ilusionada con un criminal”, aunque lo
llamó padrecito. Que sea lo que sea y que pase lo que tenga
que pasar, ya me estoy cansando de este juego”.
Margarita no podía controlar sus pensamientos. Iban y
venían antojadizamente.
─ ¿Qué cómo sé de su relación? ─ preguntó el alcaide con
evidentes aires de ironía ─ pero aquí todos tenemos los ojos
puestos en ustedes dos, las mujeres en él y los hombres en ti.
Cambiando el tono de voz, Roberto dijo:
─ Ustedes no pertenecen a esta podredumbre. Este asqueroso penitenciario está lleno de fieras y víboras, viles delincuentes, ésto está perdido. Debería ser quemado.
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“Gracias a Dios, ya no va a pasar nada. Yo sabía que el
corazón se le ablandaría y no me iba a tocar. Este hombre
no es una fiera como dicen los reclusos, además parece que
Marcio no es ningún delincuente. Ahora soy yo quien va a
jugar con el alcaide para medir su pulso”.
─ Los presos dicen que usted es la peor fiera salida de
la tierra. La encarnación del mismo demonio, un abominable
monstruo con ropa. Yo no puedo decir lo mismo.
El alcaide la miró a los ojos. Retomó la brusquedad de
la investidura del militar que alguna vez fue. La severidad
del encargado del recinto carcelario más cruel de la República. Con tono imponente y seco dijo:
─ Todavía no hemos terminado, aún falta...
El corazón le saltó a Margarita. Se arrepintió de su insolencia. Debió dejarlo terminar sin decir una palabra más.
Cómo se le pudo ocurrir jugar con este hombre, si ella sabe
a qué se expone. Ahora cómo iba a cerrar este encuentro sin
que él se lo proponga.
Roberto calló por un momento, parecía estar buscando
las palabras apropiadas. Estaba acostumbrado a trabajar con
presos, tratándolos como verdaderos animales, pero Margarita era diferente, era una dama y como tal se veía obligado a
tratarla. “Si hubiese encontrado una mujer como ésta en mi
mocedad me hubiera casado”, llegó a pensar. Así que manteniendo sus ojos clavados en los de ella, le dijo:
─ Yo soy fiero con las fieras, por tal razón dicen lo que
dicen, pero por mis venas corre sangre que sale del corazón.
Yo también soy humano. Te ayudaré a salir de aquí.
“¡No, yo no lo creo!” Pensó Margarita y dejó perder
la mirada en el níveo techo de la oficina. Una palabra, una
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pregunta al alcaide le trajo del ultramundo y le devolvió la
tranquilidad que había perdido:
─ ¿Cómo?
─ No será fácil por tu expediente ─ dijo Roberto, como
si leyera los pensamientos de Margarita ─ Tendrás que atravesar por los vericuetos que esta burocracia judicial impone, pero no te preocupes. Hay un abogado empeñado en
ayudarte.
Volvió a mirarla a la cara. Ella estaba en un mar de confusión. No sabía qué juicio emitir de este hombre. ¿Era bueno, era malo, era normal, anormal, se acostaba con las prisioneras como decían todos y les obligaba a hacer todas las
diabluras sexuales que se le podían ocurrir o simplemente
las estudiaba con su conversación? El alcaide era todo eso y
un poco más, pero con cada uno era diferente, por eso todos
tenían su propio juicio y ninguno coincidía con otro. Margarita soportó la mirada candente del alcaide esperando que
la conversación terminara. Deseaba salir de allí antes que
se pasara el poco tiempo que le quedaba para tomar el calor
del sol. Quería explicarle todo a Marcio. Estaba temblando, sudando, rezando para que su amante, casi platónico, no
fuera a distorsionar aquel encuentro con el alcaide. Miraba
un reloj dorado que había en la pared detrás del escritorio
del alcaide, implorando con sus ojos a aquel larguirucho que
tenía en frente para que no la atormentara más, se decía: “ya
termina, ya termina”.
Fulminándola con su penetrante mirada, el alcaide arremetió con una aseveración que la llevaría a desear seguir en
aquella oficina sacando la última información que pudiera
darle Roberto, quien la había torturado por media hora, fren87
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te a frente, en su escritorio, porque en cada palabra que él
decía ella veía venir la orden seca: “desnúdate”.
Cambiando de tono y sin dejar de mirarla, el alcaide dijo
como si hablara al vacío:
─ Marcio se va mañana. Ya es libre.
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XVI
N
o, Tomás, no. Tú no tienes idea de lo que sufrió Margot, tu hermana. Todo, para salvar a Martina del mal
de ojo. Estuvo presa. Una mujer en la cárcel pierde
su moral. Lo pierde todo, hasta las ganas de vivir. Ella conoció a Marcio, ese buen muchacho, y nació el amor. El amor
que es un misterio que sólo los amantes conocen. Tomás,
el amor es puro y no debemos oponernos a él, porque nadie puede contra ese sentimiento. Es mejor no dejarlo nacer,
pero si nace únete a él porque no existen fuerzas humanas
que lo detengan. Brota de la misma conciencia del hombre,
es espiritual, es la absoluta armonía del mundo, ni la razón
puede justificarlo. Tiene muchas caras. De madre a hijo, de
hijo a madre, de hermanos, de amigos, de amantes. Hay que
dejarlo que fluya porque nos transforma en seres divinos.
Las personas se enamoran porque sí, porque les nace y nadie
debe oponerse. Ese era el amor de nosotros dos. Ese era el
amor de Margot y Marcio. Ese es el amor de Martina y Andrés. Nadie podrá arrancárselo.
Tomás, tú no conocías la historia de Margot porque nunca dejaste que te la contara. En varias ocasiones ella quiso
hablarte sobre su desgracia, pero tú no la dejabas. Seguiré
contándote cómo terminó aquella odisea de tu hermana.
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XVII
C
uando el alcaide le dijo a Margarita que Marcio se iba
al día siguiente, la invadieron unos extraños temblores en todo el cuerpo que la estaban haciendo perder
el control. Él lo notó, pero no se interesó en tranquilizarla.
─ Sí, se va mañana. Santiago, un joven abogado, amigo del padre Perfecto, consiguió su libertad bajo fianza. Ese
padrecito es un santo. Cuando llegó aquí, pensé que era uno
de esos delincuentes de mirada fría, por su carita limpia.
Después supe que era un pichón de cura. Hasta me parece
familiar.
Margarita cambió su semblante frente al alcaide. No sabía nada de la vida de Marcio, pero ya lo amaba. El hombre
que despertó en ella a la mujer que llevaba dentro, se le iba al
día siguiente y el tiempo para hablar con él terminaba, solo
quedaban algunos minutos para que los presos volvieran a
sus celdas carcelarias.
Se moría porque él fuera libre, porque saliera de aquel
cementerio de hombres vivos donde muchos morían y otros
se volvían locos por el mal trato. Sabía que todo iba a terminar desde que saliera de la cárcel. Ella seguiría allí, pudriéndose en un recinto donde los presos no son gente. Ahora
empezaría para ella una nueva prisión. Llegó a pensar: “se-
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LOS AMANTES DE LA CABAÑA
ría mejor que se quedara aquí”. Luego se recriminó por los
pensamientos egoístas que la asaltaban. Se mordió los labios
frente al alcaide. Sus ojos se humedecieron. Tomó una decisión en ese momento: No verlo más. Marcio no iba a volver
a visitarla en aquel infierno. Ya era un hombre libre.
El silencio abrazó la oficina, mientras Margarita se sumía en una depresión que no podía controlar. No pudo esconder las lágrimas. Los ojos le brillaban. El alcaide se paró
de su escritorio dando por terminada aquella conversación.
Ella no sintió miedo al verlo de frente. Si lo hubiera hecho a
su llegada a la oficina, se hubiera muerto de un infarto, pero
ya no, no temía ni al alcaide ni al diablo. Sólo quería ver a
Marcio, pero algo en su interior se lo impedía. Él le extendió
una mano y la levantó de su asiento al tiempo que le decía:
─ Se termina la hora del sol. Ya están recogiendo a los
presos. Corre, a lo mejor aun esté en la malla esperando por ti.
Margarita no dio las gracias al alcaide, ni le dijo adiós.
No echó a correr por vergüenza, pero quería volar. Olvidó
lo que había decidido unos segundos antes, no verlo más, y
salió de la oficina a grandes zancadas, percibiendo el cuchicheo de las reclusas y las malévolas risitas al señalarla por
el largo tiempo que estuvo con Roberto. No hizo caso a esas
meretrices y rameras de mente carcomida por la maldad. Se
dirigió a la malla y un pensamiento se quedó en su cabeza
“si Marcio se entera que estuve en la oficina del alcaide, con
todo lo que dicen de este hombre, jamás me hablará”.
Quiso devolverse, pero ya era tarde. Una silueta de alguien sentado en el suelo, de espalda a la malla, con pose de
monje meditabundo, se percibía en el mismo lugar donde
solía encontrarse con su amado. Ya no quedaban presos en el
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