“La puerta de la fe” (Hch 14,27) Homilía en la Misa de apertura del Año de la Fe Catedral de Mar del Plata, sábado 13 de octubre de 2012 Queridos sacerdotes y diáconos, religiosos y religiosas, miembros de la vida consagrada; queridos hermanos por la gracia del bautismo, que nos dio la gloria inmerecida de pertenecer a la Iglesia Católica; representantes de las autoridades civiles, de las fuerzas de seguridad y de las fuerzas vivas de la sociedad: La Iglesia diocesana vive esta tarde un momento solemne al inaugurar con esta Santa Misa el Año de la Fe, en comunión con toda la Iglesia presidida por el Papa Benedicto y en sintonía con el colegio episcopal en todo el mundo. Como Obispo de esta diócesis de Mar del Plata, acojo el pedido del Santo Padre, quien en su carta apostólica Porta fidei nos dice: “En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe” (PF 8). Se trata de iniciar un “tiempo de gracia espiritual”. En su comienzo conmemoramos los cincuenta años de la inauguración del Concilio Vaticano II y los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica. En su clausura, celebraremos la solemnidad de Cristo Rey, el 24 de noviembre de 2013. Con este propósito, he instituido una Comisión encargada de movilizar a la diócesis, a fin de aprovechar la pedagogía que supone este itinerario de toda la Iglesia. Hoy estamos aquí para celebrar unidos al Papa y al conjunto de la Iglesia Católica, el regalo inmerecido de la fe. Antes de ser nuestra respuesta a Dios que se revela en Jesucristo, la fe es gracia que se nos ha anticipado: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió” (Jn 6,44). “Ir a Cristo”, “creer en Cristo”, “encontrarnos con él”, son términos que forman una unidad de sentido. En la fe se produce un encuentro personal del creyente con Cristo, quien cambia radicalmente nuestras vidas. Este encuentro se produce mediante la gracia del Espíritu Santo, como enseñaba San Pablo: “Nadie puede decir: «Jesús es el Señor», si no está impulsado por el Espíritu Santo” (1Cor 12,3). Cuando afirmamos de Jesús que es nuestro Señor, estamos confesando que lo reconocemos como Dios, igual al Padre. Por la fe, hacemos la experiencia de un amor que quiere salvarnos, que nos llena de paz y alegría; amor que se identifica con la revelación de la belleza suprema que da sentido a nuestra existencia. En su carta Porta fidei ya mencionada, el Santo Padre nos invita a tomar conciencia de la unidad profunda que existe entre dos aspectos inseparables: los contenidos de la fe, resumidos en el Credo que aprendemos de memoria, y el acto de fe, por el cual nos decidimos a entregarnos totalmente a Dios con plena libertad. Estos dos aspectos se encuentran unidos en el texto de la Carta a los Romanos que hemos escuchado y que es citado por el Papa: “Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado. Con el corazón se cree para alcanzar la justicia, y con la boca se confiesa para obtener la salvación” (Rom 10,910). Respecto de los contenidos de la fe, es intención de Su Santidad mostrar la riqueza doctrinal que se encuentra en los documentos del Concilio Vaticano II, que siguen manteniendo plena vigencia para iluminar el camino de la Iglesia en un momento de profundos cambios culturales. Tanto el siervo de Dios Pablo VI, como el beato Juan Pablo II, y el Papa actual, no han dejado de poner en obra sus orientaciones doctrinales y pastorales, brindando al mismo tiempo su interpretación auténtica. En referencia al Catecismo de la Iglesia Católica, el Papa nos dice que se trata de “un subsidio precioso e indispensable”, en orden a “acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe” (PF 11). Teniendo en cuenta el valor pedagógico de los símbolos, haré entrega de un ejemplar de los textos del Concilio, y otro ejemplar del Catecismo, a dos representantes del clero marplatense, ante cuyos miembros ratifico la vigencia y encomiendo la difusión de estos textos iluminadores. Una adhesión de fe más consciente y vigorosa a Cristo y a su Evangelio, ha de llevarnos necesariamente al gozo de comunicarla. Quien ha experimentado la alegría de creer, siente el entusiasmo de dar testimonio de su fe. Así ha sido desde la primera hora y así sigue siendo hoy. Quien vive su fe cristiana y católica conoce al mismo tiempo el ardor misionero y quiere colaborar desde su lugar propio, y según su condición, en la tarea común de anunciar a Cristo como redentor del hombre. Todos podemos orar; todos podemos amar; y todos podemos y debemos dar testimonio valiente del Evangelio con nuestra vida y también con nuestra palabra. Continuadora de la misión de Cristo en el mundo, la Iglesia medita en el significado de estas palabras que figuran en el libro de Isaías y que Jesús declara cumplidas en su persona: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres” (Lc 4,18). Es por eso mi deseo que en este Año de la Fe la Iglesia diocesana preste más esmerada atención a una decidida presencia entre los sectores de la sociedad menos atendidos pastoralmente y menos favorecidos en las iniciativas que se toman en orden al bien común. Invito y comprometo a la Iglesia diocesana a que se fortalezcan este año las actividades caritativas de las diversas instituciones cuya finalidad es manifestar el amor gratuito y creador que debe ser distintivo de los discípulos de Cristo. Nadie nos resulta indiferente, “porque el amor de Cristo nos apremia” (2Cor 5,14). En el Evangelio que hemos escuchado, él nos envía a todos los pueblos para formar discípulos que reciban el santo Bautismo y cumplan con sus enseñanzas. Y él nos asegura: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Aunque el cálculo de nuestras fuerzas humanas puede predisponernos al desaliento por la magnitud del desafío, sabemos que él no nos deja solos. *** 2 Y ahora me dirijo a ustedes, queridos hijos, que hoy reciben los tres sacramentos de la iniciación cristiana. Hoy ustedes atraviesan “la puerta de la fe” (Hch 14,27). Hoy se hace realidad el pedido del Señor: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). El encuentro previo de conocimiento y catequesis, días atrás, me anticipó el gozo que experimento en estos momentos. Junto con el sacramento de Bautismo que los incorpora a Cristo y a la Iglesia Católica, reciben también hoy el sacramento de la Confirmación que los convierte en testigos valientes de su Evangelio; y culminarán su iniciación cristiana acercándose a recibir por primera vez el Cuerpo y la Sangre del Señor, alimento espiritual que anticipa el banquete de la gloria. Deseo hacer propias las palabras del más grande de los Padres de la Iglesia latina, el obispo San Agustín, cuando se dirigía en uno de sus sermones a los adultos recién bautizados por él: “Me dirijo a ustedes, recién nacidos por el bautismo, párvulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, complacencia del Padre, fecundidad de la Madre, germen puro, grupo recién agregado, motivo el más preciado de nuestro honor (…), mi gozo y mi corona” (Sermón 8). Este Obispo los reconoce como hijos, la Iglesia en su conjunto los saluda y recibe como queridos hermanos. En tiempos de oscuridad, mediante su respuesta de fe, ustedes reciben con alegría la gracia de que aquél que dijo: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida” (Jn 8,12). Cuando algunos son tentados de abandonar la fe, y como nuevos hijos pródigos dejan la casa paterna para probar caminos equivocados, ustedes llaman a la puerta de la Iglesia, que es también la “puerta de la fe” y son recibidos con gran honor. En el mundo y en nuestra patria avanza la noche moral y se festejan, como triunfo del derecho, leyes que propician la muerte de inocentes. Mediante su confesión de fe, ustedes eligen la verdad y la vida porque eligen para siempre seguir a Jesús: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí” (Jn 14,6). *** Queridos hermanos e hijos de esta diócesis de Mar del Plata, la grandiosa visión que presenta el profeta Isaías mantiene su vigencia en la historia del nuevo pueblo de Dios hasta el retorno del Señor. En medio de una oscuridad universal, en la noche del mundo, un centinela anuncia el despuntar de la aurora: “¡Levántate, resplandece, porque llega tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti! Porque las tinieblas cubren la tierra y una densa oscuridad, a las naciones, pero sobre ti brillará el Señor y su gloria aparecerá sobre ti (…). Mira a tu alrededor y observa: todos se han reunido y vienen hacia ti; tus hijos llegan desde lejos y tus hijas son llevadas en brazos” (Is 60,1-2.4). Al anunciar el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, descubriremos el gozo con que lo reciben los que tienen un corazón sencillo, pero también nos encontraremos con la resistencia del espíritu del mundo. Este es un dato de la realidad con el que deberemos contar. Todo cristiano sabe que debe luchar para mantenerse firme en su fe. Lo ha predicho el mismo Señor y la Iglesia lo experimenta cada día: “Si el mundo los odia, sepan que antes me ha odiado a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa 3 suya. Pero como no son del mundo, sino que yo los elegí y los saqué de él, él mundo los odia. Acuérdense de lo que les dije: el servidor no es más grande que su señor. Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes; si fueron fieles a mi palabra, también serán fieles a la de ustedes” (Jn 15,18-20). Pero nosotros no tememos, porque según la enseñanza del apóstol San Juan “el que ha nacido de Dios, vence al mundo. Y la victoria que triunfa sobre el mundo es nuestra fe” (1Jn 5,4). La Santísima Virgen María, Madre de Jesucristo, “iniciador y consumador de nuestra fe” (Heb 12,2), ha vivido la bienaventuranza fundamental: “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor” (Lc 1,45). A ella le confiamos la celebración digna y fecunda de este Año de la Fe. + ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 4