SER Mons. Christophe Pierre

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Homilía de
S.E.R. MONS. CHRISTOPHE PIERRE
NUNCIO APOSTÓLICO EN MÉXICO
Profesión Perpetua y Primera Profesión Religiosa de
Siervas Guadalupanas de Cristo Sacerdote
(6 de Enero de 2015)
Muy queridas hermanas y hermanos,
Es en nuestra actual cultura de falta de verdaderos valores, que Jesús
ansía hacerse presente también a través de las personas y del servicio de
quienes Él llama a seguirle. Hacer presente a Jesucristo, el único que conoce
verdaderamente al hombre y quiere ofrecerle la posibilidad de un giro radical
en la concepción de su vida: el giro del Amor infinito y misericordioso.
Amor de Dios que, como revela la Escritura, todo lo dispone y gobierna
con firmeza y suavidad, si bien, al hacerlo, también pide la colaboración libre
y generosa de la persona humana. Por ello, quien es elegido y llamado, sin
renunciar a la propia identidad debe saber acoger y asumir en libre
“corresponsabilidad” la llamada como proyecto de vida que le llevará a
donarse en el servicio a los hermanos desde la humildad y la abnegación. Y
porque “Dios es amor”, este proyecto de vida no puede no ser sino proyecto
de amor cimentado en la fe y en la total confianza en el que es el Amor.
Hoy, dentro de esta nuestra celebración Eucarística, nuestra hermana
Rosa Isela Rivero Valencia hará su profesión perpetua al Señor, mientras las
hermanas María Isidora Soto Ursulo, Eva María Andrés Florentino y Dalia de
los Ángeles García Argüelles, pronunciarán su primera profesión religiosa
como miembros del Instituto de Siervas Guadalupanas de Cristo Sacerdote.
Un evento sugestivo y de gran significado, porque ligado íntimamente a
la Eucaristía. En efecto, es Cristo quien se ofrece al Padre como Sacerdote,
Víctima y Altar, y son las hermanas quienes, desde Él, en Él y con Él, se
ofrecen al Sumo y Eterno Sacerdote como Siervas suyas para el servicio de
todos, preferencialmente de aquellos que participan de su mismo sacerdocio.
Su emoción, por ello, es grande, así como grande es también la que
nosotros experimentamos contagiados por la de ustedes que, llamadas, han
decidido darse, consagrarse al Señor para ser totalmente de su propiedad.
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Reflexionando sobre los hechos narrados en el libro del Génesis que
escuchamos en la primera lectura, el autor de la carta a los Hebreos escribió
que, “por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el
lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba” (Hb 11,8).
Abraham creyó en Dios, se fio de Él que lo llamó. Dios dijo a Abraham: “Sal
de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te
mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré (...). Por ti serán
bendecidos todos los linajes de la tierra”.
Y, en efecto, Abraham, acogiendo el llamado salió de su tierra y se
encaminó por el sendero que Dios le fue señalando, dejando atrás sus planes,
proyectos y sus posesiones, la seguridad de su tierra y de su parentela, para
tomar el camino que lo llevará a una nueva tierra, a hilvanar una nueva
historia. Y será así que Abraham se convertirá en bendición de Dios y en el
eslabón inicial de toda una cadena que hará llegar la bendición de Dios a todos
los pueblos, y nos hará comprender que el sacrificio que la obediencia fiel al
plan de Dios exige, es fuente de fecundidad espiritual, de gracia y bendición.
En realidad, toda llamada -como en Abraham-, es siempre un mandato
imperioso a “salir”, a dejar el propio mundo, el propio estilo de vida y a la
propia familia para ir, llevando una bendición, hacia una realidad nueva.
“Salir”, para, en la fe, recorrer un camino que dura toda la vida.
Abraham, llamado por Dios, se puso en camino y, ahora, a cada una de
ustedes, queridas hermanas, Cristo las llama a dejarlo todo y a seguirlo; a
realizar un «éxodo» de sí mismas para centrar su existencia en Él y en su
Evangelio; para ponerse en camino de adoración y de servicio. Adorar al
Señor y servir a Jesús sacerdote en sus sacerdotes, sobre todo en los más
necesitados sin guardar nada para sí mismas: esto es “despojarse”. La
identidad evangélica de su vida consagrada está precisamente en esto: en vivir
la centralidad del amor de Cristo en un camino de adoración y de servicio,
sobre todo, mediante la obediencia como escucha de la voluntad de Dios, de la
pobreza como superación de todo egoísmo en la lógica del Evangelio que
enseña a confiar en la Providencia, y de la castidad por el reino de los cielos.
Adorar a Jesús, estableciendo un diálogo sincero y sencillo con Él;
contemplándolo, pasando tiempo a su lado y dejándose querer: tan sencillo
como importante, y tan accesible como exclusivo. Rezar, platicar, compartir,
preguntar, escuchar, cantar, estar, amar, agradecer y dejarse amar. Porque lo
verdaderamente decisivo es lograr encontrarse con Cristo y permanecer
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siempre con Él y en Él. Y entonces sí que valdrá la pena pronunciar y vivir
radicalmente los votos de castidad, pobreza y obediencia; entonces sí que
valdrá la pena consagrar la existencia en la vida religiosa. Entonces sí que su
vida, consagrada al Señor, será una vida con sentido pleno. El sentido que da
el amor y que llama al amor.
Dios dijo a Abraham: “Sal de tu tierra (...), a la tierra que yo te
mostraré (...). Por ti serán bendecidos todos los linajes de la tierra”; y es esto
lo que hoy pide a ustedes: ¡que salgan de los estrechos horizontes para
encaminarse hacia las grandes periferias existenciales del hombre! ¡que salgan
y emprendan la marcha “hacia la tierra que yo te mostraré”.
Hoy, a ustedes que Jesús ha elegido y llamado a seguir sus pasos, les
dice: quiero continuar mi misión de amor en el mundo y quiero hacerlo a
través de ustedes, de su disponibilidad, de su generosidad. Yo no las dejo
solas, estoy a su lado, les doy mi Espíritu; pero son ustedes quienes tienen que
darme su voluntad, sus labios, sus manos y corazones para que yo siga
hablando, amando y sirviendo. Ustedes, cada una de ustedes, ha aceptado ser
de mi propiedad, consagrándose a Mí; han aceptado libremente estar conmigo
y seguir mis huellas, una por una; y, entonces, jamás alejen su mirada de Mí,
jamás dejen de aprender de Mí, jamás dejen se imitarme a Mí, jamás dejen de
ser reflejo Mío ante los demás! Jamás dejen de “ofrecerse ustedes mismas
como una víctima viva, santa y agradable a Dios”, “renovando su
mentalidad, a fin de que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que
es bueno, lo que le agrada, lo perfecto”.
Renovando permanentemente su mentalidad para lograr, como los
magos que el Evangelio nuevamente nos presenta hoy, verse iluminadas por la
luz y gozar de la alegría que ella provoca. Por esa luz que brilla para todo el
mundo, aún cuando no todo el mundo la ve o la quiera ver.
En Jerusalén, en efecto, la gente importante, la que en teoría mejor
conocía las profecías y esperanzas de Dios a su pueblo, no vieron la estrella.
Y no sólo no la vieron, sino que "se sobresaltaron" al saber de ella. Y es que
no les interesaba. A Herodes no le interesaba porque en su corazón no había
espacio más que para el afán de poder. Y a los otros no les interesaba porque
se encontraban adormecidos en la tranquilidad –que no tenían interés en
perder-, de su organización, tradiciones y costumbres. El Mesías, en cambio,
podía ser un peligro. Podría exigirles que convirtieran su corazón y pedirles
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que de verdad fuesen fieles al único mandamiento definitivo: el de amar, el de
compartir, el de trabajar por la paz y la fraternidad. Y eso, no les interesaba.
A cuánta gente, aún hoy, esto interesa poco. Incluso podría no interesar
a nosotros mismos. ¿Vemos la estrella que nos conduce a Jesús? ¿Esa que nos
invita a jamás “estacionarnos”? ¿A no conformarnos con los “puntos
intermedios” que encontramos en el camino? ¿Esa que nos invita a caminar,
siempre conscientes de que nuestro destino es en todo momento solo Cristo
Jesús: ¡nada ni nadie más!?
Pero hay también gente que sí quiere saber de esa Luz. Interesó a los
magos de Oriente, dispuestos a todo con tal de encontrar al Mesías que la
estrella les señalaba. Interesó a los hombres que, luego, encontraron a Jesús
por los caminos de Galilea y que, dejándolo todo, lo siguieron. Interesó a los
innumerables hombres y mujeres que después, a lo largo de los siglos,
encontraron en Jesús la vida plena, y al único camino que vale la pena seguir.
Interesémonos también nosotros por esa luz. Es la luz de Dios en Cristo
Jesús. Esa luz que está ahí, que no sabemos hacia dónde nos quiere conducir,
pero que siempre iluminará nuestros pasos para lograr vivir con plena
confianza, -como Abraham, como los pastores, como los magos, como María
y como José-, el misterio de la voluntad de un Dios del que sólo sabemos que
es Amor, y ante el cual no cabe sino el gozo, la adoración, la fidelidad, la
obediencia y la acción de gracias.
Queridas hermanas: hagamos el propósito de elevar cada día nuestra
mirada para descubrir la Luz que está siempre ahí para iluminarnos; para mirar
al Mesías, junto al cual encontraremos siempre a María y también al justo
José. Para descubrirlo como lo descubrieron los pastores. Para descubrirlo
como los Magos de Oriente, que guiados por la estrella “entraron en la casa;
vieron al niño con María su Madre y postrándose, le adoraron” (Mt 2, 11).
Sostenidas por la comunión fraterna, hagan suya la recomendación de
San Pablo: “con solicitud incansable y fervor de espíritu, sirvan al Señor.
Alégrense en la esperanza, sean pacientes en la tribulación y perseverantes en
la oración”. En su vida estará siempre el Señor ofreciéndoles amor,
misericordia, consuelo, fuerza y vida. Es Él quien, mejor que ustedes mismas,
sabe valorar lo que cada una será capaz de ofrecerle oblativamente a lo largo
de su existencia.
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¡Felicidades y adelante, hermanas! ¡Que la Santísima Virgen, Santa
María de Guadalupe, interceda por ustedes y también por nosotros, por cada
uno de sus hijos; nos cobije con su maternal y amorosa mirada, nos libre de
todo mal y nos muestre a Jesús, “el fruto bendito” de su vientre, Sumo y
Eterno Sacerdote!
Así sea.
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