DÍA DE LA IGLESIA DIOCESANA (19 de Noviembre de 2006)

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SOLIDARIDAD (Mar 07)
Secretariado de Pastoral Juvenil-Vocacional de Huelva
Sacerdotes, testigos del amor de Dios
Día del Seminario 2007
I. LA VOCACIÓN, UNA LLAMADA DEL AMOR DE DIOS
Si llegamos a aceptar la existencia de Dios, como en
principio se supone aunque no siempre sea de fácil acceso y
comprensión, no podemos entenderlo como alguien separado y
distante de los hombres, y tampoco imaginarlo habitando como en
una especie de torre de marfil. Y decimos esto porque Dios, como
Jesús mismo nos lo ha revelado con suma claridad, es
constitutivamente amor. Desde esta constatación revelada, y
echando mano de la racionalidad y lenguaje, recursos
legítimamente humanos, bien podemos deducir que el amor de
Dios desborda, es decir, va más allá de los bordes, de los límites
de Dios, si es que podemos hablar de esta manera para podernos
entender. En consecuencia, no es descabellado suponer que su
existencia comporte una creación permanente de relaciones
amorosas, que de hecho pueden predisponer a respuestas, también
de amor en libertad, por parte del hombre. Y de hecho no sería
justo si silenciáramos la larga historia e historias de amor de Dios con el hombre y con infinidad de
hombres. El amor cuando se derrama es imposible que no moje.
Desde esta perspectiva, entendemos mejor aquella expresión que aparece en el documento
Nuevas vocaciones para una nueva Europa, 16: la vida es la obra maestra del amor creador de
Dios y es en sí misma una llamada a amar. Don recibido que, por naturaleza, tiende a convertirse
en bien dado.
Podemos hacer este sencillo esquema:
AMOR DE DIOS
CREA RELACIONES DE AMOR
RESPUESTA
DE AMOR POR PARTE DEL HOMBRE AL AMOR DE DIOS
En este esquema integrador, y sólo en su totalidad, se sitúa la vocación como llamada del
amor de Dios y como respuesta desde el amor y la libertad del hombre a esa llamada.
De ahí derivan cuatro realidades vocacionales fundamentales:
a) Nadie puede responder vocacionalmente si no se siente previamente amado por Dios. Este
es el insuprimible dinamismo de toda vocación.
b) Y amado por Dios no como un hecho dependiente del momento, de la situación y de las
cualidades del llamado (Dios no sólo nos tiene amor bajo unas circunstancias concretas), sino que
uno es amado por Dios de forma permanente y desde lo que constituye su propia realidad (Dios es
amor): Antes de formarte en el vientre te conocí… te consagré, te constituí… (Jer 1, 5). Es
interesante prestar atención al hecho de que los profetas expresaran la elección vocacional con la
palabra conocer (yada), entendida en sentido práctico, no especulativo. Antes de formarte en el
vientre te conocí (te elegí)…, es decir, te amé. Se ve claramente que en la elección vocacional por
parte de Dios se prescinde de todos los posibles condicionamientos y valoraciones humanas. Dios
llama con un amor totalmente gratuito.
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c) El amor de Dios por nosotros es una cuestión fundamental para la vida de cualquier
hombre y sin duda posibilita el hecho de que se planteen preguntas decisivas sobre quién es Dios y
quiénes somos nosotros. De este modo, el amor de Dios se convierte en el criterio para la decisión
definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana y para la aceptación de la
comprensión de la vida como vocación (Benedicto XVI). Sin esa cuestión fundamental del amor de
Dios por nosotros es imposible hacerse un planteamiento vocacional de la propia vida.
d) Nos dice el documento Nuevas vocaciones para una nueva Europa, 16,c: El amor,
vocación de todo hombre. El amor es el sentido pleno de la vida. Dios ha amado tanto al hombre
que le ha dado su propia vida, y le ha capacitado para vivir y querer a la manera divina. En este
exceso de amor… el hombre encuentra su radical vocación… El amor es por tanto la vocación
fundamental e innata de todo ser humano. No puede darse una existencia vocacional sin estar
enraizada en el amor.
II. EL SEMINARIO, COMUNIDAD DE AMOR
Muchos aspectos del seminario, como centro de formación para el sacerdocio, han
reclamado la atención a lo largo de los siglos: el hecho de su misma creación frente a otras
alternativas, su regulación disciplinar, su realidad pedagógica y convivencial, su dimensión
intelectual, su proyección formativa de cara al ejercicio del ministerio y hasta la misma
monumentalización de sus edificios…
Y si bien ha sido preocupación constante, en el momento actual se quiere insistir de manera
especial en la realidad del seminario desde la perspectiva y dinámica del amor.
Y es que el seminario tendrá que ser siempre un catalizador visible, referencial y
configurador del amor de Dios a los hombres y entre los hombres. Eso significa que tendrá que
estructurarse preferentemente como realidad teologal, como primacía de la vida en el Espíritu, y no
habrá más remedio que ir desmantelando aspectos que no sólo dejan en un segundo plano sino que
hasta pueden desfigurar la presencia y vivencia del amor de Dios y la convivencia de las personas
enraizada en ese amor.
Y esto seguramente supondrá un discernimiento y tal vez un desplazamiento de su centro o
sus centros de gravedad (en la comprensión, estructuración y formación). La comunidad del
seminario vivirá su vida y su comprensión del mundo no a partir de sí misma sino a partir de una
vida diseñada desde lo que supone y exige el amor de Dios y, como consecuencia, tendrá que
fundamentarse y proyectarse en la apertura y entrega a Dios, al otro y al mundo. Desde el amor, por
tanto, el seminario no podrá ser nunca un gueto detrás del cual se parapeta y se asienta en la
seguridad el futuro presbítero. Y habrá que ir aceptando gradualmente que el seminario tendrá que
tener en muchos momentos un carácter de ensayo, de campo de experiencias y hasta de
experimentos comunitarios y evangelizadores. Sin duda, será más camino que posada. Aquí
podríamos añadir lo que dice Benedicto XVI: el amor es un "éxtasis", un salir del yo cerrado en sí
mismo hacia su liberación en la entrega de sí, "en el perderse a sí mismo". El seminario tiene que
ser un icono vivo del éxtasis que lleva consigo el amor. Esto a su vez reclama un lúcido y sólido
anclaje en lo que constituye la compleja actualidad y sus desafíos.
Aunque la asumimos como la fuente fundamental, no podemos dejar de resaltar en brevedad
la importancia de la vida trinitaria para la vivencia del amor de Dios en el seminario. Y afirmamos
esta importancia no como si se tratara de una prótesis obligada para que el edificio de la vida
comunitaria no se resienta. El seguimiento de Jesús y nuestro ser en Cristo no sólo nos abren al
interior de la vida trinitaria (teología trinitaria de la vocación) sino que abren también entre nosotros
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una relación trinitaria: el seminario como comunidad en la que se ensaya y se va experimentando y
proyectando la vivencia y la comunión trinitarias.
Esta comunión y solidaridad trinitarias, por tanto, tendrán que ir gradualmente
descubriéndose, sedimentándose y ejerciéndose en la institución educativa del seminario. Comunión
y solidaridad vistos como un proceso que perfila y nutre la espiritualidad del sacerdote y la creación
de una cultura de la vida, sin olvidar la necesidad de ir creando una cultura vocacional.
Desde la caracterización del seminario como comunidad de amor fácilmente se comprende y
deduce que la pastoral sea el objetivo de todo el trabajo educativo del seminario. Comprensión que
supone que el seminario tendrá que funcionar en referencia a la pastoral como si se tratase de una
especie de obertura musical: esbozando y anticipando en tiempo real el posterior ministerio
pastoral.
III. EL SACERDOTE, TESTIGO DEL AMOR DE DIOS
En el inconsciente colectivo de las gentes y en el imaginario social han aparecido y siguen
apareciendo muchas interpretaciones e imágenes de la figura del sacerdote, fáciles de enumerar e
identificar en personas concretas y hasta cercanas. En su variedad, es muy importante el intentar
identificar honradamente el común denominador que de hecho no falta o no debería faltar en
ninguno de ellos: el trasparentar y testimoniar el amor de Dios. Ese es su carácter indeleble, su
quintaesencia. Ese es el eje vocacional en torno al cual gira la vida del sacerdote y ese es el
arranque precursor de toda su vida y de su ministerio. El ser testigo del amor no es pues un anexo
en la vida del sacerdote sino que es el más genuino e íntimo misterio de su vocación. Y podemos
estar seguros de que esta caracterización del llamado constituye la palabra convincente, el contenido
mismo de la misión.
Desde lo que acabamos de decir comprendemos que el sacerdote no vive para sí, con sus
diferentes arsenales provisorios, sino que abandona en manos de otro el papel conductor, el de
dónde y el hacia dónde de su existencia (el Espíritu de Dios). Despotencia su yo y despotencia sus
pretensiones mundanas, porque sabe muy bien que únicamente así puede encontrar vestigios del
amor de Dios en todo y en todos los que aparecen en su camino.
Y tratando de explicitar a nivel práctico ese testimonio del amor por parte del sacerdote,
Benedicto XVI nos dice que la parábola del buen samaritano, icono de Jesús el Buen Samaritano,
sigue siendo el criterio de comportamiento del amor y la expresión del ser testigos del amor de
Dios: el amor es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una
determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos
atendidos… y asumiendo el compromiso de que se continúen después las atenciones necesarias.
El sacerdote, como testigo del amor de Dios, expresado en Jesús de Nazaret, hace el bien a
los hombres gratuitamente, convencido de que las palabras más desinteresadas y más liberadoras en
su vivencia son aquellas de Jesús: Somos unos pobres siervos. Hemos hecho lo que teníamos que
hacer (Lc 17,10).
Y, para ir acabando, el sacerdote, como testigo del amor de Dios, no remitirá en ningún caso
a sus capacidades, bondades, entregas, logros y fracasos, sino que hará visible en la vivencia y
ejercicio del amor la salvación que Cristo ha merecido con su muerte y resurrección (eso es celebrar
y vivir la eucaristía). Desde el misterio pascual de Jesús, el sacerdote tendrá siempre el corazón
colgado del sueño que Dios tiene sobre los hombres (el reino de Dios inaugurado en Jesús), aunque
con el ansia que supone el tener que dejar tras de sí el rastro de una obra de amor (ministerio) casi
siempre interminada y una geografía de amor por recorrer. Al escuchar esto, nos vuelven a resonar
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aquellas palabras de Pablo: Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro... Vasijas de barro que aquí
pueden significar muy bien que el amor que Dios ha puesto en cada uno tiene que quedar abierto a
todos los que vendrán después para que así vaya completándose en todos y con todos. Eso también
es testimoniar el amor de Dios.
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