Sábado 16 - Escuela Sabática

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Sábado 16
Cuando Dios creó la tierra y colocó a los seres humanos en ella, dividió el tiempo en siete
períodos: seis de ellos para los utilizaran en sus propios asuntos seculares y uno para que lo
reservaran para el Creador, quien había descansado en ese día, y lo había bendecido y
santificado.
El séptimo día debía observarse como el día del Señor y como el monumento que
recordaría semanalmente su obra creadora. Ninguno de los otros seis días fue santificado, ni
Dios ordenó que se apartara uno de los siete, sin importar cuál fuera, para considerarlo
sagrado. Fue específicamente el séptimo día en el que Dios descansó. Y aun todos los días
debemos pensar en Dios y vivir en su presencia, cuando terminan los seis días de labor,
debemos recordar que el séptimo es el sábado; que debemos considerarlo santo; que
debemos descansar de nuestras labores y dedicarlo exclusivamente al culto y la meditación
(Signs of the Times, febrero 28, 1884).
Así como el sábado era la señal que distinguía a Israel cuando salió de Egipto para entrar en
la Canaán terrenal, es ahora la señal que distingue al pueblo de Dios al salir del mundo y
entrar en el reposo celestial. El sábado es una señal de que ellos honran su ley. Establece
una distinción entre sus súbditos leales y los transgresores... El sábado dado al mundo como
señal de que Dios es el Creador, es también la señal de que es el Santificador. El poder que
creó todas las cosas es el que regenera el alma a su propia semejanza. Para aquellos que
santifican el sábado es señal de santificación. La verdadera santificación es armonía con
Dios, unidad con él en carácter. Se la recibe por medio de la obediencia a esos principios
que son el trasunto de su carácter. El sábado es la señal de la obediencia. Aquel que
obedece de corazón el cuarto mandamiento obedecerá toda la ley. Es santificado por la
obediencia (La maravillosa gracia de Dios, p. 156).
Domingo 17
Al bendecir el séptimo día en el Edén, Dios estableció un recordativo de su obra creadora.
El sábado fue confiado y entregado a Adán, padre y representante de toda la familia
humana. Su observancia había de ser un acto agradecido reconocimiento de parte de todos
los que habitasen la tierra, de que Dios era su Creador y su legítimo soberano, de que ellos
eran la obra de sus manos y los súbditos de su autoridad.
De esa manera la institución del sábado era enteramente conmemorativa, y fue dada para
toda la humanidad. No había nada en ella que fuese obscuro o que limitase su observancia a
un solo pueblo (Patriarcas y profetas, pp. 28, 29).
Dios hizo al mundo en seis días literales, y en el séptimo día literal descansó de toda su
obra que él había hecho, y fue refrigerado. Así ha dado al hombre seis días en los cuales
trabajar. Pero santificó el día en que él descansó, y lo dio al hombre para ser observado,
para que se lo conservara libre de todo trabajo secular. Al poner aparte así el sábado, Dios
dio al mundo un monumento conmemorativo. No apartó un día y cualquier día de los siete,
sino un día específico, el séptimo día. Y al observar el sábado, manifestamos que
reconocemos a Dios como el Ser vivo, el Creador de los cielos y la tierra.
No hay nada en el sábado que lo restrinja a una clase particular de personas. Ha sido dado
para todo el género humano. Ha de ser empleado, no en la indolencia, sino en la
contemplación de las obras de Dios. Esto habían de hacer los hombres para que "supiesen
que yo soy Jehová que los santifico".
El Señor se acerca mucho a su pueblo en el día que él ha bendecido y santificado. "Los
cielos cuentan la gloria de Dios, la expansión denuncia la obra de sus manos. El un día
emite palabra al otro día, y la una noche a la otra noche declara sabiduría". El sábado es un
monumento conmemorativo de Dios, que señala a los hombres al Creador, que hizo el
mundo y todas las cosas que hay en él. En las colinas eternas, en los árboles majestuosos,
en todo capullo que se abre y en toda flor que florece, podemos contemplar la obra del gran
Artífice Maestro. Todo nos habla de Dios y de su gloria (Testimonios para los ministros,
pp. 133, 134).
El amor de Dios ha puesto un límite a las exigencias del trabajo. En su día reserva a la
familia la oportunidad de tener comunión con él, con la naturaleza y con sus prójimos.
El sábado y la familia fueron instituidos en el Edén y en el propósito de Dios están
indisolublemente unidos. En ese día, más que en cualquier otro nos es posible vivir la vida
del Edén.
Puesto que el sábado es una institución recordativa del poder creador, es, entre todos los
días, aquel en que deberíamos familiarizarnos especialmente con Dios por medio de sus
obras.
El santo día de reposo de Dios fue hecho para el hombre y las obras de misericordia están
en perfecta armonía con su propósito.
Durante una parte del día, todos debieran tener la oportunidad de estar al aire libre. ¿Cómo
podrán los niños recibir un conocimiento más acertado de Dios que pasando una parte de su
tiempo al aire libre, no entregados a los juegos sino en compañía de sus padre? Permitid
que sus mentes infantiles se relaciones con Dios en las hermosas escenas de la naturaleza...
Al contemplar las bellezas que él ha creado para la felicidad del hombre, serán inducidos a
considerarlo un Padre tierno y amante (La fe por la cual vivo, p. 38).
Lunes 18
Además de descansar el séptimo día, Dios lo santificó; es decir, lo escogió y apartó como
día de descanso para el hombre. Siguiendo el ejemplo del Creador, el hombre había de
reposar durante este sagrado día, para que, mientras que contemplara los cielos y la tierra,
pudiese reflexionar sobre la grandiosa obra de la creación de Dios; y para que, mientras
mirara las evidencias de la sabiduría y bondad de Dios, su corazón se llenase de amor y
reverencia hacia su Creador.
Dios vio que el sábado era esencial para el hombre aun en el paraíso... necesitaba el sábado
para le recordase más vivamente la existencia de Dios y para que despertase su gratitud
hacia él, pues todo lo que disfrutaba y poseía procedía de la mano benéfica del Creador (La
fe por la cual vivo, p. 33).
Cuando fueron puestos los fundamentos de la tierra... entonces fue puesto el fundamento
del sábado. Bien puede esta institución exigir nuestra reverencia: no fue ordenada por
ninguna autoridad humana, ni descansa sobre ninguna tradición humana, fue establecida
por el Anciano de días y ordenada por su Palabra eterna (El conflicto de los siglos, pp. 507,
508).
Dios ofreció el sábado a su pueblo como una señal continua de su amor y misericordia, y
para que ellos mostraran su obediencia. Y así como él descansó en ese día, deseaba que su
pueblo descasara y fuese revitalizado. A través de todas las generaciones, el sábado sería
una señal de que estaban incluidos en su pacto de gracia y que habían sido elegidos y
apartados como su pueblo peculiar. Al observarlo como un día santo darían testimonio a
todas las naciones de la tierra de ser el pueblo elegido de Dios (The Watchman, enero 8,
1907).
El sábado es una señal entre Dios y su pueblo. Es un día santo, dado por el Creador al
hombre como día de reposo, para reflexionar sobre las cosas sagradas. Dios dispuso que
fuera observado a través de las edades como un pacto eterno. Debía considerárselo como un
tesoro peculiar, como un legado que debía ser cuidadosamente preservado.
Cuando observamos el sábado, recordemos que es la señal que el Cielo le ha dado al
hombre de que es acepto en el Amado, de que si es obediente puede entrar en la ciudad de
Dios y participar del fruto del árbol de la vida. Al dejar de trabajar el séptimo día,
testificamos ante el mundo que estamos del lado de Dios, y que nos esforzamos por vivir en
perfecta conformidad con sus mandamientos. Así reconocemos como nuestro soberano al
Dios que creó al mundo en seis días y reposó el séptimo (Nuestra elevada vocación, 345).
Martes 19
Así como el sábado fue la señal que distinguía a Israel cuando salió de Egipto para entrar
en la Canaán terrenal, así también es la señal que ahora distingue al pueblo de Dios cuando
sale del mundo para entrar en el reposo celestial.
La observancia del sábado es el medio dispuesto por Dios para reservar el conocimiento de
sí mismo y para establecer una distinción entre sus súbditos fieles y los transgresores de su
ley.
El sábado... pertenece a Cristo... Y como lo hizo todo, creó también el sábado. Por él fue
apartado como un monumento recordativo de la obra de la creación. Nos presenta a Cristo
como Santificador tanto como Creador. Declara que el que creó todas las cosas en el cielo y
en la tierra, y mediante quien todas las cosas existen, es cabeza de la iglesia, y que por su
poder somos reconciliados con Dios. Porque, hablando de Israel, dijo: "Díles también mis
sábados, que fuesen por señal entre mí y ellos, para que supiesen que yo soy Jehová que los
santifico", es decir, que los hace santos. Entonces el sábado es una señal del poder de Cristo
para santificarnos. Es dado a todos aquellos a quienes Cristo hace santos. Como señal de su
poder santificador, el sábado es dado a todos los que por medio de Cristo llegan a formar
parte del Israel de Dios...
A todos los que reciban el sábado como señal de poder creador y redentor de Cristo, les
resultará una delicia... El sábado les indica las obras de la creación como evidencia de su
gran poder redentor. Al par que recuerda la perdida paz del Edén, habla de la paz restaurada
por el Salvador. Y todo lo que encierra la naturaleza, repite su invitación. "Venid a mí todos
los que estáis trabajados y cargados, que o haré descansar".
El sábado es el broche áureo que une a Dios con su pueblo (¡Maranata: El Señor viene!, p.
242).
La observancia del sábado entraña grandes bendiciones, y Dios desea que el sábado sea
para nosotros un día de gozo. La institución del sábado fue hecha con gozo. Dios miró con
satisfacción la obra de sus manos. declaró que todo lo que había hecho era "bueno en gran
manera" (Génesis 1:31). El cielo y la tierra se llenaron de regocijo. "Las estrellas todas del
alba alababan, y se regocijaban todos los hijos de Dios" (Job 38:7). Aunque el pecado entró
en el mundo para mancillar su obra perfecta, Dios sigue dándonos el sábado como
testimonio de que un Ser omnipotente, infinito en bondad y misericordia, creó todas las
cosas. Nuestro Padre celestial desea, por medio de la observancia del sábado, conservar
entre los hombres el conocimiento de sí mismo. Desea que el sábado dirija nuestra mente a
él como el verdadero Dios viviente, y que por conocerle tengamos vida y paz (Joyas de los
testimonios, t. 3, p. 16).
Miércoles 20
A fin de santificar el sábado, no es necesario que nos encerremos entre paredes, y que nos
privemos de las hermosas escenas de la naturaleza, del aire libre y vigorizador y de la
hermosura del cielo. En ningún caso debemos permitir que las cargas y las transacciones
comerciales distraigan nuestra mente en el sábado del Señor que él ha santificado. No
debemos permitir que nuestra mente se espacie siquiera en cosas de carácter mundanal.
Pero la mente no puede ser refrigerada, vivificada y elevada si quedamos encerrados
durante casi todas las horas del sábado entre paredes, escuchando largos sermones y
oraciones tediosas y formales.
Es sábado del Señor recibe un uso erróneo si se lo celebra así. No se alcanza el objeto para
el cual fue instituido. El sábado fue hecho para el hombre, para beneficiarle al apartar su
espíritu de la labor secular a fin de que contemple la bondad y la gloria de Dios. Es
necesario que el pueblo de Dios se reúna para hablar de él, para intercambiar pensamientos
e ideas acerca de las verdades contenidas en su Palabra, y dedicar una parte del tiempo a la
oración apropiada. Pero estos momentos, aún en sábado, no deben ser hechos tediosos por
su dilación y falta de interés...
Todos los que aman a Dios deben hacer lo que puedan para que el sábado sea una delicia,
santo y honorable. No pueden hacer esto buscando sus propios placeres en diversiones
pecaminosas y prohibidas.
Sin embargo, pueden hacer mucho para exaltar el sábado en sus familias y hacer de él el día
más interesante de la semana. Debemos dedicar tiempo a interesar a nuestros hijos. Un
cambio ejercerá una influencia feliz sobre ellos. Podemos andar con ellos al aire libre;
podemos sentarnos con ellos en los huertos y bajo la alegre luz del sol, y dar a sus mentes
inquietas algo en que ocuparse, conversando con ellos de las obras de Dios. Podemos
inspirarles amor y reverencia llamando su atención a los hermosos objetos de la naturaleza.
El sábado debe resultar tan interesante para nuestras familias que su visita semanal sea
saludada con gozo. De ninguna manera mejor pueden los padres exaltar y honrar el sábado
que ideando medio de impartir la debida instrucción a sus familias, e interesarlas en las
cosas espirituales, dándoles una visión correcta del carácter de Dios, y de lo que él requiere
de nosotros a fin de perfeccionar el carácter cristiano y alcanzar la vida eterna. Padre, haced
del sábado una delicia para que vuestros hijos puedan esperarlo con placer y recibirlo con
gozo en su corazón (Joyas de los testimonios, t. 1, pp. 276, 278).
Dios es misericordioso. Sus requerimientos son razonables y concuerdan con la bondad y la
benevolencia de su carácter. El sábado fue creado para que toda la humanidad recibiese
beneficio. No fue hecho el hombre para adaptarse al sábado; sino que el sábado fue hecho
después de la creación del hombre, para satisfacer sus necesidades. El sábado debiera
responder a su diseño original: recordar al Dios viviente, el Creador de los cielos y la tierra.
Pero el sábado ha sido tratado irrespetuosamente, quitándole su influencia moral y su
dignidad, a pesar de que su santidad fue ordenada por el mismo Creador.
Los asuntos temporales deben ser sujetos a las restricciones divinas. Los negocios deben
adaptarse a la gran regla moral de justicia. Pero el dio de este mundo ha confundido la
mente de muchos sobre este asunto. Es necesario que cada uno se allegue a la presencia
divina y escucha la voz del gran YO SOY.
Dios no hace acepción de personas; aquellos que le temen y hacen obras de justicia son
preciosos a su vista y mantendrán su alianza con él siendo obedientes a los preceptos de la
ley moral, incluyendo el descanso sabático. Dios es celoso de su honor y no tolerará que se
remueva ni un tilde ni una jota de esa ley que él mismo pronunció y escribió con su dedo en
tablas de piedra; una ley que él mismo ha declarado santa, justa y buena (Signs of the
Times, mayo 13, 1886).
Jueves 21
Con su actuación, Jesús declaró que el día de descanso que Jehová había santificado y
apartado para un propósito especial, no debía ser un período de inactividad sin sentido. Así
como el Creador cesó su obra creadora y bendijo el día de descanso, los seres humanos
debían dejar las ocupaciones de la vida cotidiana y dedicar sus sagradas horas a un
descanso saludable, al culto y a las buenas obras (Folleto, Redemption: Or the Miracles of
Christ, the mighty One, p. 28).
Cuando el Señor liberó a su pueblo Israel de Egipto y le confió su ley, le enseñó que por la
observancia del sábado debía distinguirse de los idólatras. Así se crearía una distinción
entre los que reconocían la soberanía de Dios y los que se negaban a aceptarle como su
Creador y Rey. "Señal es para siempre entre mí y los hijos de Israel", dijo el Señor.
"Guardarán, pues, el sábado los hijos de Israel, celebrándolo por sus edades por pacto
perpetuo" (Éxodo 31:17, 16).
Así como el sábado fue la señal que distinguía a Israel cuando salió de Egipto para entrar
en la Canaán terrenal, así también es la señal que ahora distingue al pueblo de Dios cuando
sale del mundo para entrar en el reposo celestial. El sábado es una señal de la relación que
existe entre Dios y su pueblo, una señal de que éste honra la ley de su Creador. Hace
distinción entre los súbditos leales y los transgresores.
Desde la columna de nube, Cristo declaró acerca del sábado: "Con todo eso vosotros
guardaréis mis sábados: porque es señal entre mí y vosotros por vuestras edades, para que
sepáis que yo soy Jehová que os santifico" (Éxodo 31:13). El sábado que fue dado al
mundo como señal de que Dios es el Creador, es también la señal de que es el Santificador.
El poder que creó todas las cosas es el poder que vuelve a crear el alma a su semejanza.
Para quienes lo santifican, el sábado es una señal de santificación. La verdadera
santificación es armonía con Dios, unidad con él en el carácter. Se la recibe obedeciendo a
los principios que son el trasunto de su carácter. Y el sábado es la señal de obediencia. El
que obedece de corazón al cuarto mandamiento, obedecerá toda la ley. Queda santificado
por la obediencia.
A nosotros, como a Israel, nos es dado el sábado es una señal de que Dios los reconoce
como su pueblo escogido. Es una garantía de que cumplirá su pacto en su favor. Cada alma
que acepta la señal del gobierno de Dios, se coloca bajo el pacto divino y eterno. Se vincula
con la cadena áurea de la obediencia, de la cual cada eslabón es una promesa (Joyas de los
testimonios, t. 3, pp. 16, 17).
Viernes 22
Patriarcas y profetas, pp. 310-318.
CAPÍTULO 27 La ley Dada a Israel
Poco tiempo después de acampar junto al Sinaí, se le indicó a Moisés que subiera al monte
a encontrarse con Dios. Trepó solo el escabroso y empinado sendero, y llegó cerca de la
nube que señalaba el lugar donde estaba Jehová. Israel iba a entrar ahora en una relación
más estrecha y más peculiar con el Altísimo, iba a ser recibido como iglesia y como nación
bajo el gobierno de Dios. El mensaje que se le dio a Moisés para el pueblo fue el siguiente:
"Vosotros visteis lo que hice a los Egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he
traído a mí. Ahora pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi
especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros seréis mi
reino de sacerdotes, y gente santa." (Véase Éxodo 19-25)
Moisés regresó al campamento, y reuniendo a los ancianos de Israel, les repitió el mensaje
divino. Su contestación fue: "Todo lo que Jehová ha dicho haremos." Así concertaron un
solemne pacto con Dios, prometiendo aceptarle como su Soberano, por lo cual se
convirtieron, en sentido especial, en súbditos de su autoridad.
Nuevamente el caudillo ascendió a la montaña; y el Señor le dijo: "He aquí, yo vengo a ti
en una nube espesa, para que el pueblo oiga mientras yo hablo contigo, y también para que
te crean para siempre. "Cuando encontraban dificultades en su camino, se sentían tentados a
murmurar contra Moisés y Aarón y a acusarlos de haber sacado las huestes de Israel de
Egipto para destruirlas. El Señor iba a honrar a Moisés ante ellas, para inducir al pueblo a
confiar en sus instrucciones y a cumplirlas.
Dios se propuso hacer de la ocasión en que iba a pronunciar 311 su ley una escena de
imponente grandeza, en consonancia con el exaltado carácter de esa ley. El pueblo debía
comprender que todo lo relacionado con el servicio de Dios debe considerarse con gran
reverencia. El Señor dijo a Moisés: "Ve al pueblo, y santifícalos hoy y mañana, y laven sus
vestidos; y estén apercibidos para el día tercero, porque al tercer día Jehová descenderá, a
ojos de todo el pueblo, sobre el monte de Sinaí." Durante esos días, todos debían dedicar su
tiempo a prepararse solemnemente para aparecer ante Dios. Sus personas y sus ropas
debían estar libres de toda impureza. Y cuando Moisés les señalara sus pecados, ellos
debían humillarse, ayunar y orar, para que sus corazones pudieran ser limpiados de
iniquidad.
Se hicieron los preparativos conforme al mandato; y obedeciendo otra orden posterior,
Moisés mandó colocar una barrera alrededor del monte, para que ni las personas ni las
bestias entraran al sagrado recinto. Quien se atreviera siquiera a tocarlo, moriría
instantáneamente.
A la mañana del tercer día, cuando los ojos de todo el pueblo estaban vueltos hacia el
monte, la cúspide se cubrió de una espesa nube que se fue tornando más negra y más densa,
y descendió lista que toda la montaña quedó envuelta en tinieblas y en pavoroso misterio.
Entonces se escuchó un sonido como de trompeta, que llamaba al pueblo a encontrarse con
Dios; y Moisés los condujo hasta el pie del monte. De la espesa obscuridad surgían vividos
relámpagos, mientras el fragor de los truenos retumbaba en las alturas circundantes. "Y
todo el monte de Sinaí humeaba, porque Jehová había descendido sobre él en fuego: y el
humo de él subía como el humo de un horno, y todo el monte se estremeció en gran
manera." "Y el parecer de la gloria de Jehová era como un fuego abrasador en la cumbre
del monte," ante los ojos de la multitud allí congregada. "Y el sonido de la bocina iba
esforzándose en extremo." Tan terribles eran las señales de la presencia de Jehová que las
huestes de Israel temblaron de 312 miedo, y cayeron sobre sus rostros ante el Señor. Aun
Moisés exclamó: "Estoy asombrado y temblando" (Heb. 12: 21.)
Entonces los truenos cesaron; ya no se oyó la trompeta; y la tierra quedó quieta. Hubo un
plazo de solemne silencio y entonces se oyó la voz de Dios. Rodeado, de un séquito de
ángeles, el Señor, envuelto en espesa obscuridad, habló desde el monte y dio a conocer su
ley. Moisés, al describir la escena, dice: "Jehová vino de Sinaí, y de Seir les esclareció;
resplandeció del monte de Parán, y vino con diez mil santos: a su diestra la ley de fuego
para ellos. Aun amó los pueblos; todos sus santos en tu mano: ellos también se llegaron a
tus pies: recibieron de tus dichos." (Deut. 33:2, 3.)
Jehová se reveló, no sólo en su tremenda majestad como juez y legislador, sino también
como compasivo guardián de su pueblo: "Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra
de Egipto, de casa de siervos." Aquel a quien ya conocían como su guía y libertador, quien
los había sacado de Egipto, abriéndoles un camino en la mar, derrotando a Faraón y a sus
huestes, quien había demostrado que estaba por sobre los dioses de Egipto, era el que ahora
proclamaba su ley.
La ley no se proclamó en esa ocasión para beneficio exclusivo de los hebreos. Dios los
honró haciéndolos guardianes y custodios de su ley; pero habían de tenerla como un santo
legado para todo el mundo. Los preceptos del Decálogo se adaptan a toda la humanidad, y
se dieron para la instrucción y el gobierno de todos. Son diez preceptos, breves, abarcantes,
y autorizados, que incluyen los deberes del hombre hacia Dios y hacia sus semejantes; y
todos se basan en el gran principio fundamental del amor. "Amarás al Señor tu Dios de
todo tu corazón, y de toda tu alma, y de todas tus fuerzas, y de todo tu entendimiento; y a tu
prójimo como a ti mismo." (Luc. 10: 27; véase también Deut. 6:4, 5; Lev. 19: 18.) En los
diez mandamientos estos principios se expresan en detalle, y se presentan en forma
aplicable a la condición y circunstancias del hombre. 313 "No tendrás otros dioses delante
de mí."*
Jehová, el eterno, el que posee existencia propia, el no creado, el que es la fuente de todo y
el que lo sustenta todo, es el único que tiene derecho a la veneración y adoración supremas.
Se prohibe al hombre dar a cualquier otro objeto el primer lugar en sus afectos o en su
servicio. Cualquier cosa que nos atraiga y que tienda a disminuir nuestro amor a Dios o
que impida que le rindamos el debido servicio es para nosotros un dios.
"No harás para ti imagen de escultura, ni figura alguna de las cosas que hay arriba en el
cielo, ni abajo en la tierra, ni de las que hay en las aguas debajo de la tierra. No las
adorarás ni rendirás culto."
Este segundo mandamiento prohibe adorar al verdadero Dios mediante imágenes o figuras.
Muchas naciones paganas aseveraban que sus imágenes no eran mas que figuras o símbolos
mediante los cuales adoraban a la Deidad; pero Dios declaró que tal culto es un pecado. El
tratar de representar al Eterno mediante objetos materiales degrada el concepto que el
hombre tiene de Dios. La mente, apartada de la infinita perfección de Jehová, es atraída
hacia la criatura más bien que hacia el Creador, y el hombre se degrada a sí mismo en la
medida en que rebaja su concepto de Dios.
"Yo soy el Señor Dios tuyo, el fuerte, el celoso." La relación estrecha y sagrada de Dios
con su pueblo se representa mediante el símbolo del matrimonio. Puesto que la idolatría es
adulterio espiritual, el desagrado de Dios bien puede llamarse celos.
"Que castigo la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación, de
aquellos, digo, que me aborrecen." Es inevitable que los hijos sufran las consecuencias de
la maldad de sus padres, pero no son castigados por la culpa de sus padres, a no ser que
participen de los pecados de éstos. Sin embargo, generalmente los hijos siguen los pasos de
sus 314 padres. Por la herencia y por el ejemplo, los hijos llegan a ser participantes de los
pecados de sus progenitores. Las malas inclinaciones, el apetito pervertido, la moralidad
depravada, además de las enfermedades y la degeneración física, se transmiten como un
legado de padres a hijos, hasta la tercera y cuarta generación. Esta terrible verdad debiera
tener un poder solemne para impedir que los hombres sigan una conducta pecaminosa.
"Y que uso de misericordia hasta millares de generaciones con los que me aman y guardan
mis mandamientos." El segundo mandamiento, al prohibir la adoración de falsos dioses,
demanda que se adore al Dios verdadero. Y a los que son fieles en servir al Señor se les
promete misericordia, no sólo hasta la tercera y cuarta generación, que es el tiempo que su
ira amenaza a los que le odian, sino hasta la milésima generación.
"No tomarás en vano el nombre del Señor tu Dios: porque no dejará el Señor sin castigo al
que tomare en vano el nombre del Señor Dios suyo."
Este mandamiento no sólo prohíbe el jurar en falso y las blasfemias tan comunes, sino
también el uso del nombre de Dios de una manera frívola o descuidada, sin considerar su
tremendo significado. Deshonramos a Dios cuando mencionamos su nombre en la
conversación ordinaria, cuando apelamos a él por asuntos triviales, cuando repetimos su
nombre con frecuencia y sin reflexión. "Santo y terrible es su nombre." (Sal. 111: 19.)
Todos debieran meditar en su majestad, su pureza, y su santidad, para que el corazón
comprenda su exaltado carácter; y su santo nombre se pronuncie con respeto y solemnidad.
"Acuérdate de santificar el día de sábado. Los seis días trabajarás, y harás todas tus
labores: mas el día séptimo es sábado, o fiesta del Señor Dios tuyo. Ningún trabajo harás
en él, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu criado, ni tu criada, ni tus bestias de carga, ni el
extranjero que habita dentro 315 de tus puertas o poblaciones. Por cuanto el Señor en seis
días hizo el cielo, y la tierra, y el mar, y todas las cosas que hay en ellos, y descansó en el
día séptimo: por esto bendijo el Señor el día sábado, y le santificó."
Aquí no se presenta el sábado como una institución nueva, sino como establecido en el
tiempo de la creación del mundo. Hay que recordar y observar el sábado como monumento
de la obra del Creador. Al señalar a Dios como el Hacedor de los cielos y de la tierra, el
sábado distingue al verdadero Dios de todos los falsos dioses. Todos los que guardan el
séptimo día demuestran al hacerlo que son adoradores de Jehová. Así el sábado será la
señal de lealtad del hombre hacia Dios mientras haya en la tierra quien le sirva.
El cuarto mandamiento es, entre todos los diez, el único que contiene tanto el nombre como
el título del Legislador. Es el único que establece por autoridad de quién se dio la ley. Así,
contiene el sello de Dios, puesto en su ley como prueba de su autenticidad y de su vigencia.
Dios ha dado a los hombres seis días en que trabajar, y requiere que su trabajo sea hecho
durante esos seis días laborables. En el sábado pueden hacerse las obras absolutamente
necesarias y las de misericordia. A los enfermos y dolientes hay que cuidarlos todos los
días, pero se ha de evitar rigurosamente toda labor innecesaria. "Si retrajeras del sábado tu
pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y al sábado llamares delicias, santo, glorioso de
Jehová; y lo venerares, no haciendo tus caminos, ni buscando tu voluntad." (Isa. 58: 13.)
No acaba aquí la prohibición. "Ni hablando tus palabras," dice el profeta.
Los que durante el sábado hablan de negocios o hacen proyectos, son considerados por
Dios como si realmente realizaran transacciones comerciales. Para santificar el sábado, no
debiéramos siquiera permitir que nuestros pensamientos se detengan en cosas de carácter
mundanal. Y el mandamiento incluye a todos los que están dentro de nuestras 316
puertas. Los habitantes de la casa deben dejar sus negocios terrenales durante las horas
sagradas. Todos debieran estar unidos para honrar a Dios y servirle voluntariamente en su
santo día.
"Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas largos años sobre la tierra que te ha de dar el
Señor Dios tuyo."
Se debe a los padres mayor grado de amor y respeto que a ninguna otra persona. Dios
mismo, que les impuso la responsabilidad de guiar las almas puestas bajo su cuidado,
ordenó que durante los primeros años de la vida, los padres estén en lugar de Dios respecto
a sus hijos. El que desecha la legítima autoridad de sus padres, desecha la autoridad de
Dios. El quinto mandamiento no sólo requiere que los hijos sean respetuosos, sumisos y
obedientes a sus padres, sino que también los amen y sean tiernos con ellos, que alivien sus
cuidados. que escuden su reputación, y que les ayuden y consuelen en su vejez. También
encarga sean considerados con los ministros y gobernantes, y con todos aquellos en quienes
Dios ha delegado autoridad.
Este es, dice el apóstol, "el primer mandamiento con promesa" (Efes. 6: 2.) Para Israel, que
esperaba entrar pronto en Canaán, esto significaba la promesa de que los obedientes
vivirían largos años en aquella buena tierra; pero tiene un significado más amplio, pues
incluye a todo el Israel de Dios, y promete la vida eterna sobre la tierra, cuando ésta sea
librada de la maldición del pecado.
"No matarás."
Todo acto de injusticia que contribuya a abreviar la vida. el espíritu de odio y de venganza,
o el abrigar cualquier pasión que se traduzca en hechos perjudiciales para nuestros
semejantes o que nos lleve siquiera a desearles mal, pues "cualquiera que aborrece a su
hermano, es homicida" (1 Juan 3: 15), todo descuido egoísta que nos haga olvidar a los
menesterosos y dolientes, toda satisfacción del apetito, o privación innecesaria, o labor
excesiva que tienda a perjudicar 317 la salud; todas estas cosas son, en mayor o menor
grado, violaciones del sexto mandamiento.
"No fornicarás."
Este mandamiento no sólo prohíbe las acciones impuras, sino también los pensamientos y
los deseos sensuales, y toda práctica que tienda a excitarlos. Exige pureza no sólo de la
vida exterior, sino también en las intenciones secretas y en las emociones del corazón.
Cristo, al enseñar cuán abarcante es la obligación de guardar la ley de Dios, declaró que los
malos pensamientos y las miradas concupiscentes son tan ciertamente pecados como el acto
ilícito.
"No hurtarás."
Esta prohibición incluye tanto los pecados públicos como los privados. El octavo
mandamiento condena el robo de hombres y el tráfico de esclavos, y prohíbe las guerras de
conquista. Condena el hurto y el robo. Exige estricta integridad en los más mínimos
pormenores de los asuntos de la vida. Prohíbe la excesiva ganancia en el comercio, y
requiere el pago de las deudas y de salarios justos. Implica que toda tentativa de sacar
provecho de la ignorancia, debilidad, o desgracia de los demás, se anota como un fraude en
los registros del cielo.
"No levantarás falso testimonio contra tu prójimo."
La mentira acerca de cualquier asunto, todo intento o propósito de engañar a nuestro
prójimo, están incluidos en este mandamiento. La falsedad consiste en la intención de
engañar. Mediante una mirada, un ademán, una expresión del semblante, se puede mentir
tan eficazmente como si se usaran palabras. Toda exageración intencionada, toda
insinuación o palabras indirectas dichas con el fin de producir un concepto erróneo o
exagerado, hasta la exposición de los hechos de manera que den una idea equivocada, todo
esto es mentir. Este precepto prohíbe todo intento de dañar la reputación de nuestros
semejantes por medio de tergiversaciones o suposiciones malintencionadas, mediante
calumnias o 318 chismes. Hasta la supresión intencional de la verdad, hecha con el fin de
perjudicar a otros, es una violación del noveno mandamiento.
"No codiciarás la casa de tu prójimo: ni desearás su mujer, ni esclavo, ni esclava, ni buey,
ni asno, ni cosa alguna de las que le pertenecen."
El décimo mandamiento ataca la raíz misma de todos los pecados, al prohibir el deseo
egoísta, del cual nace el acto pecaminoso. El que, obedeciendo a la ley de Dios, se abstiene
de abrigar hasta el deseo pecaminoso de poseer lo que pertenece a otro, no será culpable de
un mal acto contra sus semejantes.
Tales fueron los sagrados preceptos del Decálogo, pronunciados entre truenos y llamas, y
en medio de un despliegue maravilloso del poder y de la majestad del gran Legislador.
Dios acompañó la proclamación de su ley con manifestaciones de su poder y su gloria, para
que su pueblo no olvidara nunca la escena, y para que abrigara profunda veneración hacia
el Autor de la ley, Creador de los cielos y de la tierra. También quería revelar a todos los
hombres la santidad, la importancia y la perpetuidad de su ley.
El pueblo de Israel estaba anonadado de terror. El inmenso poder de las declaraciones de
Dios parecía superior a lo que sus temblorosos corazones podían soportar. Cuando se les
presentó la gran norma de la justicia divina, comprendieron como nunca antes el carácter
ofensivo del pecado y de su propia culpabilidad ante los ojos de un Dios santo. Huyeron
del monte con miedo y santo respeto. La multitud clamó a Moisés: "Habla tú con nosotros,
que nosotros oiremos; mas no hable Dios con nosotros, porque no muramos." Su caudillo
respondió: "No temáis; que por probaros vino Dios, y porque su temor esté en vuestra
presencia para que no pequéis." El pueblo, sin embargo, permaneció a la distancia,
presenciando la escena con terror, mientras Moisés "se llegó a la oscuridad, en la cual
estaba Dios."
Viernes 22
El Deseado de todas las gentes, pp. 248-256
CAPÍTULO 25. EL LLAMAMIENTO A ORILLAS DEL MAR
[...] Antes de pedir a los discípulos que abandonasen sus redes y barcos, Jesús les había
dado la seguridad de que Dios supliría sus necesidades. El empleo del esquife de Pedro
para la obra del Evangelio había sido ricamente recompensado. El que es rico "para con
todos los que le invocan" dijo: "Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida, y
rebosando.' Según esta medida había recompensado el servicio de sus discípulos. Y todo
sacrificio hecho en su ministerio será recompensado conforme a "las abundantes riquezas
de su gracia."
Durante aquella triste noche pasada en el lago, mientras estaban separados de Cristo, los
discípulos se vieron acosados por la incredulidad y el cansancio de un trabajo infructuoso.
Pero su presencia reanimó su fe y les infundió gozo y éxito. Así también sucede con
nosotros; separados de Cristo, nuestro trabajo es infructuoso, y es fácil desconfiar y
murmurar. Pero cuando él está cerca y trabajamos bajo su dirección, nos regocijarnos en la
evidencia de su poder. Es obra de Satanás desalentar al alma, y es obra de Cristo inspirarle
fe y esperanza.
La lección más profunda que el milagro impartió a los discípulos, es una lección para
nosotros también; a saber, que Aquel cuya palabra juntaba los peces de la mar podía
impresionar los corazones humanos y atraerlos con las cuerdas de su amor, para que sus
siervos fuesen "pescadores de hombres.'
Eran hombres humildes y sin letras aquellos pescadores de Galilea; pero Cristo, la luz del
mundo, tenía abundante poder para prepararlos para la posición a la cual los había llamado.
El Salvador no menospreciaba la educación; porque, cuando está regida por el amor de
Dios y consagrada a su servicio, la cultura intelectual es una bendición. Pero pasó por alto
a los sabios de su tiempo, porque tenían tanta confianza en sí mismos, que no podían
simpatizar con la humanidad doliente y hacerse colaboradores con el Hombre de Nazaret.
En su intolerancia, tuvieron en poco el ser enseñados por Cristo. El Señor Jesús busca la
cooperación de los que quieran ser conductos limpios para la comunicación de su gracia.
Lo primero que deben aprender todos los que quieran trabajar con Dios, es la lección de
desconfianza en sí mismos; entonces estarán preparados para que se les imparta el carácter
de Cristo. Este no se obtiene por la educación en las escuelas más científicas. Es fruto de
la sabiduría que se obtiene únicamente del Maestro divino.
Jesús eligió a pescadores sin letras porque no habían sido educados en las tradiciones y
costumbres erróneas de su tiempo. Eran hombres de capacidad innata, humildes y
susceptibles de ser enseñados; hombres a quienes él podía educar para su obra. En las
profesiones comunes de la vida, hay muchos hombres que cumplen sus trabajos diarios,
inconscientes de que poseen facultades que, si fuesen puestas en acción, los pondrían a la
altura de los hombres más estimados del mundo. Se necesita el toque de una mano hábil
para despertar estas facultades dormidas. A hombres tales llamó Jesús para que fuesen sus
colaboradores; y les dio las ventajas de estar asociados con él. Nunca tuvieron los grandes
del mundo un maestro semejante. Cuando los discípulos terminaron su período de
preparación con el Salvador, no eran ya ignorantes y sin cultura; habían llegado a ser como
él en mente y carácter, y los hombres se dieron cuenta de que habían estado con Jesús.
No es la obra más elevada de la educación el comunicar meramente conocimientos, sino el
impartir aquella energía vivificadora que se recibe por el contacto de la mente con la mente
y del alma con el alma. Únicamente la vida puede engendrar vida. ¡Qué privilegio fue el
de aquellos que, durante tres años, estuvieron en contacto diario con aquella vida divina de
la cual había fluido todo impulso vivificador que bendijera al mundo! Más que todos sus
compañeros, Juan, el discípulo amado, cedió al poder de esa vida maravillosa. Dice: "La
vida fue manifestada, y vimos, y manifestamos, y os anunciamos aquella vida eterna, la
cual estaba con el Padre, y nos ha aparecido" "De su plenitud tomamos todos, y gracia por
gracia."
En los apóstoles de nuestro Señor no había nada que les pudiera reportar gloria. Era
evidente que el éxito de sus labores se debía únicamente a Dios. La vida de estos hombres,
el carácter que adquirieron y la poderosa obra que Dios realizó mediante ellos, atestiguan lo
que él hará por aquellos que reciban sus enseñanzas y sean obedientes.
El que más ame a Cristo hará la mayor suma de bien. No tiene límite la utilidad de aquel
que, poniendo el yo a un lado, deja obrar al Espíritu Santo en su corazón, y vive una vida
completamente consagrada a Dios. Con tal que los hombres estén dispuestos a soportar la
disciplina necesaria, sin quejarse ni desmayar por el camino, Dios les enseñará hora por
hora, día tras día. El anhela revelar su gracia. Con tal que los suyos quieran quitar los
obstáculos, él derramará las aguas de salvación en raudales abundantes mediante los
conductos humanos. Si los hombres de vida humilde fuesen estimulados a hacer todo el
bien que podrían hacer, y ninguna mano refrenadora reprimiese su celo, habría cien
personas trabajando para Cristo donde hay actualmente una sola.
Dios toma a los hombres como son, y los educa para su servicio, si quieren entregarse a él.
El Espíritu de Dios, recibido en el alma, vivificará todas sus facultades. Bajo la dirección
del Espíritu Santo, la mente consagrada sin reserva a Dios, se desarrolla armoniosamente y
se fortalece para comprender y cumplir los requerimientos de Dios. El carácter débil y
vacilante se transforma en un carácter fuerte y firme. La devoción continua establece una
relación tan íntima entre Jesús y su discípulo, que el cristiano llega a ser semejante a Cristo
en mente y carácter. Mediante su relación con Cristo, tendrá miras más claras y más
amplias. Su discernimiento será más penetrante, su juicio mejor equilibrado. El que anhela
servir a Cristo queda tan vivificado por el poder del Sol de justicia, que puede llevar mucho
fruto para gloria de Dios.
Hombres de la más alta educación en las artes y las ciencias han aprendido preciosas
lecciones de los cristianos de vida humilde a quienes el mundo llamaba ignorantes. Pero
estos obscuros discípulos habían obtenido su educación en la más alta de todas las escuelas:
Se habían sentado a los pies de Aquel que habló como "jamás habló hombre alguno."
CAPÍTULO 26. EN CAPERNAÚM
DURANTE los intervalos que transcurrían entre sus viajes de un lugar a otro, Jesús moraba
en Capernaúm, y esta localidad llegó a ser conocida como "su ciudad." Estaba a orillas del
mar de Galilea, y cerca de los confines de la hermosa llanura de Genesaret, si no en
realidad sobre ella.
La profunda depresión del lago da a la llanura que rodea sus orillas el agradable clima del
sur. Allí prosperaban en los días de Cristo la palmera y el olivo; había huertos y viñedos,
campos verdes y abundancia de flores para matizarlos alegremente, todo regado por arroyos
cristalinos que brotaban de las peñas. Las orillas del lago y los collados que lo rodeaban a
corta distancia, estaban tachonados de aldeas y pueblos. El lago estaba cubierto de barcos
pesqueros. Por todas partes, se notaba la agitación de una vida activa.
Capernaúm misma se prestaba muy bien para ser el centro de la obra del Salvador. Como
se encontraba sobre el camino de Damasco a Jerusalén y Egipto y al mar Mediterráneo, era
un punto de mucho tránsito. Gente de muchos países pasaba por la ciudad, o quedaba allí a
descansar en sus viajes de un punto a otro. Allí Jesús podía encontrarse con representantes
de todas las naciones y de todas las clases sociales, tanto ricos y encumbrados, como pobres
y humildes, y sus lecciones serían llevadas a otras naciones y a muchas familias. Así se
fomentaría la investigación de las profecías, la atención sería atraída al Salvador, y su
misión sería presentada al mundo.
A pesar de la acción del Sanedrín contra Jesús, la gente esperaba ávidamente el desarrollo
de su misión. Todo el cielo estaba conmovido de interés. Los ángeles estaban preparando
el terreno para su ministerio, obrando en los corazones humanos y atrayéndolos al
Salvador.
En Capernaúm, el hijo del noble a quien Cristo había sanado era un testigo de su poder. Y
el oficial de la corte y su familia testificaban gozosamente de su fe. Cuando se supo que el
Maestro mismo estaba allí, toda la ciudad se conmovió. Multitudes acudieron a su
presencia. El sábado, la gente llenó la sinagoga a tal punto que muchos no pudieron entrar.
Todos los que oían al Salvador "se maravillaban de su doctrina, porque su palabra era con
potestad." "Porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas.' La
enseñanza de los escribas y ancianos era fría y formalista, como una lección aprendida de
memoria. Para ellos, la Palabra de Dios no tenía poder vital. Habían substituido sus
enseñanzas por sus propias ideas y tradiciones. En la rutina de las ceremonias profesaban
explicar la ley, pero ninguna inspiración de Dios conmovía su corazón ni el de sus oyentes.
Jesús no tenía nada que ver con los diversos temas de disensión entre los judíos. Su obra
era presentar la verdad. Sus palabras derramaban raudales de luz sobre las enseñanzas de
los patriarcas y profetas, y presentaban las Escrituras a los hombres como una nueva
revelación. Nunca habían percibido sus oyentes tan profundo significado en la Palabra de
Dios. Jesús se encontraba con la gente en su propio terreno, como quien está familiarizado
con sus perplejidades. Hacía hermosa la verdad presentándola de la manera más directa y
sencilla. Su lenguaje era puro, refinado y claro como un arroyo cristalino. Su hablar era
como música para los que habían escuchado las voces monótonas de los rabinos. Pero
aunque su enseñanza era sencilla, hablaba como persona investida de autoridad. Esta
característica ponía su enseñanza en contraste con la de todos los demás. Los rabinos
hablaban con duda y vacilación, como si se pudiese entender que las Escrituras tenían un
significado u otro exactamente opuesto. Los oyentes estaban diariamente envueltos en
mayor incertidumbre. Pero al enseñar, Jesús presentaba las Escrituras como autoridad
indudable. Cualquiera que fuese su tema, lo exponía con poder, con palabras
incontrovertibles.
Sin embargo, era ferviente más bien que vehemente. Hablaba como quien tenía un
propósito definido que cumplir. Presentaba a la vista las realidades del mundo eterno. En
todo tema, revelaba a Dios. Jesús procuraba romper el ensalmo de la infatuación que
mantiene a los hombres absortos en las cosas terrenales. Ponía las cosas de esta vida en su
verdadera relación, como subordinadas a las de interés eterno, pero no ignoraba su
importancia. Enseñaba que el cielo y la tierra están vinculados, y que un conocimiento de
la verdad divina prepara a los hombres para cumplir mejor los deberes de la vida diaria.
Hablaba como quien está familiarizado con el cielo, consciente de su relación con Dios,
aunque reconociendo su unidad con cada miembro de la familia humana.
Variaba sus mensajes de misericordia para adaptarlos a su auditorio. Sabía "hablar en
sazón palabra al cansado" porque la gracia se derramaba de sus labios, a fin de inculcar a
los hombres los tesoros de la verdad de la manera más atrayente. Tenía tacto para tratar
con los espíritus llenos de prejuicios, y los sorprendía con ilustraciones que conquistaban su
atención. Mediante la imaginación, llegaba al corazón. Sacaba sus ilustraciones de las
cosas de la vida diaria, y aunque eran sencillas, tenían una admirable profundidad de
significado. Las aves del aire, los lirios del campo, la semilla, el pastor y las ovejas, eran
objetos con los cuales Cristo ilustraba la verdad inmortal; y desde entonces, siempre que
sus oyentes veían estas cosas de la naturaleza, recordaban sus palabras. Las ilustraciones
de Cristo repetían constantemente sus lecciones.
Cristo nunca adulaba a los hombres. Nunca dijo algo que pudiese exaltar su fantasía e
imaginación, ni los alababa por sus hábiles invenciones; pero los pensadores profundos y
sin prejuicios recibían su enseñanza, y hallaban que probaba su sabiduría. Se maravillaban
por la verdad espiritual expresada en el lenguaje más sencillo. Los más educados quedaban
encantados con sus palabras, y los indoctos obtenían siempre provecho. Tenía un mensaje
para los analfabetos, y hacía comprender aun a los paganos que tenía un mensaje para ellos.
Su tierna compasión caía con un toque sanador sobre los corazones cansados y atribulados.
Aun en medio de la turbulencia de enemigos airados, estaba rodeado por una atmósfera de
paz. La hermosura de su rostro, la amabilidad de su carácter, sobre todo el amor expresado
en su mirada y su tono, atraían a él a todos aquellos que no estaban endurecidos por la
incredulidad. De no haber sido por el espíritu suave y lleno de simpatía que se manifestaba
en todas sus miradas y palabras, no habría atraído las grandes congregaciones que atraía.
Los afligidos que venían a él sentían que vinculaba su interés con los suyos como un amigo
fiel y tierno, y deseaban conocer más de las verdades que enseñaba. El cielo se acercaba.
Ellos anhelaban permanecer en su presencia, y que pudiese acompañarlos de continuo el
consuelo de su amor.
Jesús vigilaba con profundo fervor los cambios que se veían en los rostros de sus oyentes.
Los que expresaban interés y placer le causaban gran satisfacción. A medida que las saetas
de la verdad penetraban hasta el alma a través de las barreras del egoísmo, y obraban
contrición y finalmente gratitud, el Salvador se alegraba. Cuando su ojo recorría la
muchedumbre de oyentes y reconocía entre ellos rostros que había visto antes, su semblante
se iluminaba de gozo. Veía en ellos promisorios súbditos para su reino. Cuando la verdad,
claramente pronunciada, tocaba algún ídolo acariciado, notaba el cambio en el semblante,
la mirada fría y el ceño que le decían que la luz no era bienvenida. Cuando veía a los
hombres rechazar el mensaje de paz, su corazón se transía de dolor.
Mientras estaba Jesús en la sinagoga, hablando del reino que había venido a establecer y de
su misión de libertar a los cautivos de Satanás, fue interrumpido por un grito de terror. Un
loco se lanzó hacia adelante de entre la gente, clamando: "Déjanos, ¿qué tenemos contigo,
Jesús Nazareno? ¿has venido a destruirnos ? Yo te conozco quién eres, el Santo de Dios."
Todo quedó entonces en confusión y alarma. La atención se desvió de Cristo, y la gente ya
no oyó sus palabras. Tal era el propósito de Satanás al conducir a su víctima a la sinagoga.
Pero Jesús reprendió al demonio diciendo: "Enmudece, y sal de él. Entonces el demonio,
derribándole en medio, salió de él, y no le hizo daño alguno."
La mente de este pobre doliente había sido obscurecida por Satanás, pero en presencia del
Salvador un rayo de luz había atravesado las tinieblas. Se sintió incitado a desear estar
libre del dominio de Satanás; pero el demonio resistió al poder de Cristo. Cuando el
hombre trató de pedir auxilio a Jesús, el mal espíritu puso en su boca las palabras, y el
endemoniado clamó con la agonía del temor. Comprendía parcialmente que se hallaba en
presencia de Uno que podía librarle; pero cuando trató de ponerse al alcance de esa mano
poderosa, otra voluntad le retuvo; las palabras de otro fueron pronunciadas por su medio.
Era terrible el conflicto entre el poder de Satanás y su propio deseo de libertad.
Aquel que había vencido a Satanás en el desierto de la tentación, se volvía a encontrar
frente a frente con su enemigo. El diablo ejercía todo su poder para conservar el dominio
sobre su víctima. Perder terreno, sería dar una victoria a Jesús. Parecía que el torturado iba
a fallecer en la lucha con el enemigo que había arruinado su virilidad. Pero el Salvador
habló con autoridad, y libertó al cautivo. El hombre que había sido poseído permanecía
delante de la gente admirada, feliz en la libertad de su dominio propio. Aun el demonio
había testificado del poder divino del Salvador.
El hombre alabó a Dios por su liberación. Los ojos que hacía poco despedían fulgores de
locura brillaban ahora de inteligencia, y de ellos caían lágrimas de agradecimiento. La
gente estaba muda de asombro. Tan pronto como recuperaron el habla, se dijeron unos a
otros: "¿Qué palabra es ésta, que con autoridad y potencia manda a los espíritus inmundos,
y salen?"
La causa secreta de la aflicción que había hecho de este hombre un espectáculo terrible para
sus amigos y una carga para sí mismo, estribaba en su propia vida. Había sido fascinado
por los placeres del pecado, y había querido hacer de su vida una gran diversión. No
pensaba llegar a ser un terror para el mundo y un oprobio para su familia. Había creído que
podía dedicar su tiempo a locuras inocentes. Pero una vez encaminado hacia abajo, sus
pies descendieron rápidamente. La intemperancia y la frivolidad pervirtieron los nobles
atributos de su naturaleza, y Satanás llegó a dominarlo en absoluto.
El remordimiento vino demasiado tarde. Cuando quiso sacrificar las riquezas y los placeres
para recuperar su virilidad perdida, ya se hallaba impotente en las garras del maligno. Se
había colocado en el terreno del enemigo, y Satanás se había posesionado de todas sus
facultades. El tentador le había engañado con sus muchas seducciones encantadoras; pero
una vez que el pobre hombre estuvo en su poder, el enemigo se hizo inexorable en su
crueldad, y terrible en sus airadas visitas. Así sucederá con todos los que se entreguen al
mal; el placer fascinante de los comienzos termina en las tinieblas de la desesperación o la
locura de un alma arruinada.
El mismo mal espíritu que tentó a Cristo en el desierto y que poseía al endemoniado de
Capernaúm dominaba a los judíos incrédulos. Pero con ellos asumía un aire de piedad,
tratando de engañarlos en cuanto a sus motivos para rechazar al Salvador. Su condición era
más desesperada que la del endemoniado; porque no sentían necesidad de Cristo, y por lo
tanto estaban sometidos al poder de Satanás.
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