FRAGMENTOS I ELOGIO DEL DIÁLOGO* Todos sabemos que el Concilio Vaticano II habló repetidamente de diálogo. Este término, o sus equivalentes, aparece en él unas veintisiete veces, y de ellas diez, posiblemente las más enjundiosas, en la Constitución Gaudium et Spes. Comienza esta Constitucion, recordémoslo, diciéndonos que “la Iglesia se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (n. 1) y que “no puede dar mayor prueba de solidaridad, respeto y amor a toda la familia humana que dialogar con ella acerca de todos sus problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador que la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su fundador” (n. 3). Para llevar a cabo ésta su misión –sigue diciendo el Concilio– “es deber permanente de la Iglesia escrutar los signos de los tiempos, e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y futura, y sobre la mutua relación de ambos” (n. 4). La Iglesia, como vemos, no se siente ni se establece fuera del mundo y de su historia; ni contra el mundo y su historia. Sabe que forma parte dcl mundo, sin confundirse con él, y que por eso todas las vicisitudes del hombre, gozosas o dramáticas, le son propias. La Iglesia está, vive y se desarrolla en el tiempo de los hombres y con los hombres de cada tiempo. Al igual que Cristo, su fundador, se solidarizó en la cncarnación con el género humano, así también la Iglesia, que es la continuadora en la historia de la misión de Cristo. Por eso la Iglesia del Concilio no condena el mundo, sino que lo ama y respeta. Y la prueba de ese amor y respeto lo constituye su voluntad de aportarle el Evangelio y su deseo de colaborar con los trabajos y afanes de los hombres en su camino hacia la verdad y la justicia. __________ * Cresol (Noviembre 2002). 218 EVANGELIO Y CULTURA Con esta actitud, la Iglesia cancela siglos de aislamiento y se prepara para una nueva forma de presencia y acción en el mundo. La solidaridad de la Iglesia con el mundo se expresó en el diálogo: “La mayor prueba de solidaridad que la Iglesia puede dar es dialogar con la entera famiiia humana acerca de todos sus problemas”. La palabra “diálogo” traduce el término latino “colloquium”, esto es, coloquio o conversación. La Iglesia quiere entablar una conversación, un diálogo sereno y leal, con toda la familia humana, con los hombres de toda raza, nación, lengua y cultura. “Diálogo” es, pues, palabra dave. En ella se concentra la nueva actitud y el nuevo talante de la Iglesia en su relación con el mundo. Como sabemos, para dialogar es preciso, en primer lugar, “tener algo que decir”; y, en segundo, estar dispuesto a escuchar, a “dejarse decir algo por el otro”. Diálogo es, pues, mutua palabra y mutua escucha. Lo contrario del diálogo es el monólogo. Todos conocemos gentes que hablan mucho, que preguntan a los otros, pero que ellos mismos se responden sin esperar siquiera a escuchar la palabra que tiene que decir el preguntado; son gente que sólo se escucha a sí misma y que, antes o después, acaban confundiendo la realidad con sus propios delirios y fantasías. Lo que pasa con las personas puede pasar, mutatis mutandis, con las instituciones, sean del tipo que sean. La Iglesia, en la Gaudium et Spes, expresa su firme voluntad de no incurrir en el monólogo. Quiere escuchar; quiere exponerse a lo que el otro, en este caso el mundo, puede decirle. Porque el diálogo supone el respeto del otro, reconocimiento de su competencia para hablar y de su capacidad de decir la verdad. El diálogo, además, sólo es compresible si cada uno de los dialogantes reconoce la autonomía y la libertad del otro y, en consecuencia, si se da entre los dialogantes una cierta simetría de relaciones. Por eso la Iglesia del Concilio reconoció la justa autonomía del mundo y del hombre. Al diálogo se va con las propias convicciones y verdad; para dialogar, hemos dicho, es preciso tener algo que decir. Y la Iglesia quiere decir al mundo la verdad de Cristo. Esto es muy importante. Porque dialogar no es, como algunos piensan hoy, síntoma de debilidad, ni de falta de convicciones firmes, ni de fe insegura y dubitativa. Todo lo contrario. El inseguro en su fe es el que tiene pánico a exponerse, a exponer y confrontar sus creencias con los demas, a argumentar sobre la verdad de su propuesta. Por eso se encierra en sí mismo y se aisla en sus estériles monólogos. Y suele disfrazar su inseguridad y sus débiles convicciones FRAGMENTOS 219 con actitudes dogmáticas, con repeticiones extemporáneas. El dogmatismo no es sinónimo de fidelidad a la verdad, pues toda fidelidad auténtica es creadora, mientras que la fidelidad de superficie es repetitiva. El dogmatismo, en todos los campos, es una patología del espíritu. Dialogar, pues, no es síntoma de debilidad en la fe, sino un servicio a la verdad y un servicio a los hombres. Es cierto que en todo diálogo, si es leal y sincero y no mera estrategia, uno se arriesga a tener que rectificar, revisar, buscar mejores y más adaptados argumentos para hacerse inteligible. Pero lo que se revisa y rectifica no es la verdad en sí misma, sino las adherencias históricas y contingentes con que inevitablemente toda verdad se presenta. El diálogo no fomenta el relativismo; es más, para un relativista el diálogo no tiene sentido. No deja de ser significativo que ni dogmáticos ni relativistas crean en el diálogo. La Iglesia salida del Concilio quiere dialogar; quiere hacerse más inteligible y trasparente, y lo quiere porque posee la convicción íntima de que tiene algo muy valioso que aportar a los hombres: a Cristo, verdad de Dios. La Iglesia del Concilio quiere dialogar, y por eso, está dispuesta a escuchar. Sólo escuchando puede “escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio”. Quiere escuchar para conocer los problemas fundamentales del hombre; para ello tiene que mirar con profundidad el mundo que le rodea, las realizaciones culturales de los hombres, con el fin de descubrir, quizás en estado latente, aquellas expresiones que denuncian la “preocupación última”, en expresión de P. Tillich; para captar en las inquietudes y gozos, en las esperanzas y temores de los hombres la huella de Dios y la fuerza del Espíritu, la exigencia, con frecuencia no explícita, de una Palabra nueva, pero que a la vez responde a sus más íntimos deseos. Se trata, como dice el Concilio, de captar los signos de los tiempos que en la vida, historia y culturas de los hombres apuntan hacia el ámbito de la trascendencia. Y Cristo, confesado como el sentido pleno de la historia y el hombre, como la Verdad en la que encuentran sentido y plenitud las verdades de los hombres, es la luz desde la que hay que interpretar esos signos. Para ello es, pues, necesario dialogar, escuchar.