Las subculturas de la violencia El miedo de Lima Carlos Reyna Si bien, como dice el autor, el temor principal de Lima es a la delincuencia, hoy podríamos decir que Lima le teme a todo, sin excluir a la propia policía. Cada época tiene sus propios miedos. Hace poquísimos años Lima temía a los senderistas. El año 91 el miedo tuvo que ver con un problema de salud pública, una epidemia. La Lima liberal de la segunda mitad de los 90 le teme sobre todo a la delincuencia, a lo que en esferas relativamente especializadas se denomina también inseguridad ciudadana o violencia urbana. Más allá de las estadísticas siempre insuficientes y precarias acerca de la criminalidad, es obvio que la gente se siente cada vez más insegura, y percibe que el riesgo de ser una víctima es cada vez mayor. El miedo puede crecer si paralelamente hay una carencia de explicaciones sobre el aumento cuantitativo de los hechos delictivos y sobre la mayor violencia en las calles. Y de ahí a la adaptación de la mayoría o a las propuestas absurdas, autoritarias y también violentas de algunos funcionarios, hay menos que un paso. Lima acumula más neurosis que acciones decentes. Puede ser aún peor Quizá convenga recordar que las cosas pueden ser aún peores de lo que son. Felizmente no tenemos todavía a esos sicarios juveniles de Medellín que arreglan cualquier conflicto por la vía de un asesinato a sueldo. Pero tenemos aún más desempleo juvenil y tenemos narcotraficantes, dos de los ingredientes que subyacen al sicariato. Tampoco tenemos escuadrones de la muerte que liquidaban (¿liquidan?) a los meninos da rua en Río. Pero tenemos millares de niños delincuentes o en abandono y policías acostumbrados a golpear a los detenidos. Antes de que lleguemos a tales fenómenos conviene a todos que comencemos a comprender lo que ya tenemos, a esbozar líneas de acción y actuar en lo que esté a nuestro alcance. El miedo también puede servir para algo. Lo primero que puede observarse es que las tasas de criminalidad se mantuvieron relativamente estables hasta 1977, pero subieron sostenidamente desde 1978. Caen ligeramente entre 1986 y 1991 y vuelven a subir con más fuerza que antes a partir de 1992. Desco / Revista Quehacer Nº 104 /Nov-Dic 1996 Recesión y criminalidad Es cierto que hay algo de mecanicismo en establecer una asociación entre ciclos de criminalidad y ciclos económicos1, pero en el caso peruano las coincidencias son bastante marcadas. Las fases de recesión coinciden con el aumento de los delitos. Por ello es verosímil la relación entre mayor desempleo y mayor delito. Una notable excepción es el periodo recesivo 88-91. Entonces hubo un descenso de la criminalidad. Pero la explicación puede guardar relación con las medidas excepcionales de control policial y militar que se implantaron en Lima contra los grupos subversivos, y aun con la propia actividad de estos grupos que incorporaban duras medidas contra los delincuentes en las barriadas. Sin embargo, la excepción no dura mucho. Una vez desplazados los grupos subversivos y disminuidos los controles de las fuerzas del orden, la delincuencia se toma la revancha y sube aun más aceleradamente en los últimos años. La primera moraleja es clara. Si el Perú, que se gobierna desde Lima, va a generar desempleo persistentemente como en los últimos veinte años, entonces Lima no tiene por qué quejarse si en ella aumentan la criminalidad y la inseguridad. Y si en serio se quieren revertir estas tendencias, los ministros de Economía deben ser interpelados más por los indicadores de empleo que por las tasas de inversión extranjera. Subculturas del delito Por otro lado, también es cierto que no todo desempleado o pobre se hace delincuente ni todo delincuente es pobre o desempleado. Aunque todos alguna vez hemos transgredido la ley así sólo sea como una infracción de tránsito, la inmensa mayoría prefiere vivir sin delinquir y en paz. En medio de grandes contradicciones y carencias, en el Perú prevalece una cultura de paz. Si no fuera así, el país ya hubiese colapsado. Así que no toda la conducta transgresora se explica por una situación de carencia material. Las investigaciones clásicas al respecto, en otros países, tienden a relativizar el impacto de esta situación y a rastrear más bien el desarrollo de ciertas subculturas del delito. El concepto de subculturas delictivas2 alude a determinados grupos humanos, dentro de cualquier clase social o institución, que terminan premiando la transgresión de la ley. Entre los estratos bajos, puede tratarse de niños o jóvenes para quienes su entrega al grupo compensa su pertenencia a familias desestructuradas, o con padres martirizadores, satisfaciendo su necesidad de estima y sus impulsos gregarios. Su escenario es la calle, donde existen otros grupos de edades similares o mayores y donde las reglas de la sobrevivencia y del reconocimiento pasan por el despliegue de violencia. De estos grupos de transgresores de muy corta edad de los estratos bajos, caracterizados por su arrojo, suelen salir, en Lima, los futuros enrolados en las bandas de asaltantes y secuestradores. 1 El tema ha sido tratado por el economista Javier Iguíñiz en un breve pero sugerente artículo en El Comercio. 2 El concepto fue acuñado por Albert Cohen, sociólogo autor del clásico Jóvenes delincuentes hace ya cuarenta y un años. Desco / Revista Quehacer Nº 104 /Nov-Dic 1996 Pero hay también grupos de transgresores precoces en las clases medias y altas, que también brindan a sus integrantes compensaciones similares ante las fallas familiares. La diferencia es que en estos estratos los grupos se forman a edades no tan tempranas sino en la adolescencia. También los distingue la obsesión por el éxito rápido, que generalmente es buscado por canales alternativos a los formales, juzgados como demasiado largos y mal pagados. El ideal de estos grupos es el del vividor inteligente y simpático, pero muy violento si debe demostrar su fuerza. Por su apariencia poco sospechosa, los narcotraficantes suelen reclutarlos para pasar droga en los aeropuertos. Igualmente, hay subculturas delictivas dentro de las propias instituciones regidas por reglamentos y por leyes o que deben velar por su cumplimiento. Puede haber ámbitos en los que inclusive a un abogado, un juez, un policía, un militar o un empresario, les resulte imposible ser puntillosos defensores y cumplidores de la ley y, simultáneamente, tener éxito en sus carreras. Hay como unas reglas subterráneas del juego, a las que deben adaptarse o cambiar de oficio. El crimen organizado vendría a ser ya una subcultura formalizada; con unos jefes que se hacen pasar por gente honorable, con negocios de simulación y con jerarquías, estructuras y normas que deben respetarse celosamente. En el Perú ese nivel lo han alcanzado solamente las organizaciones de narcotraficantes. Más leña Hay también aquellas subculturas violentas o propiciatorias de conductas violentas que no se delimitan a unos grupos sociales o instituciones. Más bien se expanden como comportamientos en los estadios, en el tránsito urbano, en conciertos de música o en las aglomeraciones de cualquier tipo. Uno de estos comportamientos es el de los medios y el del periodismo. Su papel actual es contradictorio. Por un lado -es obvio-, sirve para informar sobre lo que va aconteciendo. Pero, por otro lado, también banaliza la violencia. La utiliza, con valiosas excepciones, como parte del show business y como un insumo para la guerra por el rating y el tiraje. Oliver Stone ha retratado crudamente este rol parcialmente perverso de los medios en ese periodista personaje de Asesinos por naturaleza. ésta debería ser una película de visión obligatoria en escuelas de comunicación y en las empresas de televisión. A nuestro alcance Familias, barrios, municipios, empresas, instituciones policiales y judiciales, medios de comunicación, estadios, tránsito, centros de diversión, oficinas del Estado. En cada uno de esos ámbitos hay algo que se puede hacer en el corto plazo para detectar y restar posibilidades de expansión a las subculturas del delito o de la violencia. Esa es una cuestión de toda la sociedad. La policía ha sido ya rebasada. Por ello hay tantos ronderos en el campo, tantas empresas de seguridad privada, tantos policías trabajando a doble turno en empresas o en serenazgos, y tan pocos policías en los barrios. La propia ley del talión ha comenzado a aplicarse con los linchamientos de delincuentes. La reforma de la policía es una urgencia desde hace años. La autoridad política tiene ahora una gran oportunidad para sacarla adelante, puesto Desco / Revista Quehacer Nº 104 /Nov-Dic 1996 que el actual director general es un oficial con una sólida imagen de probidad y de eficiencia profesional. No se puede decir menos de la reforma del poder judicial y de las cárceles. Finalmente, por alguna razón, cuando en los últimos tiempos se habla de inseguridad ciudadana o de violencia urbana, la atención tiende a centrarse en los delincuentes juveniles. No ha de ser sólo por ese natural escándalo que acompaña sus actos. Ha de ser quizá porque nos inquieta a los adultos, ya no el futuro, sino el presente de nuestros hijos. Así sólo sea por miedo, volvamos a cuidar y a hacer crecer en nuestro entorno una cultura de paz y de respeto a las normas y los derechos de los demás. Desco / Revista Quehacer Nº 104 /Nov-Dic 1996