Los mejores cuentos de Michael Ende

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Los mejores
cuentos de
Michael
Ende
Los mejores
cuentos de
Michael
Ende
Ilustrado por Bernhard Oberdieck
Dirección editorial: Raquel López Varela
Coordinación editorial: Ana Rodríguez Vega
Maquetación: Eduardo García Ablanedo
Revisión de texto: Lidia Manceñido Martínez
Diseño de cubierta: Darrell Smith
Ilustración de cubierta: Bernhard Oberdieck
Ilustraciones: Bernhard Oberdieck
Título original: Die Zauberschule und andere Geschichten
Traducción: José Miguel Rodríguez Clemente
Reservados todos los derechos de uso de este ejemplar. Su
infracción puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual. Prohibida su reproducción total o parcial, distribución,
comunicación pública, puesta a disposición, tratamiento
informático, transformación en sus más amplios términos o
transmisión sin permiso previo y por escrito. Para fotocopiar o
escanear algún fragmento, debe solicitarse autorización a EVEREST
([email protected]) como titular de la obra, o a la entidad de gestión
de derechos CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,
www.cedro.org).
© K. Thienemanns Verlag in Stuttgart - Wien
© EDITORIAL EVEREST, S. A.
Carretera León-La Coruña, km 5 LEÓN
ISBN: 978-84-441-1120-9
Depósito Legal: LE. 875-2013
Printed in Spain - Impreso en España
EDITORIAL EVERGRÁFICAS, S. L.
Carretera León-La Coruña, km 5 LEÓN (ESPAÑA)
Atención al Cliente: 902 123 400
ÍNDICE
n lugar de prólogo: Para ser más exactos E
7
La escuela de magia
19
Tranquila Tragaleguas, la tortuga tenaz 65
El muñequito de trapo 80
El secreto de Lena 90
La historia del deseo de todo los deseos
140
Norberto Nucagorda o El rinoceronte desnudo 147
No importa 174
Tontolico y Tontiloco
189
Una historia de trabalenguas
211
Liri Loré Willi Porqué
218
Moni pinta una obra de arte
229
La historia de la sopera y el cazo 236
El osito de peluche y los animales
274
El largo camino hacia Santa Cruz
294
El dragón y la mariposa o El extraño cambio 363
Filemón el Arrugado
371
Una mala noche 392
Tragasueños399
El teatro de sombras de Ofelia
413
En lugar de prólogo:
Para ser más exactos
Todos los miembros de nuestra familia, desde el
más viejo hasta el más joven, tenemos la misma
pequeña debilidad: la lectura. Es prácticamente
imposible conseguir que uno de nosotros, por
algún motivo, deje su libro a un lado para hacer
alguna otra cosa urgente o inaplazable. Lo cual
no significa que esa cosa urgente o inaplazable
no se haga. Lo que sucede es que nos parece que
no es en absoluto necesario renunciar por eso
a la lectura. Se puede hacer perfectamente lo
uno sin tener que dejar de hacer lo otro, ¿o no?
Admito que ello acarrea de vez en cuando algún
pequeño percance…, pero ¿qué importa?
7
El abuelo, pongamos por caso, está sentado en
un cómodo sillón de orejas, fumándose su pipa
con un libro en la mano. Está leyendo. Al cabo
de un rato, sacude su pipa dándole unos golpecitos en el cenicero de la mesita que tiene delante.
Bueno, para ser más exactos, no es realmente su
cenicero, sino más bien un florero. Por el sonido,
el abuelo se acuerda vagamente de que ya hace mucho tiempo que debería haber tomado su medicina
para la tos. Así que agarra el florero y se bebe todo
lo que hay dentro.
—¡Mmm, mmm! —gruñe—, ¡qué fuerte está
hoy el café…! ¡Lástima que esté tan frío!
La abuela, pongamos por caso, está sentada en
el sofá que hay en el otro rincón del cuarto. Lleva
puestas unas gafas sobre su nariz y hace calceta
entrechocando las agujas. Sobre su regazo hay un
grueso libro, que está leyendo. Teje y teje… ¿Que
qué teje? Pues un calcetín, por supuesto. Bueno,
para ser más exactos, realmente no es un auténtico
calcetín, sino más bien una especie de gigantesca
serpiente de lana que cubre ya, serpenteante, todo
el suelo de la habitación. Mientras la abuela pasa
la página, echa una rápida ojeada al monstruo por
encima de sus gafas y murmura:
8
—Me parece que ha vuelto a haber un incendio
en casa. Pero los bomberos no deberían dejarse
así, sin más, la manguera tirada por la casa…
El padre pinta retratos. Está, pongamos por
caso, en su taller, delante de un lienzo, haciéndole un retrato a una rica y distinguida dama. La
dama está sentada ante él en un pedestal; lleva
en la cabeza un sombrerito de flores encantador
y tiene a su perrillo faldero en el regazo. El padre pinta con una mano y con la otra sostiene
un libro que está leyendo. Una vez terminado el
cuadro, la distinguida y rica dama se acerca expectante a admirar su propio retrato. El cuadro
ha quedado muy bonito. Bueno, para ser más
exactos, quizá haya quedado un poco raro, pues
a la dama del sombrerito de flores el padre le ha
pintado la cara del perrillo faldero, y al perrillo
faldero que tenía en el regazo le ha pintado el
rostro de la dama. Por eso ahora la dama se marcha bastante indignada sin comprar el bonito
retrato.
—Bueno —dice, afligido, el padre—, quizá no
haya salido muy favorecida… ¡pero se le parece!
La madre, pongamos por caso, está en la cocina preparando la comida. Afortunadamente,
se le ha olvidado encender el fuego del puchero,
11
porque, de lo contrario, tal vez la comida ya
estuviera un poquito requemada, pues tiene un
libro en una mano y lo está leyendo. En la otra
mano tiene un cucharón, con el que remueve y
remueve. Bueno, para ser más exactos, no se trata
realmente de un auténtico cucharón, sino más
bien de un termómetro.
Al cabo de un rato, se lo lleva a la oreja y dice,
meneando la cabeza:
—Ya ha pasado otra hora. Así, naturalmente,
jamás podré terminar a tiempo.
La hermana mayor (tiene catorce años) está,
pongamos por caso, en el pasillo, al teléfono,
en estado de tensión y con el auricular pegado a
la oreja. Ya se sabe que los teléfonos se inventaron expresamente para las hermanas de catorce
años, pues, sin el auricular en la oreja, todas las
hermanas de catorce años del mundo seguro que
se morirían por falta de noticias, igual que los
buzos sin botellas de oxígeno por falta de aire.
Pero nuestra hermana de catorce años tiene, además, un libro en la mano y lo está leyendo. Aun
así, naturalmente, oye muy bien todas las cosas
emocionantes que su amiga tiene que contarle.
Bueno, para ser más exactos, quizá no lo oiga
del todo bien, porque en realidad no ha marcado
12
ningún número. Y así, finalmente, después de un
par de horas, pregunta como de pasada:
—Oye, ¿quién es ese «Tuuu-tuuu» del que me
llevas hablando todo el rato?
El hermano pequeño (tiene diez años) digamos que va, pongamos por caso, camino de la
escuela. Naturalmente, él también lleva un libro
en la mano y lo va leyendo, pues ¿qué otra cosa
mejor podría hacer durante el largo trayecto en el
tranvía? El tranvía se bambolea y traquetea, sube
y baja, y, sin embargo, no acaba de moverse del
sitio. Bueno, para ser más exactos, realmente no
es un auténtico tranvía, sino más bien el ascensor
de nuestra casa, del que el hermano pequeño se
ha olvidado salir. Cuando, pasadas algunas horas, sigue sin haber llegado a la parada que hay
delante de la escuela, murmura preocupado:
—Seguro que hoy el profesor tampoco va a
creerme que, si llego siempre tarde, no es por
culpa mía.
El miembro más joven de nuestra familia, el
bebé, está, pongamos por caso, acostado en su
canastilla. En nuestra familia, naturalmente,
también el bebé lee ya. Como todos los demás,
tiene un libro en la mano, solo que el suyo es más
pequeño y pesa menos que los libros de los ma13
yores, pues se trata de un libro de bebé. En la otra
mano tiene el biberón, pues su misión, que él se
toma muy en serio, consiste en alimentarse bien
para hacerse grande y fuerte y poder leer pronto
libros más grandes y más pesados. Pero, para ser
más exactos, realmente lo que tiene en la mano
no es exactamente su biberón, sino más bien un
gran tintero. Y tampoco bebe de él, sino que, de
vez en cuando, lo sacude y se echa un chorrito en
su cabecita. Eso le trae absolutamente sin cuidado, y solo cuando finalmente le cae una gruesa
mancha de tinta en la página que está leyendo,
comienza de repente a llorar y grita (y espero que
nadie pondrá en duda que nuestro lector bebé
sabe ya, por supuesto, hablar perfectamente):
—¡Que alguien encienda la luz, que ya está
todo muy oscuro!
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Nuestro gato, como la mayoría de los gatos,
tiene la misión de cazar ratones. Su profesión lo
es todo para él; y por eso, pongamos por caso,
se pasa tan a menudo horas enteras delante de
una ratonera que hay a la izquierda, en la parte
de atrás del cuarto, al lado del ropero. También
él, por supuesto, tiene un pequeño libro entre las
patas, pues ¿en qué otra cosa mejor iba a emplear
tanto tiempo como se pasa al acecho? (Y el que
crea que un gato puede leer no debería asombrarse de que también pueda hablar). Así que, como
decía, está delante de la ratonera. Bueno, para
15
ser más exactos, realmente no es una auténtica
ratonera, pues, mientras estaba leyendo, los ratones le han dado sencillamente la vuelta y lo han
corrido un poco hacia un lado, de manera que
ahora está delante del enchufe. Al cabo de un rato, mete en él las uñas y echa chispas por el rabo.
—¡Ay! —maúlla sobresaltado—. ¡Este libro
realmente está cargado de tensión!
Nuestra ranita de San Antonio está, pongamos por caso, en su recipiente. Tiene una importante misión: predecir el tiempo subiendo o
bajando su escalera. Cumple con su obligación
de una manera muy concienzuda, siempre y
cuando en ese momento no esté leyendo, pues
a estas alturas resultará evidente que en nuestra
casa también la ranita de San Antonio tiene su
propio libro, que es del tamaño de un sello y
además impermeable.
(No malgastaré ahora ni una sola palabra
diciendo que una rana que lee también habla).
Lo malo es que en realidad no para de leer, y
por ello no dedica la atención necesaria a su
principal oficio. Aunque a veces, de repente, la
mala conciencia puede con ella y se acuerda de
su obligación. Entonces, para demostrar su buena voluntad, echa de repente a correr y sube la
16
escalera a toda velocidad, siempre con el libro en
su húmeda pata. O la baja exactamente igual de
deprisa y sin motivo alguno. Bueno, para ser más
exactos, realmente no la baja peldaño a peldaño,
sino que pisa en el vacío y cae dando tumbos por
la escalera abajo, armando un estrépito de mucho cuidado.
—Si no me equivoco —croa entonces frotándose su verde anca—, pronto va a haber una fuerte depresión atmosférica.
El único de nuestra familia que no lee tenía
que ser precisamente el ratón de biblioteca, que,
pongamos por caso, vive en el octavo tomo del
diccionario enciclopédico Brockhaus. No señor,
no lee. Él valora los libros exclusivamente desde
el punto de vista de si son comestibles o no. Por
eso sus opiniones sobre el «buen gusto» o el
«mal gusto», por lo menos en este sentido, solo
tienen un valor muy relativo, y todos los demás
tampoco lo consideramos plenamente como un
miembro de la familia.
Quizá alguien se esté preguntando ahora qué
relación de parentesco guardo yo con el resto de
los miembros de la familia. Debo reconocer que
ni yo mismo lo tengo del todo claro. Bueno, para
ser más exactos, yo a esta gente no la conozco en
17
absoluto, y, entre nosotros, casi no me creo que
existan realmente. Posiblemente toda esta historia que os he contado ha salido como ha salido
porque, mientras la estaba escribiendo, estaba al
mismo tiempo leyendo el libro que tengo delante.
Y ahora ya lo único que me queda es aconsejaros que hagáis lo mismo. Bueno, para ser más
exactos, realmente ya lo estáis haciendo, pues, si
no, no habríais leído todo lo que pone aquí. ¡Así
que no molestéis y dejadme también a mí seguir
leyendo!
18
La escuela de magia
Como estoy seguro de que a mis jóvenes lectores
les interesa apasionadamente todo lo relacionado
con la escuela (¿o acaso no?), les voy a contar ahora
cómo discurren las clases en Deseolandia.
Deseolandia es ese país del cual, en algunos
cuentos e historias, se dice que allí «desear aún
sirve de algo». Por lo demás, no está, ni mucho
menos, tan terriblemente lejos de nuestro mundo
cotidiano como la mayoría de la gente cree. A pesar de ello, es bastante difícil llegar hasta allí, pues
solo se puede entrar en él si a uno lo invitan personalmente, ya que los habitantes de Deseolandia
19
no quieren, de ninguna manera, tener un turismo
masivo en su país. Puede que esto le parezca lamentable a más de uno, pero en el fondo está muy
bien así…, como enseguida podrán comprobar los
que lean el presente informe.
La mayoría de los magos eran de este país. Hoy
en día prefieren quedarse en casa, salvo rarísimas
excepciones. Se puede decir, incluso, que en Deseolandia todos saben hacer un poquito de magia. Para aprender a hacer magia correctamente y conforme a las reglas, hay que ir a una escuela de magia.
Esto sucedió hace ya muchos años…, más de los
que la mayoría de vosotros lleváis en el mundo.
Uno de mis numerosos y largos viajes me había
llevado a aquel legendario país (se sobreentiende,
por lo que ya he dicho, que con una invitación personal). Para estudiar a fondo los usos y costumbres
de sus habitantes, me quedé allí durante algún
tiempo, y así tuve ocasión de conocer a dos niños
de los que me hice amigo. Eran mellizos: un niño
llamado Mug y una niña llamada Amalaswintha,
a quien, para hacerlo más fácil, llamaban Mali.
Rondando los nueve años, tenían los ojos azules
y el pelo negro; él, cortado a cepillo, y ella, con coleta. Se trataba del hijo y la hija de los hospederos
en cuya casa había alquilado una habitación. Una
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pareja agradabilísima, con unos niños igualmente
amables y que me ayudaron en mis estudios todo
cuanto pudieron. Gracias a ellos, de vez en cuando,
me permitían asistir a sus clases en la escuela. La
mayoría de las veces me sentaba atrás del todo, en
el último banco, y me limitaba a escuchar en silencio, pues no quería molestar, claro.
Por cierto que a una escuela como aquella no
puede ir cualquiera, sino solamente aquellos niños
que están especialmente dotados, es decir, aquellos
que disponen de una capacidad de deseo extraordinariamente grande. Sí, normalmente todos los
niños son capaces de desear ardientemente esto o
lo otro, pero a la mayoría de ellos solo les dura un
rato y enseguida se vuelven a olvidar del tema. Para
ir a la escuela de magia, uno tiene que poder desear
algo con muchísima constancia y muy fervientemente. Algo de lo que te examinan previamente.
La clase que yo conocí estaba compuesta por
siete alumnos, pero ahora no me voy a poner a
presentar a los otros cinco uno por uno; eso nos
llevaría muchísimo tiempo. Por cierto que, como
luego comprobé, siempre tenía que ser una cifra
impar inferior a diez, o sea, como mínimo tres y
como máximo nueve. Si se apuntaban más de nueve niños a las clases, se organizaba otra clase más,
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y si la cifra era par, entonces tenían que esperar
hasta que viniera uno más. No pude averiguar por
qué era así, pero así era.
El profesor se llamaba Rosamarino Silber y era
un orondo señor de edad indefinida, que llevaba
sobre su nariz unas pequeñas gafas y en la cabeza
una chistera celeste. A menudo sonreía pícaramen22
te, y daba la impresión de que muy pocas cosas
podrían sacarlo fácilmente de sus casillas.
Cuando llegó a clase el primer día, todos los alumnos estaban ya sentados en sus asientos (yo, como he
dicho, estaba atrás del todo) y lo recibieron expectantes. Saludó, se presentó, preguntó a cada uno su
nombre…, exactamente igual que lo que se suele hacer
en nuestro país. Después se sentó en un sillón de orejas que había al lado de la pizarra, cruzó las manos sobre la barriga, cerró los ojos y permaneció en silencio.
—Por favor, señor Silber —dijo un tanto impertinente Mug, que ya empezaba a impacientarse—,
¿cuándo empezamos con la magia?
Como el profesor siguió callado, repitió su pregunta aún más alto. El señor Silber abrió entonces
los ojos y se le quedó mirando pensativo a través
de sus pequeñas gafas. Luego sonrió satisfecho y
respondió:
—No hace falta que grites, hijo mío, que no estoy sordo. Tened un poco de paciencia, pues, antes
que nada, tengo que explicaros una cosa importante y estoy pensando cómo hacerlo.
Tras otro largo silencio, por fin preguntó:
—¿Así que todos vosotros estáis aquí porque
queréis aprender a hacer magia? Contadme entonces cómo os lo habéis imaginado.
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Mali levantó la mano y dijo:
—Yo he pensado que a lo mejor hay que aprenderse de memoria todo tipo de sentencias y fórmulas; quizá también algunos gestos y movimientos
que haya que hacer con las manos…
—Seguramente —dijo otro niño— también haya
que saber manejar un montón de aparatos y artilugios: retortas de química, o como se llamen, tarros
especiales…
—Y toda clase de hierbas y polvos y remedios
—añadió una niña.
—¡Una varita mágica! —sugirió otro.
—O libros con escritura secreta —opinó un niño— que solo se puedan descifrar si se conoce el
truco.
—¡Y una espada mágica! —exclamó entusiasmado Mug.
—Y quizá una bonita y larga capa —dijo, soñadora, Mali— de seda azul con estrellitas, y un sombrero alto y picudo…
—Sin embargo —la interrumpió el señor Silber—, todo eso no son más que accesorios externos
que para unos son importantes y para otros no.
Lo que realmente es necesario es mucho más fácil
y mucho más difícil al mismo tiempo. Está en vosotros mismos.
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Todos se callaron, desconcertados.
—Pues bien: es la capacidad de desear —prosiguió el señor Silber—. Aquel que quiera hacer magia tiene que poder dominar y aplicar su capacidad
de desear. Pero, para eso, primero tiene que conocer cuáles son sus verdaderos deseos y aprender a
manejarlos.
Volvió a hacer una pausa antes de proseguir:
—En realidad lo único que hace falta es conocerlos de verdad, abierta y sinceramente, pues todo
lo demás podría decirse que viene por sí solo. Pero
no es tan fácil, ni mucho menos, averiguar cuáles
son de verdad los propios deseos.
—¿Y qué es lo que hay que averiguar? —quiso
saber Mug—. Si yo deseo algo es porque realmente
lo deseo. ¡Y de qué manera! Pero solo con eso no
puedo hacer magia, ni mucho menos.
—Precisamente por eso es por lo que os hablaba
de los verdaderos deseos —explicó el señor Silber—,
pues solamente puede encontrarlos quien vive su
propia historia.
—¿Su propia historia? —preguntó Mali—. ¿Es
que cada uno tiene una?
—No, cada uno no, ni mucho menos —respondió suspirando el profesor—, aunque aquí, en
Deseolandia, salimos relativamente bien parados.
25
Pero fuera de aquí, en el mundo cotidiano, la
mayoría de la gente jamás vive su propia historia.
Tampoco le conceden ninguna importancia a eso.
Lo que hacen y lo que les ocurre lo podría hacer
cualquier otro y le podría ocurrir a cualquier otro.
¿No es así? —dijo volviendo su mirada hacia mí,
que estaba en el último banco.
Asentí, sorprendido, y me puse un poco colorado.
—Y por eso —añadió el señor Silber retomando
su discurso— jamás se les ocurre descubrir sus verdaderos deseos. La mayoría de la gente solo cree
que sabe lo que desea. Uno piensa, por ejemplo,
que le gustaría ser un médico famoso, o profesor
de universidad, o ministro, pero su verdadero deseo, que él no conoce en absoluto, es ser un simple
y buen jardinero. Otro piensa que le gustaría ser
rico o poderoso, pero su verdadero deseo es ser
payaso de circo. Mucha gente piensa, también, que
desearía de verdad que a todos los seres humanos
del mundo les fuera bien, que todos pudieran ser
felices y vivir contentos, que todos fueran amables
con los demás, que triunfara la verdad y reinara la
paz… Muchos de ellos se asombrarían si conocieran sus verdaderos deseos. Solo creen que desean
todo eso porque les gustaría verse a sí mismos
26
como personas virtuosas o buenas. Pero el que les
guste no significa obligatoriamente que lo deseen
de verdad. Sus deseos reales se orientan a menudo hacia otras cosas completamente distintas;
incluso a veces justamente hacia lo contrario. Por
eso jamás están real y completamente de acuerdo
consigo mismos. Y como los deseos ajenos son de
historias ajenas, ellos jamás viven su propia historia. Y por eso, naturalmente, tampoco pueden
hacer magia.
—¿Eso significa —preguntó incrédula Mali—
que con que uno esté de acuerdo consigo mismo
y conozca sus verdaderos deseos, ya sabe hacer
magia?
El señor Silber asintió:
—A veces ni siquiera hace falta que haga nada
para que se cumplan sus deseos. Todo parece que
surge por sí mismo.
Los niños se quedaron un rato reflexionando, y
luego Mug preguntó:
—¿Y usted, entonces, sabe hacer magia de verdad?
—¡Naturalmente! —contestó muy digno el señor Silber—. Si no, no sería vuestro profesor. Yo
os lo enseñaré todo porque ese es precisamente
mi deseo.
27
—¿Podría entonces —quiso saber Mali— hacernos algún truco de magia? Solo por diversión,
quiero decir.
—Todo a su debido tiempo —contestó el señor
Silber—. Ya llegará el momento. Ahora precisamente no tengo ese deseo.
Los niños pusieron cara de cierta decepción.
—¿Ha hecho usted alguna vez magia de verdad?
—se interesó Mug con la esperanza de oír al menos
alguna historia.
—¡Por supuesto que sí! —replicó el señor Silber—. He deseado, por ejemplo, que todos vosotros
vinierais conmigo a la escuela y ahora estáis todos
aquí.
—Bueno, sí… —dijo Mug estirando las palabras e
intercambiando una rápida mirada con su hermana—, pero ¿y si no hubiéramos venido?
El señor Silber movió la cabeza sonriendo.
—El caso es que habéis venido.
—¡Pero eso lo hemos hecho voluntariamente! —exclamaron entonces todos los niños a un
tiempo.
—¡Silencio, por favor! ¡Vamos por partes! —los
apaciguó el señor Silber—. Por supuesto que estáis
aquí voluntariamente, pues un buen mago siempre
respeta la libre voluntad de las personas. No fuerza
28
a nadie. Lo que ocurre es que vuestros deseos y los
míos se han complementado. Ese es el secreto.
—Pero ¿acaso no hay también deseos malos y
magos malos? —preguntó, preocupada, Mali.
El señor Silber puso cara seria.
—Esa es una pregunta muy importante, querida
Mali. Tienes toda la razón: también hay magos malos…, pero muy raras veces, pues también en su caso
tendrían que estar total y absolutamente de acuerdo
consigo mismos, solo que entonces para la maldad.
Algo que casi nadie consigue, porque para ello no
hay que amar a nada ni a nadie; en el fondo ni siquiera a uno mismo. Y además un mago de esos solo
tiene poder sobre quienes no conocen sus propios y
verdaderos deseos, y por tanto no están de acuerdo
consigo mismos. Por eso es tan importante que
os esforcéis y que estudiéis con interés, pues hacer
magia es una cosa muy seria…, incluso cuando solo
se hace para que los demás se diviertan. Espero que
ahora todos lo hayáis comprendido.
Los niños guardaron silencio y pusieron caras
pensativas.
—Y ahora —prosiguió el señor Silber— os voy a
enseñar la primera y más importante regla de la
capacidad de desear.
Se levantó y escribió en la pizarra:
29
1. Solo puedes desear realmente aquello
que consideras posible.
2. S olo puedes considerar posible aquello
que forma parte de tu historia.
3. S olo forma parte de tu historia aquello
que verdaderamente deseas.
—Esta regla —dijo el señor Silber subrayando
otra vez aquellas líneas— debéis aprendérosla bien
y reflexionar sobre ella. Incluso aunque ahora no la
comprendáis muy bien del todo; ya la iréis entendiendo poco a poco.
—¿Significa eso —preguntó excitado Mug— que
si yo creo posible que puedo volar, entonces puedo
volar…? ¿Así de fácil?
El señor Silber asintió:
—Sí, entonces puedes hacerlo.
Mug se puso en pie de un salto.
—¡Ahora mismo lo voy a comprobar! Me subiré
al tejado de la escuela y echaré a volar.
Salió corriendo hacia la puerta y el señor Silber
no hizo nada por detenerlo. Mug vaciló y miró
hacia atrás.
—Pero… ¿y si me caigo?
El señor Silber se quitó las gafas y las limpió.
30
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