LOS OYENTES

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Concurso STADT: historias de la gran ciudad 2014
LOS OYENTES
ADELA DE VALDÉS
Hace algo más de seis meses había quedado de encontrarme con un amigo que
hace mucho no veía, en el callejón que ahora es el barrio Las Aguas. Yo iba a pie
por la calle 19, preguntándome por qué el encuentro se había pactado en ese lugar
tan sucio, cuando sin habérmelo propuesto comencé a trabajar el pensamiento en
una casa que vista desde afuera me resultaba familiar. La casa era lo
suficientemente grande como para que diez personas pudieran acomodarse, y el
techo y los detalles de la fachada eran estrictamente coloniales. Estaba tan
fascinado con la casa que al encuentro con mi amigo no me mostré para nada
emocionado. Mi amigo me había abrazado y besado en la cabeza y yo apenas le
había dado unas palmaditas en el hombro izquierdo.
En seguida del encuentro, nos fuimos a buscar un café para conversar
cómodamente, pero lo cierto es que después de charlar tendido, le pedí que
regresáramos nuevamente a la esquina donde estaba ubicada la casa. Allí había un
señor que antes no estaba, y por el gesto que nos hizo cuando nos acercamos, me
pareció que era el dueño. No me atreví a pedirle o a preguntarle nada, porque
estaba muy ocupado apilando unos cartones. Fue sólo hasta entonces que mi
amigo me preguntó por qué esa casa ganaba tanto mi interés, y yo que antes de su
pregunta no sabía la respuesta, le dije que esa casa era parecida en todo, a una
que había visitado cuando era niño, que incluso las nomenclaturas eran las
mismas, pero la otra casa, que era la casa de mi tía, estaba bastante lejos. Fue
justo en ese momento que recordé las manos que se alcanzaban a la doble
casetera, a los inquilinos furiosos, a la boca tapiada, a la nariz y luego a la oreja. Y
creo que también fue en ese momento que le dije a mi amigo que iba a escribir un
cuento.
– Voy a escribir un cuento.
1
Durante la estancia en casa de una tía de lo más lejana, yo veía con sorpresa cómo
una inquilina algo desgarbada, alcanzaba sus manos a una doble casetera Deck
Fisher, muy similar a la que también nosotros teníamos en casa. La mujer, que
llevaba ocupando hacía algo más de dos años la habitación de Nena, había
conseguido, pese a ser muy mala conversadora, la entera confianza de mi tía. En la
hora de las visitas ella se sentaba a la mesa conmigo, se descargaba sobre la silla
de en frente, y yo tenía tiempo suficiente para ver las maneras que improvisaba
con los invitados: cogía el pocillo del café cada que uno tomaba la palabra, se
acomodaba el pelo delicadamente hacia un lado, y asentía con la cabeza mientras
daba pequeñísimos sorbos como de pájaro, luego ocasionalmente, dependiendo de
la conversación que seguía atenta, sonreía estrepitosamente pero sin siquiera
abrir la boca. Yo sospechaba que tenía los dientes remontados y feos, y que por
eso nunca se atrevía a carcajear o a hablar de corrido como la gente normal, como
mi tía o como yo. Esa sutilidad y singular gracia que la casera encontraba en ella,
yo no la hallaba de ninguna forma. De manera muy contraria, su comportamiento
me resultaba repugnante, y al igual que los otros inquilinos, la envidiaba y la
desaprobaba constantemente.
Desde muy temprano, yo ya la escuchaba hacer los ruidos habituales. Desde la
cama, organizaba en mi imaginación la respiración desigual, los rezos inarticulados
y gangosos, y el golpeteo de las chancletas sobre los talones. Después de
organizados, dependiendo del orden de aparición, los acomodaba no sé por qué,
en la figura de un enorme tabique torcido y menesteroso. De modo que cuando yo
salía de la pieza, bañado y peinado, esperaba encontrarme con una enorme nariz
sentada sobre el sofá, una nariz peinándose con un peinecito o leyendo las
revistas; pero mi fabulación terminaba cuando inmediatamente la encontraba
sintonizando la radio. Ahora que lo recuerdo, esa yuxtaposición que más de una
vez me había jugado malas pasadas, con el tiempo fue perdiendo vigencia. Y es
que yo ya no pensaba en la inquilina como una nariz, sino más bien como una
oreja ¡Eso es!, como una oreja toda repleta de cerumen, deseosa de escucharlo
todo, de sacrificarse si fuera necesario en las aburridas conversaciones de la tarde,
con tal de tener el permiso de prender la radio, y de ese modo entretenerse con
las retransmisiones de las radionovelas y los concursos que hacían las estaciones
locales.
2
Una vez que me enfermé, y que mi tía no podía cuidarme pese a que yo reclamaba
su compañía, llegué a padecer mucho porque tenía una sensación de atoramiento
que no me dejaba estar tranquilo durante el día ni durante la noche. En una
ocasión en la que me encontraba solo, los inquilinos del fondo de la casa se rieron
de mí, porque les había dicho que tenía miedo de morir ahogado mientras dormía;
ese acto me pareció demasiado vil y antipático, como para tener que seguir
ofreciéndoles mi amistad. Por ese entonces, el ambiente de convivencia en la casa
se vio algo afectado y yo no veía la hora de regresar con mis padres, aunque fuera
al menos para avanzar en la recuperación; pero como desde cualquier punto era
imposible volver, había decidido hacer mía la costumbre de llevar el ceño siempre
fruncido, todo con la intención de rechazar aun con mayor decisión, cualquier
invitación al patio, donde sabía que los del fondo jugaban al tute y al parqués.
A la semana de haber cortado esos lazos, yo me encontraba pensando en lo que le
sucedería a un gallinazo, si a alguien se le ocurriera pintarlo con acrílico blanco.
La sola presencia de la inquilina, a la que desde hace algún tiempo evitaba mirar a
la cara, me transmitía un mensaje como cantado, que me aseguraba que lo más
probable, era que la parvada toda negra, lo aborreciera y le temiera a la vez. Fue
después de éso que comprendí que así mismo como la inquilina era una oreja, los
otros inquilinos que ocupaban la casa debían de ser una raza de apéndices sin
ningún atributo, y que por ese mismo motivo era que perseguían, y conseguían
convencer a otros para que persiguieran a la oreja, tal como le hubiera sucedido al
gallinazo pintoreteado de blanco.
Ese descubrimiento hizo que yo la odiara menos. Ya no me cabía la menor duda de
que la inquilina había nacido para escuchar, y que ese encargo que atravesaba su
destino, no solamente le confería dones como la atención y la paciencia; sino que
también le impedía ejecutar otros oficios. Para nadie era un secreto que cuando
ella intentaba ponerse al tanto con las labores domésticas de cocina y lavado, o
aun con su propio cuidado, no lo conseguía.
Sin habérmelo propuesto, logré acercarme a ella más de lo que cualquier otra
persona en la casa lo había hecho hasta el momento -incluso más que mi tía-, y
había descubierto, que en secreto había venido participando en un radio-concurso
en el que siempre perdía. Semanalmente la estación premiaba con una lavadora al
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oyente que consiguiera reconocer de manera consecutiva los nombres de diez
canciones de música anglo. La oreja, que tenía unas facultades que sobrepasaban
las del radio-escucha promedio, podía identificar sin dificultad las líneas del bajo,
cualquier variación tónica de la guitarra, e incluso las deficiencias vocales del
locutor; pero para su desdicha, era incapaz de saber qué canción era la que
interpretaba una banda u otra. Creo que mi ofrecimiento para ayudarle a ganar el
concurso le hizo gracia, pues resultaba ilógico creer que un niño de doce años
conociera la variedad de bandas extranjeras que sonaban en ese dial.
Muy a su pesar terminó aceptando, y una tarde, después de la habitual
conversación en la mesa, acercó, como muchas otras veces le había visto, las
manos a la doble casetera. Cuando reconoció la voz del locutor se sentó a mi lado,
y juntos esperamos a que la cortina del programa nos diera la señal. El concurso
exigía que veinte minutos antes de terminar el programa, llegara hasta la sede de
la emisora una carta firmada, con el nombre de las canciones, y un número
telefónico que permitiera contactar, en su caso, al ganador. La cosa no era tan
sencilla, las cartas podrían ser muchas, y de ellas, con un mecanismo ridículo,
escogían solamente una. Las bandas comenzaron a sonar, y el locutor intervenía
cada vez que una canción terminaba para dar pistas a los oyentes. A veces sucedía
que las canciones seleccionadas se repetían en otras versiones, y con éso yo
adivinaba que pretendían confundir a los concursantes. La oreja estaba muy
ansiosa, pero en ningún momento dejó de copiar en el papel cada cosa que yo le
dictaba.
Durante todo lo que quedó de semana la inquilina no salió de la pieza. Yo temí que
también hubiera enfermado, y que justamente ese día no pudiera atender la
llamada en el caso de que ganara. Preocupado, tomé la decisión de tocar en su
puerta, probé varias veces, y como no respondía me decidí a encender la doble
casetera. Desde el fondo vi que me hacía un gesto como de aceptación, y que se
ponía junto a la mesa del teléfono. Como la vez anterior, esperamos la señal de la
cortina y escuchamos las primeras palabras del locutor. La voz narraba cada cosa
que sucedía dentro de la cabina, y yo logré imaginar según su relato, una mano
indecisa que se movía dentro una multitud de sobres blancos y amarillos, que
después de manosear y amagar con coger alguno, por fin se decidió. El locutor
procedió a hacer la revisión, nosotros estábamos bastante seguros de que se
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trataba de nuestra carta, pero al leer el nombre del remitente nos entristecimos
porque no coincidía con el de la oreja. Con lo que no con contábamos, era que la
mujer que había enviado esa carta, había errado en dos oportunidades. Una vez
más nos alegramos, y esperamos a que la mano repitiera la misma operación. El
locutor hizo la revisión nuevamente: para sorpresa, el sobre era el nuestro, la lista
de canciones era correcta, y mientras yo suponía que la misma mano que había
hecho la selección se disponía a marcar al teléfono, lo escuchamos repicar. Yo miré
a la inquilina como para animarla a que contestara, pero en el preciso momento en
que se disponía a descolgar la bocina, del otro lado del bafle, una voz como
soplada, contestó la llamada. Confundido, me levanté del sofá para preguntarle
qué sucedía, pero la voz seguía hablando, y era muy parecida a la suya.
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