DEBATE POR LA LEGALIZACIÓN DE LAS DROGAS Normalización VS Legalización Volver Estamos llegando al momento en que tarde o temprano la confrontación de los defensores de la legalización y los partidarios de la normalización. Muchos os estareis preguntando que diferencia hay entre ambas palabras o posturas. Aquellos que defenden un situación legal del cánanbis están potenciando la creación de un monopolio en torno a la producción y distribución del cannabis, es más por regla general SOLO defienden un uso médico y compasivo, de ahí que de ser así el mercado negro y el autocultivo penado continuaría. Otra cosa es ya que en el momento de realizar la ley también se contemple el uso lúdico o recreacional además el autocultivo libre entonces estariamos hablando de Normalización pues podremos elegir la opción que queramos dependiendo de nuestra situación. No nos engañemos de momento el poder de las empresas textiles, farmaceúticas, tabacaleras, papeleras, narcos, politicos corruptos, etc., son muy fuertes y dificiles de contrarestar por la aún muy mermada indrustría cañamera y los grupos antiprohibicionistas. A pesar de todo, los últimos cinco años estan demostrando un gran avance normalizador y cada dia la cuña que arremete contra estas empresas y los prohibicionistas que las sustentan les está haciendo más mella y tengamos por seguro que solo es cuestión de un breve periodo de tiempo el que caiga el telón censurador. Claro está y sobra el decir que el primer paso para que la prohibición de todas las drogas caiga, pasa por la normalización del cánnabis, hecho que daria pié a la legalización de muchas drogas y la normalización de otras más. A continuación unos textos antiprohibicionistas interesantes: POR UNA POLÍTICA DIFERENTE EN MATERIA DE DROGAS Los dos mayores riesgos de una política son los saltos en el vacío, los cambios no basados en una reflexión suficiente, y, en el otro extremo, la inercia rutinaria de no querer revisar una política por puro reflejo conservador del "más vale malo conocido...". La política prohibicionista y represora en materia de sustancias psicotropas que dura más de 30 años en todo el mundo tiene todos los visos de no querer ser revisada en un futuro próximo, a pesar no sólo de fracasar en sus objetivos (la erradicación del tráfico y consumo de las drogas), sino de empeorar la situación de partida. A principios de los años sesenta, el consumo de drogas se limitaba a grupos restringidos de Europa y EEUU, no representando un verdadero problema social. Sin embargo, en 1961, la ONU adopta la Convención Única en materia de estupefacientes, donde se imponen las tesis prohibicionistas, que no cesarán de avanzar hasta la adopción de la Convención de Viena de 1988, corriendo paralelo al endurecimiento de las legislaciones nacionales. Treinta años después, nos encontramos con una gigantesca red mundial de mafias y criminalidad organizada que maneja más de 500.000 millones de dólares (según la ONU), producto del tráfico ilícito de drogas, con un enorme poder de infiltración, capacidad corruptora e incluso desestabilización de medios políticos, judiciales, económicos y de medios de comunicación, lo que les permite incidir sobre decisiones políticas (entre ellas, la de permitir la perpetuación de la situación actual), prostituir mercados, derribar Gobiernos o sostener regímenes cómplices, como es el caso de la Junta Militar de Haití. Aunque en algunos pocos países, entre ellos España, no se reprime el consumo y no se trata al drogadicto como a un delincuente, la prohibición relega a los consumidores de droga a la marginalidad y aumenta los riesgos de difusión de enfermedades infecciosas. La ilegalidad impide, como es obvio, cualquier tipo de control sanitario de las sustancias psicotropas en circulación, cuya frecuentísima adulteración y la ignorancia sobre las dosis no letales son las causas habituales de morbimortalidad entre los consumidores, en particular en lo que a la heroína se refiere. Asimismo, en el aspecto judicial y penal cabe preguntarse sobre el coste-beneficio del prohibicionismo y la represión: hacinamiento en las cárceles, sobrecarga del sistema judicial, deslizamiento hacia Estados gendarmes, desequilibrios de los presupuestos policiales que, aun siendo ridículos en comparación con las mafias, impiden dedicar recursos a otros fines. Más de dos tercios de los delitos cometidos en las ciudades están relacionados con la droga. Como ocurrió en su día con el alcohol en EEUU, la prohibición de las drogas es responsable del nivel elevadísimo del precio de las mismas. Es la consecuencia de la criminalization tax, una especie de prima de riesgo que el traficante cobra. Tan grandes márgenes de beneficio representan tal atractivo que se hallarán siempre personas dispuestas a afrontar riesgos tan bien pagados. Pero el alto precio, lejos de ser un obstáculo insalvable para los consumidores, ha convertido a éstos en pequeños traficantes que necesitan reclutar a nuevos consumidores para financiar su propio abastecimiento. Por no hablar del recurso al robo y la prostitución. Quizá lo único parcialmente salvable de la actual política sobre las drogas es la faceta educativa. Las campañas sobre las consecuencias del consumo de sustancias psicotropas, sobre todo entre los menores, han contribuido en los últimos tiempos al rechazo juvenil al uso indiscriminado de drogas, contribuyendo a una disminución drástica del consumo de heroína. Cada vez se oyen más voces autorizadas clamando por un cambio de la actual política sobre las drogas. Científicos, penalistas, intelectuales, políticos, han constituido la Liga Internacional Antiprohibicionista, que se ha reunido recientemente en Roma. Por otra parte, prestigiosos periódicos como The Economist o The Independent, se han pronunciado en línea editorial contra la prohibición. El premio Nobel Gabriel García Márquez encabezó un manifiesto en el mismo sentido promovido por la revista Cambio 16. En Estados Unidos, personalidades como Milton Friedman y Joseph McNamara lideran el llamado Llamamiento a Bill Clinton para que se detenga la "guerra contra la droga", último eslabón del prohibicionismo. En España, cada vez son más numerosos los magistrados y profesores de Derecho Penal que creen urgente una revisión a fondo de la actual política en materia de drogas. Y, sin embargo, no termina de arrancar un debate serio y con mayor participación sobre el tema. Los partidos políticos temen ser acusados, si dan el primer paso, de estar contribuyendo así a la extensión del consumo. Por ignorancia o mala fe, el deslizamiento hacia la histeria demagógica es muy fácil en este terreno. Ya vimos en las campañas presidenciales peruana y norteamericana cómo sus adversarios utilizaron como gran argumento contra Vargas Llosa y Bill Clinton, respectivamente, que ambos ¡habían fumado porros hacía 20 años! El movimiento antiprohibicionista está trabajando en propuestas concretas de revisión de las convenciones internacionales, especialmente el Convenio de Viena de 1988, conscientes de que la nueva estrategia no puede hacerse en un solo país. En el marco de esa nueva política se avanzan conceptos como la reducción de los daños relacionados con la droga (drug related harm reduction) o reglamentación del cannabis y sus derivados similar a las existentes para el tabaco y el alcohol: venta libre, con prohibición absoluta de publicidad y venta a menores. Así como el miedo a la reacción de una opinión pública reacia a la llegada de demasiados emigrantes no puede hacer bajar la guardia frente a la xenofobia y al racismo, o las encuestas que dan mayoría a los partidarios de la pena de muerte no deben hacer cambiar la convicción abolicionista, el riesgo de una interpretación incorrecta no debe hacer callar a los que piensan que la política actual sobre las drogas necesita una profunda revisión en todo el mundo. Luis Yáñez-Barnuevo, Diputado Socialista, Médico. en El País. DESPENALIZACIÓN DE LAS DROGAS, UNA PROPUESTA Del libro De los delitos y las penas, texto clásico de Derecho Penal, escrito por el marqués de Beccaria en 1764, cabe extraer una enseñanza ética. Esta es histórico-científica y encierra el siguiente mensaje dirigido al legislador: si castigas con penas excesivamente graves no conseguirás disuadir al hipotético delinuente. Además, en la actualidad se ha demostrado que si los jueces sienten que una pena es desmesurada, emplean diversos mecanismos para eludirla, bien considerando que los hechos no están probados, bien imponiendo una pena inferior. ¿Qué consecuencias tiene ese mensaje? En 1988 se endurecieron en España las penas para los delitos de tráfico de drogas, regulándose diversas agravaciones; algunas de tales agravaciones pueden alcanzar la nada despreciable pena de veintitrés años y cuatro meses de cárcel y 225 millones de multa; por otra parte, la Ley de seguridad ciudadana de 1992 considera infracción administrativa no sólo el consumo o el tráfico de drogas en lugares públicos, sino además que otros toleren estas conductas. De manera que todo el ciclo de la droga (producción, tráfico y consumo) está prohibido. Cuando todavía se oyen voces a favor de agravar estas penas, uno se pregunta cuál es el nuevo castigo que se propone: ¿la pena de muerte?, ¿la cadena perpetua? Y todavía quiero formular otras preguntas: ¿acaso va a evitar ese mayor rigor punitivo las ochocientas muertes que provoca anualmente en España el tráfico y consumo de drogas?, ¿acaso va a evitar que existan productores, traficantes y consumidores de drogas? Mi opinión es que no. Mi opinión es que los que quieran seguir siendo productores, traficantes o consumidores de drogas, lo van a seguir siendo por mucho que aumenten las penas o sanciones para estas conductas. Estados Unidos de América, enero de 1920. El diputado A. J. Volstead introduce la decimoctava enmienda a la Constitución. El día 17 de enero de 1920 nace la llamada «ley seca», que prohíbe la elaboración o el tráfico de cualquier bebida embriagante. Las consecuencias de semejante norma son sobradamente conocidas, porque todos las hemos contemplado en las películas sobre el Chicago de los años veinte. La corrupción se enseñorea de todo. El sindicato del crimen es omnipotente. De otro lado, al no ser el mercado del alcohol ni ilegal ni transparente, surje el fenómeno de los gángsters para controlar tan suculento pastel. Con el tiempo, el poder y la impunidad de la banda dominante obliga a la apertura de nuevos mercados donde invertir los excedentes (como la prostitución o las apuestas), o ampliar los objetivos de actuación (como los atracos a bancos). Irónicamente, Eliot Ness y sus «Intocables» lograron detener a Capone con la acusación de delito fiscal. El paralelismo entre esos sucesos y los que recientemente han ocurrido en España, y siguen ocurriendo, es revelador. Cambiemos alcohol por drogas; Ley Seca por los artículos 344 y siguientes del Código Penal español; corrupción política y policial por corrupción policial y política; muertes a balazos por muertes derivadas del Sida, o de droga adulterada o con excesiva pureza; cambiemos intoxicación debida al alcohol por toxicomanía y drogodependencia; Al Capone o Johnny Torrio por Manuel Caharlín (alias «El Patriarca») o Laureano Oubiña; cambiemos un Al capone que se considera a sí mismo como un benefactor social y que no alcanza a comprender cómo la sociedad finalmente se vuelve contra él, por un Laureano Oubiña que —en el juicio «Nécora»— contesta con sorna e incluso chulería a las preguntas del Fiscal, porque es consciente de que domina un imperio y que las pruebas contra él son escasas. Por curioso que parezca, algunas leyes penales son criminógenas, es decir, que provocan más delitos que los que evitan. Cuando se prohíbe bajo pena algo que es difícilmente controlable por los instintos humanos, como es la necesidad que sienten algunos de evadirse mediante el consumo de alcohol o de drogas, necesidad que está insertada en las raíces de muchas culturas, la prohibición absoluta de estos productos o bien es ingenua, o bien se impone de mala fe. Es posiblemente ingenua porque la comisión de los delitos de traficar o consumir alcohol o drogas se va a seguir produciendo y además con tendencia a crecer, ante el acicate añadido de entrar en la esfera de lo oculto y clandestino. Pero posiblemente la prohibición absoluta también obedezca a razones poco confesables, de carácter estrictamente económico; en efecto, el producto prohibido genera colosales beneficios, y puede haber muchas almas hipócritamente prohibicionistas, cuyos bolsillos se rellenan de esas ganancias. Otro hito histórico. Ginebra, 1939. La Sociedad de Naciones, creada en 1919 por el Tratado de Versalles con el objetivo de mantener la paz mundial, asiste muda e impotente a la invasión de Polonia por las tropas alemanas guiadas por Hitler. Unos Estados enmudecen porque consiguen una buena porción en el reparto de las tierras polacas, como la URSS. Otros Estados se sienten impotentes. Todos callan y la Sociedad de Naciones languidece. ¿Qué lección podemos entresacar hoy de aquel silencio de la Sociedad de naciones y de otros elocuentes silencios de la comunidad internacional? Creo que alguna. Cuando se argumenta que la despenalización de las drogas no se puede efectuar aisladamente por España, porque entonces sería el paraíso de los toxicómanos, se dice sólo una verdad a medias. Es cierto que existe el riesgo de que aumente la presencia de traficantes o consumidores (ésta es la verdad). Pero también es cierto que se adopta firmemente la política de la despenalización, lo coherente es proponerla y defenderla en los foros internacionales. Y esto (aquí nos encontramos con el porcentaje de mentira) no lo ha hecho el Estado español, sino que más bien se ha acobardado ante la infundada crítica — procedente sobre todo de EEUU— que nos tildaba de país liberalizador en materia de drogas; por si fuera poco, el Estado español ha apoyado con todo su ímpetu los tratados internacionales que abogaban por una mayor represión. Una de dos: o no se persigue la despenalización de las drogas, y entonces la postura española es coherente; o sí se persigue esa despenalización, y entonces no es coherente que en el marco internacional no se promueva esa política. Ante la inmovilidad de algunos Estados, que continúan aferrados a la solución de la represión absoluta en materia de drogas, o ante el silencio de otros que no intentan convencer de lo contrario a la comunidad internacional, hay que reconocer la dura realidad de que el sistema de la prohibición omnicomprensiva ha fracasado estrepitosamente. Y puesto que este fracaso es evidente, ¿por qué no tener la valentía de declararse a favor de la política de la despenalización?, ¿por qué, al menos, no probarlo? Más aún: ¿por qué no intentar convencer a los restantes Estados de que tal política no es una postura enloquecida y sin sentido, sino una razonable y razonada en argumentos históricos? Aprendamos, pues, la lección de Ginebra en 1939 o de Panamá en 1989 y evitemos el silencio. Conclusión. Es preciso probar un nuevo modelo que combine una represión relativa, la mínima necesaria, y una liberalización controlada de las drogas. Por represión relativa, entiendo el castigo penal del fomento del consumo de drogas entre jóvenes discapacitados e individuos sometidos a un proceso de deshabituación. Y por liberalización controlada entiendo que la Administración se encargue de distribuir y suministrar drogas a aquellos individuos que, libre y conscientemente, asuman los riesgos que se derivan del consumo. Esta política es la que se corresponde con la imagen de una sociedad democrática; efectivamente, en ella el Estado no debe tutelar a sus ciudadanos hasta el punto de prohibirles lo que aquél considera que es nocivo para la salud, sino que las personas son adultos socialmente hablando, es decir, seres libres que optan por fumar o no, por ingerir o no, por drogarse o no. Los costes económicos, sociales y humanos de esta nueva política despenalizadora serían menores que los que se derivan del actual criterio de la total represión. En el sector de la producción de drogas desaparecería la confrontación —tan hipócrita, tan de nuestros días— entre países productores y países consumidores. En el sector de la distribución, tendería a disminuir el número de mafias y grupos criminales organizados. Y en el sector del consumo, igualmente se rebajarían las cifras de muertes por sobredosis o por adulteración, y las de enfermedades vinculadas a las drogas (Sida, hepatitis, etc.). Asimismo, es lógico pensar que la demanda entraría en una curva decreciente, que comportaría una disminución de los delitos contra la propiedad ejecutados para disponer de medios con los que proveerse de droga, y que, consecuentemente, serían menos los reclusos condenados por delitos patrimoniales o por tráfico de drogas. Querría añadir una reflexión sobre el objeto de esta liberalización controlada. Recientemente Carlos López Riaño ha propuesto despenalizar el tráfico de hachís. No se corresponde con esa imagen de la sociedad democrática que deja al arbitrio del individuo cuáles son las vías de escape que desea adoptar, siempre claro está que no dañen a los demás. Si con la propesta de López Riaño las restantes drogas se mantienen incluidas bajo la prohibición, seguirían produciéndose en gran medida los mismos efectos que en la actualidad española o con la Ley seca. Que sea por tanto el individuo consciente y maduro el que decida si quiere consumir droga, pero siempre bajo el control de la Administración. Antonio Cuerda, en El Mundo. APUNTES PARA UN DEBATE NUEVO SOBRE LAS DROGAS Creo que el primer paso para una solución realista del problema de las drogas en el mundo es reconocer el fracaso de los métodos con que se están combatiendo. Son esos métodos, más que la droga misma, los que han causado, complicado o agravado los males mayores que padecen tanto los países productores como los consumidores. Ha habido tiempo de sobra para comprobarlo. En realidad esos métodos fueron impuestos por el presidente Ronald Reagan en 1982, cuando proclamó la cocaína como uno de los Satanes más útiles para su política de seguridad nacional, y le declaró la guerra armada. El presidente Bush había de continuarla, y de llevarla a sus extremos con las tentativas constantes de involucrar a Cuba en el tráfico de drogas y la invasión de Panamá para secuestrar al general Noriega. Al cabo de 11 años hay razones de sobra para creer que ambos presidentes sólo pensaban en los intereses de sus gobiernos y que su guerra contra la droga no ha sido mucho más que un instrumento de intervención en América Latina, como tantas veces lo han sido ciertas ayudas económicas y humanitarias, o la defensa de los derechos humanos. En Colombia la primera acción de esa guerra fue revitalizar un tratado de extradición que había sido firmado entre los dos países atrás para combatir el cultivo y tráfico de marihuana, y que nunca se había puesto en práctica. Al mismo tiempo, la embajada norteamericana en Bogotá empobreció la lengua castellana con un neologismo: narcoguerrilla. Con esa divisa publicitaria, y a la sombra del tratado, Estados Unidos podían demostrar que narcotraficantes y guerrilleros eran la misma cosa, y por consiguiente podían mandar tropas a Colombia con el pretexto de combatr a los unos y apresar a los otros. Llegado el caso, cualquier colombiano podía ser extraditable. La guerra contra la droga entró de inmediato en contradicción con la política de paz del nuevo presidente de entonces, Belisario Betancur, que inauguró su Gobierno con una propuesta de perdón y olvido a las guerrillas. Fue un soplo de esperanza para los anhelos de paz de una nación castigada por una guerra interna de más de 30 años. Los traficantes de cocaína, contra quienes no había aún cargos graves, se apresuraron a responder sin ser llamados. Ofrecieron al nuevo Gobierno retirarse del negocio, desmantelar sus bases de procesamiento y comercialización de la cocaína, repatriar sus enormes capitales e invertirlos en el país con todas las de la ley. Ni siquiera aspiraban a la amnistía general propuesta por el Gobierno a las guerrillas. Sólo querían ser juzgados en Colombia sin que les fuera aplicada la extradición. El presidente Betancur, en privado, consideró que la propuesta era estudiable dentro de su política de paz. Toda posibilidad de acuerdo fracasó en el embrión, por un sabotaje evidente que lo descalificó antes de tiempo e intimidó a la opinión pública con versiones alarmistas. Nadie puso en duda que detrás de aquel fracaso fulminante estaban los intereses de Estados Unidos, pero el Gobierno de Colombia se vio obligado a negar cuanquier participación en el acuerdo. La única opción contra la droga, a partir de entonces, fue la guerra santa del presidente Ronald Reagan. Los sucesivos gobiernos de Colombia impidieron el envío de tropas norteamericanas para luchar al mismo tiempo contra el tráfico y las guerrillas. Pero la intolerancia se impuso sobre cualquier otra alternativa. El resultado, al cabo de 11 años amargos, es la delincuencia a gran escala, el terrorismo ciego, la industria del secuestro, la corrupción generalizada, y todo ello dentro de una violencia sin precedentes. Una droga más perversa que las otras se introdujo en la cultura nacional: el dinero fácil, que ha fomentado la idea de que la ley es un obstáculo para la felicidad, que no vale la pena aprender a leer y a escribir, que se vive mejor y más seguro como sicario que como juez. En fin, el estado de perversión social propio de toda guerra. Los países consumidores, por supuesto, sufren por igual las graves consecuencias de esa guerra. Pues la prohibición ha hecho más atractivo y fructífero el negocio de la droga, y también allí fomenta la criminalidad y la corrupción a todos los niveles. Sin embargo, los Estados Unidos se comportan como si no lo supieran. Colombia, con sus escasos recursos y sus millares de muertos, ha exterminado numerosas bandas y sus cárceles están repletas de delincuentes de la droga. Por lo menos cuatro capos de los más grandes están presos y el más grande de todos se encuentra acorralado. En Estados Unidos, en cambio, se abastecen a diario y sin problemas 20 millones de adictos, lo cual sólo es posible con redes de comercialización y distribución internas muchísimo más grandes y eficientes. Sin embargo, ni un policía de Estados Unidos está preso por tráfico de droga, ni un guardia de aduana ni un vendedor callejero, y ningún capo ha sido identificado. Puestas así las cosas, la polémica sobre la droga no debería seguir atascada entre la guerra y la libertad, sino agarrar de una vez al toro por los cuernos y centrarse en los diversos modos posibles de administrar la legalización. Es decir, poner término a la guerra interesada, perniciosa e inútil que nos han impuesto los países consumidores y afrontar el problema de la droga en el mundo como un asunto primordial de naturaleza ética y de carácter político, que sólo puede definirse por un acuerdo universal con los Estados Unidos en primera línea. Y, por supuesto, con compromisos serios de los países consumidores para con los países productores. Pues no sería justo, aunque sí muy probable, que quienes sufrimos las consecuencias terribles de la guerra nos quedemos después sin los beneficios de la paz. Es decir: que nos suceda lo que a Nicaragua, que en la guerra era la primera prioridad mundial y en la paz ha pasado a ser la última. Gabriel García Márquez, en Cambio16 DROGAS Y DERECHOS: MÁS ALLÁ DEL DEBATE Hace tiempo que el debate sobre la legalización de las drogas está en punto muerto. La razón es simple: la discusión la ganaron hace tiempo los enemigos de la prohibición. No es que hayamos ganado la lucha contra la misma, sino que no hay respuesta consistente a nuestros argumentos. Para defenderse, el discurso oficial utiliza dos mecanismos, que podríamos llamar "contestador automático" y "desvío de llamada". El contestador consiste en responder siempre con los mismos argumentos (repetidos sin cesar desde 1912), se hable de lo que se hable. El desvío significa marear la perdiz (p.ej., si tú hablas de drogas ellos hablan de drogodependencias) para no llegar nunca al fondo del asunto. De esta manera, desde el comienzo de los años 20, la discusión apenas ha cambiado, mientras la guerra contra las drogas se profundiza y los problemas aumentan. En los últimos diez años, primero en Egin y luego en Gara, hemos tenido varias veces la rara ocasión de debatir largamente sobre drogas en general y sobre legalización en particular y, por desgracia, aquí también da la sensación de que la cuestión no ha avanzado mucho en este tiempo. En ciertos aspectos, incluso parece que algunos sectores hubieran dado un salto atrás de veinte años en sus planteamientos. De hecho, da la impresión de que una parte de la izquierda vasca está utilizando eso de "seguimos adelante con nuestro propio debate" para posponer indefinidamente sus contradicciones. Asumir lo evidente, superar la parálisis. Es hora de que demos un paso más allá de este debate. No se trata de que no haya que seguir intercambiando ideas, pero hay algunas cosas que, a estas alturas, consideramos fuera de discusión y que tienen implicaciones claras en el terreno de la práctica política. Por tanto, los mínimos de los que partimos a la hora de abordar la cuestión serían: 1. Un mundo sin drogas no es posible ni deseable. La práctica de la ebriedad es consustancial a la naturaleza humana, en todas las culturas y épocas, aportando, en general, más elementos positivos que negativos. 2. Drogarse es un derecho. Nadie tiene legitimidad para imponer una determinada dieta farmacológica a los ciudadanos. La decisión de consumir drogas o no y con qué sustancias hacerlo forma parte del derecho de cualquier persona adulta al control del propio cuerpo y al libre desarrollo de la personalidad. En consecuencia, producir y vender drogas a adultos tampoco puede ser castigado. Este no es, como algunos pretenden, un planteamiento neoliberal, sino radicalmente libertario. 3. El libre uso de drogas es un derecho individual inalienable que no tiene más límite que el respeto a los derechos de otras personas y que no puede ser puesto en entredicho por la existencia de mayorías morales, reales o ficticias, o por supuestos conflictos con intereses colectivos. Desde esta perspectiva, ningún proyecto colectivo que pretenda restringir derechos inalienables es realmente liberador ni alternativo. 4. La guerra contra las drogas causa más daño que las drogas mismas. Las evidencias de ello son tantas y tan conocidas que no vamos a insistir. En consecuencia, el principal problema no son las drogas, sino su ilegalidad. Aplazar la legalización sólo aumenta el daño que sufren los millones de víctimas de esta guerra. Por cierto, es absolutamente falso que exista un "discurso que pone en la legalización de las sustancias el medio para acabar con todas las consecuencias negativas de los consumos y con las drogodependencias". La legalización resuelve los problemas de la ilegalidad, que son muchos, pero nadie ha dicho nunca que sea la panacea. 5. La distinción entre drogas legales e ilegales carece de base científica. Los estudios comparativos muestran que el alcohol es la droga de uso social más peligrosa y, aún así, la que se comercializa con menos restricciones. Por tanto, las drogas actualmente ilegales nunca podrán causar más daño que el que provoca ahora el alcohol, sino más bien al contrario. 6. Las políticas de reducción de daños son imprescindibles, pero insuficientes. De hecho, los daños que reducen suelen estar causados por factores directamente relacionados con la ilegalidad, más que por las propias drogas, así que la idea de reducir al mínimo los daños relacionados con las drogas implica, como principal medida, acabar con la situación de ilegalidad. Es necesario seguir profundizando en estas políticas, pero desde la idea de su constante superación. En conclusión, hablamos de defender un derecho inalienable y acabar con una guerra mundial que causa daños inmensos, cuya superación no puede traer sino una reducción de los problemas y un aumento de las libertades. No hay la menor excusa para no abordar, de una vez y con urgencia, la cuestión de la legalización. Y abordarla no significa seguir dándole vueltas, sino plantearnos cómo queremos que sea la alternativa en lo concreto, qué pasos vamos a dar para llegar hasta allí y qué dificultades vamos a encontrar por el camino. ¿Por qué no cae la prohibición? Si la prohibición es un fracaso evidente y carece de base, lo lógico sería esperar que, como la Ley Seca, terminara por abolirse. Pero no va a ser así, porque el fracaso de la prohibición es sólo aparente: la guerra contra las drogas funciona, sólo que sus objetivos son muy distintos de los que declaran sus promotores. En este sentido, la prohibición de drogas es como la torre de Pisa. Todo el mundo sabe hace siglos que la torre tenía que caer en algún momento. Sin embargo, generaciones enteras nacieron y murieron junto a ella sin que cayera nunca. Ahora, por fin, la han enderezado, pero no del todo y es que, a estas alturas, el negocio consiste precisamente en que esté torcida. También hay muchas razones para creer que la prohibición de drogas es insostenible, pero lo que la sustenta es precisamente la cantidad de grupos y personas que obtienen beneficios de que las cosas estén así. Y no sólo hablamos de dinero, sino de poder, influencia, facilidades para el control social, etc. Desde industrias farmacéuticas hasta sectas camufladas, pasando por servicios secretos y grupos paramilitares, la lista sería interminable. El principal beneficiario de la actual situación son los Estados Unidos, que no sólo poseen importantes sectores económicos que viven directamente de la guerra contra las drogas, sino que refuerzan su liderazgo mundial al tomar decisiones de obligado cumplimiento en todo el mundo a través de los organismos de la ONU responsables de la lucha contra las drogas, carentes de control democrático y sospechosos de corrupción. Por si fuera poco, la aplicación de esas normas le permite intervenir militarmente sobre el terreno, como sucede en estos momentos gracias al Plan Colombia. Aún así, estas circunstancias no explican por sí solas la inmutabilidad de la políticas oficiales. Esto no sería posible sin la existencia de lo que podríamos llamar "prohibicionismo vergonzante", un discurso ambiguo pero claramente enraizado en la doctrina oficial, que critica lo que hay pero no propone nada distinto. El prohibicionismo vergonzante no dice que haya que prohibir las drogas (entre otras cosa, porque ya es así), pero mantiene importantes puntos en común con el pensamiento único en materia de drogas: la falsa percepción de las drogas como una infección capaz de propagarse por sí sola por el cuerpo social, el uso de las drogas como chivo expiatorio de otros problemas y la utilización de dos raseros distintos para medir la bondado maldad de las drogas, que se aceptan o rechazan en función de un criterio que suele ser el del "chauvinismo farmacológico", consistente en creer que las drogas buenas son las que toma uno mismo (o las que se usan en la propia cultura, país o grupo) y las malas las de los demás. Esta forma de pensar se halla extendida en buena parte de la izquierda de todo el mundo y está en la raíz de su indiferencia y pasividad a la hora de hacer causa común con quienes sufren la consecuencias de la prohibición. Pensamos que buena parte de lo que hemos leído a lo largo de este debate entra de lleno en esta forma de prohibicionismo de baja intensidad. De hecho, la famosa teoría de la "estrategio diseñada y puesta en marcha por los Estados" es insostenible sin la aceptación previa de los principios antes citados: "la droga" (sic) se introduce y extiende por Euskal Herria como un virus y es la responsable de la desmovilización de la juventud debido a sus cualidades perniciosas, de las que aparece misteriosamente exento el alcohol, que no se considera "droga", vistas las escasas contradicciones que provoca el hecho de venderlo por millones de litros en tabernas, txosnas y similares, sobre todo en esta época festiva. Pero claro, aunque el consumo de esta droga dura también puede conducir a la "ruina moral y la destrucción física", su venta está justificada porque tiene la loable intención de recaudar dinero para los respectivos movimientos. Si este planteamiento es tan difícil de superar es porque es el que mejor encaja en una visión del fenómeno que supedita cualquier otra consideración (incluida, como en este caso, la defensa de los derechos individuales) al avance del proyecto político independentista y a la eficacia de determinados métodos de lucha, convertidos en un fin en sí mismos. Sólo desde esa perspectiva, se entiende que se lleguen a afirmar cosas tales como que los "trapitxeros" (al parecer, todos) están "involucrados en la lucha contra Euskal Herria". Tales afirmaciones son falsas, criminalizadoras y refuerzan el discurso oficial, generando inseguridad y enormes contradicciones a muchas gentes de la propia base de esa parte de la izquierda vasca. Por otra parte, al hablar de la cuestión de la soberanía nacional, se suele dejar de lado otro factor clave: las decisiones que afectan a la salud y los derechos de toda la humanidad que no las toman, no ya las personas afectadas, sino ni siquiera los Estados. Las leyes que provocan la mayoría de los problemas relacionados con las drogas ilegalizadas en Euskal Herria se aprueban en Nueva York, de forma que en pocas materias tenemos las manos tan atadas como pueblo, si de verdad queremos hacer algo distinto y a la medida de nuestra realidad, como en el tema de las drogas. Vistos los problemas que origina, la cantidad de personas a las que afecta y la manera en que se gestiona, la prohibición de drogas es una de las mayores imposiciones contra nuestra soberanía personal y nacional, cosa que cualquier proyecto soberanista debería tener en cuenta. Pero debe hacerlo de una manera muy distinta a lo acostumbrado, dado que, como decimos, el origen de esta violación de nuestra soberanía no son realmente los Estados español o francés, aunque también se beneficien de ella. En efecto, los gobiernos y parlamentos se limitan a aplicar las directrices que elabora un complejo entramado internacional que actúa fundamentalmente en niveles institucionales que quedan casi fuera de nuestro alcance y que obedecen a sus propios ritmos y prioridades, lo que obliga a diseñar una estrategia a la medida de la realidad a la que nos enfrentamos. El siguiente paso es definir cómo queremos que sea la alternativa y las maneras más efectivas de que se vaya haciendo realidad. Mikel Isasi, en Gara DROGAS: UN NECESARIO CAMBIO DE RUMBO El informe recientemente publicado por la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, del Consejo Económico y Social de Naciones Unidas, y la comunicación presentada al Parlamento por la Comisión Europea, en la que se pretende definir la política a seguir en materia de drogas para los próximos años, está generando un amplio debate, una confrontación política y de políticas en torno a lo que se conoce como "la guerra de la droga". El referido informe de Naciones Unidas constata que en el último año, siguiendo la misma tónica que en años anteriores, se ha producido un marcado aumento del consumo de sustancias prohibidas, se han incrementado la violencia y la delincuencia, así como la peligrosidad en la lucha contra el narcotráfico, y, en lógica consecuencia, se aboga, se exige casi, continuar con la política de intolerancia, represión y victimización de millones de personas implicadas en la cadena de producción, distribución, consumo y terapia que se ha ido tejiendo en torno a las drogas prohibidas. Es obvio que el camino emprendido desde que se inició, bajo los auspicios de Naciones Unidas y en el marco de los acuerdos de Ginebra de 1963, la senda de la prohibición, ha demostrado no ser la vía que conduce a la superación del problema. Más bien —de continuar con la actual política de intolerancia y represión—, este camino conduce a un abismo cada vez más profundo. El empeño en no rectificar, por parte de los burócratas y responsables políticos de Naciones Unidas, se asemeja a una (involuntaria quizá) conspiración perversa de estos expertos y dignatarios, que en su ingenua y utópica ceguera quizá consigan que este abismo se vaya llenando, año tras año, de mayor número de seres humanos muertos, enfermos, encarcelados, perseguidos, marginados, prostituidos, camellos de poca monta, policías y militares corruptos, inductores arrepentidos, trabajadores sociales y sanitarios frustrados, y un largo etcétera de miserias. Así, una vez lleno el abismo, el floreciente negocio de la prohibición permitirá a los que lo controlan sentarse en la cumbre, disfrutar de un buen cigarro y un excelente whisky, charlando de inmensos movimientos de capitales negros blanqueados, estrechamente ligados al tráfico de armas, a la especulación monetaria, a los conflictos bélicos. No cabe duda de que estos representantes de variadas familias mafiosas celebrarán la reafirmación política prohibicionista (que tan buenos resultados les está dando) como un éxito más que les garantiza seguir cortando el bacalao, manteniendo o incrementando sus desestabilizadores y repugnantes beneficios. Si el resultado de la política sugerida es bastante trágico, no es menos dramático el hecho de que nuestras sociedades se ven forzadas a andar este camino con una venda en los ojos. Sin ser un experto en farmacología, participo del acervo común de cuanto la comunidad científica ha divulgado sobre sustancias psicoactivas, y no me cabe duda acerca de la existencia de elementos claros de diferenciación entre drogas de riesgo o alto riesgo y otras sustancias que, como es el caso del hachís (el eslabón más débil de la cadena de sustancias prohibidas), ni generan dependencia ni son nocivas, según revelan los informes farmacológicos más desideologizados o los informes gubernamentales encargados a comisiones de expertos desde el siglo XIX hasta la actualidad. El binomio represión-ignorancia, de continuar como paradigma de referencia en la política de lucha contra la drogadicción, producirá más compulsión hacia el consumo, mayor nivel de endogamia entre usuarios y vendedores de drogas de distinto nivel de riesgo y, como resultado, más caos a heredar por parte de las generaciones jóvenes, que recibirán el miedo como único legado para enfrentarse al problema del uso y abuso de sustancias psicotrópicas. Y sin embargo, y por el contrario, tienen derecho a que no se les sustraigan los conocimientos más elementales para poder enfrentarse a sus propias responsabilidades como seres humanos adultos y libres. Para concluir, creo que ya va siendo hora de que al menos los Gobiernos europeos inicien en el marco comunitario un cambio de políticas respecto a este tema, sobre la base de reconocer con honestidad el fracaso y los peligros de la actual política. Es precisamente en Europa donde deberíamos poder iniciar una reconducción que se transforme en un cuerpo de legislación adaptado a la realidad y a las tradiciones liberales de nuestra sociedad, acabando con la hipocresía, tintada de moralina, que permite a los grandes narcotraficantes pasearse por la calle y por los puertos deportivos mientras llenamos las cárceles de sus víctimas (los pequeños vendedores y traficantes, delincuentes a causa de la droga, algunos consumidores…) y mientras permitimos también que se siga matando a nuestra juventud a golpes de sobredosis y adulteraciones, de rechazo que empuja a la marginación y a la delincuencia. El ejemplo holandés es un banco de pruebas con bastantes resultados positivos y algunos discutibles. Aprovechemos los positivos y sigamos discutiendo. Sería un fraude casi criminal seguir, como burros con orejeras, incapaces de cambiar de rumbo. Las víctimas de la guerra de la droga y sus familias se merecen información y un debate serio. No sigamos engañándoles. José Mª Mendiluce, en El País. LEGALIZARLAS The Economist, semanario liberal, desde la defensa de las libertades y desde el pragmatismo, defendió de nuevo poco antes de la pausa de agosto la legalización de las drogas. La ilegalización de algunas de ellas ha generado tal tráfico de dinero que se está convirtiendo en uno de los mayores riesgos para la seguridad ciudadana, y, por la corrupción que entraña, para las democracias; y no sólo para los llamados narcoestados. Es necesario plantearse con seriedad no ya la despenalización, sino la legalización que permitiría controlarlas mejor y reducir la criminalidad que conllevan, aunque con un aumento previsible del consumo dado su abaratamiento, un coste social que pocos partidos políticos están dispuestos a afrontar. Como intelectual, Jorge G. Castaneda, se pronunció a favor, pero desde que es canciller de México tales propósitos han quedado olvidados. Naciones Unidas sitúa los ingresos de la industria ilícita de la droga en cerca de 500.000 millones de dólares, es decir, por encima del comercio del petróleo. Esta cifra vale tanto o tan poco como otras. Lo importante es que en su derredor se ha creado toda una red de intereses para mantener la prohibición, desde los propios productores y traficantes, hasta los expertos y las fuerzas que persiguen la narcoproducción y el narcotráfico, en lo que alguno ha llamado el "complejo drogo-industrial", en paralelo al "complejo militar-industrial", con el que guarda relación. ¿No afirmó no hace tanto un general estadounidense que "la guerra contra las drogas es la única que tenemos ahora mismo disponible" para justificar los gastos militares? Un estudio de la RAND Corporation llegó a la conclusión de que aplicar el prohibicionismo cuesta 15 veces más que los tratamientos para lograr la misma reducción en costes sociales del consumo de drogas. La Administración Nixon gastó 65 millones de dólares en la guerra contra la droga en 1969; la de Reagan en 1982, 1.650 millones; y la de Clinton en 2000, cerca de 18.000 millones. Y no nos equivoquemos: los anuncios de capturas por la policía significan que está entrando mucho más. Se llega a situaciones absurdas como la de EEUU con el plan Colombia, con el que financia a las dos partes en una guerra civil: al gobierno para luchar contra la narcoproducción y de paso contra las guerrillas –ambos elementos están estrechamente vinculados- y a éstos a través de la demanda de drogas en EEUU, aunque estabilizada. La situación está cambiando: la producción de marihuana en EEUU y Canadá representa ya más de la mitad del consumo local, lo cual puede explicar los renovados llamamientos para la legalización de esta droga en estos Estados, pero también en Colombia que ve en la prohibición una de las raíces de sus profundos males. Excluyendo las drogas de diseño, que no entran en estas consideraciones, en esta "única multinacional del Tercer Mundo", como alguno define la producción y comercio de droga ilegal, hay efectos globo de carácter geopolítico. Así los talibán han prohibido en las zonas que controlan en Afganistán el cultivo del opio, lo que puede desplazarlo al triángulo de oro en el sureste asiático o a Colombia y países vecinos. La legalización es una medida que no se puede tomar en un solo país, pero sí en un área ya extensa y poblada como la Unión Europea, donde algunos Estados han dado pasos importantes. Bélgica y Portugal han seguido a Holanda en su política liberal hacia las drogas blandas. Otros han abierto la mano. Hay, sin embargo, Estados en la UE tajantemente antidrogas, como Suecia. Algunos expertos en la materia, como el profesor Carlos Resa en España, creen que la legalización se hará primero en EEUU (donde crece el apoyo a tal medida) o no se hará. Pero Europa, como en otras materias, puede marcar el rumbo. Armonizar las legislaciones nacionales sería un primer paso; la legalización, el siguiente. Aunque a algunos pueda parecerles chocante, ésta podría ser una contribución de Europa a la gobernabilidad global, en este caso para reducir, en parte, uno de los aspectos más oscuros de la globalización. Andrés Ortega, en El País. LEGALIZACIÓN DE LAS DROGAS ¿Qué pasaría si, en un gesto de cordura y de coraje sin precedentes, el Gobierno español despenalizara el consumo y comercio de drogas, autorizando su venta libre en las farmacias o estancos del país? Pasarían varias cosas: 1. De inmediato se detendría la sangría de muertos provocados por el consumo de droga, adulterada hasta el ladrillo, que es la que hoy se vende en el mercado nacional. Algún muerto habría, por sobredosis o imprudencia, pero la riada de jóvenes asesinados con porquería en sus venas se detendría de inmediato. 2. Las farmacias, con las condiciones razonables del caso, expenderían, a precio también razonable, las dosis de droga demandada por los ciudadanos. El producto estaría garantizado contra adulteraciones y sería tan seguro —y dañino— como indicara exactamente en el prospecto. 3. El precio de venta de la droga sería una fracción de los feroces precios actuales de la droga clandestina. Ello detendría en el acto la riada de pequeños y grandes delitos que los drogatas actuales cometen para poder financiar su vicio. Si pocos roban para comprarse cerveza, bien pocos lo harían para comprarse dosis a precio normal. Al respecto conviene no olvidar que el coste original de la droga es bien bajo, lo astronómico del precio es el resultado de la prohibición, no de la droga. 4. El Estado cobraría un fuerte impuesto sobre las drogas vendidas, como hace con alcoholes y tabacos. Con ello podría financiar masivamente programas de rehabilitación y de prevención del consumo de drogas. Igualmente podría dedicar parte de ese impuesto a financiar escuelas de educación profesional para una juventud como la nuestra que hemos condenado al paro y a la droga entre todos. 5. Millares de funcionarios —policías, aduaneros, jueces y oficiales, etc.— quedarían de inmediato liberados de la imposible tarea de impedir su tráfico, que es el más rentable del planeta, y contra el que han fracasado en todo el mundo. Con ello se reduciría el déficit público, mejoraría la justicia y policía común de nuestras calles, y hasta quedarían recursos humanos para luchar contra esa lacra, aún vigente, que es el terrorismo. 6. Posiblemente, como ocurrió al abolir la prohibición norteamericana del alcohol a principios de los años 30, el consumo legalizado de drogas aumentaría ligeramente. Sólo los puritanos extremos temen que la legalización traería consigo una drogadicción masiva. Pero un cierto aumento del consumo es casi seguro. Pero sólo el consumo, no la muerte. Habría algunos jóvenes más enganchados, es decir, adormilados y soñadores, poco útiles, quizás para la producción en cadena, pero no habría muertos. Juan Tomás de Salas, Cambio16. MANIFIESTO A FAVOR DE LA LEGALIZACIÓN DE LAS DROGAS La prohibición ha hecho más atractivo y fructífero el negocio de la droga, y fomenta la criminalidad y la corrupción a todos los niveles. Sin embargo, los Estados Unidos se comportan como si no lo supieran. Colombia, con sus escasos recursos y sus millares de muertos, ha exterminado numerosas bandas y sus cárceles están repletas de delincuentes de la droga. Por lo menos cuatro capos de los más grandes están presos y el más grande de todos se encuentra acorralado. En Estados Unidos, en cambio, se abastecen a diario y sin problemas 20 millones de adictos, lo cual sólo es posible con redes de comercialización y distribución internas muchísimo más grandes y eficientes. Puestas así las cosas, la polémica sobre la droga no debería seguir atascada entre la guerra y la libertad, sino agarrar de una vez al toro por los cuernos y centrarse en los diversos modos posibles de administrar la legalización. Es decir, poner término a la guerra interesada, perniciosa e inútil que nos han impuesto los países consumidores y afrontar el problema de la droga en el mundo como un asunto primordial de naturaleza ética y de carácter político, que sólo puede definirse por un acuerdo universal con los Estados Unidos en primera línea. Y, por supuesto, con compromisos serios de los países consumidores para con los países productores. Pues no sería justo, aunque sí muy probable, que quienes sufrimos las consecuencias terribles de la guerra nos quedemos después sin los beneficios de la paz. Es decir: que nos suceda lo que a Nicaragua, que en la guerra era la primera prioridad mundial y en la paz ha pasado a ser la última. Asumido por el semanario Cambio16 y suscrito por Carlos Fuentes, Fernando Savater, Antonio Escohotado, Manuel Vázquez Montalbán, Fernando Sánchez Dragó, Joan Manuel Serrat, Terenci Moix, Luis Bofill Leví,, Xavier Rubert de Ventós, Rosa Montero, Jesús Ferrero, Miguel Ríos, El Gran Wyoming, Raimón, Josep Mª Flotats, Guillermina Mota, Luis Antonio de Villena, Lourdes Ortiz, Mario Onaindía, Ana Miranda, Àngel Colom, y Javier Bosch, entre otras muchas personas. Gabriel García Márquez, en Cambio16