ARTES - MÚSICA, EXPOSICIONES Y TEATRO EN MADRID 16/09/2012 Profetas y mesías Luis Gago El Teatro Real ha tenido una extraña ocurrencia para celebrar un aniversario no menos singular, el decimoquinto desde su reconversión en teatro de ópera en 1997: se ha decidido recordar la efeméride inaugurando la presente temporada con una ópera en cierto sentido –como se verá más adelante– inacabada, en versión de concierto y con sólo dos interpretaciones (7 y 9 de septiembre). El título elegido, Moses und Aron de Arnold Schönberg, era primicia absoluta en Madrid, que ha tardado más de medio siglo en poder admirar una partitura que su autor tampoco pudo escuchar en vida, ya que no llegaría a la sala de conciertos y el teatro de ópera hasta 1954 y 1957, en Hamburgo y Zúrich, respectivamente. Si se trataba de saldar cuentas con el pasado, son aún legión las grandes óperas del siglo XX no estrenadas en la capital, pero los tiros iban probablemente en otra dirección. Gerard Mortier, director artístico del Teatro Real, es un gran admirador de esta ópera, cuyas producciones de las últimas décadas dice conocer en su totalidad: sobre este tema disertó precisamente en Berlín el 1 de septiembre, el día antes de que arrancara en la Philharmonie, en el marco de la Musikfest, la gira que luego ha hecho o hará recalar a este Moses und Aron en Madrid, Lucerna (12 de septiembre) y Estrasburgo (21). Se trata, por tanto, de un proyecto internacional al que se ha unido el Teatro Real en conjunción con tres prestigiosos festivales y que ha sido impulsado por el propio Mortier. Conociendo la personalidad del gestor belga, cuesta creer que no sienta una profunda identificación con el personaje de Moisés. De hecho, en muchas de sus declaraciones desde que fue nombrado para el puesto hace tres años, no resulta difícil percibir en sus palabras un cierto sesgo mesiánico: él es quien ha venido a redimirnos de nuestros males, a abrir en dos mitades las aguas del Manzanares, a anunciar la verdad ya proclamada por él anteriormente en Bruselas, Salzburgo, la Trienal del Ruhr o París, y a sacar a la vida operística madrileña del letargo y la postración en que se encontraba. Tampoco son necesarios grandes conocimientos para establecer un paralelismo directo, por más que él siempre lo negara, entre Schönberg y el personaje bíblico en cuanto que custodio de la idea pura. El austríaco se tuvo por el elegido para llevar a cabo un cometido histórico –liberar a la música occidental del yugo secular de la tonalidad– que no tuvo más remedio que asumir. «¿Es usted Arnold Schönberg, el famoso compositor?», le preguntaron en una ocasión. «Bueno, alguien tenía que serlo», parece ser que respondió. Él decidió aceptar la incómoda responsabilidad artística a la que se creía abocado, aunque su prioridad fue, al mismo tiempo, imbricarse siempre en la tradición, en la historia que lo había precedido (ahí están sendas y muy ortodoxas dobles fugas para el coro en el arranque de la cuarta escena del primer acto de Moses und Aron y la que sirve de engarce entre los dos primeros actos, por citar sólo dos ejemplos) y de la que se consideraba el heredero llamado, por una necesidad insoslayable, a acabar con la hegemonía de la tónica y adentrarse así en un mundo sin precedentes conocidos. Página 1 de 5 Moses und Aron es, de algún modo, el compendio de todas sus conquistas y, aún hoy, tanto su interpretación como su escucha siguen resultando extraordinariamente exigentes. «Los adversarios me han llamado un constructor, un ingeniero, un arquitecto, incluso un matemático –no para halagarme– debido a mi método de composición con doce notas. [...] Llamaban a mi música seca y me negaban la espontaneidad. Pretendían que lo que yo ofrecía eran los productos de un cerebro, no de un corazón». Schönberg, autoinvestido como sumo sacerdote, no tuvo otro deseo que proseguir, no transgredir, y, con el tiempo, acabó imponiéndose, en un amplio sector de la música occidental, la vía que él preconizó, aunque todo apunta a que el deseo, cargado de ironía, formulado por Anton Webern de que algún día llegara el cartero a entregarle su correo silbando una serie dodecafónica quedó y habrá de quedar insatisfecho sine die. La totalidad de Moses und Aron se sustenta en una única serie de doce sonidos, doce mandamientos en constante inversión y retrogradación –con frecuencia revestidos de una fuerte carga simbólica o metafórica– que hacen las veces de ley mosaica de la composición. Impelido a abrazar en 1933 la religión de sus mayores por el auge del nazismo, Moses und Aron es la verdadera profesión de fe –también estética– del compositor. Por motivos que nunca quedarán del todo esclarecidos, Schönberg se desentendió de terminarla una vez concluido el segundo acto (en Barcelona, invitado por su discípulo Roberto Gerhard, en 1932). Sus declaraciones posteriores son contradictorias y no sabemos si quedó presa del conflicto irresoluble que plantea la ópera (la oposición entre la idea abstracta de Dios y la plasmación representable y verbalizable de esa idea, una dualidad que encarnan, respectivamente, Moisés y Aarón), si su exilio estadounidense modificó drásticamente sus prioridades o si, como quizá lo sea en cierta medida, la ópera no es también ella misma irrepresentable, con lo cual su propia condición de torso incompleto sería a su vez parte del argumento. Muchos han visto en la llegada a Madrid de doscientas treinta personas venidas de fuera para ofrecer estos dos conciertos un lujo estrafalario en unos tiempos en que se nos reclama huir como de la pólvora de los dispendios del pasado y ajustar nuestros gastos a nuestras capacidades reales. Mortier nos ha hecho ahuyentar todo temor al despilfarro, asegurando que gracias al patrocinio (los dos conciertos se han ofrecido in memoriam de un prominente miembro de la comunidad judía de Madrid y contaban con el apoyo económico adicional de una empresa), a los ingresos por taquilla y a que se trata de una suerte de coproducción con gastos compartidos entre las cuatro ciudades ya citadas, la operación ha sido viable y no deficitaria (añadiendo eso sí, como colofón, que el plan de su antecesor de presentar la ópera en versión escénica, que él trastocaría en su primera temporada, fue una «locura estúpida»). Nadie es capaz ahora de profetizar, claro, cuántos años o décadas pueden pasar hasta que el Teatro Real acoja un montaje escénico de Moses und Aron. La ópera ha venido, sí, a Madrid ensayada y testada con esa primera interpretación berlinesa. Sin embargo, los resultados han estado muy lejos de los alcanzados en el verano de 2011, con idéntica orquesta y director, en el Saint François d’Assise de Olivier Messiaen (con el aparatoso andamiaje escenográfico instalado en el Madrid Arena). Sylvain Cambreling fue durante trece años, hasta 2011, el director titular de la Orquesta de la SWR, de Baden-Baden y Friburgo (en ese año le sucedió François-Xavier Página 2 de 5 Roth). Dicen que las relaciones largas asfixian el cariño y, a tenor de las caras de los músicos (algunos de ellos aprovechaban para cerrar los ojos en los largos pasajes en que no tenían que tocar), no es mucho el entusiasmo que logra insuflarles ya hoy día el director francés. Su lectura de Moses und Aron (al menos la del pasado día 9) fue, en casi todo momento, fría, distante, a ratos apática. Es muy difícil imbuir a una versión de concierto del calor y el dramatismo de una representación escénica. Pero la ópera de Schönberg, a pesar de su peculiar libreto, casi más teórico que práctico, contiene música inequívocamente teatral y como tal tiene que intentar verterse, por más que las partituras en mano, los fracs y los trajes largos de los cantantes puedan llegar a pesar como un lastre. Cambreling no es ni el más claro ni el más sutil de los directores (que pregunten a los músicos de la Orquesta Nacional de España, donde ofreció en 2010 un concierto para el olvido, coronado por una catastrófica Sinfonía «Renana» de Schumann), pero su oficio es innegable a la hora de dar vida a la música del siglo XX. También aquí a veces patina, como sucedió el pasado 20 de junio, cuando ofreció, en un nocturno y desértico Teatro Real, una versión descafeinada y tediosa del Pierrot lunaire del propio Schönberg, con una muy desacertada Christine Schäfer como solista (magistral, sin embargo, en la misma obra junto a Pierre Boulez). Su Moses y Aron, por fortuna, voló más alto, pero no logró casi nunca hacer justicia a la inmensa potencialidad dramática de la partitura. Una macroorquesta (con una distribución 16/14/12/10/8 en la sección de cuerda) y la diabólica escritura de Schönberg, que puede pasar en pocos compases de una transparente textura camerística a una verdadera maraña polifónica, no ponen la tarea fácil al director. Lo que mejor hizo Cambreling fue concertar, encajar las piezas del rompecabezas, pero desde un comienzo (la inefable plasmación sonora de la zarza en llamas) desprovisto del misterio que debe poner toda la maquinaria intelectual y sensible en movimiento, faltó casi todo lo demás y, muy especialmente, la claridad en las texturas, en la superposición de timbres, en la ubicación espacial de los planos sonoros, en la exposición diferenciada de temas y contratemas (sobre todo en las cruciales intervenciones del metal). Una de las cosas peores que le pueden pasar a un director es la percepción desde el patio de butacas de una notoria disparidad entre sus gestos y lo que realmente suena (como sucedió al comienzo de la escena del Becerro de Oro). En la «Orgía erótica», por ejemplo, no se escucharon «danzas desenfrenadas», como quería Schönberg, sino música siempre metódicamente controlada y ordenada, sin la efervescencia rítmica, el aire indómito y la tensión sexual que reclama a gritos. La pareja protagonista llevó al extremo, en su encarnación de los dos personajes protagonistas, el carácter antagónico de uno y otro. Franz Grundheber (en su día un Wozzeck tan perturbado como perturbador, y en la actualidad un temible e inquietante Schigolch en Lulu de Alban Berg, como pudo verse en el Teatro Real en 2009 y un año después en el Liceu barcelonés) fue el único que parecía estar realmente interpretando una ópera e involucrado en lo que allí se dilucidaba: supo imprimir a su Sprechgesang (y no Sprachgesang, como se ha escrito torpe e impunemente en la crítica de un diario nacional) una expresividad inusitada e hizo plenamente creíble la impotencia de Moisés, cuyo discurso lo aboca a una perpetua encrucijada. Cada frase que cantó o recitó Grundheber tuvo sentido, y no cabe mayor elogio para un cantante. El tenor Andreas Conrad, sin embargo, se paseó sin aparente dificultad por la temible escritura vocal del papel de Aarón, pero lo hizo con una suerte de Verfremdung brechtiana llevada al extremo. Ostensiblemente distanciado de su personaje, salvando con oficio, Página 3 de 5 aplomo y agudos fáciles las severas exigencias de su parte, el texto que cantaba tampoco parecía importarle mucho, hasta el punto de que podía estar tanto encarnando al pragmático y resolutivo Aarón como a cualquier personaje rossiniano después de pasar por el rodillo atonal (entre una intervención y otra, abandonaba incluso el escenario esbozando una sonrisa, satisfecho pero ajeno por completo al drama del que él constituía una parte esencial). Muy poco cantan el resto de personajes secundarios, que salvaron sus papeles con suficiencia, pero es justo dejar constancia de que, en su brevísima intervención como una joven inválida, Elvira Bill resultó emocionante y nos obsequió con uno de los contados momentos verdaderamente operísticos de la velada. Queda para el recuerdo la imagen de otra de las solistas, Johanna Winkel, y de algunos miembros del coro ayudándose de un pequeño diapasón en la mano para poder escuchar discreta y casi clandestinamente un La redentor que les sirviera de referencia poco antes de sus entradas en medio de la jungla dodecafónica. La EuropaChor Akademie, que ha desembarcado en Madrid con su centenar largo de miembros de diversas nacionalidades, ha estado preparando la obra durante dos años, Gerard Mortier dixit. Lo que más sorprendió de su actuación no fue que lograra sacar adelante la muy sustancial y compleja parte coral que reservó Schönberg para el pueblo de Israel –en todo o en parte–, sino que, tratándose en su mayoría de voces muy jóvenes, no produjeran un sonido de mayor intensidad y contundencia. También en los pasajes corales se echó en falta mayor claridad, y no siempre en los momentos más estentóreos, sino incluso en otros más recogidos (como el coro de mendigas y mendigos, por ejemplo, abiertamente descompensado a favor de las mujeres). También aquí cabe atribuir la responsabilidad a Cambreling, al que volveremos a ver esta temporada en la muy esperada producción de Michael Haneke del Così fan tutte de Mozart en febrero y marzo (el director musical previsto inicialmente era el muy competente especialista Thomas Hengelbrock, pero Sylvain Cambreling es, para Mortier, hombre igualmente válido y competente para rotos y para descosidos) y, de nuevo palabras mayores, en el Wozzeck de Berg en junio. Quienes se hayan quedado con las ganas de ver representado Moses und Aron, no lo tienen fácil, porque es una ópera que muy raramente sube a los escenarios, al contrario que las dos obras maestras, la recién citada Wozzeck y Lulu, de Alban Berg, uno de los grandes discípulos de Schönberg. Y eso que su profusión de personas desnudas en el segundo acto haría las delicias de más de un director de escena actual (décadas atrás, sin embargo, el compositor se curó en salud e incorporó esta deliciosa acotación escénica en su libreto cuando aparecen las cuatro vírgenes desnudas en la «Orgía de la destrucción y el suicidio»: «desnudas en la medida que lo permitan y requieran las leyes y necesidades de la escena»). Más fácil, y quizá no menos reconfortante, es ver la histórica filmación que Jean-Marie Straub y Danièle Huillet realizaron de la ópera en 1974 en el anfiteatro de Alba Fucens, en el Abruzzo italiano (editada recientemente en DVD por el sello Intermedio). Allí la música está dirigida con mucho mayor desafuero emocional por Michael Gielen, que fue –y nada es casual– el antecesor de Cambreling en la titularidad de la orquesta que acaba de interpretarla en Madrid. Y, para cuadrar el círculo, los ya mencionados estrenos tanto concertante como escénico fueron dirigidos en los años cincuenta por Hans Rosbaud, el fundador y primer director titular de esta misma agrupación de la SWR. Para concluir, dos motivos para la esperanza, y para el consuelo. La Philharmonie Página 4 de 5 berlinesa, al decir de la prensa alemana, presentaba tan solo media entrada el pasado 2 de septiembre. En el Teatro Real, en cambio, al menos el día 9, el público llenaba buena parte de las butacas y las espantadas, tan habituales en obras exigentes, fueron contadas. En el estreno del día 7 la interpretación se vio precedida por la lectura extemporánea de un manifiesto de los trabajadores del teatro, temerosos, como tantos otros, de que los recortes acaben afectándoles, amén de recelosos ante lo que parece un inevitable empobrecimiento artístico por el irremediable descenso de recursos. El domingo, en cambio, las ruidosas protestas se concentraron en el exterior del teatro, en la plaza de Isabel II. Pocos de ellos sabrían, y aquí radica –quizás– el consuelo, que la Orquesta Sinfónica de la SWR, de Baden-Baden y Friburgo, se enfrenta asimismo a un porvenir incierto, ya que se ha anunciado su fusión, en un futuro próximo, con la otra gran orquesta de la SWR, la radicada en Stuttgart, lo que tiene también movilizados y en jaque a los músicos ya desde hace meses en Alemania, un país que no parece tampoco en absoluto inmune a los tiempos difíciles que se avecinan para la cultura. En todas partes cuecen habas, como vemos, si bien en esta nuestra casa, a calderadas. Página 5 de 5