FE DicTB SUMARIO: I. La terminología. II. Fe e incredulidad: 1. Aspectos subjetivos de la fe: a) La confianza, b) La fidelidad, c) La escucha/obediencia; 2. La incredulidad. III. Depósito de la fe: 1. Actitudes positivas para con el depósito; 2. Situaciones contrarias a la fe. IV. Gnosis/conocimiento. V. Fe y visión. VI. Fe y obras: 1. Fe y salvación; 2. La justificación por la fe exige las obras. VII. Don y búsqueda. Prescindiendo del ámbito profano, jurídico y puramente religioso, en-tendemos por fe la total referencia a Dios, conocido en la revelación, por parte del hombre, que en el análisis de las propias dimensiones fundamentales con el mundo, la muerte, los demás hombres y la historia (cf GS 4-22) se descubre abierto a la trascendencia y dotado de una libertad que se explicita en la responsabilidad y en la esperanza. I. LA TERMINOLOGÍA. El examen de los vocablos, al mismo tiempo que ofrece una visión de conjunto de los pasajes bíblicos, deja entrever la fe en sus dimensiones originales de confianza, conocimiento y obediencia. La raíz fundamental 'mn, presente en la forma hifil (he' min) 52 veces, indica estabilidad y seguridad derivadas del apoyo en otro. Esto comprende ante todo —prescindiendo de los contextos profanos, en donde tener confianza (Dt 28,66; Job15,31; 24,22; 39,12) alterna mediante la variación de las preposiciones con tener por verdadero (Gén 45,26; I Re 10,7; 2Crón 9,6; Prov 14,15; Jer 40,14)— el sentido de abandono y de confianza. Fe es entonces el entregarse en manos del Dios de Abrahán (Gén 15,6) en el momento en que parecían haber caducado los plazos de realización de la promesa de una posteridad (cf Gén 12,1-4a); es la aceptación de la palabra de Moisés sobre su experiencia con Yhwh que le había prometido la liberación (Ex 4,31; cf 4,1); es la actitud compleja (temor, reverencia, asombro, confianza, obediencia) del pueblo ante los signos salvíficos (Ex 14,31); es el reconocimiento de Moisés como enviado de Dios en tiempo del pacto sinaítico (Ex 19,9). En momentos críticos de la historia de Judá, por motivos contingentes, como la coalición siro-efraimita, o duraderos, como la amenaza siria, la fe se convierte en renuncia a los apoyos humanos (Is 7,9; cf 8,13), en confianza exclusiva en la acción de Yhwh (Is 28,16), en fuente de tranquilidad. "En la conversión y la calma está vuestra salvación; en la mesura y la confianza está vuestra fuerza" (Is 1 de 24 30,15); reconocer a Yhwh como único salvador hasta hacerse testigos suyos (Is 43,10), aceptar la lección increíble del sufrimiento y de la muerte engendradora de justificación y de vida (Is 53,1; cf Gén 3,5) es la fe que se requiere en ciertos períodos, como el del destierro, cuando se hunden todas las seguridades humanas. En la plegaria la fe asume acentos más personales y matizados. "Yo estoy seguro de ver los bienes del Señor en el mundo de los vivos" (Sal 27,13) es una seguridad que se une al reconocimiento de que Dios salva mediante obras maravillosas, a la obediencia a sus mandamientos (Sal 78,22.32), a la aceptación de las promesas de salvación (Sal 106,12.24; 116,10; 119,66). Una fe tan sólida en el Señor y en los profetas que proporciona éxito (2Crón 20,20) y engendra la fidelidad ('emúnah). Esa fe puede reconocerse en un comportamiento recto (2Re 12,16; 22,7; 2Crón 31,18), en la constancia con que se escucha la voz de Dios (Jer 7,28; Sal 119,30), en considerar justa la dirección divina de la marcha de la historia (Hab 2,4), en dejarse transformar por el incansable amor divino (Os 2,21). Una respuesta plena a la alianza, mediante el reconocimiento del único Dios (Dt 5,7), el amor exclusivo y confiado (Dt 6,5), la observancia de los preceptos (Dt 7,12), se expresan por la palabra más densa 'emún (Dt 32,20) y por la más frecuente y conocida emes: para ésta la fe asume el matiz de sinceridad de ' corazón, y, más que cualquier otro derivado de mn, se abre al significado de "verdad" (dos 2,14; Sal 26,3), fiabilidad de las personas y de las instrucciones (Neh 7,2; 9,13), duración consistente (Is 16,5; 2Sam 7,16). Otros términos como batah (confiar), típico de las oraciones y de los himnos (Sal 13,6; 25,2; 26,1), hasah (refugiarse) como búsqueda real o figurada de una protección por parte del individuo (Sal 64,11; Is 57,13) o de la comunidad (Sal 2,12; 5,12; 17,7; 18,31), hakah (aguardar), yahal (anhelar) con qawah (esperar), relativos a una deseada intervención de Yhwh, entran en el campo más amplio de he'emún, subrayando el aspecto deconfianza. La terminología veteró testamentaria describe, por tanto, la fe como "conocimiento-reconocimiento de Yhwh, de su poder salva4 dor y dominador revelado en la his1 toria, como confianza en sus prome sas, como obediencia ante lo mandamientos de Yhwh (J. Alfaro , Fides..., 474). Al decir amen, que es una forma participial, se afirma que todo lo que sale de la boca de Dios es tan seguro que merece toda confianza, tan verdadero que ha de ser creído y tan sólido que puede orientar debidamente la vida. "Amén" sanciona de este modo un compromiso solemne, preciso e irrevocable, reforzado por la repetición, solemnizado 2 de 24 por la renovación de la alianza (Neh 8,6) y hecho sagrado en aquel comienzo de culto en Jerusalén (1Crón 16,36), establecido luego en cada una de las partes del salterio (Sal 41,14; 72,19; 89,53; 106,48). Más que un simple deseo o un asentimiento débil (Jer 28,6), decir "amén" supone una responsabilidad jurada (Núm 5,22), una renovación pública, comunitaria y litúrgica del compromiso de observar los mandamientos (Dt 27,15-26) o de practicar la justicia social (Neh 5,13). Inseparable de la confianza, el "amén" se convierte en aclamación litúrgica (lCrón 16,36), incluso en la adhesión neotestamentaria a la oración (Rom 1,25; Gál 1,5; 2Pe 3,18; Heb 1,21), a las palabras (1 Cor 14,16) y a las promesas que en Cristo —el amén de Dios a los hombres, encarnación del Dios del amén (Is 65,16; Ap 3,14), el posesor de una palabra sólida (Mt 5,18; Jn 1,51)— hacen eficaz nuestro "amén" al Padre (2Cor 1,20). La variedad de la terminología del AT se condensa en un único término, frecuentísimo, del NT: pistéuó/pístis (creer/fe), vinculado al / milagro en los sinópticos (Mc 2,5; 5,36), que conservan el sentido preminente de confianza. Creer es también reconocer a Jesús como el mesías (Mc 15,32) a través de su muerte y resurrección (He 2,14-36), de manera que llega a cualificar simplemente al cristiano como "el creyente" (He 2,44; 4,32; 11,21). Vinculada íntimamente al misterio de la salvación, la fe —el vocablo más usado (242 veces) después de Dios, Cristo, Señor, Jesús y Espíritu— se convierte en Pablo en conocimiento y aceptación del misterio pascual (Rom 10,9.14; cf lPe 1,8.21; Sant 2,5), de la persona de Cristo (Rom 1,17; Gál 2,6; Ef 2,8; Flp 3,9). Se realiza así una evolución desde un sentido subjetivo (el acto de creer) a un sentido objetivo (el contenido que se cree), llegando a identificarse con el kérygma (Rom 10,8; Gál 1,23; 3,2.5; Ef 4,5), como ocurre en los Hechos (6,7) y más ampliamente en las cartas pastorales (lTim 1,19; 4,1; 6,10.12). Semejante línea de pensamiento se encuentra de nuevo en el "creer"joaneo (usado 98 veces de forma absoluta o con preposiciones, en contraste con el único testimonio del sustantivo "fe"en 1Jn 5,4) como aceptación de la persona y de la misión del Hijo. Finalmente es densa en significado la definición de la fe, que acentúa el aspecto subjetivo, en la carta a los Hebreos (11,1) como certeza de lo invisible, confianza en las promesas de Dios y compromiso de fidelidad del hombre: la limitación tan sólo al elemento intelectivo privado de confianza es la fe insuficiente que se condena en la carta de Santiago (2,14). Así pues, "la fe es la respuesta integral del hombre a Dios, que se revela como su salvador, y esta respuesta incluye la aceptación del mensaje salvífico de Dios y la confiada sumisión a su palabra. En la fe veterotestamentaria el acento recae en el aspecto de confianza; en la neotestamentaria resalta el aspecto de asentimiento al mensaje 3 de 24 cristiano" (J. Alfaro, La fe como entrega, 59). II. FE E INCREDULIDAD. Es esencial para la fe la dimensión subjetiva, que se manifiesta como confianza, fidelidad, escucha/ obediencia, cuya falta revela la incredulidad del sujeto. 1. ASPECTOS SUBJETIVOS DE LA FE. La fe es una reacción a la acción primordial de Dios (A. Weiser). Dentro de la apertura total del propio ser a Dios, la fe asume tantos elementos como son los aspectos del Dios que revela: temor, reverencia, culto, obediencia, amor, confianza, fidelidad, esperanza, anhelo, paciencia, adhesión, reconocimiento, por lo que puede decirse que ella "se afianza así en Dios" (cf Pfammatter, 885; cf Bibl.). a) La confianza. Aunque presente en personajes —Abel, Henoc, Noé, Jacob, Moisés, Josué— y en partes narrativas y proféticas, la fe, en la dimensión subjetiva de abandono, apoyo seguro, confianza plena, entrega ilimitada, impulso, anhelo, resalta especialmente en Abrahán, el padre de los creyentes. "Creyó en el Señor, y el Señor le consideró como un hombre justo" (Gén 15,6). La confianza en Dios lo lleva a esperar lo imposible, es decir, un hijo en su ancianidad (Gén 18,4). La situación de muerte de su cuerpo privado de vitalidad, como el seno de Sara (Heb 11,12), se transforma en vida en virtud de su confianza en la promesa, en su proyección por encima de toda esperanza humana, en su ausencia de vacilación, en su persuasión firme de que Dios es capaz de realizar todo lo que ha prometido, de forma que Abrahán se convierte en el amigo de Dios (cf Rom 4,18-22; Jue 2,25). La confianza en Dios supera los límites y las objeciones de la razón humana, renunciando a contar con uno mismo. Consciente de su propia incapacidad, de la insuficiencia de cualquier garantía humana, incluso milagrosa —siempre abierta a seductoras explicaciones racionales—, duda de sí misma y se abre a la intervención divina. Para eso tiene necesidad de encontrar un corazón bien dispuesto y humilde. A semejanza de Jesús, que "se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte" (Flp 2,8), y de María, que es proclamada "dichosa por haber creído que se cumplirían las cosas quo había dicho el Señor..., que se ha fijado en la humilde condición de su esclava" (Lc 1,45.48), la humildad lleva a la exaltación y a la consolación por parte de Dios (Lc 1,52; 2Cor 7,6). Hasta qué punto la humildad es expresión de confianza puede percibirse en la actitud contraria de gloriarse en sí mismo, que expresa la seguridad del hombre autosuficiente, satisfecho de las obras y de la sutileza de sus intuiciones: aceptarse en la propia finitud, rechazando la sabiduría de este mundo, es algo que abre a la salvación encerrada para los creyentes en la necedad de la predicación de Cristo 4 de 24 (cf 1Cor 1,21). Esta actitud permite recibir el don que el Padre hace de sí mismo al hombre en Jesucristo. Lo que Jesús propone supera la inteligencia humana. La adhesión al amor absoluto sólo es posible a la confianza; creer es un acto libre, es un querer creer, como se deduce de los milagros. Es algo que provocada confianza en Jesús, en aquel ciego de Jericó que se pone a gritar, a pesar de los reproches de la gente, suplicando piedad al Hijo de David (Mc 10,46); aquella reflexión secreta de la mujer tímida y desconfiada, segura, sin embargo, de que podrá curarse al mero contacto con el manto de Jesús (Mc 5,28); aquella petición de perdón, con sus gestos, de la pecadora poco preocupada del juicio de los presentes (Lc 7,37); aquella certeza en el poder de Jesús sobre el mal que tenía el oficial romano (Lc 7,7-8), lo mismo queaquel recurso infalible a la fuerza de Dios que es la oración: "Todo lo que pidáis en la oración creed que lo recibiréis, y lo tendréis" (Mc 11,24). El aspecto fiducial, limitado para Pablo al contexto de las promesas divinas (Rom 3,21ss; 4,18ss; Gál 3,6ss) y clave interpretativa de los grandes personajes de la historia sagrada (Heb 11,4-38), prosigue también en Juan, en continuidad con los sinópticos. En efecto, para él la fe es una atracción, un impulso hacia la persona de Jesús, que se convierte en adoración: "Respondió: `Creo, Señor'. Y se puso de rodillas ante él" (Jn 9,38). Jesús exige que nos fiemos de su persona a través de la aceptación de su testimonio (cf 8,45 y 2,23). El aspecto fiducial de la fe lo recoge la DV 5: "Al Dios que se revela se le debe `la obediencia de la fe', con la que el hombre se abandona en manos de Dios de forma totalmente libre, prestándole el `pleno asentimiento del entendimiento y de la voluntad' y consintiendo libremente en la revelación que él hace". Mediante este aspecto el hombre "fundamenta su existencia en Dios mismo en el misterio de su palabra y de su gracia; renuncia a vivir de la confianza en sí mismo, en los demás hombres o en el mundo, para abandonarse absolutamente al `Otro' trascendente, al Absoluto como Amor; va más allá del horizonte de la inteligencia humana y acepta como verdad absoluta 'la revelación de Dios en Cristo; sale del amor a sí mismo y se abandona a la gracia de Dios como garantía única de salvación. Es una decisión que implica, en una tensión dialéctica, el riesgo de la audacia y la confianza del abandono"(J. Alfaro, Foiet existence, 567). b) La fidelidad. La confianza plena conduce a la fidelidad, que es imitación y participación de la fidelidad de Dios. Saliendo muchas vecesal encuentro del hombre, Dios ha permanecido fiel a la alianza (Dt 7,9), a las promesas (2Sam 7,28; Os 2,22; Sal 132,11; Tob 14,4) y realiza sus obras a pesar del pecado: Dios es definido varias veces 5 de 24 como "fidelidad" en el Deuteronomio, en el Salterio y en los profetas. "El es la roca, sus obras son perfectas, todos sus caminos son la justicia misma; es Dios de fidelidad" (Dt 32,4). El hombre participa con su confianza de la estabilidad de Dios y de sus obras, como Moisés, fiel en su casa (Núm 12,7) —como sus brazos llenos de fidelidad hasta el ocaso durante la batalla contra Amalec (Ex 17,12)—en una comunidad de perspectivas, de pensamientos y de responsabilidades; como el sacerdote fiel (lSam 2,35); como David (1Sam 22,14) en su reino estable (2Sam 7,16). Sin la fidelidad el hombre se vuelve vacío, vanidad, nada, semejante abs oídolos (Is 19,1.3; Ez 30,13; Hab 2,19; Sal 96,5; 97,7). Es necesario proclamar la fidelidad de Dios (Sal 36,6), invocarla (lRe 8,56-58), para que haga germinar en nuestra tierra la fidelidad a él. En una economía de la alianza, Dios exige nuestra fidelidad (Jos 24,14), incluso como condición para una fidelidad de los hombres entre sí, que con frecuencia falla (Jer 9,2-5). A imitación del siervo fiel que lleva a cabo su misión en medio de contrastes —tipo de Cristo que da cumplimiento a la fidelidad de Dios (2Cor 1,20), como sacerdote fiel (Heb 2, 17)—, los "fieles" (He 10,45; 2Cor 6,15; Ef 1,1) se preocuparán de considerar la fidelidad como uno de los mayores mandamientos (Mt 23,23), como una constante en todos los momentos de la vida (Lc 16,10-12). Si esta fidelidad supone una lucha continua contra el maligno, especialmente en los últimos tiempos (Ap 13,10; 14,12), tiene, sin embargo, como premio el gozo del Señor (Mt 25,21.23)y está asegurada como don del Espíritu (Gál 5,22) y de la sangre de Cristo (Ap 12,11). c) La escucha/obediencia. La comprensión del vínculo entre la fe y la obediencia exige la superación de dos mentalidades opuestas y bastante difundidas. Por una parte, el hombre moderno, que justamente considera su autonomía como un gran valor, estima la obediencia como un mal necesario —con vistas a la educación y a la convivencia— y acaricia el ideal de su desaparición. Por otra parte, un pensamiento derivado de la filosofía helenista —en particular del neoplatonismo, que hace consistir la perfección en la renuncia a la propia voluntad y en la confianza a la autoridad instituida por Dios—, restringiendo la obediencia al cumplimiento de la voluntad de otro y a la ejecución de la orden o del mandato por amor a él, supone que la autodeterminación de suyo aleja de Dios. La obediencia en un clima de alianza, es por el contrario, un modo de estar en la intimidad de la amistad con Dios, una tendencia a vivir como él y —según recuerda la palabra griega hipakoé y el latínn audire/oboedire: oír/ obedecer— supone el escuchar. Escuchar (Is 1,10; Jer 2,4; Am 4,1) es la actitud activa de la persona (Éx 33,11; lSam 3,9; Is 8,9) y del pueblo (.lema:: Dt 5,1; 6,4; 9,1) delante de Dios que se revela gradualmente en la palabra, en el mensaje, en el anuncio. La función del oír (Mt 13,16; He 2,33; lJn 1,1) está en relación con la 6 de 24 comprensión de los misterios del reino (Mc 4,12), de los momentos significativos de la vida de Jesús (Mc 9,7), de Pablo (2Cor 12,4); del Apocalipsis (1,3; 22,88). El escuchar auténtico equivale a asimilar e interiorizar la palabra, hasta hacerse sinónimo del kérygma que suscita , la fe (Mt 8,10). "Al recibir la palabra de Dios que os predicamos (akoé), la abrazasteis no como palabra de hombre, sino como lo que es en verdad, la palabra de Dios, que permanece vitalmente activa en vosotros, los creyentes" (lTes 2,13). Sin la consecución de este objetivo, la simple percepción externa no es propiamente un oír (Mc 8,18); los judíos no sacaron ningún provecho de la palabra, "porque al escucharla no se unieron a ella por la fe" (Heb 4,2). Por el contrario, hay una relación directa entre el escuchar auténtico y la fe. "La fe proviene de la predicación (akoé), y la predicación es el mensaje de Cristo (Rom 10,17): el anuncio que contiene y mira a la fe (akoé písteós) lleva a la experiencia del Espíritu, que realiza maravillas en el hombre (Gál 3,2.5), en primer lugar la transformación del egoísmo humano en amor oblativo (agapé), con el consiguiente gozo, paz, longanimidad, benevolencia, confianza, mansedumbre, dominio de sí mismo (Gál 5,22). La superación de la sordera y de la incircuncisión (Dt 18,19; Jer 6,10; 9,25; He 7,51) encuentra su verificación en la acogida de la palabra de Jesús y en pertenecer a Dios y a la verdad (Jn 8,43.47; 10,16; 18,37), como la Virgen, que se distinguió en esta acogida de la palabra (Lc 11,28; cf 2,19.51). La audición sigue a la revelación como palabra. Cuando se hace plena y duradera, esta atención a la palabra de Dios pone en movimiento todo el ser; lleva a un compromiso completo, a esa obediencia que se convierte en expresión de una respuesta plena a la revelación, lo mismo que la palabra que se transforma en hecho (Sal 33,6; Is 55,10-11; Jn 14,12) induciendo a la acción (Mt 7,16.26; Rom 2,13). El oír "se realiza de veras sólo cuando el hombre, con la fe y con la acción, obedece a aquella voluntad que es voluntad de santificación y de penitencia. Así, como coronación del oír, nace el concepto del obedecer, queconsiste en creer, y del creer que consiste en obedecer" (G. Kittel, GLNT I, 593). Lo mismo que el oír de Dios se hace efectivo, es decir, Dios escu, cha una petición, no sólo respecto a Jesús (Jn 11,41s; Heb 5,7), sino respecto a todos los que cumplen la voluntad de Dios (Sal 34,16.18; Jn 9,31; 1 Pe 3,12) —o sea, de aquellos que, creyendo en el nombre del Hijo, piden según su voluntad (Un 5,14), como lo hacen el pobre, la viuda y el huérfano, los humildes, los prisioneros (Ex 22,22; Sal 10,17; Jue 5,4)—, así también el oír del hombre supone una transformación de su vida. 7 de 24 Por eso la obediencia no indica en primer lugar un comportamiento moral, sino la nueva condición del cristiano, una actitud positiva, de acogida de la palabra. Obedecer es permitir al evangelio libremente aceptado que manifieste su fuerza transformadora del hombre; es un dejarse conducir en toda la vida, rechazando a ese otro amo competitivo que es el pecado. "¿No sabéis que al entregaros a alguien como esclavos para obedecerle sois esclavos de aquél a quien obedecéis? Si obedecéis al pecado, terminaréis en la muerte; y si obedecéis a Dios, en la justicia" (Rom 6,16). La vida de Cristo, con el acto supremo de amor en la cruz libremente aceptada, es obediencia (Rom 5,19), que le hace a él y a nosotros sacerdotes (Heb 5,7.10; 10,14). Obediencia es la realidad nueva que la aceptación de Cristo glorioso produce en todas las gentes (Rom 1,5); es la acogida del misterio revelado por Pablo relativo a la unificación de toda la realidad en Cristo (Rom 16,26); es una respuesta al evangelio que obliga a someterse libremente a Dios, conocido como veraz y como fiel; es la nueva condición del hombre capacitado para uniformarse a la voluntad divina. Esto supone una intervención de la voluntad, una actitud de libre homenaje. La obediencia y laconfianza revelan dos aspectos de la aceptación del evangelio. La sola confianza sin obediencia podría convertirse en vago sentimiento, lo mismo que la sola obediencia sin confianza correría el peligro de transformarse en una sumisión a un Dios-amo. El encuentro con Dios realizado en la confianza se hace profundo y duradero gracias a la obediencia. La expresión "obediencia de la fe", obediencia "que consiste o se realiza en la fe" (Bengel) o convierte a los cristianos en hijos de la obediencia (1Pe 1,14), más allá de una simple adhesión especulativa, afirma la aceptación del evangelio con la mente, la voluntad y el corazón, de forma que toda la vida se vea envuelta en ello. Esta expresión paulina encuentra un paralelismo en Juan, donde Jesús invita a observar sus mandamientos lo mismo que él ha observado los mandamientos del Padre (cf Jn 15,10). La obediencia que Jesús presta al Padre es la revelación de sí mismo como salvador de los hombres. El mandamiento (entolé) ha perdido el sentido de precepto para adquirir el de palabra reveladora del amor trinitario. El hombre a su vez lo guarda cuando acoge en la fe esta revelación, se deja impregnar por ella y se comporta de manera que no la deja escapar (téréin). De aquí se sigue, a ejemplo de Jesús, que "ha dado a conocer todas las cosas que ha oído a su Padre" (Jn 15,15), la necesidad de escoger las actitudes que favorezcan la penetración de este don con la ayuda de las explicitaciones que es posible encontrar en la revelación. La obediencia se refiere, por tanto, a lo que "el Señor ha dicho" (Ex 24,7) en el / decálogo y en la ley, y a lo que sigue diciendo en las circunstancias y en 8 de 24 los signos de los tiempos, imitando a Cristo, que, obedeció al Padre a través de intermediarios, de personas, de sucesos, de instituciones, de autoridades, de compromisos cotidianos. De todas formas, hay que tener presente que, mientras la obediencia a Dios es absoluta (He 4,19), la sumisión a los intermediarios es relativa a su capacidad de expresar la voluntad de Dios, que sólo parcialmente está contenida en la realidad humana como signo que hay que leer debidamente. 2. LA INCREDULIDAD. La incredulidad es la tentación continua del hombre destinatario de la revelación, lo mismo que la idolatría es la condición permanente del pagano. Ante las maravillas siempre nuevas del amor de Dios, sustraído a todo control y verificación, el creyente se ve situado todos los días ante el dilema: fiarse únicamente de Dios o caer en la incredulidad, que se convierte en la raíz de todo pecado. La incredulidad es no tomar a Dios como apoyo, haciéndose indócil y rebelde, generación cuyo corazón no fue constante y cuyo espíritu fue desleal para con Dios... "Su corazón no estaba firmemente con él, y no eran leales a su alianza" (Sal 78,8.37). Es apoyarse en la propia vida (cf Dt 28,66), lo mismo que hace el malvado. Es considerar a Yhwh incapaz de comprender y de liberar al hombre en sus necesidades, el cual consiguientemente "murmura" como la generación del / desierto, presa del hambre y de la sed (Ex 16,2-3; 17,2-3; Núm 11,4-5; 20,2-3), del miedo ante el enemigo (Núm 14,3). Es olvidarse de los prodigios realizados en el pasado (Dt 8,14-16; Sal 78,11; 106,7); es incomprensión de los signos en orden a una conversión (Núm 14,11; Am 4,6ss). Es negación de la existencia de un plan divino. "Que se dé prisa, que acelere su obra para que la veamos, que se presenten y se realicen los planes del Santo de Israel para que los conozcamos" (Is 5,19). Es dar un ultimátum a Dios para que se decida a cumplir sus promesas. Es el infantilismo religioso de Acaz (Is 7,12). Es rebelión en el plano práctico, con el desprecio del Creador, roca de salvación (Dt 32,18). Es sustraerse a las leyes, ofreciendo un culto sin participación del corazón (Is 1,11-13), que lleva a igualar a Yhwh con los ídolos. La incredulidad, que fácilmente puede transformarse en idolatría (Ex 32; Dt 9,12-21), asume un aspecto más doloroso cuando se hace adulterio, prostitución de la esposa (Os 2; Jer 3; Ez 16). Lleva entonces a tener un corazón dividido (Os 10,2), a buscar ayuda en otras partes (Is 18,1-6), a confiar en las instituciones (Jer 7,4), a endurecerse (Is 6,10). La incredulidad se agudiza ante Jesús, que exige para con su misma persona (Mt 11,6) todo lo que el piadoso israelita reconocía a Yhwh. La objeción de la racjonalidad presentada por Zacarías, y que se hace más evidente ante la fe de María (Lc 1,18.38), continúa en la de los paisanos de Jesús (Mc 6,6), de los fariseos (Mt 15,7), de las ciudades del lago y de los judíos (Mt 8,10). La incredulidad revela la falta de un corazón 9 de 24 humilde (Mt 11,25), de la oración y del ayuno (Mt 17,20-21), y admite varios grados: es miedo ante la tempestad (Mt 8,26), olvido de la enseñanza de Jesús en los milagros (Mt 16,8-10), escándalo ante el misterio de la cruz (Mt 16,23) y —extrañamente increíble (He 26,8)— es negación de la resurrección en los discípulos (Lc 24,25.41; Mt 28,17; Mc 16,11.13-14), en los judíos (He 7,56-57), en los paganos (He 17,31-32). El misterio de la incredulidad aparece sobre todo en el rechazo de Cristo por parte de aquel pueblo que tenía la misión histórica de esperarlo y de dar testimonio de él. Si para explicar la condenación a muerte de Jesús basta con recurrir a la ignorancia y a la culpabilidad de los judíos (He 10,39), el rechazo continuo de la predicación apostólica obliga a Pablo, dolorido y preocupado (Rom 9,2) a iluminar este misterio, descubriendo en él la última invención de una providencia divina que en el carácter temporal de la falta de fe vislumbra una mayor facilidad de la conversión de los gentiles (Rom 11, 25.31). Si Pablo recurre a la incredulidad del antiguo pueblo —castigado antes por haber hecho inútiles tantos prodigios (ICor 10,1-5) y sometido ahora a la severidad de Dios por haber rechazado a Jesús (Rom 11,22)—para poder amonestar a los cristianos, Juan ve en el judío —que no ha "acogido" ni "reconocido" (Jn 1,10-11) en Jesús el Cristo, la Palabra encarnada, al Hijo de Dios enviado por el Padre— el tipo mismo del incrédulo, el reflejo del mundo malo, inmerso en el pecado, que le impide venir a la luz y lo incapacita para "ser de la verdad" (Jn 3,21; 18,37), ir más allá de lo maravilloso que aparece en los gestos de Jesús (Jn 6,26). El incrédulo se queda en la etapa de Nicodemo (3,2), sin alcanzar la fe de la samaritana en la palabra (4,15) o la fe conmovedora del oficial del rey (4,53). Si la fe tiene necesariamente grados, requiere un camino para aceptar la "obra" de Jesús (17,4), reveladora de su intimidad con el Padre (14,10), que fue el camino que recorrieron los discípulos (2,11), Pedro (6,63), el ciego de nacimiento (9,35-38), Marta (11,25-27), Tomás (20,25-28). Pero el que no tiene en sí el amor de Dios (5,42), sólo se preocupa de la comida que perece (6,27), se siente apegado a los privilegios de raza (8,33), a la vanagloria (9,28), a la autosuficiencia (9,39-41), no forma parte del rebaño de Cristo (10,26), odia la luz (3,19), tiene por padre al diablo, que impide creer en Jesús que dice la verdad; ésta se convierte incluso en ocasión de incredulidad (8,45). El incrédulo entonces se cierra cada vez más a los signos que no ve(12,37), a la palabra que no penetra (8,37), a la luz que lo ciega (9,39). La incredulidad, más que distinguir en grupos sociales, pasa por dentro de cada persona, está siempre oscilando en sus fronteras; pero mientras uno no haya "muerto en su pecado" (8,21), siempre tendrá el camino abierto para reconocer en Jesús al Hijo del hombre (9,35). 10 de 24 III. DEPÓSITO DE LA FE. Esta expresión introduce la consideración del aspecto objetivo de la fe. Partamos de nuestra experiencia. Cuando un amigo nos narra un hecho desconocido y singular o nos revela su propia experiencia interior, le decimos: "Confío en ti, en tu persona". Esta frase supone esta otra: "Creo y acepto todo lo que tú dices". Incluso humanamente la fe es en primer lugar una confianza y un abandono en una persona —como el hijo en sus padres, el alumno en el maestro, el adulto en una persona amiga—, pero desemboca necesariamente en la aceptación de todo lo que se nos cuenta: la falta del primer aspecto de la fe lleva al aislamiento, a la esterilidad, hace imposible cualquier relación económica, social, comunitaria, matrimonial, familiar. De la misma forma, en las relaciones con Dios, la actitud esencial de fiarse de él lleva consiguientemente a la afirmación de los contenidos, de los acontecimientos de la revelación. Éstos se aceptan no porque el hombre los comprenda en su evidencia racional o experiencia directa, sino por la confianza en quien los propone. La fe en Dios es también fe en lo que él revela: el NT habla, junto a pístis (pistéuein) eis, de pistéuein hoti, expresiones que la reflexión teológica traducirá en fides qua y fides quae. Este segundo aspecto, presente ya en el AT en la necesidad de reconocer las intervenciones salvíficas de Yhwh en la historia, tal como se refleja en la fórmula de fe, es subrayado en el NT hasta llegar a ocupar el primer puesto. Esto se debe a la novedad del acontecimiento "Cristo", que después de haber exigido considerar inminente la venida del reino, pide que se acepte el valor mesiánico de su persona. El aspecto objetivo de la fe, que comienza en Marcos, es desarrollado por Mateo y Lucas, hasta alcanzar su cima en Juan. La dimensión intelectual de la fe "corresponde al carácter real del misterio de Cristo; si no se salvaguarda el primero, es imposible salvaguardar el segundo [el aspecto fiducial]. La fe vive de la realidad de su objeto, que es la intervención salvadora de Dios por Cristo; si el evento salvífico de Cristo no es real en sí mismo, tampoco es real para mí; no es posible vivirlo como real" (J. Alfaro, La fe como entrega, 59; cf Bibl.). El contenido de la fe tiene un núcleo en torno al cual gira como explicitación, desarrollo, profundización y actualización todo aquello que Dios ha revelado. Se le puede enunciar como la voluntad absoluta del Padre de salvar a todos los hombres a través de su Hijo Jesucristo en el don del Espíritu. Esta voluntad se revela en una dimensión histórica que tiene su comienzo en la alianza veterotestamentaria (Dt 26,5-9; Jos 24,2-13) y su cumplimiento en la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo. Al ser la "plenitud de toda la revelación" (DV 2; cf Mt 11,27; Jn 1,14.17; 14,6; 17,1-3; 2Cor 3,16; 4,6; Ef 1,3-14), la persona de Jesús resucitado (He 2,24.36), Hijo de Dios (Mc 9,7; Rom 1,3; Heb 1,5), es el 11 de 24 objeto central de la fe. Al dar el Espíritu en virtud de su glorificación (cf Jn 7,39), Jesús crea en los hombres la intimidad filial con Dios, el amor fraterno como irradiación de la agápe divina y la certeza de participar en la gloria del Señor resucitado. En su vida de fe como diálogo personal con Cristo, en analogía con el continuo diálogo de Jesús con el Padre, el cristiano extiende, mediante un nexo irrompible, su acto de fe a la Iglesia, "cuerpo y plenitud" de Cristo, instituida como "sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1). Si es lógica la exigencia de desarrollar en todas sus implicaciones este núcleo fundamental, como de hecho ha sucedido a lo largo de los siglos, es necesario evitar que "la multitud espesa de árboles dogmáticos no nos deje ver el bosque de la fe" (W. Kasper). Sigue siendo importante que la comunidad conserve todas las verdades de la fe (ITim 4,6; 2Tim 1,13; Tit 1,9) o, como se dice en términos jurídicos, el "depósito" (1 Tim 6,20; 2Tim 1,12.14) transmitido (2Tes 2,15; 3,6). Sin embargo, cada cristiano profesa todas las verdades implícitamente, aceptándolas y creyéndolas en la Iglesia. 1. ACTITUDES POSITIVAS PARA CON EL DEPÓSITO. Para una fidelidad y conservación plena de las verdades de fe, la Iglesia primitiva se preocupó no tanto de hacer una lista completa y minuciosa de proposiciones claras como de señalar algunas actitudes fundamentales respecto al núcleo esencial, reconociendo un orden o "jerarquía" en las verdades (cf UR 11). Para una confesión pública y oficial de las intervenciones salvíficas de Dios es más decisiva la actitud práctica de apertura y de acogida de sus iniciativas que la enumeración completa de sus actos. El pueblo antiguo, partiendo del culto, reconoció en proposiciones de fe (el "credo histórico" de G. von Rad) que su nacimiento y su desarrollo se debían a la dirección de Yhwh: el recuerdo de los hechos del pasado, desde las promesas hechas a los patriarcas hasta la liberación de Egipto, se convierten en certeza de una presencia actual (cf Éx 20,2; Lev 19,36, y más ampliamente Dt 26,5-9; Jos 24,2-13; Jdt 5,6-19; Sal 105; 135; 136) y de una esperanza para el futuro; esta confesión se refiere a los hechos históricos, aun cuando se usan para Dios ciertos términos como "roca", "fuerza", "salvación". Este confesar la fe, que en el AT se limita a reconocer a Yhwh como "Dios salvador" (cf Os 12,10; 13,4; Dt 32,12; Jos 24,16-18), se convierte en el NT en confesión (homologhía/homologhéin) de "Jesús el Cristo" (Rom 10,9; lCor 12,3), cuya liberación afecta a toda la humanidad, se refiere al enemigo más temible (el pecado) y es definitiva: la confesión de Pedro (Mt 16,16; Jn 6,68-69), como la del ciego de nacimiento (Jn 9,17.36-38), busca el origen de la fe en el contacto personal con Jesús. Motivada a veces por el deseo de vencer el miedo o la indolencia, la confesión de fe es prueba de la aceptación de una doctrina delante de la comunidad ya creyente (Flp 2,11), en momentos de especial importancia como el 12 de 24 bautismo o la ordenación (lTim 6,12), con ocasión de la persecución (He 4,20; 7,56). Necesaria cuando la omisión equivaldría a renegar de ella (Jn 9,22), manifiesta al mundo la decisión irrevocable del hombre en favor de Cristo, que atestiguará en favor suyo delante del Padre (Mt 10,32; Lc 12,8). Todo esto se realiza a través de breves fórmulas de naturaleza cultual (Flp 2,5-11; lTim 3,16; 1 Pe 3,18-22) o bautismal (He 8,37), con la evolución, bajo el impulso de una reflexión teológica, des-de un solo artículo cristológico (1 Cor 12,3; 1Jn 2,22; 4,15; Heb 4,14) a dos artículos, con la inclusión de Dios-Padre (ICor 8,6; ITim 2,5; 6,13-14), o a tres, con el añadido del Espíritu (Mt 28,19). Cuando la confesión de la fe se dirige en primer lugar a los hombres, de forma solemne, durante un proceso o una contestación, se hace testimonio (o martirio, del griego martyría/martyrion), creando al testigo (o mártir, gr. mártys). A diferencia de confesar, atestiguar es un concepto neotestamentario, limitado en el AT a Israel "testigo de Yhwh" entre las naciones (Is 43,9.10.12). Aun tolerando un sentido más amplio referido al evangelio (Mc 13,9), el testimonio atañe a los doce que, elegidos y enviados por el Señor (Lc 24,48), llenos de Espíritu (He 1,8), garantizan la fiabilidad de la resurrección (He 1,22): a través de este círculo fijo, de esta institución fidedigna, las generaciones futuras pueden entrar en contacto con el resucitado, sin verse perjudicadas por la distancia desde el "centro del tiempo" (Conzelmann). A los doce se asocia Pablo, convertido en el camino de Damasco en testigo de Cristo resucitado (He 22,15; 26,16), cuya realidad hace sólida la fe (cf lCor 15,14), posible la comunidad (1Cor 1,6), superable la persecución (Ap 1,9; 12,11; 17,6). Si Lucas está preocupado por garantizar la certeza del núcleo central de la fe frente a tradiciones no fiables, Juan, más profundamente, acentúa el testimonio sobre todo lo que Jesús dijo de sí, compartido por / Juan Bautista (Jn 1,7.19.32.34), por los discípulos (15,27), por el pueblo (12,17), por el Espíritu (15,26), por el Padre (8,18), por las Escrituras (5,39), por las obras (5,36; 10,25). Este testimonio presupone la apertura a Cristo, la fe en él más allá de toda posibilidad probatoria. De este modo el testimonio veraz (Jn 17) hace que "también vosotros creáis" (19,36; cf lJn 5,6b-11). A continuación, a partir de la primera mitad del siglo u, el apelativo de testigo/ mártir se reservará para los que hayan dado testimonio de Cristo a través de la muerte cruenta. Un testimonio particular de Cristo es el que da la Iglesia cuando se encuentra unida en la fe. La principal unidad en la fe es de tipo experiencial vivido: el estar y permanecer en Cristo (Jn 15,4) —el cual vive (Gál 2,20), habita (Ef 3,17) en el hombre que come y bebe su sangre (Jn 6,54)- de manera que se es una sola cosa con el Padre y con los hermanos, "para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). La unidad de fe, conciliable con la pluralidad de orientaciones 13 de 24 teológicas, se refiere sobre todo a la verdad esencial: "Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo y un solo Dios, padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos" (Ef 4,5-6), "un solo pan" (1 Cor 10,17), "un solo pastor, un solo rebaño" (Jn 10,16). 2. SITUACIONES CONTRARIAS A LA FE. Aunque no comprometa la unidad de la fe, el cisma rompe la caridad y hace menos creíble la Iglesia delante del mundo (cf Jn 17,21). Como la separación del reino del norte por motivos religiosos (1Re 11,33) produjo confusiones idolátricas (1 Re 12,28.32) impidiendo la fuerza del testimonio entre las naciones, así las divisiones perturban la armonía del cuerpo de Cristo que es la Iglesia (lCor 12,25). Esas divisiones provienen de la "carne" (Gál 5,20; cf lCor 3,3-4), son signo de la falta de comprensión de la verdadera sabiduría de la cruz (lCor 1,10.18) y están en flagrante contraste con el significado de la cena (lCor 11,18) y con la unidad de origen y de finalidad de los carismas (lCor 12,11). Más grave que el cisma, que se limita a una grieta, a un desgarrón en la comunión eclesial, la herejía toca directamente a la fe, negada conscientemente en alguna verdad revelada. Desconocida en el AT por su limitado contenido intelectual, la herejía, ya prevista por Jesús (Mt 24,5.11), se describe en los escritos paulinos como cristalización de tensiones en unos partidos o sectas, análogas a las de los judíos (lCor 11,19); ataca la doctrina (Rom 16,17) y se caracteriza de este modo en los últimos escritos neotestamentarios: "Habrá entre vosotros falsos maestros, los cuales enseñarán doctrinas (hairéseis) de perdición, negarán al Señor que los redimió y se buscarán una ruina fulminante" (2Pe 2,1). La primera herejía surgió entre los judaizantes que creían necesaria la circuncisión para la salvación, haciendo inútil el valor de la cruz de Cristo (He 15,1.5; Gál 5,2). El mundo griego, irónico frente al anuncio evangélico de Pablo (He 17,32), tenía dificultad en admitir la resurrección de los muertos (lCor 15,2.11-17), limitaba el valor y la dignidad de la persona de Cristo (Col 2,8), negaba su "venida en la carne" (lJn 2,22-23; 4,2-3; 2Jn 7). El que persiste obstinadamente en el error a pesar de las advertencias fraternas (cf Mt 18,15-17), se somete al juicio de Cristo o anáthema. Esta palabra, que pasó de significar la consagración a Dios mediante la destrucción en la guerra santa (herem: Núm 21,2-3; Jos 6) a designar una separación, se aplica al que pronuncia afirmaciones contrarias a la fe. Es anatema el que, "deformando el evangelio de Cristo" en favor de la necesidad de la circuncisión para la salvación, cae bajo la maldición divina (Gál 1,7-9; cf 1Cor 16,22). Pablo se alegra de ello, paradójicamente, si con ello logra reunir con Cristo a sus connacionales (Rom 9,3). El anatema supone una separación de la comunidad (Tit 3,10) con posterioridad al naufragio de la fe (lTim 1,19). El insulto al nombre de Jesús, como en otros 14 de 24 tiempos al nombre de Yhwh (Lev 24,16), a través de la blasfemia se opone directamente a la fe. En efecto, no se acepta entonces a Jesús como "Hijo de Dios" (Mt 26,63-65; Mc 15,29; Jn 10,33). No se trata de simple ignorancia, sino de rechazo voluntario de la revelación divina, ilustrada por los milagros: atribuírselos al demonio es una blasfemia contra el Espíritu Santo (Mt 12,31) imperdonable, ya que está en el origen de otras reacciones en cadena que fijan una situación de cerrazón total ante la palabra. En efecto, se rechaza no a un Dios lejano, sino experimentado ya en su obra de gracia y de luz; esta situación se repetirá en el tiempo de la Iglesia (Ap 2,9). IV. GNOSIS/CONOCIMIENTO. La posibilidad de confesar o de atestiguar, así como la de limitar el contenido de la fe, se deriva de su carácter cognoscitivo o de gnosis. Esta palabra evoca espontáneamente la corriente espiritual ("gnosticismo"), tan compleja y no aclarada aún del todo, que floreció en el siglo II d.C., la cual pretende mediante el "conocimiento de sí, es decir, del hombre en cuanto Dios" (H. Schlier), "hecho partícipe de la misma naturaleza divina, o sea, ante todo de la inmortalidad" (R. Bultmann), conseguir la salvación en el retorno a sus orígenes. Expresión de una autosuficiencia humana, la gnosis es negación de la fe y se ha de combatir, por tanto, en todas sus manifestaciones iniciales (lCor 1,17-21; 1Tim 6,20). Pero el NT utiliza el término "gnosis" para indicar el saber profundo y vital de la salvación (Lc 1,77; Rom 15,14; lCor 1,5; 2Cor 2,14; 4,6; 8,7; 10,5; F1p 3,8; Col 2,3; 3,18); el conocimiento humilde y devoto de la voluntad de Dios (Rom 2,20); la libertad cristiana (lCor 8,1.7.10.11); un don del Espíritu para la profundización del dato revelado (lCor 12,8; 13,2), superior al hablar en lenguas (lCor 14,6), aunque destinado a desaparecer (lCor 13,14) y poseído por Pablo (2Cor 11,6). El aspecto intelectual de la fe se expresa ordinariamente por el verbo conocer (ghinóskein), usado por Pablo en paralelo con creer. "Caminar en la fe" (2Cor 5,7) y "conocer imperfectamente", así como "vivir en la fe del Hijo de Dios", equivale a "conocer el amor de Cristo" (cf Gál 2,20 y Ef 3,19), mientras que la "fe en Cristo" lleva a "conocerle a él y la virtud de su resurrección" (Flp 3,9-10). Este aspecto cognoscitivo puede percibirse en aquella evolución del sentido de "fe" que pasa del acto del creer al objeto creído, el "evangelio de la verdad" (2Cor 6,7; Col 1,5; Ef 1,3), "el conocimiento de la verdad" (1Tim 2,4; 2Tim 3,7). Entonces "la fe es el conocimiento (a partir del mensaje oído) de la salvación 'ya' realizado en Jesucristo y del `todavía no' de su visión y plenitud" (J. Pfammatter, 896). Este conocimiento, que no es dato puramente especulativo y teórico, sino unidad en el amor, "es un reflejo de la iniciativa divina de 'conocer' al hombre, o sea, de llamarlo a la salvación" 15 de 24 (R. Bultmann). El carácter no individual, imperfecto, libre, de don, la unión en el amor, el no disponer del objeto conocido, sino "dejarse determinar por lo que se conoce" (H. Schlier), "en aquella íntima relación de amistad entre cognoscente y conocido" (Clemente de Alejandría), distingue con claridad al conocer bíblico del gnóstico; esto es especialmente evidente en Juan, en quien el conocimiento pierde el aspecto puramente intelectualista para convertirse en impulso, en vínculo, en hechizo, en entrega a Cristo. Creer y conocer resultan entonces intercambiables. La unidad de los suyos lleva al mundo a creer (Jn 17,21) y a conocer (17,23) en Jesús al enviado del Padre. Creer que "tú eres el mesías, el hijo de Dios que tenía que venir al mundo" (11,27), es paralelo a "conocer que éste es el Cristo" (7,26; cf 8,24 y 28; 14,2 y 20); hay una mutua prioridad (6,69; 8,31.32; 10,38; 17,8; 4,12; Un 4,16). Este conocer es penetración del " misterio de Cristo. Creer en la vida eterna" (6,47) equivale a "conocerte a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (17,3). El acto de fe en Cristo es un movimiento del ser iluminado y consciente (4,42); es un venir a la luz semejante a un entender, a un saber, a un entrar en su misterio, que no es del mundo, sino de lo alto (17,14; 8,23), de Dios (6,46). Aunque muchas veces los dos verbos son intercambiables, creer contiene siempre el conocer (cf Un 2,4 y 6), que designa "aquella comprensión superior que es peculiar del creyente" (R. Bultmann). "La fe se abre a una comprensión cada vez más profunda, a una unión más estrecha con la persona `conocida', a un mayor amor a ella; el `conocer' (por lo menos en el ámbito terrestre) va unido a la fe y por tanto viene preservado de un equívoco místico o gnóstico" (R. Schnackenburg, La fe joánica, en El evangelio según Juan I, 550-551). V. FE Y VISIÓN. A diferencia del conocer, utilizado como paralelo del creer (Jn 6,69), el ver tiene una amplia gama de significados, indicando unas veces más y otras veces menos que la fe. En efecto, hay un ver que no conduce a la fe y aumenta la responsabilidad. Acercarse a Jesús sólo exteriormente (6,2), sin un compromiso moral, constituye un ver que no es creer (6,36). Los signos son un medio para la fe; pero el hombre que se limita a su carácter prodigioso y espectacular no merece la confianza de Jesús, que, conociendo la intimidad de los corazones (2,25), advierte la superficialidad de las relaciones con él. "Os aseguro que no me buscáis porque habéis visto milagros, sino porque habéis comido pan hasta hartaros" (6,26). La visión de fe, por el contrario, lleva a comprender el valor cristológico de los milagros. El signo de Caná, como la resurrección de Lázaro, hacen ver la gloria de Dios (11,40), la de Jesús (2,11), es decir, aquella fuerza divina presente y operante en él, la cual, derivada de Dios, tiende en definitiva a glorificarlo. Un ver 16 de 24 superficial impide reconocer la misma "materialidad" del gesto de Jesús, el carácter factual, la indubitabilidad, la validez jurídica, como aparece en el interrogatorio del ciego de nacimiento (c. 9) y del coloquio con Nicodemo (3,2). Si el ver la persona de Jesús puede llevar a reconocerlo como "Señor y Dios" (20,28), más afortunada es la condición de aquellos que llegan a la fe sin la visión (20,29). Tomás desea ver para tener pruebas tangibles: desde la herida de los clavos hasta meter el dedo en la llaga. Aunque no se le descalifica —ya que esto lo lleva a reconocer a Cristo—, este "ver" resulta inferior a la fe que suscita sólo la palabra (cf 10,38; 14,11). O mejor dicho: el valor de la visión depende de las circunstancias. El elogio del discípulo Juan, que "vio y creyó" (20,8), se basa en su fe espontánea a falta de una Escritura clara (20,9), mientras que el reproche a Tomás está provocado por su obstinación ante los testimonios de los demás discípulos. En el futuro, será el testimonio de éstos la base más sólida para la fe (15,27). En definitiva, es sólo la actitud de fe la que lleva a "ver la vida" (6,36), es decir, a tener una experiencia directa y personal de Cristo. Cuando Natanael se siente penetrado en algún aspecto secreto de su vida (1,48), Jesús le promete la revelación de otras realidades más escondidas. "Cosas mayores que éstas verás. Os aseguro que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre" (1,50-51). Esta realidad más profunda es el descubrimiento durante la vida, y especialmente en el momento de la cruz, de la "gloria" del Hijo del hombre (19,35-37); es un encuentro, más allá y dentro de la humanidad de Jesús, con el mismo Padre: "El que me ha visto a mí ha visto al Padre" (14,9); "El que me ve a mí ve al queme ha enviado" (12,45). El momento más profundo de esta visión de la gloria no es una contemplación sin velos de la realidad que se ha encontrado, no es una visión directa, sino siempre mediata: a Dios no lo ha visto nadie (1,18; 5,37). Aunque consiste en una participación de la vida eterna, en un encuentro amoroso, en un paso de la muerte a la vida, lo mismo que el oír, el conocer, el venir a la luz, el ver de la fe abraza sólo una realidad escondida, no poseída todavía. La visión plena se reserva para el último día (cf 6,54), para el tiempo de la definitiva manifestación, cuando "lo veremos tal como es"( Un 3,2). Si a través de la humanidad de Cristo se supera aquel tipo de visión veterotestamentaria que se limitaba a una anticipación de la absoluta trascendencia y sublimidad de Dios (Ex 3,3; I Re 19,11; Is 6,1), no desaparece la distinción entre el "ahora" y "luego". "Ahora vemos como por medio de un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara" (1 Cor 13,12), "veremos la gloria de Cristo" (Jn 17,24). El "caminar en la fe y no en la visión" (2Cor 5,7), "la vida en la carne" (Flp 1,24) en espera del momento de "aparecer con Cristo revestidos de gloria" (Col 3,4), de 17 de 24 "ser arrebatados entre nubes por los aires al encuentro del Señor" (1Tes 4,17), es tan sólo garantía y prueba de las realidades que "no se ven" (Heb 11,1). La visión "terrena" y la "celestial" no son diversas cualitativamente, sino que se relacionan como principio y fin, como imperfección y perfección, como mediación e inmediatez, como tensión y realización, como saboreo previo y posesión, como fundamento y causa final (cf DS 801.799), como participación y plena consumación: la visión de Dios en Cristo, que el hombre posee actualmente, prefigura, tiendey exige la contemplación directa del mismo misterio divino. VI. FE Y OBRAS. El análisis de las diversas dimensiones de la fe plantea el interrogante sobre sus relaciones con las capacidades humanas, con el obrar del hombre. Entre los diversos aspectos de esta problemática, nos limitamos a preguntarnos si a Dios se le alcanza con la fe sola o si son necesarias las obras del hombre. Es decir, si éste es autosuficiente respecto a la salvación o si se encuentra en una incapacidad radical para alcanzarla. Procederemos en dos momentos. Ante todo, veremos cómo relaciona la Biblia con la fe el conocimiento y la adquisición de la salvación total como autorrealización terrena del hombre y unión plena con Dios; luego veremos cómo el momento salvífico inicial o justificación es imposible sin la confianza y la obediencia al Señor; de todo ello se deducirá el sentido de las obras del hombre (para su análisis, cf / Obras). 1. FE Y SALVACIÓN. El primer gesto salvífico es captado por la fe en la creación. "Por la fe conocemos que el mundo fue creado por la palabra de Dios, de suerte que lo visible tiene una causa invisible" (Heb 11,3). Esta primera arquitectura (Job 38,4-7) de Dios, "del que proceden todas las cosas" (ICor 8,6), revela la ternura divina y se convierte en el primer signo de la obra redentora de Cristo, "primogénito de toda la creación" (Col 1,15), cumplimiento como nuevo Adán (1Cor 15,45) de la totalidad que ha sido hecha a través de él (cf Jn 1,3). La salvación del octavo día (Berdiaeff) es vista en el descubrimiento de un Dios que provoca y acompaña la peregrinación de Abrahán, que ve la desgracia de su pueblo en Egipto, que lo saca fuera con mano fuerte ybrazo extendido y lo conduce a un país en el que fluye leche y miel; es decir, la fe destaca la fidelidad divina en la elección, liberación y asentamiento de un pueblo en la / tierra, y en la conservación de la dinastía, del templo y de los profetas. Permite además a los pobres de Yhwh, desde las confesiones de Jeremías hasta la contestación de Job y los salmos de los `anawim, descubrir en el fracaso un medio doloroso de salvación, a través del grito de invocación de Dios que llena el vacío más absoluto: "Bueno es esperar en silencio el socorro del Señor..., pues quizá haya aún esperanza" (Lam 3,26.29). 18 de 24 La fe es la condición para entrar en el / reino: "Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios está cerca. Arrepentíos y creed en el evangelio" (Mc 1,15). Sólo en presencia de la fe Jesús realiza milagros: "No hizo allí muchos milagros por su falta de fe" (Mt 13,58); "Se le acercaron los ciegos, y Jesús les dijo: `¿Creéis que puedo hacer esto?' Le dijeron: `Sí, Señor'. Entonces les tocó los ojos, diciendo: `Hágase en vosotros según vuestra fe"' (Mt 9,28-29). La fe obtiene además aquella otra curación espiritual que es el perdón de los pecados: "Jesús, al ver su fe, dijo al paralítico: `Animo, hijo, tus pecados te son perdonados"' (Mt 9,2); de ello se benefician los samaritanos (Lc 17,16), los cananeos (Mc 7,26), los paganos. La fuerza que sale de Jesús no tiene más que una causa: "Tu fe te ha salvado" (Mc 5,34;10,52). Efectivamente, creer en la palabra de Jesús es participar dél poder que viene del Padre, y por tanto recibir una salvación total que afecta al cuerpo, al alma, a la naturaleza. "Os aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: Vete de aquí allá, y se trasladaría; nada os sería imposible" (Mt 17,20). Consciente de este poder, el demonio se esfuerza por "llevarse la palabra de Dios de sus corazones para que no crean y se salven" (Lc 8,12). También en presencia de los apóstoles la fe obra milagros: "(Pablo), viendo que tenía fe para ser curado (el cojo), dijo en alta voz: `Levántate' " (He 14,10). "Cree en Jesús, el Señor, y te salvarás tú y tu familia" (He 16,31). Es Pablo el que presenta desde su primera hasta su última carta la fe como condición indispensable para la salvación: "Dios os ha escogido desde el principio para salvaros por la acción santificadora del Espíritu y la fe en la verdad" (2Tes 2,13). Esa fe lleva "a la adquisición de la incorruptibilidad gloriosa, participando de la gloria del Señor. Los creyentes evitarán la corrupción, la muerte, para vivir eternamente con Cristo" (M.E. Boismard, La foi dans Saint Paul, 67). Desde ahora la salvación supone la liberación gradual de nuestros cuerpos de la esclavitud de la corrupción (cf Rom 8,20) mediante la fe en la resurrección de Cristo. "Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás. Con el corazón se cree para la justicia, y con la boca se confiesa la fe para la salvación" (Rom 10,9-10). "Habéis resucitado también con Cristo por la fe en el poder de Dios" (Col 2,12). Es un poder que la fe obtiene de la "palabra", realidad in-separable del Espíritu (Rom 1,16; 8,11). El proceso de identificación de la salvación con la persona del 19 de 24 salvador, ya claro en Pablo (1 Tim 4,10), se hace más profundo en Juan. Mientras que Pablo hace derivar la salvación del misterio del Señor muerto y resucitado, Juan la fundamenta "en el yo mismo de Jesús Hijo de Dios, y es una salvación que se percibe claramente como la plenitud de los bienes divinos comunicados al hombre" (D. Mollat, La foi dans le quatriéme Evangile, 94). "Lo que Dios quiereque hagáis es que creáis en el que él ha enviado" (6,29). Equivalente a la conversión de los sinópticos, el carácter central de la fe resalta ya en el Bautista, convertido en el testigo para que todos crean (1,6). Creyendo que "yo soy", el hombre evita morir en los pecados (8,24), se hace hijo de la luz (12,36), adquiere la vida (5,40; 6,40) y la bienaventuranza (20,29). Expresiones equivalentes o paralelas como "acoger" a Jesús (1,12; 5,43; 13,20), sus palabras (12,48), "venir" a él (5,40; 6,35; 7,37), "seguirle" (8,12; 10,27), "permanecer" en él (15,4), en su palabra (8,31), en su amor (15,9), se condensan y se explicitan al mismo tiempo en la conclusión del evangelio, escrito "para que creáis que Jesús es el mesías, el hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre" (20,31). Aun sin usar el sustantivo (excepto en 4,22) o el verbo (excepto en 3,17; 5,34; 10,9; 11,12; 12, 27.47), Juan relaciona la fe y la salvación en expresiones significativas, como tener la vida (6,47), la vida eterna (3,16), poseer una vida más allá de la muerte (11,25), huir de la condenación (3,18), tener la certeza de la resurrección (6,40), recibir una fuente que brota para la vida eterna (4,14), salir de las tinieblas (12,46). 2, LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE EXIGE LAS OBRAS. Especialmente es en el momento inicial cuando el hombre es salvado por la fe. "El hombre es justificado por la fe sin la observancia de la ley" (Rom 3,28). La exclusión no se refiere solamente al obrar en conformidad con la ley mosaica, entendida como conjunto de normas jurídicas, rituales, éticas, sino a cualquier acción o deseo del hombre. Aunque falta materialmente el adjetivo, el pensamiento de Pablo puede traducirse como justificación por la sola fe, según se dice más claramente en Gálatas: "Sabemos que nadie se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo; nosotros creemos en Cristo Jesús para ser justificados por la fe de Cristo, no por las obras de la ley; porque nadie será justificado por las obras de la ley" (Gál 2,16). La justificación causada por la fe consiste 20 de 24 en una verdadera transformación interior del hombre, que se hace capaz de llevar una vida santa; no se limita a una declaración jurídica, a una simple "imputación" de los méritos de Cristo. Coincidiendo con el don del Espíritu, fuente de santidad moral, la justificación produce efectos reales; es lo que Pablo desarrolla al vincular el don del Espíritu con el don de la / justicia (Gál 3,2-5; 5,22). La transformación real crea en el hombre un dinamismo nuevo, un impulso a "llevar una vida digna de Dios" (lTes 2,12), a ejercer el amor fraterno, a conservar la santidad del cuerpo (lTes 2,14; 4,1-12; cf 5,23). Junto a la fe Pablo menciona con frecuencia la caridad y la esperanza (lTes 1,3; 5,8) y usa fórmulas que unen la fe y la acción, como cuando habla de "la obra de vuestra fe"(1 Tes 1,3) o de "la fe que obra mediante la caridad" (Gál 5,6). La "sola fe", que ciertamente no es contraria a las obras, las exige para que uno sea encontrado irreprensible el día del juicio (lTes 5,23; cf Mt 25,43ss). Pero esto no es tanto obra del hombre, sino de Dios, que da amor y santidad (lTes 3,12-13; 5,23-24); es "fruto"del Espíritu (Gál 5,22; cf Ez 36,27); es el mismo Espíritu que vivificará algún día nuestros cuerpos el motor de la vida moral. La vida nueva creada en el hombre es pura gracia, ya que "sin mí nada podéis hacer" (Jn 15,5); en efecto, "habéis sido salvados gratuitamente por la fe..., para hacer obras buenas tal y como él dispuso de antemano" (Ef 2,8.10). La continua insistencia en el valor y necesidad de la praxis acerca a / Pablo a / Santiago (cf Sant 1,22 y Rom 2,13), que tiene algunas expresiones al menos aparentemente contrarias a la doctrina de la fe como raíz de la justificación. La dificultad no consiste tanto en considerar muerta a una fe sin obras (Sant 2,17), en lo que también Pablo podría estar de acuerdo, como en considerar las obras como causa de la justificación, aunque sólo sea parcial (Sant 2,24). No es cuestión de recurrir a la solución fácil de san Agustín sobre la diversidad de las obras, anteriores para Pablo, posteriores a la justificación para Santiago; en efecto, incluso después el hombre debe considerarse incapaz de llevar a término las exigencias de la ley nueva, es decir, del amor, si no quiere incurrir en el reproche dirigido a los judíos (Rom 10,2-4). El acuerdo sustancial ha de buscarse en la diversa perspectiva de los dos escritores. Si Pablo, al tratar sistemáticamente de la justificación, tiene razón 21 de 24 en atribuirla a la fe, Santiago, partiendo de una tradición sapiencial sensible a la exaltación de la acción del hombre, de una cristología al servicio de la ética, quizá ante ciertas desviaciones ya rechazadas por Pablo (Rom 3,8), se preocupa precisamente de evitar el inmovilismo y la inactividad. Aunque persiste cierta dificultad, el hecho de que Santiago entienda por "justificación" no ya el primer momento de la salvación, sino el segundo, el del testimonio vivido, el acuerdo sobre el valor de la palabra y el amplio campo de la "diversidad" expresiva de la fe, permiten concluir que no se trata de ninguna "contrariedad", aunque haya una "contraposición", una "lucha". VII. DON Y BÚSQUEDA. De todo esto se deduce que la fe es puro don de Dios, es gracia. Si Dios no se abre al hombre atrayéndolo hacia sí, resulta imposible creer. Sólo si Dios "abre el corazón"(He 16,14), el hombre se hace capaz de "vencer al mundo" (1Jn 5,4); en efecto, la fe es obra de Dios (Jn 6,29), no proviene de "la carne ni la sangre" (Mt 16,17). "Habéis sido salvados gratuitamente por la fe; y esto no es cosa vuestra, es un don de Dios" (Ef 2,8). Si redujésemos la fe a una obra humana, introduciríamos de nuevo aquel "gloriarse" que pone un diafragma entre Dios y el hombre; sólo el reconocimiento de la fe como don de Dios permite al hombre afirmar su propia incapacidad radical de salvación. "Los judíos son inexcusables, no tanto por haber rechazado las acciones visibles de Cristo como por haberse opuesto al instinto interior y a la atracción de la doctrina" (santo Tomás). Es la iniciativa del Padre lo que da a los hombres a Jesús (Jn 6,37). "Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo trae... Todo el que escucha al Padre y acepta su enseñanza viene a mí" (Jn 6,44-45). Es decir, la fe no puede provenir solamente de la enseñanza y de los milagros de Jesús; se necesita una atracción del Padre. La pertenencia a Jesús es la consecuencia de una acción del Padre (cf Jn 10,26.29). Una adhesión a Cristo meramente humana, sin la atracción del Padre, termina con un triste abandono (17,12). "En el origen de la fe hay una atracción divina que es más fundamental que la opción humana, más fundamental incluso que la mediación visible de Jesús" (A. Vanhoye, Notre foi, oeuvre divine, 354). Y el hombre, ¿no tiene nada que hacer para alcanzar la fe o para caminar en ella? Es necesario que se ponga en actitud de búsqueda. Aunque en el AT el sujeto de buscar es Dios y en el NT no se habla de una 22 de 24 búsqueda de la fe (cf He 13,8), Jesús le asegura al hombre que encontrará cuanto desee (Mt 7,7-8), como Zaqueo que consiguió verlo (Lc 19,3), estando establecido que los hombres "busquen a Dios, y a ver. si buscando a tientas lo pueden encontrar" (He 17,27), a fin de buscar la justificación en Cristo (Gál 2,17). La búsqueda humana es ya realmente una respuesta a una acción precedente de Dios que la purifica, la orienta hacia la atención de la palabra, la conversión, la acogida de la fe. La búsqueda del hombre se concreta entonces en dejarse buscar por Dios. Esto significa ante todo insistir en la propia libertad en el momento del don para hacerse discípulos de una enseñanza del Padre, a fin de vivir en la obediencia a la verdad conocida. "El que practica la verdad va a la luz" (Jn 3,21). La samaritana se dejó guiar cuando, puesta al descubierto en su condición moral, reconoció su situación y exclamó: "Señor, veo que tú eres profeta" (4,19). Los judíos, por el contrario, ante la invitación de "hacer las obras de Dios" en el sentido de acoger el designio de Dios sobre ellos, permanecieron firmes en su mentalidad de autosuficiencia al hacer las obras mandadas, en su disposición a aceptar tan sólo después de una atenta verificación sobre la suficiencia de los signos (6,28-30), Cuando se convierten en defensores del sábado y del honor de Dios, en realidad no salen del mundo estrecho de su autosuficiencia, cerrado a la circulación de aire puro que viene del don de Dios. Es necesario el compromiso de realizar la obra del Padre con la conciencia que se nos da de realizarla. Además, en todos los momentos, el signo de la búsqueda sincera es la actitud de conversión basada en la humildad; ésta se manifiesta en el continuo camino ascético de eliminación de aquellas actitudes egoístas, de concentración en sí mismo y no en Dios, que obstaculizan la penetración de la gracia divina, que quiere decir conducir o incrementar la fe. 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