1 ¿Cómo lee Jaime Concha?1 Grínor Rojo Primero, quiero decir que Jaime Concha lee con una libertad que no suele darse en el campo de la crítica literaria académica (la otra, la crítica pública, no tendría que interesarnos en este debate, porque sus funciones son diferentes). Me explico: Concha evita, creo que de manera deliberada, las modas tecnocráticas que en los últimos cincuenta y tantos años han apestado los estudios formales sobre la literatura: la estilística, el estructuralismo, el postestructuralismo, etc. Evita igualmente la asepsia cientificoide que las ha acompañado. Hace crítica, escribe crítica, pero esquivando todo eso o nombrándolo, aquí y allá, con un dejo de ironía. Por ejemplo, cuando se ríe de las melifluosidades de Barthes o cuando sugiere (con toda razón) que las taxonomías de Genette codifican o normalizan un saber narratológico que estaba a nuestra disposición desde hace mucho o cuando se declara incompetente para asestarle a Bolaño los rizomatismos de Deleuze y Guattari Y no es que Concha no conozca a Barthes, a Genette o a Deleuze y Guattari, que ellos no ocupen algún sitio en su caja de herramientas. El tema es que cuando él los admite en sus cavilaciones, lo hace para que ellos estén a su servicio y no al revés. Una cantidad de presupuestos anticontextuales, antihistóricos, antibiográficos, que han circulado como verdades inconcusas entre nosotros desde los años cincuenta del siglo pasado (por ejemplo, desde que en 1960, tres meses antes de su muerte, Spitzer cortó relaciones con el psicoanálisis y se autoproclamó “estructuralista”), a él le pasan volando por encima de la cabeza. El resultado es que la crítica literaria de Jaime Concha es la crítica literaria de Jaime Concha y de nadie más: suya, personal, inconmutable. En segundo lugar, habiendo prescindido de las modas tecnocráticas en boga, no por eso deja de ser la de Concha una crítica erudita. Impresiona observar el entrevero apasionado de este estudioso con ciertos asuntos, cuyas huellas persigue denodadamente, ensimismado, obsedido casi, pudiendo dar la impresión de que es un crítico que como el general de García Márquez se pierde en su laberinto, que abandona así el cauce central de su trabajo, pero en realidad enriqueciéndolo de una manera que muy pocos críticos latinoamericanos y ninguno de los chilenos son capaces de exhibir. Tal vez Pedro Henríquez Ureña, tal vez Alfonso Reyes, tal vez Antonio Candido. Ése es el nivel. Para dar un par de ejemplos concretos, pienso en su inmersión en la tradición de las novelas sobre la explotación carbonífera a escala internacional,2 que efectúa en su brillante ensayo sobre Baldomero Lillo, o en esa 1 Presentación de Jaime Concha. Leer a contraluz. Estudios sobre narrativa chilena. De Blest Gana a Varas y Bolaño. Santiago de Chile. Ediciones de la Universidad Alberto Hurtado, 2011. 2 Y no sólo de las novelas, también del cine, una de sus referencias constantes. 2 nota de más de una página sobre literatura y ladrones, en uno de sus escritos sobre Manuel Rojas, ambas demostraciones de erudición y de aprovechamiento crítico de la erudición con las que los análisis correspondientes se enriquecen de una manera insospechada. No es pues la de Concha una erudición ornamental, sino un conocimiento activo que pone de manifiesto al menos dos certezas: que la obra literaria, que la obra de arte en general, no se produce desde la nada sino en un diálogo necesario con las tradiciones que la antecedieron (Eliot y Borges se habrían parado a aplaudir) y que por lo tanto, y esta es la segunda certeza, carecen de sentido los alegatos teóricos que la postulan como una hija de sí misma, como un objeto ourobórico, autorreferente, autónomo absolutamente. En tercer lugar, está la cuestión del trato que Concha tiene con la historia. Contra el legado de una ceguera que no es inocente, como ya lo dije, la recuperación creadora de los contextos está en el alma de su trabajo. En el caso de su recuperación de la historia, la perspectiva tendrá una impronta socialista y cubre desde su mirada sobre la historia menuda, la local y la provincial, hasta la que se abre hacia el ámbito nacional, el latinoamericano y no pocas veces el mundial. La determinación del personaje por la clase social en que nació o a la que se debe por su adscripción voluntaria (la clase media chilena, siútica y sensiblera, adscrita a e imitadora tragicómica de los manierismos de la oligarquía, por ejemplo) y los descalabros que de ello se derivan deviene así en un motor que empuja varios de sus mayores hallazgos. Es una asimilación, pero muy suya otra vez, muy de Concha, de la lección de Lukács. Esto en el bien entendido de que en su crítica la atracción del contexto histórico sobre la obra literaria del caso, si bien es decisiva, ello no es para despojarla, para restarle a esa obra la eficacia que le es propia. Como la erudición literaria o la culturalista a las que yo me referí más arriba, el conocimiento que tiene Concha de la historia está puesto aquí al servicio de su conocimiento de la literatura. En cuarto lugar, Concha es (como seguramente lo observarán los postmodernos, si es que los postmodernos leen todavía) más benjaminiano que aristotélico. Su crítica opera a partir de iluminaciones singulares y concretas en y sobre los textos que escoge más que procurando encontrar en ellos (o, lo que es aún más grave, de imponerles desde afuera) una lógica general y abstracta. Si esta última emerge en el curso de sus indagaciones, santo y bueno, pero como la consecuencia de un trabajo anterior que es el que les confiere su validez a las ambiciones de generalidad y de abstracción. Porque el ademán previo de esta crítica habrá consistido en desmenuzar, en abrir el texto, no siempre por el principio sino por aquel recodo que a Concha le llamó la atención y nosotros pronto sabremos por qué, hurgando en el detalle, en el pormenor a veces minúsculo, por ejemplo en los nombres de los personajes, en los números, en los subtítulos, en los epígrafes, en las 3 etimologías, en las fechas. En esos datos que a todos los demás se nos pasaron por alto (también al autor), pero que Concha vio, y los vio porque en efecto estaban ahí, esperando a que la perspicacia de este crítico acudiera a sacarlos de la oscuridad. Leer “a contraluz” es, en principio, eso: es leer no lo que la luz plena, lo que la luz de todos los días, recorta y muestra y que por eso mismo no requiere de más explicaciones, sino lo que ilumina la otra, la luz indirecta, la que produce el crítico con su inteligencia y que a menudo “se opone” a la anterior.3 Esto que estoy diciendo es tremendamente importante porque incide en la vieja polémica sobre la productividad crítica y, en último término, sobre la legitimidad de nuestro oficio. Pienso yo, y no sé si Concha lo piensa también, pero es lo que su práctica crítica me demuestra, que en este oficio que nos tocó en buena o mala suerte ejercer el abandono al lugar común constituye un pecado sin perdón de Dios. Toda crítica que se contente con parafrasear lo que cualquiera puede ver por sí solo será una crítica redundante, ociosa, un ejercicio de flojera intelectual en el mejor de los casos y de parasitismo tóxico en el peor. En quinto lugar, un papel de primerísima importancia en esta preferencia de Concha por las iluminaciones singulares y concretas lo desempeña el psicoanálisis. Por cierto, sabemos que el psicoanálisis es tributario de la moderna doctrina de la sospecha, la que nos recomienda desconfiar de las apariencias como de la peor de las trampas. Si el analizado te dice que él es Napoleón, no le creas. Si el texto que estás leyendo te dice que él es esto o lo otro, tampoco. Esto quiere decir que ése que tienes al frente tuyo no es un texto liso, que por el contrario está lleno de anfractuosidades, de recovecos, de subterráneos secretos, galerías ocultas que él mismo no conoce y que tú como crítico tienes el deber de recorrer. El mejor ejemplo de esto, en los trabajos que reúne el volumen que ahora comento, se encuentra en el ensayo “Juana Lucero: inconsciente y clase social”, un ensayo mareador, tantas y tales son las vueltas que Concha da en él, pero que consuma un análisis magistral de la novela de d’Halmar, el mejor (estoy tentado de escribir definitivo, pero nada es definitivo en este mundo) que existe hasta la fecha. El triple montaje, de Juana sobre d’Halmar y de Jaime sobre Juana, con que el trabajo culmina, me parece pasmoso. Puesto que estoy hablando del segundo de los ensayos sobre Augusto d’Halmar, tengo que añadir ahora que para Concha “leer a contraluz” es a fortiori leer a contracorriente. Si la doxa crítica nos advierte que Martín Rivas es la historia de un esforzado joven de la clase media chilena que, gracias a sus innumerables virtudes, se encarama en la escala social, Concha dirá que eso es falso de toda falsedad, que el bueno de Martín no es sino un oligarca inteligente (él escribe “una expresión 3 “Vista o aspecto de las cosas desde el lado opuesto a la luz” y “Fotografía tomada en estas condiciones”. Real Academia Española. Diccionario de la Lengua Española. Tomo I. Vigésima primera edición. Madrid. Real Academia Española, 1992, p. 558. 4 perfecta de la burguesía”, pero ahí yo no estoy tan de acuerdo, antes de 1870 o 1880 yo prefiero hablar en Chile de “oligarcas” no más…, 49) que se las ha arreglado para sobrevivir en un clima de conmoción social. Si la doxa crítica nos asegura que Juana Lucero es una novela naturalista, Concha dirá otra vez que no, que eso no es cierto: “ni naturalista ni realista ni costumbrista ni romántica: nada de eso es, en definitiva, esta primera obra de Augusto Thomson, que se presenta más bien como la transposición de sus experiencias traumáticas en el marco de un riguroso contexto de clase” (84). Si José Donoso se presenta a sí mismo como un firme partidario de la prospripción del naturalismo y del criollismo que practicaron los de su cofradía, El lugar sin límites “entronca con la egregia tradición chilena de las novelas de prostíbulo, que corre ininterrumpida desde Edwards Bello y Barrios por lo menos hasta Belmar, Rojas y muchos más. El prostíbulo es entonces –le guste o no le guste a Donoso– un locus criollista, costumbrista y provinciano, simple caracterización de un grupo humano con personajes planos y estereotipados, con técnicas de animalización provenientes de un naturalismo que ya tuvo su hora” (293). He ahí la consecuencia que tiene esto de leer a contraluz. Cuando el crítico se saca de encima los fardos inútiles o, mejor dicho, cuando respecto del saber recibido tiene el músculo que hace falta para separar la paja del trigo, es cuando la crítica verdadera comienza. Y algo más: subyace a la crítica de Concha sobre los textos narrativos su crítica sobre los textos poéticos. Desde su hoy legendaria tesis de licenciatura sobre Pablo Neruda, “Interpretación de ‘Residencia en la tierra’”, de 1961 (que, dicho sea de paso, era ya un ensayo a contracorriente, en esa ocasión de Poesía y estilo de Pablo Neruda, el libro de Amado Alonso de 1940), Concha no ha parado de leer poesía. Para esta tarea, a mí me parece que él se conecta (a sabiendas o no) con la propuesta de Jakobson según la cual lo que el crítico de poesía hace es poner el ojo sobre el plano metafórico del texto: “El principio de similitud gobierna la poesía; el paralelismo métrico de los versos y el equivalente fónico de las rimas imponen el problema de la similitud y el contraste semántico”4. Los paralelismos, la antítesis, las rimas, las contrarrimas y los ritmos continuados o interruptos adquieren entonces un poder estructurante y el que además se prolonga hacia el nivel paradigmático. Concha está consciente de que eso es así, y lo ha aplicado en las lecturas que ha hecho de Neruda, Huidobro y Mistral, entre otros. Y es lo mismo que vemos que reaparece en sus análisis de cuentos y novelas. Un crítico de poesía convertido en un crítico de narrativa es, déjenme decirles, cosa muy seria: lo más probable es que acabe poniendo en evidencia filones de mineral con que los narratólogos profesionales ni siquiera soñaron. 4 Roman Jakobson. “Dos aspectos del lenguaje y dos tipos de afasia” en Roman Jakobson y Juan A. Magariños de Moretín. Semiología, afasia y discurso psicótico. Buenos Aires. Rodolfo Alonso Editor, 1973, p. 70. 5 Por último, Concha escribe bien. Pero escribe bien porque piensa bien, porque no nos inflige papers académicos, sino que nos regala ensayos críticos. Retoma de este modo la lección de Rodó y de Reyes, para quienes la crítica literaria no era una ciencia sino un arte. Rodó nunca tuvo dudas sobre este asunto y Reyes, que partió de ahí, quiso alejarse después, pero desanduvo finalmente lo que había (mal) andado. Coincidieron al cabo ambos, y Concha con ellos, en que la crítica literaria estaba más cerca de la literatura que de la ingeniería. Entender eso es, para reivindicar esta vez al último Barthes, recuperar para la lectura de libros el principio del placer: el “placer del texto”. Concha lo sabe, y yo se lo agradezco. Como les agradezco a los editores de este libro sobre el que he dicho mucho menos de lo que cabría decir, me refiero a Ignacio Álvarez y a Hugo Bello, así como también a la Universidad Alberto Hurtado, porque con su decisión de publicar la selección de los ensayos de Jaime Concha sobre narrativa chilena incurren en una iniciativa de bien público. Cuando a los chilenos la pequeñez intelectual nos asfixia, ellos están poniendo a nuestra disposición (y, sobre todo, a disposición de los jóvenes) el ejemplo de un grande. Muchas gracias.