CULTURA DE LA LEGALIDAD Autor: Lic. José Saucedo Arizpe Suele representarse a la justicia como una mujer con los ojos vendados que lleva una balanza en una mano y una espada en la otra. Debe ser ciega para tratar a todos por igual, necesita de la balanza para repartir parejo y ha de estar presta para hacer cumplir sus determinaciones mediante la espada que siempre lleva empuñada. Los tribunales existen para impartir justicia. Es éste el mandato constitucional que recoge el artículo 17. Cierto es que para ello deben basarse en la ley, pero su último fin es la justicia. Deben, pues, garantizar ante todo su impartición. No basta la aplicación de la ley. Si así fuera, antes que jueces requiriésemos de computadoras. Cuando un hombre acude al tribunal va en busca de justicia. Quiere que el estado reconozca su derecho y haga cumplir al que debe. El hombre ve entonces en el estado a esa dama con los ojos vendados. Requiere de su ceguera, de su balanza y, por supuesto, de su espada. Pero cuando el hombre sufre un robo y el estado no está ahí para protegerlo, cuando es lesionado o muerto sin que los agresores enfrenten el peso de la ley, cuando su hija es violada y a los pocos días el criminal es puesto en libertad, cuando el transportista debe pagar seguridad privada para llegar a su destino, cuando el deudor no paga y el estado es incapaz de conminarlo a cumplir, cuando sus tierras son invadidas y las autoridades lo invitan a dialogar con los invasores, cuando observa al traficante compartir sus ganancias con el policía, cuando debe renunciar a su hogar porque no puede pagar la hipoteca, mientras el gobierno acude presto al rescate de los bancos, cuando observa a los delincuentes pasearse impunes por las calles, cuando debe dar su patrimonio a cambio de la 1 vida de su hijo secuestrado, entonces, el hombre ya no ve en el estado a la dama justa de los ojos cubiertos y la espada desenvainada. Y hoy por hoy, en México, este hombre somos todos. Entonces sentimos que el estado está en deuda con nosotros; sentimos que no cumple su misión; sentimos que no nos garantiza justicia, nos sentimos defraudados, nos sentimos humillados, nos sentimos desamparados. Y nos sentimos cansados. Ya no es mucho lo que podemos aguantar. Es entonces cuando surgen verdaderas situaciones de peligro. No está lejano el día en que los linchamientos públicos sean cosa común, en que la venganza privada se ensañe con los delincuentes, en que surjan bandas de matones que se dediquen a cobrar deudas recurriendo a la violencia, en que el estado de derecho, parafraseando a Marx, pase a formar parte del museo de antigüedades. Nadie desea que ocurra tal cosa. No queremos ya a Kafka en Tribunales; queremos jueces y magistrados probos, dignos, capaces. Su labor debe dignificarse, Sólo debe acceder a tal investidura un verdadero sapiente del derecho, con ciencia y experiencia bastantes para impartir cabalmente justicia. Queremos abogados doctos, estudiosos, que conozcan las leyes y que se sientan comprometidos con su aplicación, que demanden y exijan la pronta impartición de justicia; que nunca la mendiguen, que nunca la compren. Queremos autoridades íntegras, dignas de crédito, honestas. Queremos sabernos y sentirnos protegidos; queremos saber a qué atenernos; queremos cobrar nuestras deudas y preservar nuestro hogar. Queremos ver en nuestras autoridades a la dama de los ojos vendados, de la balanza y de la espada. 2 Queremos vivir en la legalidad y nos sabemos lejos de ella. Sabemos que pedir justicia es clamar en el desierto, porque sabemos que a pesar de todo lo que pasa, no pasa nada. Porque se pintarrajean bardas y portones con graffiti y no pasa nada, porque se roban tapones y tocacintas de automóviles y no pasa nada, porque se vende contrabando a las puertas de la Secretaría de Hacienda y no pasa nada, porque se vende contrabando, a secas, y no pasa nada, porque tras veinticinco años de trabajo no podemos usar un reloj caro, y no pasa nada, porque denunciamos un asalto a mano armada y no pasa nada, porque si no pasa nada tras la denuncia, no pasa nada, porque en las colonias Peralvillo y Buenos Aires se venden autopartes robadas a la vista de todos y no pasa nada, porque no pagamos el predial y no pasa nada, porque no pagamos la tenencia y no pasa nada, porque estacionamos el auto en doble, triple o cuádruple fila y no pasa nada, porque manejamos sin licencia y no pasa nada, porque el ambulantaje roba energía eléctrica mediante “diablitos” y no pasa nada, porque el ambulantaje se apodera de la vía pública y no pasa nada, porque si no hay propina no hay boletos para el teatro y no pasa nada, porque si los hay son de la última fila y no pasa nada, porque no surten el gas y no pasa nada, porque el policía exige “un arreglo” y no pasa nada, porque “agilizamos” trámites y no pasa nada, porque temblamos de miedo en el trayecto a casa después de la función de las diez y no pasa nada, porque “México votó por el cambio” y no pasa nada, porque se “clonan” tarjetas de crédito y no pasa nada, porque asaltan al mensajero que trae la quincena y no pasa nada, porque no se paga una deuda y no pasa nada, porque se encarcela inocentes y no pasa nada, porque se libera a delincuentes y no pasa nada, porque secuestran autobuses urbanos y no pasa nada, porque se secuestra por ocho meses a la UNAM y no pasa nada, porque el microbús es conducido con salvajismo y no pasa nada, porque paraderos de micros y autobuses bloquean calles y avenidas y no pasa nada, porque cualquier pandilla de diez o más bloquea avenidas y no pasa nada, porque se invaden predios rurales o urbanos y no pasa 3 nada, porque circulan taxis piratas y no pasa nada, porque se destrozan cristales y asientos del metro y no pasa nada, porque cualquier grupo de vecinos privatizan la calle cerrando accesos con desempleados disfrazados de Rambo mal llamados policía privada y no pasa nada, porque esos mismos vecinos fueron asaltados a mano armada, allanados en su casa, sus cosas y su gente y no pasa nada. Y porque si a pesar de todo esto y de muchas cosas más no pasa nada... NO PASA NADA. Deseamos, estamos urgidos de legalidad. Necesitamos una verdadera cultura de legalidad. Hoy se habla mucho del rescate bancario y se cuestiona su legitimidad. Voces de izquierda lo tildan de injusta carga para el pueblo en tanto aliados del capital lo miran como una imprescindible maniobra de salvación del sistema financiero nacional. Pero pocos han reflexionado sobre la legalidad de los procedimientos que le dieron causa. Sabemos que la quiebra del sistema bancario tuvo su cimiento en la magnitud de la cartera vencida de los bancos y que ésta se originó en la falta de pago de los deudores, grandes y pequeños. No ignoramos que la falta de pago aconteció tras un cambio brusco en las condiciones bajo las cuales se pactaron originalmente los créditos. No ignoramos que el hombre común se vio impedido de pagar más del doble de lo que recibió y nos preguntamos si es esto justo y legal. Al efecto viene a mi memoria la charla que sostuve en esos días con un destacado funcionario de una empresa transnacional de electrodomésticos. Comentó mi amigo que algo más del 30% de los televisores que vende la empresa se colocan a través de los llamados “cambaceros”. Al preguntarle el significado de tal palabra me informó que son aquellos vendedores que ofrecen sus mercaderías de puerta en puerta, en abonos fáciles y que sus clientes cubren el precio del producto con 4 el “cambio” que tienen a su disposición, de ahí su nombre. Agregó que un televisor común se vende en 54 abonos iguales pagaderos semanalmente. Que una compañía trasnacional venda la tercera parte de las televisiones que produce a través de aboneros es, de por sí, sorprendente, pero lo más asombroso es el hecho de que entre los aboneros, el concepto de cartera vencida es inexistente; es decir, cobran el cien por ciento de sus abonos. Si tomamos en consideración que el sistema bancario mexicano se debatió entre la vida y la muerte por la magnitud de la cartera vencida; que el antídoto fobaproa/ipab resultará, en el mejor de los casos, un oneroso impuesto adicional a cargo de los sufridos contribuyentes; que la inversión -nacional y extranjera- dubita temerosa merced a la inseguridad jurídica, es digno de atención el fenómeno por el cual, en el mismo lugar y con la misma gente, como dice Juan Gabriel, el banquero fracasa y el humilde abonero alcanza un éxito rotundo. Encuentro la respuesta en una singular paradoja: el cambacero actúa con estricto apego al derecho, mientras que el banquero tuerce la ley. En efecto, el abonero visita al ama de casa en su domicilio y le ofrece la mercancía a un precio fijo y determinado. La forma de pago también es cierta: serán cincuenta y cuatro abonos semanales e idénticos. El contrato se perfecciona porque las partes se ponen de acuerdo en la cosa y su precio. También acuerdan la forma de pago y la cláusula rescisoria en caso de incumplimiento, que consiste en un simple “si no pagas los abonos me llevo la tele”. Todo ello, aunque posiblemente lo ignoren, se hace con estricto apego a las disposiciones del código civil. En el crédito bancario es posible, probable y frecuente que las partes no se conozcan. Suelen alterarse los balances para ser sujeto de crédito y suelen cambiar los funcionarios encargados de otorgar el préstamo. Se sabe lo que se recibe pero no se sabe, ni se puede saber, lo que se devolverá. UDIS, factor 5 inflacionario, volatilidad en los mercados e inseguridad cambiaria hacen incierta la contraprestación. Estos mismos factores hacen, en ocasiones, inviable la recuperación, cuando el monto del pago en abonos supera con creces lo originalmente previsto. La rescisión, entonces, deberá declararse tras intrincados procesos legales que culminarán años después con sentencias imposibles de ejecutar dada la oposición de organizaciones ciudadanas que lo impiden por las vías de hecho. Debe entonces acudir el gobierno al rescate, bajo pena de una desastrosa quiebra del sistema financiero nacional. En tales condiciones tenemos que las operaciones bancarias están revestidas de una legalidad forzada, aunque redactadas con formalidad impecable. Es difícil encontrar los elementos esenciales del acto jurídico: consentimiento y objeto. Si en el mismo lugar y con la misma gente el abonero cobra y el banquero no, algo anda mal. Y ese algo no está del lado del abonero. Si el abonero cobra es porque se puede vender a crédito; si el abonero cobra es porque la gente quiere fiado y está dispuesta a pagar; si el abonero cobra es porque es posible saber a qué atenerse. Si el abonero cobra es porque conoció y creyó en su clientela y si el abonero cobra es porque su clientela creyó en él. La gente es de fiar y por ello se le puede fiar. El abonero sabe de hombres; el banquero, acaso, de números. No en balde es el pueblo el creador último de la ley, ya que el legislador recoge tan sólo la costumbre reiterada para plasmarla en el texto legal. ¿En donde reside la verdadera causa del desastre bancario? Se ha hablado de ineptitud y ambición de banqueros, de ausencia de un verdadero estado de derecho, de laxitud o complicidad de autoridades financieras y de otras causas por igual valederas. Nadie puede negar que incursionaron en el negocio bancario bribones beneficiarios de fortunas inexplicables sin la más mínima experiencia en el ramo y que pagaron por los bancos cantidades muchas veces superiores a su valor contable. Pingüe negocio deben haber esperado al pagar por algo un precio tan mayor al real. Tampoco se puede ignorar que leyes y tribunales comparten en 6 buena medida responsabilidad sobre el desastre. Recordemos que al poco del lamentable error de diciembre, muchos nos vimos obligados a pagar por nuestras casas o autos más del doble de lo originalmente pactado, con el beneplácito de tribunales que, paradójicamente, resultaron incapaces para hacer cumplir sus determinaciones revestidas de dudosa legalidad. En cuanto a las autoridades financieras, flota en el aire la pregunta y acusación de por qué se adjudicaron bancos a personas señaladas por el origen incierto y la rapidez de sus fortunas, así como de cuestionable honorabilidad y sin experiencia en el sector financiero. Tal vez la respuesta, o al menos uno de sus ingredientes principales se encuentre en el olvido o la ignorancia de la esencia misma de la función bancaria; de lo que es, de lo que debe ser un banco. Para el marxista de café la actividad bancaria se reduce a comprar dinero barato y venderlo caro. Para el yupi con los ojos puestos en Reforma y Rhin la intermediación financiera consiste en la obtención de recursos del gran público y su posterior colocación entre el gran público. Pocas concepciones más afines en lo esencial. El servicio público de banca y crédito, efectivamente, permite al concesionario obtener dinero del público, mediante operaciones de depósito, para colocarlo posteriormente entre el público mediante operaciones de préstamo. Permite también obtener una razonable ganancia por su intermediación. Esta es la esencia de la función bancaria. Pero a menudo se olvida que el banquero no es dueño del dinero que presta, ni siquiera del banco mismo, puesto que es bien diferente ser dueño de sus activos a serlo del servicio público concesionado. En cuanto a la diferencia entre las tasas activas y pasivas, que es la ganancia del banquero, en nuestro país ha sido, en ocasiones, escandalosa. Si a pesar de esto quiebran los bancos, algo anda muy mal. Los bancos existen para beneficio del público, del pueblo, de la gente. Su objetivo primordial es fomentar la actividad económica de un país; fomentar la actividad comercial, industrial, agropecuaria, pesquera. Fomentar la industria de la construcción mediante créditos hipotecarios, fomentar 7 la industria automotriz mediante préstamos para adquisición de automóviles. Si el banco no sirve para prestar el banco no sirve; si la gente no devuelve lo que pidió prestado no hay negocio bancario. Yo banco te presto y tu me pagas, si no es así no hay banco. Principio básico, regla fundamental. Conviene recordar al efecto la historia del Bank of America ya que además de que llegó a ser el banco más grande e influyente del mundo, su desarrollo concurrió con la consolidación de Estados Unidos como la primera e indiscutible potencia económica y financiera mundial, pero también porque su declive coincidió con el fin de la hegemonía financiera norteamericana. El gigante fue fundado en 1904 por otro gigante de casi dos metros y más de ciento veinte kilos: Amadeo Peter Giannini, hijo de inmigrantes italianos avencindados en el valle de San José, California. Aprendió el negocio bancario comprando y vendiendo fruta en los muelles de San Francisco y esas lecciones lo acompañaron por siempre. Pero más importante que todo, este hombre redefinió la banca norteamericana al ponerla al servicio del hombre común, el hombre de la calle. Al igual que Henry Ford diseñó un automóvil para el hombre común, Giannini creó un banco para el hombre común. Buscó negocios y clientes en las calles, entre tenderos, mercaderes y trabajadores. Se acercó a los pescadores quebrados, a los inmigrantes que apenas entendían el inglés y les ofreció dinero con su sola palabra como aval. Le apostó al hombre. Y ganó. En el año de 1930 Giannini se dirigió al Congreso con estas palabras: “El hombre común, pequeño, es el mejor cliente que un banco puede tener, Empieza contigo y está contigo hasta el fin, mientras que el poderoso estará contigo sólo hasta donde pueda sacarte algo, y cuando no pueda, irá a otra parte.” 1 1 Hector, Gary “BREAKING THE BANK”. Little Brown and Company. Boston, Toronto. 1988 pag. 17 y s. 8 He citado a Ford y a Giannini, dos magnates capitalistas que resultaron pilares de la economía norteamericana porque, al igual que el abonero, cimentaron sus negocios pensando en el hombre común. Y de igual forma, la ley debe ser tal que siempre esté a la mano de todos, que el hombre de la calle tenga acceso fácil y rápido a ella y a su aplicación. No olvidemos que entre las fuentes del derecho lugar muy importante tiene la costumbre reiterada, la “inveterata consuetudo”, que no es otra cosa que el hacer popular. Son éstos hechos cotidianos los que recoge el legislador para plasmarlos en el texto legal. Es pues el hombre común, el hombre de la calle el creador último del derecho y por ello, la ley debe ser para él. Pero igualmente la costumbre reiterada que no recoge el legislador es ausencia de ley. Nos hemos referido a la privatización de las calles por vecinos que instalan plumas y retenes de la mal llamada policía privada. Acción ilegal sin duda, pero que pregona a gritos la incapacidad del estado para proporcionar seguridad a los ciudadanos. Hemos visto a los ricos e influyentes hacerse cuidar por los odiosos guaruras, ostentando a voz en cuello su desprecio por la ley, pero hemos visto también a esos mismos personajes caer en manos de secuestradores y pagar inmensos rescates por su vida. Hemos sido testigos de la existencia de eficaces organizaciones internacionales especialistas en negociar con los secuestradores, mas no podemos culpar a quienes recurren a ellas porque hemos sido testigos también de la incapacidad de los cuerpos policíacos para contener éste crimen. Estamos urgidos de legalidad y no confiamos en nuestras autoridades. Entiendo la cultura de la legalidad como la convicción del ciudadano respecto a la bondad de la ley y su empleo adecuado, así como la confianza que le inspira un tribunal. Pero hoy el ciudadano no cree en la ley ni confía en quienes tienen a su cargo su aplicación. El hombre común no cree en una ley que permite al delincuente pasearse tranquilamente por la calle, ni entiende las razones de la concertacesión ni acepta un rescate bancario cuando ese mismo banco lo ha despojado de su casa. El hombre común se siente desdeñado por la ley y por el tribunal. 9 Hasta aquí hemos hablado de la deficiente aplicación de la ley por parte de las autoridades y de la desconfianza que eso acarrea, pero no podemos soslayar que los ciudadanos tampoco hemos hecho lo que a nuestra parte corresponde para lograr el imperio de la ley y el orden. Existe entre nosotros la convicción de que recurrir a los tribunales u otras instancias similares es ocioso, que no sirve para nada. Esto no es exacto. El caso de la Procuraduría Federal del Consumidor es bien conocido y son muchas las personas que pueden dar fe de que cuando se recurre a tal instancia para quejarse por haber adquirido un bien defectuoso o por haber recibido un mal servicio, suelen obtenerse resultados favorables. La población consumidora se ha visto favorecida por ésta institución y ciertamente se han prevenido abusos. Hemos padecido tortuguismo o incluso inactividad cuando se denuncian hechos presuntamente delictuosos ante las autoridades ministeriales, pero son pocos, muy pocos, quienes han denunciado a las propias autoridades por negligencia en la impartición de justicia. Es conveniente saber que el retardo y la denegación de justicia son delitos contemplados por el Código Penal para el D.F. y también por muchos de los Códigos Penales de los Estados de la República. El ordenamiento primeramente citado prescribe en su artículo 292 que se impondrán de uno a cinco años de prisión y de cincuenta a doscientos cincuenta días multa al servidor público que: I. Se abstenga sin tener impedimento legal de conocer un asunto que le corresponda por razón de su cargo; III. Retarde o entorpezca indebidamente la administración de justicia o, IV. Bajo cualquier pretexto, se niegue injustificadamente a despachar, dentro del plazo legal, un asunto pendiente ante él. 10 Hasta hoy son muy pocos quienes se han atrevido a denunciar a las autoridades por retardar o denegar la impartición de justicia. Pero los ha habido. También se han presentado denuncias por peculado o abuso de autoridad. Uno de los primeros casos fue una denuncia que presentaron unos ganaderos coahuilenses en los años 70 en contra del ex secretario de Agricultura y Ganadería Felix Barra García por el delito de peculado. La denuncia prosperó y el ex funcionario fue encarcelado. Hubo algunos otros casos pero ciertamente han sido pocos, sin embargo, dan resultado. Existe entre la ciudadanía la difundida creencia que los funcionarios públicos, sean del poder ejecutivo, legislativo o judicial, están investidos de autoridad bastante y suficiente para dispensar favores o prebendas y se les ve como a alguien a quien se puede pedir. Simplemente pedir. Se les ve también como alguien que puede ordenar, simplemente ordenar. Pocos tienen presente que la autoridad de que gozan los funcionarios públicos se encuentra acotada por la ley y que dentro de ella y sólo dentro de ella pueden actuar. El ciudadano debe pedir la aplicación de la ley; puede exigirlo también y debe denunciar sin miramientos su falta de aplicación oportuna. Debemos recordar también que existen las Comisiones de Derechos Humanos, tanto en el ámbito federal como en el local. Desde el momento en que todo individuo tiene derecho a que los tribunales le administren justicia, dejar de hacerlo en forma pronta y expedita constituye una violación a los derecho humanos. Si tal es el caso, el ciudadano debe denunciarlo ante las referidas comisiones. A lo largo de mi práctica profesional he sido testigo en más de una ocasión de una asombrosa y rápida transformación de prepotencia en obsecuencia en la actitud de algún funcionario público cuando es denunciado por deficiente administración de justicia. Ello me permite afirmar, en primera persona, que una denuncia debidamente fundada, si para ello hay causa, redunda a favor de la administración de justicia. 11 Si queremos una verdadera cultura de legalidad es necesario aprender a exigir. Nunca debemos olvidar que el funcionario público es un servidor público, por muy alta que sea su investidura. Son ellos quienes deben servir al pueblo y no a la inversa. No debemos temer exigirles. A ello tenemos derecho y estamos legitimados para hacerlo, actuando siempre dentro de los límites de la legalidad e incluso, de la cortesía. En la práctica de la abogacía existe un mandamiento: “En los tribunales nunca pretendas ser más que los magistrados, pero nunca consientas ser menos”. La cultura de la legalidad es cosa de todos: gobernantes y gobernados. Toca las autoridades aplicar la ley sin excusa ni pretexto. En cuanto a los ciudadanos, a los gobernados, es tiempo de exigir el respeto a la ley y el derecho. Dejemos atrás la cultura de la mendicidad. El derecho no se mendiga, se exige. Antes que ver en el funcionario a la autoridad encumbrada, veamos al servidor público. Recordemos que aquel de mayor investidura, el presidente de la República, está ahí porque nosotros ahí lo pusimos. Cuando el hombre común esté cierto de que la ley se aplica, para uno y para todos, entonces la cultura de la legalidad germinará como semilla en suelo fértil. Pero si el hombre común es testigo de que la ley se aplica algunas veces si y otras no; para unos si y para otros no, entonces la semilla de la legalidad está condenada a muerte. La famosa “tolerancia cero”, cuya aplicación nos fue recomendada por cuatro millones de dólares, ha estado siempre plasmada en la Constitución. Ya el hablar de tolerancia cero implica una cultura de ilegalidad, puesto que no existe tolerancia uno ni tolerancia dos. Las leyes y reglamentos contemplan la sanción que debe imponerse a quien las transgreda y tal sanción es proporcional a la falta cometida. Recordemos que la obligatoriedad es consubstancial a la norma jurídica. Si no es obligatoria no es norma jurídica; no es ley. Previa su promulgación existe un debate. Es ahí donde debe darse el diálogo; nunca respecto de su aplicación. La norma jurídica no es negociable ni dialogable 12 ni concertable. No puede serlo. Quien negocia o concerta su aplicación está actuando al margen de la ley. Y está, desde luego, fomentando la ilegalidad. Está regando y fertilizando la cultura de la ilegalidad. Vivamos un México de leyes. Vivamos un México en donde las autoridades cumplen la ley y donde los ciudadanos exigen su aplicación. Eso queremos y lo queremos ya. Vivamos el México del cambio, el México de la ley, el México en el que cada uno y en el que todos saben que la ley se aplica, que la justicia es cosa de hoy. 13