Hermes el conductor de almas Adelanto

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Hermes, el conductor de almas.
El mitologema del origen en la vida
masculina
Karl Kerényi
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Contenido
I.
El Hermes de la transmisión Clásica
1. Lo cuestionable en la idea «Hermes»
2. El Hermes de la Ilíada
3. El Hermes de la Odisea
4. El Hermes del Himno 5. Hermes y la noche
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II
El Hermes de la vida y de la muerte
1. Hermes y Eros
2. Hermes y las diosas
3. El misterio de la herma
4. Hermes y el carnero 5. Sileno y Hermes
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Notas
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I. EL HERMES DE LA TRANSMISIÓN CLÁSICA
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1. Lo cuestionable en la idea «Hermes»
«¿Qué representaba Hermes para los griegos?»: ésta es la pregunta, planteada del modo más sencillo, a la que deseamos dar
respuesta. Y no la formulamos con la pretensión de obtener
la respuesta más simple y rápida: «Un dios». Ya que para la
mayoría podría no significar nada o, por el contrario, podría
expresar aquello que es más cuestionable. Con nuestro planteamiento sólo presuponemos que, al nombre de Hermes, le
correspondía efectivamente algo, una realidad, una realidad
en todo caso anímica y que quizá tuviera un mayor alcance.
Así, nuestra pregunta no se convierte en ahistórica ni tampoco es una mera pregunta de índole histórico. Pero deberá ser
reconocido como un hecho histórico que para los griegos su
dios Hermes no representara la simple nada, como le ocurriría al hombre contemporáneo, y tampoco que fuera una figura
desprovista de fuerza, sino que era un «algo» muy preciso y
desde Homero, por lo menos, ya gozaba de una personalidad
muy acusada. No obstante, como humano nunca obraba con la
arbitrariedad de un ser poderoso, sino que más bien se distinguía por su propio entendimiento para siempre determinado.
Como historiadores debemos representarnos a este Hermes
en su totalidad, como un Todo no resuelto y sumamente particular. Sin embargo, cuando intentamos reencontrar aquella
realidad del nombre griego de Hermes en el reino de las realidades atemporales y no condicionadas por la historia, en tal
caso trascendemos la opción de las preguntas históricas. Pues
el espacio y el tiempo determinan las epifanías de los dioses
en las formalidades de su representación, y entretanto ninguna divinidad se acomoda por completo en el color de la piel,
del tocado o de las vestiduras y otros atributos. El «algo» que
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estamos buscando es exactamente esta «diferencia». Para encontrarla debemos poseer, además de la observancia de los logros auténticos de la investigación histórica —que damos por
supuesta—, la comprensión científica de la alta mitología.
La segunda pregunta: «¿Cómo podía precisamente eso
aparecérseles a los griegos en calidad de dios?», aun si guarda una estrecha relación con la primera («¿Qué representaba
Hermes para los griegos?»), por el momento no debe preocuparnos. No se trata, cuando se cree haber descubierto en el
Hermes «primigenio» ciertas bajezas y falta de espiritualidad, de olvidarla, sino de plantearla más adelante y aún con
mayor firmeza. Esta omisión convierte justamente en conjeturas acientíficas la mayoría de las hipótesis sobre el origen.
No obstante, tampoco podemos pensar de antemano que este
«algo» deba cumplir sin falta las exigencias de sublimidad,
que según nuestra concepción —en la interpretación del nuevo
concepto de los dioses griegos— es inherente a la idea del dios
helénico. De otro modo, podría sucedernos como a aquel gran
conocedor de la religión griega, cuando, en las más brillantes
páginas por él escritas, describe a Hermes como a una deidad,
una idea que nos resulta evidente, pero al mismo tiempo lo
distancia de las características originales de su figura —características que los mismos griegos nunca percibieron como incompatibles con su Divinidad—.1
«Fuese lo que fuese lo que se hubiera pensado en los
tiempos primitivos de Hermes» —podemos leer en la conclusión de aquella sobresaliente descripción de Hermes—, «un
fulgurante destello debe haberle impactado alguna vez la vista
desde las profundidades, pues en el dios veía a un mundo y al
dios en el mundo entero. Este es el origen de la figura de Hermes, la que Homero conoce y ha sido conservada hasta épocas
tardías». Alguna vez debe haberse iluminado un mundo de
Hermes para los griegos —quizá en aquel periodo de esplendor,
cuya máxima y también última representatividad es la epopeya
homérica—, un reino y un dominio contiguos que, englobados
con otros ámbitos repartidos por el mundo entero, forman, no
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obstante, un Todo en sí mismos, precisamente «el reino cuya
figura divina es Hermes». Este reino está caracterizado y se
mantiene unido por una lógica singular: «Es un mundo en su
sentido más absoluto, un mundo completo, y no un fragmento
cualquiera en la suma total de la existencia, de aquella existencia que Hermes anima y domina. Todas las cosas le pertenecen,
pero se muestran bajo una luz diferente a la de los reinos de
los otros dioses. Cuanto acontece parece originarse en el cielo
y no conlleva obligaciones; todo lo que se hace corresponde al
virtuosismo y representa el placer exento de responsabilidades. El que de su dios Hermes requiere este mundo de éxitos
y favores, tampoco podrá negarse a perder; ya que lo uno no
existe sin lo otro». Así, Hermes es «el espíritu de los elementos constitutivos de la existencia: siempre reaparece, aun bajo
las condiciones más diversas, conoce los beneficios y también la disipación, puede alegrarse por la bondad y al mismo
tiempo por el mal ajeno. Si mucho de lo aquí expuesto puede,
no obstante, resultar cuestionable desde un punto de vista moral, a pesar de todo es una forma de ser, que con toda su problemática pertenece a una de las figuras fundamentales de la
realidad existencial, y por ello, por cómo estimaban los griegos, exige respeto: no para todas sus especificas variantes, pero
sí para el conjunto de su esencia y de su ser».
Si alguna vez una «figura fundamental de la realidad existencial» hubiese resplandecido como resplandece el mundo
de Hermes, en tal caso no sólo se caracterizaría y se mantendría unida por su lógica específica, sino que se haría evidente
precisamente a través de ella, y también a través de ella se convertiría, además, en convincente para nosotros. Sin embargo,
lo que se comprendía de un modo tan inmediato, se distanciaba con toda seguridad de aquellas imágenes más originarias y
menos resplandecientes de Hermes que se pueden ver en lo
alto de las pilastras, sobre las hermas cuadráticas e itifálicas
de la mayoría de las estatuas dedicadas a Príapo, sin que ahora
vayamos a referirnos expresamente a los rasgos titánicos y fantasmagóricos de esta divinidad. Por lo demás, de hecho pode13
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mos referirnos a la figura de Hermes como a la de un «modo
de ser», que al mismo tiempo representa una «idea», y enumerar sobre este fundamento las profundas verdades del dios.
Su modo de ser —si seguimos aludiendo a la descripción clásica
ya mencionada— «es tan singular y acusado, es tanta su imperturbabilidad cuando de nuevo retorna a todos sus ámbitos
de actuación, que con verlo una sola vez es suficiente para no
tener dudas sobre su naturaleza. Con ello se reconoce al mismo
tiempo la unidad entre su modo de actuar y el significado de
su figura. Poco importa lo que quiera alcanzar o quiera ocasionar, siempre se pone de manifiesto la misma idea, y esta idea
es Hermes».
La exactitud de estas palabras es tan convincente como
aquello a lo que hemos hecho referencia con anterioridad. Pero aún debemos preguntarnos si, debido a esta fijación a una
idea, que también para nosotros resulta convincente, y significa una forma de vivir en el mundo, y que como antes hicieron
los griegos, también nosotros podemos atribuirlo a una divinidad, ¿esta idea no excluiría de antemano algo importante de
la figura y del mundo de Hermes? ¿Precisamente algo griego
que forma parte de él, de un modo histórico y análogo? Conforme a un sentido que, por supuesto, debe revelársenos como
algo nuevo y también muy antiguo, que acaso infiera en nuestra
comprensión histórica y filosófica. Pues no sólo debemos estar
dispuestos a concebir algo comprensible e inmediato, sino también extrañamente misterioso, siempre y cuando alcancemos
a redescubrir la figura del dios en su totalidad. Es indudable
que la figura de un dios griego puede presentársenos de un
modo tan poco inteligible y lógico, que sintamos la tentación
de dedicarle aquellas famosas líneas empleadas para definir a
un ser humano:
No soy un libro ingenioso,
Soy un dios con sus contradicciones.
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2. El Hermes de la Ilíada
Examinemos primero lo que hemos aprendido sobre Hermes
a través de la poesía homérica. Si afirmáramos que ciertas características de la figura de Hermes eran desconocidas para su
autor —las no mencionadas en la Ilíada y en la Odisea, y tampoco en el Himno homérico a Hermes—, sin duda incurriríamos en
una conclusión precipitada. No obstante, debemos preguntarnos cuál puede haber sido el motivo para silenciar los rasgos
surgidos de otras fuentes suficientemente antiguas. La razón
por la que en la Odisea aprendemos más sobre Hermes que
en la Ilíada, y aún más en el Himno que en la propia Odisea, es
muy evidente: el mundo de Hermes no está tan presente en el
mundo heroico de la Ilíada como lo está en el viaje épico de la
Odisea, un mundo que aún se hace más patente en el Himno,
pero no a causa de un origen más tardío que el de las dos grandes epopeyas, sino porque tiene al propio dios como héroe.
El mundo de la Ilíada no es por consiguiente el mundo de
Hermes. La figura que domina aquel mundo, y a través de él
adquiere sus rasgos característicos, es la figura de Aquiles; así
como Odiseo domina y distingue el mundo de la Odisea. El
mundo de la Ilíada está determinado esencialmente por la perentoria cortedad de la vida asignada a sus héroes. El modo de
vivir único y soberano es correspondido por una muerte igualmente única, con un mismo código de obediencia, irremediable y con un final concluyente. El daimon del destino que nace
con el héroe —la Ker2 que le es propia— madura y se convierte
en su daimon de la muerte, y el alma, el aspecto sufriente del
mismo daimon, lamentándose se evade de su destino, abandona la hombría y juventud por un estado de muerte exánime
y sombría. Siendo así no hay salida. La vida es particular, se
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origina conforme a códigos inherentes que corresponden a la
propia figura del héroe, y expiran con su propia muerte. No es
arrebatada o seducida por un daimon forastero. El seductor
que la lleva a la muerte está en su propio ser: en Patroclo, en
Héctor, en Aquiles, en todos aquellos que se extinguen por su
valor de héroes. Hermes no aparece en la Ilíada ni una sola vez
como raptor o mentor de almas...
La razón es evidente: su ámbito de acción se sitúa fuera de
aquel mundo, en el que la muerte, un polo opuesto concluyente
y excluyente de la vida —polo opuesto preferido, en cierta medida, por el propio héroe con su existir heroico—, constituye
su inalterable trasfondo. Que en tales circunstancias Hermes
no sea un guía del alma, no significa necesariamente su incapacidad para serlo, sino que la propia muerte, en el mundo de
Hermes, quizá sólo tenga un semblante diferente. Lo que conocemos a través de la Ilíada sobre Hermes, lo que trasciende a su
propio mundo, se refiere a los recursos de la vida, a la resolución de los contrapuestos mortales, a ocultas transgresiones
de leyes y fronteras. La muerte puede precisamente contemplarse desde las contradicciones de la vida como una consecuencia del destino y un cambio necesario. Mientras que el
recurso más evidente con el que cuenta la vida, su rebosante
aptitud para engendrar y alumbrar, para fertilizar y multiplicarse, es más una consecuencia imprevisible, un resultado del
azar. Y es aquí cuando encontramos a Hermes en la Ilíada.
Su favorito Formante debe agradecerle sus rebaños (xiv,
490). Fue amante de Polimele, hija de Filante, a la que visitaba
clandestinamente y le dio un hijo virginal, Eudoro (xvi, 180 ss.).
Con semejantes menciones referidas a Hermes, en la pesada
atmósfera de una Ilíada colmada de fatalidades, irrumpe un
aire cálido repleto de vitalidad, portador de descendencia y
pródigo en la contribución a la fertilidad. (Incluso los nombres
de Formante, Polimele, Eudoro, aluden a ricos rebaños y a una
alegre opulencia regalada). Pero es deliberadamente distanciado de cualquier acontecer heroico. No porque toda mortandad le resulte extraña. En el lenguaje empleado en la epopeya,
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con frecuencia es denominado Argifontes en lugar de Hermes.
Un nombre que recuerda una titánica hazaña: Hermes mató a
Argos, el de los innumerables ojos, con una espada curvada,
semejante a aquella con la que Cronos mutiló al dios del cielo,
y a la empleada por Perseo para cortar la cabeza a la Medusa.3
Por el permanente epíteto de Argifontes, ‰È‹ÍÙÔÒÔÚ, sabemos
que las palabras afines se refieren a los muertos y a la riqueza
que les corresponde y con la que se les relaciona.4 Su denominación òÍ‹ÍÁÙ· alude a un benévolo dios de la muerte (xvi,
185). Quizá la traducción más apropiada fuese la de «el indoloro». Ni siquiera participa en las disputas, carentes de tragedia, de los dioses.5 Como contendiente, en lugar de un dios, le
es asignada significativamente una diosa: Leto, una diosa madre semejante a su propia hija, Artemisa. Pero es demasiado
prudente para «pelear con las esposas de Zeus. «[…] jáctate
entre los dioses inmortales», le sugiere Hermes, «de haberme
derrotado empleando la violencia de tu aplastante fuerza» (xxi,
498 ss.). Con tales palabras elude a Leto, pues la gloria carece
de valor para él.
En la Ilíada su habilidad es aquella que sólo demanda la
solución menos heroica. Y no actúa como mensajero de los
dioses, cargo que normalmente desempeña: cualquier alusión
al mismo es soslayada.6 Facultado por su propia maestría, ocupa un lugar entre los demás dioses: es el mayor de los ladrones.
Robó a un Ares encadenado de su cautiverio (v, 390), y también pudo robar el cadáver de Héctor, en poder de Aquiles, si
todos los dioses se hubieran puesto de acuerdo (xxiv, 24 ss.).
Zeus se inclina por una solución mejor que, no obstante, compete a Hermes. El último y agridulce Canto, que se desenvuelve
por entero bajo el signo de Hermes, muestra repentinamente
su imponderable indulgencia en el heroico mundo de la Ilíada.
Zeus le ordena visitar al viejo Príamo, que ya está en camino
para solicitar de Aquiles la entrega del cadáver de su hijo. Su
función no es la de mensajero —también aquí, como en toda la
Ilíada, la mensajera de Zeus es Iris— sino la de guía ÔÏ¸Ú.
Pues es a Hermes al que le agrada relacionarse con alguien
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Ï‹ÎÈÔÙ‹ „ ˆÎÙ·ÙÔÌ ò̉ÒM ›Ù·ÈÒÛÛ·È, corresponder a lo que
le dicen, y hacerle pasar por inadvertido (xxiv, 334 ss.). Y así
se comporta ahora: para mostrarse lisonjero con el anciano
adopta la figura de un joven y se conduce como lo haría un ladrón. Con su ayuda logran robar el cadáver al daimon vengador, implacable dominador de Aquiles y de todo el campamento
griego. Aquiles obedece a Zeus y claudica. Pero fue Hermes
el que, tras adormecer a los guardianes de la puerta, propició
la solución.
El juvenil y hermoso mentor, el complaciente ladrón, calzado con sus milagrosos zapatos áureos, que lo trasladan por
tierra y por mar, y la vara mágica, con la que adormece a las
personas y las vuelve a despertar, ¿no posee todas las características y atributos de un conductor de almas, seductor y letal,
del suave psicopompo de los monumentos posteriores? La
causa por la que el poeta le impide mostrarse en este papel, se
nos ha hecho comprensible a través del mundo de la Ilíada.
Y nos lo confirma el mundo de la Odisea, resaltando, además,
este aspecto de Hermes.
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3. El Hermes de la Odisea
Revisemos el último Canto de la Odisea. Se inicia con una epifanía de Hermes:7
Hermes Cilenio convocaba a las almas de los pretendientes.
Llevaba en sus manos su hermosa varita de oro, con la que
subyuga los ojos de los humanos, según quiere, y por otro lado
despierta a los durmientes. Con ella los ponía en movimiento
y los guiaba y sus almas le seguían. Como cuando en el fondo de una cueva tenebrosa los murciélagos revolotean entre
chillidos, cuando alguno de la bandada se descuelga de la roca, porque penden apretujados unos con otros, así ellos entre
agudos chillidos marchaban en tropel. Los conducía Hermes,
el Benéfico, por las lóbregas sendas. Pasaron más allá de las
corrientes del Océano y de la Roca Blanca, pasaron más allá
de las Puertas del Sol y del País de los Sueños, y no tardaron
en llegar al prado de los asfódelos, donde habitan las almas,
imágenes de los difuntos.
La muerte de los pretendientes no fue el final triste, y a la vez
armónico, de una existencia heroica: sus opíparas comidas terminaron súbita e inesperadamente con el vengativo regreso
del esposo. Sacrificados como animales, fueron evaluados según las normas del héroe, y resultaron tan imperfectos en su
fulgurante muerte como lo habían sido en sus jóvenes vidas.
Caían con un sonido sordo de animal de cuerpo hueco, como
si les hubieran estrangulado el alma en sus cuerpos. Hermes
procedía entonces a convocar sus almas. La palabra «convocar», empleada por Voss en su traducción, ôÓÂÍ·ÎÂ˙ÙÔ, también podría significar «evocar» a los espíritus de los difuntos,
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a aquellos que permanecen en la tumba o en el inframundo.
Hermes se aplica aquí en la función de conjurar las almas de
los difuntos antes de que sean enterrados, pero no para obligarlas a regresar de una forma violenta, sino para conducirlas
bondadosamente hacia los prados del más allá. Con la mano
sostiene la vara que denota su vínculo con un sentido distinto
del «aletargamiento» iÏÏ·Ù· ı›Î„ÂÈÌ y el «volver a despertar», distinto del que se le da en el último canto de la Ilíada.
Las mismas palabras guardan allí su significado original, y sólo
hablan de dormir y despertar realmente: aquí, en cambio,
se habla de morir, pero no de una muerte inequívoca y definitiva. También el volver a despertar tiene, en este contexto,
un doble significado, y puede referirse a una salida desde la
misma muerte.
La vara que reúne estas características tan particulares es
hermosa y áurea. Guarda la distancia entre el dios y la lóbrega
bandada de almas murciélago. No obstante, la vara, tal como
la vio Horacio, puede parecer espantosa desde la perspectiva
del que es conducido a algún lugar, del alma guiada, quam virga
semel horrida nigro compulerit Mercurius gregi (Carm. i, xxiv).
Pero cuando el poeta celebra al dios, tanto más resplandece
el dorado de la horripilante vara: Tu pias laetis animas reponis
sedibus virga que levem coerces aurea turbam (Carm. i, x). Aquí se
habla de almas felices que, además, ni en el inframundo
se verán totalmente privadas de luz. En Homero, el alcanzable
destello de luz solar sólo le pertenece al dios, y así nos muestra
al conductor de almas, imbuido en su esencia divina y contrapuesto a aquellos seres insustanciales que revolotean a su alrededor. El Hermes benévolo, enarbolando el áureo resplandor
de su vara, incluso aparece en el mohoso sendero de los espíritus. También aquí se le llama òÍ‹ÍÁÙ·, «el indoloro», ya
que no les ocasiona ningún dolor a estos desdichados. Su presencia, al contrario, atenúa el efecto de la encarnizada venganza de Odiseo, tal y como en la Ilíada, en el canto en el que
Hermes predomina, aplaca la crueldad de Aquiles. La única
gran diferencia consiste en que aquí revela su aspecto más be20
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névolo y áureo en un mundo que no es sólo el terrenal, sino en
aquel en el que el mismo Odiseo es el héroe y el símbolo.
La Odisea —sus características, aún más que las de la Ilíada, me impiden no caer en la repetición— no es el poema de la
vida heroica que sobresale por la muerte única, en forma de
fatal e inevitable polo opuesto, sino que es el poema de la vida,
una vida impregnada de muerte que sin cesar está presente por
doquier. Ahora los polos opuestos se encuentran. El mundo de
la Odisea es el mundo de la existencia flotante, permanentemente relacionada con la muerte, una misma trama del derecho y del revés, compuesta por sus propios fondos y trasfondos,
por detrás y por debajo de sus abismales fauces. Sobre ellos
flota Odiseo permanentemente. No es su existencia la única
que flota en la Odisea. Entre la vida y la muerte flota Telémaco,
flotan los pretendientes y especialmente flotante se muestra
la expectante Penélope. Pero es Odiseo, en el sentido más estricto, el hombre que flota sobre los abismos y cavidades.8
Si antes calificábamos a la Odisea de viaje épico, ahora deberíamos recapacitar sobre esta realidad tantas veces experimentada, la del «viaje», como de algo muy determinado, y
muy diferenciado de la simple «caminata». Odiseo no es ningún caminante. Es más bien un viajero (aun cuando lo sea malgré lui), y no lo es sólo por caminar y desplazarse, sino debido
a sus circunstancias existenciales. El caminante, a pesar de
su progresión, permanece adherido al suelo, aun si éste no es
exactamente limitado. Con cada paso se adueña de un nuevo
pedazo de tierra, si bien la toma de posesión sólo se entiende
como un estado anímico. El horizonte se extiende con su avance, y él mismo se expande, y a su vez se amplía constantemente
su posesión en la tierra. No obstante, sigue unido a la tierra
firme que está bajo sus pies, e incluso anhela relacionarse con
los demás humanos. Allá dónde llega, junto a cada hogar, demanda una especie de carta de naturaleza. Él es, para los griegos, el que viene, Í·Ù\ ôÓÔ˜Ì, el çÍ›ÙÁÚ. Sin embargo, su
protector no es Hermes, sino el dios del horizonte más vasto y
el suelo más firme: Zeus. El estado del viajero, en cambio, es
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el de flotar. Para los demás, para los que están firmemente
arraigados, y también para el caminante, parece estar en una
permanente huída. La realidad se hace volátil para todos e incluso para sí mismo. A su alrededor todo se le hace fantasmal
e improbable, y hasta él mismo se tiene por un espectro. En su
progresión parece como si fuera a fusionarse, pero nunca lo
haría en una comunidad humana, que ansiaría retenerlo. Sus
acompañantes son simples compañeros de viaje. No son aquellos que pretende llevar de vuelta a sus hogares, como hace
Odiseo con sus compañeros, sino aquellos con los que se vincula, como se dice de Hermes en la Ilíada, Ï‹ÎÈÔÙ‹ „Â ˆÎÙ·ÙÔÌ
ò̉ÒM ›Ù·ÈÒÛÛ·È. Con los compañeros de viaje se viven conductas que provocan la más absoluta desnudez, como si el viajero hubiese dejado abandonado cualquier vestimenta o
disfraz. ¿No actúan con una franqueza ilimitada —como almas
desnudas— aquellos que emprenden la aventura nupcial, y anhelan liberarse de toda atadura hacia la comunidad en la que
crecieron y se sentían arraigados? ¿No es también este viaje,
el modo de conducir a la novia al hogar, simultáneamente un
secuestro que encierra un «hermetismo»? Viajar es la situación idónea para amar. Los abismos, sobre los cuales se eleva
el «etéreo» como un espectro, pueden ser los abismos de
amores apasionados, las islas y las grutas de Circe, de Calipso.
Abismos en el sentido de ausencia de tierra firme que pisar,
en los que sólo se logra continuar flotando entre la vida y
la muerte.
El viajero se siente como si estuviera en su casa cuando
está en movimiento, su hogar es el propio camino, pero no el
camino que une dos puntos terrestres determinados, sino un
mundo particular. Se trata del antiquísimo mundo de los senderos, y también el de los «senderos húmedos», el è„ÒJ
Í›ÎÂıı· del mar. Sin embargo, aún representa más el mundo
de los genuinos caminos de la tierra, que no dividen el paisaje
en línea recta y despiadadamente como las belicosas vías romanas, sino de un modo serpenteante, originando onduladas
líneas irracionales, ajustadas y emergentes a un tiempo y, no
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obstante, conducentes a todas partes. Estar abierto en todos
los sentidos, forma parte de su esencia. No obstante, los senderos componen un mundo para sí mismos, forman un reino
entre los demás ámbitos del mundo, un reino interpuesto en
el que, desde su estado de volatilidad, se tiene acceso a todo.
Hermes es el dios de aquellos que en este mundo de senderos
se mueven con confianza, y es aquí cuando se describe el aspecto más visible de su mundo. Está constantemente en camino, el ô̸‰ÈÔÚ y U‰ÈÔÚ, y es hallado en todos los senderos.
Cuando está inmóvil también se muestra en movimiento, y aun
si permanece sentado se reconoce con facilidad al flotante,
como alguien dijo acertadamente al ver su famosa y hercúlea
estatua de bronce.9 Su tarea de guía y mentor es citada y alabada con frecuencia. Y también se emplea, al menos desde los
tiempos de la Odisea, e„„ÂÎÔÚ, para nombrar al mensajero de
los dioses.
Si quisiéramos razonar sobre el entero significado de su
cometido como mensajero, deberíamos dedicarle especial
atención. Pero nos bastará la mención de Hécate, la que abría
el inframundo, así como el hecho de que Hermes era capaz de
transportar las almas hacia lo alto: no en vano también era Angelos. Iris estaba igualmente vinculada a esta diosa, como demuestra su culto en la isla de Hécate, cerca de Delos. A la
esencia de Iris, no obstante, le corresponde una inalcanzable
señal del cielo: la del arco iris, cuyo nombre lleva. Así, en el
mundo de la Ilíada figura como una mensajera de los dioses.
«Mensaje», ¢„„ÂÎ· —según Píndaro es una hija de Hermes—, es enviada con más frecuencia por los dioses cuando se
abren las fronteras entre la vida y la muerte, el tiempo efímero
y la eternidad, la tierra y el Olimpo. Y se abren con facilidad
cuando se presentan con tanta volatilidad como en el mundo
de la Odisea. Así descubrimos cómo los dioses mandaron en
vano a Hermes con una advertencia para Egisto (i, 38). Y le vemos cómo se precipita hacia Calipso con la orden de Zeus, con
su calzado milagroso y su vara mágica (v, 44 ss.):
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Descendiendo a la Pieria se lanzó desde el éter al mar. Avanzó
luego por sobre las olas semejante a una gaviota que da caza a
los peces en los tremendos repliegues del estéril mar y se moja
en la espuma salada sus presurosas alas. Parecido a ésta viajaba
Hermes sobre las numerosas olas.
La naturalidad con la que aquí aparece como mensajero de los
dioses y en el último canto como conductor de almas, se aprecia en otro lugar característico de la Odisea, en la isla de Circe, donde actúa como experto mago salvador del héroe. Con la
misma naturalidad se encuentra allí con Odiseo, que no se sorprende cuando le extiende la mano, le habla y le obsequia con
las hierbas curativas contra la poción mágica de Circe (x, 277
ss.). Cuando más densamente cargada de posibilidades espectrales se muestra la atmósfera de la Odisea, menos sorprende
la presencia de Hermes. Y el mismo Odiseo, flotante en medio
de esta atmósfera, todavía tiene otra relación muy particular
con Hermes. Aun si es poco mencionado en la Odisea, es su
descendiente por parte de madre. En cambio, se cita más a
su abuelo Autólico, del que también se habla en la Ilíada, como el ladrón de ladrones de la época heroica, y como hijo de
Hermes, que era digno de su padre hasta en el arte de prestar
juramento (xix, 395), y al que honraba muy particularmente.
Odiseo le dijo, no obstante, a su fiel Eumeo, el porquero, que si
sus obras son acompañadas por «la gallardía y la fama» ˜‹ÒÈÚ
Í·M Í؉ÔÚ, (xv, 320), todos los hombres se lo debían a este
dios, incluso aquellos que, como él, eran meros sirvientes. No
se puede dudar, sin embargo, de que el gran talento de aquellos que eran astutos incumbía a la línea del Hermes-Autólico,
aunque ya no gozaran de la misma dimensión mitológica originaria que éstos poseían. Odiseo sólo es el ÔÎʺÙÒÔÔÚ, «el
de los muchos recursos», y Autólico, según una fuente, incluso poseía el don de transformarse, mientras otra afirmaba
que todo cuanto tocaba lo convertía en invisible.10 El «arte de
prestar juramento», en la dimensión mitológica originaria,
nos es mostrado en el Himno a Hermes.
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