Iván Tolstói La novela blanqueada

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Iván Tolstói
La novela blanqueada
El doctor Zhivago de Pasternak
entre el KGB y la CIA
Galaxia Gutenberg
iván tolstói
La novela blanqueada
El doctor Zhivago de Pasternak
entre el KGB y la CIA
Traducción de
Joaquín Fernández-Valdés Roig-Gironella
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A Olga
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Todo este revuelo no se habría
levantado si los redactores
soviéticos hubiesen tenido el juicio
suficiente de publicar este libro.
Borís Pasternak
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Introducción
Por extraño que sea, en el centro de toda esta historia de
espías no descansa un hecho sino una leyenda. Una leyenda sorprendentemente obstinada. El símbolo de este
libro.
En otoño de 1956 un avión que cubría el recorrido
entre una ciudad europea y otra aterrizó inesperadamente en Malta. Según explicaron a los pasajeros, se
debió a causas técnicas o atmosféricas ‌–‌ahora ya es imposible aclarar los detalles‌–‌. Las hélices se detuvieron.
Anochecía. A través de la pista de aterrizaje condujeron
a los pasajeros a la sala de un pequeño aeropuerto de
una planta.
Y mientras los viajeros esperaban aburridos, varios
gentlemen buscaban en el portaequipajes del avión una
maleta (según otra versión se trataba de un paquete
postal) que contenía un grueso manuscrito. Llevaron el
manuscrito a una sala aislada y, bajo la luz de unas lámparas especialmente preparadas, fotografiaron en secreto
las seiscientas páginas del manuscrito, que introdujeron
de nuevo en la maleta y devolvieron al avión. Seguidamente, los pasajeros fueron conducidos otra vez a sus
asientos.
Las hélices empezaron a zumbar, como si nada hubiera ocurrido. El texto de El doctor Zhivago había caído en manos de los servicios de inteligencia occidentales.
Hoy en día ya no tenemos historias de detectives como
ésta. El interés internacional hacia una novela no lo ma-
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nifiestan agentes secretos sino literarios. El destino de
un manuscrito habría que inventarlo, de modo que la
historia de la publicación en ruso del libro definitivo de
Pasternak probablemente se ha convertido en el último
thriller auténtico de nuestros tiempos.
Pocos comprendían entonces que el episodio maltés
se convertiría en la piedra angular de una historia de
alcance internacional en la que aparecerán italianos,
franceses, alemanes, holandeses, ingleses, belgas, polacos,
suecos y, evidentemente, rusos y americanos. Medio
mundo giró en el torbellino del Zhivago, con la particularidad de que el torbellino no se generó en absoluto
por el contenido del libro: por aquel entonces la mayoría de los personajes de esta historia aún no había podido leer la novela de Pasternak.
Lo importante era el mito que al instante se había
tejido alrededor de El doctor Zhivago, un mito sobre
un gran libro, salido de la pluma de un escritor soviético
atrapado, encerrado tras el telón de acero. Todo contribuyó a avivar el mito de esta obra maestra prohibida.
Contribuyeron los treinta lúgubres años de mandato de
Stalin, cuando en Occidente muchos creían que todos
los escritores eran aniquilados o desterrados a Siberia
mientras otros tenían la esperanza de que el socialismo
corregiría su rumbo; también contribuyó la imagen de
Pasternak, el solitario poeta, un hombre apenas manchado por colaborar con la propaganda interesado por
la cultura europea y residente no en la capital sino,
como antaño, en algún lugar fuera de la ciudad, entre
fríos montones de nieve.
Y he aquí que precisamente ese hombre enviaba al
extranjero un libro sobre el amor y la revolución, con la
esperanza de verlo publicado. ¿Quién no simpatizaría
con la valentía de un artista? ¿Quién no se indignaría con
los obtusos burócratas del Kremlin?
Parece que a semejante mito tendrían que aferrarse
escritores, periodistas, personalidades públicas y politó-
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logos, pero... ¿qué pintan aquí los servicios de inteligencia? ¿Qué le podía importar a la CIA una novela lírica y
filosófica? ¿Acaso las ideas religiosas de Pasternak valían hacer aterrizar un avión? Y si lo valían, ¿sacó la
CIA provecho de su acción? ¿De qué modo? ¿Influyó el
robo del avión en la concesión del premio Nobel?
La novela blanqueada responde a todas estas cuestiones. Su autor, que ha dedicado veinte años a la búsqueda de implicados, testigos y documentos, quiere advertir a sus lectores que algunas de las actuaciones de
los protagonistas de este libro hoy en día parecerán tan
absurdas y exageradas que no las considerará merecedoras de tantos esfuerzos, pero para la CIA ésa era su
primera misión como instigadora de la publicación de un
manuscrito «llegado del frío». La aparición de El doc­
tor Zhivago enseñó mucho a quienes luchaban contra el
comunismo y contribuyó a la progresiva elaboración de
un cierto know how para el futuro.
¡Bienvenidos a nuestras páginas nevadas!
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¡Hacia Occidente!
Durante muchos años Rusia ha estado «embarazada» de
Occidente. Si bien el comunismo le generó a este país un
trauma monstruoso, por una curiosa contradicción, durante el siglo xx su atracción por Occidente se convirtió en
algo casi enfermizo. Desde finales de los años cincuenta
Rusia deseó apasionadamente alumbrar y personificar su
sueño más preciado: «ver realmente el fruto de sus esperanzas en la perfección de la vida». Pero cuanto más tiempo permanecía el país cerrado, más grotesca se convertía la
imagen de ese anhelado Occidente, dibujado a pequeños
trazos: gota a gota iban entrando en la Unión Soviética la
Coca-Cola, los bolígrafos, la goma de mascar con sabor a
frutas (¡con los que podías hacer pompas!), las revistas
pornográficas, los tejanos azul marino, los vinilos negros
que volvían loco a todo el mundo con su jazz, el alcohol
exótico y los cigarrillos que tan rápido se consumían.
Evidentemente, este «embarazo» era joven y apresurado, propio de una nueva generación, pero también la
vieja generación vivía hacía tiempo con un sueño en su
interior: los libros occidentales no leídos, las ciudades
no visitadas, las películas no vistas, la libertad política y
artística.
Rusia llevó consigo este Occidente soñado cerca de
treinta años, desde finales de los cincuenta hasta la perestroika. Desde el poder se trató muchas veces hacerlo
abortar y fue golpeado, asfixiado, envenenado y violentado. ¿Cabe sorprenderse de que a resultas de ello naciera un extraño engendro al que odiarían todos aquellos que habían soñado con él?
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Borís Pasternak se encontraba entre aquellos soñadores adultos. Soñó apasionadamente con enviar su novela El doctor Zhivago a Occidente, a manos seguras
‌–‌eso creía él‌–‌, con la esperanza de que la gente, no corrompida por el bolchevismo, aún recordaba las normas de comportamiento, la antigua e inquebrantable
ética, y respetara el trabajo y la libertad del artista.
La novela había sido concebida en gran medida bajo
la influencia de Occidente o, mejor dicho, bajo la influencia de la relación que Occidente tenía con Pasternak.
Fue una historia larga y dramática.
Borís Pasternak nació en el seno de una familia culta de
Moscú. Su padre, Leonid Pasternak, fue un famoso pintor y académico de bellas artes. Su madre, Rosa Kaufman, una pianista con talento. La familia solía recibir la
visita de celebridades tan destacadas como el compositor Aleksandr Skriabin, los pintores Isaac Levitán, Valentín Serov, Mijaíl Brúbel, Vasili Polenov o el historiador Vasili Kliuchevski. Enumerar estos nombres equivale
a repasar las mejores páginas de la historia rusa. ¡Cómo
no se iba a sentir predestinado aquel que en su infancia
se había sentado en el regazo de Lev Tolstói! Aun así,
Pasternak creció sin ninguna clase de arrogancia, y tanto
era así que muchos de sus lectores lo recuerdan por su
verso: «Ser famoso no es bello».
Se sentía atraído por Europa, como muchos de sus
contemporáneos y antecesores. Durante los siglos xviii
y xix, el estudiante ruso en el extranjero se convirtió en
un personaje tipo en la literatura rusa y en los libros de
memorias: un holgazán espontáneo e ingenioso que le
sacaba el dinero a sus padres con unas cartas no demasiado sinceras desde el otro confín del mundo.
Sin embargo, los estudiantes constituían sólo una pequeña parte de la ya antigua unión con Occidente. Sin
detenernos a hablar de la primera dinastía –‌ ‌los Rúriko-
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vich, que llegaron a la Rusia medieval desde Escandinavia
para reinar‌–‌, la nobleza rusa, a lo largo de los siglos,
trató siempre de hallar (y cuando no lo lograba, lo inventaba) relaciones de parentesco con los extranjeros. La
reforma del ejército ruso siguiendo el modelo occidental
que empezó en tiempos de Alekséi Mijáilovich (16291676) se prolongó bajo el reinado de su frenético hijo
Pedro el Grande (1672-1725), que envió a instruirse a
Europa no sólo a estudiantes sino incluso a sus funcionarios. Por ejemplo, a mi retatarabuelo Piotr Tolstói lo
envió a que realizara un largo viaje a Italia ‌–‌algo extraño para esa época‌–‌; éste, después de estar recluido varios
años en el castillo de las Siete Torres de Constantinopla,
fue nombrado jefe de la Cancillería Secreta en 1718 y en
1724 le concedieron el título de conde.
Sir Isaiah Berlin escribió acerca de la tendencia social
del europeísmo ruso: Pedro el Grande
creó una clase cerrada de nuevos hombres, medio rusos y
medio foráneos, educados en el extranjero, pero rusos de
nacimiento. Éstos a su vez formaron una oligarquía cerrada de mandatarios y funcionarios que estaba por encima
del pueblo y que no compartía con éste su antigua cultura
medieval común.
Lo mismo se puede decir de la ruptura cultural de la
gente instruida con el pueblo. El lenguaje literario ruso,
desde tiempos de Nikolái Karamzín (1766-1826) se esculpió tomando como referencia el modelo francés y se
puso de moda burlarse de quienes defendían conservar
el arcaísmo en la lengua.
Movidos por su europeísmo, los rusos se mudaban a
Europa (a menudo no por razones políticas) o construían en sus haciendas rusas «un pequeño Occidente»
que manejaban a la manera inglesa. En ocasiones llegaban hasta el «extremismo» intelectual y espiritual de
abrazar el catolicismo, como hicieron por ejemplo Vla-
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dímir Pechorin, el príncipe Iván Gagarin, el decembrista
Mijaíl Lunin o la princesa Zinaída Volkónskaya, quien
viviendo en Roma, en la década de 1840, se las ingenió
para convertir al catolicismo a casi todo el cuerpo diplomático ruso.
Éste es el motivo por el que los rusos siempre han situado las traducciones de los clásicos occidentales en un
puesto de honor. Y precisamente esta tradición intelectual europeísta fue la que Pasternak quiso conservar.
En Pasternak confluían dos líneas, la social y la cultural: de su madre heredó una cultura refinada y, de su
padre –‌‌pintor destacadamente racional, «cerebral» y
social‌–‌las ensoñaciones de la intelligentsia. No es casualidad que Pasternak se sintiera atraído por los na­
ródniki, un conocido movimiento revolucionario ruso
de la década de 1870, cuando miles de ciudadanos instruidos se lanzaron literalmente a vivir junto al pueblo,
para aportar un fermento de protesta en el ambiente de
la vida del campesinado. Ése era el deber de la intelli­
gentsia, tal como ésta lo entendía: era vergonzoso ocultarle al pueblo la comprensión de la injusticia de la vida
y los caminos de la lucha por la libertad. Sir Isaiah Berlin decía que la intelligentsia «estaba relacionada no
sólo por sus intereses o ideas: sentían pertenecer a un
cierto orden, como si fueran guías destinados a aportar
una particular comprensión de la vida, una especie de
nuevo Evangelio».
A Pasternak también le unía con los naródniki su
origen judío: hasta entonces nunca se había visto en
ningún grupo de la intelligentsia ruso tal cantidad de
judíos y nunca en un grupo judío había habido tanta
indiferencia religiosa como entre los naródniki. ¡Cómo
se reconoce aquí a Pasternak con su modo de huir y de
evadir su propio origen! En Rusia la intelligentsia siempre se ha entendido como una especie de fraternidad
moral, una confianza fraternal que advertiremos, por
ejemplo, en el valiente paso que da Pasternak cuando se
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decide a entregar el manuscrito de El doctor Zhivago a
Occidente, convencido de que allí aún quedan quienes
comparten con él ese valor común de la honestidad. En
los amigos de Occidente y en quienes le ayudaron anónimamente, Pasternak adivinaba a la intelligenstia.
En la biografía de Pasternak, Occidente no fue únicamente una construcción ideológica sino también una
realidad. A diferencia de muchos estudiantes del pasado, Pasternak, que en 1912 estudió filosofía en la Universidad de Marburgo (Alemania), no se dio a la juerga
y asistía con esmero a las clases del célebre profesor
Hermann Cohen. En honor a la justicia, hay que decir
que Cohen no incluía a Pasternak entre sus alumnos
preferidos y que después de Marburgo el interés de Borís por la filosofía se enfrió.
La revolución separó a la familia Pasternak: a principios de los años veinte los padres y las dos hijas, Lydia
y Josephine, emigraron, mientras los dos hijos, Borís y
Aleksandr, permanecieron en Moscú. ¿Por qué abrazó
Borís la revolución rusa? ¿Por qué no huyó a Europa
junto a sus hermanas y padres?
Durante los primeros años, el bolchevismo en sí no
asustó a Pasternak y su actitud hacia los acontecimientos
que se producían a su alrededor se diferencia sustancialmente de las opiniones que al cabo de muchos años expondrá en El doctor Zhivago. Aceptó el nuevo gobierno
y al principio vio en la revolución una dimensión mundial. De un modo romántico y nietzscheano, reconocía
la grandeza mundial de los cambios que se estaban produciendo. «¡Escuchad, escuchad la música de la revolución!», aclamaba su querido poeta y contemporáneo de
más edad Aleksandr Blok. Y Pasternak aguzó el oído y
se creyó capaz de distinguir la «música de las esferas».
Nunca se adhirió a la revolución por intereses utilitarios, soñaba con ser testigo de procesos colosales y
grandiosos que tanto necesitaban Europa y la humanidad entera. Quería «visitar este mundo en sus momen-
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tos fatídicos», como escribiera su también querido poeta Fiódor Tiútchev (1803-1873).
El «nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música» nietzscheano y el nacimiento de la revolución en el
espíritu de las ensoñaciones sociales de varias generaciones de la intelligentsia rusa eran justamente las elevadas categorías con las que Pasternak percibía todo
aquello que sucedía a su alrededor. Y no había nada
paradójico en que juzgara los acontecimientos revolucionarios de igual manera que la tan esperada unión con
Europa, no sólo en un plano social o político sino quizá,
y por encima de todo, en un plano estético y artístico.
«¡Hacia Occidente!» fue el llamamiento de Lev Lunts,
principal ideólogo del grupo literario «Hermanos Serapión», formado en Petersburgo a principios de los años
veinte. El sentido que encierra este llamamiento expresa
la aspiración artística de los jóvenes literatos de romper
con la «lata» de siempre y escribir de modo conciso,
ameno, con un argumento bien definido, manteniendo
al lector en vilo en todo momento, es decir, en cierto
sentido, significaba romper con la tradición literaria
rusa de las largas descripciones y las extensas conversaciones filosóficas sin apenas argumento.
Y a pesar de que Pasternak mantuvo con los «Hermanos Serapión» un contacto artístico directo, la divisa
«¡Hacia Occidente!» fue para él en gran medida simbólica. En 1923 probó incluso vivir en Berlín, cuando a los
literatos soviéticos aún les dejaban viajar al extranjero
con relativa facilidad, y experimentó por sí mismo lo
que era la vida en Europa, pero no aguantó en Alemania y regresó a Moscú. Aquéllos fueron los últimos meses en los que se comunicaría con sus padres: no los volvió a ver nunca más, porque a pesar de que estuvo en
Europa una vez más, no se llegaron a encontrar, algo
que para él fue dramático.
En los años veinte, Borís Pasternak vivió en apariencia como un poeta enteramente soviético, compartien-
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do el destino común, ni mejor ni peor que el de otros,
con sus libros, publicaciones, intervenciones, discusiones, sin perder la esperanza en un camino literario de
pleno valor. Mucha otra gente también albergaba esperanzas: los años veinte se percibieron como un período
de apertura literaria, de experimentación artística y de
independencia estética. Pronto no quedará ni rastro
de todo eso, pero en 1928 aún sale publicada la colección de poesías de Ósip Mandelstam, la obras teatrales
de Mijaíl Bulgákov se representan en el MJAT, Vsévolod
Meyerhold experimenta en un teatro que lleva su nombre, y en 1931 aparecen las obras completas de Evgueni
Zamiatin en cuatro tomos –‌ ‌sin incluir, eso sí, la novela
antiutópica Nosotros.
Pasternak mismo escribió y publicó sus libros más
célebres precisamente en los años veinte: Mi hermana la
vida apareció en 1922, Tema y variaciones en 1923, el
poema Alta enfermedad en 1924, durante los años
1925-1926 trabaja en el poema El año 1905, en el poema El teniente Schmidt durante 1926-1927, y en la novela en verso Spektorski entre 1925-1930. En 1931 terminó de escribir El salvoconducto, en el que trabajó
durante un año. Este pequeño y primoroso libro en prosa coronó el corpus del Pasternak clásico.
Sin embargo, a principios de los años treinta la atmósfera «estival» (relativamente, por supuesto) del decenio anterior se evaporó y rápidamente llegaron las
heladas: habían cambiado las reglas del juego. Precisamente a este período se adscriben una serie de confesiones de Pasternak acerca de una crisis que siente próxima, tanto artística como de concepción del mundo. En
una carta a su prima Olga Freidenberg escribe:
[...] prácticamente me despido. No se asuste, no lo entienda en sentido literal. No padezco ninguna enfermedad
grave, ni nada me amenaza directamente. Pero cada vez
más me persigue un sentimiento de punto y final que pro-
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viene de lo más decisivo que hay en mí: de la observación
de mi propio trabajo. Éste se ha quedado en el pasado y
me siento incapaz de moverlo de un punto muerto: no he
participado en la creación del presente y no siento un
amor vivo hacia él.
Quizá Pasternak no sintiera un amor vivo, pero en
una cosa no tiene razón: sí participó activamente en la
«creación del presente» y en la formación de una nueva
conciencia. Ante todo, justificó poéticamente la revolución y la legitimó, extendió sus raíces hacia el pasado de
los naródniki y de los socialistas-revolucionarios, uniendo causa ‌–‌la socialdemócrata‌–‌y efecto ‌–‌el bolchevismo‌–‌sin que tuvieran nada que ver. Y el nuevo gobierno
no podía dejar de agradecérselo: necesitaba a apasionados defensores, idealistas como él. Así pues, el tema
histórico-revolucionario en poemas épicos como El
año1905 y El teniente Schmidt señaló la total lealtad
del poeta hacia el régimen.
Los siguientes versos, por ejemplo, resultan reveladores desde un punto de vista político:
¿Acaso no me mido con el plan quinquenal,
no caigo y me alzo junto a él?
Es cierto que a estos versos sobre lo «general» les siguen otros sobre lo «particular»:
¿Pero qué puedo hacer con mi pecho
y con toda la rutina de las rutinas?
Poco a poco fue dándose cuenta de sus sentimientos
encontrados y habría querido aprender a superar esas
contradicciones.
Que toda persona –‌ ‌continúa Pasternak en una carta de
11 de junio de 1930 a Olga Freidenberg‌–‌tiene los límites
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trazados y que todo tiene un final no es ningún descubrimiento, pero es difícil cerciorarte de ello en tu propia piel.
No tengo perspectivas y no sé qué va a ser de mí.
Es significativo que Pasternak hable en esta carta de
la falta de amenazas «directas» –‌ ‌es decir, políticas‌–‌sobre su existencia. Sobre él pendía una amenaza cosmovisiva, y no policial. Se trataba de una decepción con
respecto a la revolución: Pasternak comprendía que
ésta había entrado en un callejón sin salida. Ya no había
Occidente alguno, tal y como él lo entendía. ¿Cómo podía haberlo cuando todo lo que sucedía en Europa se
había convertido en algo irreal y especulativo para la
hermética sociedad soviética? Soñar con Occidente era
absurdo. «El alma se marcha de Europa» dice metafórica y «geográficamente» en una poesía de 1931, «no tiene nada que hacer allí». Pero tampoco en Oriente ‌–‌es
decir, en Rusia‌–‌se vislumbra salvación espiritual alguna. Y cuando en una carta a su padre reconoce que «Me
he convertido en una partícula de mi tiempo y del Estado, cuyos intereses se han convertido en los míos», un
auténtico drama resuena en sus palabras, que no respiran ninguna alegría. El poeta comprendió que a su alrededor sólo había vacío.
Pero el drama se duplica cuando Pasternak ve que la
gran revolución cae definitivamente en un abismo y que
se ha convertido en una sangrienta caricatura.
Se suele considerar que el estalinismo empezó en
1929. ¿Cómo sobrevivió Pasternak a esa época? En Occidente, desde la última mitad del siglo pasado, lo elogian por su valentía moral, comentan repetidamente
que su poesía es una «llamada de la tiranía» y hablan de
su obstinado rechazo al conformismo. Y eso es verdad:
Pasternak nunca perteneció a los poetas desenfrenadamente aduladores de Stalin; nunca se doblegó ante el
culto oficial ni ante los rituales; nunca sacrificó su honor de escritor para complacer a los vigilantes del po-
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der. Sólo eso ya es suficiente para que tanto él como su
trabajo merezcan todo el respeto, puesto que mantener
esa actitud en tales circunstancias es asombroso. La
poesía de Pasternak sobresale claramente sobre el fondo
gris de la literatura oficial de aquellos años. En comparación con aquella masa carente de vida e insoportablemente uniforme que constituía la poesía soviética, incluso su anticuado lirismo resultaba cautivadoramente
nuevo. Por tanto, de Pasternak se puede hablar como de
un poeta heroico sólo en el sentido medio irónico con el
que, en opinión de algunos, en la Biblia se habla de Noé
como de un hombre justo «dentro de su generación», en
la generación del pecado.
Y, verdaderamente, Pasternak sobresale muy por encima de los poetas lacayos del bolchevismo, pero su valentía es de un tipo especial: se trata de una valentía de
resistencia pasiva. La poesía de Pasternak era una huida
de la tiranía, no un desafío a ésta. Gracias a ello sobrevivió a aquellos tiempos, cuando grandísimos poetas como
Vladímir Maiakovski y Serguéi Esenin se suicidaron y
cuando los mejores escritores y artistas, entre ellos Isaak
Bábel, Borís Pilniak, Ósip Mandelstam, Nikolái Kliúev y
Vsévolod Meyerhold fueron enviados y abandonados en
campos de concentración y llevados a la muerte.
Stalin no sólo permitió publicar varias poesías de
Pasternak sino que se apiadó de su autor y, por un benevolente capricho propio de déspota, incluso lo rodeó de
atenciones, cuidando su seguridad y bienestar. Stalin
sabía que en la poesía de Pasternak no había nada que
temer. En el terrible año 1937, Borís Leonídovich1 recibió del Estado una dacha situada en Peredélkino, una
villa de escritores que se encontraba en los alrededores
de Moscú, así como un piso en pleno centro de la capital, enfrente de la galería Tretiakov. Stalin no se sentía
1. El nombre completo del escritor es Borís Leonídovich Pasternak.
(N. del T.)
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amenazado por los mensajes arcaicos de un hombre que
escuchaba los tiempos prerrevolucionarios, sino por la
obra de aquellos escritores y artistas que, cada uno a su
manera, expresaban el espíritu, «la tempestad y el embate» y el inconformismo de los primeros años de la revolución. En esto sí sentía Stalin un auténtico desafío a
su infabilidad.
Durante mucho tiempo Pasternak deseó apasionadamente ser un poeta soviético y revolucionario. Su mujer
Zinaída Nikoláyevna sabía lo que decía cuando interiormente se despidió de él en su lecho de muerte: «Adiós,
auténtico gran comunista» (Zinaída Pasternak, p. 396).
Así es cómo lo conoció en 1930, como un hombre que
creía en una nueva vida y en el nuevo poder.
Durante la era estalinista, ¿era posible seguir siendo
honrado y salir indemne? ¡Sí! Pasternak lo demostró
con su ejemplo. Su drama posterior fue consecuencia
del paulatino y atormentador cambio en su concepción
artística y en su objetivo como artista, así como su decisivo alejamiento y ruptura final con lo soviético.
¿Y por qué salió indemne?
Stalin desplegaba con los artistas un gran juego que
determinaba el significado de tal o cual figura para el
régimen. Algunos artistas se negaban a jugar con el tirano (Anna Ajmátova, Nikolái Kliúev, Maksimilián Voloshin), otros jugaban al ganapierde (la mayoría) y
otros intentaban jugar a su propio juego (Mijaíl Bulgá­
kov, Yuri Tyniánov, Maksim Gorki, Serguéi Prokófiev,
Serguéi Eisenstein). Stalin no decidía a la ligera a quién
pasar por las armas y a quién dejar con vida.
El joven Pasternak no incurrió en faltas ante el poder
soviético. Su naturaleza romántica y su conocido infantilismo le permitieron expulsar de su conciencia los
«días malditos». No decimos infantilismo como un vilipendio sino como la imposibilidad de creer que pueda
haber mal, porque la vida es como un cuento y los cuentos tienen final feliz. ¿Dificultades? Por supuesto, claro
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que las debe haber. Pasternak estaba con aquellos que
«escuchaban la música de la revolución» y la escuchó
durante mucho tiempo, hasta mediados de los años
treinta. Blok no soportó esa música y murió. Hay una
famosa fotografía tomada en 1932 en un congreso de
los komsomoles, donde están sentados en la sala dos
escritores, Pasternak y Kornéi Chukovski, atentos al escenario: Chukovski con mirada seria, casi triste, la de
un hombre que hace ya mucho que comprendió la esencia del régimen; Pasternak con mirada ardiente, a la espera de un milagro a pesar de todo. Lo suscribimos: están
escuchando la música de la revolución.
El viaje a los Urales que en 1932 Pasternak realizó
junto con otros escritores en comisión de servicio constituyó para él una fuerte prueba moral, porque allí descubrió el auténtico estado de las cosas en el país. No
pudo soportar su vida privilegiada ante los ojos de las
pobres víctimas de la colectivización: multitudes de
campesinos hambrientos se acercaban al comedor a pedir pan y por las noches llamaban a las ventanas de la casa
donde se hospedaba el escritor con la esperanza de que
les diera algo que llevarse a la boca. Todo el dolor que presenció y la imposibilidad de ayudar en algo a esas gentes
le produjeron una impresión tan fuerte que interrumpió
el viaje y regresó precipitadamente de Sverdlovsk a Moscú. Las escenas de las que fue testigo en los Urales sumieron a Pasternak en una depresión que se prolongó
cerca de un año.
La culminación de las relaciones de Pasternak con el
poder fue la llamada telefónica que Stalin le hizo en
1934, tras el arresto de Ósip Mandelstam por haber
escrito unos versos antisoviéticos. Con aquella llamada,
Stalin puso a Pasternak entre la espada y la pared:
¿intercedería a favor del condenado a muerte o no? Al
enterarse por Nikolái Bujarin de que Pasternak se encontraba en un estado de «absoluta turbación mental»,
el tirano le telefoneó inesperadamente:
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‌–‌Dígame, ¿es usted amigo de Mandelstam?
‌–‌Los poetas raramente son amigos ‌–‌le respondió Pasternak‌–‌. Sienten celos unos de otros, como las mujeres bellas. Él y yo vamos por caminos completamente distintos...
La evasiva de Pasternak es totalmente comprensible:
una respuesta afirmativa significaba la solidaridad con
Mandelstam, y una negativa, la traición. Pasternak sabía evitar las respuestas directas. No sabemos si reparó
en las palabras que le dijo Stalin justo al principio de la
conversación acerca de que el asunto Mandelstam se
había revisado y que el resultado sería favorable para
éste. Quizá por lo inesperado y por la agitación, Pasternak cayó en la cuenta mucho después. No obstante, Stalin sintió que Pasternak «se andaba con rodeos»:
–‌ ‌Nosotros, los bolcheviques, no renegamos de nuestros
amigos ‌–‌dijo aquél.
‌–‌Es todo mucho más complejo ‌–‌empezó a decir Pasternak‌–‌. Simplemente somos distintos...
‌–‌¿Por qué no se ha dirigido a mí o a las organizaciones
de escritores? ‌–‌le interrumpió Stalin–‌. Si un amigo cayera
en desgracia, yo haría lo que fuera por ayudarlo.
‌–‌Si yo no hubiera hecho nada ‌–‌le replicó Pasternak‌–‌
probablemente usted no se habría enterado de este asunto. Y, además, desde 1927 las organizaciones de escritores
ya no se ocupan de estas cosas.
‌–‌¿Pero es un maestro de la literatura? ‌–‌le preguntó Stalin‌–‌. ¿Lo es?
‌–‌Eso no importa. ‌–‌Y entonces Pasternak entró en largos detalles sobre su poética y la de Mandelstam. Después, al comprender que su interlocutor debía de estar
aburriéndose, se interrumpió a sí mismo‌–‌: ¿Qué importancia tiene esto? ¿Por qué estamos hablando de Mandelstam? Hace tanto tiempo que necesito encontrarme con
usted y hablar...
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‌–‌¿De qué? ‌–‌se interesó Stalin.
‌–‌De la vida y la muerte ‌–‌propuso Pasternak esperanzado.
En vez de responder, Stalin colgó el teléfono y, por
mucho que Pasternak trató de comunicarse con el
Kremlin, no lo consiguió. Stalin no atendió su llamada.
Las respuestas del poeta, a pesar de las varias versiones que existen de esta famosa conversación, se caracterizan ante todo por su carácter evasivo. Naturalmente
que no es extraño turbarse ante la llamada inesperada
de un homicida, pero hay distintas maneras de turbarse.
Pasternak no renegó directamente de su compañero de
profesión sino que entró en pormenores profesionales,
como si no comprendiera lo que querían de él. Stalin
captó enseguida ese tono evasivo y esa disimulada defección. Si esa conversación terminó o no de ese modo
jamás lo sabremos, pero, como cualquier leyenda, desprende una esencia de veracidad. Según todas las versiones, Stalin cortó rápidamente la conversación después de escuchar todo lo que quería saber y dejó a
Pasternak completamente turbado. Aunque es posterior, bien casa aquí la famosa frase de Stalin: «Dejen
tranquilo a este habitante de los cielos». ¿No hay en
este «habitante de los cielos» cierta ironía o menosprecio? Stalin adivinó el sentido solapado que había en las
palabras de Pasternak: «No me tema, Iósif Vissariónovich, me dedicaré a las rimas».
Él no representaba ninguna amenaza para el tirano
y, durante varios años, Stalin, a quien gustaban los símbolos unívocos en todo, meditó la elección de un candidato para el puesto de «principal» poeta soviético. En
1930 Vladímir Maiakovski se suicidó en su piso disparándose con un revólver, justo al doblar la esquina del
‌ edificio de la policía secreta, el KGB ‌–‌entonces GPU –‌, y
con ello acabó con los planes propagandísticos del Estado proletario. Pasternak tenía mucho miedo de que a
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raíz de aquella tragedia el poder lo designara a él como
primer poeta, porque entonces se le acabaría cualquier
tipo de libertad creativa. Respiró con sincero alivio
cuando Stalin dejó de buscar y declaró: «Maiakovski ha
sido y seguirá siendo el mejor y más talentoso poeta de
nuestro tiempo».
A Pasternak le asignaron otro papel: el poder y los lectores lo asociaron a la vieja cultura europea, y tanto era
así que incluso participaba en las recepciones de los escritores extranjeros que llegaban a Moscú, lo que muestra la confianza que el Estado tenía depositada en él.
¿Por qué, a pesar de todos los reproches políticos
que se le puedan hacer a Pasternak, lo perdonamos sin
reservas? ¿Por qué su aura está limpia? Porque todos
pecamos, pero sólo los elegidos se arrepienten. En todas
las palabras y los actos de Pasternak trasluce su escrupulosidad y honradez.
Un punto de inflexión en el occidentalismo de Pasternak resultó su viaje a París para asistir al Congreso
Antifascista de Escritores en Defensa de la Cultura. Sin
este viaje no se puede entender por qué escribió El doc­
tor Zhivago. Ahora parece casi inverosímil que permitieran a Pasternak ir al país más burgués de todos los
imaginables, a «Europa-A», como decía Ostap Bénder,
el protagonista de los libros satíricos de Ilyá Ilf y Evgueni Petrov. Moscú tenía a hombres de confianza para
realizar viajes al extranjero con el fin de hacer gala del
europeísmo bolchevique y, entre ellos, destacaba Ilyá
Ehrenburg, poeta, prosista y ensayista que durante muchos años vivió en Bélgica, Alemania y Francia y se convirtió en una especie de enlace de la diplomacia soviética culta. Todo lo que era necesario hacer llegar a la
opinión pública occidental de un modo extraoficial, todos los chismes intencionados y las historias entre bastidores, todos los planes verdaderos y falsos, todo ello se
transmitía a través de Ehrenburg. Y, aunque también
enviaban a Europa a unos pocos escritores soviéticos
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(Maiakovski, Mijaíl Koltsov, Alekséi Tolstói), Ehrenburg poseía indiscutiblemente en este sentido el monopolio ideológico.
Y precisamente el mundano y culto Ehrenburg era
quien debía representar al país soviético en el citado
congreso de escritores que se celebraba en París en 1935.
El resto de escritores servían de adorno, por decirlo de
alguna manera, y los europeos no los tomaban en serio.
Sin embargo, poco antes de la inauguración del congreso ocurrió un suceso desagradable. Una noche, a la
entrada del café La Closerie des Lilas situado en el
Boulevard du Montparnasse, Ehrenburg tropezó cara a
cara con un grupo de hombres ebrios que salían de allí,
encabezados por André Breton, famoso poeta y fundador del surrealismo. Éste reconoció inmediatamente al
«viejo parisino» Ehrenburg y se sonrió maliciosamente.
Apenas hacía unos días, en una de las crónicas que
Ehrenburg mandaba al periódico moscovita Izvestia,
había escrito acerca de la vida artística en Francia y había soltado una buena puntada a los vanguardistas
«burgueses» en general y a André Breton en particular.
Ahora, en la noche oscura, había llegado el momento de ajustar cuentas. André Breton, camorrista profesional, le asestó a Ehrenburg varios puñetazos y, aunque éste no quedó lisiado físicamente, le afectó tanto
anímicamente que su participación en el congreso de escritores se puso de inmediato en cuestión. Por la mañana, Ehrenburg puso en antecedentes a la embajada rusa
y él mismo propuso una salida para aquella situación:
debían enviar a alguien de Moscú para que lo sustituyera. Pero ¿qué escritor soviético respondía a los parámetros de Ehrenburg? ¿Quién reunía semejante conjunto
de cualidades, todas ellas imprescindibles, como fidelidad a los valores soviéticos, una reputación no manchada por la propaganda, auténtica maestría literaria y dominio de idiomas extranjeros? ¿Quién podía viajar a
París sin que una vez allí pidiera asilo político? ¿Quién
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podía causar una buena impresión, pero no contrarrevolucionaria? Si repasamos uno a uno los literatos posibles, nos convenceremos de que el Kremlin no pudo
encontrar en aquel entonces a nadie mejor que a Pasternak. Y Pasternak era un hombre de gran cultura, famoso en Europa y no había estado preso en ninguna cárcel
bolchevique. Un currículo semejante era ideal.
Los preparativos de viaje de Borís Leonídovich podrían servir para escribir una comedia, si no fuera porque se trataba de la cruda realidad. No tenía ningunas
ganas de ir: él sabía que no era un hombre público ni un
buen orador y se sabía incapaz de mantener un debate.
¡Qué París ni París, si no tenía un solo traje! ¡No tenía
qué ponerse! Ahora resulta difícil imaginarse el grado
de humildad material ‌–‌casi ascetismo‌–‌con el que vivía
la intelligentsia soviética de los años treinta. La idea de
partir hacia Europa «con ese aspecto» podía parecer
una burla, pero las autoridades superaron ese obstáculo
rápidamente: llevaron a Pasternak a una sastrería, en
veinticuatro horas le confeccionaron un traje estatal
nuevo y, al día siguiente, en compañía de otro escritor
de confianza, Isaak Bábel (relacionado durante muchos
años con la policía secreta), lo acomodaron en un tren
con destino a Berlín.
Por aquel entonces Pasternak se encontraba ya en el
límite de una enfermedad espiritual, y un viaje al extranjero le parecía totalmente inapropiado desde un
punto de vista psicológico. Sin embargo, no podía negarse: se trataba de una misión de Estado. Durante todo
el trayecto se quejó a Bábel de que estaba enfermo, le
repitió que no quería ir, que lo habían obligado y que
no creía que los problemas del mundo y la cultura se
pudiesen resolver en un congreso.
Todavía en Moscú, Borís Leonídovich logró enviar a
sus padres un telegrama a Munich anunciándoles que
estaría un día en Berlín y que tendrían la oportunidad
de verse por primera vez en doce años, pero para sus
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ancianos padres cualquier traslado era muy complicado
y tenían la esperanza de que su hijo se pasaría a visitarlos, de modo que en Berlín Pasternak sólo vio a su hermana Josephine y a su marido. La situación de los padres era difícil también desde un punto de vista político
y advirtieron a su hijo de que su intervención en París
podría tener consecuencias para su futuro en Alemania
(al poco tiempo lograrían trasladarse a Inglaterra).
Así que el encuentro resultó imposible. Y ésa fue su
última oportunidad.
La enfermedad se prolongaba y parecía agravarse.
Pasternak pasó los diez días de París en una especie de
nebulosa: le trastornaron sobremanera la decepción
mutua tras su encuentro con la poeta Marina Tsvetáieva, las aseveraciones que debía hacer cuando pensaba
justo lo contrario y, por encima de todo, la increíble
acogida con la que el congreso le obsequió.
Es interesante señalar de qué modo tan fantástico
Pasternak recordaba la impresión que causó ante los escritores parisinos. Sus recuerdos sobre su intervención
en el Palais de la Mutualité no han sido corroborados
por ningún testigo. Según sus palabras, salió al escenario y dijo:
Comprendo que esto es un congreso de escritores reunidos para organizar la resistencia contra el fascismo. A este
respecto sólo una cosa les puedo decir: ¡no se organicen!
La organización es la muerte del arte. Lo único importante es la independencia personal. En los años 1789, 1848 y
1917 los escritores no se organizaron en defensa de nada,
ni contra nada. Se lo ruego, ¡no se organicen!
En los labios de un escritor soviético esas palabras
debieron de sonar absolutamente sensacionales. ¿No se
organicen? Pero si en la Unión Soviética es a lo único
que se dedicaban. Y, ante todo, ¡el congreso de París
había sido ideado precisamente con ese objetivo!
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Sin embargo, ninguno de los asistentes recuerda tales
palabras. Ni los que estaban presentes en la sala, ni los
soplones de la delegación soviética, ni Kirshón, escritor
y miembro de la checa, ni André Malraux, que realizaba la traducción simultánea del discurso de Pasternak.
¿Por qué? ¿Cómo es posible? ¿Es su recuerdo producto
de la fuerte psicosis que atravesaba el poeta? ¿Se produjo todo esto en su conciencia enturbiada y no en la realidad?
Parece ser que sí. Ilyá Ehrenburg, a quien aquella víspera Pasternak había dejado ojear el cuaderno con los
bosquejos de su intervención, se horrorizó y le dijo que
aquello estaba escrito con un lenguaje literario del siglo
xix y que así no se podía hablar ante la gente. Y despedazó el cuaderno. Con toda probabilidad, las palabras
de Pasternak, que pronto fueron publicadas por la prensa, no tuvieron nada que ver con su intervención real:
ya sea por lástima o por razones de censura, aquéllas
fueron inventadas por el poeta Nikolái Tíjonov y la
emigrante Marina Tsvetáieva, que por aquel entonces
ya se relacionaba abiertamente con los miembros de la
delegación soviética. Entretanto, su marido, Serguéi
Efrón (futuro copartícipe del asesinato del agente soviético renegado Ignace Reiss) encabezaba el grupo de seguridad de la Salle Mutualité: el congreso de escritores
era absolutamente de izquierdas. Mientras hablaban, ni
Pasternak ni Efrón podían siquiera imaginarse qué estrafalaria cadena de causa y efecto uniría sus historias al
cabo de veinte años, cuando en 1958 la CIA decidió publicar El doctor Zhivago. Pero no adelantemos acontecimientos...
Aquel viaje a París transformó radicalmente a Pasternak y cambió su destino creativo hasta lo irreconocible. En cierto sentido, no tiene la más mínima importancia si alguien escuchó las palabras que pronunció (o
que imaginó pronunciar) o si sucedió algo objetivo. Lo
importante es que él mismo, subjetivamente, experi-
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mentó un vuelco absoluto: la increíble, absolutamente
inesperada y cálida acogida con la que Pasternak fue
recibido le permitió comprender por primera vez el lugar que le asignaban en la literatura moderna. Lo aclamaban casi como a un profeta (así es como entendió él
todo lo que vivió entonces) y ansiaban escuchar sus opiniones sobre el futuro de la cultura y el destino de la
humanidad. Sus palabras fueron recibidas con ovaciones, como si ya hubiera escrito sus obras más importantes, y aquel anticipo emocional y moral de los europeos
ilustrados lo percibió como un fuertísimo reproche.
Sentía que aún no había hecho nada para la posteridad,
que no hacía más que aplazar todo y cerrar acuerdos
tácticos con el régimen bolchevique y que la vida no iba
hacia ninguna parte.
Pasternak regresó a la Unión Soviética en el mismo
estado de ligera locura, pero ya como un hombre en el
que palpitaba la posibilidad de alcanzar la gloria, como
si hubiera visto por casualidad una futura velada en su
memoria en la que le rendían un homenaje sin precedentes. Todo su destino literario exigía una reformulación, todo el camino pasado le parecía ahora cargado
de inútiles obstáculos. Además, ¡qué obstáculos!: insignificantes, absurdos, provincianos, mientras que París
le había hecho recordar la dimensión histórica. Las mismas «piedras antiguas» de Europa de cuyo sentido para
los rusos había hablado Dostoievski en el pasado, esperaban de él una actuación que casase con su propia concepción de la dignidad de un poeta, le exigían palabras
grandes y sinceras, ¿acaso podía ahora traicionar las
expectativas de la historia?
Regresó a Leningrado en un barco donde compartió
camarote con el secretario de la Unión de Escritores,
Aleksandr Scherbakov.
Yo ‌–‌le contó más tarde Pasternak a Isaiah Berlin‌–‌hablaba
sin cesar, día y noche. Me suplicó que parara y le dejara
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dormir, pero yo seguía hablando, como si me hubieran
dado cuerda. París y Londres habían despertado algo en
mí y no podía detenerme. Me suplicó que tuviera compasión, pero fui despiadado. Probablemente pensó que me
había vuelto loco.
Fue una psicosis purificadora, una catarsis, un segundo nacimiento.
En esos instantes, horas y días no nació El doctor
Zhivago, pero sí la decisión de escribirlo.
A su nuevo estado se superponían las fuertes impresiones de los acontecimientos que se estaban produciendo en el país. Pasternak es aquí preciso con las fechas:
Justamente en el año 36, cuando empezaron estos terribles procesos (en vez del final de los tiempos de las brutalidades, como había parecido en el año 35) todo se quebró
en mí y mi unión con el tiempo se convirtió en una resistencia que yo no ocultaba.
Sin embargo, parece que las autoridades no querían
ver esa resistencia de Pasternak: se alzó contra las campañas ideológicas y continuaron publicándolo, se negó
a firmar los artículos «caníbales» que aparecían en la
prensa y seguían imprimiendo su apellido, no daba la espalda a sus amigos perseguidos y no lo arrestaban a él
sino a otros. Se ofreció obstinadamente como víctima,
pero el destino no quiso aceptar su sacrificio. En tales
circunstancias, por fuerza uno empieza a considerarse
una especie de intocable.
Y por ello El doctor Zhivago se convirtió en una novela-confesión, en una novela-penitencia de aquellos
«niños y niñas» (primer título del libro) que no comprendieron enseguida la revolución. Con El doctor Zhi­
vago trató de expiar su pecado de haber sido invulnerable, trató de compartir con sus mejores contemporáneos
las mismas expectativas y el mismo destino. Durante
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veinte años (desde la revolución de 1917 hasta mediados los años treinta) se había engañado a sí mismo y
había vivido conforme a unas normas que le eran ajenas, durante diez años (1935-1945) se preparó interiormente para su libro más importante, durante diez años
más (1945-1955) lo estuvo escribiendo y, finalmente,
dedicó los últimos cinco años de su vida a defenderse de
la persecución.
Escribió El doctor Zhivago y con él se vengó de todo,
se convirtió en un símbolo oculto para los iniciados, en
un icono de su tiempo, inquietó al mundo entero, sirvió
al premio Nobel como reclamo, impulsó los estudios de
eslavística en Occidente, sirvió como pretexto para la
creación de revistas por parte de los exiliados y originó
el tamizdat.1
Y todo eso nació del sufrimiento de la conciencia de
un escritor y de su descontento consigo mismo.
1. Publicación en el extranjero de literatura prohibida en la Unión
Soviética. (N. del T.)
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Título de la edición original: отмытый роман пастернака
«Доктор Живаго» между КГБ и ЦРУ
Traducción del ruso: Joaquín Fernández-Valls
Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S.L.
Av. Diagonal, 361, 1.º 1.ª A
08037-Barcelona
[email protected]
www.galaxiagutenberg.com
Círculo de Lectores, S.A.
Travessera de Gràcia, 47-49, 08021 Barcelona
www.circulo.es
Primera edición: febrero 2014
© Iván Tolstói, 2009
www.nibbe-wiedling.de
© de la traducción: Joaquín Fernández-Valls, 2014
© Galaxia Gutenberg, S.L., 2014
© para la edición club, Círculo de Lectores, S.A., 2014
Preimpresión: gama, sl
Impresión y encuadernación: Liberdúplex
Depósito legal: B. 28954-2013
ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-15863-99-1
ISBN Círculo de Lectores: 978-84-672-5880-6
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