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Froilán Sánchez
Demonios en el teclado
Colección Incontinentes
Ediciones Irreverentes
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Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra
por cualquier procedimiento y el almacenamiento o transmisión de la totalidad o
parte de su contenido por cualquier método, salvo permiso expreso del editor.
De la edición: © Ediciones Irreverentes S.L.
De la obra © Froilán Sánchez
Del prólogo: © Jesús J. de la Gándara
Junio de 2015
http://www.edicionesirreverentes.com
ISBN: 978-84-16107-34-6
Depósito legal: M-6542-2015
Diseño de la colección: Absurda Fábula
Maquetación: Rojo Pistacho
Impreso en España.
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Prólogo
Cibernícolas sexuando
Cibernícolas: Seres humanos hipermodernos que sin salir de su
casa se mueven por todo el mundo. Con el teclado y el ratón son
capaces de hacer de todo, incluso sexo.
Sexuando: Gerundio del verbo sexuar. Este verbo no existe,
pero lo practicamos a diario. Todo verbo implica una acción. O
una omisión. Como el sexo.
Por la presente propongo a la Real Academia Española de
la habilísima lengua que admita estas dos palabras, verbo y
sustantivo, pues describen muy bien una manera novísima de la
actividad humana: el cibersexo.
Me dirá que ya existe el verbo “sexar”, pero se refiere a la
acción de determinar el sexo animal, y sólo en Honduras se usa
para referirse a practicar relaciones sexuales. Además es un verbo —paradójicamente— intransitivo. Así pues lo que propongo es que se cambie por “sexuar”. Me explico: l@s human@s
somos animales que además de practicar, acometer o cometer
sexo —según los casos— nos divertimos y relacionamos haciéndolo. Es decir además de sexo tenemos sexualidad, que es
el sexo, más el placer, más la cultura, más la imaginación, más
el pecado, más la virtud, más el ingenio… más internet. Como
ocurre en esta novela.
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Es verdad que para expresar dicha acción tenemos otros
verbos, como “copular”, pero realmente significa copiar y sólo
refiere a la acción coital con fines genésicos. También “follar”
(de “fuelle”), que vendría a ser algo así como “resoplar” de
placer. Y “fornicar”, que se refiere al ayuntamiento o cópula
carnal fuera del matrimonio; u otras más cursis, como cohabitar
(hacerlo en casa) o el afrancesado “hacer-el-amor”. Pero
realmente no tenemos una palabra española universal para
describir en todas sus acepciones, tiempos y modos la acción
de mantener o practicar acciones sexuales —no sólo sexo—
con otra, u otras personas, animales o cosas, o consigo mismo,
como, de hecho, consigue hacer el ser humano hipermoderno, y
sucede en esta novela.
En todo caso es evidente que los avances culturales, sociales
y científicos en materia sexual, y la necesidad de describirlos
y comunicarlos, nos obliga a disponer de un verbo ajustado y
preciso, exento de connotaciones sexistas y morales, eufónico
y fácil de conjugar. Y sexuar cumple todos esos requisitos.
Veamos: yo sexúo, tu sexuarías, el sexuará, nosotros hemos
sexuado, vosotros hubierais sexuado, ellos están sexuando, etc.
Como en la novela.
Y conste que lo digo totalmente en serio, y me apoyo en
mi propia experiencia como autor. Con frecuencia he tenido
que hacer todo tipo de malabarismos para describir las acciones
sexuales por no disponer de un verbo sencillo y eficaz. Como le
ocurre al autor de esta novela.
El autor es experto en sexo, y supongo que también en
sexuar, a tenor de las descripciones tan rigurosas que hace en
ella. El autor es asimismo cibernícola, pero también viajero,
a juzgar por el atinado detalle geográfico que la ilustra. Y la
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novela tiene lo que tiene que tener tratándose de “eso”: Sexo,
amor y muerte. Y además es una novela breve, intensa, sencilla,
sorprendente, lúdica, arriesgada, veloz. Como el mismo sexo.
Pero para que esto no sea un vano encomio, sino un comedido
prólogo, permítame el lector que esboce un pero: se le quedara
corta. Como “eso” después del sexo.
Luego, amigo, amiga, póngase a leer y luego a sexuar, que son
dos de las mejoras cosas que podemos hacer las criaturas humanas,
y que ambas las disfrute.
Jesús J. de la Gándara Martín
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Desde siempre, cuando los demonios deciden salir de sus avernos
y mezclarse con los humanos, han recurrido a diversas argucias.
Hoy encuentran un magnífico escondrijo entre las teclas de
cualquier ordenador. Mirarlas y remirarlas no sirve de nada,
porque no es posible verlos. Sin embargo, ellos, afilándose los
colmillos y escondiendo el rabo entre las piernas, sin la menor
duda, están ahí…, observando a quien se acerque, dispuestos
a saltar silenciosamente sobre él y convertirlo en siervo de sus
malévolas intenciones.
El doctor Rojo, a punto de concluir la jornada, seguía de un
humor de perros. No era para menos, tan sólo un paciente se había
aventurado a pasar por su consulta de Xàtiva, la bella e histórica
ciudad del interior valenciano, famosa por sus fuentes y cuna de
los papas Borgia. Para colmo, el maldito adelanto de la hora del
último domingo de marzo hacía ocho días que se había producido
y sus carnes se quejaban del tiempo robado que aún no había sido
capaz de compensar. Odiaba el cambio de horario; le parecían
zarandajas los argumentos de quienes lo defendían en base a un
supuesto ahorro en el gasto energético; si algo de esto había, cosa
que no creía, en modo alguno podía compensar el malhumor y
el insomnio que sufría los días posteriores al cambio y, sobre
todo, que al salir de su consulta, de un día para otro, tuviese que
colocarse las gafas de sol. ¿Qué se podía hacer para que aquellos
cretinos de la Unión Europea acabasen con semejante memez?
Pensando en ello, el cincuentón galeno se levantó de su
asiento, apagó las luces de su flamante consulta de la Finca del
Cuartel que le costaba sus buenos quinientos euros mensuales de
alquiler, elucubrando sobre cuánto tiempo resistiría antes de verse
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obligado a abandonarlo en el caso de que los clientes siguiesen sin
aparecer, como desde hacía algún tiempo sucedía. Descendió los
dieciséis escalones que conducían desde el entresuelo en el que se
encontraba su consulta al hall de la entrada del edificio, cruzó la
Alameda de la ciudad y se dirigió a El Paso, su bar favorito, situado
en la cercana avenida de La República Argentina. Al llegar a él,
desmadejado, dejó caer su larguirucha y desgarbada figura sobre un
cómodo asiento de la terraza cubierta, situada enfrente de la entrada
principal. Dio un largo sorbo a la espumosa caña de cerveza que
le sirvieron de inmediato y al notar en su gaznate el ácido sabor
del pincho de boquerón en vinagre con oliva rellena que acababa
de morder, advirtió que su cuerpo reaccionaba y le tornaban las
fuerzas. En la quietud de la tarde, ya casi anocheciendo, con más
ánimos, le vino a la memoria la historia que el único cliente de la
tarde, con todo lujo de detalles, acababa de relatarle.
Aquel tímido muchacho, Camil Senén, según dijo llamarse,
era un apuesto joven de negros y ondulados cabellos, ojos oscuros,
y cerrada y rasurada barba, que transmitía una extraña sensación
de fragilidad. Pese a sus veintiocho años y a que se trataba de un
hombre tan fibroso como robusto, su vacilante mirada le confería
un halo de indudable vulnerabilidad.
Todo comenzó en un crucero por el Canal du Midi, la vía
fluvial más antigua de Europa que enlaza el río Garona, a su
paso por Toulouse, con la costa mediterránea a la altura de Sète,
en la región francesa del Languedoc. Henri, amigo de Camil e
impenitente aventurero, le había invitado a última hora para
completar con él las nueve plazas disponibles del “Le Magnifique”,
un barco de casi quince metros de eslora y cuatro camarotes que
había alquilado para realizar la travesía del canal. Cubrir el pasaje
en su totalidad abarataba los costes y, de ese modo, el importe
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que cada uno de los tripulantes debería pagar por realizar el
crucero resultaba más que razonable. Además de ellos, otras siete
personas, tres mujeres y cuatro hombres, desconocidos totalmente
para Camil pero no para el inquieto Henri que había compartido
con ellos experiencias parecidas, les acompañarían durante los
ocho días que duraría la travesía del canal.
Henri, además de amigo, era compañero de trabajo de Camil.
Ambos ejercían la abogacía en Letrados Viver, un afamado bufete
de Alicante cuyo avispado gerente había tenido la habilidad de
incluir en su plantilla a varios políticos famosos, ya retirados,
lo cual, como gancho, llevaba asociado tanto un aumento del
número de clientes como de la cuantía de las minutas a satisfacer
por los servicios ofrecidos.
El primer lunes de julio, siete días después de aceptar la
invitación, Camil y Henri partieron temprano de Alicante,
en el coche de este, camino de Francia, para unirse a los otros
compañeros de viaje. La cita era en el puerto de Bram el mismo
día a las siete de la tarde. Ya en Francia, dejaron atrás Carcassonne,
el casco urbano de Bram y, a dos kilómetros de este, al llegar al
puerto, pudieron contemplar por primera vez, con regocijo, las
verdosas aguas del Canal du Midi. La cita era en el restaurante
situado junto a la base del barco y ambos se dirigieron a la terraza
situada en la parte posterior del edificio, junto al tranquilo cauce,
avistando la media docena de barcos allí amarrados entre los que
se encontraba el suyo, el flamante “Le Magnifique”.
Al llegar, dos personas se incorporaron en sus asientos y
saludaron a Henri, quien, sin dilación, se las presentó a Camil. Se
trataba de Millán Buendía y Hortensia Regalado, un matrimonio
amigo de Henri que les acompañarían en aquel singular viaje por
el sur de Francia.
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A Camil, Hortensia le pareció una mujer “de mundo” por
lo extrovertido de su carácter y su natural elegancia. Rondaría
los treinta y cinco años y, aunque no era especialmente guapa,
bien podía presumir de su bonita figura. Su talle, atractivo y
sensual, merced a las suaves y bien conformadas curvas, exhalaba
dinamismo y frescura, y ello, unido a la cálida y cautivadora
sonrisa con la que la naturaleza le había dotado, le confería una
considerable capacidad de seducción. Había estudiado sociología,
pero no ejercía como tal; tampoco se le conocía ocupación alguna,
lujo que al parecer se podía permitir gracias a los elevados
ingresos de Millán, su cincuentón esposo, antiguo teniente coronel
del CESID que, al pasar con cuarenta y cinco años a la reserva,
fundó una exitosa empresa de seguridad en Valencia, en la que
ostentaba el cargo de gerente. Casados desde hacía ocho años, el
matrimonio contaba con un hijo de cinco.
Poco a poco, a los primeros tripulantes en llegar al puerto de
Bram se fueron uniendo el resto y a las nueve de la noche, todos
juntos, se dispusieron a revisar los pormenores del viaje entre
cervezas y sándwiches.
El grupo planeaba recorrer en barco una distancia similar a
los doscientos cuarenta kilómetros de longitud con los que cuenta
el canal desde su origen en Toulouse hasta su desembocadura en
el mar, pero sin llegar a ella. Dormirían aquella primera noche
en el barco, anclado en la base de Bram y partirían de mañana.
Surcando hacia el oeste, en contra de la suave corriente, pensaban
llegar a Toulouse en dos días. En el puerto fluvial de esta ciudad
pernoctarían y al día siguiente invertirían la dirección navegando
ya hacia el este, a favor de corriente. Dos días más tarde volverían
a pasar por la base de Bram, y un día después pretendían
encontrarse frente a la ciudad medieval de Carcassonne, para
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arribar a su puerto de destino, Homps, final de viaje, al octavo día
de navegación.
El crucero comenzó y transcurridos sólo dos días, Camil
Senén, pese a su reciente incorporación al grupo, era un
miembro más del mismo, sino el más apreciado. Parecía como
si los demás le conociesen de toda la vida. El guapo muchacho,
espigado y atlético, siempre se mostraba dispuesto a echar una
mano en cualquier cosa que se le necesitase.
A bordo del “Le Magnifique” reinaba la placidez. El barco
surcaba las aguas del tranquilo canal, de apenas dos metros de
profundidad, a una velocidad de ocho nudos durante las cuatro
o cinco horas que navegaban cada día, a lo largo de las cuales
avanzaban entre treinta y cuarenta kilómetros en aquel cauce de
verdes orillas, distantes entre sí tan sólo una veintena de metros.
Los nueve tripulantes se turnaban en las faenas de pilotaje de
la embarcación y se repartían los trabajos propios de la vida
en común. Madrugaban, y ya a las siete de la mañana estaban
desayunando y con la embarcación en marcha; a las once o las doce
de la mañana la amarraban en algún punto del canal seguro o en
algún puerto fluvial y echaban pié a tierra para realizar una breve
visita, preparatoria de la más exhaustiva que harían por la tarde,
a los hermosos pueblos ribereños, cuna de los cátaros y ricos en
restos arqueológicos romanos y medievales. Se proveían en alguno
de ellos de lo necesario para preparar la comida, siempre a base
de especialidades de la comarca visitada, y alrededor de la una
regresaban al barco donde, mientras los más expertos cocinaban,
los demás preparaban la mesa en el salón principal o, si el tiempo
era propicio, en su cubierta. Comían con deleite, ensalzando las
excelentes viandas y el arte de los cocineros, y tras una breve
siesta bajaban de nuevo para conocer con más detalle la región por
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donde transitaban. Lo habitual era que visitando aquellos atractivos
lugares se dividiesen en pequeños grupos, sin embargo, todos
volvían a reunirse alrededor de las ocho de la tarde para cenar en
algún restaurante cercano. Por las mañanas, durante la navegación,
la actividad en “Le Magnifique” era tan rutinaria como placentera;
sólo al cruzar las esclusas aquella relajante paz se veía alterada y
una nota de tensión rompía la habitual calma, ya que en la mayor
parte de ellas era preceptivo seguir puntualmente las instrucciones
transmitidas a distancia por el esclusero, y en el resto sobrepasarlas
sin su ayuda, exclusivamente mediante el esfuerzo y la habilidad de
sus tripulantes, que ponían todo su empeño en tal empresa.
A Camil Senén no le pasaban desapercibidas ni las rutilantes
miradas de Hortensia ni ninguna de sus atenciones, no obstante,
sabiendo que viajaba acompañada de su marido, no se le ocurrió
pensar que tal amabilidad disfrazase intenciones bien distintas.
Al quinto día fondearon en el puerto de Carcassonne y a las
once y media de la mañana el grupo en pleno saltó a tierra. De
regreso, mientras caminaban, charlaban alegres ensalzando las
cualidades del paté de “campagne” que acababan de comprar, así
como de la “Cassoulet” que iban a prepararse nada más llegar al
“Le Magnifique”.
Cuando los más adelantados atravesaban el Pont Vieux
bajo uno de sus arcos, Camil, un poco rezagado, volvió la vista
atrás para contemplar la espectacular imagen ofrecida por las
puntiagudas torres y las almenas del castillo de la medieval villa.
Hortensia, advirtiendo el retraso, volvió sobre sus pasos para
cruzar de nuevo bajo el puente y acercarse a él. Le sonrió y, por
sorpresa, sin que nadie lo advirtiese, le tomó de las manos y, de
puntillas, le acercó los labios para besarle. Camil, maravillado por
el gesto, sin saber qué actitud tomar, permaneció unos segundos
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desconcertado e inmóvil. Antes de que pudiese reaccionar, la
mujer giró sobre sí y partió rauda para reunirse con el resto del
grupo, volviendo de tanto en tanto la cabeza sonriéndole.
El día transcurrió sin novedad. Volvieron por la tarde a
Carcassonne, cenaron en un restaurante cercano al puerto y
después de una animada tertulia regresaron, ya tarde, al “Le
Magnifique”.
Camil, en su angosto camarote, acuciado por los rigores de
la calurosa noche, recordaba su reciente lance con Hortensia.
Incapaz de conciliar el sueño, decidió subir a cubierta a tomar un
poco el fresco. Al fondo, las luces de la fortaleza de la cercana
Carcassonne iluminaban el cielo confiriéndole un aspecto mágico,
como de cuento de hadas. Las observaba absorto cuando al volver
la vista, de espaldas a él, reconoció la voluptuosa y curvilínea
silueta de Hortensia asomada a la borda de babor. Emitiendo
un ligero carraspeó para no sobresaltarla, se le acercó. Ella, al
escuchar el murmullo, se giró.
—Por Dios, qué susto me has dado, Camil. —Le dijo
sorprendida.
—Lo siento, Hortensia, no era mi intención —respondió él
acercándose—. Más bien al contrario —prosiguió insinuante.
Casi pegados el uno al otro se miraron y en la soledad de la
noche, al unísono y sin mediar palabra, acercaron sus labios y se
besaron apasionadamente unos segundos.
Camil deslizó su boca sobre el mentón de Hortensia y,
descendiendo un poco más, la besó en el cuello con suavidad para
apretar posteriormente contra él los labios.
La mujer, flexionó la cabeza hacia atrás para facilitar su
gesto y, extasiada y cada vez más excitada, al notar el placentero
mordisqueo que Camil iniciaba, casi sin voluntad, balbuceó.
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— Despacio, Camil, no me des esos chupetones, por favor.
Camil, retiró sus labios de aquel perfilado cuello y volvió a
besarla en la boca. Mientras, sus manos, como dirigidas por un
resorte que parecía no controlar, asían sutil pero firmemente las
cintas elásticas superiores del camisón de Hortensia para deslizarlas
a cada uno de los lados de su cuerpo, arrastrando la prenda en su
caída que, finalmente, reposó dulcemente a los pies de la mujer.
El joven miró extasiado los oscuros pezones y comenzó a
masajearlos con las palmas de sus manos.
Hortensia, abrazándole por la cintura, bajó sus brazos
lentamente masajeando los flancos de Camil hasta alcanzar sus
glúteos. Al llegar a ellos, le propinó varios pellizquitos para, tal y
como el hombre acababa de hacer con su camisón, asir con ambas
manos los laterales de sus ajustados calzoncillos, estirarlos hacia
abajo y, suavemente, dejarlos caer despacio sobre la cubierta del
barco a sus pies.
Camil, desnudo, con el pene enhiesto, permanecía inmóvil
apoyando la cadera en la cubierta de babor. Ella, sin dejar de
mirarle, con la mano izquierda comenzó a acariciar sus testículos
que, turgentes, se estremecieron de placer, mientras, con su mano
derecha asía estrechamente el miembro viril
De repente, Camil se hizo a un lado, murmurando entrecortado
y nervioso.
—Lo siento, Hortensia, pero me viene ya… ¡Lo siento! Me he
corrido antes de lo que quería. Me pasa pocas veces, pero me pasa.
Para proseguir contrariado:
—¡Uf…! Qué rabia me da.
La mujer se incorporó hasta ponerse a su altura para decirle:
—Camil, no te disculpes, no has podido evitarlo. Pero tienes
un problema al que tienes que buscar solución.
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—Lo sé —adujo él, cabizbajo.
—Ahora quien te pide disculpas soy yo, Camil. He de
regresar al camarote de inmediato —dijo Hortensia haciéndose
atrás y sujetando a Camil por los hombros sin dejar de mirarlo—.
Mi marido no tardará en advertir mi ausencia y se pondrá a
buscarme. No tienes idea de lo celoso que es —aseguró, antes de
desaparecer de cubierta.
El crucero tocaba a su fin. Al alcanzar el puerto de Homps,
todos tuvieron la impresión de que los ocho días de navegación
habían transcurrido más aprisa de lo deseado. Al despedirse,
abrazándose unos a otros, prometieron entre risas no faltar al
siguiente viaje que, sin tardanza, les propondría el inquieto Henri.
En el descanso de media mañana, de regreso a su trabajo en
Letrados Viver, el bufete de abogados del paseo de Germanías
de Alicante, Camil y Henri recordaban con regocijo algunas
vicisitudes del reciente crucero. Es curioso comprobar cómo
transcurridos unos días desde la finalización de cualquier viaje,
ciertos acontecimientos en él acaecidos, que en el momento de
producirse parecieron banales e insignificantes, al rememorarse,
ganan en perspectiva y alcanzan un inusitado interés pasando a
convertirse en singulares anécdotas, en verdaderos iconos del
viaje que, con orgullo y admiración, se refieren una y otra vez.
A Camil no le pareció apropiado referir a Henri sus escarceos
con Hortensia; para él pura anécdota en aquellos momentos.
Por pura caridad consigo mismo, para entonces tal suceso
lo había ubicado en el generoso y amplio espacio mental que
los humanos destinamos a los que consideramos secretos
inconfesables.
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En efecto, Camil no se sentía nada orgulloso de su
comportamiento sexual aquella frustrante noche en la cubierta del
barco. Se avergonzaba de su precocidad eyaculatoria que le había
dejado, a su entender, en un mal lugar como amante en ciernes de
aquella hermosa mujer, respecto a la cual, tras lo que él consideraba
un estruendoso fracaso, no albergaba esperanza alguna de volver
a ver. Sin embargo, para su sorpresa, a los tres días de regresar
recibió una llamada de ella pidiéndole una cita. Según le dijo,
necesitaba aclarar lo sucedido entre ambos en el barco, nada más.
Incapaz de poner una excusa, Camil, balbuceando, accedió a su
propuesta de verse al día siguiente en una cafetería del puerto de
Denia, a medio camino entre Valencia, la ciudad donde residía
Hortensia, y Alicante, el lugar de residencia de Camil.
Al día siguiente, en la cafetería del puerto de Denia, después
de saludarse se dirigieron al rincón que les pareció más discreto y
se sentaron en un sofá, el uno al lado del otro, decididos a hallar
una explicación a sus recientes escarceos en el Canal du Midi. Sin
embargo, progresaron muy poco en la conversación, al cabo de unos
minutos, mientras Camil se expresaba de manera balbuceante e
inconsistente, Hortensia, sin dejar de mirarle, comenzó a acariciarle
la nuca y el cuello. El muchacho detuvo su torpe explicación y
lentamente le acercó los labios. Ella elevo la mandíbula para
ofrecerle su terso y blanco cuello, que Camil primero besó y
después mordió con deleite. Se besaron y se mordisquearon un
largo rato y, finalmente, sin necesidad de más, se convencieron de
que lo sucedido en el barco no fue casual, sino racial e inevitable.
—Me hechizaste nada más verte —aseguró Camil— pero me
pareciste inalcanzable al estar con tu marido.
—También tú me gustaste desde el principio y, por favor, de
mi marido ni hablamos, ¿vale? —respondió Hortensia.
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—De acuerdo —contestó él.
Aclarada la situación, chocaron sus vasos y apuraron sus
gin tonics antes de despedirse, no sin antes quedar para cenar
el viernes siguiente a las diez en el restaurante del hotel Meliá
Alicante. Tanto una como otro sabían que aquello, sin tardanza,
acabaría en la cama.
El fuerte deseo sexual que sentían el uno por el otro, que tan
irreprimible suele resultar, y la prisa eyaculatoria de Camil, para
él una asignatura pendiente que además de dejarle en mal lugar en
sus encuentros íntimos le generaba una inseguridad absolutamente
disuasoria para realizar nuevos intentos, habían de ser resueltos
cuanto antes.
Camil, de regreso a casa, se sentía tan ilusionado por el
reencuentro con Hortensia que aunque daba por descartado en
realidad siempre deseó, como preocupado por la cita que había
concertado con ella para dentro de unos días.
“No puedo hacer el ridículo otra vez, murmuró, si fracaso,
esta mujer, que verdaderamente me encanta, no me dará otra
oportunidad ¡No puedo permitirme un nuevo fallo! ¿Y por qué no
buscas ayuda?”, se le ocurrió pensar.
De manera automática surgió en su mente la imagen de un
médico sexólogo al que había escuchado en un programa de
radio, el doctor Rojo, que tenía su consulta en la cercana ciudad
de Xàtiva, en el interior valenciano. Aquel era su hombre, y se
trataba de un tema de la máxima urgencia.
A la mañana siguiente, muy temprano, llamó a su clínica para
pedir cita.
Después de asediarle con multitud de preguntas, el médico
reflexionó sobre el caso de Camil. Sin necesidad de más pruebas
llegó a la conclusión de que, sin duda, aquel muchacho sufría un
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cuadro de eyaculación precoz, pero con una carga de ansiedad tan
alta que era ésta la que agravaba y mantenía el trastorno.
Durante varias sesiones le adiestró en algunas técnicas que
le ayudarían a controlar sus prisas eyaculatorias. Le recomendó
también que unas dos horas antes del encuentro sexual con
Hortensia se tomase un comprimido de dapoxetina, un fármaco
específico para tratar este problema, acompañado de un vaso
grande de agua. Estaba seguro de que esto, junto a las indicaciones
realizadas, le permitirían salir airoso del lance que tanto le
inquietaba.
La noche de la cita degustaron una caldereta de pescado en
el restaurante Terra del Cid del Meliá y reservaron habitación en
el hotel, tras lo cual se dirigieron a los pubs del cercano puerto
deportivo.
Entraron en el “Ay, Carmela”, que parecía el más concurrido,
y se sentaron a escuchar salsa en dos taburetes junto a la barra.
Al poco, Hortensia, animada por la bebida, se levantó de su
asiento y comenzó a bailar contoneando seductoramente sus
hombros y sus caderas, mirando a Camil pícaramente. Este,
sin perderla de vista, se incorporó y rodeándola por la cintura
armonizó sus movimientos a los de ella. Paulatinamente, fueron
sumergiéndose en una danza cada vez más frenética, y al cabo
de unos minutos acaparaban el interés de los allí presentes
que, sorprendidos, les rodearon jaleándoles. Entusiasmados y
ajenos a la expectación suscitada, aislándose del resto, con la
imperturbable mirada del uno clavada en el otro, dejaron que
sus cuerpos convulsos se moviesen desaforados sin prejuicios
ni vergüenzas, guiados sólo por el ritmo de la música y por el
impulso de su propia excitación. Hortensia y Camil se aplicaban
al baile con tan exacerbada pasión que comenzaron a sudar
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copiosamente, y el sudor humedecía sus ropas que, pegadas
al talle, resaltaba sus sensuales anatomías. Constituían una
atractiva pareja y los espectadores seguían ensimismados sus
desenfrenados pasos, hechizados por sus cuerpos vigorosos y
sugerentes.
Sólo el silencio de la música al concluir la agotadora canción
sacó a Hortensia y a Camil de su éxtasis. Los sonoros aplausos y
los gritos de júbilo de quienes les rodeaban les avergonzaron, y
algo confusos abandonaron el local.
Fuera, enseguida olvidaron el suceso. El deseo de sentirse
mutuamente, de amarse en la intimidad que garantizaba la
acogedora habitación de aquel hotel, acaparaba todo su interés.
Lo que sucedió después, entre aquellas cuatro paredes, fue una
prolongación, placentera y sin convidados, de la arrebatadora
pasión con la que se habían aplicado en aquel vertiginoso baile,
tan sólo hacía unos instantes.
Nada más cerrar la puerta, Hortensia y Camil, de pié, sin
desvestirse aún, sellaron frenéticos sus labios en un tórrido beso
mientras esbozaban erráticos y cortos pasos intentando quitarse
la ropa mutuamente sin deshacer su apasionado sello. Camil
alargó su mano cuanto pudo sobre la espalda de Hortensia para
desabrocharle el sujetador, lo que tras varios estirones consiguió,
y ella hizo lo propio con el cinturón y los botones superiores
de los tejanos de Camil, tras lo cual introdujo la mano derecha
en el interior de sus calzoncillos para acariciar su palpitante
miembro. El muchacho se desabrochó la camisa e hizo lo propio
con la de su acompañante, apretujándose contra ella para sentir
mejor la turgencia de aquellos pezones sobre su pecho. Luego,
descendiendo ambos manos por los flancos de la mujer, la sujetó
por las nalgas, interrumpiéndose con deleite al comprobar como
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