La Faccion Canibal parte tripa

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L·A· F · A· C · C · I·Ó · N · C · A· N · Í· B· A· L
Historia del Vandalismo Ilustrado
Servando Rocha
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:: PRIMERA EDICIÓN:
Septiembre, 2012.
:: CONTACTO CON LA
EDITORIAL:
Calle Montera 34, 5º,3ª,
28013, Madrid, España.
[email protected]
www.lafelguera.net
*Si deseas contactar con el autor,
puedes hacerlo escribiendo a la dirección
de la Editorial o a través de su web oficial:
www.servandorocha.com
:: Cubierta: Ignacio Fernández.
:: Ilustración de la cubierta:
Retrato perteneciente a la ficha policial
de Myra Hindley.
ISBN: 978-84-937467-7-3
Depósito Legal: M-30480-2012
:: Imprime: Kadmos.
Impreso en España.
El contenido de esta obra puede ser distribuido, copiado
y comunicado libremente, siempre y cuando su uso no sea
comercial. Se prohibe la obra derivada. Para cualquier otro
uso o finalidad, se requerirá expresa autorización de la
editorial.
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Índice
Nota Preliminar: Contraseñas
19
Introducción
21
LIBRO PRIMERO: TERROR, SIEMPRE FUE TERROR
1. Los hombres que solo aparecían al caer la noche
27
Johanna Southcott y el final de los tiempos - Nuestro hombre y
la turba de Gordon - William Blake - Las bandas - Un espantoso
cambio - Swedenborg, el profeta - Blake y las Puertas de la
Muerte
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº1: El viejo tocadiscos de Andreas Baader
39
London is burning - El tedio es como un zoom despiadado - The
great rock and roll swindle - Nobody - La Nación de la Mugre Inglaterra ensangrentada - Burke, el ruido y la furia - Conoce tus
derechos
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº2: Bailando en las calles
48
Moby Dick - Disturbios que son bailes - Dancing in the streets Un jesuita disfrazado
2. Burke y los jacobinos
59
¿Por qué Burke? - Los aeronautas de Francia - La libertad demoníaca - Puños americanos
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº3: La casa en llamas
64
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Swell Maps - Joseph Priestley - Agit prop - La multitud porcina Lord George Gordon, el rabino protestante
3. La llegada del Terror
73
Los agentes franceses están por todas partes - Indagación: la
fuente del horror - Terror y terrorismo
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº4: Las ejecuciones son tan bellas…
76
Un catálogo de fenómenos bellos y sublimes - El horror bello
4. La horrible vista agrada
83
Las raíces de lo sublime - Ese raro bienestar - Andy Warhol y el
espectáculo de los accidentes de coche
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº5: El criminal es el artista
89
Thomas De Quincey y Sobre el asesinato considerado como una de
las bellas artes - Una defensa del asesinato como experiencia
estética - El veneno de una avispa - Simpatía por el crimen - 1789
y el héroe moderno - Richard Hell - ¡Esto no es rock and roll!
¡Esto es un genocidio! - Sex Pistols - Oliver Twist Manifest - El año
de los libros catastróficos - Era una jodida granada - Charles
Dickens - Despojos subculturales
5. La Facción Caníbal
103
La llegada de la Revolución - Preparando el asalto - La toma de
La Bastilla - Launay y los métodos de muerte - Septiembrizados
- La Facción Caníbal entra en acción - Robespierre - La decapitación de Feraud - El Club de la Turba - Burke y el miedo caníbal
- Vampiros
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº6: Nosotros, los caníbales
122
Dadá y el Manifiesto Caníbal - Queremos la revolución caníbal -
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La antropofagia que vino de Brasil - André Breton y el festín
caníbal
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Escena nº7: El cadáver de Elvis
128
X-Ray Spex - Mark Chapman - La metáfora caníbal y Elvis Presley
- Sid Vicious devorado
6. Una conjura literaria
133
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº8: Los Vengadores
133
Reglas para aquellos que deben ocultarse - Marat el vengador Sociedades secretas - Frankenstein - El Club Jacobino
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº9: Un puñado de asesinatos ejemplares
141
Mensaje en una botella - El crimen real no tiene glamour Quincey y las Sociedades de Amigos del Crimen - John Williams, maestro del asesinato - Prehistoria del terrorismo: la secta
de Los Asesinos - Lacenaire
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº10: El final de los tiempos
152
Rolling Stones, sus satánicas majestades - Jan Zizka - Milenarismo - La Diosa Razón
7. El Club del Fuego Infernal
159
El Club del Fuego Infernal - Orígenes del hooligan - Los Mohocks - La llegada de las bandas - el duque de Wharton - Sir Francis Dashwood
8. Los nuevos higienistas
171
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº11: Enamorado de Jacques Derrida
171
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Palabras para un funeral - El terrorismo: método de salud
pública - Scritti Politti - 1789 y los nuevos higienistas - París - Una
proximidad enloquecedora - Un perfume llamado “Guillotina”
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº12: Un buen método
181
La masacre de La Vendée - El final de Robespierre - Regenerar
higienizando - 1793 - La Santa Guillotina
LIBRO SEGUNDO: EL SIGLO DE LA MUERTE
1. Siguiendo la pista de Majorana
195
Una misteriosa desaparición - Alemania, 1933 - La sombra de
Hiroshima
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº13: Un hallazgo envenenado
201
Little boy - Van por mal camino
2. La guerra como higiene del mundo
211
Mussolini y la construcción de un nuevo ser humano - ¿Dónde
diablos está Majorana? - La higienización jacobina - Marinetti y
la guerra bella
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº14: Jabón y Fuego
219
La guerra era sublime - El club de la lucha - Higienizar e higienizarse - Los ingleses y la piromanía - Un rayo invisible
3. Los bohemios armados
227
Lo siniestro y lo bello - Hitler y sus bohemios armados - Fin de
los misterios - Goebbels y su sublime responsabilidad
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LIBRO TERCERO: ARTE, TERROR Y CRIMEN
1. Jack el Destripador o Sobre el asesinato considerado como
una de las bellas artes
237
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº15: “Construya usted mismo una situación sin porvenir”
238
Like A MotherFuckers - Richard Hell y Robert Desnos - La Liga
de los Mendigos - Joseph Vacher, “el Destripador francés” - La
expulsión de Desnos - Fantômas - Sueño con Jack - Landru
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº16: El Abismo
250
Whitechapel - Burke y Hare - Renwick Williams - Jack y la psicogeografía - Somos asesinos
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº17: Un falso Santa Claus
260
King Mob - Jack el Nudista - Christie lives! - El crimen es la más
alta expresión de sensibilidad
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº18: La Calle de la Desolación
263
2. La vanguardia y el terror
269
2.1. Dadá y el lanzallamas: un trabajo negativo y destructivo
por hacer
269
Obsesión por Jack - Peter Kürten - Zúrich y el Cabaret Voltaire
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº19: Barrer, limpiar
276
Ernst Jünger - Selfcleptomane - Los hombres de 1914 no eran demasiado sensibles
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Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº20: Las Leyes del Terror
280
Los surrealistas y la dictadura - Dadá y el Terror
2.2. Surrealismo, terror y crimen
287
El rifle de Mesens y la escopeta de Kim Gordon - ¿Que importan
las víctimas si el gesto es bello? - El suicidio no es la solución
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº21: Los terroristas delicados
291
Camus, Breton y El hombre rebelde - George Bataille y Sade Surrealismo y crimen
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº22: Las hermanas Papin
296
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº23: Germaine Berton
304
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº24: Violette Nozière
312
2.3. Saint-Just in a black leather jacket: aquellos jacobinos de
la rive gauche
317
Letrismo y terrorismo literario - Jugando a toda costa - Joven y
hermoso - Saint-Just - Vagabundeando - Los situacionistas y el
“arcángel del terror” - La filosofía del cowboy
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº25: Joven y hermoso
328
3. 1789, terrorismo pop y la gran estafa del rock and roll 345
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº26: El maldito tiempo
346
Destruyendo los relojes - McLaren ¡no pierdas el tiempo! - Oxford
Street Film - Let it Rock - El Increíble Hulk - Détournement Terrorismo chic
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Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº27: La muerte no es el fin
357
1888 - 1988 - La muerte no es el fin
4. ¿Quién usa una rueda para aplastar a una
mariposa?
367
5. Dios salve a Myra Hindley
375
6. Lluvia, mugre y cuero negro
389
El accionismo vienés - El erotismo de la crueldad - La Nueva
Izquierda y el Terror - Charles Manson, el último héroe - COUM
Transmissions y el escándalo del ICA - Crime
Escenas para una Historia del Vandalismo Ilustrado
Escena nº28: Helter Skelter
393
7. Todo se vuelve sangre, excepto la jukebox
407
Tarántula - Una sencilla peluca para Jack el Destripador - Shake,
Rattle and Roll - La tos del diablo
Mapas Caníbales
415
Epílogo
423
Un viaje a Londres - La tumba de Blake - Un curioso hallazgo El “árbol de Tyburn” - La mirada de McLaren y el violador de
Cambridge - Radicales chic - Una Historia del Vandalismo Ilustrado - El regreso de la Facción Caníbal
*Apéndice
437
*Banda sonora
495
*Agradecimientos
497
*Index
499
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Servando Rocha
LA FACCIÓN CANÍBAL
HISTORIA DEL VANDALISMO ILUSTRADO
LA FELGUERA | EDITORES
COLECCIÓN MEMORIAS DEL SUBSUELO
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Vandalismo.
1. m. Devastación propia de los antiguos vándalos.
2. m. Espíritu de destrucción que no respeta cosa alguna,
sagrada ni profana.
Diccionario de la lengua española. Real Academia Española,
21ª edición. Espasa Calpe. 2001.
“Es una muchacha recia y con un rostro que llama la atención;
nariz recta y delicada, labios finos y curvados,
mandíbula fuerte, ojos azules.
En general casi puede decirse que es una belleza.
Los de la generación victoriana la hubieran admirado”.
Maurice Richardson, del periódico The Observer,
describiendo a la asesina Myra Hindley.
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NOTA PRELIMINAR: CONTRASEÑAS
DURANTE GRAN PARTE DE SU VIDA Walter Benjamin trabajó en
La obra de los pasajes, un titánico e inconcluso proyecto en torno
a París. No se fijó en los grandes personajes y lugares de la ciudad, sino en sus ruinas, construyendo una historia de París a
partir de rebeliones pasadas, relatos acerca de tipos pintorescos
o locos, asesinatos, encuentros azarosos, citas o antiguas pintadas. Durante sus frecuentes paseos sintió como si sus casas no
estuvieran hechas para ser habitadas sino para contemplarlas y
pasearse entre ellas. Pero lo que más le interesó fueron los numerosos pasajes que, como testigos de otro tiempo, sobrevivían
en diversos puntos de la ciudad. Al atravesarlos, el paseante
podía ir de un punto a otro, de una época pasada a otra posterior
y de un concreto momento emocional a otro distinto. Benjamin
escribió centenares de páginas. Se sentía pletórico: había dado
con un método.
El trabajo de Benjamin en torno a París tenía que ver
con la navegación, donde “los barcos son desviados por el polo
norte magnético”. Su objetivo no era otro que encontrar ese
“polo magnético”, pero para lograrlo primero debía perderse:
“Aquello que para los otros son desviaciones, para mí son los
datos que determinan mi curso”, confesó.
Cada época sueña con la siguiente.
Nada desaparece.
La figura del escritor, tal y como hasta el momento la
hemos entendido, ha muerto. Es el paseante y solo él quien
posee la capacidad para narrar su viaje.
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Walter Benjamin en la Biblioteca Nacional de París (1939). Gisele Freund.
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INTRODUCCIÓN
-Hace ya algún tiempo que tengo la
sensación de que tanto novelistas
como terroristas se encuentran inmersos en un juego de habilidad.
-Interesante. ¿En qué sentido?
-Lo que ganan los últimos, lo pierden
los primeros. El grado de influencia
que logran sobre la conciencia de las
masas depende de nuestra decadencia como modeladores del pensamiento y la sensibilidad. El peligro
que representan equivale a nuestro
propio fracaso a la hora de resultar
peligrosos.
-Y cuanto más claramente vemos el
terror, tanto menor impacto nos produce el arte.
Don DeLillo, Mao II.
Hamburgo, 17 de septiembre de 2001.
El célebre compositor alemán Stockhausen está ofreciendo una rueda de prensa ante una concurrida audiencia. Ha
pasado justo una semana del atentado terrorista contra las Torres Gemelas de Nueva York. De pronto, uno de los periodistas
le pregunta sus impresiones acerca del terrible suceso. Stockhausen, posiblemente sin ser consciente del escándalo que estaba a
punto de producir, comienza a hablar: “Lo que ocurrió allí fue
la mayor obra de arte que jamás haya existido. Que unos espíri21
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tus hayan conseguido realizar, en un solo acto, algo con lo que
en la música ni siquiera podemos soñar; que unas personas ensayen como locos durante diez años, totalmente fanatizados,
para dar un solo concierto y morir luego, es la mayor obra de
arte del universo”. Alguien contiene la respiración, para seguidamente hacer correr a toda velocidad su lápiz por la superficie
de la libreta de notas. A la mañana siguiente las declaraciones
del compositor aparecen recogidas en grandes titulares. Poco
después, Stockhausen se vio obligado a precisar sus comentarios:
“Es un crimen, por supuesto que lo sabéis, porque las personas
que han muerto no estaban de acuerdo. Ellos no venían a ese
concierto, desde luego. Y tampoco nadie les había advertido que
podían ser asesinados durante su transcurso”. Sin embargo, ya
era tarde. Varios de sus conciertos fueron suspendidos e incluso
su hija, pianista, declaró que jamás tocaría bajo el apellido de
su padre.
Hay quien cuenta una curiosa historia. Mientras las gigantescas moles de hormigón se venían abajo, se encontraban
reunidos varios arquitectos de prestigio. Inmediatamente, alguien encendió la televisión. Los rostros de los arquitectos, al
presenciar aquel colosal derrumbe, no reflejaban pavor: estaban
completamente fascinados. Toda fascinación conlleva necesariamente una parte de deleite. Muchos artistas sueñan con alcanzar
ese efecto en el espectador, pero el terror es capaz de lograrlo en
un abrir y cerrar de ojos.
Stockhausen no fue el único que realizó una interpretación estética del atentado. El filósofo Jean Baudrillard tampoco
dudó en afirmar que “se piense lo que se piense de su cualidad
estética, las Torres Gemelas fueron una performance absoluta,
y su destrucción fue también una performance absoluta”. Al elevar aquel brutal atentado a la categoría de arte, lo que Stockhausen vino a señalar fue, precisamente, que lo demoníaco, deforme
y horroroso puede ser al mismo tiempo bello. Sus polémicas declaraciones recogían una determinada tradición en torno al arte,
el crimen y el terror, que se remontaba casi trescientos años
atrás, justamente en los años que precedieron a la Revolución
Francesa, por lo que, de alguna manera, lo que hizo fue ponerle
nombre a esa estética del asesinato en pleno siglo XXI.
Pero lo mejor será que empecemos por el principio…
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LIBRO PRIMERO
TERROR, SIEMPRE FUE TERROR
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“La barricada de Saint-Antoine era el
tumulto de los truenos; la barricada
del Temple era el silencio. Entre
ambos reductos existía la diferencia
de lo formidable y de lo siniestro.
Una semejaba unas fauces, la otra,
una máscara. Admitiendo que la gigantesca y tenebrosa insurrección de
junio hubiese estado compuesta de
una cólera y de un enigma, se notaba
al dragón en la primera barricada y,
detrás de la segunda, a la esfinge”.
Victor Hugo, Los miserables.
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CAPÍTULO 1. LOS HOMBRES QUE SOLO APARECÍAN
AL CAER LA NOCHE
EN AQUEL TIEMPO, Johanna Southcott, una criada casi analfabeta, entregaba a sus seguidores un sello especial que, aseguraba,
les garantizaría un lugar a la derecha del Padre. Un profeta había
dicho que cuando aquella mujer cumpliera veinticinco años, la
ciudad de Londres sería destruida por la ira de Dios. En 1793,
mientras en Francia se declaraba el Terror, Johanna dijo tener
sueños premonitorios. En uno de estos, afirmó haber visto descender de los cielos a unos hombres montados a caballo y ya en
la tierra comenzar una cruenta batalla. Estaba convencida de
que los formidables sucesos de Francia eran el anuncio del segundo advenimiento del Mesías y de la llegada del anticristo.
Hay quien afirma que incluso auguró malas cosechas y que predijo el fallecimiento de un obispo en Exeter. El final de los tiempos estaba cerca.
Johanna Southcott y su libro de las profecías.
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***
NUESTRO HOMBRE
está intentando protegerse de una turba formada por miles de
personas, mayoritariamente chusma venida de los peores barrios
de Londres y de las afueras de la ciudad. Son tipos sin miedo alguno, rufianes, gente acostumbrada a la carestía y al hambre a
los que Lord George Gordon, aristócrata escocés y flamante Presidente de la Asociación Protestante de Inglaterra, ha dado alas.
Gordon es el apóstol de una masa de improvisados partisanos,
muchos de ellos chavales con poco más de quince años. Saquean
y matan, pero también ríen, mientras avanzan imparables bajo
una pancarta que reza “No al papismo”, devastando a su paso
iglesias y puestos de policía. Están muy cerca; puede verlos calle
abajo como si se tratase de un desordenado ejército de desharrapados, gritando y exhibiendo todo tipo de atroces instrumentos de muerte y tortura, toscos objetos reconvertidos en
punzantes armas homicidas. Las distancias se reducen. Una zancada les lleva hasta la otra punta de la ciudad, mientras se cruzan
con grupos de personas cubiertas de mugre a los que saludan y
con los que intercambian mensajes.
Alguien ha congelado esta imagen. Te fijas en algo aparentemente sin importancia: un rostro anónimo, utensilios de
cocina doblados que sirven tanto para rozar una pared como
para amenazar a un transeúnte, o aquel humo negro que se vislumbra a lo lejos, en lo alto de aquella torre. Multitudes. En
cada movimiento intentas descubrir algo cercano y también
tuyo. Las escenas de guerra y odio se suceden. El gesto de agacharse y golpear un pavimento que no resiste, la desolación del
paisaje urbano tras cruzar Theobalds Road hasta Drake Street,
los últimos vistazos en dirección a la calle por parte de unos asustados moradores que no dormirán esta noche ni tampoco la siguiente.
Entonces, los alborotadores desfilaban con sus rostros
descubiertos.
Los escasos carruajes avanzan por la ciudad a gran velocidad. En su interior hay tipos apesadumbrados que huyen del
Parlamento, o católicos que ocultan su atuendo. Tu único pensamiento válido -un alivio momentáneo, el comienzo de un plan
para restablecer el orden y luego ajusticiar a los culpables- es ver
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en toda esta locura la mano negra de agentes franceses o americanos, que habrían armado a la multitud y mezclado entre los
manifestantes a decenas de provocadores. Como un gesto automático, tuerces la cabeza en dirección al cielo, puedes sentir el
fuerte olor de los incendios, el papel quemado de bibliotecas y
archivos -deben desaparecer los nombres y las anotaciones de
impuestos, las condenas y los antecedentes, porque todo crimen
aspira a ser perfecto- junto a la estructura de madera de una residencia privada. Las capillas de Sardinia y Bavaria son saqueadas y sus archivos esparcidos por la calle. Los soldados han
desaparecido -muchos desertan y un par de cañones han sido
robados a la altura de Newgate- y los guardias abandonan sus
puestos de vigilancia, sonriendo con disimulo al paso de las bandas callejeras. Son objetivos muchas veces improvisados, aunque
hay quien dice que circulan pequeñas listas con direcciones de
monasterios y casas de católicos. En Westminster, poco tiempo
antes Gordon inicia su intervención dirigiéndose al Primer Ministro: “Lord North, te llama la turba…”.
Cerca de allí, el poeta William Blake camina por Great
Queen Street. Sin duda, ha elegido el peor de los días para ir a
visitar el pequeño taller de su antiguo maestro Basire. En su camino se encuentra con decenas de personas que van y vienen
en busca de algo impreciso. De pronto, ya no estamos ante el
hombre sino frente al poeta. Y entonces… sueña: “Camino por
todas las calles con fuero / junto al lugar donde fluyen los privilegios del Támesis / y observo en todas las caras que veo / signos de debilidad, signos de congoja / En cada lamento de cada
hombre / en el grito de miedo de cada niño / en cada voz, en
cada pregón / escucho los grilletes forjados por el pensamiento
/ Cómo en el lamento del deshollinador / desmaya cada Iglesia
oscurecida / y el suspiro del soldado desdichado / corre como
sangre cayendo de los muros de Palacio”. No se siente un solo
hombre, ahora se cree parte de un ente colectivo, una pieza más
de ese rugido caótico producido por cientos de rostros ennegrecidos dispuestos a lo que sea. Blake se suma a aquel dialecto extraño, de frases incompletas y de felicidad, pensando que tal vez
este es el lugar donde todo parece empezar. “En los abismos del
infierno, un espantoso cambio amenazó a la Tierra”, dirá varios
años después.
Londres ha adquirido la apariencia de un rompecabezas.
Las calles ya no son calles, sino laberintos en los que una mala
elección te puede conducir a la peor de las muertes. Blake avanza
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en primera fila junto a la muchedumbre empapándose de sus
consignas, mientras toman el edificio que alberga la prisión de
Newgate. Una vez reducidos los guardias, grupos de alborotadores suben hasta el tejado. Sus dos pisos de altura facilitan su rápida destrucción. Al abrirse las puertas, una hilera desordenada
de personas anónimas se funde en abrazos y vítores con los asaltantes. Algunos se unen a ellos, pero otros corren hasta desaparecer entre las callejuelas. Las llamas ya están haciendo su
trabajo. Newgate es un edificio vencido. Tres años después, alguien volverá a colocar piedra sobre piedra y las ideas propuestas
por el arquitecto Jacques Blondel convertirán la prisión en un
ejemplo de lo que él mismo denominó “arquitectura terrible”.
Su amenazante aspecto exterior, sin casi ventanas y con cadenas
talladas en su entrada, cumplirá una doble función: persuadir
de escapar a sus confinados y aterrorizar a los transeúntes.
El incendio de Newgate.
En 1780 William Blake tenía veintidós años y aunque
gozaba ya de cierto nombre en el ambiente artístico, era más conocido por su personalidad explosiva y sus opiniones provocadoras. Había finalizado su aprendizaje como grabador y escasos
meses antes lograba ingresar en la Real Academia Inglesa. Aque30
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llos sucesos, en su opinión, eran el primer episodio de una Revelación Divina que debía desembocar en el Juicio Final y el
Apocalipsis. Uno de sus poemas más conocidos, El matrimonio
del cielo y el infierno, escrito al calor de la Revolución Francesa,
es un texto premonitorio: “Nubes hambrientas vagan en las profundidades […]. Ahora la reptante sierpe camina con tímida
humildad. Y el hombre justo se enfurece en los bosques por los
que vaga el León”. Su obra está salpicada de esta experiencia. El
guardián de Albión era, en realidad, la imagen que Blake atribuía
al rey Jorge III y los ángeles representaban a sus partidarios. Las
láminas de su poema América, una profecía, aunque pueda parecer que hablan de la revolución americana -auténtica fuente de
inspiración para los revolucionarios ingleses- en realidad reflejan
sus recuerdos durante los días en que Londres fue sacudida por
los airados hijos de Inglaterra. Blake saludaba a esos tiempos salvajes, a ese “recién nacido terror”.
La Revolución era, por otro lado, una revolución esperada y deseada por gente como Blake. La Revolución simbolizaba a “Rintrah”, que en la mitología de Blake representaba la
cólera profética. Y muy posiblemente, la última vez que Blake
pudo ver el rostro “humano” de “Rintrah” fue mientras marchaba junto a la muchedumbre y observaba las enormes llamas
destruyendo la prisión de Newgate. A esta época pertenecen los
grabados Alegre día y La danza de Albión.
Albión, dirá Blake, había por fin bailado “la danza de la
muerte eterna”.
Meses después de los disturbios de Gordon, fue detenido acusado de trabajar para el enemigo como espía a sueldo
de Francia mientras realizaba, junto a varios amigos, esbozos al
natural de la flota inglesa, la cual se preparaba para partir hacia
las colonias americanas. Tras permanecer arrestado varias horas,
fue puesto en libertad gracias a las presiones de la Real Academia. A raíz de esta experiencia escribió varios versos como los
contenidos en Canción de guerra de un hombre inglés, que luego recogió en Esbozos poéticos: “¡Los ángeles de la muerte se aprestan
en los cielos que ya descienden! […]. ¡Preparaos soldados, nuestra
causa es la causa del cielo!”.
El incendio de Newgate fue solo un instante de una panorámica más amplia. Vista a lo lejos, Londres se venía abajo
(“¡Nunca, hasta anoche, había visto Londres y Southwark en llamas!”, exclamó un asustado católico, que más tarde comparó
aquellos disturbios con el inmenso incendio que azotó Londres
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en 1666 y que destruyó casi por completo el centro de la ciudad).
Grandes columnas de humo se levantaban en distintos barrios
de la ciudad, sirviendo de advertencia de lo que sucedía en sus
calles. El primer día los soldados, armados con bayonetas, lograron detener a trece hombres que fueron conducidos hasta la prisión de Newgate. En las calles ya se veían a miembros de la
mítica Queen’s Light Dragoons, una fuerza especial del ejército
creada un siglo antes durante la revolución americana. Decenas
de bandas procedentes de las afueras, que semanas antes habían
ido reclutando voluntarios entre los campesinos, se repartían
por la ciudad. Muchos habían venido desde muy lejos, desde aldeas remotas gobernadas por terratenientes (el antiguo señor
feudal había desaparecido desde hacía ya tiempo). Todos ellos
eran trabajadores sin tierra, nuevos habitantes de la vieja aldea
medieval, gente sin derechos políticos a los que solo les quedaba
la revuelta y la violencia para hacerse escuchar.
El fuego de Gordon conservaba el eco de un pasado no
muy lejano. Los más viejos aún podían recordar cómo en 1746,
tanto en Sunderland como en Liverpool, las capillas católicas
habían sido derribadas. Esta forma de protesta se presentaba
como religiosa, pero planteaba problemas mayores. De alguna
manera, los alborotadores deseaban, aunque solo fuese momentáneamente, ajustar las cuentas con los ricos. La escasez de alimentos o la subida de los precios casi siempre provocaban las
protestas más grandes y por esta razón las autoridades de Londres eran muy precavidas a la hora de asegurarse de que los mercados estuviesen bien surtidos o de que se respetasen los precios
de los alimentos. Lo sucedido en el pasado, presentado como
una “revuelta del hambre”, mantenía a las fuerzas del orden expectantes ante el primer atisbo de conflicto. Otras veces, los altercados se producían como consecuencia del espíritu xenófobo
hacia los irlandeses, que con frecuencia eran contratados por salarios muy inferiores al de los ingleses. Los viejos héroes se invocaban en los numerosos clubs repartidos por la geografía de
Londres, como la Robin Hood Society, donde pagando seis peniques se podía hablar del tema que se quisiera durante cinco
minutos. El periódico reaccionario Gentleman´s Magazine advertía de que “si la legislatura no se apresura a usar algún método
eficaz para suprimir el actual espíritu de revuelta que se ha tornado general en las capas inferiores de la población… no habrá
protección contra la turba dedicada al pillaje… ¡La turba debe
ser derrotada!”. Las bandas al frente de los disturbios estaban
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dirigidas por gente conocida en sus barrios y pueblos, generalmente tenderos, artesanos o pequeños comerciantes, como Thomas Chaplin, un maestro cochero que durante la revuelta se
encargó de recaudar dinero para la turba. El carisma, una mezcla
de empatía e intereses comunes, les hacía ser respetados como
la única autoridad real.
Dirigían a las bandas y las bandas obedecían.
HAY QUIEN DICE
que la participación de Blake en la destrucción de Newgate surgió casi por casualidad al encontrarse de frente con la muchedumbre que ya marchaba dispuesta a asaltar la prisión. O puede
que no, quizás todo formase parte de un “plan”; un “plan” que
tomaba forma poco a poco y cuyo significado total entonces
Blake ignoraba, porque en el fondo, en lo más secreto de sí
mismo, en sus versos, entre ese amasijo de maldad y abyección,
de trascendencia y lírica de guerra, ya habitaba lo que las huestes
de Gordon depararían. El “espantoso cambio” estaba en marcha: el Gran Salto Adelante, primero la Revolución Americana
y luego la Francesa. Y también las multitudes, como aquellas
que incendiaron Newgate,y que parecían no estar en Londres,
sino lejos de allí, en América, porque “la guerra comenzó en
América. Todos sus horrores siniestros pasaron ante mis ojos
atravesando el Atlántico hasta Francia. Entonces comenzó la Revolución Francesa entre espesos nubarrones”. A través de estos
nubarrones los ojos de Blake pueden ver más allá, mucho más
allá de los gruesos muros de Newgate convertidos ahora en escombros, mucho más allá de las fronteras inglesas y del viejo imperio. Blake está viendo el rostro de París y de los futuros
jacobinos, entonces reunidos en círculos literarios, sin que nadie
pudiera sospechar lo que iba a suceder en poco menos de una
década. Concretamente, nueve años después.
Durante los llamados “disturbios de Gordon” -los mayores en la historia de Inglaterra- se destruyeron más de un centenar de viviendas pertenecientes a la aristocracia y la iglesia,
además de media docena de prisiones, que ardieron por completo siendo sus presos liberados. El Banco de Inglaterra tampoco se libró de la destrucción. La estampa urbana era sinónimo
de horror y caos.
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Varios cuerpos colgados frente a Temple Bar.
Una fiesta improvisada en el London Bridge.
Bibliotecas quemadas.
Almacenes vacíos.
Todo es de todos.
Muchos manifestantes cayeron por las balas del ejército.
También hubo bajas entre los soldados. En total se contaron
más de doscientos muertos. Otros tantos centenares de participantes fueron detenidos y veinticinco de ellos colgados como escarnio para el resto. Alguien dijo que las imitaciones siempre
son malas (ya saben, con frecuencia los fans emulan a sus ídolos,
radicalizando torpemente ese mensaje heredado y, como Marx
dijo, un buen día “conjuran temerosos los espíritus del pasado,
toman prestados sus nombres, sus consignas, sus valores”). Y allí
están ellos; esos, en palabras de nuestro hombre, “elementos inferiores, artesanos que ejercían profesiones subalternas y oficios
mecánicos”, invocando la destrucción del tiempo, del dinero y
del poder de la Iglesia.
En 1801 Johanna Southcott publicó, costeado por ella
misma, un panfleto con sus profecías que no tardó en captar
adeptos por todo el país. Al año siguiente, un grupo de adinerados simpatizantes la llevó a Londres, alquilando una capilla para
que pudiera difundir el mensaje del final de los tiempos. Muy
pronto se hizo increíblemente famosa y sus fieles se contaron
por millares. Sin embargo, en 1814 sus seguidores empezaron a
disminuir. Entonces, mediante un magistral golpe de efecto,
anunció encontrarse embarazada y que aquel hijo sería Shiloh,
el Hijo de Dios. Johanna tenía 64 años. A pesar de ello, la vidente mostraba todos los signos de embarazo y de los veintiún
médicos que la vieron, diecisiete confirmaron la noticia. No
nació ningún niño y su salud empezó a deteriorarse. Falleció dos
meses después de la fecha en que se esperaba el parto divino. La
autopsia que se le practicó no reveló ningún signo de haber estado embarazada. A finales del siglo XIX aún quedaba un puñado de fieles que seguían esperando un nuevo advenimiento.
La propia Johanna, aunque sin éxito, intentó atraer a Blake
hasta su secta. No era, ni mucho menos, la única iluminada de
la ciudad de Londres que estaba metida de lleno en una creciente fiebre apocalíptica. El pensamiento de Blake se movía
entre las filas del protestantismo radical y en toda una tradición
que se remontaba a varios siglos antes, con los anabaptistas, la
Hermandad del Espíritu Libre, los famosos Diggers y los Ran34
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ters, entre tantos otros. Todo tipo de sectas y grupos, calificados
por sus contemporáneos como herejes, pretendían realizar el
reino de Dios en la tierra, una nueva Jerusalén. “No dejará mi
mente de luchar ni dormirá la espada entre mis manos hasta
que fundemos Jerusalén sobre la verde tierra inglesa”, rezaba el
poema de Blake De Milton (1804).
Aquel primitivo anarquismo mesiánico y comunitario
fue también el de Blake. Había muchos héroes a los que seguir,
y el alemán Jakob Boheme, uno de ellos, ejerció en Blake una
enorme influencia. A los dieciocho años Jakob anunció haber
tenido una visión que había durado una semana entera. Aseguró
haber vivido durante aquel tiempo “rodeado de la divina luz”.
Aquellas visiones, que continuaron en el tiempo, fueron recogidas en su obra Aurora. Debido a la persecución a la que fue sometido por parte del poder católico, se vio obligado a difundir
sus panfletos de forma clandestina gracias a pequeñas imprentas
y a redes secretas de simpatizantes con su causa. En 1624 Jakob
falleció, pero para entonces ya contaba con una gran legión de
seguidores. La oposición de Blake a la Iglesia Católica, al Estado
y al poder de los hombres, se fundaba en estos movimientos protestantes, pero también en tipos como Joaquín De Fiore. El pensamiento de De Fiore, llamado también a ser un profeta, dividía
la historia en tres etapas. La primera, la “edad del Padre”, era la
época anterior al cristianismo; la segunda, la “edad del Hijo”,
era el mundo cristiano; la tercera y última sería la del “Espíritu
Santo”. Así pues, la Iglesia (considerada como la ramera de Babilonia y su papa el anticristo) sería barrida de la faz de la tierra
y sustituída por una Iglesia del Espíritu sobre la base de la igualdad. De Fiore afirmó que la era cristiana había terminado en
torno a 1260 con la llegada del anticristo, porque la edad utópica
estaba por llegar.
Pero aquellas experiencias pertenecían al siglo pasado.
Blake, entre la multitud de sectas, se fijó en un hombre al que
no llegó a conocer en vida y cuyos seguidores eran bastante célebres. Se trataba de Emanuel Swedenborg. En aquella época,
los swedenborgianos gozaban de una gran fama y veían en Swedenborg al auténtico y último profeta. Un enviado de Dios.
Swedenborg había nacido en 1688 en Estocolmo. Durante toda su vida desempeñó un sinfín de puestos de gran relevancia, aunque muy pronto se decantó por la cosmología y la
filosofía. En torno a 1744 comenzó a experimentar sueños y visiones que luego reflejó en varios diarios. Al mismo tiempo, em35
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pezó a estudiar la Biblia con mayor intensidad y un año después
aseguró que, mientras se encontraba cenando en Londres, la habitación se había oscurecido misteriosamente y que se le había
aparecido un espíritu, el cual le confesó que Dios lo había elegido a él para que el conocimiento bíblico fuese nuevamente revelado a los hombres. Swedenborg creía ser un mensajero de la
palabra divina. Según estas supuestas revelaciones, todo lo que
existe en la tierra también existe en el cielo, pero de una forma
más compleja e intensa; nadie es juzgado y enviado al cielo o al
infierno, sino que durante la vida el hombre se va preparando
para uno de esos dos destinos. Al morir, uno se dirige a un territorio intermedio donde recibe la visita de desconocidos, sin
que sepa si se trata de ángeles o demonios. Solo la experiencia
y el desarrollo que ha vivido en la tierra le permitirá discernir a
unos de otros, de modo que quien ha vivido en pecado sentirá
más simpatía por los demonios, pero cada uno elige su destino.
Tras aquella visión publicó Arcana coelestia, un voluminoso libro de más de siete mil páginas cuyo subtítulo aseguraba
revelar “algunas de las cosas maravillosas que han sido vistas por
el autor en el Mundo de los Espíritus y en el Cielo de los Ángeles”. En 1759 parece ser que adivinó que en esos mismos instantes, a cientos de kilómetros del lugar en el que se encontraba, se
había declarado un incendio junto a su casa. El mismo Kant, al
tener noticia de los aparentes poderes sobrenaturales de Swedenborg, mantuvo correspondencia con él, pero terminó denigrándolo por medio de un escrito titulado precisamente Los
sueños de un visionario, comentados por los sueños de la metafísica.
Kant calificó a Swedenborg de delirante y desequilibrado, acusándolo además de ser “el más extravagante de los extravagantes”. A sus visiones las llamó “figuras bárbaras e indeciblemente
estúpidas que nuestro delirante cree ver con plena claridad…”.
Debido al cariz que tomaron sus escritos y su figura, el gobierno
inglés decidió prohibir la circulación de todas sus obras acusándolas de tratarse de textos heréticos y blasfemos. Swedenborg,
que solía vestir con un traje negro de terciopelo, murió el 29 de
marzo de 1772 prediciendo, al parecer, la fecha exacta de su
muerte. Sus seguidores se organizaron y el swedenborgianismo
se extendió por toda Inglaterra e incluso Estados Unidos.
En torno a 1788 Blake comenzó a frecuentar la recién
constituida Nueva Iglesia de Swedenborg, aunque no llegó a registrarse formalmente en ella. Sin embargo, tanto él como su esposa Catherine pueden identificarse claramente con los “W. y
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Viñetas de Christopher Hasler y John Kaczmarczyk sobre la vida y obra
de Emanuel Swedenborg incluidas en el cómic The angels called him the
strange one (The General Conference of the New Church, 1982).
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C. Blake” que asistieron a la primera conferencia de la Iglesia.
Algunos de sus amigos, como los artistas Flaxman o William
Sharp, se convirtieron en fieles seguidores de la precursora Sociedad Teosófica, surgida en 1784. Blake, decepcionado, se fue
apartando de la Iglesia, llegando incluso a dudar de la capacidad
visionaria y profética de Swedenborg, al mismo tiempo que lanzó
contra él varios ataques satíricos recogidos en El matrimonio del
cielo y el infierno. De alguna manera, la firme oposición de Blake
al mundo de la naturaleza -y por tanto también a todas sus instituciones terrenales- así como su creencia de que el genio poético y la imaginación eran el instrumento verdadero para la
revelación del conocimiento divino, hicieron que simpatizara
con la secta swedenborgiana, pero es evidente que Blake no encajaba en ningún grupo organizado. Por otro lado, a Swedenborg
no le interesó el arte: el sentido literal de la Biblia era accesible
al hombre, pero su sentido “espiritual” estaba necesariamente
oculto. La oscuridad de la Biblia, según él, era deliberada, y su
objetivo era que aquellos que pervirtieran las enseñanzas no pudieran, en cambio, destruir el espíritu que permanecía oculto
tras la letra. Para Blake, el arte podía ser un instrumento de revelación.
Pero el desencanto de Blake llegó, sobre todo, cuando
comprobó que aquella Nueva Iglesia que alistaba a la creciente
heterodoxia cristiana, empezaba a parecerse demasiado a la Vieja
Iglesia que tanto abominaba. Su colega Flaxman debió persuadirle para que no se alejase de la Iglesia, pero Blake decidió continuar a su aire, poniendo todavía mayor énfasis en la llegada
del Apocalipsis y de “Orc”, aquella imagen que en la terminología blakeiana significaba la energía y el espíritu de la revolución.
Al mismo tiempo, su otro amigo William Sharp se convirtió en
un fanático seguidor de Johanna Southcott, que por entonces
todavía no había tenido la gran ocurrencia de fingir un embarazo divino.
La creencia de Blake en el mundo de los espíritus se
mantuvo hasta su muerte, acontecida el 4 de agosto de 1827.
Meses antes, escribió una carta a un amigo en la que decía lo siguiente:
“He estado muy cerca de las Puertas de la Muerte y he vuelto muy
fatigado y un Hombre viejo, débil y tambaleante, más no así en el
Espíritu y en la Vida, no en el Hombre Verdadero. La Imaginación
vive eternamente. En eso me vuelvo más y más fuerte mientras que
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este estúpido cuerpo decae… Flaxman ha partido y todos hemos
de seguirle, cada uno a su propia Casa Eterna, abandonando a la
engañosa Diosa naturaleza y sus Leyes para alcanzar la Liberación
de todas las leyes de los Miembros y de la Mente, la Liberación a
través de la cual cada uno se convierte en Rey y Sacerdote en su
propia Casa. Hágase la voluntad de Dios así en la Tierra como en
el Cielo”.
William Blake, La danza de Albión (obra también conocida como Alegre
día). Su primera versión es de 1780, fecha de los disturbios de Gordon.
El resultado final está fechado en 1794. San Marino, California. Biblioteca
Hungtington.
ESCENAS PARA UNA HISTORIA DEL VANDALISMO ILUSTRADO
ESCENA Nº1: EL VIEJO TOCADISCOS DE ANDREAS BAADER
Ahora alguien coloca un viejo vinilo en el tocadiscos, y
la aguja se desliza torpemente dando pequeños saltitos a causa
del polvo acumulado. Todo fluye con los primeros acordes y al
llegar al estribillo la historia vuelve a su forma áspera y original,
como si fuese Heráclito quien cantase. “El fuego es un agente
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de transformación, pues todas las cosas nacen del fuego y a él
vuelven”. Sin embargo, no es él quien lo hace sino The Clash
en su canción “London is burning”. “La escribí después de un
paseo por Londres -confesó Joe Strummer, arrastrando su estribillo hasta el infinito: “London is buuuurning”- donde no había
nada que hacer. La televisión terminaba a las once de la noche
y entonces solo podías caminar por la calle a esas horas para entretenerte”. Pero, ¿y entonces qué otra cosa se podía hacer en
aquel Londres sino destruir, transgredir, quemar?
Observamos los recuerdos de todo esto en forma de carteles, manifiestos, canciones, pinturas o fotografías. Existe un
sentimiento impreciso, algo que tiene que ver con la nostalgia,
una sensación de desubicación y de presenciar los vestigios de
una época perdida, aunque al mismo tiempo sabemos que nada
desaparece completamente. El último gran truco de magia, olores de hogueras apagadas y sonidos de un pasado cercano. Tras
la tormenta del tiempo lo que quedaron fueron los restos de
aquellas vivencias que bien podrían expresarse en la forma de
un tocadiscos desvencijado y vencido, tal y como mostraba la
obra que el artista Gerhard Richter hizo a partir de una fotografía del tocadiscos de Andreas Baader, militante de la Facción del
Ejército Rojo (RAF), tras su muerte en la prisión de Stammheim
en octubre de 1977. Richter desenfocó la fotografía inicial, para
luego tratarla al óleo. La imagen había sido tomada de los archivos policiales. Al parecer, la policía aseguró que Baader había
escondido en el interior del tocadiscos el arma con la que se suicidaría. Es un objeto muerto, incapaz de emitir sonido alguno.
Años después, en Cool memories -una autobiografía construida a
base de aforismos- Jean Baudrillard describió aquel sentimiento
que subyacía en la canción de The Clash: “El tedio es como un
zoom despiadado sobre la epidermis del tiempo, cada instante
se dilata y aumenta como los poros del rostro”.
Cruzas una ciudad y juegas con ella. Las calles son como
un mapa que debe descodificarse. Un campo de batalla entonces
cubierto de nieve. Las palabras adecuadas se lanzan al vacío revelando viejas contraseñas. Basta con conjurar los viejos fantasmas (un “zoom despiadado”) y los rostros reaparecen, aunque
al hacerlo se muestren desfigurados, al mismo tiempo que la historia se transmite de generación en generación, como regalo y
también como mito, hasta saltar a la gran pantalla, a los magazines, el cine o la literatura. La película The great rock and roll swindle -un extraño film sobre los Sex Pistols realizado por Julian
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Temple, en el que también colaboró Russ Meyer- se abre con
una escena extraída de los sucesos de Gordon: un grupo de personas pretende colgar a varios muñecos -que imitan a cada uno
de los miembros de Sex Pistols- del “árbol de Tyburn”, la célebre
horca utilizada durante las ejecuciones. “Hacer un viaje a
Tyburn” significaba acudir al ahorcamiento de uno mismo; “El
Señor del Feudo de Tyburn” se refería al verdugo y “Bailar al
compás de Tyburn” aludía al proceso de ser colgado. Eran espectáculos populares donde había que abrirse paso a codazos si
uno quería ver algo.
“Plattenspieler” (Tocadiscos), de Gerhard Richte,
incluida en su obra October 18, 1977.
Multitudes.
La película hablaba realmente de multitudes (las de toda
revolución y también las provocadas por la industria musical).
Era el año 1980, pero ya las contraseñas se habían difundido,
entremezclándose con nuevos lemas e ideas que fluían desde el
mismo centro de la cultura popular. Entonces, los turistas ya podían desplazarse de aquí a allá y visitar todos y cada uno de los
puntos calientes atacados por la turba. El recorrido se vendía
como turismo alternativo y los visitantes, colocando sus manos
en el lugar exacto en que un monasterio fue incendiado, pare41
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cían invocar ese pasado. Los guías, con voz ronca y profunda,
narraban lo sucedido y en su sobreactuación residía también
una parte de todo este teatro. Pero toda reconstrucción es disfraz
y quimera (se levantan los viejos decorados, pero lo que se ve es
cartón piedra y los humos son siempre artificiales).
The great rock and roll swindle (Julian Temple, 1980).
“Nobody”, el estupendo personaje indio de la película
de Jim Jarmusch Dead man, le pregunta a Johnny Depp: “¿Cómo
te llamas?”, a lo que este responde: “William Blake”. “Nobody”
se estremece cuando piensa que Blake, el poeta y pintor, está
frente a él, sin importarle que hubiese muerto un siglo antes.
“He leído todos tus poemas”, reconoce. Benjamin nos ha proporcionado la clave (la historia es un collage, un montaje casi literario y un hecho te lleva a otro). La Revolución Francesa citaba
a la antigua Roma. Los sublevados de Gordon, los jacobinos y
también los punkrockers, a pesar de habitar épocas distintas,
compartieron este secreto; estaban hechos de la misma pasta y,
al igual que el escritor japonés Yukio Mishima, hubieran sido
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capaces de confesar que “no puede negarse la tendencia de mi
corazón hacia la Muerte, la Noche y la Sangre”. Odio y guerra.
Este es el mensaje, siempre lo fue. El ritmo seco y duro con el
que arrancaba “London is burning” tenía la capacidad de imaginar Londres como si fuera una ciudad fantasma. Pura ruina.
La escena relatada no solo acababa con la incineración de aquellas figuras que simulaban ser un grupo de católicos. Tras enviarlas al fuego, seguía la quema de guitarras y discos. No era algo
gratuito, en absoluto, pues obedecía lo recomendado en la “Lección Número Cuatro” que aparecía en la película de Julian Temple y que advertía: “No toques”. En 1968, un grupo de chavales
hizo circular de mano en mano unos rudimentarios panfletos
en los que se leía “Músicos, destrozad vuestros instrumentos”.
Bienvenidos a la modernidad.
EL VIEJO EDIFICIO DEL CATOLICISMO SE TAMBALEABA
y la ciudad, a los ojos de la población católica, era una Sodoma
en manos de los franceses. Para curas y monárquicos, la ciudad
estaba infectada de conspiraciones y complots. Los protestantes,
con su discurso de construir el Reino de Dios aquí, en la Tierra,
aterraban a más de uno. Sus héroes, fanáticos religiosos y ladrones, formaban parte de un impreciso mundo. La imagen de un
Benjamin Peret, en camisa de asillas e insultando cara a cara a
un cura, parecía reproducirse en cada esquina. Gordon era la
voz, pero no el rostro de aquella gente. Bajo Westminster, con
las bayonetas y el ejército vigilando sus fronteras, existía otra nación, un pueblo obligado a la invisibilidad, sin lazos de clase y
con un mismo destino: engrosar la Nación de la Mugre. Gordon
no era Robin Hood, sino su símbolo, y su discurso anticatólico
tenía aquello capaz de conectar un pasado con un presente
común. La historia avanzaba a paso de gigante sin importarle
qué bando contaba las víctimas.
Pero nuestro hombre, que en nuestro relato corre en
busca de ayuda, desconoce cuál va a ser la importancia de aquellos hechos y su trascendencia en la historia… Nuestro hombre
es Edmund Burke (el hombre, el pensador, el político, el intelectual), y huye de una turba que ya le pisa los talones, conjurando sus más profundos temores. Lo persiguen a pocos metros,
gritándole todo tipo de frases amenazantes. En un momento
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dado se gira, topándose con el exaltado rostro de un chaval casi
adolescente que enciende aún más los ánimos del resto: “¡Mirad,
es un jesuita disfrazado!”, exclama. No se detendrá. Sus pasos
son ahora zancadas. En una ocasión, hasta tiene que desenvainar
su anquilosada espada y blandirla. Pide auxilio, alguien lo socorre ofreciéndole refugio, y entonces se desploma. A salvo, puede
observar como sus perseguidores continúan en otra dirección,
y sueña, sueña con alcanzar su casa situada en Charles II Street.
Benjamin Peret insulta a un cura. Fotografía publicada en el primer
número de La Revolución Surrealista con un pie de foto que decía lo siguiente: “Nuestro colaborador Benjamin Peret insultando a un cura”.
Tras Newgate, fue asaltada la nueva prisión de Clerkenwell y liberados sus presos, aunque sin llegar a ser incendiada.
En los días siguientes, bandas de voluntarios recorrieron las calles en busca de los criminales huidos. La multitud, fundida en
un gran bloque, llegó hasta la Destilería de Holborn, propiedad
del católico Mr. Langdale. Pronto, sus puertas fueron forzadas y
se saqueó todo lo que se encontró, quedando el edificio como
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un esqueleto inservible, un almacén fantasma. Bermondsey,
Southwark y St. George’s Fields eran zonas liberadas. Cada
puerta y ventana permaneció cerrada y el que podía, armado
con una pistola o un puñal, esperaba la llegada de los intrusos.
Es viernes y aún queda un intenso fin de semana. El
lunes la muchedumbre intentó atacar la residencia de Burke, defendida por una veintena de soldados. En el interior de la casa
Burke, cautivo y aterrorizado, piensa en su mujer Jane. Los rumores de un ataque se extienden rápidamente tras el saqueo de
la residencia de Sir George Saville. Sus colegas intentan persuadir a Burke para que no permanezca en su casa, pero es inútil.
Es un hombre con una misión: “Si mi libertad ha desaparecido
y no puedo caminar con tranquilidad por las calles de esta ciudad -confesó emocionado en una carta-, entonces no me siento
en condiciones para ejercer aquellas funciones por las cuales
siento deseos de vivir”. Apresuradamente, Burke puso a salvo
sus incontables manuscritos, anotaciones y libretas.
Al día siguiente la prensa amaneció con titulares en los
que se leía: “Inglaterra ensangrentada” (“El sordo rumor presente siempre en el fondo de nuestra experiencia onírica -escribió el filósofo Adorno- sigue arrullándonos, ya despiertos, desde
los titulares de los periódicos”.). A Lord Amherst, jefe de la
fuerza militar, se le amontonaban las cartas y solicitudes de una
intervención militar a gran escala con el objetivo de frenar los
incendios y los robos. El mapa de Londres empezaba a estar plagado de objetivos, de puntos cardinales en manos de las huestes
de Gordon. Y las imágenes vuelan a través del tiempo. Su residencia estaba ubicada en Grosvenor Square, justo en el punto
exacto en que, dos siglos después, se levantó la sede de la Embajada de los Estados Unidos. Era un mismo furor, una idéntica
ira la que unió a los seguidores de Gordon con la marea humana
que en 1968 empujaba con sus cuerpos la barrera policial, soportando la lluvia de golpes mientras cerraban los ojos esperando que al abrirlos todo hubiera pasado. Y daba igual. Daba
igual si dentro se refugiaba el embajador americano o un asustado lord. La chusma de Gordon y todos aquellos hippies perseguían un sueño imposible (derrocar el poder del
catolicismo/detener la guerra de Vietnam) porque lo que realmente pretendían era dar caza a la vieja y temida gran ballena
blanca. Gordon era el furibundo capitán Ahab, aunque sin pata
de palo, “un viejo de canosa cabeza persiguiendo con maldiciones a una maldita ballena por el mundo entero, al frente de una
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tripulación compuesta principalmente de canallas, parias y caníbales”. Sabemos ya quién es ahora Ahab y su “radiante sonrisa
de humor bárbaro”. Su figura controla el centro de Londres,
pero no está solo; su tripulación son todos esos manifestantes
sin control alguno, y que a buen seguro no solo aparecen entrada la noche.
La causa de todo aquello había sido un decreto de ayuda
a los católicos, promulgado un par de años antes, que los protegía y reformaba la ley penal. Lo que Gordon sospechaba, y no
sin razón, era que tras la promulgación del decreto se escondía
el intento del poder político inglés por ganarse las simpatías del
catolicismo internacional, y en especial de su facción canadiense.
Si los ingleses se ganaban el apoyo firme de sus colegas canadienses, el control sobre los rebeldes podría estar asegurado. Gordon,
con el propósito de anular el decreto y acabar con los privilegios
católicos, consiguió sesenta mil firmas y el viernes 2 de junio de
1780, en torno a las diez de la mañana, cientos de sus seguidores
se desplazaron hasta George’s Field. Tras pronunciar Gordon
un corto discurso, una columna de hombres procedentes de Escocia inició la marcha hacia el Parlamento. A su paso, se les unieron otras columnas y al llegar al Puente de Londres eran ya una
constelación de rostros. La Nación de la Mugre. Poco a poco comenzaron a sumarse rufianes, prostitutas y delincuentes que salían de entre los callejones oscuros del centro y de los barrios
más miserables. Hubo quien los cifró en sesenta mil seguidores.
Aquella “hez proveniente de los peores barrios de Londres”, como algunos historiadores la describieron, portando sus
toscos abrigos, exhibiendo su escasez y pobreza, sus malos modos
y su incorregible falta de paciencia, tras tomar las calles cercanas
a la Cámara hicieron casi imposible la entrada a muchos lords.
El panorama que se encontraría un despistado transeúnte, si lo
hubiera, sería este: carruajes destrozados en las inmediaciones,
aglomeraciones en torno al edificio, soldados amenazando con
cargar sobre la multitud. Alguno de estos lords, intentando
abrirse paso a empujones para lograr entrar en Westminster, terminó por no distinguirse de los seguidores de Gordon, y sus
ropas raídas y gesto de espanto los confundió con el resto. El Secretario de Estado, Lord Stormont, fue zarandeado después de
que su carruaje fuese hecho añicos, mientras que el Arzobispo
de York logró escapar escondiéndose en las inmediaciones del
Támesis.
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Edmund Burke.
Los días de la revuelta de Gordon habían concluido con
más de veinte condenados a muerte. Burke, haciendo de voz piadosa entre la clase política del país, pidió que tan solo se ejecutase a una pequeña minoría... Afirmó que seis hombres
asesinados serían suficiente escarnio. Es como si dos siglos después Joe Strummer hubiera silbado para aquellos seis hombres
su canción “Know your rights”: “Conoce tus derechos / Los tres
que tienes / Número uno: tienes derecho a que no te maten /
El asesinato es un crimen / a no ser que lo cometa un policía o
un aristócrata / Número dos: tienes derecho a comida y dinero
/ siempre que no te importe un poco de humillación, investigación y, cruzando los dedos, rehabilitación / Número tres: tienes
derecho a la libertad de expresión / siempre que no seas lo bastante tonto como para intentarlo”. Rebelarse era malo.
Junio de 1780 fue una fecha nefasta para los seguidores
del papa Pío VI y los aristócratas ingleses, si bien el Parlamento
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rechazó la petición de anular el decreto. En los disturbios de
Gordon, la violencia adquirió un aspecto fantasmal. Un informe
sobre la procedencia e identidad de los revoltosos arrojó el siguiente resultado: “doscientos destructores de casas portando
herramientas, quinientos cincuenta ladrones, seis mil hombres
de toda clase”. Y, por si fuera poco, un dato que concluía el escueto documento y que sonaba aún más perturbador: “cincuenta hombres a los que les ordenan lo que deben hacer. Estos
solo aparecen de noche”.
“Inglaterra ensangrentada”, noticia publicada en
The Thunderer exigiendo el final de la revuelta.
ESCENAS PARA UNA HISTORIA DEL VANDALISMO ILUSTRADO
ESCENA Nº2: BAILANDO EN LAS CALLES
La historia comparte esos señuelos y lemas. Son herencias malditas alojadas en un tiempo para luego volar hasta otro
y que tarde o temprano terminan por saltar justo delante de
nuestras narices. Moby Dick era inalcanzable. La evidencia nos
dice que es imposible revivir la historia, que tras los acontecimientos la época ha quedado ya marcada con el reconocible sello
que la desfigura para siempre. Lo que nos queda es su espíritu,
sus proclamas y estilo. Y aunque ya no era lo mismo, aquel refugio que a finales del siglo XVIII recibió el ataque de los furiosos
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protestantes era el mismo que albergó la embajada americana
durante la década de los sesenta del siglo pasado. Se repetía el
mismo e inconfundible sonido de la protesta, algo así como vaciar con fuerza una gran bolsa llena de basura y luego pegar el
oído al asfalto. Moby Dick estaba allí dentro y la tripulación del
Pequod fuera, en la calle, soportando los porrazos. Los manifestantes, tanto en 1780 como en 1968, junto a la lluvia de piedras
o los cócteles molotov dejaban claro que aquello era lo más parecido a una fiesta. Eso era lo siniestro: los mismos rostros de
felicidad en los linchamientos de los lords o en la imagen de un
agente enviado a pasar unas vacaciones al hospital.
SEIS AÑOS ANTES
de que los seguidores de Gordon arrasasen Londres, una decena
de hombres y mujeres cruza el mar. Días antes, el barco ha zarpado desde la costa de Inglaterra y se dispone llegar a Estados
Unidos, concretamente a Nueva York. La larga travesía es extenuante y peligrosa (en aquella época los barcos zarpaban cargados de viajeros, pero no todos llegaban a puerto y el trayecto
estaba lleno de misterios, cuentos e historias de terror). Entre el
grupo de viajeros destaca una mujer llamada Ann Lee, a la que
todos llaman “Madre Ann”.
Se imaginan bestias marinas acechándolos. Barcos cargados de piratas que los asaltarán y asesinarán.
Cantan al amanecer. Rezan a todas horas.
Ann Lee, analfabeta e hija de un herrero de Manchester,
ha tenido una importante revelación divina: no es necesario esperar la llegada del Apocalipsis porque este ya ha llegado. En
esta visión ella aparece como el mismo Cristo, aunque bajo la
forma de una mujer. A diferencia de Johanna Soutcott, no predica un próximo final de los tiempos. Según Ann Lee, el Segundo Advenimiento, tan esperado por numerosos líderes de
grupos religiosos, sectas y sociedades secretas, ya se habría producido. La Buena Nueva, al anunciar que ella era la Salvadora,
le haría encabezar un movimiento comunal místico, cuyos seguidores, surgidos en el seno de los cuáqueros, recibieron el
nombre de Shakers (oficialmente se denominaban Sociedad
Unida de Creyentes en el Segundo Advenimiento de Cristo) o
como vulgarmente se les conocía, los Shaking Quakers (“Los cuáqueros que se agitan”).
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La vida en tierras americanas no fue fácil. Mientras en
Londres los protestantes quemaban y destruían iglesias o monasterios, los Shakers fueron perseguidos con dureza nada más
llegar a Nueva York, donde abrieron su primer templo y comenzaron a extender el culto. Si los reaccionarios ingleses sospechaban que tras Gordon estaba la mano de espías franceses,
interesados en conspirar para extender la revuelta y la sedición,
los Shakers sufrieron una desconfianza similar, siendo acusados
de ser espías británicos. No ayudó que se declarasen firmemente
pacifistas, porque eso les valió el odio durante la Guerra de la
Independencia. Además, estaba el hecho, nada más y nada
menos, de que se enfrentaban al mismo Cristo hecho mujer. La
hostilidad aumentó. Durante sus giras, padecieron frecuentes
ataques a manos de los habitantes de pueblos pobres y miserables, que también quemaron sus carretas. En 1784, exhausta y
convertida en una deidad viviente, Ann Lee falleció tras una de
estas agresiones, pero el culto ya se había extendido y sumado
miles de fieles, todos ellos deseosos de seguir las enseñanzas de
su mártir y de vivir el fantástico Apocalipsis terrenal.
Un verano eterno.
Los Shakers en pleno baile ritual.
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Los Shakers, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, vivían aislados del resto de sus vecinos en enormes granjas
comunales. La secta creció enormemente, llegando a contar con
seis mil miembros repartidos en una veintena de comunas perfectamente organizadas. El culto creía en la dualidad de Dios,
formada por un elemento masculino y otro femenino, siendo
Ann Lee la segunda aparición de Dios. También cumplía un riguroso celibato, creía en la igualdad entre el hombre y la mujer,
así como practicaba el comunismo respecto a la propiedad privada.
Los adeptos conectaban con la divinidad por medio de
ciertos rituales. Unas veces, recitaban rítmica y velozmente citas
bíblicas, que les provocaban convulsiones, durante las cuales aseguraban que el cuerpo expulsaba las enfermedades que le asediaban. Pero otras veces, se entregaban al acto más importante
en su vida comunal: la Danza Circular, durante la cual la divinidad se manifestaba a través del baile.
La Danza Circular se desarrollaba siguiendo un concreto
y calculado ritual. Se formaban cuatro filas compuestas por hombres y mujeres que bailaban frenéticamente alrededor del círculo
sacudiendo brazos y piernas. Los potentes cánticos, que se coreaban y gritaban al unísono con frases como “¡Apalea al Diablo!”
o “¡Tiembla! ¡Cristo está contigo!”, atronaban en el interior de
la estancia. El frenesí desembocaba en violentas convulsiones.
Los participantes rodaban por el suelo, arrancándose la ropa.
Otras veces ladraban, chillando como si estuvieran poseídos e
imitando gestos de animales. Eran pruebas de que el demonio
se manifestaba e intentaba hacerse con el cuerpo del Shaker. El
ritual lograba expulsar al diablo.
La herencia de los cánticos y las composiciones de los
Shakers se mantuvo a lo largo de los siglos. Las canciones se recopilaron en hermosos volúmenes bellamente encuadernados y
los guardianes de la tradición oral americana consideraron todo
aquello como un valioso ejemplo de la vida de los pioneros. A
comienzos del siglo XX, algunas de aquellas canciones fueron
adaptadas e interpretadas por cantantes negros. Luego llegó el
rock and roll en medio de una sociedad que lo consideraba una
inspiración del demonio. Durante aquellos primeros conciertos,
muchos jóvenes fanáticos de la nueva música empezaron a hacer
algo parecido a la Danza Circular shaker: sus cuerpos se movían
como llevados por la locura y algunos se convulsionaban. Chicos
y chicas se miraban a los ojos y comenzaban a bailar. Frecuente51
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mente los participantes se distribuían de forma circular por la
pista de baile. Los dueños de cines y teatros, incapaces de entender todo aquello, interrumpieron numerosos pases de películas o conciertos al creer que aquella conducta (una especie de
ritual shaker actualizado) era un acto de violencia.
“Shake, rattle and roll”, el clásico tema de rock and roll
escrito en 1954 por Jesse Stone y originalmente grabado por Big
Joe Turner, no se popularizó hasta que llegó a las manos de Bill
Halley y, posteriormente, Elvis Presley. “Y todos juntos iremos
a bailar el rock / Yeah, esta noche / Uuuhhh, esta noche”, gritaba la letra. Agitarse hasta el infinito, en cada calle de cada ciudad, en cualquier país.
El legado shaker continuó y se amplificó. Se editaron discos y se publicaron estudios sobre el culto. Patty Smith, creyendo
ser la reencarnación de la propia Ann Lee (Cristo hecho mujer),
veneró aquella tradición musical. No fue la única. En 1987, la
banda R.E.M compuso una canción titulada “Fireplace”, incluida en su disco Document. Uno de los pasajes de la letra de la
canción, inspirado en Ann Lee, decía: “Limpia la pista de baile
/ Sacude la alfombra en la chimenea”. Y años después, Weezer
hicieron lo mismo en su canción “The greatest man that ever
lived (variations on a shaker hymn)”.
El lenguaje religioso servía de pasadizo histórico.
Los violentos choques entre protestantes y católicos durante los disturbios de Gordon tenían una raíz religiosa, pero
también social. La religión, como expresión del poder terrenal,
imponía un tipo de vida y unos valores a imitar. Oponerse significaba tener que pelear.
Resulta curioso que uno de los primeros y más célebres
éxitos del rock and roll lleve por título esa invocación a “sacudir”. Existe una grabación de 1957, justo cuando el rock and roll
daba sus primeros pasos, donde se escucha hablar a Sam Phillips, dueño del mítico sello y estudio de grabación Sun Records,
con Jerry Lee Lewis. Phillips parece representar el papel de ilusionista: intenta hacer ver a Jerry la fuerza y el poder de la nueva
música. Jerry estaba absorto, intentando adaptar una canción
religiosa y apocalíptica (“Great balls of fire”, esto es, “Grandiosas
bolas de fuego”) a un ritmo enloquecido, un góspel reconvertido
en himno generacional. Y entonces, entre los acordes y la trepidante música, se inicia una extraña discusión entre ambos:
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Sam Phillips: No puedo creerlo.
Jerry Lee Lewis: ¡Dios santísimo, “grandiosas bolas de fuego”!
Billy Lee Riley: ¡Así es!
S.P: No puedo creerlo.
J.L.L: ¡Dice “Despierta”, “Por la gracia de Dios”! ¡Solo eso! Pero
cuando se convierte en música mundana… eso es rock and roll.
S.P: Lo he estudiado mil veces y mil veces y mil veces y, Jerry, Jerry,
si piensas que no puedes hacer el bien, si eres un exponente del
rock and roll…
J.L.L: Usted puede hacer el bien, señor Phillips, no me malinterprete…
S.P: Pero espera, espera y escucha, cuando digo “hacer el bien”…
J.L.L: ¡Usted puede tener un corazón bondadoso!
S.P: No quiero decir… no digo solo que…
J.L.L: ¡Usted puede ayudar a la gente!
S.P: ¡Tú puedes salvar almas!
J.L.L: ¡No, no, no!
S.P: ¡Sí!
J.L.L: ¿Cómo podría el Diablo salvar almas? ¿De qué está hablando?
¡Llevo al Diablo dentro! ¡Si no fuera así, sería cristiano!
S.P: Bueno, puede ser que lo tengas…
J.L.L: ¡Jesús! ¡Salva a este hombre! Él expulsó al Diablo y el Diablo
dice: “¿A dónde puedo ir?”. Dice: “¿Puedo entrar en ese cerdo?”.
Dice: “Sí, entra en él. ¿Qué no entró en él?”.
S.P: Bueno. Mira, Jerry, la convicción religiosa no tiene nada que
ver con el extremismo. ¿Tratas de decirme que vas a tomar la Biblia,
que vas a tomar la palabra de Dios y que vas a revolucionar el
mundo entero? ¡Escúchame bien! Jesucristo fue enviado aquí por
Dios Todopoderoso. ¿Convenció a toda la gente del mundo, la
salvó? Jerry, lo que estoy tratando de decirte es que, si crees en lo
que estás cantando no tienes ninguna alternativa, además de… ¡Escucha!, de…
J.L.L: Señor Phillips, ¡no me importa! No es lo que usted cree, ¡es
lo que está escrito en la Biblia!
Ahí, en ese importantísimo momento en que el rock
and roll irrumpía en la cultura de masas, Jerry parece preocuparse por la suerte de su alma. Johnny Cash, testigo privilegiado
de su paso por Sun Records, lo recuerda de esta manera: “Jerry
desde luego que se tomaba las cosas en serio. Acababa de dejar
la escuela bíblica cuando llegó a Sun y teníamos que escuchar
sus sermones en el camerino. Mayormente trataban de cómo el
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rock and roll nos arrastraba, a nosotros y a nuestro público, al
pecado y a la condena eterna”. Su contradicción interna (deseaba ser un riguroso cristiano y terminó convertido en símbolo
de los gamberros fans del rock and roll) debió quemarlo por dentro, al menos en apariencia. Lo que Sam Phillips le decía, con
su insistencia en interpretar la Biblia, era que el rock and roll
podría ser una poderosa arma para extender la dicha entre los
jóvenes. Pero Jerry se sentía como un traidor a sí mismo y, peor
aún, ante los ojos de Dios. El Diablo en el cuerpo.
Lo sorprendente es esta comunión entre eso demoníaco
y la música, o entre la nueva música y el fervor religioso. El registro es idéntico. El rock and roll entra disfrazado. Se habla de
un renacimiento, del final de los tiempos en forma de convulsiones y locura. “Los intérpretes del rock -escribe el crítico musical Dan Graham- liberan eléctricamente las energías anárquicas
y provocan que el público masivo entre en un trance ritual e hipnótico, sobre todo cuando tanto los músicos como el público
están bajo la influencia de drogas psicodélicas. Espectáculos
como esos hacen pensar en el éxtasis de las reuniones de los Shakers y en su búsqueda deliberada del Diablo con el fin de purificarse a sí mismos y asegurar su comunión con Dios”. Los
Shakers, al bailar juntos siguiendo el compás de la música y los
cánticos, alcanzaban un estado íntimo y secreto de comunidad,
compartiendo un saber reservado a unos pocos. Conocían la
llave, el modo en que ciertas puertas terminan por abrirse. Estallaban salvajemente cuando todo aquello comenzaba a funcionar. Esas “grandes bolas de fuego” eran parte de las visiones de
todos los cultos de diversa índole, que vaticinaban un final fatal
que no sería tal: cuando las “bolas de fuego” se apagasen, resplandecería un nuevo mundo y los sinsabores pasados serían
vagos recuerdos.
Tanto los Shakers, con sus calculados rituales de baile colectivo, como los seguidores de Gordon, con su manera gozosa
de disfrutar de la guerrilla callejera y sanguinaria, eran defensores del baile como purgación y liberación. Las numerosas alusiones que testigos, prensa y autoridades hicieron de
determinados episodios durante 1780 o en disturbios más contemporáneos, como las revueltas raciales de Watts o Newark,
son ejemplos de que el baile ya era otra cosa, que adquiría una
nueva dimensión. Quizás fue la misma mutación que la experimentada por la generación del jazz posterior a la Segunda Guerra Mundial y que tenía su base de operaciones en Harlem. En
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aquellos tiempos, si el famoso bop era un tipo de baile frenético
surgido a partir del swing, en la jerga pandillera decir “bop” servía para designar una pelea callejera.
Pelear era como bailar.
Si observamos los grabados y dibujos que relatan lo sucedido en 1780, la escena no parece trágica ni amarga, sino todo
lo contrario. Los alborotadores habían creado, casi por arte de
magia, un curioso juego alquímico. Vistos así, apelotonados, corriendo calle abajo, riendo y burlándose, parecían estar viviendo
un gran baile colectivo, un gozoso ejercicio de unión y comunidad, algo que escasamente se vuelve a reproducir en otros rituales (y los disturbios lo son). La atmósfera carnavalesca se
transmitía entre los participantes, algunos de ellos ataviados con
ropas robadas a sacerdotes o aristócratas. Bailaban. “Las multitudes llevaban la escarpela azul, la insignia de la insurrección,
reuniéndose nuevamente fuera del Parlamento con colores, música, sables y porras”. Era una danza desprendida y caótica, como
si su banda sonora fuese “Dancing in the streets”, aquel éxito
del grupo de soul Martha and the Vandellas.
“Gritando por todo el mundo
¿Estáis preparados para un nuevo ritmo?
El verano ha llegado y es el momento
De bailar en calle
También abajo, en Nueva Orleans,
Y arriba, en Nueva York
Solo necesitamos música, música dulce
Habrá música en todas partes
Habrá ritmo, movimiento y discos sonando
Bailando en la calle
Oh, no importa lo que lleves puesto
Siempre y cuando estés allí
Así que vamos, agarra a una chica
En todos los rincones del mundo
Habrá baile
Bailando en la calle
Es una invitación a toda la nación
Una invitación para que los amigos se reúnan
Habrá risas, canciones y ritmo
Bailando en la calle
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Filadelfia, PA
Baltimore y DC ahora
No podemos olvidar a la Ciudad del Motor
Todo lo que necesitamos es música, música dulce
Habrá música en todas partes
Habrá swing, bailes, discos sonando
Bailando en la calle
Oh, no importa lo que lleves puesto
Siempre y cuando estés allí
Así que vamos, agarra a una chica
En todos los rincones del mundo
Bailar
Bailando en la calle
Camino de Los Ángeles
Todos los días”.
Martha and the Vandellas y su single Dancing in the streets.
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La canción, escrita por Marvin Gaye y editada en 1964,
se convirtió en el himno de la revuelta de Watts que estalló tan
solo un año después en Los Ángeles. Muchos años después,
David Bowie hizo una versión de aquella canción, pero incluyó
algunos puntos calientes del mapa mundial. Junto a las ciudades
americanas, aparecía la Unión Soviética o China. Hasta allí,
pensó Bowie, se debía llevar el baile salvaje y la llamada a una
insurrección total.
“Dancing in the streets” sonaba en los aparatos de radio
de todo el país y aquel conjunto de chicas negras se colocó a la
cabeza de las listas de ventas. De pronto, los negros comprendieron de qué iba aquella canción, porque lo que no decía la
letra era quizás lo más importante; no hablaba de bailar hasta
desfallecer, sino de tomar, sentir, solidarizarse, hablar de lo
común y de lo colectivo. Reclamaban su derecho a existir. “Los
chicos sugirieron que habría baile en la calle Avalon con la 116
[…]. El sonido rompedor de Martha and the Vandellas reventó
las calles”, confesó un testigo de la revuelta de Watts. Aquel sentimiento también pudo verse durante el histórico festival “Wattstax”, celebrado en Los Ángeles en 1972. Más de cien mil
personas, muchas de las cuales entraron gratis al saltar las vallas,
se concentraron para escuchar a decenas de bandas afroamericanas, incluido un discurso del reverendo Jesse Jackson.
El lema elegido era evidente. Watts solo podía rememorarse bailando. Era como volver a casa, al origen de todo. Pero
en realidad se bailaba dos veces (una durante la revuelta y otra
en su rememoración) y los frenéticos bailes de miles de negros
al ritmo de Rufus Thomas -aquel antiguo humorista y disc-jockey- y su “Do The Funky Chicken” así lo atestiguan. Los músicos
no solo debían ser músicos y los disc-jockeys tampoco podían
ser solo disc-jockeys. En el tema de Martha and the Vandellas
“Heatwave” el deejay se veía obligado a hablar sin cesar a la audiencia porque al comenzar sonaban dieciocho compases en que
Martha Reeves no cantaba. Los vacíos se llenaban y las ondas
transmitían un puñado de palabras y sentimientos que viajaban
hasta el gueto, al interior de las casas miserables y hasta de los
mismos cuerpos de quienes las habitaban.
El baile era un aviso, el primer movimiento de una pieza
más larga. Las autoridades, desde finales de los cincuenta,
cuando los chicos comenzaban a bailar levantándose de sus
asientos, obligaban a desconectar los amplificadores. La existencia de barreras incitaba a los fans a transgredirlas, ya fuese la pro57
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hibición de levantarse de las butacas o saltar la valla del escenario. El control tenía que ser total y el disturbio lo opuesto a ese
control. Durante un concierto de los Rolling Stones en Vancouver, por ejemplo, la policía exigió tener el control absoluto sobre
la iluminación, el volumen o el decorado. Fue la primera vez
que se vio a operarios de luz y sonido como agentes del orden.
El jefe de policía desaprovechó una magnífica oportunidad para
presentarse ante los oyentes como un hombre culto y no como
un censor del nuevo sonido (la peligrosidad del baile se remontaba mucho tiempo atrás, como mínimo al año 1278, cuando
en la ciudad de Utrecht doscientas personas empezaron a bailar
sobre el puente del río Mosela hasta que este se desplomó, ahogándolos a todos). Ningún blanco podría seguir los pasos de
baile que desprendía el bueno de Rufus Thomas y su “Do The
Funky Chicken”. Ningún blanco se encontraba conectado a eso.
Los fans blancos de gente como Elvis o Jerry Lee Lewis “movían,
giraban y meneaban sus culitos muertos -diría el dirigente black
panther Eldridge Cleaver- como zombis petrificados que intentasen recuperar el calor de la vida, reavivar los miembros muertos,
el culo frío, el corazón de piedra, las articulaciones tiesas, mecánicas y en desuso, con la chispa de la vida”.
En los disturbios siempre hay algo carnavalesco y profano. Hemos dicho que los seguidores de Gordon paseaban disfrazados de curas, pero quien parecía estar disfrazado era el
propio Burke y no sus perseguidores. Con aquel amenazante
“¡Mirad, un jesuita disfrazado!” comprendió que tenía un doble
problema. La solución a ese problema era igual de trágica: si lo
reconocían, a buen seguro que los manifestantes lo lincharían,
y en caso de que no lo hicieran, pensarían que se trataba realmente de un jesuita, por lo que también sería linchado. Quizás
nos hallemos ante la última burla del ejecutor frente a su víctima, que se sabe perdida y vulnerable. Sea como fuere, lo único
que podía hacer Burke era correr y correr. “En el acto de correr
por la calle hay una expresión de espanto. Es la precipitación
que imita el gesto de la víctima de sortear el precipicio. La postura de la cabeza, que quiere mantenerse arriba, es la del que se
ahoga, y el rostro crispado imita la mueca del tormento”, nos
dice Adorno.
Esta fue la imagen de Burke.
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