La vida espiritual, un camino

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LA VIDA ESPIRITUAL UN CAMINO HACIA LA PAZ, EL AMOR Y EL GOZO.
La vida espiritual es un arte.
La vida espiritual es un arte. No es una ciencia o una tecnología que podamos
medir, predecir o pasar por un computador. No es un hobby, ni algo que
hacemos solo como pasatiempo. No es una profesión, una carrera o algo
para lo que tenemos que estar calificados. Es un arte.
El arte es una actividad creadora del ser humano, un actividad realizada con
una finalidad estética y comunicativa mediante la cual se expresan ideas,
emociones, sentimientos y en general una visión del mundo o de la vida. Por
tanto supone que yo le transmito mi ser a eso que hago. De otra parte, el
arte es algo esencialmente práctico, supone unas líneas concretas, unas
técnicas unas normas que me permiten optimizar lo que hago.
Lo más destacable es que es un arte universal. Esto significa que el único
requerimiento necesario para practicar el arte de la vida espiritual es nuestra
humanidad, la posesión de una conciencia humana razonablemente normal.
Karl Rahner, hablando de la esencia y dignidad del hombre dice que se da una
pluralidad de existenciales en el hombre:
a-) El es un ser viviente material y corpóreo, con un ambiente material en una
comunidad biológica de vida, con una solicitud por la afirmación vital de la
existencia.
b-) Es un ser personal espiritual capaz de cultura, con una multiplicidad de
comunidades personales (matrimonio, familia, parentela, pueblo, Estado) y
con una historia.
c-) Es un ser religioso que dice relación a Dios, por la naturaleza y la gracia,
con una “Iglesia” en una historia de salud y de ruina.
d-) Es un ser que dice relación a Cristo; es decir, su esencia se halla en la
posibilidad óntica y personal espiritual de comunicación con Jesucristo, en
quien Dios ha adoptado para siempre como propia la figura de un hombre y
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ha abierto definitivamente hacia sí mismo en manera insuperable la realidad
de un hombre, con lo cual ha quedado establecida la posibilidad real de
comunión inmediata de todos los hombres con Dios. Por ello sólo se puede
hablar de Dios de un modo definitivo cuando al tratar de ello, es decir, en
plena teología, se trate también de antropología. Y sólo se puede tratar de
antropología, sólo se puede dar una respuesta última sobre la esencia y la
dignidad del hombre, si se ha cultivado teología tratando de Dios y desde el
punto de vista de Dios.
No se requiere, por tanto, ni un genio especial ni destrezas particulares, solo
la condición obvia de abrir paso en mi humanidad a lo espiritual que hace
parte de mí.
¿Quién soy yo aconteciendo en mi circunstancia? Y la Sagradas Escrituras
sugieren respuestas a esta gran pregunta: Soy criatura a imagen y semejanza
de Dios (Gn. 1, 27) Él estructura mi existencia, me habita y comunica su
intimidad, aconteciendo en mí, hasta el extremo de que Dios se hace hombre
para que el hombre se haga Dios, como nos lo muestra Jesús, “Dios expresó
lo que es de sí mismo en Jesús”. (Hb. 1, 3) Li Mizar Salamanca.
También necesitamos una disposición bien realista: comprometerme
seriamente para perseverar en este arte y practicarlo. La práctica es
infinitamente más importante que cualquier cosa que pueda decirse sobre
ella. Practicarla para vitalizar la palabra con el Espíritu, porque es un arte que
aprendemos de la experiencia. Al igual que cualquier arte, la espiritualidad
requiere dedicación y la dedicación significa práctica.
La mayoría de los artistas a menudo sufren de una gran tentación que nos
sobrepasa a todos de vez en cuando. Es la inclinación a soñar su creación,
fantasear sobre el próximo trabajo, planear su próxima empresa creativa,
posponiendo la práctica hasta el final del largo sueño. Esta tendencia a
convertirnos en soñadores postergadores es muy fuerte en todos nosotros.
Puede hacerse tan fuerte que el sueño puede parecer real. Los sueños,
parecen, habitualmente, profundamente reales mientras son soñados. Y
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resulta entonces fácil engañarnos a nosotros mismos diciendo que estamos
haciendo lo que en realidad solo estamos pensando.
Para la mayoría de las personas interesadas por lo espiritual esta práctica
ilusoria representa una suerte de peligro. Si estamos construyendo una casa
y soñamos con lo linda que quedará terminada, posponiendo el trabajo real
de creación, no pasará mucho tiempo antes que alguien venga y nos diga, al
ver el espacio vacío: “estás hablando mucho sobre esta casa, pero no veo
nada edificado”. Entonces será difícil mantener el autoengaño de “estar
construyendo la casa”. Despertarse de un sueño como este no es placentero
propiamente. Al despertar, la mayoría de las personas no está en su mejor
momento y nos puede dar “mal genio”. Por eso cuando se nos muestra el
terreno vacío sin edificar, nuestra primera reacción puede ser más bien de
enojo. De la misma manera, podemos estar fantaseando también sobre
nuestra vida espiritual, construyendo una casa interior imaginaria,
especulando sobre el autoconocimiento, fantaseando sobre cómo, a corto
plazo, nos comprometeremos seriamente. La fantasía espiritual puede
prolongarse mucho más que otras clases de fantasías, porque los demás,
desde afuera pueden pensar que estamos verdaderamente dedicados en el
tiempo, a trabajar nuestra vida espiritual. La voz que eventualmente nos
despierta de la fantasía espiritual puede demorarse mucho tiempo en
hacerse presente.
Pero hay momentos en que sabemos que no estamos fantaseando en
relación a nuestra vida espiritual. Son signos graduales, sutiles y penetrantes
que denotan un progreso espiritual a partir de profundos cambios que tienen
lugar en nuestro interior y que van dando paso a una ESPIRITUALIDAD
INTELIGENTE, es decir, una espiritualidad que va propiciando el desarrollo de
las funciones más importantes de la inteligencia, de esa capacidad humana
de disponer de sí mismo con acciones cada vez más profundas y totales para
ser, en todo momento, el que se quiere ser.
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ESPIRITUALIDAD INTELIGENTE
Alimentada de “serenidad” trae paz, estimula el amor, enriquece el gozo.
Dice San Benito, a propósito de la vida espiritual, que su culmen, lo definitivo,
el punto más excelso del desarrollo espiritual es la dulzura de palabra y la
serenidad de alma.
Una espiritualidad alimentada de serenidad trae la paz, porque nos libera
del miedo y pone fin a la ansiedad que parecía no tener fin ni causa aparente.
ANÉCDOTA:
Solzenitzyn cuenta una historia del período de terror de la época de Stalin,
referida a una reunión política en un pequeño pueblo ruso. Un insignificante
oficial del partido había ido hasta allí a dar una charla a una célula local. Era
una charla abrumadoramente aburrida, plagada de banalidades y
sinsentidos, y todos estaban sentados escuchando con caras de piedra.
Cuando este oficial finalizó su exposición todos se pusieron de pie
entumecidos y comenzaron a aplaudir. El aplauso se extendió en el tiempo y
nadie se animaba a ser el primero en dejar de aplaudir, porque eso
demostraría una desleal falta de entusiasmo u ortodoxia. Entonces este
aplauso desvitalizado siguió su curso por unos largos diez minutos, hasta que
el secretario local del partido decidió animarse y ser el primero en dejar de
aplaudir, para luego sentarse. De forma previsible, desapareció a la semana
siguiente.
Esta es una historia que es, al mismo tiempo, absurda y atemorizante. Revela
cuán fácilmente podemos perder la libertad y lo que ese encuentro político
demostró: el mundo de pesadilla y temor que sigue a la pérdida de la
libertad.
La libertad es la ausencia del temor y el verdadero uso de la libertad es llegar
a ser quien realmente somos. Somos verdaderamente nosotros si no somos
el otro. Esto parece muy obvio y simple porque, por supuesto, no podemos
ser nadie más. Sólo podemos ser la persona que somos. Pero aunque sea
imposible ser alguien más, es bastante posible actuar como si fuéramos
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alguien más. El ser uno mismo es tan simple como suena pero es más
demandante de lo que parece.
Es evidente que algo falta, hay una ansiedad colectiva. Hay algo de lo que
carece todo el mundo. En consecuencia, algo falta en muchas vidas, incluso
en las nuestras. Todo el mundo parece saberlo; pero nadie sabe exactamente
qué es.
Hay quien dice que es bueno que los viejos recursos familiares, como la
unión, se hayan perdido. Hay quien dice que lo que falta es disciplina moral.
Unos cuantos lloran la muerte del patriotismo, la religión y el respeto por los
valores. Pero la mayor parte de los valores que lloramos son más históricos
que reales en un mundo de sofisticada tecnología, individualismo y
globalización. No, es un hecho que hay cosas que se han perdido para
siempre.
Pero el mero hecho de que el mundo sea distinto no significa que sea mejor.
Con los cambios ha venido la confusión pública, la desorientación y el
desconcierto personal. ¿Qué es verdaderamente valioso en la vida? ¿Dónde
está la paz?
La verdad es que, aunque podamos sufrir por lo que hemos perdido en esta
generación, también sufrimos por lo que hemos añadido: un toque de
desesperación, un matiz de frenesí. Nos movemos de sitio en sitio, de
novedad en novedad, de idea en idea. Todo está en continuo cambio. Todo el
mundo está yendo a algún sitio en busca de alguna otra cosa. Todo el mundo
está en ebullición. Todo el mundo está en afanosa tensión por conseguir más
de algo: más cosas, más seguridad, más status, más poder, más afecto…
Y la pregunta es: ¿por qué? La respuesta quizás no sea que nos hemos hecho
demasiado desarrollados, demasiado sofisticados, demasiado cultos,
demasiado ricos… puede que la respuesta sea sencillamente que nos hemos
metido demasiado dentro de nosotros mismos y nos hemos distanciado
demasiado del centro de nuestra vida, Dios mismo. Lo que realmente hemos
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perdido es la conciencia de quiénes somos y cuál es nuestro lugar en el
universo, y lo que ello significa en todo cuanto hacemos.
Reconocer la presencia de Dios en nuestras vidas, retornar a la humildad,
sabiendo que Dios no es un objetivo que alcanzar, sino una presencia que hay
que tener muy en cuenta. Se trata de que tengamos siempre ante los ojos
esta presencia de Dios y nunca lo olvidemos. Dejar a Dios ser Dios, renunciar
al derecho a ser Dios y reconocer su poder en mi simple pero diferenciada
vida. Esto exige una respuesta total.
Karl Rahner en uno de sus últimos artículos: “El coraje y la gracia de
abandonarse en el Todo”, dice a este propósito:
Para definir su actitud agnóstica y atea, Jean Améry se refería a Lévy-Strauss
quien declaraba: “No me siento preocupado por el problema de Dios; para mí
es absolutamente tolerable vivir consciente de que nunca podré explicarme la
totalidad del universo”. El hecho de que ambos ateos se refieran a totalidad
del universo indica que, para ellos, este concepto y lo que significa, existe.
Cuando se toma realmente en serio esta totalidad del universo –existente e
inexplicable-, por una parte, y no interesante, por otra-, cuando no se
entiende por ella la suma de realidades únicas, sino la realidad originaria que
subyace a todas ellas; entonces, tímidamente, se expresa un concepto
cristiano de dios, origen y fundamento de todo el mundo, misterio necesario e
insondable para nosotros.
Los cristianos nos distinguimos de estos ateos no porque intentemos decir
algo sobre Dios, mientras ellos no aceptan esta realidad, sino porque
queremos abandonarnos en este misterio incomprensible. El teísta cristiano, a
diferencia de los ateos, tiene el coraje de abandonarse en esta incomprensible
y original totalidad de la realidad. Y este abandonarse es la máxima osadía
del hombre: una ínfima partícula del enorme universo quiere tener algo que
ver con la totalidad subyacente y fundante de la realidad.
Si creo verdaderamente que Dios está presente en mi vida aquí y ahora,
entonces no tengo más opción que abordar la realidad. Súbitamente, para la
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persona verdaderamente humilde, el mundo entero empieza a tener un
aspecto distinto. El mundo está grávido de la grandeza de Dios y la persona
humilde sabe que es verdad. Hay gloria, pues, en mundos que están
constituidos por diferentes colores y diferentes culturas y diferentes
intereses. Hay gloria en el mundo que nos rodea, y nos la perdemos si
estamos centrados en nosotros mismos. Hay gloria, que estamos
destruyendo y reduciendo y pasando por alto cuando no vemos más que a
nosotros y nuestras necesidades y caprichos.
Todo el mundo tiene algo que controla su vida entera. Para unos es la
ambición; para otros, la avaricia; para unos terceros, el miedo; y para algunos
otros su narcisismo, esa exagerada conciencia de sí mismos que minimiza
cuanto les rodea. Pero se trata de impregnar nuestra vida de la conciencia de
la realidad toda.
La humildad por lo tanto es la virtud de la liberación del yo, que me posibilita
salir de mi pequeño y fragmentado mundo para aceptar con serenidad otras
realidades distintas y diversas y, en últimas, la realidad del Dios infinito, que
las contempla y comprende a todas.
Reconocer la existencia de Dios de modo real y cotidiano, nos lleva a
renunciar a la necesidad de adaptar la vida a nuestros propios designios y
enfurecernos contra ella tal como es, exigiendo que adopte nuestro tamaño.
La humildad es la realidad que nos proporciona una conversión involuntaria
que es verdadera.
ANÉCDOTA
Cierto día el maestro dijo: “Es mucho más fácil viajar que quedarse quieto”.
“Por qué? –quisieron saber los discípulos.
“Porque –dijo el maestro- mientras viajas hacia un objetivo, puedes aferrarte
a un sueño. Cuando te paras, tienes que afrontar la realidad”.
Pero ¿cómo cambiaremos si no tenemos objetivos o sueños? -Preguntaron
los discípulos.
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“El verdadero cambio es el involuntario. Afronta la realidad, y tendrá lugar el
cambio involuntario”.
La humildad es la cualidad de vivir la vida en plenitud, de hacer frente a la
realidad, aceptarla y ser conformado por ella.
Entonces la ilusión ya no se apodera de nuestra alma ni nos amarga la vida ni
consume nuestro corazón ni destruye nuestra psique ni nos hace perder la
alegría. Entonces empezamos a ser libres.
Hablar del Silencio
Decíamos que tal vez todo el mundo está buscando algo, y nos
preguntábamos qué es ese algo, y respondíamos: tal vez simplemente
hemos perdido la conciencia de quiénes realmente somos, porque nos
hemos distanciado de nuestro centro interior. Se trata de retornar a la
humildad y reconocer la presencia de Dios en nuestras vidas, aceptar su
voluntad sobre nosotros y abandonarnos a ella. Salir del mundo de la fantasía
y aceptar la realidad tal como es porque sólo en ella seremos cambiados y así
empezaremos a ser libres.
Pero para ello necesitamos un espacio de SILENCIO, re-significar el silencio,
como ese lugar y tiempo interior, donde al principio parece no haber nada.
Pero es a partir de esa nada aparente, a partir del silencio, que llegamos a
ese encontrarnos y realizarnos a nosotros mismos. Nos realizamos al
encontrar el Ser de Dios y en el silencio de Dios la Palabra que nos habla de la
infinitud de Dios.
Hablar del silencio resulta una actividad intrínsecamente contradictoria. En
realidad, podría llega a ser una empresa absurda si las palabras no apuntaran
a una experiencia de silencio y nos animaran a entrar en el silencio por
nosotros mismos, antes que simplemente pensar o hablar sobre él.
Hoy en día, mucha gente tiene una sed y hambre espiritual de silencio, de
interioridad y de oración. Verdaderamente, a menos que la salud espiritual
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de los miembros de la sociedad sea restaurada a través de la experiencia
espiritual, las personas serán incapaces de sentir la verdadera compasión
desde donde surge el verdadero amor por la paz y la justicia. La gente de hoy
necesita una forma de retornar a este estado saludable, necesita un camino
que deberá ser al mismo tiempo nuevo y antiguo: un camino que encuentre a
las personas en el lugar en donde verdaderamente están.
Redescubrir la oración como espacio de simplicidad y pobreza puede unificar
la gran variedad de caminos humanos que buscan permanecer en el Espíritu.
Sentarse en silencio y quietud durante todo el período de oración, cada
mañana y al atardecer: esta es una disciplina y una senda a la libertad. Es una
forma maravillosa de vivir el misterio de la vida, sus penas y sus alegrías en la
fe y con el poder de la fe que sana y eleva al ser humano a amar a Dios y a los
demás. Es práctico y absolutamente simple.
Tal vez sea el Sol el símbolo más temprano por medio del cual los seres
humanos expresaron su conciencia de Dios, el símbolo universalmente
religioso más importante que el hombre haya concebido jamás. Es un
símbolo tan primario –un arquetipo- porque el sol es la fuente esencial y
evidente de vida en la tierra, y sin él, el planeta dejaría abruptamente de
existir. Es el símbolo más simple y por lo tanto, uno de los más perfectos
símbolos de Dios.
Cuando somos simples y humildes, sabemos y nos damos cuenta de que no
nos creamos a nosotros mismos, porque no somos la fuente de nuestro
propio ser. Esta es una idea muy obvia, sobre todo para las personas
religiosas. Pero que es rápidamente olvidada y raramente tomada en cuentaLa estructura de la realidad humana está construida sobre el hecho o
revelación que sostiene que tenemos un origen más allá de nosotros mismos
y por lo tanto, nuestro origen es un misterio. La humanidad es un misterio.
Aún para sí misma. Y el misterio humano sugiere que compartimos algo en
común con ese misterio, que es lo divino más allá. No solo es un misterio –
para nosotros- la otra gente, la naturaleza o Dios. Somos un misterio para
nosotros mismos. Perdemos esta simplicidad rápidamente bajo ciertas
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presiones, y cuando lo hacemos también perdemos la humildad de ser
conscientes de que no podemos comprender. En cambio nos sentimos
orgullosos cuando quedamos sujetos a la ilusión que nos dice que “no somos
un misterio con un origen trascendente”, sino “un problema en el aquí y
ahora”. Si fuera así, entonces debe haber una combinación de cerradura y, si
encontramos la combinación adecuada abriremos la cerradura y
resolveremos el misterio. Hoy hemos dejado de ser espirituales para ser
crudamente tecnológicos. Hoy, lo misterioso se rinde usualmente a lo oculto,
a lo psíquico o a las supersticiones.
Todo el mundo está condicionado en una sociedad no religiosa, a estar
orgulloso de esta naturaleza. Pensando que resolveremos el problema,
descubrimos que hay cada vez más problemas generados por nuestra propia
complejidad. Parece natural pensar que resolveremos los problemas
haciendo más, hablando o estudiando más. La complejidad, en términos
económicos o sociales genera actividad. Entonces podemos descubrirnos a
nosotros mismos corriendo de un lado para otro en círculos sin sentido
tratando de encontrar significado. Finalmente el orgullo cae y entonces, a
través de la herida de esa caída, se nos brinda una gran oportunidad de
volver a la sensatez. Es probablemente luego de esa caída cuando
comenzamos a meditar o a orar y volvemos a ese lugar de nosotros mismos
en donde somos simples, humildes y verdaderos.
La oración así es un camino hacia la simplicidad elevada y madura, no una
regresión al infantilismo. Nos conduce hacia una humildad que nos lleva al
verdadero autoconocimiento y a una verdadera auto aceptación, es decir, a
un conocimiento de un Dios transformador. En la oración no estamos
haciendo nada, ni hablando, ni esperando que algo ocurra, no estamos
resolviendo problemas de identidad, ni intentando resolver grandes o
pequeños problemas de la vida. Antes que hacer estamos siendo. Y al ser
encontramos el camino hacia el misterio.
La jornada diaria del sol, aparentemente en movimiento pero en realidad
inmóvil, estructura los tiempos humanos de oración. Al salir y al ponerse el
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sol construimos ascendentemente, en los dos pilares de la oración, el arco de
nuestro diario vivir. Estas dos experiencias del ser que sostienen la actividad
del día son los momentos de interioridad que transforman las vidas que las
obedecen.
La oración es simplemente volcarse hacia el sol –la fuente- hacia Dios. No es
una actividad pasiva porque no somos girados, nosotros giramos. Elegimos
girar para que podamos reflejar completamente la luz de la Fuente que está,
al mismo tiempo, en nuestro interior y a nuestro alrededor. Al volvernos
completamente llegará el día en que seremos totalmente iluminados. Hoy se
está redescubriendo la conciencia de la contemplación y de la oración, como
la más pura forma de energía en acción, porque involucra al Ser en sí mismo.
La gran certeza que tenemos, no importa cuánto tiempo nos lleve, es que
este es el camino y que finalmente será una realidad: seremos entonces
totalmente nosotros mismos, completamente vivos en el amor, que es la
fuerza de toda la creación.
Cuando somos simplemente nosotros mismos estamos en silencio. La oración
es el camino del silencio porque nos lleva a aceptar y reverenciar nuestra
naturaleza esencial. No estamos imaginando, ni aparentando, ni
comunicando. Y si logramos llegar a ese silencio descubriremos que
compartimos la naturaleza humana con cada persona del planeta. En el
silencio nos encontramos con la realidad común de la naturaleza humana y
comulgar con lo que ésta refleja y busca adorar.
Nuestros intentos por alcanzar dicho silencio deberán afrontar varias
dificultades. Ciertamente no se trata tan solo de contener nuestra lengua,
sino más bien de alcanzar un estado de calma atenta en nuestra mente y
nuestro corazón. Cuando esto se logra terminamos por experimentarnos
completamente atentos y completamente en calma. Esta serenidad es una
concentración plenamente despierta.
Si observamos a un relojero a punto de realizar una hábil maniobra con sus
pinzas, nos daremos cuenta de lo tranquilo y sereno que se mantiene
mientras escruta el interior del reloj ayudado con su lupa. Su calma, no
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obstante, se caracteriza por la concentración absoluta, por estar plenamente
atento a lo que está realizando. Del mismo modo, en la oración nuestra
calma no consiste en un estado de mera privacidad, sino en una situación de
total apertura, de absoluta atención a la maravilla de nuestro ser, al
resplandor de Dios, autor y sustento de nuestro ser, siendo plenamente
conscientes de que somos uno con él.
Alguien describía la mente como un gran árbol lleno de monos que se
columpian entre las ramas en medio de un constante bullicio de chillidos y
movimientos. Cuando comenzamos la oración nos damos cuenta de que es
una descripción muy acertada del torbellino que campa por nuestra mente.
La oración busca conducir nuestra mente dispersa y distraída hacia la calma,
el silencio y la concentración para poder así repetir una y otra vez con el
salmista: “Rendíos, reconoced que yo soy Dios”.
Cuando se pierde el contacto con el silencio y con la experiencia
contemplativa se pierde entonces la esperanza de la paz que es inseparable
de la unidad entre todos los hombres y mujeres en su naturaleza humana
esencial, sin tener en cuenta raza, credo o posición social, sabiendo que
existe una última y benevolente realidad habitando en nuestro interior y más
allá de nosotros, y que el amor y la compasión son sus signos manifiestos.
Pero es trabajo del Espíritu en la experiencia humana lo que hace que todo
esto se haga realidad y que en el silencio todas nuestras rutas se unan para
convertirse en El Camino y en el poder trascendente del Espíritu, que hace
que el ser humano vuele en pos de libertad.
Una espiritualidad alimentada de “serenidad” estimula el amor.
En la Carta Apostólica de Juan Pablo II, Fides et Ratio, sobre las Relaciones
entre fe y razón, el No. 1 dice:
“Conócete a ti mismo”
Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo
largo de los siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente
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con la verdad y a confrontarse con ella. Es un camino que se ha desarrollado,
no podía ser de otro modo, dentro del horizonte de la autoconciencia
personal: el hombre cuanto más conoce la realidad y el mundo y más se
conoce a sí mismo en su unicidad, le resulta más urgente el interrogante
sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se
presenta como objeto de nuestro conocimiento se convierte por ello en parte
de nuestra vida. La exhortación Conócete a ti mismo estaba esculpida en el
dintel del templo de Delfos, para testimoniar una verdad fundamental que
debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre deseoso de
distinguirse en medio de toda la creación, calificándose como “hombre”
precisamente en cuanto “conocedor de sí mismo”.
EXPERIENCIA, CONOCIMIENTO Y AMOR
La imagen de un camino o peregrinación es una imagen natural que
utilizamos cuando pensamos en la oración o en la vida en plenitud. Es una
imagen muy adecuada porque la reflexión sobre la experiencia revela un
constante cambio y, a menudo, un desarrollo impredecible de algo que en sí
mismo permanece igual. El camino es una constante, pero dentro del camino
el cambio también es constante.
El verdadero trayecto es la creación de la persona que somos. Y la persona en
la que nos estamos convirtiendo es única, pero al mismo tiempo en unión
con todas las demás. Este es el misterio de la creación, que todo dentro de la
creación es al mismo tiempo único y unido. Ninguno de nosotros será ni
puede ser jamás repetido. Nuestra unicidad es un aspecto de nuestra
semejanza con Dios y es también una razón por la cual debemos
reverenciarnos tan profundamente unos a otros. No obstante, también existe
la más extraordinaria unidad en la unicidad entre nosotros mismos y la
familia humana, y entre la humanidad y toda la creación. Toda esta infinita
unicidad está de alguna manera ordenada, centrada y tiene un propósito:
Cuanto más permanezcamos en el camino descubriéndonos a nosotros
mismos, más permitiremos que la vida se realice en nosotros, y más
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claramente contemplaremos la unidad subyacente dentro de la totalidad del
gran diseño de la creación.
Podríamos identificar tres estadios del despertar a lo largo de este camino
EXPERIMENTAR
Al principio del camino, lo más importante para nosotros parece ser el
experimentar. Necesitamos experimentar tanto cuanto sea posible y vamos
explorando en la búsqueda de experiencias, deseosos y hambrientos de
ellas. Al principio no importa demasiado lo que experimentamos, en tanto en
cuanto sintamos que los contenidos de la conciencia están siendo
aumentados. El significado vendrá después. Lo que importa ahora es recoger
el material. Este estadio es primariamente una dimensión material o
sensorial de la conciencia que está siendo despertada y que al mismo tiempo
está siendo utilizada para despertar el siguiente estadio.
No está mal pero es incompleto. El gran problema que enfrentamos en este
estadio es qué hacer para experimentar lo suficiente. ¿Cómo podemos meter
todo adentro?
A medida que comenzamos a darnos cuenta de que no podemos adquirir la
omnisciencia y ser y hacer todo dentro del límite del potencial humano, la
codicia parece ser la aproximación equivocada. Sin embargo, en este nivel,
sentimos que nuestras esperanzas de plenitud son ensombrecidas hasta el
fracaso y puede instalarse en nosotros la frustración.
CONOCIMIENTO
Gradualmente comienza a surgir otra dimensión de la conciencia.
Comenzamos a ver las cosas desde un mayor grado de desapego y el foco de
atención comienza a girar desde la experiencia bruta al conocimiento
integrado. Comenzamos a vivir más en la mente y a descubrir los poderes y
riquezas sorprendentes que posee. Se nos presenta maravillosamente como
una mejor herramienta para manejar la realidad. Entonces comenzamos a
tratar de absorber la mayor cantidad de conocimiento posible. Gradualmente
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el entendimiento nos muestra que el campo del conocimiento mental es
interminable e infinito. Pero la infinitud de la mente no es la eternidad, sino
solo una imagen de la realidad. Al descubrir nuestra propia naturaleza como
imagen, nos ponemos en contacto con la capa superficial de la trascendencia.
Podríamos, si eso elegimos, permanecer dentro de la conciencia mental
durante toda la vida, descubriendo siempre nuevos reflejos y conexiones,
nuevos puntos en donde recomenzar el círculo, hasta que finalmente nos
demos cuenta de que esta no es una dimensión satisfactoria.
Y surge ahora la pregunta: ¿A dónde vamos desde aquí? ¿Qué hacemos?
AMOR
La experiencia religiosa es fundamentalmente la de un enamorarse
incondicional y sin restricciones. Pero aquello de lo que estamos
enamorados queda siempre por descubrir. (Bernard Lonergan)
Corremos el peligro de darnos por vencidos, de abandonar el verdadero
peregrinaje. Es entonces éste un momento de gracia, en cualquier estadio de
la vida en que ocurra: el descubrir un camino espiritual. Mucha gente
reconoce en este momento de tranquilidad el camino espiritual que siempre
estuvo ubicado a un costado. El descubrimiento mismo tiene lugar dentro de
una dimensión misteriosa. La manera en que reconocemos lo espiritual como
la culminación de lo sensorial y lo mental, parece ser el camino a seguir. La
puerta que atravesamos para alcanzar este camino espiritual es la puerta que
hemos estado buscando todo el tiempo. De cualquier forma que se produzca
ese encuentro siempre será el punto de inflexión en nuestra vida. Permanece
en nosotros como una suerte de momento atemporal en la historia personal,
no simplemente como un acontecimiento más entre los otros, sino como un
punto central, cualquiera que sea el momento en que ocurra, al principio o al
final. Se convierte en el pivote alrededor del cual giran gradualmente todos
los demás acontecimientos. Por la gracia del Espíritu trabajando dentro de la
experiencia cruda y a partir del cuestionamiento de la experiencia,
encontramos la senda espiritual. Tenemos finalmente la sensación de
comenzar de verdad. Y es, verdaderamente, un nuevo comienzo.
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Dimensión genuinamente infinita, la del espíritu. No simplemente infinita
porque se refleje a sí misma en todo momento. Es auténticamente eterna
porque es la dimensión de Dios. En ella nunca sentimos aburrimiento,
depresión o cinismo cuando somos conducidos al interior de esta dimensión
dinámica. Por el contrario, descubrimos no solamente las relaciones – verdad
entre el mundo de los sentidos y el mundo de la mente, sino que también
descubrimos el universo del corazón, el mundo espiritual donde se unen la
experiencia y el conocimiento.
En esta dimensión el conocer algo es experimentarlo y el experimentarlo es
conocerlo con absoluto AMOR. Aquí somos invitados a un gran desafío: la
plenitud de la experiencia para completar la comprensión. El desafío no es
intentar experimentar o saber todo. Es amar todo.
No obstante nos enfrentamos a un gran dilema humano hasta el momento
en que estemos firmemente enraizados en el corazón, hasta que la
experiencia y el conocimiento estén integrados y nosotros seamos
finalmente unificados. Es el dilema de la tensión y de los, por momentos,
violentos conflictos entre lo general y lo particular, entre la persona y el
mundo, entre yo y la otra gente. Hasta que no hayamos atravesado
completamente la puerta en donde comienza la jornada espiritual la
voluntad universal nos parecerá siempre amenazante. Lo particular
responderá como si fuera a ser sumergido o sobrepasado. Pero una vez que
hayamos cruzado el umbral del instinto de supervivencia – que es el trabajo
de la fe expresado en el compromiso y la perseverancia diaria del camino
espiritual-, lo universal y lo particular no se sentirán ya como una amenaza o
tensión, sino que se unirán en una relación de amor.
Si vemos sólo lo universal caemos en la abstracción. Nos apartamos de
nuestra propia ordinariedad y de lo ordinario del mundo. El mundo de la
particularidad, los acontecimientos diarios ordinarios, nuestra fluctuante vida
emocional y las relaciones de todos los días parecen ser demasiado irritantes
y perturbadoras. Parecen “interponerse en el camino”. Si vemos solo lo
particular, no obstante, nos vulgarizamos. Perdidos en la multiplicidad, no
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podemos ver el molde y el diseño que otorgan significado. Necesitamos ver a
los dos, no separadamente sino en la visión unificadora del “ojo sano” del
cual habla Jesús. El propósito de la oración es traer al corazón la mente y la
experiencia sobre la que trabaja: ser uno unificado. El camino es el simple
camino del compromiso en la oración sola y simple que nos dé una visión de
la vida que presuponga una realidad única, experimentada, conocida y
amada como un camino hacia Dios. Comprometernos con la disciplina de la
fe y amar esa disciplina, ello nos conducirá a una visión más iluminada de
Jesús y a una más completa unión con él.
Bernard Lonergan habla de la conversión religiosa llamándola conversión a
un amor incondicional y sin restricciones. Se refiere así a la capacidad del ser
humano para trascender de sí mismo, y prosigue:
Dicha capacidad toma cuerpo cuando uno se enamora, es decir, en la
condición humana de “estar enamorado”. Ese “estar enamorado” tiene sus
antecedentes, sus causas, sus prerrequisitos, sus ocasiones; pero, una vez que
florece y mientras dura, se impone a todo lo demás. Es el principio supremo.
De él proceden nuestros deseos y temores, nuestras alegrías y tristezas,
nuestro discernimiento de valores, nuestras decisiones y actos” (Method in
Theology)
Aquí el amor se convierte en voraz fuego, la “Llama de amor viva” que arde
en lo más hondo del propio ser y del cual sale todo lo demás.
Lonergan continúa:
Estar enamorado de Dios es, como puede experimentarse, estar
enamorado sin restricción alguna. Todo amor es entrega de sí mismo, pero
enamorarse de Dios es enamorarse sin límites, calificaciones, condiciones ni
reservas.
Solo podremos ver al Jesús Resucitado con la visión de la fe, que es
propiedad del ojo del corazón. Sólo podremos ver a Jesús cuando lo amamos.
Él nos ve, a cada uno de nosotros, sólo porque nos ama. La gran esperanza
que tenemos en este camino es que el amor de Cristo está unificando
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nuestra mente y nuestro corazón. Está uniendo la experiencia y el
conocimiento. El signo de este cambió que tiene lugar en la persona que
somos es que, gradualmente, paso a paso, estamos aprendiendo a amar,
amar a cada ser particular con el amor universal de Dios.
Se trata de aprender nuestro lugar en el universo y de abrirnos a la
apreciación del lugar que los demás tienen también en él. Se trata de aceptar
la sabiduría, los talentos y el poder de los otros. La adultez es la capacidad de
tratar por nosotros mismos, de considerar nuestras decisiones y de sopesar
sus consecuencias, de funcionar para los demás y para nosotros mismos y de
reverenciar los talentos ajenos y propios. Llegar al final de la vida en
nuestras propias y endebles fronteras es haber hecho una pequeña
contribución a un sumamente pequeño mundo.
El crecimiento depende de lo que se aprenda de los demás, y aprender de los
demás depende de la humildad, de estar dispuesto a someter esa falsa
sensación de poder ilimitado a la experiencia, la visión y el penetrante
corazón de otro. En cambio, la inmadurez espiritual corroe el yo y rebaja a las
mismas personas que tan importantes son en nuestro desarrollo. Produce
furia, destrucción y rebajamiento personal, se resiste a la guía, el consejo y la
sabiduría ajena. Y algunas veces lo hace violentamente.
Aceptar la dirección de otro nos abre a la sabiduría del mundo que nos rodea
y nos libera para seguir aprendiendo en la vida. Pensar que es
responsabilidad nuestra tener respuesta para todo es una terrible carga.
Quienes piensan que no les queda nada que aprender de nadie y retan a los
demás a intentar enseñarles algo, muestran el tamaño de su alma: pequeño.
Todo el mundo tiene algo que aprender de alguien.
En el proceso hacia la adultez espiritual caemos en cuenta de que no
tenemos la última palabra, la respuesta final, la visión más clara. Tenemos
una palabra entre muchas con la que contribuir al mosaico de la vida, una
respuesta entre muchas respuestas, una visión entre múltiples perspectivas.
La humildad radica en aprender a escuchar palabras, orientaciones y visiones
de cuantos nos rodean. Ellos son la voz de Dios llamándonos aquí y ahora.
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Se tarda mucho tiempo en aprender todos los secretos de la vida solos. Es
una tragedia construir el propio mundo uno mismo, y también es trágico
volverse inepto para las relaciones que podrían enriquecerle a uno más de lo
que merece y a pesar de sus limitaciones. Nuestras comunidades tienen
mucho que enseñarnos, lo único que necesitamos es respeto por la
experiencia y una reconfortante confianza en otras personas.
La vida espiritual depende de nuestro modo de relacionarnos entre nosotros.
Es en el otro donde reside la voluntad de Dios. Cualquiera a quien
rechazamos es un mensaje perdido en nuestra vida. Lo hemos visto en el
otro, y lo hemos rechazado. Hemos visto las necesidades ajenas, y nos hemos
negado a ser compasivos; hemos visto el dolor ajeno, y nos hemos negado a
comprenderlo; hemos visto la ira ajena, y nos hemos negado a escuchar;
hemos visto los talentos ajenos, y nos hemos negado a reconocerlos.
Los demás son el puente hacia nuestro desarrollo. Ellos compensan lo que
falta en nosotros. Ellos demandan nueva percepción en nosotros, nueva
conciencia, nuevas capacidades de paciencia y aceptación. Ellos exigen de
nosotros que superemos nuestras repulsiones para arriesgarnos a la audaz
confianza de bajar las barreras de nuestra vida. Ellos nos enseñan a admitir
las diferencias. Ellos nos enseñan a amar facultándonos para asumir el
corazón de Dios para con ellos.
Una Espiritualidad Inteligente alimentada en la serenidad enriquece el gozo
La brecha entre lo que pensamos y creemos y lo que hacemos y sentimos,
puede ser muy considerable. En un sentido extremo la percibimos como no
autenticidad, hipocresía como la imposibilidad que tenemos los seres
humanos de acceder a lo absoluto. Las cuestiones que nos atormentan en
discusiones teóricas son generalmente minimizadas por problemas en la
familia, la política o por las esperanzas y ansiedades del amor. La verdad y el
placer forman un matrimonio realizado en el cielo pero que riñen sin fin en
la tierra. No obstante, existe para todos nosotros una abstracción práctica
muy importante en la relación entre bondad y felicidad. ¿ Podemos ser
buenos y felices? Pero cómo llegar a ello? La mayoría de las personas tienen
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una tendencia a ver la felicidad y la religión como, si no exactamente
opuestas, al menos poco cercanas.
Debido a la asociación de religión con la represión o retraimiento, la mayoría
de la gente, y aún la religiosa, tiene también hoy un sano respeto por lo
irreligioso, ya que se observa la disciplina religiosa como una restricción
conformista de la libertad. Aunque esta contradicción pueda ser
inconsciente, es una actitud que a menudo se resiste a la función integradora
de la oración. Nuestro yo dividido hace que la oración sea difícil de practicar
porque sentimos que una parte de nuestro ser parece indicarnos que, en la
oración, estamos buscando la bondad a expensas de la felicidad. Es difícil
reconciliar las necesidades y los deseos, el espíritu y la carne, la interioridad y
lo exterior.
Los grandes pensadores y santos han roto en cierto punto con la actitud que
forzaba esa confrontación entre felicidad y bondad. Han percibido el camino
espiritual como el camino a la beatitud, una palabra traducida como felicidad
o bendición. La verdadera felicidad para ellos no es el resultado de la
restricción o la represión, sino el fruto de la realización y la liberación.
La oración es simplemente la forma en que nosotros, que no somos ni
grandes santos ni grandes pensadores, atravesamos los obstáculos de esas
falsas dualidades para irrumpir en el descubrimiento de lo que es la felicidad,
llegando a una comprensión a partir de la experiencia de que “lo bueno y lo
feliz están en armonía”. No hay meta más importante que encontrar un
camino para crecer en esa integridad. Camino simple y seguro, cortos
períodos de silencio y quietud, momentos de oración que van llenando la
vida con la fuerza de la trascendencia.
Comenzamos este camino como seres humanos complejos entrenados para
respetar la complejidad y ver el progreso como complicación. Fácilmente
confundimos la sencillez con la tontería.
Sin embargo, cuanto más simples somos, también somos más felices y
mejores personas. Cuando nos complicamos, en cambio, nos debilitamos,
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nos confundimos y comenzamos a vagar. Pero no obstante, esta simplicidad
demanda trabajo. No es fácil de adquirir o retener. La lucha por alcanzar la
bondad se unifica con la tarea involucrada en ser felices. Si la simplicidad
demanda trabajo, si la oración es un desafío, es porque en el estado de
simplicidad, todos los opuestos que surgen de conflictos en nuestro interior,
son resueltos.
Otra actitud importante a tener en cuenta es la paciencia, ya que la oración
es, en sí misma, un ser o estar paciente. Es estar presente. No es correr hacia
adelante para planear el mañana. No es volvernos para atrás para hacer una
evaluación sobre el ayer. Dice Karl Rahner: “Al pensarlo nos estremecemos.
Nuestra pobreza se manifiesta: el pasado marchó y el futuro no es todavía.
¿Consiste nuestra vida, entonces, en el punto estremecedoramente pequeño
en que lo que no es todavía se convierte bruscamente en lo que ya no es?
Gracias a nuestra fantasía, que conserva lo pasado y anticipa lo no ocurrido,
parece que en cierto modo ensanchamos en nuestra imaginación ese
pequeño punto y lo llamamos nuestra vida, el presente del que, al parecer,
debemos gozar, porque el pasado ya no es nuestro y el futuro todavía no es
nuestro”.
No se trata de asir ninguna experiencia, ni espiritualmente, ni
psicológicamente, ni físicamente. No se trata de poseer nada. (S. Juan de la
Cruz).
La oración tiene que ver con el abandonarnos y no con el adquirir cosas. (Karl
Rahner). Y esto es precisamente la razón por la que la oración es el camino a
la verdadera felicidad.
La infelicidad comienza en el momento en que entramos en el esencialmente
complejo estado de deseo, cuando establecemos una división entre lo que
somos y lo que queremos. La gran ilusión que mantiene a los seres humanos
en la esclavitud de sus propios deseos es la fantasía de que serán
automáticamente felices en cuanto obtengan lo que quieren. De esta
suposición es de lo que nos libera la oración. Preparados para sacrificar todo
lo que se nos ha otorgado sagradamente, para conseguir lo que queremos o
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lo que hemos sido inducidos y seducidos a desear, perdemos el verdadero
tesoro de nuestro propio espíritu y con él, la verdadera felicidad del corazón.
Permanentemente sacrificamos la felicidad por el deseo, vagando así en la
oscuridad.
Experimentaremos la verdad en la paradoja que establece que el camino a la
libertad y a la felicidad es el camino de la simplicidad y de la disciplina. Para
entrar en esa paradoja necesitamos no distraernos, liberarnos y descubrir la
verdad en el centro de nuestro ser. Verdad que nos liberará del egoísmo,
verdad que es felicidad que Jesús ha formado en nuestro interior a través de
su Espíritu.
¿Sabéis qué es ser espirituales de veras? Hacerse esclavos de Dios, a quien señalados con su hierro, que es el de la cruz, porque ya ellos le han dado su
libertad- los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como El lo fue, que
no les hace ningún agravio ni pequeña merced; y si a esto no se determinan,
no hayan miedo que aprovechen mucho, porque todo este edificio -como he
dicho- es su cimiento humildad, y si no hay ésta muy de veras, aun por
vuestro bien no querrá el Señor subirle muy alto, porque no dé todo en el
suelo.
Ansí que, hermanas, para que lleve buenos cimientos, procurad ser la menor
de todas y esclava suya, mirando cómo u por dónde las podéis hacer placer y
servir, pues lo que hicierdes en este caso, hacéis más por vos que por ellas,
puniendo piedras tan firmes que no se os caya el castillo.
Torno a decir que para esto es menester no poner vuestro fundamento sólo
en rezar y contemplar; porque si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas,
siempre os quedaréis enanas; y aun plega a Dios que sea sólo no crecer,
porque ya sabéis que quien no crece, decrece, porque el amor tengo por
imposible contentarse de estar en un ser, adonde le hay. (7 M 4, 9)
Hna. María Fátima de Jesús, ocd
Bogotá, 30 Enero de 2013
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BIBLIOGRAFÍA
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