Espiritualidad y seguimiento de Jesús

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Espiritualidad y seguimiento de
Jesús
Luis Fernando Crespo Tarrero
La perspectiva del discipulado y del seguimiento de Jesús constituye el rasgo mayor de la
espiritualidad que se vive, celebra y reflexiona en América Latina. La convocatoria a la V
Conferencia del CELAM ha impulsado los encuentros y reflexiones sobre estos temas en las
comunidades eclesiales, parroquias y movimientos apostólicos. La participación en uno de ellos
suscitó una primera formulación de las ideas que presento.1
Entendemos por espiritualidad la vida según el Espíritu de Dios, dejarnos conducir por el Espíritu en
el seguimiento de Jesús. “Vivir según el Espíritu”, “ser conducidos por el Espíritu”, “caminar según
el Espíritu”, son ricas expresiones paulinas (Gal.5,25. 18; Rom.8,4) que vinculan espiritualidad y
hacer camino, y a la vez “expresan bien tanto el aspecto de iniciativa gratuita del Señor, que se
acoge, como el de nuestra correspondiente búsqueda de fidelidad responsable, que se actúa”2.
Se equivocan quienes, tras un acercamiento tardío y una interpretación apresurada, caracterizan el
proceso vivido en las comunidades cristianas en América Latina y en el Perú como tiempos de
compromiso social y político, de horizontalismo reductor de la identidad cristiana. Han sido, más
bien, y continúan siéndolo, tiempos de honda espiritualidad, personal y comunitaria, de seguimiento
de Jesús encarnado en múltiples formas de compromiso solidario junto al caminar del pueblo, de
testimonio martirial y de intensidad profunda en la oración y en el estudio y meditación de la
Palabra, en la revisión de la vida a la luz de la fe y en las celebraciones de la eucaristía. G. Gutiérrez
sistematizó y reflexionó sobre esta rica experiencia en su obra “Beber en su propio pozo” que lleva
precísamente como subtítulo “En el itinerario espiritual de un pueblo”3.
Sin pretender ser exhaustivos, presentaremos algunos rasgos más significativos de esta experiencia
espiritual que bien puede ser calificada de cristocéntrica puesto que la referencia a Jesús el Cristo
constituye su fuente principal de configuración. Se trata ciertamente de una experiencia abierta, en
proceso, como todo caminar. La expresión misma de seguimiento de Jesús sugiere estar prestos y
dispuestos tanto para la revisión del camino recorrido como para la atención a las exigencias nuevas
de fidelidad que el presente requiere.
1. UNA ESPIRITUALIDAD DE ENCARNACIÓN EN LA VIDA
DE LOS POBRES
Como Jesús en su tiempo, al que los evangelios presentan encarnado en la realidad de su pueblo, al
que acompaña desde dentro haciendo suyos el sufrimiento y el desánimo suscitados por la
dominación romana y la falta de un liderazgo esperanzador. “Jesús recorría todas las ciudades y
aldeas enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena nueva del Reino y sanando toda
enfermedad y dolencia. Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella porque estaban vejados
y abatidos como ovejas sin pastor” (Mt.9,35-36).
La “encarnación” no se refiere solamente al acontecimiento inicial de la entrada del Hijo de Dios en
la historia humana, designa toda la existencia de Jesús. El prólogo del evangelio de san Juan lo
sintetiza bien al formular: “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn.1,14). La
“encarnación” califica su manera de estar presente en medio de su pueblo, su estilo de vida, su
cercanía y solidaridad –“compasión” es la palabra precisa– para compartir el duro caminar de su
Curso de teología sobre “Seguimiento de Jesús y anuncio del evangelio”, organizado por el Instituto
Bartolomé de las Casas. Carabayllo-Lima, febrero del 2006.
2
L.F.Crespo Revisión de vida y seguimiento de Jesús (Lima, UNEC-CEP, 1991, 82)
3
G.Gutiérrez Beber en su propio pozo. En el itinerario espiritual de un pueblo (Lima, CEP, 1983)
1
pueblo. Jesús es realmente un hombre judío, le duele y hace sufrir la situación de su pueblo “vejado
y abatido” por la dominación y el despojo del imperio romano.
Muchos cristianos y cristianas entre nosotros han ido entendiendo así el seguimiento de Jesús:
“proseguir” su práctica, prolongando su encarnación, al compartir los sufrimientos y las esperanzas,
los anhelos de superación y los esfuerzos liberadores de la gente. Corresponde a la propuesta
programática de “Gaudium et Spes”, nº1 recogida por las Conferencias Episcopales de Medellín,
Puebla, Santo Domingo.
Vale la pena recordar en esta ocasión, ente otros muchos testimonios, algunos documentos de los
Obispos de la región del sur andino, que recogían y alentaban las experiencias pastorales de las
comunidades eclesiales de sus jurisdicciones. Resultan ya ciertamente significativos los títulos de
dichos documentos: “Escuchando las aspiraciones del pueblo surandino” (1975), “Recogiendo el
clamor y las aspiraciones de los pobres” (1977), “Acompañando a nuestro pueblo” (1978), “Sembrar
la vida para cosechar la paz” (1987), “Unámonos por la vida y la paz” (1991).4 Escuchar, recoger el
clamor, acompañar… sólo se puede hacer cuando se vive en sintonía profunda con los sufrimientos y
anhelos de vida y de paz de su pueblo.
Atendiendo a la indicación de Jesús en el sermón del monte, se trata de una presencia con contenido
y estrategia evangelizadora y liberadora. Las imágenes de la “sal” y de la “luz” (Mt.5,13.14), de la
“levadura puesta en la masa” (Mt.13,33) sugieren que hay que vivir cerca y dentro de la gente, pero
también con identidad evangélica manifestada en el compromiso, en el mensaje y en el estilo de
vida. Sólo el testimonio de una encarnación solidaria con identidad cristiana hará posible hoy una
relevancia evangelizadora y liberadora.
La opción preferencial por los pobres vendría a ser hoy su expresión precisa: indignación y protesta
ante la injusta e inhumana pobreza y contra las causas históricas que la generan, así como
solidaridad comprometida y lúcida con la construcción de una sociedad más equitativa. Esta opción,
que se inspira en la parcialidad escandalosa y reveladora de Jesús (ver Mt.11,4-6) y la prolonga en el
tiempo, trata de ser asumida en los compromisos y en la espiritualidad como el criterio y “la medida
privilegiada aunque no excluyente de nuestro seguimiento de Cristo” (Puebla nº 1145).
2. COMPASIÓN SOLIDARIA, ACTIVA Y LIBERADORA.
Como Jesús en su tiempo, muchas cristianas y cristianos van descubriendo que están llamados a
prolongar y recrear esta actitud en las circunstancias actuales en las que reconocen tantas formas de
sufrimiento y abandono.
Los evangelios presentan la “compasión” como actitud fundamental de Jesús, tanto ante la situación
social de su pueblo (Mt.9,36; Mc.6,34) como ante el sufrimiento de las personas (Lc.7,13). La
impresión más profunda que ha dejado entre la gente al final de su vida pública es que se trata de un
hombre que más que poder tiene compasión y se puede apelar a ella para atraer su atención. Así lo
entendió el ciego Bartimeo cuando se dirigió a él diciéndole: “Jesús, hijo de David, ten compasión
de mí” (Mc.10,46-52). En Jesús compasión no expresa un mero sentimiento de lástima o de pena
ante la desgracia de otra persona. Significa com-padecer, padecer con la otra persona, compartir y
hacer suyo el sufrimiento de los otros, sentirse comprometido para transformar la situación que hace
sufrir. La compasión auténtica no se queda en un mero sentimiento, busca convertirse en acción. Con
frecuencia se indica en los evangelios que es la compasión la que provoca las acciones “milagrosas”
de Jesús, como en algunos relatos de curaciones y en el de la multiplicación de los panes. La
compasión, que es expresión de amor, suscita una serie de acciones humanizadoras. En el caso del
ciego Bartimeo Jesús le da la palabra, le escucha, le ayuda a salir de su pasividad y le reconoce “tu fe
4
La señal de cada momento. Documentos de los Obispos del Sur Andino, 1969-1994. Selección y
presentación de A.Gallego (Lima IPA-CEP 1994). Como muestra rápida de su tenor remito a tres breves
citas: “Desde nuestra opción por los pobres y en solidaridad con ellos, damos razón de nuestra esperanza
en Jesucristo resucitado porque lo reconocemos presente en nuestro pueblo que expresa su rechazo a una
situación injusta y anuncia una sociedad en que reine el amor…” (o.c. 40-41). “Los cristianos sólo
podemos vivir nuestra fe, reflexionarla y expresarla desde la situación que atraviesa el pueblo” (o.c. 57).
“Después de analizar el conjunto de los problemas, la Iglesia del Sur Andino, siguiendo los pasos de
Jesús, renueva el compromiso de evangelizar a los pobres…” (o.c. 70).
te ha salvado”. Finalmente Bartimeo se incorpora al camino de los discípulos, “y le seguía por el
camino”.
La respuesta de Jesús al escriba que le preguntó por el prójimo: “vete y haz tú lo mismo”, marca una
pauta importante de comportamiento. La parábola del samaritano que obró bien (Lc.10,29-37) está
llena de sugerencias. Al ver al herido abandonado en el camino, “tuvo compasión”. Compasión
supone en primer lugar sensibilidad desde lo más profundo –“se le conmovieron las entrañas”, así
hay que traducir– ante la desgracia del hombre asaltado y abandonado. La conmoción interior le
lleva a “aproximarse al herido y a actuar con lucidez y eficacia para la necesidad precisa y urgente
del herido “medio muerto”.
Hoy la complejidad de las situaciones que causan sufrimiento, marginación y pobreza masivos
demanda un compromiso inteligente y eficaz, orientado por un análisis ajustado de la realidad social
y sus causas, así como una acción consciente de la dimensión social y política de los problemas y de
sus posibles soluciones. Una auténtica espiritualidad hoy exige información y conocimiento de la
realidad, acción organizada que apunte a ser eficaz. La búsqueda de eficacia en el compromiso
político no está reñida, sino más bien exigida por la espiritualidad. Es la vida del prójimo y su
dignidad como ser humano lo que está en juego y lo que hay que promover. Por eso mismo, la
necesaria búsqueda de eficacia social y política ha de estar cualificada por la consideración ética.
Una mirada creyente y también una mejor concepción de la acción política han subrayado que los
pobres no pueden ser más vistos y tratados como objeto de beneficencia, sino reconocidos e
incorporados como personas, sujetos y protagonistas de un proyecto liberador, en última instancia
como hijas e hijos del Padre y en quienes hemos de reconocer al mismo Cristo (Mt.25,31-46)5.
Por la misma razón una mirada más atenta a las soluciones globales y del largo plazo no ha de cegar
los ojos de la sensibilidad ante necesidades individuales urgentes. Una espiritualidad animada por la
referencia perseverante a la compasión de Jesús afina y mantiene despierta la mirada para revisar
cómo se conjugan estas dos dimensiones, la política y la personal.
3. SERVIR Y DAR LA VIDA PARA QUE LA GENTE TENGA VIDA
Como Jesús en su tiempo, muchos cristianos y cristianas hoy –felizmente no sólo ellos–, en la
experiencia y en la reflexión de fe sobre su práctica, han descubierto que la vida, entendida de la
manera más integral y plena posible, constituye el horizonte más preciado de las aspiraciones
humanas y de los compromisos a asumir.
Jesús definió el sentido de su misión como “yo no he venido a ser servido, sino a servir y dar mi vida
en rescate por muchos” (Mc.10,45) o, de manera aún más precisa, “yo he venido para que tengan
vida y la tengan en abundancia” (Jn.10,10). Hacer posible la vida en plenitud de todos identifica el
sentido que quiso dar a la suya. “Dar la vida” lo entendió y asumió en el sentido más radical, pero
también más cotidiano de su práctica: sanar y consolar a las personas en su sufrimiento (Lc.7,11-15),
acoger y compartir la mesa con los pecadores despreciados por los que se tenían por justos (Mc.2,1517), ocuparse de que la gente pueda comer (Mc.6,35-44), liberar de la propia culpa y de la
condenación inmisericorde de los fariseos a mujeres descalificadas como pecadoras (Lc.7,36-50;
Jn.8,3-11), anunciar que la cercanía del Reino de Dios es una buena noticia para los pobres,
hambrientos y desolados (Lc.6,20-21), son otras tantas expresiones de su servicio a la causa de la
vida y del reconocimiento de la dignidad humana de todas las personas, sin aceptar ninguna clase de
exclusión social y, menos aún, si se pretende justificarla religiosamente.
En nuestra sociedad nos encontramos aún con muchísimas vidas rotas a causa de diversas formas de
discriminación y de exclusión, que generan tanto sufrimiento injusto y humillante. En el
compromiso por la vida, por los derechos humanos, especialmente de los pobres y de las víctimas de
las diversas formas de violencia –estructural, política, social, sexual, familiar, de la vida cotidiana,
etc.– muchos cristianos y cristianas han descubierto un terreno fecundo y exigente donde vivir una
espiritualidad inspirada en el seguimiento de Jesús. Son muchos los testimonios en toda América
Puebla nº 31 lo afirma con claridad: “La situación de extrema pobreza generalizada, adquiere en la vida
real rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que
nos cuestiona e interpela” y en los números siguientes hace una larga enumeración de “rostros” que años
más tarde Santo Domingo (nº 178) había de prolongar.
5
Latina, entre los que reconocemos nombres paradigmáticos como el de Mons. Romero, mujeres y
hombres, de condición laical, de la vida consagrada y del ministerio episcopal y presbiteral.
Testimonios de entrega y compromiso silencioso en su vida cotidiana, que se mantienen vivos en el
recuerdo de sus comunidades, pero también testimonios que con razón reconocemos y llamamos
“martiriales”. Son ejemplos no sólo para recordar con veneración, sino sobre todo para retomar su
inspiración y concretarlos en las diversas circunstancias en las que cada uno vive. En definitiva se
trata de no dejar caer en el olvido el mandato de Jesús en la Última Cena: “deben lavarse los pies
unos a otros. Les he dado ejemplo… dichosos serán si lo cumplen” (Jn.13,14-15.17)
4. ESPIRITUALIDAD ESPERANZADA EN MEDIO DE DIFICULTADES
Y RESISTENCIAS
Como Jesús, que fue un hombre esperanzado a pesar de las dificultades y oscuridades que existían
en su tiempo, muchas cristianas y muchos cristianos confían en el Espíritu de Dios, descubren su
presencia y aliento y se esfuerzan por construir signos de esperanza.
Los tiempos de Jesús no eran fáciles ni alentadores. El dominio del imperio romano, asentado ya
desde hacía varias décadas, el fracaso de algunos intentos de levantamiento y la dimisión de las
clases dirigentes, religiosas y laicas, habían llevado a una suerte de desencanto y desesperación. Los
esenios se habían retirado desesperanzados a sus ritos de purificación y a una vida comunitaria
separada del templo y del pueblo; los zelotas desesperados habían puesto su confianza en revueltas
violentas, que en tiempo de Jesús no parecían de fácil concreción; el mismo Juan Bautista anunciaba
amenazador la llegada de “la ira inminente… ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles”
(Mt.3,7.10).
En ese contexto resuena la palabra de Jesús anunciando “la buena noticia de Dios: El tiempo se ha
cumplido, el reino de Dios está cerca”. Anuncio esperanzador, que exigía acogida y
correspondencia: “conviértanse y crean en la buena noticia” (Mc.1,15). La noticia es muy buena para
los pobres y los pecadores, los despreciados y agobiados, y también para los que sean capaces de
escuchar y confiar en el predicador de Galilea. Muchas mujeres y muchos hombres descubrieron en
sus palabras y acciones un nuevo sentido para sus vidas, razones para tener esperanza y para
comunicarla a otros. La verdad es que esa esperanza incipiente estuvo acompañada ya desde el
comienzo y a lo largo de toda la vida de su Maestro por la incomprensión y el rechazo de los
dirigentes religiosos y de los poderosos en general; y fue sometida a tremenda crisis en la muerte
ignominiosa de cruz, pero resurgió renovada por la acción de Dios que lo reivindicó resucitándole de
entre los muertos.
Hoy es frecuente escuchar entre nosotros las voces de quienes señalan que existe una crisis aguda de
esperanza y de sentido respecto de las instituciones civiles y de la misma Iglesia. Vemos que algunos
empujados por la necesidad se van del país buscando nuevas oportunidades, otros se alejan
desalentados de la institución eclesial orientándose hacia otras experiencias religiosas menos
formalizadas o sencillamente hacia una indiferencia o aislamiento individual.
Y con todo son muchos los que deciden permanecer y confían, los que no se van y apuestan por
ofrecer su aporte a la construcción de una sociedad cercanamente futura más justa, equitativa en el
ofrecimiento de oportunidades, respetuosa de las diferencias de culturas y tradiciones y atenta a
responder con prontitud a las demandas olvidadas de los más pobres. Y muchos también los que, en
el ámbito del trabajo pastoral y de la reflexión teológica, en su condición laical, ministerial o
religiosa, varones y mujeres, deciden mantenerse presentes y activos dentro de la comunidad
eclesial, conjugando, no sin dificultad y muchas veces con incomprensión, sentido crítico y fidelidad
perseverante.
La esperanza –no lo olvidemos– es precisamente virtud para los tiempos y las situaciones difíciles.
Como Abraham a quien se alaba porque “esperó contra toda esperanza” (Rom.4,18). La esperanza
surge desde la hondura de la fe y de las convicciones profundas de las personas. Se alimenta y crece
con el testimonio de quienes no se desalientan y ofrecen a los demás motivos firmes para esperar.
Como creyentes “hemos sido reengendrados a una esperanza viva” y por lo mismo estamos llamados
a “dar razón” de ella (1Pe.1,3;3,15), no sólo en la exhortación verbal, sino sobre todo con actitudes,
compromisos y realizaciones que la signifiquen, construyendo signos de esperanza. Si no de manera
exclusiva, éste debería ser un servicio esencial de la comunidad cristiana a nuestra sociedad, lo que
ciertamente implica para ella misma y para quienes formamos parte de ella una exigencia de aguda
revisión y conversión de algunas de sus actitudes y prácticas.
5. ESPIRITUALIDAD ABIERTA Y ACOGEDORA DE LA PRESENCIA
Y DEL AMOR DE DIOS COMO “ABBA”
Como Jesús, cuya experiencia orante interpeló tan profundamente a los discípulos y suscitó en ellos
el deseo de aprender a orar como su Maestro: “estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le
dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar…” (Lc.11,1).
Los evangelios, especialmente el de Lucas, insisten en la frecuente e intensa oración de Jesús, como
expresión característica de su existencia vivida totalmente en referencia a Dios como Abba y al
Reino de Dios. Desde el bautismo a la cruz, confianza y abandono en las manos de Dios y
disponibilidad obediente a su voluntad manifiestan bien su conciencia filial. En los momentos de
gozo su oración se torna alabanza y acción de gracias (Lc.10,21). En los de “angustia y pavor”
(Mc.14,33) su oración se convierte en “agonía (lucha intensa) e insistía más en la oración”
(Lc.22,44) para reiterar una fidelidad sin condiciones: “que no se haga mi voluntad sino la tuya”
(Lc.22,42). Su dedicación a la “oración de Dios”, como la designa Lucas (Lc.6,12), sostiene y
orienta la vida de Jesús. Su actividad de predicador itinerante, sin lugar donde reclinar la cabeza,
encuentra en su Dios “Abba” sentido, fuerza y descanso. Tan entregado a la acción como
contemplativo, constituye para los cristianos de hoy una referencia indispensable a tomar en cuenta
en su seguimiento.
Siendo nuestros tiempos urgidos de acción eficaz para responder a necesidades apremiantes y
complejas, parecería que no hay lugar para la oración o que ésta resultara secundaria y accesoria.
Cómo articular, sin diluir y sin meramente yuxtaponer, acción y oración, cómo ser contemplativos
en el fragor de la práctica y en la urgencia cotidiana de trabajar para conseguir lo que es necesario
para una vida satisfactoria –pensemos en las largas y agotadoras jornadas de trabajo y de
desplazamiento–, constituyen auténticos desafíos espirituales para quienes se toman en serio el
seguimiento de Jesús en toda su complejidad y radicalidad. Cuando el gran teólogo K. Rahner decía
que los cristianos del siglo XXI debían ser “místicos”, sin duda que no pensaba en enclaustrados
ajenos a las tareas mundanas. Místicos y contemplativos, testigos en su actuar por causa de la justicia
del misterio de la bondad y del amor de Dios por los pobres, sus hijos más desamparados. Quizá sea
allí, en la contemplación del Dios Abba de Jesús, donde resida la fuente y la energía para no
claudicar ni ante los espejismos de la abundancia y del bienestar que el mundo moderno ofrece tan
generosamente a algunos y escatima tan tacañamente a la mayoría, ni ante la lentitud
desesperanzadora con la que se abre camino el cumplimiento de mejores condiciones de vida para
los pobres, los sin trabajo, las mujeres maltratadas, los niños y las niñas.
6. ESPIRITUALIDAD PARA LA MISIÓN Y EL ANUNCIO
DEL EVANGELIO
Como Jesús, para quien la cercanía del reino de Dios era una noticia tan buena que había que
proclamarla sin descanso. Y precisamente porque lo era para los pobres. Nada lo retiene, ni el éxito
inicial en las aldeas de Galilea, ni las amenazas de Herodes. A la tentación del éxito responde:
“también a otras ciudades tengo que anunciar la buena nueva del reino de Dios, porque a esto he sido
enviado” (Lc.4,43), y a la advertencia de las amenazas: “díganle a ese zorro…conviene que hoy y
mañana y pasado siga adelante…” (Lc.13,32-33).
Ésa es la misión y tarea que encomendó explícitamente a los primeros discípulos para que sirviera de
pauta a los de todos los tiempos y lugares. El llamado al discipulado incluye intrínsecamente la
misión, ésta no es un añadido de libre opción, ni para el discípulo individual, ni para la iglesia como
comunidad e institución. “Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar” (Lc.9,2), es decir a
prolongar en los diversos lugares y tiempos su propia misión. Proclamación en palabras y en gestos,
que sean signos de la verdad de lo que se anuncia. Sanar es dar vida y hacer a ésta más saludable,
justa y humana, como Dios la quiere para sus hijos e hijas, y con una consideración y preferencia
para la de los pobres. El matiz no es accesorio, es esencial para la misión de Jesús (Lc.4,18) y de
quienes le siguen.
El encargo del Resucitado a los apóstoles “vayan pues y hagan discípulos a todas las gentes”
(Mt.28,19) es constitutivo para la Iglesia. La Iglesia es misionera o no es. Sin anuncio del evangelio
no hay de verdad comunidad eclesial.
Reconocerse Iglesia para la misión, discípulas y discípulos para el testimonio y el anuncio a los que
están fuera, conlleva tomar conciencia de no considerarse centro y fin, sino desarrollar una
espiritualidad de servicio, de ser para los demás. En lenguaje del Vaticano II, ser “sacramento” para
el mundo, no sólo en el mundo, sino al servicio del mundo. Esta perspectiva se anunció prometedora
en los días del Concilio, pero con el transcurrir del tiempo fue perdiendo fuerza. Postulaba gestos
claros y audaces de descentramiento, una conversión radical en estilos pastorales de relación con la
sociedad y maneras nuevas de entender el ejercicio de los ministerios y de la autoridad. Sin embargo
hay que reconocer que en muchos casos primó el miedo, la necesidad de asegurar el orden y la
disciplina interna. En la tensión entre la identidad y la relevancia se tendió a dar más peso a la
primera, sin caer en la cuenta de que la pérdida de relevancia evangelizadora amenaza lo más
peculiar de la misma identidad eclesial.
Por eso mismo resulta esperanzador que la preocupación misionera esté explícita en el título
propuesto en la convocatoria a la próxima reunión del CELAM. Así cabe esperar que se retomará la
intuición formulada en Medellín por “una Iglesia auténticamente pobre, misionera y pascual”6.
Ciertamente se trata de un desafío para la significación de la Iglesia latinoamericana en el siglo XXI,
pero sobre todo de un impulso en la responsabilidad evangelizadora, y por tanto en la espiritualidad,
de todas las personas que formamos parte de ella.
7. ESPIRITUALIDAD VIVIDA Y ACOMPAÑADA EN COMUNIDAD
Como Jesús, que se acostumbró a recorrer su camino en relación íntima con el grupo de los
discípulos y de las discípulas que le acompañaba desde Galilea. Si para ellos fue una experiencia
inolvidable la convivencia con el Maestro, el compartir la mesa y la ocasión de preguntarle y aclarar
sus enseñanzas (Mc.4,10.34;9,28), también lo fue, sin duda, para Jesús; los fue incorporando a su
misión, buscó su apoyo en los momentos difíciles y valoró su fidelidad: “ustedes son los que han
perseverado conmigo en mis pruebas” (Lc.22,28), finalmente los consideró y llamó “amigos”. Esa
rica experiencia fundamenta la vida comunitaria surgida a raíz de la resurrección como comunidad
de fe, de amor y de pan compartido (Hech.2,42).
Hoy, como en los tiempos iniciales, si bien el seguimiento de Jesús se nos presenta como una opción
personal y libre, de hecho se desarrolla en el contexto de una comunidad de discípulos, que
comparten su experiencia de fe y la amistad, tienen que reconocerse “hermanos” entre sí y han de
aprender a resolver sus tensiones y conflictos. Mateo dedica todo un capítulo para explicar la
teología y la práctica de la comunidad. Con palabras de Jesús explica que no se trata de una
asamblea cualquiera, sino convocada en su nombre, “donde están dos o tres reunidos en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos” (Mt.18,20). “Y si tu hermano llega a pecar…”, se prescribe una
pedagogía que supone que cada uno es responsable de la fe y de la coherencia de los demás.
“Corrección fraterna” significa que hay que saber conjugar debidamente exigencia y comprensión,
una corrección que construya fraternidad: “habrás ganado a tu hermano” (Mt.18,15).
En tiempos como los nuestros, de acentuado individualismo y competencia, cuando los valores del
evangelio chocan con otras propuestas y hay que vivirlos a contrapelo, se hace más urgente una
espiritualidad vivida en comunidad, que sostenga, acompañe y aliente a la vez que cuestione y exija.
La comunidad eclesial se entiende entonces como el verdadero sujeto del discipulado y de la misión.
Está llamada a ser como el hogar donde la fe se comparte con libertad, se alimenta y celebra
fraternalmente. Es claro que esto no se refiere exclusivamente a las comunidades de la vida religiosa
o consagrada. Lo reconocemos viviéndose en la rica experiencia de comunidades eclesiales laicales
en las parroquias y en los movimientos apostólicos, donde los laicos comparten y profundizan su
vida cristiana y su proyección evangelizadora, reflexionan y celebran su fe y se acompañan
fraternalmente.
CONCLUSIÓN
6
Medellín. Documento de Juventud, nº15a.
Lo que esperamos y nos atrevemos a reclamar de la próxima conferencia del CELAM es una
propuesta pastoral que aliente la formación de comunidades eclesiales encarnadas y comprometidas
en la vida de nuestros pueblos, que renueve la esperanza y la alegría de ser cristianos portadores de
una buena noticia para los pobres, que con sencillez y humildad proclame que hay un Dios que es
bueno y ama a todas las personas sin discriminación y nos quiere hermanas y hermanos entre
nosotros, que impulse con mayor entusiasmo la propuesta ya aludida de Medellín de “una Iglesia
pobre, misionera y pascual”.
Lo que requerimos, y a lo que nos sentimos llamados y comprometidos, es una espiritualidad
fundamentada en el seguimiento fiel de Jesús y en la entrega a la causa del Reino de Dios y su
justicia, que es la verdadera paz.
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