"Miau": hacia una definición de la sensibilidad de Galdós / por

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«MIAU»: HACIA UNA DEFINICIÓN
DE LA SENSIBILIDAD DE GALDOS
POR
GERALD GILLESPIE
Una de las direcciones más satisfactorias tomadas por los estudios
sobre Galdós en la década que acaba de pasar ha sido la de profundizar nuestra conciencia del empleo en su obra de simbolismo en distintos niveles de complejidad. Importantes detalles del cuadro crítico
en su conjunto cobraron relieve gracias al esfuerzo de un número considerable de distinguidos estudiosos para relacionar el desarrollo total
de las técnicas narrativas de Galdós con la evolución espiritual del
gran novelista. Este impulso, comenzado con estudios de Gullón, Casalduero y Correa, produjo notables contribuciones durante la mencionada década, como la muy reciente de Nimetz (i). Al tratar Miau
como documento de sensibilidad artística, se ha de volver por fuerza
al sugerente capítulo final de Gullón sobre la esencia de la «modernidad» de Galdós. Es apropiado en este lugar hacer algunas consideraciones en cuanto a la selección de esta novela, en particular, como
ejemplo, si no punto de máxima intensidad, del genio de Galdós. Por
supuesto, el acto crítico de centrar la atención en una sola obra de
Galdós puede ser fructífero únicamente cuando hemos reconocido que
sus novelas, aun las más importantes, aunque tengan significación individualmente consideradas, forman parte también de un esquema
más amplio y no son nunca «modelos» exclusivamente representativos
de su producción total.
Que la obra de Galdós, después de la gran oleada inicial de los
Episodios nacionales, refleja en amplia medida su encuentro intelectual con el positivismo, naturalismo y otras corrientes filosóficas es el
punto de vista que se mantiene todavía como herencia de la vieja crítica galdosiana. El consabido temperamento de Galdós, escritor que se
preocupaba principalmente del «argumento», de la narración en línea
recta y no de valores «estéticos», provee la premisa que yace al fondo
(i) RICARDO GULLÓN: Galdós, novelista moderno (Madrid, 1960); JOAQUÍN
CASALDUERO: Vida y obra de Galdós (Madrid, 1961); GUSTAVO CORREA: El simbolismo religioso en las novelas de Pérez Galdós (Madrid, 1962); MICHAEL N I METZ: Humor in Galdós: A Study of the Novelas Contemporáneas' (New Haven
y Londres, 1968),
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de este lugar común. Aunque ello es cierto en principio, lo es sólo para
cualquier contexto específico después de una elaborada cualificación (2).
No debemos aceptar más, en realidad, ningún diseño simplista de
Geistesgeschichte: un Galdós que, desentendiéndose del arte, meramente «piensa» en el movimiento dialéctico de Occidente o de la historia española. En lugar de esto, como Pattison sugirió claramente en su
estudio sobre el proceso creador en don Benito, nuestra más inmediata
tarea hoy es la de examinar, más allá del acto de síntesis, los documentos resultantes de una voluntad artística y una sensibilidad única:
El genio descansa, antes que nada, en la delicada sensibilidad que
forma el tono general de la novela y escoge, de la masa de materiales
utilizables, aquel que comunica este sentimiento al lector. En segundo
término, el genio guía la selección de palabras, ritmos y estilo. Así,
genio, para mí, es, sobre todo, una cualidad emocional, y la emoción
se ha dicho que es la esencia del arte (3).
Debemos admitir que sensibilidad, el término empleado para designar el complejo emocional de la mente creadora, presenta dificultades,
pues despierta recuerdos del siglo xvm y de los principios románticos,
mientras que el interés central del realismo decimonónico parece ser
científico; obsesión con hechos más que con sentimientos. La sensibilidad todavía implica para nosotros la preocupación de describir nuestro mundo a través de la experiencia de un protagonista individual,
con todos sus órganos sensoriales, aun cuando la identidad de esa
persona no se vea ya más a la luz de antiguos rasgos de gracia y belleza, los correlatos objetivos de una creación en última instancia
perfecta (teodicea), o de un ego heroico o trascendente (idealismo
romántico). Quizá Galdós habría permanecido fiel a las orientaciones
fundamentalmente no estéticas del positivismo y el naturalismo del siglo xix si no hubiera estado afectado de modo tan constructivo por
la herencia cervantina. Inicialmente en su carrera, don Benito reaccionó contra el romanticismo, y así, al parecer, contra su culto del yo
en todas sus manifestaciones. Pero el logro de Cervantes—que había
solidificado la tradición humorística europea, había ya inspirado a
Lawrence Sterne la adopción de nuevas metas radicales para la novela
y había contribuido a la teoría novelística romántica bajo el impacto
de la filosofía poskantiana—inmediatamente también ayudó a Galdós
a apreciar las implicaciones artísticas de la vida de la psique. La exploración «humorística» de la vida mental del hombre fue reverenciada por los teóricos del romanticismo. Especialmente significativo es
(1) Esta reserva está bien explicada por Gullón, pp. 225 y ss.
(3) WALTER T. PATTISON: Benito Pérez Galdós and the Creative
(Minneapolis, 1954), p. 140.
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Process
cómo Galdós armonizó la visión irónico-humorística del hombre con
las ideas más típicas del siglo xix sobre la historia y la evolución.
La proximidad de las convicciones de Galdós acerca de los sueños
a las sustentadas por la psicología romántica más avanzada fue lo
que específicamente facilitó su liberación de las trabas doctrinales, y
de ello tenemos notable evidencia temprana, muy anterior a Miau (4).
Por ejemplo, La sombra (187o) cuenta la historia de la lucha de un
hombre por la posesión de su mujer contra la figura de Paris, que
desciende de un cuadro colgado en la pared con todos sus eternos
poderes de seducción. Este arquetipo indestructible es un álter ego
que diabólicamente absorbe las energías del esposo y lo vuelve ciego
a las maquinaciones de un falso amigo y rival real, Alejandro. La enajenación de Anselmo provoca al cabo la muerte de la esposa, y la
desaparición de ella ha curado parcialmente su obsesión, al tiempo en
que el narrador traba conocimiento con él, escucha su historia pacientemente y lo guía—como lo haría un psicoanalista— hacia la reconstrucción de la verdadera secuencia de los acontecimientos. El excelente ensayo de Cardona sobre esta novela señala que Galdós creó
como marco artístico el paralelo preciso del procedimiento terapéutico
posterior de Freud (5). En este respecto, pues, Galdós se anticipó a
la práctica del siglo xx mediante el uso intuitivo de formas literarias
más antiguas. Los románticos habían elaborado la técnica de dar cuerpo a una personalidad oculta u obsesión o fuerza psíquica bajo la forma de un antagonista visible, pero el contexto era, de ordinario, terrorífico. Galdós, sin embargo, ya reinterpreta la atmósfera romántica
como una manifestación asociativa de un problema interior, y así se
sitúa entre la pintura anterior de La sombra (verbigracia, el Frankenstein, de Mary Shelley o Los elixires del diablo, de Hoffmann) y el
realismo de la segunda mitad del siglo xrx, que parece ignorar precisamente la pura objetividad en busca del rasgo psicológico (verbigracia, El confidente, de Conrad, o El retrato de Dorian Gray, de Wilde).
Los románticos habían inventado también un nuevo género que habría de fascinar al lector moderno aficionado al análisis: el relato policiaco. La sombra es una versión virtuosista —mucho antes de Freud—•
de la búsqueda de la verdad por el detective. Aquí se convierte esa
búsqueda en el desenmascaramiento psicológico de una irrealidad problemática. El narrador de Galdós no puede resistir el citar sus extensas lecturas de teoría contemporánea. Como Sherlock Holmes, es un
(4) Algunas de las cuestiones tratadas abajo aparecerán en mi artículo
«Galdós and the Unlocking of the Psyche», en el número conmemorativo de
Hispania próximo a salir.
(5) RODOLFO CARDONA: Prólogo a La sombra de Galdós (Nueva York, 1964),
pp. XXIV y ss.
417
CUADERNOS.
250-252.—27
escéptico positivista, cuyo sumario1 del caso relaciona las distorsiones
causadas por el problema de Anselmo con varias supuestamente características fantasías religiosas bajo el rótulo científico de «estado patológico que da preponderancia inmensa a la imaginación sobre todas
las facultades».
Encerrada en ese juicio está la semilla del destino creador de Caldos, el elemento que sirve de llave a una multitud de intrincadas conexiones que Galdós estableció definitivamente una década más tarde
en las novelas La desheredada (1881) y El amigo Manso (1882).
Su historia de la desintegración de Isidora, especie de madame Bovary, proletaria, que vive con la ilusión de proceder de cuna aristocrática, aunque todavía examine un caso de desorden mental con
toques naturalistas, sin embargo, evoca atrevidas notas cervantinas y sugiere en qué sentido podemos contemplar la sociedad como material
novelesco vivo, en constante fluir. Usando ya técnicas impresionistas,
Galdós pinta el pasar de acontecimientos históricos y crisis personales,
coloreados por el estado de ánimo de la protagonista. Como han apuntado muchos críticos, el notable capítulo titulado «Insomnio número
cincuenta y tantos», que presenta las ensoñaciones de Isidora a lo
largo de varias horas, mientras los ruidos y sensaciones nocturnos desatan una cadena de asociaciones, bordea ya el moderno «monólogo
interior». Pertinente también a esta discusión es la manera directa
cómo Galdós identifica a Isidora, por antecedentes de familia, con la
perturbación quijotesca, especialmente a través de la carta de su tío
Santiago Quijano-Quejada. Este marco de referencia nos obliga a mantener la distancia con respecto a esa vida, a cuyos motivos ocultos tenemos acceso; a ser simultáneamente participantes y jueces de dos
tipos de ficción. Una, nuestras ideas cotidianas de identidad, a menudo
realidad ilusoria. La otra, el reino de la literatura, problemáticamente
paralelo como una suerte de proyección de la psique.
Haya sido o no su intención inicial, Cervantes enseñó a los europeos
cómo leer, o sea que ellos eran lectores de ficción, y, por lo tanto,
implícitamente introducía el problema del tiempo en relación con la
naturaleza de la ficción y de la mente. La intensa preocupación de
su época con la transitoriedad es resumida en el Quijote en el problema de la confrontación entre los ideales y la imaginación, de un lado,
y las limitaciones naturales y cruda realidad, del otro; entre una perdida edad de oro, degenerada en anacronismo, convertida en la invención de un cerebro enfermo, y la necesidad de humildad, desilusión y
aceptación en el presente dado. La gran novela de Cervantes, en realidad, incorpora de un modo nuevo la penetrante visión contenida en
la metáfora del mundo como teatro de que el hombre debe ser a la
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vez actor y espectador de este d r a m a desarrollado misteriosamente y
al cual lo liga su condición de hombre. El equivalente moderno de
esta toma de conciencia está explícitamente incorporado a la narración
en primera persona del amable, aunque sardónico, filósofo Manso, cuyos poderes de análisis terminan por paralizarlo. - Esta crisis existen cial, análoga a la muerte de Don Quijote, cuando sus sueños se hacen
trizas, es la amarga desilusión de Manso con respecto a la poca profunda normalidad. Corrigiendo su propia psicología—el personaje llega
a interpretar aun las condiciones que determinan el sueño y la estructura de los sueños—, Manso penetra la superficie de otras vidas en
su propio daño. El resultado es una interrogación sobre la realidad
y la conciencia, que caracterizarán más tarde buena parte del pensamiento de Unamuno.
Al tiempo en que Miau fue escrita, las novelas de Galdós apuntaban ya a la revelación del importante principio del realismo moderno,
que ve al teatro como resultante de la dificultad h u m a n a de existir
dividido el hombre entre la personalidad interior, secreta, y la apariencia externa, «actuada». A través de sus numerosas referencias al
teatro y a la representación, Fortunata y Jacinta nos permite entender
la interacción de dos mecanismos fundamentales. Uno, la generación
de los impulsos en las profundidades del organismo individual, es reconocido por Fortunata cuando piensa: «¡Qué cosas hay, pero qué
cosas! U n m u n d o que se ve y otro que está debajo escondido... Y lo
de dentro gobierna a lo de fuera...» El otro, la reacción del organismo
y el reajuste a presiones del medio, se le ocurre a Jacinta: «Y también se dio a pensar en lo molesto y difícil que era para ella tener que
vivir dos vidas diferentes, una verdadera y otra falsa, como las vidas
de los que trabajan en el teatro.» La conciencia de la representación
de papeles mediante atracción o represión y de la pretensión e ilusión
en la sociedad, sería una área suficientemente extensa de exploración
por sí misma. Pero Galdós reconoce además que muchas aspiraciones
que nosotros estimamos «cuerdas», aunque contrarias a los dictados inmediatos de la realidad exterior, son bandas de un espectro más amplio.
Y muy apropiadamente emplea toques cervantinos para modificar el
tratamiento realista de figuras que ni pueden negar ni adaptarse a imperativos internos, emocionalmente válidos, que pertenecen al orden
problemático de los sueños- «vesánicos». Don Benito no está satisfecho
meramente con descubrir que los impulsos inconscientes generan fantasías que entran en el pensamiento consciente. Su reconocimiento de
que las ilusiones e ideales quizá sean sólo sublimaciones de necesidades
primitivas va más allá del terreno seguro definido para la investigación
científica de la psique por el positivismo.
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El caso de Rubín ofrece suficiente evidencia y el importante marco
cervantino se hace explícito en el título del capítulo V del libro IV,
«La razón de la sinrazón», en el cual observamos cómo el cerebro de
Maxi aquilata furiosamente su propia situación, creando su propia lógica poética. En una doble inversión irónica, aun delibera sobre los
temas del teatro, esporádicamente asumiendo los puntos de vista supuestamente científicos del positivismo con su severidad analítica. Por
lo cual Galdós añade con éxito sutiles distinciones al simple contraste
—aprehendido por varios personajes, cada uno de acuerdo con sus
propias luces—entre la representación externa y la crítica interna de
los papeles representados por la gente. Como que el análisis riguroso
de la naturaleza de la representación de papeles tradicionalmente constituye una «desilusión», es en verdad inquietante para nosotros observar cómo una mente enferma usa el instrumento aprobado del juicio
para alcanzar su propia especie de profundidad. A pesar de nuestra
supuesta superioridad en cuanto «lectores» que participan, por especial
dispensa de la ironía del autor, de una permanente libertad frente a
la ilusión, debemos pagar tributo al martirio existencial, que trae su
propia trágica revelación. Es como si la enfermedad permitiera de algún modo la penetración en el misterio de la persona; observando la
generación de las ideas características que dan forma a la identidad,
de pronto contemplamos el proceso universal de la simbolización misma, la fuente de la verdad en su más alto sentido. El platónico discurrir de Maxi consigo mismo acerca de la ilusión y la realidad es inequívoco :
Cuando Maximiliano se retiró, iba desarrollando en su mente la
más prodigiosa cadena de razonamientos que en aquellas cavidades
se había visto. «¿Ves como salió? Lo que fulminó en mi cabeza como
un resplandor siniestro del delirio, ahora clarea como luz cenital que
ilumina todas las cosas. Vaya, hasta poeta me estoy volviendo. Pero
dejémonos de poesía; la inspiración poética es un estado insano. Lógica, lógica y nada más que lógica. ¿Cómo es que lo averiguado hoy
por procedimientos lógicos, fundados en datos e indicios reales, existió antes en mi mente como los rastros que deja el sueño o como las
ideas extravagantes de un delirio alcohólico? Porque esto no es nuevo
para mí. Yo lo pensé, yo lo concebí envuelto en impresiones disparatadas y confundido con ideas enteramente absurdas. ¡Misterios del
cerebro, desórdenes de la ideación! Es que la inspiración poética
precede siempre a la verdad, y antes que la verdad aparezca, traída
por la sana lógica, es revelada por la poesía, estado morboso... En fin,
que yo lo adiviné, y ahora lo sé. El calor se transforma en fuerza.
La poesía se convierte en razón. ¡Qué claro lo veo ahora I Vive en la
Cava, en la Cava, en la misma casa tal vez donde vivió antes. Se esconde para que no la vea nadie. El suceso se aproxima. La asiste
Quevedo. Para ella son el cornezuelo de centeno y la antiespasmódica.
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¡ Ah, cómo me río yo de estos imbéciles que creen que me engañan!...
¡Engañarme a mí, que estoy ahora más cuerdo que la misma cordura! ¡Dios mío, qué talento tengo! ¡Qué manera de discurrir!...
¡Estoy asombrado de mí mismo, y compadezco a mi tía, a Ballester,
a todos los que hacen delante de mí esta comedia. «Todavía no hay
nada», fue lo que dijo Queveóo al volver de la Cava. Presunción equivocada, falsos síntomas. Luego la cosa esta próxima. Estamos en marzo. Bien, no me falta más que averiguar la casa. Si me dejara llevar
de la inspiración, aseguraría que es la misma casa aquella, la de los
escalones de piedra. Pero no; procedamos con estricta lógica, y no
aseguremos nada que no esté fundado en un dato real.
De manera maestra, Galdós nos permite participar de la experiencia
universalmente documentada del platonismo, como ocurre en la visión
retorcida de Maxi, y simultáneamente permanecer distanciados por
nuestro juicio crítico en cuanto a sus circunstancias reales, poderes y
función dentro del mundo de la novela. Que estamos enfrentados al
significado de la ficción desde dentro y a través de la ficción no hace
sino profundizar el impacto del complejo descubrimiento hacia el cual
nos guía el novelista.
Las reconstrucciones de Maxi tienen el poder de transfigurar los
acontecimientos presenciados por nosotros. En verdad, podemos referirnos a él, al finalizar la novela, como a una suerte de clarividente
—y éste es, por supuesto, el eslabón que lo une a Luisito Cadalso.
Una más atenta mirada a la función estructural de Luisito había
de corregir el tópico subrayamiento del contenido de Miau. Porque la
novela estudia cierto registro de hechos «patológicos», síntomas que son
variaciones de alguna anomalía típica, podríamos también esperar que
ella fuera el ostensible epítome de la indiferencia' naturalista frente a
la estética. Sin embargo, el lector aprecia de manera creciente, al leerla, que tanto como los detalles de desintegración humana, la perfección de la forma ejerce sobre él particular fascinación. Las múltiples
perspectivas del libro permanecen constantemente bajo el control de la
ironía. Galdós no sólo modula nuestro descubrimiento de extraños o
grotescos ángulos de la realidad a través de las visiones distintas de
varios personajes, sino que, en realidad, nos aventuramos en deliberados sondeos de los abismos espectrales de sus mentes. Los acontecimientos psíquicos en su fluir dejan de ser meros hechos naturalistas,
porque ocurren en relación con puntos de referencia que los someten
a un esquema total. La metáfora artística, por medio de obvia reiteración, domina sobre los datos ordinarios o peculiares de la naturaleza
contenidos en la novela.
En el más antiguo realismo idealista, el concepto de la naturaleza
incluía un imperativo moral, correlato del cual era la nobleza de alma,
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la justicia de la acción, la armonía de todo lo creado o la sublimidad
de la visión. El protagonista, o el reflejarse de su alma en el mundo
natural, mostraba una estética definida; belleza y nobleza eran la
específica corroboración de la teodicea. En el realismo irónico de Caldos, el concepto de la naturaleza incorpora la interacción de presiones
psicológicas y sociales, mientras que simultáneamente compara las operaciones de la mente con los procesos de la ficción. La capacidad de
Cervantes de proyectar los sucesos narrados sobre «el teatro del mundo» permanece viva en Galdós, aunque, acorde con el pensamiento
decimonónico, el teatro es ahora el escenario «orgánico» o «dialéctico»
de la historia documentada. Como ha examinado en detalle Eoff, el
gran movimiento de la naturaleza, tal como la concebía don Benito,
ordenaba una consecuente evolución moral (6). Aceptando esta síntesis
galdosiana, podemos señalar la secuencia casi inmediata' de Fortunata
y Jacinta y Miau, como prueba de la producción de adecuadas representaciones de sus facetas oscura y luminosa por parte de una
sensibilidad. El humor irónico sirvió de puente para ese rápido movimiento desde el terreno más seguro de la primera novela, en la cual
el nacimiento de un niño garantiza la continuación hasta el ambiguo
territorio de la segunda, donde el suicidio concluye la pesadilla. Somos, en cierto modo, compensados de la muerte y la derrota en Fortunata y Jacinta, mientras que en Miau el único elemento explanatorio, las visiones infantiles de Luisito, pertenecen sólo al reino de lo
misterioso y extraño. Sin embargo, ambas novelas tienen en común
el ilustrar cómo los impulsos1 de motivación —a fin de cuentas, directrices evolutivas— brotan del inconsciente hacia el plano consciente en
su desarrollo. Si Galdós contempla la naturaleza humana como la fuente de su propio destino, la única fuente del bien y del mal en la sociedad, las dos novelas comunican adecuadamente la manera en que incontable número de personas, mediante una variada producción mental, crea ese fenómeno colectivo que llamamos historia. Aunque, al
mismo tiempo, si bien es una explicación natural, la actividad de la
psique existe en virtud de motivaciones negativas y positivas y el misterio de la vida todavía permea todo. Ya que, desde el punto de vista
de las convenciones literarias, la atribución de energías creadoras a la
psique, dentro de la más amplia dialéctica de la naturaleza, sencillamente reemplaza la idea más antigua de la mente como punto de
transmisión, a través del cual mensajes e imperativos de la esfera metafísica llegan a la Humanidad.
En la década 1880-1890, Galdós sobrepasa el ordinario, mimético
(6) SHERMAN H. EOFF: The Novéis of Pérez Galdós: The Concept of
as a Dynamic Process (Saint Louis, 1954).
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Life
naturalismo en la práctica de su experimentación con métodos para
fundir atmósfera, emoción y pensamiento. Su pintura impresionista de
la percepción subjetiva individual de personas, lugares, cosas e ideas,
de momento en momento revela los ritmos de la vida tal como éstos son
determinados por estímulos externos y procesos que se desarrollan en
la mente, ya que el impresionismo encierra cada instante en su preciso,
único y evanescente color; vuelve borrosa la frontera entre la realidad
vigilante y el ensueño. Miau es un momento decisivo en este movimiento progresivo del naturalismo al simbolismo, cuando el novelista acepta
todos los procesos mentales—incluyendo la angustia vaga, la pesadilla,
las extrañas nociones proyectadas por los pensamientos—como elementos esenciales de un amplio realismo. Cierto, estamos frente al asunto
estereotipado: la condición de una familia entera, los Villaamil, cuyos
vicios y debilidades, determinados en gran medida por la herencia de
desórdenes nerviosos, representan también un núcleo de males sociales.
Pero muchos toques irónicos y el humor grotesco convierten su agonía
colectiva en tragicomedia. Aun símbolos tradicionales —como el de la
crucifixión— están complicada y alucinadamente entretejidos con los
sueños. Como resultado, la vivida pintura de las visiones- de Luisito o
de los arrebatos criminales de Abelarda trasciende la simple exposición
de la mecánica de los trastornos mentales.
Si el éxito de Miau depende en gran medida de las correlaciones
entre los motivos religiosos y animales, esto es, de la «metáfora», la
autenticidad de la «metáfora», a su vez, depende de una dominante
ironía. Ante la cuestión de si debemos ridiculizar la creencia del viejo
Villaamil en la inspiración directa, o si la clarividencia ingenua es un
rasgo especial de la aberración mental de su nieto, la respuesta en el
plano artístico es la ambigüedad. Así, la interpretación de la novela
como una alegoría religiosa impone una tesis que es tan parcial como
el análisis de ella en cuanto documento naturalista. Las dos interpretaciones presuponen un Galdós que opera como expositor de teorías
y no un baldos primariamente obsedido con una narración que proveyera un modelo independiente de vida mental en sus propias estructuras. En toda su complejidad, Miau es más bien un estudio grotesco
y sardónico, al par que clínico, de personas que experimentan ideas y
sentimientos religiosos como reflejo de su destino personal y perturbación psíquica; pero eso no invalida la seria contemplación, por parte
del autor, del extraño aspecto de la pureza espiritual y clarividencia
en las fantasías de Luisito. Si aseguramos que, como el naturalismo
positivista afirmaba la incapacidad del hombre de conocer nada más
allá de ios «hechos», Galdós estaba simplemente flirteando con el misterio, perderemos de vista el impulso artístico que lo gobernaba. Ade423
más, Casalduero ha distinguido correctamente el naturalismo francés
decimonónico de las variedades españolas que son antecedente de Galdós. Especialmente de Cervantes, mantiene este crítico, Galdós aprendió cómo unificar la realidad ordinaria y lo ideal, heroico e imaginativo en una tensión de opuestos. La situación de la «locura» en los
casos de Maxi y Luisito no es realmente congruente con el naturalismo
francés a causa del andamiaje que sustenta sus dotes visionarias. No
se trata sólo de una oposición entre el lado «romántico» del alma, que
impide al individuo tener éxito en la ardua lucha de la vida, y de
la aceptación «realista» de la estructura del mundo tal como es, tema
importante en la obra de Balzac. Ni tampoco se trata del conflicto
entre fuerzas destructivas en el hombre o la sociedad, de una parte,
e impulsos vitales, correctamente dirigidos y comprendidos, de la otra,
como en la literatura de Zola. Tales cuestiones, aunque de considerable importancia, están relativizadas por el interés de Galdós en el
sentido de la «obra de ficción» misma, ya que su examen de la naturaleza de la ficción narrativa está directamente ligado al estudio de
la psique.
Revisando el desarrollo novelístico de Galdós, podemos discernir la
principal línea divisoria. Primero, hay un rápido alejamiento del uso
de la metáfora alegórica en trabajos tempranos, como Gloria y Marianela. Segundo, hay un arribo, casi simultáneamente, a la afirmación
de leyes naturales y, al parecer, cruda exposición clínica de su operación en Fortunata y Jacinta y Miau. Pattison ha reconstruido de manera sugerente los momentos generativos de los libros tempranos,
mostrando cómo Galdós —en una reacción en cadena después del pensamiento preparatorio—fundió en un tejido integral: i) sus preocupaciones filosóficas; 2) numerosas impresiones y observaciones reunidas por
su propia experiencia, y 3) materiales derivados de sus lecturas. Es importante para el propósito de esta discusión, no la probabilidad del
acto creador como lo describe Pattison sobre la base de la evidencia
«externa», sino la temprana dependencia, presente en Galdós, según
se ha demostrado, de analogías metafóricas, como las equivalencias de
las frases del sistema comtiano (Marianela). Es, por lo tanto, de singular interés que exista una parcial corroboración de los trazos creadores
en un estudio de Weber, basado en la evidencia «interna» de los procedimientos de trabajo en la composición de Miau (7). Estos se ven en
cambios significativos de la versión Alfa, básicamente un argumento
sin adornos, a la versión Beta. El cambio fundamental es hacia la
distancia irónica, en lugar de la simpatía envolvente, en la pintura de
(7) ROBERT J. WEBER: The Miau Manuscript
Critical Study (Berkeley y Los Angeles, 1964).
424
of Benito
Pérez Galdós:
A
Villaamil' como una persona privada de toda gratificación y conducida
a la desesperación por fuerzas externas... Las modificaciones notables
incluyen un mayor comentario del autor: el desarrollo del «leitmotiv»
de Miau y de la imagen de Cristo y la expansión del papel de Luisito
como símbolo. La estructura final está compuesta por modelos metafóricos, como el de la ciudad interior de la burocracia, y Galdós exhibe
su especial capacidad para observar un «obvio» tipo literario-—aquí,
el cesante—•, análogo a venerables paradigmas de la tradición narrativa.
Casalduero reconoció que Miau elaboró lo que fundamentalmente
fue una analogía metafórica al interpretar que:
«Madrid es el mundo, y el empleado, el hombre. Morir es quedar
cesante. El hombre incapaz de perforar el mundo hostil que le rodea,
de abrirse una brecha que le conduzca a lo estable y lo permanente,
que deshaga el misterio y le sitúe en la zona diáfana) del ser y del
conocimiento, esto es lo que ofrece la novela. La angustia metafísica y
religiosa no se resuelve en una desesperada queja de protesta como en
el romanticismo; se excluye de ella todo elemento subjetivo, enfrentando al hombre inerme con la incógnita abrumadora de su destino.» (8).
Esta exposición es bastante exacta si precisamos en qué forma el
subjetivismo está excluido. Es la libertad de Galdós como autor, no
la ignorancia o el rechazo, frente al subjetivismo de sus personajes, lo
que distingue su aproximación a la dualidad del mundo, que él reconoce dividido entre las esferas interior y exterior. Gullón llega a sostener que Galdós anticipa a Kafka al erigir al protagonista en símbolo
del «hombre individualizado», con su ansia de seguridad dentro de
«un submundo ideal, especie de paraíso para él inasequible», aun cuando, en principio, él cree en su derecho de entrada (9). Villaamil, finalmente, llega a la conclusión de que la justicia no existe o es inhallable ;
incapaz de comprender un mundo vacío de justicia, «lo abandona
cuando no puede disimularse lo absurdo de sai existencia» (10). En
la novela están representadas estructuras sociales, familiares y psicológicas, como Gullón demuestra en forma convincente, como fuerzas que definen la condición humana, esto es, amenazando al hombre
con el absurdo.
El problema es si el lector o el autor pueden realmente «simpatizar» con alguno de los tres tipos de víctima (Villaamil, Abelarda, Luisito) y en qué forma. Gullón entiende que Galdós simpatiza especialmente con Villaamil, comprendido como un representante trágico de
(8) Página 94.
(9) Página 274.
(10) Página 275.
425
la Humanidad en las circunstancias modernas. Pero esta apreciación
confunde seriamente dos cosas distintas. Aunque la cesantía del abuelo haya sido obviamente arbitraria, su conducta en la prosecución de
su caso llega a ser, sin embargo, extravagante, y no podemos evitar
asociarlo con las vejaciones de su desesperanzada empresa; él se torna
a nuestros ojos el primer ejemplo de nuestro ciego, inútil; molesto
semejante a quien graciosamente rehuimos o solamente referimos a
los otros con malicia. No interesa hasta qué punto el engaño por Víctor de la enamorada Abelarda es cobarde, pues su distorsionada imagen de la vida, sus hábitos cursis y sus reacciones maniáticas la convierten en una criatura despreciable. Y no importa que juzguemos a
Luisito irreprensible y clarividente en sus pensamientos, pues el impacto final de sus visiones sobre su abuelo es extremadamente cruel.
En una posición algo diferente, Gullón cree que Galdós, al traducir la
opinión de los primeros intelectos de su época, fue incapaz de expresar
plenamente sus propios sentimientos acerca de lo «maravilloso», a pesar de que él sabía que la vida era mucho más compleja de lo que el
naturalismo positivista imaginaba o deseaba. «La superior trascendencia de Miau se debe al extraño fluido detectable en la atmósfera novelesca. La realidad tiene halo de misterio. Tal vez la mirada galdosiana fue más lejos, llegó más hondo, y por eso descubrió bajo el
juego de las apariencias y las maquinaciones vulgares la resaca de invisible mar, cuyo rumor nos inquieta» (n). En mi opinión, esta tesis
no es incompatible con las reservas que expuse más arriba acerca de
las simpatías del autor. Si Galdós estuvo profundamente interesado en
la posibilidad de la realidad supersensorial o metafísica, y al mismo
tiempo, podría agregar, fue capaz de una exposición severa de las deficiencias de sus criaturas de ficción, que dependían, en su vida espiritual, de un simbolismo religioso, esta notable y disciplinada combinación está relacionada básicamente con la emisión de su sensibilidad.
Correa demuestra que Galdós caracteriza con frecuencia a los personajes por su dependencia mental de particulares géneros narrativos
al interpretar por sí mismos lo que les rodea; falta, sin embargo, una
adecuada discusión de la forma en que él, como novelista, manipuló
modelos heredados y puramente literarios o «estereotipos» del acervo
universal. Se establece poca relación entre el uso que Galdós hace de
las estructuras narrativas implícitas —que con frecuencia contienen una
variedad de perspectivas (verbigracia, los raptos visionarios de Luisito
o el casi surrealista trauma de Abelarda en la iglesia al enterarse de la
traición)—y sus notables rasgos de ironía. Tales esquemas tienen más
sentido cuando disponemos de más información acerca de él como el
(i i)
Página 288.
426
continuador de la novela humorística, con su reconocida capacidad
para incorporar una variedad de formas literarias y motivos que derivan su sentido último de la interacción con el contexto. Habitualmente Nimetz toma en cuenta el factor del control por parte del autor,
pero aún fluctúa en algún momento en forma significativa. Al preocuparse más de lo necesario por una supuesta falta de simpatía o
gusto del autor por el simbolismo religioso, él juzga que la incongruencia artística aparece como resultado de los métodos habituales de Galdós cuando usa al Quijote como una correlación en Nczarín. El «alejamiento irónico que el recurso produce contrasta con el elevado asun :
to de Nazarín» (12). Aunque Nimetz es coherente y claro acerca de
su propio punto de vista, yo podría argüir que las categorías que él
mismo aduce sugieren exactamente la conclusión contraria en este
caso. Si el más alto punto de referencia en la novelística galdosiana
es la ironía, ¿qué derecho tenemos de excluir a priori cualquier tema
que figure en el escrutinio de la obra de un creador realista? Si la
ironía no es un instrumento conveniente para examinar materias nobles y sublimes, ¿qué es entonces? Contestar en forma tradicional que
hay que aproximarse a lo sagrado con piedad solamente nos coloca en
un círculo; el realista moderno ¿deberá adaptar una piedad diferente
para cada tema religioso o filosófico que trate? Desde la perspectiva
del humorista moderno o antiguo, la idea de que solamente la fe
«real» habilita al hombre o al autor para el sentimiento o el conocimiento verdaderos es gratuita, porque él ya ha asumido una posición
distinta de la fe por sobre antiguas creencias, que examina con irónica
distancia. De poco nos sirve en nuestra época escéptica prescribir valores absolutos cuando el autor en cuestión es tan distinto del obstinado prototipo positivista y desborda de aceptación indulgente hacia
toda clase de debilidades humanas, inclusive—en la medida en que le
interesa—algunos impulsos religiosos. El juego «simpatético» con Nazarín como un Cristo-Quijote es simplemente una manera que Galdós
adelanta en forma algo precoz y anticipándose a la época. Simplemente aplica al cristianismo la misma prueba que Cervantes aplicó a la
novela, y el resultado es, con suficiente frecuencia, el rescate de muchos valores justos (verbigracia, históricamente, correctos siempre),
exactamente como Cervantes salvó la esencia de la elevada dedicación
y del espíritu caballeresco. Galdós tiene el privilegio, si no el deber,
de decirnos cómo aparece el cristianismo a los ojos de un humorista.
Porque cualquier norma neoclásica acerca de la propiedad o corrección
—incluso una que derive, del respeto por los sentimientos religiosos—
(12)
Página 120.
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es intrascendente dentro del amplio realismo fundado sobre la base
del humor.
Claramente, nuestra fidelidad a la figura de Cristo, sea sobre la
base de una tradición religiosa o cultural— si sentimos las mismas desconfianzas de Nimetz—, constituye un elemento significativo en la definición de nuestra propia sensibilidad. Propongo simplemente que la
visión de Galdós1 obraba ya contra tales elementos residuales en búsqueda positiva de una auténtica, aunque diferente, posición moderna. Si
aceptamos que Villaamil es una imagen de Cristo, bien podemos argüir,
de acuerdo con Nimetz, que la red de metáforas religiosas en Miau es
errónea desde el punto de vista artístico. Pues la identificación de Villaamil, «redentor» impotente de su nación y de su turbulento fracaso,
con Cristo, como víctima ejemplar, no nos1 permitiría rehuir los aspectos
problemáticos de su suicidio, impuesto ambiguamente. Si la última
afirmación supone formular una interpretación de Miau, permítaseme
que me apresure a agregar que el hallar en la novela alguna muestra
basada en tales analogías no probará por sí misma que Galdós se
adhiriese a una particular perspectiva religiosa. Su aproximación al
problema torna relativo cualquier paralelo teológico y lo convierte (lo
que es muy posible) en puro simbolismo. Pero la estructura y el proceso de la «ficción» había, después de todo, de obsesionar a Galdós
más y más. Como tantos otros grandes artistas del siglo XDC, derivó firmemente de una restricción más «clásica» de los problemas «internos»
a un «romántico» ámbito de simbolismo.
El juego interno entre dos formas de apreciación—una, cuando gozamos de la ficción como una imitación de la realidad, la otra, cuando
reflexionamos acerca de ella como de un artificio con implicaciones
metafísicas—constituye la ironía cervantina. Galdós agrega otro grupo
de dimensiones: por un lado, reconocemos que el inconsciente dicta el
fluir de la narración, ya sea fabulosa o factible para cada uno de
nosotros; por el otro nos sorprendemos, completamente absorbidos
por las imitaciones fidedignas de la vida mental personal. Sin duda,
Galdós cree en la correspondencia entre sus ficciones sensibles y las
fantasías y ensueños del hombre común hasta el punto de que permanecen como una armazón secundaria de la realidad en nuestras vidas.
Sus novelas no carecen de esta verosimilitud adicional, que nos vuelca
dentro de ellas de la misma forma que las seducciones de la representación dentro de la representación nos coloca en el escenario; nos
identificamos con el espectáculo de otros protagonistas fantasiosos o
soñadores como nosotros.
Estas notas han intentado sugerir que Galdós poseyó un poderoso
sentido estético, acerca del cual la crítica ha estado indecisa por causa
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de la insistencia acerca del «contenido», con sus connotaciones ideológicas. Pero como muchos investigadores han documentado, Galdós
no fue solamente un «secretario-narrador» que anotaba inmediatamente lo que observaba en el transcurrir de la escena humana, sino también una mente creadora, imbuida de la pasión por comprender el
sentido de la ficción en sí misma. Por supuesto, éstas no son las únicas
vías para evaluar su obra; la labor acumulada de muchas monografías
que analizan la forma en los trabajos de don Benito complementarán,
más que reemplazarán, nuestro conocimiento de este autor como comentador de la Historia y de la Humanidad. Ha llegado el tiempo,
sin embargo, en que el estructuralismo o la teoría de la gestalt pueden
aumentar provechosamente nuestra comprensión. Cuando el problema
alcance, desde esta nueva perspectiva, el grado de completa realización
en la correspondencia «narración» y «metáfora», Miau se contará entre
las mejoras creaciones de Galdós.
(Traducción de Julio Matas)
GERALD GJIXESPIE
State University of New York
BlNGHAMTON, N . Y.
(USA)
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