En el 26º. Congreso de la Unión Internacional de Editores. Vida

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En el 26º. Congreso de la Unión Internacional de Editores.
Vida, pasión y muerte del libro.
Por Belisario Betancur.
...ay de aquel que no ha tenido libros
íntimos....
Tengo
varios motivos de agradecimiento para los Directores de la
Unión Internacional de Editores y para el Comité Organizador del Congreso.
El primer motivo es el de que mi participación sea al alimón con el brillante
Presidente Sanguinetti: tuve el honor de coincidir con él en su primera
presidencia del Uruguay -pues alcanzaría una segunda-; yo en mi única
presidencia de Colombia. A punto de concluir nuestros mandatos, por
iniciativa suya se creó el SUPLA, Sindicato Unico e invisible de Expresidentes
Latinoamericanos, del cual él es presidente vitalicio y yo secretario, también
vitalicio. El segundo motivo de gratitud, es por contribuir a la gobernabilidad
de América Latina dándoles ocupación a dos expresidentes, pues se dice de
nosotros que a más de ser como los muebles viejos de los abuelos, que son
queridos por todos en la familia pero nadie saben en qué rincón ponerlos, a
más de eso perturbamos la gobernación de nuestros países con nuestras
venerables opiniones. El motivo final de agradecimiento con la Unión de
Editores, es por recordar que quien les habla es editor y librero; y padre de
hijos que son también editores y libreros de la enfermedad o dolencia de libro
de su padre, oficiante desde entonces en esa universidad
ubicua y
multiforme que son las bibliotecas, las editoriales y las librerías.
La comezón del libro me empezó a los ocho años en la escuela de un
pueblo colombiano, a la cual llegaron entonces los pequeños volúmenes
ilustrados de la Colección Araluce, con los grandes poemas homéricos y la
Teogonía de Hesíodo,
que me empujaron de por vida a los clásicos griegos
y latinos, con furia loca y pasión desenfrenada. Tan desenfrenada, que en
más de una ocasión casi imité al Profeta Ezequiel del Antiguo Testamento,
quien tuvo una visión en la que se le ordenó abrir la boca para leer un libro,
comiéndoselo y, por tanto, ingiriendo su significado. Algo parecido ocurría
siglos después en el mundo sin libros de Farenheit 451, la novela de Ray
Bradbury, en la cual los libros son quemados y los lectores deben memorizar
los textos para conservarlos.
A pesar de lo anterior y de que el senado romano proscribió los libros y
mandó quemar los de Cayo Severo porque olvidamos las cosas por tenerlas
escritas, aquella lejana comezón infantil me llevó a la presidencia de mi país;
a ser librero y editor; y a poderme presentar esta tarde con esas
calificaciones. Gracias, colegas.
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Mientras pensaba en esa actividad nuestra, recordé la frase de Paul
Valéry en su ensayo Política del espíritu: “Nosotras, las civilizaciones sabemos
ahora que somos mortales”. Nada nuevo decía el pensador francés, pero no
deja de impresionarnos. Sobre todo hoy, si a eso se suma el trato despectivo
que da a la civilización occidental el historiador de Oxford Felipe FernándezArmesto, en su obra reciente Milenio, en la que pronostica que en un museo
galáctico del futuro, será simbolizada en una vitrina, no por un cohete
espacial, ni por el David de Miguel Angel, por ejemplo, sino por una lata vacía
de Coca Cola. Dejo esta grata erudición de cafetín, para, en tal contexto,
hablar ahora de lo nuestro.
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Tengo en la mente dos escenas, una de ellas, las tribulaciones de la
librera estadinense Sylvia Beach, para lograr que un impresor de Dijon,
Francia, le imprimiera y entregara en una estación ferroviaria de Paris, a las
siete de la mañana del 2 de febrero de 1922, día del cumpleaños del autor,
apenas 48 horas
después de
haberle devuelto
las últimas pruebas mal
corregidas; y para que las levantaran tipógrafos que no sabían ni una palabra
de inglés, los dos primeros ejemplares de un libro prohibido desde antes de
su aparición, y que todavía hoy conmueve al mundo de los lectores: hablo del
Ulises de James Joyce. Este último proceso había durado once meses.
Segunda escena: el exeditor de Random House, y buen escritor
norteamericano, Jason Epstein, en un ensayo sobre el pasado y el porvenir
de la actividad editorial, cuenta algo no por anunciado menos dramático: dice
que más pronto que tarde, en los supermercados, en papelerías y similares,
habrá máquinas a las que cualquiera podrá llegar y buscar el libro que le
plazca, traerlo al computador, imprimirlo, e irse a leerlo a su casa. Algo más,
que parece consecuencia de lo que dijo Einstein hace muchos años y que
reproduce la librería Amazon, de Internet, en un extraño vaso obsequiado a
sus clientes habituales. El sabio de la relatividad expresó: “Si desde el
principio una idea no es ABSURDA, entonces no tiene esperanza.
Pues bien, en ese nuevo mundo que se nos entra a todos los rincones
físicos y mentales, hay otra innovación: un programa llamado Glassbook, algo
así como libro de vidrio, permite al usuario, cuando está en el proceso de
impresión,
agrandar
las
letras,
destacar
palabras,
subrayar
pasajes
importantes, y añadir sus propias notas, o las de otras obras relacionadas con
el tema o los temas. Mejor dicho, cada uno puede hacer su propio libro.
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Esto nos lleva a los problemas que repasa Epstein, a partir del beso
de la muerte que han sido los best-sellers y los departamentos de mercadeo
de las casas editoriales. La que era antes una industria casera, entró a tratar
los libros como si fueran leche, jabón, o cuchillas de afeitar. Todo esto, por la
transformación estructural que determinó la aparición de los mall o grandes
centros comerciales, de inmenso costo por metro cuadrado, y en los que la
vida en el estante debe contarse casi por horas. Lo cual solo lo resisten los
Tom Clancy, los Stephen King, no un Platón, no un Kant, no un Proust, ni
siquiera la Biblia. Y el beso de la muerte está empezando su devastación:
los escritores de éxito ya están montando sus propias impresoras del mundo
informático, para eliminar al incómodo intermediario que son las editoriales
ajenas.
Es la popularización que quizá buscaron los primitivos creadores del
alfabeto. En efecto, en una reciente publicación se informó que al oste del
Nilo, una pareja de egiptólogos norteamericanos encontró tablas de barro con
inscripciones de escritura alfabética de los años entre 1900 y 1800 antes de
Cristo, lo que aumenta en 200 años la fecha conocida y el lugar, Sumeria, al
sur de Irak. Y cambia la creencia de que la escritura primera era exclusividad
de los altos funcionarios, pues este hallazgo demuestra que aquella escritura
primitiva fue creada por negociantes, quizá los primeros editores, para
facilitar sus intercambios.
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No puedo terminar estas noticias, sin reproducir rápidamente
traducidas, unas palabras balsámicas de Jason Epstein para editores y
libreros. Las primeras dicen:
Excepto por las discutibles ventajas del computador sobre las
máquinas de escribir y los tinteros, las nuevas tecnologías no
simplificarán o impulsarán este proceso (el de los editores,
aclaro yo), que es a menudo tan improvisador como el propio
escribir. La decisión de aceptar o rechazar un manuscrito, las
estrategias de revisión y publicidad, la selección del diseño
arístico y la tipografía cuando un original satisfactorio finalmente
se produce, el apoyo emocional y financiero de los autores: esto
sólo pueden hacerlo seres humanos respaldados por las
peculiares cualidades que un impresor o editor exitoso necesita,
no importa cuánto el ambiente tecnológico transforme el resto
del proceso de publicación. Excepto en raros casos, los autores
siempre necesitarán ayudantes editoriales para pulir su sintaxis
y aprovisionar sus billeteras, compartir su angustia y su alegría,
y sumergir sus propios egos por el bien de la fama de su
autor...
De nuestros importantes colegas, los libreros, expresa:
No obstante, una civilización sin libreros es innimaginable.
Como los santuarios y otros sitios sagrados de reunión, las
librerías son artefactos esenciales de la naturaleza humana. La
sensación de un libro sacado del estante y tenido en la mano es
una experiencia mágica, que une el escritor al lector. Pero para
competir con la Red de Redes, las librerías del futuro tendrán
que ser diferentes de las supertiendas de orientación masiva
que hoy dominan el mercado detallista........ Las tiendas del
mañana tendrán que ser lo que la Red no puede: santuarios
comunales, quizás con cafeterías, que ofrezcan placer y
sabiduría en compañía de otros que compartan nuestros
intereses, en medio de bien escogidos inventarios donde el
libro que uno desee pueda siempre encontrarse, y sorpresas y
tentaciones broten de cada anaquel.
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Las penalidades del libro a través de la historia, no han terminado,
apenas empiezan. Pero las nuevas tecnologías apuntan a una coexistencia
pacífica y a actividades de conjunto, como hemos visto en las excelentes
ponencias durante el Congreso; y como la reciente batalla que dieron en
Colombia hasta detener el impetuoso Iva sobre el libro.
Para América Latina y el Caribe, las dificultades que presentara en el
Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, en Zacatecas, el
presidente Miguel de la Madrid, director del Fondo de Cultura Económica de
México, tienen caja de resonancia en las Cumbres de Jefes de Estado y
Presidentes de gobierno, ahora en la que se reunirá a finales de este año en
Panamá. Allá deben llegar nuestras vivencias y cogitaciones sobre la libre
circulación del libro en español y portugués.
Hace una semana, el vicepresidente de Colombia, que lo es el
académico Gustavo Bell, concluía así su discurso inaugural de la Feria
Internacional del Libro en Bogotá:
Entre todas las necesidades que tenemos los hombres poco se
habla de una de las más esenciales y que la lectura nos aporta
fructíferamente: leemos en silencio. Y es este silencio el que nos
abre las puertas de la percepción a otros mundos. El silencio,
salvador por sí mismo, nunca está más lleno de contenidos que
cuando va acompañado de un libro... Decía Pascal que el
hombre tendrá salvación cuando pudiera estar solo en un cuarto
sin ruido. Me tomo la libertad de interpretar a Pascal para decir
que de seguro el filósofo francés dibujaba aquella escena
suponiendo que aquel hombre imaginario tendrá un libro en la
mano.
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