2D E L N O R T E : Domingo 25 de Enero del 2004 P E R FI L ES A un año H I S TO R I A S Editora: Rosa Linda González Email: [email protected] de distancia, Elena Las y María, dos de las víctimas Alejandro Flores, viven las secuelas físicas y emocionales que les dejó su encuentro con este taxista secuestrador POR MARÍA LUISA MEDELLÍN n taxi estacionado frente a su puerta, un ruido en la madrugada, o una llamada que se corta justo al momento de responder, hacen que el ritmo cardiaco de Elena se eleve más allá de lo normal. A María, un escalofrío le recorre el cuerpo si un Volskwagen de alquiler se detiene cerca de donde espera el transporte urbano. En esos momentos se agolpan en su memoria las horas de temor e incertidumbre que vivieron hace un año, la noche en que subirse al taxi de Enrique Alejandro Flores Rodríguez, alias Mauricio Núñez, las condujo a una experiencia aterradora. Este hombre, su concubina, María de los Ángeles Guerrero, su cuñado Gerardo Uriel, y el ministerial Javier Cepeda Licea, integraban una banda de secuestradores exprés, aprehendida un día como hoy, del 2003, causante de que Elena, María y más de una decena de mujeres arribaran a un destino inesperado, a la fragilidad de una vida que lleva impresas las huellas de un secuestro. Enero del 2003 Por tercera ocasión, el taxista descendió del Volkswagen para preguntar por la calle a donde se dirigía su pasajera, pero esta vez regresó, abrió la portezuela y cruzó el aire con un puñetazo seco a la nariz de María. Tan sorpresivo fue el impacto, que esta mujer madura, de pelo corto y baja estatura, no relacionó a ese hombre con el conductor amable que la transportaba esa noche, sino con algún ladrón que aprovechaba su ausencia para atracarlos. Sólo al advertir los cabellos grasosos y despeinados, los mismos ojos adormilados y la misma chaqueta oscura, corroboró que era él. Mientras se protegía la nariz adoloridísima con la otra mano, María le suplicó alcanzándole la bolsa. “No me hagas nada, llévate lo que quieras”. Una punta del puente de los anteojos se había encajado en la piel y la sangre comenzaba a brotar. El taxista sacó un par de esposas debajo del asiento y le aseguró los brazos en cruz sobre la espalda, entre patadas y puñetazos. “No hagas ruido, o te lleva la chin…”, le gritó. Le cubrió la boca y los ojos con masking tape, acercándole algo frío, metálico, a la pierna. María pensó que era una pistola. Al llegar a la casa de seguridad, el taxista y otro hombre más corpulento prosiguieron la golpiza: puñetazos en el pecho, la cara, las costillas, pateándola hasta que se cansaron. “Mátenme, pero mátenme ya”, gritaba afligida por tanto dolor. “’No seas tonta’, recuerda que le dijo la mujer que estaba con ellos, ‘diles lo que quieran saber para que te suelten’”. secuestro de un Era de madrugada cuando consiguieron sacar el poco dinero de que disponía en sus tarjetas, y la fueron a dejar en una avenida. El taxista le quitó la venda y le pidió caminar sin voltear. Aterrorizada, tuvo que abordar otro auto de alquiler para llegar a casa. Apenas abrió la puerta, cayó de rodillas, y avanzó hasta quedar frente a un crucifijo, en un llanto incontenible; así la encontró uno de sus hijos. Estaba irreconocible. Sus ojos y mejillas cubiertos por hematomas. Los hombros, los brazos y las piernas de un color cárdeno. El codo y la mano derecha fracturados. “Sí, lo que me pasó fue algo horrible, pero traté de mentalizarme que la vida tiene que seguir. Yo trabajo, estudio, y no puedo sentarme a llorar todos los días por lo que sucedió”. Eso no significa que no se sobresalte una madrugada al escuchar un ruido extraño, o que algún flashback de la noche del secuestro se instale sin remedio en su cabeza. Sabe que es algo inevitable que la acechará desde algún recoveco de su memoria, en cualquier instante. Enero del 2004 La imagen del taxista insultándola, humillándola, hizo que María despertara sobresaltada por las noches, durante meses. “Es que cuando vi en la televisión al taxista (capturado) me estremecí, y seguí temblando cuando presentaron al ministerial como parte de la banda, si es la ley y solapa delincuentes, si de ahí viene la maldad, ¿qué podía esperar?”. La voz se le quiebra al platicarlo. Quizá había más cómplices sueltos, pensó, quizá vendrían de nuevo por ella. No resistió más los pensamientos paranoicos que se anidaron en su mente, prefirió dejar su casa y en busca de protección se instaló con uno de sus hijos. María es muy independiente, y contemplarse atada a sus temores la volvió insegura y emocionalmente frágil. La religión se convirtió más que nunca en su refugio. La oración y las charlas en los grupos laicos, en los que se enroló con más y más frecuencia, hicieron las veces de terapia. Había heridas que no cerrarían y otras que intentó sanar con ayuda de un sicólogo, aunque pasó mucho tiempo para que considerara ese apoyo. “Usted sabe, todo cuesta. La rehabilitación del brazo que me lesionaron me llevó seis meses y las incapacidades del Seguro no las tomaron como accidente de trabajo, me daban sólo una pequeña parte del salario mínimo. Yo ya le decía al doctor: no me dé otra incapacidad, mejor mándeme a trabajar”. No es que se sintiera recuperada. Sin embargo, en lo económico, y en lo personal, le hacía falta probar si estaba en condiciones de reiniciar su vida. Así, decidió retornar a la soledad de su hogar. Le costó lágrimas de desesperación y noches en vela; poco a poco se fue fortaleciendo. Claro, todavía hay miedos imposibles de acallar. Los flashes intermitentes del terrible episodio la asaltan cuando menos lo espera. Además, cada vez que intenta aferrar un objeto con su mano derecha, y éste se le cae, la impotencia la devuelve a aquella noche en que fue salvajemente golpeada. Las funciones y la fuerza de su extremidad no se recuperaron del todo, pese a la larga rehabilitación. Ahora que ha vuelto a su rutina diaria –del trabajo a su casa, o a la iglesia–, se ha tornado mucho más precavida, se traslada en rutas urbanas, y sólo si es indispensable solicita un taxi de alguna compañía seria, siempre y cuando no sea Volkswagen, el sólo ver uno le provoca una incontrolable ansiedad. Diciembre 2002 A mediados de diciembre, Elena, de 23 años, aperlada, esbelta y de cabello rizado a media espalda, sufrió también la desgracia de toparse con aquella fiera. Oscurecía al salir del centro comercial donde realizaba sus compras navideñas, y se encaminó hacia el primer taxi que encendió y apagó las luces para llamar su atención. La unidad no traía taxímetro, pero con la prisa de llegar a casa, donde la aguardaban para asistir a una reunión familiar, no le dio importancia. “Me paga lo que le cobren normalmente por el viaje”, se adelantó cortés el conductor. Cerca del destino, el hombre miraba una y otra vez hacia el espejo retrovisor, tamborileaba con sus dedos impacientes sobre la pierna y, sin más, se orilló frente a un oscurísimo lote baldío. “¿Por qué se para aquí?”, demandó confundida Elena. “Esto es un asalto”, respondió fríamente el individuo, desplazándose al asiento trasero para amagarla con una navaja. Entonces, el conductor la manoseó y trató de despojarla de su ropa. Ella opuso resistencia. Él se encolerizó y la golpeó encarnizadamente. “Su mirada reflejaba tanto odio… como si me conociera de toda la vida y yo le hubiera hecho un gran daño”, cuenta la chica. Los puñetazos inmisericordes iban hacia la cabeza, la cara, el estómago. Luego, le colocó una chicharra eléctrica en el cuello y en el vientre, debilitándola cada vez más. Tenía casi cerrado un ojo por la hinchazón del párpado. Le había zafado los dientes y la sangre le brotaba igual que por la nariz, ya fracturada. Elena pensó que se iba a desangrar o quizá a ahogarse con su propio líquido sanguíneo. En su casa, preocupados por la tardanza, comenzaron por llamar a sus amigas, y conforme avanzaba la noche y la inquietud, a los hospitales y servicios médicos de emergencia, sin que hubiera noticias. Elena dice que el taxista le preguntaba a otro hombre. “¿Qué hacemos con ésta?”, y el segundo respondía: “A ver qué dice el jefe”. Una y otra vez le ponían la punta de lo que pensó era un cuchillo a la altura de las costillas, seguido de una ráfaga de puñetazos. Maldijo, primero; después suplicó y, desfallecida, se quedó en silencio aguardando el final. Al resignarse con el par de billetes y las alhajas sencillas que traía, la levantaron de una especie de sillón y la empujaron hacia el coche. El vehículo se desplazó sobre un terreno pedregoso. Las imágenes de su familia cruzaron al instante por la cabeza de Elena. Se detuvieron y la arrojaron sobre las piedras, atada de manos y boca. Ella creyó que iban a matarla, pero sintió un enorme alivio al oír el ruidoso motor del coche que se alejaba. Se liberó como pudo y clamó auxilio en una casa cercana. La trasladaron a un puesto de emergencias y llamaron a su familia. Los médicos reportaron que tenía la nariz y un par de costillas fracturadas, hematomas múltiples en la cabeza y el cuerpo, y varias piezas dentales perdidas. Elena no supo explicarse cómo no se desangró, se admiró de verse todavía con vida Enero del 2004 Elena se integró por meses a sesiones de terapia. Las dinámicas consistían en hablar de sus miedos, de sus sentimientos y de cómo le afectó el secuestro. Al principio, le era difícil platicarlo sin llorar desconsolada y experimentar furia, pero a medida que fue exteriorizando la vivencia se produjo un efecto catártico. “Hubo algunas reuniones en las que convivimos varias de las secuestradas. Algunas sufrieron violación, sentían que no valían nada, tenían miedo a ser rechazadas por su pareja, y a la vez manifestaban aversión hacia las relaciones sexuales. “Yo tuve todo el apoyo de mi familia. Ahora pienso que ellos, y el que era mi novio, debieron tratarse también porque aún guardan mucho resentimiento. Después de lo que pasó terminé mi relación, mi ex empezó a presionarme demasiado, quería saber si el taxista me había violado, yo le respondía que no, pero me insistía a cada rato, decía que no lo soportaría, como si él fuera el ofendido y no yo”. Bastante había sufrido Elena la noche del secuestro, para seguir cargando nuevas aflicciones. “Me dolió terminar, no lo niego, pero más me dolería casarme con alguien lleno de dudas, que me estuviera recordando algo que necesito olvidar, y es difícil, porque para empezar todavía estoy yendo al dentista, el trabajo para recuperar mis dientes ha sido de mucho detalle. as familias de los delincuentes son también otras víctimas. Abril, la pequeña hija de María de los Ángeles Guerrero, concubina del taxista, tuvo que ir a vivir con sus abuelos, a un poblado de San Luis Potosí. Los familiares del ministerial y del conductor Enrique Alejandro Flores Rodríguez han soportado los señalamientos de la gente. En edad escolar, uno de los dos hijos de la familia formal del taxista –el otro es un bebé– dejó la escuela por un buen tiempo a causa de los comentarios que le hacían sobre los ilícitos de su padre. A la fecha, cuatro son los procesos en contra de la banda de secuestradores exprés que atacó a Elena y María. Las averiguaciones y el desahogo de pruebas de otros casos continúan. Se les atribuye, por lo menos, cinco secuestros, violaciones y unos 14 asaltos, pero algunas de las víctimas no han interpuesto su denuncia. Por ser menor de edad, Gerardo Uriel fue remitido al Consejo Estatal de Menores. Tres de los delincuentes se encuentran tras las rejas en espera de su sentencia. Los delitos que se les imputan son: delincuencia organizada, privación ilegal de la libertad en su carácter de secuestro, robo con violencia, y para Enrique Alejandro, además, el de violación. Una de las víctimas afirma que hubo un segundo hombre que la atacó sexualmente, y señala al ministerial; eso está por comprobarse. El abogado del ex agente promovió un amparo, por el cual las diligencias contra él no pueden proseguir en este momento. De acuerdo al Código Penal, la condena que alcanzarían sería de unos 40 años, la máxima en la entidad, establecida por el delito más grave, aparte de otras penas complementarias por el resto de los ilícitos. A raíz de mi secuestro, mi familia está temerosa”, cuenta María. “Mis hijos me llaman todas las noches para saber si llegué bien a casa. El que puede pasa por la mañana para llevarme al trabajo. Durante el día me hablan para saber si no tuve algún contratiempo. Si me tardo, el celular no deja de sonar”. A Elena le pasa algo similar, además, no le permiten ir sola a fiestas o lugares alejados, sus hermanos o sus padres la llevan y la traen. “Voy a la facultad, al trabajo, intento no pasarme los fines de semana en casa, ¿verdad?, pero ya no es lo mismo”, confiesa Elena. “Si digo que voy a salir, es como si prendiera la alarma y empieza la inquietud, ¿a dónde vas?, ¿a qué horas regresas?, déjame ver quién te lleva, no puedes ir sola, etcétera, etcétera”. De muchas maneras ellas también sufren de prisión, de distinto modo que sus captores, pero no menos paralizante. Su secuestro duró unas horas, pero sus huellas quedarán impresas toda una vida. Foto: EL NORTE/ Archivo/ Fotoarte: Fabián López/ Diseño: Marisol Pérez de Enrique