Vladivostok - Universidad Popular de Mazarrón

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XXVII Concurso de Cuentos “Villa de Mazarrón”
- Antonio Segado del Olmo 2011
VLADIVOSTOK
JUAN VALERO SÁNCHEZ
PREMIO
El 15 de Julio de 2011,
el jurado del Concurso de Cuentos
Villa de Mazarrón - Antonio Segado del Olmo,
compuesto por Gustavo Martín Garzo, Lola Gracia
Martínez, Rafael García Castillo, Soren Peñalver,
Fina Tafalla Brotons y José María López Ballesta,
otorgaron el Premio de la vigésimo séptima edición
al cuento titulado Vladivostok, de
Juan Valero Sánchez.
Juan Valero Sánchez es licenciado en
Filosofía por la Universidad Central de Barcelona y
diplomado en Francés por la EOI de Barcelona.
Trabaja como profesor de Filosofía en el Instituto Juan
de la Cierva de Totana.
Ha publicado en la revista "Sol negro", hoy
desaparecida. Algunos artículos en la revista
"Cuadernos de La Santa", de Totana, sobre filosofía y
mística. Ha sido seleccionado en el concurso de
microrelatos "Molinos del río" de Murcia de 2010. Ha
participado en un libro colectivo en favor de los
damnificados por el terremoto de Lorca. Ha
prologado un libro de poemas, "A favor del vendaval",
de Juana Serrano, y un par de presentaciones de
libros de la colección del IES Juan de la Cierva de
Totana. Todo lo demás es inédito, relatos sobre todo.
VLADIVOSTOK
In my beginning is my end....
East Coker, T.S. Eliot
I
Un día caluroso de finales de mayo de 1931, un viajero con el
sombrero en la mano se presentó en los alrededores de la mina. Mecánicos
y electricistas, capataces y mineros lo observaron con extrañeza. ¿Qué
haría allí un joven tan bien vestido, con chaqueta a la americana,
sorteando toda clase de obstáculos para no manchar su indumentaria
inmaculada?, parecían preguntarse.
Avanzaba con paso decidido como si buscara a alguien.
- ¿El ingeniero de la explotación, por favor?
Alguien le indicó:
- Por allí, se encuentra en la oficina que hay justo a la derecha de la
entrada a la mina.
Se secó el sudor con un pañuelo blanco y avanzó con paso
enérgico hacia el lugar. Conforme se acercaba pudo leer un rótulo que
indicaba "Impensada". En ese momento entraba por el lado sur del
descampado un pequeño ferrocarril. Se trataba de un tren minero de
mercancías y pasajeros que cubría el trayecto desde el centro del cerro
hasta el puerto que se divisaba a lo lejos, en el valle.
- ¿No habrá venido usted desde tan lejos, cómo dice que se llama
su país, Nuevo Méjico, para que le cuente la historia de su abuelo, el Sr. Le
Roux?
- Ciertamente no. Vengo a interesarme por la explotación del
yacimiento. Como sabrá, cuando mi abuelo se marchó lo dejó todo en
manos de la Compañía y de los mineros pero añadió una cláusula en la
que señalaba que, en caso de que algún familiar decidiera volver a acceder
a la propiedad de la explotación, le correspondería un tercio del capital. Y
vengo a por mi parte.
- Sí, estamos al tanto de ese documento, y está en su derecho, sólo
que quizá no ha elegido usted el mejor momento: los pozos están muy
esquilmados y el plomo es cada día que pasa de peor calidad. Para colmo,
la cotización en el mercado no para de bajar. Así que usted verá.
- No estaba al corriente en absoluto, pero con más razón
entonces: me quedo. Deseo ponerme a trabajar cuanto antes. También yo
soy ingeniero y traigo unos buenos ahorros, ¿Se han abierto nuevos pozos
en la mina?
- No, señor Le Roux .
- Bien, comenzaré por ahí. Abriremos otros nuevos, Según los
cálculos de mi abuelo, ahí abajo ha de haber otro filón de mucha mayor
calidad, por debajo del que estamos en estos momentos, y vamos a dar con
él.
Dio media vuelta y salió de la oficina.
Esto es lo que puedo decirte: tu abuelo habría querido volver aquella mina era su vida-, pero nunca lo manifestó porque aquel accidente
en el pozo de Santa Elena lo marcó para siempre. Quizá pensó que tú
podrías regresar, aunque nunca te lo expresara, probablemente nunca lo
comentó a nadie. Llegó a la comarca a principios de los años setenta del
siglo pasado. Procedía de Francia y deseaba instalarse en el sur, lejos del
frío y de París, donde había estudiado. Su vida eran las minas, y desde que
abrió "Impensada", se convirtió en su ambición particular. Antes de recalar
por allá había recorrido yacimientos en media Europa. Me explicaba que la
gente minera es singular, que en ellos hay una especie de estrella -o
demonio, sentenciaba a veces- que los lleva a buscar algo que ellos mismos
ignoran, poco importa que sean picadores, barreneros, ingenieros o
patronos: los mineros persiguen todos un sueño en las entrañas de la tierra,
proclamaba, y eso los diferencia del resto de los hombres.
"Buscan en lo hondo algo más grande que ellos mismos ", me decía.
II
Volvió a la oficina a la mañana siguiente, bien temprano, poco
antes de las seis. El ingeniero ya se encontraba allí, revisando unos papeles
encima de la mesa. Antes de que el joven mencionara nada, el ingeniero
indicó:
- Tenemos en las vitrinas de la oficina algo que quizá pueda
interesarle.
- ¿Qué puede ser?, preguntó el joven.
- Se trata de una carta de su abuelo, escrita pocos días después
del infortunado accidente, justo antes de que se marchara tan
precipitadamente con la hija del jefe mecánico de la explotación, su señora
abuela. Por supuesto, nadie ha leído nunca la carta.
- ¿Puedo?
El ingeniero se acercó a una vitrina, abrió una carpeta en la que
podía leerse: "Impensada, 1890-1900", y le extendió la carta.
- Lo dejaré solo.
El joven abrió despacio el sobre en la soledad de la estancia y
comenzó a leer. Cuando de nuevo entró el ingeniero, el joven giró
bruscamente la cabeza en dirección contraria y permaneció en silencio. El
ingeniero respetó el silencio y tampoco dijo nada.
Al cabo de un tiempo, el joven refirió:
- Mi abuelo me habló del viaje que realizaron al partir de aquí.
Acompañado de mi abuela, cogía el ferrocarril que va de la explotación al
puerto y allí embarcaba en un vapor, el "Carolina", hasta Cartagena.
Desde allí, en distintos medios de transporte, viajaba hasta Moscú, y allí
tomaba el Transiberiano hasta Vladivostok. Me relataba hasta los más
mínimos detalles: las ciudades que atravesaba el tren -Perm,
Ekaterimburgo, Novosibirsk, Irkutsk...-, los caracteres del pueblo ruso, las
lecturas literarias en el vagón. Luego me hablaba de la estepa y de la
sensación que le producía esa especie de mina a cielo abierto, sin
contornos y silenciosa, y de la nieve, del blanco de una nieve como nunca
había contemplado ni volvería a contemplar, mientras el tren se deslizaba
lentamente por aquel espacio sin límites. El llamaba a eso el instante
inmóvil. Después, el traqueteo del tren o la llegada a una nueva ciudad lo
devolvía al mundo. Me relató este viaje con todo detalle en multitud de
ocasiones.
El ingeniero no añadió nada. De nuevo los dos hombres
permanecieron en silencio, como si toda palabra proferida a continuación
hubiera resultado vana.
Finalmente, el joven salió de la oficina y se dirigió hacia la mina.
Alguien habló a tu abuelo de aquella comarca remota, casi
ignorada, en el levante español, donde había plomo por explotar en
abundancia, y que según una antigua leyenda albergaba en algún lugar un
filón excepcional. ¿Oro? ¿Plata, como en épocas anteriores? ¿O quizás
algún mineral más noble aún, más puro, desconocido hasta entonces? Tu
abuelo era así: romántico en sus empeños y meticuloso, concreto, exacto en
la consecución de sus propósitos. Así que se marchó hasta allá, subió al
cerro llamado de San Cristóbal y se puso manos a la obra. Para ello contrató
a los mejores técnicos con los que había trabajado en Francia, en Bélgica,
en Inglaterra, y los llevo allá. También a los mejores mineros de las
comarcas vecinas, y los hizo a todos partícipes de su entusiasmo
contagioso. Todos lo admiraban.
III
Se quitó la chaqueta y la corbata y pidió bajar al yacimiento,
primero al pozo accidentado hasta donde se pudiera, luego al otro.
Descendió rodeado de mineros asombrados porque jamás habían visto a
un hombre en traje al fondo de una mina -no habían conocido al Sr. Le
Roux: también él bajaba con frecuencia a inspeccionar el trabajo en traje
impecable-.
Cuando ascendió a la superficie, no se puso ni la chaqueta ni la
corbata. Se dirigió a la oficina y desde la puerta señaló al ingeniero:
- Hay mucho trabajo por delante. ¿Dónde queda correos?
Eran tiempos difíciles. La comarca atravesaba una fuerte
depresión, tanto en la minería como en la agricultura y en la pesca. Ahora,
con la crisis y una República en mantillas, el nieto de Le Roux se contaba
entre los pocos que miraba hacia delante. Se dispuso a trabajar
afanosamente en "Impensada". Removió todo el cerro a partir de los datos
de que disponía y de las conversaciones con su abuelo: "A partir de los 500
metros..." Parecía imposible después del derrumbe que siguió a la
explosión. A no ser que se intentara una nueva perforación por otro sitio.
Mientras tanto, corrió la noticia de que el Estado retomaba el viejo
proyecto de un ferrocarril de viajeros y mercancías que comunicaría la
comarca con el resto del país. Por un tiempo, aquello animó a todo el
mundo pero se fue demorando hasta que finalmente se desvaneció.
Ajeno al desánimo, el joven pasaba el día entre la oficina y los
pozos de la mina, y por la noche resolvía todo tipo de problemas técnicos y
financieros.
En las semanas siguientes a su llegada trabajó sobre dos nuevas
posibilidades. Se trataría de abrir una nueva galería a pico y pala, sin
barrenar, desde alguna de las caras laterales del cerro. El túnel habría de
ser muy largo, pero semejaba estar firmemente convencido que era la
única forma de acceso: bien desde el yacimiento "Aurora", en la cara norte,
bajando por debajo de los 400 metros con una leve inclinación hasta el
centro del cerro, o bien desde "Casualidad", en la cara sur, descendiendo
hasta los 450 metros y después escalonadamente, sorteando otras minas.
La segunda posibilidad debió parecerle demasiado descabellada, porque
comenzó por intentar el descenso por la cara norte. Trajo nuevos técnicos,
alemanes en este caso, y un grupo de mineros de Almadén expertos en
perforaciones especiales. Recurrió también a la última tecnología en
explosivos e inició el descenso.
Todo avanzaba muy lentamente: pequeñas explosiones, limpieza
de los restos a pico y pala, extracción del agua con una gran bomba
eléctrica y, cuando se fue acercando a los quinientos, sólo pico y pala. Las
obras de contención en las paredes se realizaban con las más estrictas
normas de seguridad, y siguió descendiendo: cuatrocientos cincuenta,
cuatrocientos sesenta... Los hombres eran reemplazados exhaustos cada
cuatro horas. Un equipo médico especialmente habilitado los atendía a la
salida y no se reincorporaban hasta el día siguiente. A partir de los
cuatrocientos setenta metros se trabajaba ininterrumpidamente de lunes a
sábado. Sólo se respetaba el domingo para que todos pudieran descansar
y estar con la familia. Todos menos él. La soledad no parecía importarle.
Por la mañana, acudía los domingos a la oficina a seguir planificando y
resolviendo nuevos retos técnicos. Tan solo se permitía el viaje vespertino
en tren desde el cerro hasta el puerto. Se sentaba en un banco del malecón
y contemplaba la entrada y salida de los barcos. El lunes por la mañana era
el primero en llegar a la mina, al turno de las seis. De nuevo, el descenso,
metro a metro, centímetro a centímetro, hasta alcanzar los quinientos...
Fue una tarde, con el último turno del día, cuando se alcanzaron
los cuatrocientos noventa y cinco metros. Le Roux acababa de bajar en la
jaula con los mineros del primer reemplazo de la noche. Había
inspeccionado personalmente los muros de contención del último tramo.
Apenas había agua en el fondo y la tierra parecía porosa, sin rocas de
tamaño. En ese momento dio la orden de barrenar con una pequeña carga
que permitiera descubrir entre cinco y diez metros. Todos se miraron con
gesto de incredulidad pero el ingeniero en jefe insistió. A los pocos minutos
una inmensa humareda cubría la galería, dejando entrever apenas las
siluetas de los hombres. El joven americano se apresuró junto a los mineros
a retirar tierra, piedras, fango...En la semipenumbra, el nieto de Le Roux
mostraba la excitación de quien está a punto de conquistar un sueño. Se
limpió todo con gran rapidez. Todavía flotaba polvo en el aire casi
irrespirable cuando alguien gritó:
- ¡Aquí, señor Le Roux, no hay nada! ¡Ni oro, ni plata, ni nada, sólo
tierra y agua!
- ¡No es posible! ¡Tiene que estar ahí enfrente, un metro más arriba
o más abajo pero ahí, ahí!...
La nuestra fue una historia de amor fulgurante y extrema. Conocí a
tu abuelo poco antes de la explosión. Él era el joven ingeniero y empresario
que había descubierto el filón de plomo más grande de todo el sureste
hispano -"Prodigio" lo llamaron-, y yo una muchacha alemana llegada a la
comarca poco antes, hija del jefe mecánico de la explotación. Por aquellos
días tu abuelo presentía que algo grande estaba a punto de ocurrir; y creyó
firmemente que se hallaba a un paso de dar con el tesoro de su vida. En
realidad, su corazón se adentraba en un territorio más sutil casi sin
percibirlo. En su búsqueda, lo que de verdad encontró fue el amor de
aquella joven rubia que, en medio del dolor y del fracaso, embarcó a su
amante en un nuevo empeño: nos iríamos a América, buscaríamos fortuna
allá, había filones de oro aguardando a ser descubiertos de una costa a otra
en los nuevos estados del norte. Llegados finalmente a Nuevo Méjico, sin
embargo, le desapareció la fiebre de los metales, como el que se cura
súbitamente de una enfermedad larga y fatigosa, y nunca más se ocupó de
la minería. Otra cosa eran los recuerdos...
Sí, yo amé a tu abuelo locamente desde el primer momento, y él
también me amó, con una ternura un tanto extraña, atravesada -aunque él
nunca me lo confesó expresamente - por aquella frustración originaria.
IV
El americano -así lo llamaban- buscó y se afanó durante años,
uno, dos, tres, hasta cuatro, pero todo resultaba inútil: "Impensada"
permanecía impenetrable. Se extraía un plomo de la peor calidad y la
cotización seguía bajando. Se descendió hasta los quinientos cincuenta
metros. Nada. Comentó con el resto de ingenieros una y mil veces la
posibilidad que en un principio había descartado: el acceso desde la cara
sur, pero nunca consiguió resolver los problemas técnicos para acometer
desde allí el acceso a la mina. Además, la financiación resultaba
costosísima y parecían quedarle escasos recursos y menos energía.
Las compañías comenzaron a marcharse una tras otra. Algunas
dejaban la explotación en manos de los mineros, como ya hiciera su
abuelo.
La única que resistía era la antigua Compagnie Française del Sr. Le
Roux, con participación de los mineros. Y quedaba él, con su 33% y un
capital cada vez más exiguo.
El joven americano, empero, no levantaba la cabeza: sólo
parecía mirar hacia abajo.
Alguien que había trabajado de muy joven con su abuelo se le
acercó un día y le sugirió:
- Déjelo y márchese a su tierra. Su abuelo lo intentó durante años,
hasta que fracasó. No llegue usted tan lejos. Váyase antes de que sea
demasiado tarde y la desgracia se lo lleve por delante.
Era el 16 de agosto, de 1935, día de San Roque.
Aquella mañana se marchó de la explotación mucho antes de lo
habitual. Se le vio cabizbajo bebiendo en los bares de los alrededores.
Al tercer día apareció por la oficina y comentó al ingeniero jefe:
- Esto no da más de sí. El acceso desde "Casualidad", por el sur,
puede ser la última oportunidad pero mis fuerzas están al límite y mis
ahorros también. En ocasiones nos quedamos a un pico de la victoria, y no
lo asestamos. Yo he creído dar con el último en demasiadas ocasiones
como para seguir intentándolo. Me marcho. ¿Seguirán ustedes?
El ingeniero se encogió de hombros y no respondió.
Tu abuelo habría querido volver, pero sabía que no le era posible.
No se puede regresar sin más a enfrentarse a un fracaso tan completo. Uno
mismo no puede, pero un sueño así quizá no debiera quedar a medias. Algo
misterioso reclama consumar nuestras obsesiones, no siempre en primera
persona. Tú siempre fuiste su nieto predilecto. A nadie, ni a mí siquiera, dejó
nunca que le tocara el cabello, y tú jugabas con su pelo. Llamaba a tu madre
para que almorzaras con él, y dejaba que soparas en su plato. Ningún nieto
entró nunca en el cuarto de la radio, y él te sentaba en una sillita de anea
junto a sí, mientras escuchaba programas de cantes flamencos. ¡Dios mío, y
fumaba sin parar! Por eso, no sólo no me opongo a tu decisión de ir a
España sino que me haría verdadera ilusión. Algo de la energía de tu abuelo
te acompañará y te impulsará hacia el cumplimiento de lo que él
emprendió. Vivimos con demasiada frecuencia en la superficie de las cosas
pero allá abajo, en lo hondo del ser suceden hechos extraordinarios, hay
galerías y caminos, transfiguraciones y catástrofes al margen de nuestro
ajetreo diario, y en ocasiones ascienden a iluminar nuestra frágil conciencia.
Por eso, mi amor, ve, bendito seas, regresa a España, acerca el oído a
aquella República naciente, explora en los confines del yacimiento y
culmina este sueño familiar que forcejea por ser liberado.
Nada te retiene acá: en América el ideal se está apagando, allá se
está encendiendo. ¡No lo dudes!
Recuerda también que nada verdaderamente grande se ha hecho
nunca sin amor. Es mi contribución al sueño del abuelo.
V
La noche anterior a la partida, en la habitación del hotel, el joven
volvió a abrir la carta y leyó en voz baja:
"A ti, descendiente de H. Le Roux, quien quiera que seas:
Es seguro que cuando leas estas líneas habrá pasado mucho
tiempo de lo ocurrido, el dolor habrá dejado paso al olvido y estos hechos
trágicos serán para ti algo lejano, quizá incluso indiferentes, así que quiero
hacerte partícipe de lo que supone para mí la explotación minera a la que
llegas — o a la que en cierto modo regresas, como a una cita con el
misterioso destino- antes de comunicarte mi última voluntad respecto a este
asunto. Has de saber, por si no te lo han contado, que fue aquí, aquí
mismo, donde descubrimos el mayor filón de plomo de aquellos años en
España. Aquello supuso una revolución sin precedentes. Puse la
maquinaria más moderna al servicio de la mina principal, a la que llamé
"Impensada" porque por debajo de ese filón, en el centro mismo del cerro
volcánico, algo me decía que encontraríamos un metal único,
descomunal, impensable, como nunca jamás se había visto. Nos
adentraríamos en lo oscuro para sacar a la luz el tesoro enterrado en las
entrañas de la tierra, en los pozos telúricos de la naturaleza...
Pero todo ha sido inútil. ¡Veintitrés vidas se ha llevado por delante
el maldito anhídrido carbónico! ¡Veintitrés! Viviré a partir de este momento
con la culpa de esas muertes mientras viva, pero el sentido último de esta
carta es que tú, quien quiera que seas, puedas acabar lo que yo nunca
pude realizar. Nadie entendería que yo continuara dando vueltas a algo
así. Podrá parecer locura, pero continúo convencido que ahí abajo sigue
aguardando algo que nos ha atraído a tí y a mí irresistiblemente. ¡Toda la
suerte!".
Leyó la fecha en voz alta: 27 de febrero de 1893.
Rompió la carta mientras se acercaba a la ventana de la
habitación y observaba el cerro en penumbra. Luego miró hacia el mar
oscuro y permaneció así un largo rato.
En realidad, nunca hicimos ese viaje hasta Vladivostok, ni llegamos
a Nuevo Méjico desde Alaska. Nunca lo hicimos, aunque él mantuvo
siempre el deseo de realizarlo, y lo imaginaba con la misma precisión y
exactitud con que acometía cualquier reto profesional. No, mi amor, nunca
tomamos el Transiberiano, ni atravesamos la estepa, ni aprendimos ruso
conversando con la gente, ni cruzamos el Estrecho de Bering a pie en la
época de los hielos. Realmente, salimos de la comarca un 23 de mayo de
1893, días después del fatídico accidente, tomamos el "Carolina" -eso sí es
cierto, porque a los dos nos encantaba ese vapor de hélice- y embarcamos
en Cartagena rumbo a la costa este americana. Desde allí, sin saber muy
bien dónde ir recorrimos Georgia, Alabama, Mississipi, Tejas, hasta arribar
a Nuevo Méjico. En cierto sentido, 'hicimos el viaje', a nuestra manera.
VI
En la mañana del 2 de septiembre de 1935, el joven americano
abandona temprano el hotel. Lleva el mismo traje que el día de su llegada.
El tiempo ha cambiado levemente: sube desde los campos un suave olor a
otoño, con aroma de esencias, y una suave brisa hace olvidar el tórrido
verano. Hace el trayecto a pie hasta el apeadero. El tren que aparece ante
sus ojos es pequeño, casi minúsculo, con menos vagones que de
costumbre. Lleva una exigua carga de plomo de la última mina que
permanece abierta: "Impensada".
El lugar está vacío. Tan sólo el capataz y el maquinista. Saluda con
un gesto, sin decir palabra, y sube al tren en silencio. Masculla los versos de
un poeta local: "Ven de tu ausencia/ a mi pobre corazón/ que se muere,/
porque yo paseo, Juana,/ la flor de la melancolía." El tren se pone en
marcha. El americano mueve ligeramente la cabeza hacia un lado, como
en dirección a la mina. Antes de concluir el giro, percibe el rótulo de un
letrero al borde de un pequeño camino. Está en el suelo, caído. El letrero
apunta hacia abajo, a la tierra. En el rótulo, una palabra: "Vladivostok".
El joven contempla el tren avanzando despacio y el mar a lo lejos.
Vuelve a observar el rótulo y al instante da un salto, cae rodando por el
terraplén, se incorpora y mira hacia arriba, al cerro iluminado por el sol de
septiembre, y echa a andar a paso rápido, casi corriendo, en dirección a la
cara sur de la mina.
.. In my end is my beginning.
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