Alèssi Dell`Umbria. El bandido moralista, por Óscar Brox

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R.I.P. Jacques Mesrine, de Alèssi Dell’Umbria (Pepitas de calabaza) traducción de
Federico Corriente| por Óscar Brox
Así calificaba una crónica de El País del 3 de noviembre de 1979, un día después
del asesinato de Mesrine, al hombre que había llevado al Gobierno francés a crear
un dispositivo policial especial para darle caza. Eran, por otro lado, tiempos
revueltos. Giscard d’Estaigne, Presidente de la República, trataba de capear el
escándalo provocado por unos diamantes que había aceptado como regalo personal del
dictador caníbal de República Centroafricana Jean-Bédel Bokassa. Y apenas unas
semanas antes, Robert Boudil, Ministro de trabajo, se había suicidado acosado por
los rumores de corrupción en un negocio inmobiliario. Tener la cabeza de uno de
los delincuentes más perseguidos de Francia era, más que un trofeo, un bálsamo
para aplacar la tempestad política que sacudía al país.
R.I.P. Jacques Mesrine, el texto breve de Alèssi Dell’Umbria que publica la
editorial Pepitas de calabaza, arranca justo en el instante de muerte, en la
escenificación de la emboscada a Mesrine en la zona de Clignancourt. Tráfico
denso, coches apelotonados y un BMW que destaca entre la multitud. Como en un
teatro, la lona del camión que tiene frente a él se alza y un pelotón de policías
comienza a disparar, sin previo aviso, contra el coche que conduce Mesrine. Ese
gesto, una acción que podría calificarse como terrorismo de estado (los policías
utilizaron balas prohibidas por la Convención de La Haya), sirve a Dell’Umbria
para trazar un alegato en favor del ladrón y el delincuente, a la par que una
denuncia sobre la opacidad y la forma en que la Ley tritura el sistema de derecho
cuando aquel no le es conveniente.
De Mesrine, señala Dell’Umbria, se han dicho muchas tonterías, ni siquiera el
biopic que filmó hace unos años Jean-François Richet se acercó a verdadera
entidad. Hay, todavía, una obsesión por retratar al crápula, al genio de las fugas
y al enemigo público; en cambio, poco se dice de su cruzada contra el trato
inhumano que se administraba en los Módulos de Alta Seguridad de las cárceles,
ataúdes de hormigón que encerraban una lenta agonía hasta la muerte, o de la
hipocresía con la que se juzgaba, desde esferas políticas poderosamente amorales,
la moralidad de su vida delictiva. Así, con ánimo de rebelión, R.I.P. Jacques
Mesrine se vale de la visceral personalidad de su protagonista para poner en la
picota un estado de cosas que se extiende más allá de la figura de aquel criminal,
que se ramifica en la violencia en los banlieus, en las revueltas sociales
colectivas que reivindican unos derechos usurpados por el capital o en las causas
contra los mecanismos legislativos que colocan una mordaza sobre la expresión y la
iniciativa popular.
Sin caer en la admiración babosa ni en el retrato hagiográfico, Alèssi Dell’Umbria
hace de la vida breve de Mesrine un ejemplo de integridad (y coherencia, a su
manera) ética que contrasta con la actitud decepcionante del Estado y su fracaso
cada vez más latente, incapaz de mantener sus promesas ante los ciudadanos. Más
que un Robin Hood histriónico, Mesrine es un bandido moralista que, sin abandonar
los márgenes de la criminalidad, detecta las fallas de un sistema sobrecalentado,
tal y como evidencian nuestros actuales gobiernos centristas, liberales y
conservadores. Una figura, contagiada de la misma teatralización con la que se
orquestó su asesinato, que actúa como símbolo de esa revuelta permanente que la
Historia reciente no ha dejado de reflejar a través de nombres como Sacco y
Vanzetti, Bonnot o Sabaté, en la que se elige la violencia porque, en fin, se ha
eliminado a conciencia cualquier otra opción.
Sylvia Jeanjaquot, la compañera en aquellos últimos años de Mesrine, fue víctima
desde el asiento del copiloto de la acción especial aprobada por el Gobierno de
Giscard. Aunque no recibió los dieciocho balazos de Jacques, perdió un ojo y uno
de sus brazos quedó inutilizado de por vida. Tuvo suerte, en un combate entre
cincuenta policías y dos personas era difícil sobrevivir. Sin embargo,
Dell’Umbria, como si se adoptase el papel de abogado de la causa, tiene
suficientes pruebas como para terminar con el caso. Allí donde los diarios
describen la muerte de un criminal, el autor enuncia la muerte de un estado de
derecho. O cómo, a diferencia de quienes lo perseguían, Mesrine dejó para la
posteridad una idea fundamental: que se podía regir la vida de acuerdo a una
cierta ética sin pretender dar lecciones de moralidad. Y eso, al fin y al cabo, es
lo que la mayoría de movimientos cívicos ponen de manifiesto cada vez que
reaccionan frente a las desigualdades que promueven los gobiernos. Dell’Umbria, un
ciudadano preocupado, nos ofrece en esta balada de Jaques Mesrine los argumentos
para descubrir que el tema, desgraciadamente, viene de lejos y sigue sin tener
solución.
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