Ciudadanía y calidad de la democracia

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Ciudadanía y calidad de la democracia
Secundino González
El resurgimiento del concepto de ciudadanía y de todos los valores normativos
asociados a él se vincula con la crisis de los autoritarismos y el dilema de las
democracias a solas consigo mismas, expuestas a sus debilidades y deficits, ahora
mas visibles sin el referente negativo del autoritarismo, que cumplía un papel de
justificación de las carencias de los regímenes democráticos. El artículo se
pregunta sobre la posibilidad de usar las mediciones sobre la calidad de la
democracia como referente para el análisis del grado de ciudadanía alcanzado en
las democracias realmente existentes. Asimismo, hace notar que tanto en los
análisis de la ciudadanía como en los indicadores existentes sobre calidad de la
democracia, se pone el acento en la responsabilidad de los regímenes y de las elites
y se soslayan las responsabilidades que deben asumir los ciudadanos en cuanto que
tales.
Palabras clave: ciudadanía, estado del bienestar, democracia, indices de calidad de
la democracia
En las páginas que siguen se señalan las causas posibles del renacer del concepto de
ciudadanía, y se exploran algunas posibilidades de cuantificación, usando indicadores
existentes y señalando algunas carencias. Dicho renacimiento puede ser ilustrado con
tres ejemplos de diferente calado y consecuencias: la lucha por el empoderamiento de
las mujeres – o por la desaparición del empíricamente contrastable déficit de la
ciudadanía femenina en términos de, por ejemplo, salarios, poder e influencia - el
debate sobre la democracia en América Latina, articulado en torno al informe
elaborado por el PNUD y la incorporación en varios países de la Educación para la
Ciudadanía como materia curricular en diferentes niveles de las enseñanzas primaria y
secundaria
Si la ciudadanía es, simplemente “una forma de identidad sociopolítica” (Heater,
2007:11) podemos rastrear su origen – y así lo hace el autor recién citado – hasta el sur
de la península del Peloponeso, alrededor del año 700 a.C. cuando un sector de los
habitantes de Esparta obtenían, no sin todo tipo de privaciones que asociamos a la
idea de espartano, un estatus similar de derechos y obligaciones. En su acepción más
moderna, y tras un largo paréntesis desde los escritos de Juan Jacobo Rousseau el
concepto de ciudadanía irrumpió con enorme fuerza en las ciencias sociales a raíz,
como es sabido, de las conferencias impartidas por Thomas H. Marshall en 1949 y
publicadas poco después con el título Ciudadanía y clase social. Hay dos elementos
centrales en lo expuesto por Marshall. Uno, en el que no vamos a detenernos, es el de
que la ciudadanía es compatible con la desigualdad social: “existe una desigualdad
humana básica asociada al concepto de la pertenencia plena a una comunidad –yo
diría, a la ciudadanía – que no entra en contradicción con las desigualdades que
distinguen los niveles económicos de la sociedad”1
El segundo aspecto relevante de la aportación de Marshall, del que se tratará aquí, es
la concepción integral de una ciudadanía que debe articularse en tres ámbitos. En el
primero, el civil, se adquieren los derechos a la autonomía personal, a la propiedad y el
acceso a la justicia; en el ámbito político, se obtiene la capacidad para el ejercicio de la
participación política; finalmente, en el social, se disponen de los mínimos materiales
para una vida digna, el derecho al trabajo y la protección en circunstancias de riesgo o
penuria. Siguiendo la experiencia inglesa, Marshall subrayó el acceso secuencial a los
tres ámbitos: primero se adquirirían los derechos civiles, mas adelante los políticos y
por último y como consecuencia de los dos anteriores, los sociales.
El modelo secuencial propuesto por Marshall ha suscitado algunas críticas por su
fundamento histórico, basado en exclusiva en la experiencia británica. Piénsese, por
ejemplo, en el caso mexicano, donde la temprana constitucionalización de los
derechos sociales en la Constitución de 1917 fue un anticipo de lo que ocurriría en los
años posteriores: primero los derechos sociales y, mucho más tarde, los plenos
derechos políticos. Por cierto, tal secuencia fue muy común en los regímenes
autoritarios – y sigue siéndolo allí donde subsisten - necesitados de una forma de
legitimidad que no podía proceder, por su propia naturaleza, del disfrute sin
restricciones de los derechos políticos.
Pero más allá de las reticencias a la secuencia propuesta por Marshall, lo interesante
es que planteó que la plenitud de la ciudadanía solo se alcanza cuando los tres ámbitos
– el civil, el político y el social – se formalizan en normas y se convierten en derechos
ejercidos en la realidad. Y no es casual que en las fechas en las que Marshall
pronunciara sus conferencias se estuvieran creando los fundamentos del Estado del
Bienestar, típico de los estados europeo occidentales de la segunda posguerra
1
Es más, señala, junto a Tom Bottomore, que la propia ciudadanía se había convertido en ciertos
aspectos en el arquitecto de una desigualdad social legitimada” (Marshall y Bottomore, 1988: 20 – 22)
mundial2. En realidad, si bien se mira, lo que hizo Marshall fue argumentar en el plano
histórico – social lo que se estaba incorporando a las nuevas constituciones posbélicas:
en el preámbulo de la Constitución francesa de 1946, en la Constitución italiana de
1947 y en la Ley Fundamental de Alemania Federal de 1949.
La recuperación del concepto de ciudadanía es simultánea – es, en realidad, otra forma
de hablar del mismo asunto – a la discusión sobre la calidad de la democracia y ambas
se deben al mismo fenómeno: la expansión de la democracia en el último tercio del
siglo XX. La crisis de los autoritarismos – pese a la persistencia de importantes áreas no
democráticas - ha sido facilitada por la consolidación de la democracia como forma
mayoritariamente deseada para la organización de la vida política. Más allá de la
estéril polémica sobre el fin de la historia – el triunfo de la democracia y el capitalismo
– parece innegable que, al menos a medio plazo, la democracia ha llegado para
quedarse, ha adquirido un valor universal, esto es “que la gente en cualquier lugar
pueda tener una razón para considerarlo valioso” (Zen, 2001: 12)3. Como dice Larry
Diamond (2003: 22) “Hoy la democracia existe en prácticamente todos los tipos de
Estado y está presente de forma significativa en casi todas las regiones del mundo.
Aparece en cada una de las grandes tradiciones religiosas y filosóficas (…) Es mucho
más común en los países desarrollados (…) pero también se da entre aquellos países
que son muy pobres”. Con datos de 2002, Diamond señala que el 62,7% del total de
los países era en ese momento democráticos, frente al 27,3 % que lo era en 1974, justo
al comienzo de lo que, a partir del conocido texto de Samuel Huntington, se ha
acabado llamando la tercera ola democratizadora. Y, por cierto, última ola hasta el
momento ya que la tasa de reversión hacia formas autoritarias ha sido, año tras año,
consistentemente muy baja.
La universalización de la democracia ha generado, de manera aparentemente
paradójica, un intenso debate sobre su calidad. Desaparecido el enemigo autoritario,
elites de diverso tipo, movimientos sociales de diferente articulación y proyecto –
jóvenes que ya se la encontraron hecha, por ejemplo - e incluso ex autoritarios
inconscientemente nostálgicos y aún no acabados de reciclar, formulan ahora de
2
3
Aunque hay autores que remiten la génesis del Estado social a la época del canciller Bischmark.
En los días que esté texto está siendo redactado (octubre de 2007), los ciudadanos de Myanmar/
Birmania se enfrentan a la Junta Militar y Musharraf, en Pakistán, se encuentra con severas dificultades
para su regresión autoritaria.
manera más o menos sistemática críticas a la falta de democracia de las democracias
realmente existentes.4
En los ámbitos académicos – y en los más prosaicos de las agencias gubernamentales –
se ha reflejado, y en ocasiones lo ha precedido, el análisis sobre el estado de las
democracias. El primer paso lo dio Raymond Gastil, cuyo método para medir cuan
democráticas eran las democracias - y cuan autoritarias eran las no democracias –
acabó siendo la base de lo que a partir de 1978 se convertiría en el informe anual de
Freedom House. Dicho informe evalúa el grado de democracia a partir de la
combinación de dos indicadores, los derechos políticos y las libertades civiles, con una
gradación que va de 1 – más libre – a 7 – ausencia de libertad. El informe del Freedom
House ha sido de enorme utilidad pues, entre otras cosas, permite hacer correlaciones
entre el grado de libertad y otros índices (grado de desarrollo humano, religiones
dominantes, etc.). Su carácter periódico ha permitido, además, estudiar tendencias
generales y variaciones específicas país por país. Sin embargo, tiene al menos un
asunto polémico que le es propio y un problema analítico que le es “heredado”. La
cuestión polémica interna deriva de la mayor importancia relativa que se la da a
asuntos como la iniciativa privada o la libertad de empresa frente al respeto de los
derechos humanos. Así, un régimen carente de propiedad privada y / o libertad de
mercado, pero que no aterroriza a la población, puede quedar peor calificado que otro
que, por ejemplo, ejecuta condenas de muerte sin temblarle el pulso o tortura a sus
opositores con todo entusiasmo, pero permite actividades privadas más o menos libres
en el ámbito económico. En otras palabras, es discutible afirmar que China sea menos
autoritaria que Cuba, tal y como se señala en el último informe de Freedom House
(2007)5.
El segundo problema del informe de Freedom House, el heredado, tiene que ver con la
tradición dominante en la ciencia política respecto de la democracia. La opción
mayoritaria hacia una democracia de mínimos, tal y como fuera planteado primero por
Schumpeter y luego y con mayor impacto por Robert Dahl, hace que la medición de la
4
Por cierto, son críticas que tienen una larga tradición en el pensamiento político, al menos en lo que se
refiere a la componente liberal de las democracias (desde Rousseau a Peter Bachrach y su Crítica de la
teoría elitista de la democracia). Desde el lado opuesto, resultan de interés las reflexiones de Fareed
Zakaria (2003) donde argumenta que quizás lo que hace falta es más liberalismo y “menos” democracia,
dados los riesgos que para las libertades individuales han derivado de gobernantes elegidos
democráticamente, como Vladimir Putin o en su momento Alberto Fujimori.
5
La diferencia no es un consuelo para los ciudadanos chinos, ya que si bien Cuba está en la categoría 7,
la de menor libertad, China solo asciende hasta el 6.5.
democracia se oriente fundamentalmente hacia el ámbito del régimen político. ¿Son
las elecciones libres y justas? ¿Están las libertades de expresión y asociación
suficientemente garantizadas? ¿Pueden los ciudadanos votar y ser votados? ¿Se
respeta la libertad de expresión? El objetivo de los informes de Freedom House es,
adaptándolo a lo propuesto por Marshall, la ciudadanía política, por lo tanto, nada que
objetar que sus indicadores se limiten al ámbito de lo político. Sin embargo, insisto, lo
medido no nos dice nada sobre las actitudes, valores y comportamientos de los
ciudadanos: nada nos dice sobre la virtud cívica.
Tales carencias pueden sortearse usando otro indicador, el Informe Mundial de
Valores (Inglegart et al, 2005), que, tras la experiencia del Eurobarómetro, se lanzó a
analizar las pautas culturales y políticas de alrededor de 100 sociedades, usando dos
dimensiones centrales, la secular – religiosa y la materialista – postmaterialista6 y su
impacto en varias ámbitos, entre ellos en el político, donde la combinación de lo
secular con el postmaterialismo se convierten en un sólido cimiento para la
democracia.
Una propuesta que sintetiza y amplía los índices anteriores es la presentada por la
Intelligence Unit de la revista The Economist a principios de 2007, con The Economist
Index of Democracy. Las diferencias con el índice de Freedom House se encuentran en
dos ámbitos. En primer lugar, en la forma de medir, donde la escala de 1 a 7, con
franjas cada 0.5 puntos, es sustituida por la medición de 1 a 10, incluyendo decimales,
y donde el incremento de la numeración refleja por tanto linealmente un incremento
de la calidad de la democracia, lo que permite una indexación más afinada. Así, en el
caso de Freedom House, Estados Unidos, sin matices, queda puntuado, junto a 49
países más y sin distingos entre todos ellos, con un 1, mientras que la evaluación de
The Economist, Estados Unidos, con una – relativamente – baja calificación en
derechos civiles (8.53 / 10, justo como México), queda situado en el puesto 17, por
detrás, entre otros países, de Malta y España. Volviendo al anterior ejemplo sobre
Cuba y China, en el caso del índice propuesto por The Economist la isla queda situada
en el puesto 124, dentro de la categoría “autoritaria”, en la que también se sitúa
China, aunque aún más retrasada, en la posición 1387.
6
Esta última dimensión se refiere a la primacía que se da a la supervivencia material (orden, seguridad,
empleo…) frente a la “autoexpresión”, típica de sociedades que han alcanzado un elevado nivel de
desarrollo y cuyos miembros se preocupan por bienes “inmateriales” : la ecología, la autoestima, el
respeto y el énfasis en las diferencias, etc. (Inglehart, 2007)
7
Cuba mejora respecto de China en pluralismo (3.52 contra 2.97) y en participación política (3.89 frente
a 2.78). Recuérdese que se trata de una escala de 1 a 10.
Esta distinta evaluación de los sistemas políticos cubano y chino entre Freedom House
y The Economist deriva de la segunda diferencia, que es una diferencia sustantiva: qué
es lo que se mide. En lugar de limitarse a indicadores relativos al régimen político, el
índice del The Economist extiende su mirada al ámbito de la sociedad, a los valores
cívicos, a los ciudadanos. Mantiene los indicadores comunes (elecciones libres y justas,
respeto por las libertades civiles…) aunque con algún cambio, pero incorpora, para
evaluar el grado o la calidad de una democracia otros nuevos: cultura política y
participación, a su vez desagregados en variables más específicas y mensurables: voto,
pertenencia a partidos o sindicatos, actitud hacia la democracia, lectura de periódicos,
interés hacia la política, etc.8
El índice de The Economist nos permite, pues, conocer y medir mejor la calidad de una
democracia, porque evalúa tanto el respeto del régimen político hacia las normas y
prácticas que asociamos con la poliarquía, como la actitud de los ciudadanos hacia el
sistema político. Si combinamos este índice con el de desarrollo humano, propuesto
por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, dispondremos, volviendo a
Marshall, de un buen mapa del estado de la ciudadanía en los ámbitos civil, político y
social9.
Hay, sin embargo, algunas carencias. Una de ellas es puramente técnica, y de solución
relativamente fácil. Algunos aspectos de la ciudadanía civil están insuficientemente
estudiados. En concreto, la relación entre los ciudadanos y el sistema de justicia.
Olvidado dicho sistema hasta hace poco por parte de los estudiosos – más allá de los
enfoques puramente jurídicos – estamos empezando a saber, gracias al análisis
sistemático de los procesos judiciales y de las sentencias, en qué medida el acceso a la
justicia y, solo en aparente redundancia, a una justicia justa, están garantizado para
todos los ciudadanos: un déficit especialmente notable en América Latina (Pásara,
2004). La segunda es algo más compleja, ya que parte de una debilidad en el enfoque
de la ciudadanía: y es la concepción de esta como un conjunto de derechos sin la
8
No se trata aquí de detallar todos los criterios utilizados por el informe, por lo demás, accesible en The
Economist (2007: 9 – 11) sino destacar las innovaciones propuestas con el índice de Freedom House.
9
Y por cierto, de los 20 países con más democracia, 17 de también están entre los 20 con más desarrollo
humano. Francia, Italia y el Reino Unido tienen más desarrollo que democracia, mientras que Malta,
Alemania y la República Checa tienen más democracia que desarrollo. México, curiosamente, ocupa la
misma posición en los dos índices: la 53, que corresponde, respectivamente a “democracia con
problemas” y “desarrollo medio”.
contrapartida de las obligaciones. Así de pronto ¿no deberíamos incluir en cualquier
análisis de la calidad de la democracia y de la construcción de la ciudadanía un índice
sobre, por ejemplo, la evasión fiscal? ¿Y la corrupción socialmente consentida y/o
compartida? ¿Y el respeto ciudadano a las normas? ¿Y el cuidado de los bienes
públicos?
No deja de ser notable que el rescate y adaptación a la modernidad del viejo concepto
peloponesíaco de ciudadanía haya perdido por el camino – con pocas excepciones – su
componente de responsabilidad ante la polis. Platón decía que “son ciudadanos
ejemplares aquellos que (…) respetan las leyes y ejercitan el autocontrol, cualidades
estas que se inculcan en las escuelas públicas”. Aristóteles, en una definición de
enorme vigencia, argumentaba por su parte que “ciudadano, en general, es el que
puede mandar y dejarse mandar, y es en cada régimen distinto; pero el mejor de todos
es el que puede y decide mandar y dejarse mandar (…) acorde con la virtud”10.
Las propuestas para medir la ciudadanía – o la calidad de la democracia - revelan,
pues, bastantes aciertos y avances, pero también algunas carencias. En general, con la
excepción parcial del índice de The Economist, se orientan más al régimen que a la
comunidad. En el conjunto de baremos usados para medir los déficits de ciudadanía la
carga de la prueba recae en las instituciones, las elites y las normas políticas o, dicho
de otro modo, en los derechos del ciudadano: pero plantear la ciudadanía desde el
acento en los derechos, si bien es gratificante para las audiencias, es notablemente
insuficiente para dotar de vigor al corpus cívico. Una reivindicación de la ciudadanía
que no asuma responsablemente los deberes y obligaciones para con el conjunto
social y político limitará notablemente su desarrollo. Para un observador apasionado
de la vida política mexicana, como es el caso de quien esto firma, el desafío para el
incremento de la calidad de la democracia mexicana y para el paulatino incremento de
la condición de ciudadano pasa claramente por la asunción del concepto de
responsabilidad social – y, desde luego, y mucho más, por su traducción en
comportamiento público – por parte de las elites de todos los ámbitos. Pero no solo
depende de ellas. Si los ciudadanos demandan, pero no aportan, corremos el riesgo de
una democracia trunca.
10
Citados ambos en Heater (2007: 35 y 40)
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