Rituales de resistencia, o disminución de las expectativas después

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Rethinking Histories of Resistance in Brazil and Mexico Project First project seminar, Salvador, Bahia, Brazil March 27­30, 2007 Rituales de resistencia, o disminución de las expectativas después del socialismo Matthew Gutmann Department of Anthropology Brown University Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social – Unidad Istmo (Oaxaca) Preliminary Working Draft: Not to be cited without express written permission of the individual author
Gutmann ­ Resistencia 2 Los intelectuales, temidos y mimados por los poderosos, con frecuencia perseguidos, consumidos por querellas y envidias, están siendo desalojados de la historia por las mismas fuerzas que ellos contribuyeron a alumbrar: la democracia, la tecnología, el mercado y la utopía socialista. Roger Bartra LA FASCINACIÓN DE LA RESISTENCIA “¿Por supuesto que empezaste a tomar a los seis años?”, dije bromeando a Gabriel mientras estábamos sentados bajo el cálido sol de junio sobre un muro en la cima del extinto volcán de Xitle, en las montañas que rodean el sur de la ciudad de México. “No, desde antes yo creo. ¿Sabes por qué empecé desde antes? Porque tal vez tengo alguna herencia de mi padre. Tal vez comencé cuando me concibieron. Ahí comencé a tomar. Puede ser. Puede ser alguna herencia”. “¿Los genes?” “Puede ser. Tal vez sea un escape y lo más seguro es que sí. A veces siento que no encajo en la manera de pensar dentro de mi familia y dentro de la sociedad. Tal vez no tenga las canalizaciones donde yo pueda sentirme un poco más realizado. A veces he llegado a decir que solamente borracho o dormido se me olvida lo jodido. Porque todas las experiencias que tengo a veces no tengo a quién decírselo. Mis inquietudes, mis traumas, mis complejos. Porque dentro de mi familia siento... dentro de mi matrimonio no se me entiende”. “¿Y tus amigos? ¿No puedes hablar con ellos?” “A veces chocamos. Me gusta platicar de todo, y con ellos no puedo. Hay algunas cuestiones, como dentro de la religión, o que les haga ver algún error que tengan ellos. Y yo pienso que estoy bien porque si no fueran mis amigos no les diría sus errores. Me valdría madre. A veces ahí es donde chocamos”. La sed de Gabriel de conocimientos, sabiduría y entusiastas debates sobre cuestiones filosóficas y políticas, es en gran medida intelectual. Ha participado en algunas marchas en apoyo de los zapatistas de Chiapas y continúa manifestando su oposición al voto como un instrumento para un cambio fundamental en la sociedad mexicana. Pero, primordialmente, en los diez años en que lo he conocido, Gabriel habla. Habla con franqueza, de manera sarcástica y a veces con vehemencia, sobre acontecimientos actuales, música, las protestas de los indígenas, el agnosticismo, la política estudiantil, los tacos de víbora, los nombres de los hijos y un sueño al que hace mucho ha renunciado: mudarse a Zihuatanejo, en la costa del Pacífico. Habla con amigos, familiares, conocidos y, básicamente, con cualquiera a quien pueda detener al pasar por la calle Huehuetzin durante los turnos de 12 a 14 horas en los que Gabriel trabaja seis días por semana. Allí, desde las ocho de la mañana, durante todo el día y a menudo hasta casi la
Gutmann ­ Resistencia 3 medianoche con linternas, una lámpara y hasta encendedores, Gabriel repara todo tipo de automóviles, camionetas y camiones en la calle y en la acera frente al cuchitril que le sirve de taller y donde guarda sus herramientas. En 1998, se había separado de su esposa y, desde ese momento, Gabi veía a sus hijos sólo los domingos. Después de la separación, había comenzado a vivir con su achacosa madre en una casita, no lejos de la calle Huehuetzin. Mi investigación se ha limitado primordialmente a la parte sur de la ciudad de México en la colonia popular de Santo Domingo, un área populada por colonos “paracaidistas” desde Septiembre de 1971. Hoy, hay más de cien mil personas viviendo en colonia Santo Domingo, y sólo una fracción de ellas pueden conseguir trabajo en la colonia. Desde la invasión de terrenos en 1971, los colonos han construido las calles, han traído electricidad y canales de agua, y, más recientemente, han ayudado a colocar la tubería para el desagüe. En muchos respectos, Santo Domingo es una colonia típica en la capital mexicana, ya que está poblada mayormente por hombres y mujeres viviendo cercanamente, compartiendo y peleandose por todo lo que tienen. Sin embargo, en otros aspectos Santo Domingo es un barrio no tan común, por su historia particular, especialmente la historia de las mujeres como organizadoras y lideres en la construcción física y moral del área. Un tema recurrente en mis conversaciones con Gabi a lo largo de los años se ha relacionado con la cuestión de la trascendencia: la trascendencia de los padres y cómo los hijos heredan ciertos rasgos de ellos; la trascendencia de los acontecimientos y movimientos políticos en cuanto a producir un cambio en la sociedad, en especial si ese cambio pudiera relacionarse con la desigualdad entre los ricos y los pobres, los indios y los mestizos; la trascendencia de lo que dicen las personas en relación con lo que piensan y lo que hacen; y, tal vez en la escala más grandiosa posible, la efímera trascendencia de los seres humanos en un universo cósmico. Este último tema nos había llevado esa cálida mañana de primavera a una conversación acerca de la serie televisiva Cosmos. “Yo veo a Carl Sagan en los documentales. Me parece muy bueno. Esta persona es muy inteligente. Pues, no he estudiado, lo he aprendido. La gente [trabajadora] no tiene acceso a aprender lo que ellos... no hay información. Es un núcleo muy pequeño... para la gente que trabaje y que a veces no tiene tiempo o está cansada es más fácil tener un documental y verlo. Es más práctico y se da uno cuenta de muchas cosas. Y la universidad [la UNAM], pienso que había de proponerse hacer algo parecido para la gente”. “Sé que existe un libro, pero no he tenido la oportunidad de ver el libro. Sé que existe un libro, pero no lo he buscado tampoco. Está traducido al español y la verdad me parece que tiene cosas bien interesantes. Me ha ayudado a comprenderme más. Cuando tu comprendes lo que somos, pues, aprendes todo”. “Desgraciadamente a la gente no le llama la atención, al menos a los jóvenes no les llama la atención. ¿Por qué? La verdad hay mucha recepción. He leído algunos libros de astronomía que han caído a mis manos. Los he leído y todo lo que ha dicho Sagan lo he leído en algunos otros libros. Inclusive los he encontrado desempacados en libros viejos que venden por ahí, 1 y como están más baratos, los compro. A veces me los encuentro tirados. He encontrado libros muy buenos tirados a la basura y, pues, la verdad un libro es un tesoro”.
Gutmann ­ Resistencia 4 Gabriel se refería a conocidos empleados en la UNAM que habían discutido con él sobre Sagan. Le dijeron a Gabi que en la Universidad ya habían aprendido todo lo que decía Sagan en su programa, que realmente éste no tenía nada nuevo que ofrecer. 2 Gabriel continuó: “Entonces de Sagan sé y de la universidad no. La universidad te da cursos, pero no trata de acomodarlos a la necesidad de la gente. Los da a la una del día o a las dos de la tarde y pues un trabajador no puede asistir. Entonces estaba debatiendo con unas personas y les dije: ‘¿Sabes cuál es su mérito? Para mí el mérito de Sagan es que está dando información, se está aprendiendo de él. Ése es el mérito y por eso lo defiendo’. ¿De qué sirve que tengamos una universidad si no está al alcance? Y es la verdad, necesitas tener mucho, mucho tiempo para que aprendas bastante porque, sí, hay muchas cosas que ver. Pero no están adecuadas al tiempo, a los horarios de los trabajadores”. “Tengo los casetes”, me dijo Gabriel refiriéndose a Cosmos. “Los mandé a grabar. No se ve muy bien, pero sí se distingue. Es muy interesante porque en un momento dado te hace sentirte piojo, y a la vez me hace sentir importante porque me estoy dando cuenta de lo que es. Me estoy dando cuenta de que estoy aprendiendo cosas que nunca en mi vida pensé que iba a conocer o a entender la naturaleza de la vida. Y pienso que aunque sea nada más un trámite, he aprendido bastante. Quisiéramos tener esa capacidad; yo quisiera tener esa capacidad?” 3 En Santo Domingo, como en otros lugares del mundo en el siglo XXI, las teorías populares de la herencia genética se han convertido en una especie de cosmología popular y han infundido en quienes las conocen la capacidad de explicar los enigmas más profundos y desconcertantes acerca de la existencia humana y el infinito cósmico. Por ejemplo, Gabriel analiza su afición por el alcohol en términos de rasgos heredados, como una forma de vincular su proclividad con raíces biológicas, tratando de obtener cierto sentimiento de absolución de sus pecados. Si bien sus comentarios a menudo son espontáneos, casi en broma, Gabi no es el único que atribuye la proclividad a beber a los genes (véase Gutmann 1999). De este modo, problemas como el alcoholismo pueden ser caracterizados por quienes sufren ese mal como algo que está más allá de los remedios racionales; si es causado por “fuerzas interiores” que sólo pueden ser controladas mediante mutaciones de la evolución, entonces, ¿qué puede hacer un pobre bebedor problemático más que aceptar con ecuanimidad su sino biológicamente determinado? Al mismo tiempo, Gabriel analiza su búsqueda de conocimiento y su enojo con quienes rebajan ese aprendizaje como algo insustancial e insinúan que Gabriel está menos bien informado. ¿Cuál es el conocimiento correcto? ¿Cuándo ha logrado alguien comprender de manera real y consciente un aspecto o un tema y cómo se miden estas cosas? Lejos de estar confinadas a torres académicas enclaustradas y epistemiológicas, estas cuestiones constituyen el tema de las discusiones callejeras cotidianas, al menos si Gabriel tiene algo que decir acerca del curso de una conversación. De hecho, mientras hablaba con mi amigo Roberto, que estaba reparando el radiador de un destartalado y viejo Chevy, recordé la fascinación de Gabriel con Cosmos. Como me había ido de la colonia por varios meses, Roberto cortésmente preguntó por mi familia. Le dije que Michelle y las niñas estaban visitando a mis parientes políticos en Carolina del Norte. Sin apartar
Gutmann ­ Resistencia 5 la vista del soplete que estaba usando, Roberto asintió: “Eso está un poco más arriba de Florida, ¿no?” Manifesté mi sorpresa porque él supiera tanto acerca de la geografía de los Estados Unidos. Dijo que eso venía de ayudar a sus hijos en sus tareas escolares. Roberto no había tenido mucho tiempo para estudiar cuando niño, pero conservaba un vivo interés por aprender a la par de sus hijos. Expresó una auténtica frustración por tener que confiar en los llamados expertos para su conocimiento del mundo. Aun así, como Gabriel, su conocimiento era una cuestión de mejoramiento personal individual y tenía muy poca relación con aspectos más generales del cambio social. Al mismo tiempo, a pesar del hecho de que personas como Roberto rara vez se refieren a aspectos más generales del cambio social, que subyacen en muchas conversaciones con él y con otros, e incluso más al hablar con Gabriel, me ha sorprendido la frecuencia con que mis amigos se encuentran abordando la relación entre su conocimiento de los acontecimientos y su actividad para tratar de encauzar los sucesos. Otros podrían llamar a esta conexión un asunto de conciencia y de práctica. Y, en verdad, las cuestiones de conciencia y de práctica han sido esenciales para estudios recientes cuyo tema es “la resistencia”. En el otoño de 1990, en el primer semestre de mis estudios de posgrado, escribí un trabajo para el seminario de Aihwa Ong sobre la resistencia, cuya versión revisada fue publicada más tarde en Latin American Perspectives (véase Gutmann 1993). El tono del trabajo reflejó el hecho de que acababa de salir de 15 años de activismo político, principalmente en zonas proletarias de Chicago y Houston, y estaba muy desilusionado al descubrir la creciente influencia de teorías muy limitadas de la resistencia secreta. Yo estaba especialmente preocupado por dos aspectos: (1) que los movimientos abiertamente radicales (tanto contemporáneos como históricos) en forma despreocupada habían sido relegados a la categoría de esfuerzos “suicidas” y (2) que se supusiera necesariamente que los pobres, porque eran pobres, comprendían su situación y las soluciones (o la falta de éstas) para sus problemas mucho más de lo que yo consideraba justificado. El tono del trabajo pretendía ser de alarma —y sigo sosteniendo los puntos básicos que expresé allí— si bien reconozco que su eficacia era disminuida por la acrimonia del matiz polémico al presentar esas ideas. El capítulo actual tiene el propósito de ampliar, mejorar y reafirmar mis anteriores argumentos y conclusiones. 4 En México, en los años ochenta y noventa, muchos intelectuales de izquierda estudiaron y apoyaron los movimientos urbanos populares. En lugar de confiar en que el gobierno cambiara las vidas de los dos tercios empobrecidos de la población mexicana, los hombres y las mujeres desvalidos de las zonas urbanas y rurales habían tomado el asunto en sus manos, habían forjado sus propias organizaciones, generado sus propios líderes y establecido movimientos sociales de amplia base fundados en los principios de la autosuficiencia y el autogobierno. 5 Al mismo tiempo en los Estados Unidos, cuando muchos intelectuales con tendencias de izquierda lamían sus heridas después de los movimientos antibélicos y en pro de los derechos humanos en ese país y del posterior colapso del imperio soviético, 6 surgieron teorías de la resistencia que parecían ofrecer una panacea para quienes ya no podían creer en teorías de gran cabida, mucho menos en un cambio social titánico, una vez llamado socialismo. Como algunos de los análisis de los nuevos movimientos sociales, la teoría de la resistencia representó otra corriente teórica, a menudo más basada en la identidad que en las categorías de clase. En una era
Gutmann ­ Resistencia 6 y clima de “reaganismo”, conservadurismo político fortalecido y una disminución fetichista de las expectativas de transformaciones sociales sustanciales en los Estados Unidos, las teorías acerca de formas cotidianas de resistencia se volvieron muy populares en las publicaciones académicas de los años ochenta. A medida que se aproximaba el nuevo siglo, la teoría de la resistencia (véanse, por ejemplo, Scott 1985; 1990) había comenzado a atraer la atención también en América Latina (véase, por ejemplo, Coronado Malagón 2000). Sin duda, la teoría de la resistencia ha seducido a los desencantados postsocialistas convertidos en parte porque concuerda con el deseo de muchos intelectuales de mantener su apoyo a los desvalidos sociales y con su esperanza de que en última instancia se producirá un cambio y se concretará una mayor igualdad social. No obstante, como vimos en el capítulo 2 con respecto a las teorías y enfoques acerca de la capacidad de actuar, gran parte de la fascinación de la resistencia es de índole romántica (véanse Abu­Lughod 1990; Kearney 1996). Al desarrollar su análisis de las cualidades quijotescas de la teoría de la resistencia, Harry Sanabria señala que “concentramos más nuestros esfuerzos en la resistencia ineficaz e infructuosa con el fin de comprender mejor los contextos en que se puede lograr la resistencia fructífera” (2000, p. 57). En otras palabras, como en el caso de las teorías acerca de la capacidad de actuar, también con la teoría de la resistencia debemos explicar tanto los éxitos como los fracasos, el activismo y la pasividad, si se quiere que estos conceptos sean realmente útiles para comprender los avatares del cambio social. Por diversas razones, incluidas las periódicas crisis económicas y las frustraciones con la política electoral, para muchos en México en los años noventa el cambio progresivo parecía ser menos realizable que en los ochenta, aun cuando las desigualdades de todo tipo aparentemente sólo se multiplicaban. Muchos académicos en México, como en otras partes, comenzaron a conceptualizar de nueva cuenta la cuestión de las clases proletarias y su capacidad de modificar sus mundos políticos. Desde el punto de vista conceptual, las teorías de la resistencia complementaron documentos recién traducidos, últimamente generados por la teoría postestructuralista francesa, que atribuían el poder (y la culpa) a todos en todas partes, y no sólo a los grupos dominantes. En consecuencia, los académicos que usaban las teorías de la resistencia podían continuar concentrando su atención en los pobres y oprimidos y simultáneamente reorientar sus energías hacia microencuentros de desigualdad, conflicto y subterfugio, en el contexto de las muy disminuidas expectativas para los hombres y las mujeres desprovistos de riquezas materiales e intelectuales. Es muy fácil apoyar las reivindicaciones personales de Gabriel y Roberto de su derecho al conocimiento. Y podemos y debemos admirar el rechazo de Gabi a inclinarse ante el esnobismo de quienes argumentan que Sagan simplificaba excesivamente su programa para las masas. Si esa determinación y sed de conocimientos no son simplemente algo bueno en sí mismas, entonces, cuando hombres como Gabriel y Roberto aprendan más y tomen más conciencia, esto puede tener repercusiones más generales para la vida política. Seguramente que ellos pueden aprender sin buscar la autorización de salvadores condescendientes. Pero, si esta especie de conciencia de sí mismos va más allá de la valorización romántica de los pobres y su capacidad de liberarse de los retratos poco favorecedores de sí mismos, ese conocimiento debe ser en cierto sentido compulsado con la ignorancia y la complicidad. O, como ha señalado Paul Willis al describir un ejemplo clásico de la incapacidad de los desposeídos de usar la educación como
Gutmann ­ Resistencia 7 instrumento de movilidad social: “La destrucción de los mitos e ilusiones oficiales y una sagaz evaluación del mundo no interrumpen la incorporación en ese mundo” (1979, p. 178). Esto es ejemplificado también en la encantadora invocación de Michael Kearney (1996) de “la política del jiu­jitsu”, en la cual los esfuerzos de un combatiente son usados por su adversario para derribarlo. En otras palabras, sin importar cuán reacios puedan ser los teóricos del cambio a atribuir a los desposeídos alguna responsabilidad por su miseria, cooptación y duplicidad, todo lo que se requiere es que admitan que el conocimiento que éstos puedan adquirir equivale a su conciencia de sí mismos. Si las “capacidades” cósmicas en los pobres son ensalzadas en la teoría de la resistencia porque muestran que el pobre de algún modo es capaz “en forma natural” de comprender mucho más que los intelectuales de izquierda (“Uno no espera que Das Kapital provenga de las cantinas de la clase obrera, si bien se podría obtener algo bastante aproximado a la teoría laboral del valor”, dice James Scott [1985, p. 330]), se nos ofrecen con menos frecuencia descripciones, y mucho menos explicaciones, de lo que la resistencia puede haber conseguido en todo el milenio más allá de los logros de “sentirse bien” de la política de la supervivencia. Al argumentar a favor de una integración de la cultura y la economía política en los estudios poscolonialistas, Fernando Coronil señala que debemos evitar “interpretaciones esencialistas que celebren como resistencia cualquier forma de respuesta y adaptación de los subalternos” (1998, p. xii). Son precisamente las capacidades “esenciales” de los pobres las que nos ocupan aquí. Si bien los teóricos de la resistencia parecen ensalzar a los pobres y desposeídos y destacar la trascendencia de las clases, de la conciencia espontánea que surge de la propia posición en una clase y la obviedad de la explotación para el explotado, han establecido una dicotomía entre el mundo oculto y el ostensible, lo consciente y lo inconsciente, lo público y lo privado, la resistencia y la adaptación. A pesar de que el economismo mecanicista sostiene lo contrario, la posición de la clase y el ser social no son las mismas unidades de análisis. [Para los lectores de la versión en español pido disculpas porque no tuve tiempo para traducir los siguientes párafos del inglés… As is well known, James Scott (1985, 1990) counsels that we should learn to better appreciate covert and unorganized forms of resistance. This part of his argument is the one usually and positively utilized by scholars of Mexico, Brazil, and throughout the world. The other half of his thinking, however, needs to be addressed as well: that covert and unorganized forms of resistance have become the only viable ones for the exploited and oppressed in the world today, and therefore the most reasonable focus of scholarly attention. It could be thought that Scott does not discount overt resistance but merely calls attention to the fact that covert resistance is more frequent and effective. In fact he does frequently and explicitly oppose the two forms. Despite disclaimers, he pits gradual, incremental, and all but hidden change against self­consciously directed and radical change: “Petty acts of resistance . . . [have] thus changed or narrowed the policy options of the state. It is in this fashion, and not through revolts, let alone legal political pressure, that the peasantry has classically made its political presence felt” (1985:35­36, emphasis added). Scott says that “persistent practice of everyday forms of resistance underwritten by a subculture of complicity can achieve many, if not all, of the results aimed at by social movements” (1987:422).
Gutmann ­ Resistencia 8 It is perhaps no accident that Scott’s star rose precisely in a period of retrenches conservativism in the United States (the Reagan years of the 1980s). This was a time when the permanence of certain capitalist social orders seemed more realistic than it did in the 1960s, which was a period Scott has dismissed as inspiring inappropriate romanticism for national liberation movements and the like from Eric Wolf and others. Preferring “pragmatic adaptation to the realities” of their lives (1985:246), Scott cautions that peasants, for example, must recognize that these realities set “limits that only the foolhardy would transgress” (1985:247). Overt resistance (much less rebellion) thus remains reckless and unwarranted in today’s conditions. This is an economistic line of reasoning, whereby ones social position determines one’s understanding and pragmatic resignation. In redressing perceived past ills, Scott swings too far in the other direction, making hidden forms not simply the most common but the totality of political life under “conditions of tyranny and persecution in which most historical subjects live” (Scott 1990:201). The only valid approach in Latin America today, however, with ongoing and new social struggles (open and hidden) is to examine and not discount all forms of resistance and rebellion. Rather than write off organized forms of popular struggle as passé and romantic, we shoud pay more and particular attention today to all the diverse forms being employed every day by millions of people in the region who are still living largely under conditions of tyranny and persecution. Cuando pretenden que reconocen el peso de las contingencias económicas —algo no muy distinto de la idea de Gabriel acerca de que las personas que trabajan no tienen posibilidad de asistir a clases en la universidad durante el día y en concordancia con el criterio de que la situación económica de la persona es un factor determinante de su ideología y concepción del mundo— los académicos que utilizan un marco económico materialista y mecanicista muestran que no pueden realizar un análisis más a fondo de las clases. Gabriel y yo hemos discutido por años las relaciones entre factores más estrictamente económicos, la conciencia y el cambio social. Estas discusiones han contribuido a llevarme a la conclusión de que el error fundamental en gran parte de la teoría de la resistencia no es que carezca de una explicación de la fantasía utópica entre los oprimidos, sino más bien que muchos de esos conceptos acerca de que la microrresistencia en última instancia conduce a transformaciones monumentales, son idealistas de manera parcial. Indignados por las pasadas predicciones exageradamente optimistas de un cambio social producido por movimientos de liberación nacional y otras luchas sociales en gran escala, con demasiada frecuencia los teóricos de la resistencia son presa de igualmente románticas versiones de actividades ocultas y encubiertas que conducen finalmente a una considerable ruptura del status quo. Al concluir su ensayo sobre el romance de la resistencia, Lila Abu­Lughod señala la necesidad de aprender de los innumerables medios empleados por quienes sufren sistemas de opresión: El problema ha sido que aquellos de nosotros que hemos percibido que hay algo admirable en la resistencia hemos tendido a considerarla una confirmación esperanzada del fracaso —o fracaso parcial— de los sistemas de opresión. Sin embargo, me parece que respetamos la resistencia cotidiana no sólo argumentando a favor de la dignidad o el heroísmo de quienes se resisten, sino también dejando que sus prácticas nos enseñen sobre las complejas relaciones recíprocas de las estructuras de poder que cambian históricamente (1990, p. 53).
Gutmann ­ Resistencia 9 En la medida en que los pobres y oprimidos sean tácitamente tratados como animales de instintos cuya ignorancia y conocimientos son una consecuencia involuntaria de su condición de pobres y oprimidos, las cuestiones de la conciencia política y social continuarán siendo consideradas inapropiadas y se considerará vulgar la discusión de las ilusiones, quimeras y fantasías. DOS EJÉRCITOS Y ANTAGONISMOS DE CLASE Entre los problemas más importantes para la teoría de la resistencia está la asociación y atribución algo automáticas de espíritus y acciones resistentes a las personas a causa de sus ingresos y riqueza. Ya sea que sean caracterizadas como clase subalterna, pobre, baja, proletaria u obrera, la hipótesis por parte de muchos defensores de la teoría de la resistencia es que quienes están en el estrato económico más bajo conocen al menos los lineamientos generales de su empobrecimiento progresivo a manos de las clases dominantes. Es por eso que no hacen nada, al menos nada visible para quien no está adiestrado en la teoría de la resistencia: saben demasiado. Los subalternos desposeídos son demasiado inteligentes para arriesgar lo poco que tienen en aventuras de tipo abierto y organizado, condenadas al fracaso. Es curioso que, a pesar de todo el valor supuestamente asignado a la clase, los pobres no son beneficiados por ese marco teórico. Hay una tendencia a confundir la posición en una clase con las relaciones de clase, la economía con la ideología, como si todos los que son pobres pensaran y actuaran en la misma forma. Por consiguiente, existe una propensión conexa a subestimar la importancia de la religión, el sexo, la edad y otras distinciones ociosas como la “política”, dentro de las formaciones específicas de clase. Y si las clases son tratadas de manera homogénea, el problema mismo del análisis político puede ser con mucha frecuencia relegado muy a la ligera al ámbito de lo involuntario e inevitable, al menos para los pobres. En el caso de los intelectuales, se requiere un proceso de despojarse de la tontería romántica para llegar a la comprensión. En un intento de reafirmar la importancia de la clase —algo nunca fácil en los Estados Unidos y nunca más difícil que a comienzos del siglo XXI— extrañamente es necesario hacer hincapié precisamente en la heterogeneidad intrínseca de categorías amplias como la clase obrera. En síntesis, y empleando la jerga militar para exagerar el punto, es simultáneamente necesario subrayar el peso actual de los antagonismos de clase en la sociedad mexicana que desmienten las ideas de que la clase es absorbida por otras jerarquías sociales, y observar que esos antagonismos de clase rara vez o nunca adoptan la forma de dos ejércitos enemigos, uno de los ricos y otro de los pobres. 7 Para los mismos pobres y desposeídos de la ciudad de México, los cismas políticos son característicos y tienen una importancia tremenda. Identificar y discutir las diferencias políticas dentro de las familias y entre los amigos es un foco recurrente de atención en Santo Domingo. El hecho de que estas divisiones existen por innumerables razones de ningún modo disminuye su importancia para la vida política en los vecindarios de allí. De hecho, están muy relacionados con las corrientes de sumisión y rebelión, ya que las personas discuten cuáles problemas sociales sería posible cambiar y cuáles piensan que son más empedernidos e inmutables. Mientras viví y trabajé en la ciudad de México durante más de un decenio, a menudo me han preguntado: “¿Cómo te han aceptado las personas en Santo Domingo?” Una pregunta que tal vez sea cándida en un gringo, pero que con frecuencia ha sido hecha por amigos intelectuales
Gutmann ­ Resistencia 10 mexicanos. Como si las más de cien mil personas de Santo Domingo, en el caso de que todas me conocieran, reaccionaran ante mi persona de manera uniforme. En parte, lo que es evidente aquí es el supuesto común acerca de la homogeneidad social de los demás, aun más exagerada en relación con aquellos que están menos instruidos. 8 Los teóricos de la resistencia correctamente critican la equiparación de la enseñanza escolar con el conocimiento como una simple manifestación de la condescendencia de la elite. Sin embargo, en una forma no muy complicada la teoría de la resistencia aboga simplemente por el lado malo de esta generalización: la pobreza equivale a algún tipo de conocimiento reflexivo. Cómo me han aceptado o no los hombres y las mujeres en Santo Domingo ha dependido de una serie de factores no limitados al hecho de que soy un gringo o a mi posición social relativamente privilegiada, primero como estudiante graduado y después como profesor. En realidad, al menos inicialmente, en mis relaciones con muchos de los habitantes de la colonia fui considerado y tratado de manera más bien uniforme, como un gringo exótico románticamente idealizado. Este supuesto condujo a algunos a pensar que yo era rico. Otros dedujeron, exclusivamente de mi condición de gringo, que yo llevaba una vida libertina desde el punto de vista sexual. Parece entonces que también mis amigos establecen todo el tiempo una dicotomía del mundo de las clases. Hacen constantes referencias a “las clases altas”, “las clases populares”, “la clase media”, “la gente humilde”, “los ricos” o “los con lana”. “Los ricos” son una constante fuente de comparaciones, el blanco del ridículo y el objeto de una validación defensiva de sí mismos. Como sucede con muchos teóricos de la resistencia, pienso que en mis amigos hay una necesidad de aventurarse más allá de la explicación usual de que “con dinero baila el perro”. No es sorprendente que, en un país en el que una de las declaraciones clásicas sobre la identidad nacional es el ataque incesante al “pelado” de la clase urbana pobre (“¿Por qué no pueden ser más cosmopolitas o, al menos, de clase media mestiza?”, parecía preguntar Ramos [(1934) 1962] 9 ), los hombres en Santo Domingo sean especialmente sensibles a la idea de las clases adineradas de que los hombres de la clase obrera son “animales” y “brutos”. Basando sus prejuicios de clase en las divisiones sociales del trabajo —trabajo intelectual (para los ricos) y trabajo manual (para los obreros)— los hombres de la colonia basan sus propios análisis limitados de las clases en otras formas de inclinaciones corporales. En una inversión de la imagen de la “animalidad” que revela ideas preconcebidas acerca de los vínculos entre el comportamiento sexual y los “instintos animales”, algunos conocidos de Santo Domingo me han informado en el transcurso de los años que la homosexualidad es mucho más frecuente en las clases altas. La insinuación que quieren comunicarme es que los hombres de la clase obrera son más cultivados: por lo menos saben con quien se supone que deben mantener relaciones sexuales. En cierto sentido, esa categorización de los valores no es muy distinta de la insistencia de varios profesores universitarios que afirman que los pobres en la ciudad de México beben Bacardí Blanco mientras que ellos, los profesores, nunca probarían un ron mexicano, especialmente, como insistió un psicólogo, a causa de la horrible “cruda” producida por Barcardí Blanco. Por ejemplo, a mediados de los años noventa, el producto nicaragüense Flor de Caña o el cubano Havana Club eran los rones preferidos en muchas fiestas académicas. 10
Gutmann ­ Resistencia 11 Si bien las sociedades nunca se dividen nítidamente en dos ejércitos opuestos de los ricos y los pobres, como se podría inferir de versiones simplificadas de la teoría de la resistencia, el reto es conservar la clase como marco de sustentación para el análisis social, no dejar de ver el bosque a causa de los árboles. La descripción y conceptualización de las relaciones de clase, incluyendo cómo la posición en una clase es rara vez un marcador simplista de las propias perspectivas y comportamientos del individuo, ciertamente exigen explicaciones que revelen la resistencia oculta y encubierta como una rica fuente de estrategias para hacer frente y luchar entre los desposeídos. El punto no es reducir toda la vida social de la oposición a esas formas solitarias, ya sea en el mundo contemporáneo, en el pasado o en el futuro. LA SUPERVIVENCIA Los darwinistas sociales preguntan: “¿Por qué no tratan de mejorar su situación?”. Los progresistas preguntan: “¿Por qué la toleran?”. En un esfuerzo por explicar el letargo político y la inactividad de los pobres ante condiciones de vida auténticamente horrorosas, los críticos sociales de diversos tipos pueden recurrir a las “estrategias de supervivencia” como una explicación. En el caso de la teoría de la resistencia, la necesidad de sobrevivir a menudo contrasta con el pensamiento más impráctico de algunos intelectuales atolondrados, al menos de aquellos que comparten sueños poco realistas de verdaderamente cambiar el mundo, lo cual los teóricos de la resistencia consideran tan poco factible como es auténtica la necesidad de sobrevivir. Un día, cuando Pedro, Enrique y yo estábamos hablando en la colonia, apoyados en el auto de un amigo, se nos acercaron dos hombres que habían salido de “la casa de los borrachos”, una casa calle abajo donde los alcohólicos muy desesperados venían a beber un tipo de pulque que había sido fermentado con excremento humano. Los conocíamos a ambos; según el comentario jocoso, formaban parte de los “borrachos conocidos” de la calle Huehuetzin, en contraste con los “alcohólicos anónimos”. Cuando Jaime y su compañero se acercaron, los saludamos cortésmente. Cuando llegó adonde estábamos, Jaime se quitó su chamarra de los Yankees y nos pidió que se la compráramos, cualquier precio estaría bien. Le agradecimos su ofrecimiento, pero le dijimos que ya teníamos chamarras. Él se alejó, pero regresó unos pocos minutos más tarde con una pequeña bolsa de nailon que trató de vendernos por “cinco pesos”. 11 Luego nos ofreció su gorra de béisbol por el mismo precio. “¿Cinco pesos?”, preguntó. “¿No? Okay, entonces, ¿qué les parece tres pesos?” Jaime dirigía su estrategia de venta principalmente a Pedro, tal vez porque se sabe que Pedro lleva consigo más efectivo que muchos de los habitantes de la calle. Al principio, Pedro sólo sonrió y sacudió la cabeza, declinando el intercambio. Por último, Enrique buscó en su bolsillo y le dio a Jaime una moneda de dos pesos, diciendo algo acerca de la “cooperación”. Pedro también entregó una moneda de cinco pesos y yo aporté dos pesos. En la calle Huehuetzin de Santo Domingo, las personas a menudo “cooperan” unos con otros en ésta y otras formas similares. La palabra “cooperación” es usada para describir actividades que algunos podrían caracterizar como “mendicidad de borrachines”, o “una forma oculta de resistencia” o “la autosuficiencia proletaria”, o, simplemente, una forma popular de compartir lo poco que hay. 12 Juan, el abuelo jubilado, me dijo una mañana de enero de 1997 que había visitado a su hermana el día anterior. (Pensaba que yo estaría interesado porque una vez había comprado unos cientos de tamales a esta misma hermana, en julio de 1993, para celebrar el
Gutmann ­ Resistencia 12 primer cumpleaños de mi hija Liliana.) Pero, dijo Juan, no había comido con su hermana o su cuñado. Este último había estado sin trabajo muchos meses y, como consecuencia, él y la hermana de Juan en verdad se veían económicamente apremiados. Juan me dijo que, hasta su muerte en noviembre de 1996, Ángela había estado “cooperando” con su cuñada dándole todas las semanas aceite y otros elementos para cocinar. El término “cooperación” describe un aspecto importante de las estrategias de supervivencia entre los pobres de la colonia Santo Domingo. Pero no para todos ellos. Tarde una noche, desvelado, escuché pasos apagados afuera y miré por la ventana para investigar. Vi a mi vecina, una mujer de edad que siempre había evitado hablar conmigo, a no ser para intercambiar un saludo. También noté que estaba parada junto a una pila de bloques de cemento que no habían estado allí más temprano en el día. Seguramente habían sido traídos y dejados en la acera frente a la casa de mi vecina, porque ella ahora estaba trasladando los bloques adentro, uno o dos a la vez. Yo estaba pensando en salir y ofrecerle mi ayuda cuando pasó otro vecino, tal vez tan insomne como yo, y vi que intercambiaban algunas palabras. Ella entonces lo despidió con un gesto preocupado y continuó trasladando sus bloques. Le tomaría horas, pero parecía que preferiría pasar la noche salvaguardando esos bloques de cemento antes que arriesgarse a que se los robaran. 13 Si el robo es realizado contra gerentes de una fábrica, es considerado por los teóricos de la resistencia como un buen ejemplo de las medidas encubiertas (las transcripciones ocultas) empleadas por los parias sociales contra sus opresores. No obstante, para los pobres a menudo el robo se asocia con lo peor que un pobre puede hacerle a otro. Los revolucionarios y los especialistas en ciencias sociales por mucho tiempo han discutido cuándo y por qué los sectores populares de una población se rebelan contra sus condiciones de vida, y por qué con más frecuencia generalmente no lo hacen. 14 La teoría de la resistencia ha llenado lo que algunos consideran una laguna importante en las teorías del cambio social, ya que intenta explicar lo que muchas veces hacen los pobres y los oprimidos en relación con su situación. Por consiguiente, dirían los teóricos de la resistencia, las semillas del cambio en el milenio, lento y creciente, pueden ser percibidas en la micropolítica de las interacciones cotidianas de la vida, como lo ejemplifican fenómenos tales como la cooperación y el robo en Santo Domingo. Estos tipos de fenómenos a veces son considerados especialmente pertinentes para ciertos grupos de población cuyas opciones parecen más limitadas que las de otros grupos. Los inmigrantes provenientes del campo en las ciudades latinoamericanas, las mujeres y los pueblos indígenas, con frecuencia fueron, al menos hasta los años ochenta, analizados en la literatura antropológica y de otro tipo como condenados a la inactividad política a causa de restricciones estructurales, que a su vez conducían a una mayor vulnerabilidad y, en general, a una tremenda renuencia a participar en desafíos políticos al status quo. 15 Un postulado esencial de gran parte de la teoría contemporánea acerca del cambio social es que, al ser de manera innata más perspicaces que los intelectuales, los pobres son sencillamente demasiado astutos para combatir físicamente el status quo. Por ejemplo, James Scott escribe: “Para la mayoría de las clases subordinadas la situación históricamente” es tal que “sin duda establece límites que sólo los temerarios se atreverían a traspasar” (1985, p. 247), como si todos los días las personas (“los temerarios”) no siguieran sacrificando sus vidas en una serie de
Gutmann ­ Resistencia 13 formas abiertas de rebelión. Otros que conceptualizan estas cuestiones señalan menos el inherente buen juicio de los desvalidos y más los cambios recientes en las tácticas bélicas, que han vuelto anacrónicos los conflictos militares entre las clases; en este análisis, el simple armamento de las clases dominantes y la incapacidad de los dominados de defenderse adecuadamente implican el fin de los movimientos utópicos armados (véase, por ejemplo, Castañeda 1993). En parte porque históricamente han utilizado formas más pacíficas de lucha, como las ocupaciones, las marchas de protesta, la abstención colectiva de pagar las rentas, las peticiones y los mítines, muchos en México y en América Latina han sido atraídos por los movimientos urbanos populares y nuevos movimientos sociales, que proporcionan el estímulo y el liderazgo para un cambio fundamental. Sin embargo, persisten algunas dudas. Como preguntó a mediados de los noventa Judith Adler Hellman: “¿Hay algún indicio de que los movimientos mexicanos observados por estos académicos a fines de los años ochenta posteriormente contribuyeran a la institucionalización de la expresión democrática?” (1994ª, p. 125). En realidad, esos movimientos no resultaron un sustituto de los partidos políticos, en parte porque se concentraron demasiado exclusivamente en las necesidades inmediatas, es decir, la supervivencia. El dilema ha sido que esos problemas, sin importar cuán apremiantes sean, no pueden ser genuinamente resueltos en forma fragmentaria. Por esta razón, Roger Bartra observó que, en los años ochenta y noventa en México, si bien muchas personas pensaron que los nuevos movimientos sociales aportarían el impulso desde abajo necesario para “la gran transformación”, que incorporaría los programas sociales nacionalistas y populistas primero exigidos por estos movimientos, y a pesar del hecho de que esos movimientos movilizaron con éxito a decenas de miles de ciudadanos para lograr ciertas reformas, las desigualdades sociales de casi todo tipo continuaron creciendo durante ese mismo período (1999, pp. 70­71). Elementos de esta confusión acerca de los orígenes del cambio y cómo producir transformaciones sociales también fueron evidentes en el conflicto que surgió entre las feministas latinoamericanas en los años noventa, a saber, si debían trabajar dentro del estado o contra éste. Entre las variadas opciones analizadas y debatidas por las feministas en toda América en este período estaban (1) mantener una completa independencia de las políticas y programas gubernamentales; (2) participar activamente en esas actividades gubernamentales como representantes de instituciones estatales; y (3) cooperar con programas gubernamentales específicos, pero criticar a otros cuando fuera pertinente y mantener una absoluta autonomía en relación con la toma de decisiones y el liderazgo (véanse Álvarez 1998; León 1994; y Molyneux 2001). En México, el levantamiento de 1994 en Chiapas ha sido obviamente un caso muy debatido en este sentido, especialmente en cuanto a la importancia del componente armado de la rebelión original, la trascendencia de la permanente amenaza de operaciones militares ofensivas por los zapatistas y la meta de la autodefensa armada, si bien limitada, por parte de los insurgentes indígenas. Ciertamente, el EZLN ha proporcionado una contraparte implícita con respecto a los métodos de lucha en comparación con los movimientos urbanos populares y otros tipos de lucha social de masas que han sido resueltamente pacifistas, si bien en ocasiones recurrieron a la desobediencia civil para obligar a que se escucharan sus demandas.
Gutmann ­ Resistencia 14 Tal vez a causa de su precaria situación, durante gran parte del tiempo la mayoría de las personas del mundo pueden concentrarse en poco más que soportar su miserable existencia. Quizás sólo sean los privilegiados intelectuales quienes se dan el lujo de soñar con otras formas de sociedad humana y quienes tienen oportunidades reales de intentar concretar sus proyectos utópicos de futuros alternativos. En México, en 1995 uno de cada cuatro mexicanos todavía habitaba una vivienda sin cloacas; más de 50% de los pueblos del país eran clasificados como extremadamente pobres y, a pesar del hecho de que la pobreza en México es peor en las zonas rurales y entre los pueblos indígenas, la tasa de mortalidad más alta en el país correspondía al Distrito Federal (véase PAHO 1998, 356­357). Para decirlo con más franqueza, en las palabras de un amigo, Omar, que creció en una vecindad en el centro de la ciudad de México: “Mateo, ¿sabes lo que es crecer pobre? Ni siquiera puedes cagar en privado, Mateo. Cuando no tienes dinero, tienes que compartir todo”. A muchos les parece que los pobres tienen poco tiempo o energías para el cambio político en gran escala y, ante esto, este argumento puede parecer sólido, bien fundado y razonable. Es similar tal vez a los comentarios de Gabriel mencionados anteriormente, acerca de las dificultades para asistir a las clases de la universidad que afrontan quienes trabajan todo el día. No obstante, ¿qué pasa con la religión y la cosmología? Por cierto que los pobres, desamparados e indigentes han mostrado a todo lo largo de la historia una amplia voluntad y capacidad para buscar respuestas y soluciones a los problemas más grandes y abstractos de su época. Sin duda la religión debe ser entendida como algo más que un simple bálsamo y un narcótico para los oprimidos y también ha proporcionado una profunda fuente de disputas filosóficas y orientación ética en relación con el cambio social. Esto, a pesar de las horrorosas condiciones de vida que han tenido que soportar la mayoría de los hombres y las mujeres a lo largo de la historia registrada. ¿Y qué pasa con los deportes? Al menos entre los hombres, hay un fanatismo acerca de los acontecimientos deportivos, los atletas y los equipos y, lo que es más significativo para nuestro propósito aquí, se presta una minuciosa atención a los matices muy complejos en la estrategia, la historia, las relaciones humanas y el liderazgo político tal como se manifiestan en los acontecimientos deportivos: desde los partidos de fútbol del equipo de la Universidad Nacional, los Pumas, a las ocasionales escaramuzas de básquetbol en el barrio. El refinamiento y los conocimientos necesarios para seguir con seriedad esas actividades deportivas contradice la idea de que los trabajadores por lo general están tan cansados o son tan torpes que toda abstracción y reto mental que no sean del tipo más sencillo exceden su capacidad normal y que, cuando más, quienes se ganan la vida con tareas manuales únicamente pueden tener convicciones irracionales y nociones extravagantes. En lugar de sucumbir en desconcertado silencio ante las acusaciones de que las ideologías religiosas y revolucionarias requieren ambas el mismo tipo de fe irracional y que, como tales, no representan una respuesta adecuada a las exigencias de la supervivencia, podríamos en cambio tratar de explorar los vínculos entre las ideas y las acciones y preguntar qué valor puede tener esa fe para los desesperadamente pobres (véase Lancaster 1988). En cuanto a la fe religiosa, como escribió Graham Greene en El poder y la gloria, su famosa novela de 1940 acerca de un sacerdote borrachín y la represión anticatólica en el México posterior a la Revolución, la fe está al alcance de todos:
Gutmann ­ Resistencia 15 Por este mundo había muerto Cristo: cuanto más maldad uno veía y oía a su alrededor, mayor era la gloria de la muerte; era muy fácil morir por lo que era bueno o hermoso, por el hogar o los hijos o la civilización: se requería un Dios para morir por los escépticos y los corruptos. ([1940] 1962, p. 131). Interesado en platicar más con las personas de Santo Domingo y sus alrededores acerca de los artículos de fe y el papel de la Iglesia Católica en las cuestiones de supervivencia, hablé con Daniel Enríquez, quien esclareció esta cuestión de los vínculos espirituales entre el cambio social y la doctrina religiosa de las comunidades eclesiales de base en la Iglesia de la Resurrección, a la cual pertenecía. Daniel se refirió a un sacerdote de la teología de la liberación que había conocido: “Conozco a este sacerdote. Nada más que no recuerdo su nombre. Estaba en la capillita que se llama Anunciación. Antes era una capillita de piedra sobrepuesta y el techo era laminita de cartón, bien humildísima. Era una persona que apoyaba con un entusiasmo bárbaro y juntaba a los jóvenes. Los veía que estaban en bolita tomando cerveza, ‘Vénganse acá. Dejen eso’. Tenía la manera de llegar a la gente y yo me empecé a interesar en eso, en esas pláticas que él hacía”. “¿Usted no era de los que tomaban mucho?”, le pregunté. “No, yo nada nunca he tomado, sino las personas que veía. Toda esa situación a mi me agradó de esta persona porque la verdad aquí en nuestro México alguien que se preocupe por uno a cambio de nada no lo vemos tan seguido. La verdad, triste, pero es una realidad”. Algunas personas de México se preocupan por el cambio más que otras, por supuesto. En Santo Domingo, para muchos existía un prestigio cultural en asociarse con ciertos tipos de cambio. Por ejemplo, algunas personas de la colonia afirmaban que habían estado entre los invasores originales de 1971. Esto era un asunto de prestigio político y un instrumento con el cual las personas buscaban establecer sus credenciales de militantes y sus antecedentes de pobreza. Las personas podían establecer esas credenciales haciendo referencia a determinadas estrategias de supervivencia y las más notables de éstas eran las que habían resuelto problemas sociales, no simplemente individuales. Si uno había llegado a Santo Domingo después de la invasión original, había muchas probabilidades de que hubiera comprado su parcela de terreno, a diferencia de los primeros colonos, que habían sido ocupantes ilegales. Reivindicar como propio ese tipo de capital cultural representaba una forma de esnobismo a la inversa entre los residentes de Santo Domingo. Sin embargo, no todos estaban tan ansiosos de evocar historias personales de supervivencia y, por esto, algunos se resistían a usar el término “invasión” cuando hablaban de la colonización de la zona. Algunos eran muy reacios a referirse a su ocupación de la colonia como una invasión. En una reunión de la comunidad una noche de octubre de 1992, un hombre se levantó para hablar acerca de los títulos de propiedad “antes de la invasión”, pero pronto se corrigió agregando: “Mejor dicho, antes de cuando tuviéramos la posesión de la tierra”.
Gutmann ­ Resistencia 16 La supervivencia no es en sí una explicación de la actividad y la inactividad. Es un término empleado para sugerir presiones materiales que conducen a la acción o la apatía. Como la conversación acerca de las estrategias de supervivencia a menudo trae a colación la política popular y las diferencias políticas entre quienes “sólo tratan de sobrevivir”, es fundamental no subestimar la capacidad de personas como los residentes de la colonia Santo Domingo para sobreponerse a los problemas inmediatos y, sin duda, hasta a las necesidades. Dicho de otra forma, no debemos dejar de apreciar la capacidad que en ciertos momentos tienen algunas personas en la colonia para establecer conexiones entre sus propias necesidades apremiantes de supervivencia y factores más amplios que configuran sus vidas materiales y espirituales. LOS DERECHOS HUMANOS Y EL MACHISMO MENTAL Daniel Enríquez, de las comunidades eclesiales de base, quería poner algo en claro en nuestra discusión sobre la fe, la supervivencia y el catolicismo. “Nosotros conocemos las necesidades de otros países que son muy diferentes a las nuestras”, explicó. “¿Por qué?, Porque haciendo un paréntesis, nosotros gracias a Dios en México no tenemos guerras. En Guatemala hay guerrilla, en Nicaragua hay guerrilla, hay problemas, hay hambre. Si hay gente que por no querer acudir al frente se escapan, llegan por acá. Aquí se les da ayuda, se les da apoyo. Ése es un cambio que es importante porque ya no hay una diferencia de que ‘¡Ah! Es otro país. ¡Qué nos importa!’ Es un ser humano que nos importa porque a lo mejor nos podemos ver en ese espejo quién sabe cuándo.” “Sí, hay mucho apoyo para Centroamérica y para otros países. Hace poquito tuvimos aquí en la iglesia [de la Resurrección] a Rigoberta Menchú. Y fue una experiencia tremenda. Por eso es importante esta iglesia, por el trato a la gente, porque se preocupa por la gente. Por una preocupación en todos los aspectos. Los mismos sacerdotes, con apoyo de otros profesionales, vienen a dar pláticas sobre derechos humanos. Hay un grupo de derechos humanos aquí porque había muchos problemas, de repente llegaba la policía y golpeaban gente, la despojaban. Y uno ya sabe defenderse, ya sabe lo que le pertenece y lo que no debe ser”. “Es una ayuda mutua, pero no de un interés material sino de un interés más humano”. Durante varios años, la premio Nobel Rigoberta Menchú había sido una figura destacada en los Pedregales, al igual que en América Latina y, de hecho, en otras partes del mundo. Éste fue sin duda un factor que avivó la controversia que ahora rodea su autobiografía de 1984, después que el antropólogo convertido en periodista David Stoll escribió en 1999 una crítica de Menchú y su imagen. 16 En una ceremonia realizada en 1992 en el Templo Mayor, a una cuadra del Zócalo en el Centro Histórico de la Ciudad de México, Rigoberta Menchú entregó en custodia su medalla de Premio Nobel de la Paz “al pueblo mexicano”. El entonces Presidente Carlos Salinas de Gortari aceptó la medalla y acordó conservarla “hasta el momento en que cambien las condiciones en Guatemala”, agregando innecesariamente varios lugares comunes acerca de que “los derechos de los indígenas” eran sagrados en México. 17 Mientras veíamos la ceremonia en la televisión, una de las hijas de Ángela me dijo que consideraba a su madre como la Rigoberta Menchú de Santo Domingo. Si bien Menchú era “una indígena” —y, por consiguiente, alguien con quien no debía ser despreocupadamente equiparada una mestiza— la hija de Ángela
Gutmann ­ Resistencia 17 argumentó que su madre se parecía sin embargo a Menchú porque era igualmente capaz de hablar con claridad y expresar las preocupaciones de su comunidad. La forma en que uno entiende el cambio y lo afronta es regida en parte por ideas populares acerca de acicates y obstáculos para esas transformaciones. En la ciudad de México, es algo habitual hacer comentarios desdeñosos sobre los campesinos, como sucedió cuando, en nuestra conversación en 1993, Daniel Enríquez me contó acerca de su familia en provincia, en el estado de Guanajuato. “En Guanajuato, la gente está más dedicada al trabajo del campo. No había ese interés por aprender, por educarse y tener un cambio de campesino a un trabajo más formal, de una fábrica, de una oficina, etcétera, etcétera. Como que todavía no hay eso, ¿por qué? Porque en Guanajuato, del pueblo de donde ellos son, cerca de la ciudad de Celaya, ellos tienen la tendencia del campo, como que no tienen la ilusión de salirse de ahí, de crecer. Ellos lo ven como: ‘Es la tierra que trabajaban mis padres y aquí yo también voy a trabajar la tierra. Mis hijos tienen que trabajar la tierra’. Tienen esas ideas muy arraigadas de no un cambio”, 18 Otros podrían señalar la afiliación de Daniel a la iglesia como una prueba de un similar tradicionalismo conservador y, por eso, a él le gustaba comparar su comunidad eclesial de base con la jerarquía dominante de la iglesia católica. Si bien ambas son en cierto sentido definidas por la fe, en la primera, decía Daniel, la fe se refería a la posibilidad de aprender, de crear conciencia y efectuar un cambio. En la segunda, por el contrario, la fe residía en la creencia de que se rendirían cuentas sólo en la vida futura, de que uno tenía que aceptar su destino en el mundo y dedicar sus esfuerzos a esperar con paciencia. Daniel Enríquez da mucha importancia a lo que piensan las personas y a las relaciones entre las ideas y las acciones. En una conversación sobre la crianza de los hijos y las diversas cosas que hacen con ellos las madres y los padres, expresó la observación común de que con frecuencia los hombres consideran que han cumplido sus obligaciones una vez que han proveído económicamente al sostén de su familia. Entonces, según Daniel, cuando las mujeres se quejan de que los hombres no ganan lo suficiente para sostener adecuadamente a la familia, éstos a menudo recurren a la bebida. “Todavía no hay igualdad en el alcoholismo, ni Dios lo quiera. Hay muchas quejas [de parte de las mujeres] de que no alcanza para esto, no alcanza para lo otro. Y el refugio [para los hombres] es el alcohol y ésa es una tontería muy grande. Eso es lo que pasa, como que todavía predomina ese machismo. Pero no ese machismo físico, sino un machismo mental”. Podríamos decir que, para Daniel Enríquez, tanto los hombres como las mujeres en esas familias sin duda ejercían cierto tipo de capacidad de actuar, si bien, por supuesto, Daniel no hubiera usado este término. Aun así, el solo hecho de reconocer que hasta en las circunstancias de mayor desamparo los hombres y las mujeres en forma individual tienen que tomar decisiones, que tienen cierto poder en sus vidas de escoger entre opciones, no era para Daniel lo mismo que pretender que las personas siempre utilizan su capacidad de actuar en formas útiles. Evidentemente, Daniel piensa que la contienda sobre las actitudes y las opiniones librada por las comunidades eclesiales de base es en el fondo una cuestión de promover el cambio progresivo
Gutmann ­ Resistencia 18 ante los pensamientos y prácticas tradicionales, y una forma de oponerse a las corrientes de un cambio conservador. PROTESTAS, MARCHAS Y PLANTONES Después de la crisis económica de 1994­1995 en México, un tema de debate particularmente acalorado en Santo Domingo se relacionaba con las marchas y plantones que efectuaban uno u otro grupo para protestar contra las medidas de austeridad. Invariablemente, la opinión que pudiera tener una persona en la colonia acerca de las protestas que bloqueaban el tránsito en el centro de la ciudad era determinada por sus simpatías políticas generales más que por los inconvenientes que había sufrido en carne propia por esos acontecimientos y por la frecuencia de éstos. Ya fuera que las protestas fueran o no vistas con despectivo menosprecio o aceptadas como una molestia necesaria, esas actividades políticas sin duda eran consideradas como uno de los pocos instrumentos que tenían los pobres si querían cambiar las políticas sociales. Con más exactitud, las marchas y plantones, eran algunas de las pocas opciones disponibles para la protesta callejera abierta (la política de la calle). Como tal, esa política de la calle ejemplifica una política de rebeldía en la cual la rebeldía “supone una intención”, en las palabras de Susan Eckestein (1989a, p. 11). Huelga decir que las marchas, los plantones y otros tipos de ocupación no comenzaron en 1994. De hecho, en Santo Domingo esas protestas constituyen una parte importante de la historia de la colonia y se remontan a los primeros días de ésta, después de la invasión original. En una de las reuniones ordinarias de jefes de manzana en Santo Domingo a la que asistí en 1992, por ejemplo, el debate giró alrededor de cómo la colonia podía ayudar a “regularizar” sus parcelas a los residentes que todavía carecían de escrituras apropiadas que establecieran la propiedad de su terreno. Una mujer sugirió que escribieran una carta abierta al Presidente Carlos Salinas. Un hombre que estaba junto a ella señaló que debían explorar la posibilidad de pagar para que se publicara la carta en los periódicos Novedades y Excelsior. Otra mujer recordó a los presentes que, el año anterior, en lugar de escribir una carta que sería “ignorada por Carlos” (como desdeñosamente se refirió al Presidente de la República), habían organizado una marcha y un plantón en el Zócalo. Insistió en que esas protestas eran la única forma de atraer realmente la atención de las autoridades. Entre otras cosas, los comentarios de esta mujer confirmaron la importancia de la “resistencia” abierta, manifiesta, y también en primer término la dificultad de compartimentar la resistencia en categorías de abierta y encubierta. Es decir, en un foro de ese tipo —no abierto a cualquiera, pero ciertamente no tan confidencial como lo hubiera sido una discusión en la cocina de la mujer— los residentes de Santo Domingo se deslizaron, con más facilidad de la que hubieran podido lograr muchos teóricos de la resistencia, desde las formas secretas de lucha a las transparentes. Desde los primeros días de la invasión de Santo Domingo en septiembre de 1971, cuando hombres y mujeres se reunieron alrededor de pilas de piedras y discutieron cómo hacer frente a las autoridades municipales y las periódicas incursiones de la policía en sus provisionales campamentos de paracaidistas, ha sido igualmente difícil distinguir entre las actividades que constituyen formas ocultas de resistencia y aquellas que representan tipos manifiestos de política de confrontación. En enero de 1997, la primera vez que regresé a Santo Domingo después de la muerte de Ángela en noviembre del año anterior, Juan y Héctor se ofrecieron a llevarme a visitar la cripta donde
Gutmann ­ Resistencia 19 estaba sepultada, situada entonces cerca de la estación Río Consulado del Metro, al norte de la ciudad. 19 Para llegar a la cripta en automóvil, tratamos de atravesar el centro de la ciudad, pero pronto nos encontramos en un atolladero de tránsito varios kilómetros al sur del centro. Nunca descubrimos con seguridad qué había causado todo este tránsito, pero, mientras permanecíamos estancados, Juan y Héctor se enfrascaron en una entusiasta condena de las marchas, las manifestaciones y las ocupaciones en general. No importaba, insistió Héctor mientras volvía la cabeza para mirarme (yo estaba en el asiento trasero), quién se estuviera manifestando: estudiantes, campesinos, obreros u otros agitadores; las manifestaciones eran inútiles, desquiciantes y muy fastidiosas. Juan, que conducia el automóvil, agregó que todo lo que yo tenía que hacer para darme cuenta de la ineficacia de protestas como éstas era escuchar las noticias por la televisión. ¿Acaso no tenían razón los locutores cuando decían que tantos automóviles detenidos exacerbaban los ya elevados niveles de contaminación invernal en la ciudad? En la televisión lo explicaban con mucha claridad, dijo Juan, y él estaba convencido de que el análisis en los medios de difusión acerca de los manifestantes, que discordaban de la población en general, era abrumadoramente exacto y justo. Esas diversas opiniones acerca de las protestas, las marchas y los plantones entre los residentes de Santo Domingo y sus aun más variadas relaciones prácticas con esas actividades, son un elemento esencial de los procesos y luchas políticos en la colonia. Como ha escrito Marc Abélès, las reuniones políticas y las manifestaciones callejeras son rituales importantes en muchas sociedades. El hecho de que los manifestantes callejeros "blandan símbolos de antagonismo” como lemas y pancartas, en medio de gritos e interrupciones, sirve para ilustrar “un trasfondo de violencia”. Y esos ritos “marcan circunstancias en las que la vida política adopta un giro más agitado” (1997, p. 324). Para quienes como Juan y Héctor generalmente desaprueban las marchas y manifestaciones, estos rituales de protesta se han convertido en un pararrayos que los lleva a un mayor resentimiento. Para los manifestantes mismos, su percepción de la trascendencia de sus acciones es sin duda más variada. Para algunos, la participación en esas actividades es vista como la única opción que les resta. No obstante, otros tal vez sospechen que hasta los rituales más agitados representan a veces poco más que otra manera de legitimar a aquellos cuyas políticas son el blanco de la protesta. Además, aunque parezca extraño, la protesta no siempre entraña una real oposición al objetivo del disentimiento. Las protestas también pueden convertirse en rituales y ser usadas para legitimar los poderes del status quo. Parafraseando el famoso análisis de los ritos de la rebelión que hiciera Max Glukman, David Kertzer ha mostrado que, “a pesar de su aparente propósito deslegitimador, esos ritos pueden servir para reforzar las desigualdades de poder existentes... [ya que] las personas desahogan su natural resentimiento por ocupar lugares inferiores en la sociedad y, al hacerlo, permiten que el sistema continúe” (1988, pp. 54­55). Entonces también, como observa Kertzer: “El ritual puede proporcionar la base para la resistencia y la rebeldía. De hecho, la ausencia de una organización política organizada en forma jerárquica y la inferioridad militar están a menudo estrechamente relacionadas” (p. 168). 20 Al actuar como válvulas de seguridad y sobornos, las protestas pueden convalidar a quienes ostentan el poder, como ha mostrado Stanley Brandes en su análisis de 1988 de las fiestas en el México rural: en la medida en que las protestas realmente desafían las relaciones sociales existentes, pueden trastocarlas. Sin embargo, de cualquier modo rara vez es la resistencia o la protesta tan unilateral y claramente delineada que represente algún tipo de acción política pura, totalmente desprovista de impulsos y efectos
Gutmann ­ Resistencia 20 compensadores importantes. 21 Además, como se mencionó, una teoría que pretende hacer de las formas encubiertas de resistencia la suma total de todas las luchas contemporáneas trascendentes de los pueblos oprimidos es necesariamente renuente a reconocer ejemplos en contrario cuando se presentan. En este sentido, Michael Kearney ha señalado que “la teoría de la resistencia no ve ningún sitio de resquebrajamiento, ninguna línea de fisura a lo largo de la cual pudiera formarse una oposición en gran escala” (1996, p. 157). Entre mis amigos de la colonia Santo Domingo que se sienten más conmovidos por las protestas y las marchas, una razón recurrente de su apoyo es el sentimiento expreso de que, mediante esas acciones, se vuelven más conscientes de cuánto tienen en común con personas que de otro modo parecerían tener experiencias vitales diferentes. Muchos amigos hablan acerca de los sentimientos afines despertados por alianzas que traspasan fronteras de clase, étnicas y políticas — que podrían ser llamadas transclasistas— ya sea que el apoyo se dé a quienes favorecen o se oponen a una marcha particular, o a las demandas de un grupo específico de manifestantes. La activista comunitaria Doña Fili no era la única en los años noventa que admiraba el movimiento de los deudores del Barzón. Por derecho propio, y como una indicación de que las personas de distintos estratos sociales pueden compartir experiencias y metas importantes, el Barzón constituyó para muchos en Santo Domingo un ejemplo del difundido sufrimiento de la gente en el México posterior a la crisis de 1994­1995. Desde esa época, los acontecimientos de Chiapas han reunido en forma similar a personas de diversos estratos sociales, principalmente sobre la base de sus opiniones políticas acerca del EZLN. En opinión de varios amigos de la colonia, al menos los zapatistas intentaban protestar contra algo — la aplicación del TLC— cuando se sublevaron en 1994. Así, tres años después de la rebelión en Chiapas, el día de Año Nuevo de 1997, yo estaba sentado conversando con Gabi y nuestro vecino Luciano acerca de los zapatistas y el Acuerdo. Tanto Gabi como Luciano insistían en que yo grabara la actuación de un cómico cuya principal escena repetida era ridiculizar el TLC. Traté (con poco éxito) de explicar que las personas en Estados Unidos estaban menos interesadas en lo que pudieran decir los cómicos que en lo que pensaban los habitantes de la calle Huehuetzin acerca del TLC, la norteamericanización de México, el EZLN y cuestiones de ese tipo. Como una forma de vincular esos dos elementos —la lucha política y la intromisión extranjera y el control de los pueblos indígenas (los “naturales”) de la zona— Gabriel comenzó a hablar acerca de la historia de los indígenas desde la época de la conquista española a comienzos del siglo XVI hasta principios del XX, y de la importancia de esta historia para las personas en México en los años noventa. Entre otras cosas, Gabriel aseveró que la misma palabra “México” reflejaba la opresión de los indígenas bajo el dominio colonial ya que, dijo, se originó con los españoles, quienes repetidamente habían apostrofado a los mexicas (aztecas) que encontraron después de su llegada: “Mexica, ¡no! Mexica, ¡no!” Esta negación del pueblo mexica, insistió Gabriel, se convirtió en la contracción “México”. En consecuencia, la historia de México en los últimos 500 años constituye un rechazo de la identidad étnica prehispánica de los pueblos que Gabi hermanaba más estrechamente con la tierra ancestral de los mexicas.
Gutmann ­ Resistencia 21 Un par de años después, en agosto de 1999, Doña Fili me hablaba acerca de las perspectivas de unir a diferentes personas oprimidas para hacer algo acerca de su situación. Se podían aprender algunas lecciones de los zapatistas en particular, me informó Fili: “La gente se junta espontáneamente, sin que la convoquen. Cuando surge alguna cosa se junta. Como que ya está siendo la gente muy precisa. En el momento dado, la gente se reúne. Usted puede repartir unos cinco mil volantes y la gente no se reúne. Creo que cuando es algo espontáneo, sí se reúne. Cuando vinieron los zapatistas fue muy buena la aportación de la gente. ¡Bastante buena! Ni los coordinadores la esperaban”. “¿Cuándo fue eso?”, le pregunté. “El 21 de marzo de 1999”, me contestó Fili. En marzo de 1999, había habido una gran consulta popular del EZLN. En todo México, los zapatistas se reunieron con diversos representantes de organizaciones sociales y académicas. En la ciudad de México, se reunieron con antropólogos en centros académicos, con transeúntes en el Zócalo en el centro de la ciudad, y con miles de residentes de colonias populares como Santo Domingo en los barrios. Narrando la visita de los zapatistas a Santo Domingo, Fili continuó: “Fue muy buena la respuesta. Los zapatistas que vinieron aquí a Santo Domingo tuvieron mucho apoyo. Aquí fueron a varias partes, adonde iban se juntaba la gente. Hasta un borrachito llegó a Los Reyes y les dice ‘¡Ah! ¿Ustedes son los zapatistas?’, y le decían que sí. Son muy claros para hablar, muy tiernos. Yo creía que eran más milicianos, pero son muy tiernos. ‘¡Ah! ¡Pues yo me los quiero llevar a mi casa! Se van a quedar allá. ¿Qué les hace falta?’ Y decían ellos: ‘No, pues, aquí andamos con los compañeros’. Y entonces que llega el borrachito con un ponche de Coca Colas. El padre de la Iglesia de Los Reyes les hizo una misa. El de la Candelaria también, el de La Resurrección también, y pues allí hicimos fila, ya no para persignarnos con Jesús sino para saludar a los zapatistas”. CONCIENCIA Y COMPLICIDAD CULTURAL En un ensayo sobre las paradojas de los encuentros entre lo local y lo extranjero en América Latina, Steve Stern ha argumentado que las estrategias populares de resistencia y supervivencia no han “logrado evitar conflictos de intereses y valores y estrategias opuestas de supervivencia entre los subalternos” (1998a, p. 49). Una de los principales propósitos de Stern es mostrar cómo la teoría de la resistencia se ve trabada al explicar situaciones en las que los subalternos pueden ser “parcialmente cómplices” de los poderes colonizantes. Al abordar estas cuestiones de la conciencia y la complicidad, inexorablemente surgen problemas contingentes acerca de la motivación y la intención. Sin revertir a una discusión de la psicología evolutiva y la lingüística cognoscitiva, baste decir que considero un axioma que las personas son capaces de expresar significados, dar significados a sus propias acciones y las de los demás, si bien en mayor o menor grado y en ciertos momentos mejor que en otros. Esto es cierto sin importar cuán fragmentarias, parciales y procesales puedan haber sido la vía de interpretación de los significados y la explicación de las acciones. Que las etnografías se
Gutmann ­ Resistencia 22 distinguen por la personalidad de sus autores, es, esperamos, causa de celebración tanto como de zozobra. Sin simplificar demasiado debates ya sobrecargados acerca de la capacidad de los académicos de indagar en las intenciones y motivaciones de otras personas, creo que la mayoría de mis vecinos y conocidos en la colonia Santo Domingo afirman que comprenden las opiniones de los demás. Piensan que, al menos algunas veces, saben por qué las personas actúan como lo hacen. La etnografía es en parte un registro de este tipo de conocimiento. En cuanto a enterarse de lo que las personas piensan, sienten y hacen, como sucede con los psicoanalistas, los etnógrafos se ven limitados por su propia capacidad de escuchar, congeniar y analizar. 22 La atención recientemente prestada a la capacidad de actuar se origina no sólo en una reacción a críticas simplistas de las teorías marxistas de la falsa conciencia y de una mayor deslegitimación del socialismo, sino también, en un sentido más positivo, de un deseo de parte de muchos de los teóricos sociales de conocer y explicar las acciones subjetivas intencionales de quienes no forman parte de las elites, incluido el ámbito de la resistencia. El truco, como escribe Herzfeld (1997, p. 23), consiste en no adoptar una estimación excesivamente entusiasta de lo políticamente exitoso o lo políticamente débil. Héctor me llevó una vez a la casa de unos vecinos en Santo Domingo. Una muchacha de unos 15 años de edad abrió la puerta después de que él golpeó. Nos guió al interior de un cuchitril inmundo y húmedo. Cuando nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad, avanzamos al interior de la casa, pasando por encima de un niño dormido sobre un colchón en el suelo. Era un hogar muy triste. Mientras estábamos parados junto al colchón, varios niños pequeños, de no más de tres o cuatro años de edad, emergieron silenciosamente de otra habitación. Me estremecí al recordar que había estado en un entorno espectralmente similar muchos años antes, esa vez en los montes Ozark en Arkansas. En 1972, impetuosamente resuelto a poner a prueba los mitos del “viajero fácil”, yo había decidido trasladarme pidiendo aventón desde Chicago a través del Sur profundo durante las vacaciones de primavera. Atrapado en un aguacero en los montes Ozark, una banda de niños pequeños que me vio caminando por la carretera me invitó a escapar del diluvio y refugiarme en su casa de una sola habitación. Una vez adentro, me sentí conmovido al descubrir a una mujer en apariencia catatónica, meciéndose lentamente en una silla en un rincón. Resultaba aun más perturbador que los niños parecieran tan desentendidos de la mujer como ésta de ellos. Esta casa en Santo Domingo me recordó ahora la experiencia en los Ozark. Para hacer más completo el paralelismo, Héctor me informó que los niños vivían aquí sin supervisión de algún adulto porque sus padres habían muerto y no existía ningún otro familiar adulto que cuidara de ellos. Muchos años antes, en “El 18 brumario de Luis Bonaparte”, Karl Marx escribió que “la gran masa de la nación francesa está formada por la simple adición de magnitudes homólogas, a semejanza de la papas que, en una bolsa, forman una bolsa de papas” ([1852] 1969, pp. 478­ 479). Ahora bien, no deseo implicar que los niños de estas dos casas, una en la ciudad de México y la otra en medio de los Ozark, carecían por completo de conciencia de sí mismos. Pero también soy reacio a atribuir alguna gran fuente de sabiduría a aquellos que evidentemente sufren en tantas formas materiales y psicológicas. Las teorías de la resistencia muestran un profundo romanticismo por las ideas que se piensa que surgen espontáneamente de mentes empobrecidas.
Gutmann ­ Resistencia 23 Pensar que estos niños, a causa de su miseria, por ejemplo, podrían haber tenido conocimientos especiales acerca de la naturaleza de su situación es algo semejante a las presunciones exageradas de los teóricos de la resistencia que atribuyen a las condiciones de pobreza más fuerza motivadora de lo que es razonable. En particular, creo que, en ambos casos, el relativo aislamiento de los niños se destaca como un factor importante que limita la conciencia de su situación y las posibles vías para cambiar sus vidas. En una interpretación muy optimista de la metáfora de las papas de Marx, la relación entre el aislamiento y la conciencia es, pienso, el punto que nos pedía que tuviéramos en cuenta. En contraste, Gabriel está convencido de que, para él, el toma y daca de los debates callejeros constituye el único instrumento para llegar a una mayor comprensión de las limitaciones y virtudes de las restricciones culturales. También está convencido de que la mayoría de sus amigos, su familia y sus clientes lo consideran algo loco. Cuando trabaja los domingos y la gente lo regaña por esto, le encanta provocarlos: “¿Y el domingo tiene algún significado especial para ti?” Para Gabriel, las disputas acerca de opiniones teológicas, políticas y culturales opuestas son espiritualmente refrescantes. Y no está solo, por supuesto. Norma me dijo una vez que no colgara la ropa lavada en el tendedero de la planta baja en su casa sino que lo hiciera en el techo: quería que la gente viera a un hombre haciendo esto. Pretendía retorcer la conciencia de algunos vecinos, especialmente los varones, acerca de la división familiar del trabajo. Cosas poco importantes, sin duda, pero precisamente en esas cosas de la vida cotidiana tal vez resida la clave para comprender la conciencia contradictoria y la rebeldía sumisa. Al rastrear el conocimiento subjetivo y los sentimientos expresados de las personas en Santo Domingo, por ejemplo, con respecto a las cadenas causales del cambio, podemos comprender mejor cómo cambian las ideas y las relaciones sociales. Al documentar y analizar las discusiones en las familias y entre vecinos, podemos explorar lo que tiene que ver el cambio de las mentalidades de la personas con el cambio de sus actividades y prácticas. En particular, con esa minuciosa exploración de las creencias y comportamientos, podemos apreciar mejor los sentimientos populares acerca de las relativas virtudes de confiar en un cambio desde afuera (desde arriba) y otro desde adentro (es decir, un cambio independiente). Se debe asignar suficiente peso a las aspiraciones poco realistas y las fantasías políticas para explicar impulsos contradictorios y acciones prácticas dentro de los grupos de personas y no simplemente entre ellos. Nunca se revelan mejor las inclinaciones incongruentes que en el humor político. En 1998, viajando en un autobús lleno de académicos que retornábamos de una conferencia ofrecida a varias horas de viaje de Bogotá, Colombia, me sentí intrigado por las similitudes que percibía, pero que no podía explicar, entre México y Colombia. Entonces, sin advertencia previa, el autobús se detuvo en la carretera y nos dijeron que el camino estaba cerrado y tendríamos que desviarnos atravesando las montañas. Uno de los organizadores de la conferencia se puso de pie para explicar el cambio en la ruta y luego agregó: “Vamos a pasar por una zona donde se dice que es fuerte la guerrilla. En el caso de que nos detuvieran, podemos ofrecerles un gringo [éramos dos en el autobús]. Creo que nos dejarán pasar si les damos un gringo”. Se oyeron risitas contenidas en el autobús y finalmente comprendí que el humor que tanto apreciaba en México era también una de las cosas que me atraían en Colombia. Más que simplemente una forma de hacer frente a la adversidad, este tipo de humor ofrece un mecanismo de crítica social y una forma de indicar lo que se podría hacer en relación con problemas sociales.
Gutmann ­ Resistencia 24 Las discusiones acerca de la política en las calles y hogares de Santo Domingo o, para el caso, en los autobuses en Colombia, no son meros reflejos de debates sociales más amplios. Son los debates. O al menos una parte importante de ellos, más productivos para cambiar las ideas y el comportamiento de lo que a veces se reconoce. Las visiones exageradamente románticas de la resistencia son tan culpables de restar importancia a esas disputas como las teorías que relegan el discurso popular a la esfera de epifenómenos de las transformaciones económicas y la toma de decisiones políticas por las elites. Los amigos en Santo Domingo a veces aseveran medio en broma “Bebo porque soy mexicano”, o “Peleo porque nací en Tepito”, o “He golpeado a mi esposa porque nací en una cultura de machos, ¿acaso no soy un producto de mi cultura?”. No obstante, hay que ser cautelosos al interpretar estos comentarios porque a menudo esos amigos hacen algo más que reproducir axiomas culturales o mitigar su complicidad; a veces también usan ideas del pasado para contribuir a transformar el presente en formas no tan sutiles. 23 OLAS DELICTIVAS EN LA CIUDAD DE MÉXICO Entre mis viajes a Santo Domingo en diciembre de 1995 y diciembre de 1996, observé una diferencia notable: siempre que los camiones de reparto se detenían en la tiendita de Marcelo para reabastecer las estanterías con Pan Bimbo, Coca Cola u otros productos, el conductor salía por un lado del vehículo y, por el otro, bajaba un guardia armado, generalmente usando un chaleco antibalas y portando una pistola. El guardia escudriñaba la calle mientras que el conductor realizaba la transacción con el propietario de la tienda. Esto había sido totalmente desconocido en 1992 y 1993. Cuando le pregunté a Marcelo y a otros amigos que tenían pequeñas tiendas en las inmediaciones de la calle Huehuetzin si las pandillas locales los habían estado robando, replicaron que la verdadera amenaza eran las pandillas de otros vecindarios, jóvenes desconocidos. Aparentemente, enviábamos a nuestros pandilleros a otros barrios pobres circundantes para que robaran allí y esos barrios a su vez mandaban a los mejores y más astutos de sus pandilleros a nuestro barrio para que hicieran lo mismo. Alrededor de 1997, dejé de tomar taxis en las calles de la ciudad de México. Yo nunca había tenido ningún problema, pero muchos amigos me dijeron que ellos sí y me advirtieron enérgicamente que no tentara al destino. Los taxis de sitio, los que tienen una base, todavía eran seguros, se decía, y por eso podían cobrar dos o tres veces más que los otros taxis. También se comentaba que los taxistas de los taxis autorizados y ambulantes estaban coludidos en los robos a sus propios pasajeros, supuestamente en contubernio con cómplices que subían al taxi una o dos cuadras después de que lo hiciera el pasajero para asaltarlo. 24 Si bien muchos residentes de Santo Domingo comentaban acerca de un creciente sentimiento de indefensión a fines de los años noventa y a pesar del hecho de que muchas personas vinculaban ese sentimiento con la creciente incidencia de delitos, o al menos con la cada vez mayor percepción de un aumento de la incidencia de delitos en la capital, creo que esos sentimientos revelaban algo más que sólo una respuesta automática al incremento del vandalismo, los robos callejeros violentos y la corrupción. En este período, las discusiones pertinentes en las mesas de las cocinas, las reuniones para beber en la acera y frente a las tiendas, se concentraban todas en la medida en que las personas de la colonia pensaban que podían controlar sucesos tales como los delitos. Pero esta discusión era también un reflejo de la capacidad percibida de mis amigos de
Gutmann ­ Resistencia 25 controlar acontecimientos sociales de cualquier tipo en sus vidas. Las conversaciones a menudo versaban sobre una evaluación realista de si los delitos realmente habían aumentado, como se informaba en la prensa. Pero pasaba algo más. Porque, sin importar el resultado de este diálogo, la cuestión era controlar los acontecimientos, defenderse a sí mismos y a sus familias y amigos de los robos y agresiones. Y, por supuesto, para algunos la cuestión era llevar a cabo robos y agresiones a otras personas. 25 En cuanto a la cuestión de que si la delincuencia realmente había aumentado considerablemente desde la devaluación del peso en 1994­1995, no hay duda de que, después de la crisis, creció la presencia policial en muchas partes del Distrito Federal. En especial en las zonas comerciales, tanto turísticas como no turísticas, y en los barrios residenciales acomodados, se podía observar a más policías a pie, a caballo e, incluso (en el caso de Coyoacán, por ejemplo), en bicicleta. En las vías principales, la policía de tránsito, los famosos “mordelones”, así llamados por las “mordidas” que sacan a los automovilistas, se volvieron aun más ubicuos. 26 En la televisión, la cuestión de la violencia a menudo era vinculada con el tráfico de drogas. En 1997, un anuncio del sector público mostraba a un equipo antinarcóticos patrullando y se oía una voz que declaraba: “La nación se moviliza contra las drogas”. (Hasta donde yo sé, ninguno de mis amigos y vecinos de Santo Domingo ha estado involucrado en el floreciente tráfico de drogas en México a no ser como pequeño vendedor o usuario.) Ese mismo año, acompañé a un anciano vecino a visitar a su hermana en la sección industrial de Azcapotzalco, al noroeste de la capital. Cuando le pregunté por qué llevaba una copia de la Biblia, contestó: “Lo verás cuando lleguemos.” Una vez que estuvimos a salvo tras las cortinas del departamento de su hermana en una vecindad de Azcapotzalco, mi amigo retiró las ligas que rodeaban su Biblia, abrió el libro, sacó una pistola de un hueco excavado dentro del libro y entregó el arma a su hermana. Recientemente había habido cierta violencia callejera en el barrio donde ella vivía, me dijo él, y le traía esta reliquia familiar. El temor a los traficantes de drogas y adictos, las pandillas y, simplemente, los desconocidos, habían asustado más a la hermana de mi anciano vecino. Si la delincuencia en realidad había aumentado en el vecindario y en la capital mexicana en general en 1997, en comparación con un período anterior, no estaba claro para mí ni para mi vecino; sin embargo, esto no parecía importarle, dado el clima de temor que por varios años primó en la ciudad de México a fines de los noventa. La amenaza real de una agresión a mano armada no debe ser subestimada. Según las estadísticas delictivas oficiales, para 2001, en México la tasa de homicidios con armas de fuego, por ejemplo, se había elevado a los niveles más altos. Ese año, hubo 10 asesinatos con armas de fuego por cada 100,000 habitantes; la cifra en Estados Unidos correspondiente a 2001 fue de 6.3 asesinatos por cada 100,000 habitantes. En consecuencia, sólo Colombia, Sudáfrica y posiblemente Brasil tuvieron más homicidios con armas de fuego (véase Weiner y Thompson 2001). Al mismo tiempo, durante todos los años noventa continué sintiéndome más seguro en la mayoría de los sitios de la colonia Santo Domingo que en vecindarios pobres similares de cualquier ciudad grande de los Estados Unidos. Además del creciente temor a los taxistas, la presencia de guardias armados en los camiones repartidores de refrescos y la presencia de la policía en algunas zonas de la ciudad de México, hay que señalar que varios de mis amigos habían tomado empleos en los años noventa como
Gutmann ­ Resistencia 26 guardias de seguridad. El esposo de una mujer que yo conocía trató de establecer su propia empresa de seguridad residencial. Otro se quejó de que había perdido su empleo como resultado de los despidos subsiguientes a la adopción del TLC y ahora lo único que le quedaba era trabajar “guardando los bienes de los ricos”. Con el fin de adquirir cierta perspectiva acerca de los delitos y los temores a éstos, hablé con Daniel Enríquez, de la comunidad eclesial de base. Insistió en que los delitos no eran tan nuevos como todos parecían pensar, sugiriendo que esos sentimientos de vulnerabilidad se originaban en otra parte. “En 1979, cuando todavía Santo Domingo era puro cerro, había mucho delincuente. Me acuerdo que llegó un grupo en particular de las poblaciones bajas de Guerrero. Hay mucha gente de Guerrero. Hubo gente que hizo fechorías en su pueblo y tenían que venirse para acá. Había un tiempo que después de las siete de la noche, cuando ya estaba oscuro, no veía gentes caminando por ahí porque las asaltaban”. De hecho, desde esa época, incluso en los años noventa, para las personas de Santo Domingo la delincuencia en apariencia no es un problema que hay que afrontar cotidianamente. Ciertamente, observó Daniel, cuando las personas son pobres y carecen de las cosas que necesitan, habrá robos y otras formas de comportamiento delictivo. Y las personas necesitadas sí representaban un problema continuo y, por lo tanto, habría delitos permanentemente. Le conté un incidente ocurrido en marzo de 1989, cuando, en un ataque de ingenuidad gringa, traté de localizar las calles mencionadas en Los hijos de Sánchez y las recorrí. Finalmente había llegado al mercado de ladrones de Tepito, donde uno de los hijos de Jesús Sánchez había pasado gran parte de su tiempo en los años cincuenta vendiendo “fayuca” (mercancía de contrabando). En mi imaginación, la pobreza en Tepito se había vuelto más excitante que terrible, pero pronto me desengañé, cuando un hombre me amenazó con un picahielos mientras su cómplice me aferraba desde atrás. Por fortuna, no eran jóvenes y logré zafarme y escapar ileso, excepto por haber sufrido la humillación causada por mi propia imprudencia. Mi propósito al buscar causas del clima de temor a fines de los años noventa que no sean simplemente un aumento de la tasa de delincuencia no es negar las amenazas reales a las personas y la pobreza. Sencillamente deseo conectar esos sentimientos de aislamiento y frustración con otras corrientes políticas contemporáneas. En cierta medida, como sucede con todas las áreas metropolitanas, los delitos y la violencia en la ciudad de México siempre han estado hilvanadas profundamente en las mitologías urbanas. Diez años después de mi encuentro en Tepito, a fines de julio de 1999, mencioné a un vecino de Santo Domingo que iría a la colonia Buenos Aires con algunos hombres que necesitaban refacciones para reparar sus automóviles. Él me informó: “Bueno, Mateo, es verdad que puedes obtener refacciones baratas allí, pero te lo digo, sólo Tepito es peor” (es decir, más peligroso). La mitología popular concerniente a la colonia Buenos Aires habla no sólo de la fayuca sino también de asaltos callejeros, tiroteos y asesinatos. En verdad, las armas de fuego parecen asociarse más con la Buenos Aires que con cualquier otra colonia de la capital. Dio la casualidad que el encuentro en potencia más violento que tuve ese día en la colonia Buenos Aires fue con residentes de Santo Domingo. Una vez que dejamos a Gabriel y Javier en un negocio de refacciones, Pedro y yo habíamos continuado alrededor de la manzana buscando un lugar para estacionar su camioneta. Cuando
Gutmann ­ Resistencia 27 íbamos por una calle de un solo sentido, nos detuvo otro auto que venía hacia nosotros (íbamos en la dirección correcta, ellos venían en sentido contrario). Después de un momento de desconcierto, el otro automóvil retrocedió y, cuando pasábamos junto a él, Pedro se dio cuenta de que conocía al conductor y lo saludó con un amistoso “¡Hola!”. Resultó que el otro conductor era un conocido ratero de Santo Domingo. Junto con dos coterráneos que iban en el asiento trasero, sin duda había concurrido a la colonia Buenos Aires para vender, no para comprar refacciones robadas. El hombre había sido arrestado apenas un año atrás y había pasado seis meses en la cárcel, me contó Pedro. Al ser liberado, declaró a todos que no reincidiría, pero estaba demasiado acostumbrado a tener mucho dinero en sus bolsillos y poco después volvió a robar viviendas. Pedro me dijo con una sonrisa que sin duda los hombres llevaban pistolas. No obstante, a pesar de la historia, al menos según se cuenta en los relatos sobre hombres y vecindarios violentos en la ciudad de México, a fines de los años noventa se desató una “nueva ola delictiva”. Ahora, parecía, la delincuencia ya no estaba en gran medida restringida a unas cuantas áreas conocidas de la ciudad y los alrededores. (En Santo Domingo, por ejemplo, es fácil encontrar personas que darán fe de los violentos apetitos de los mexicanos de zonas rurales quienes, se señala a menudo, duermen sobre “un montón de armas”. 27 Sin embargo, si bien muchos residentes de Santo Domingo contaban en los años noventa historias de personas que conocían y amigos de amigos que habían oído acerca de robos, subsiste el hecho de que la cantidad real de agresiones sufridas por las personas que yo conocía en la colonia era pequeña. Además, en comparación con vecindarios donde residen los pobres en los Estados Unidos, en 2000 en la ciudad de México todavía se usaban relativamente pocas armas de fuego en robos. Por cierto, yo he sufrido muchos más robos domiciliarios en vecindarios obreros y de clase media de los Estados Unidos que en barrios similares de México. Aun así, que los robos y asaltos en verdad aumentaron a fines de los años noventa y las dimensiones del aumento es realmente menos importante que el hecho de que sin duda en este período creció un sentimiento general de indefensión. Y, aunado esto a la frustración por las elecciones que parecían no lograr nada y una declinación de los movimientos sociales organizados en todo el país, que se sumaron a una dramática reducción del poder adquisitivo después de la crisis económica de 1994­1995, muchos residentes de Santo Domingo tenían buenas razones para temer por el futuro. Es bastante malo que uno pierda la fe en la capacidad y buena voluntad de un poder externo —sea éste religioso o gubernamental— para intervenir en favor de uno. Pero, cuando una cantidad considerable de personas que se enorgullecen de haber mejorado sus vidas gracias a sus propios esfuerzos ya no se sienten capaces de esa autosuficiencia y de actuar en forma autónoma, pueden prevalecer con más facilidad soluciones fragmentarias a los problemas. Los rituales de la resistencia se ensayan periódicamente en Santo Domingo, como en otros barrios pobres del mundo. En opinión de la mayoría de mis amigos de la colonia, si allí son evidentes formas encubiertas y ocultas de resistencia, esto no obedece básicamente a que las personas saben demasiado para intentar otra cosa, ni siquiera a que son demasiado inteligentes para pretender transformaciones más notables. Así como la inactividad no es necesariamente equivalente a la pasividad, tampoco la resistencia representa de manera automática una medida correctiva de las formas organizadas de lucha. Los ricos y los pobres no se enfrentan en dos ejércitos bien integrados en la ciudad de México porque, entre otras razones, los ricos y los
Gutmann ­ Resistencia 28 pobres no son clases homogéneas. Ciertamente, al igual que en Santo Domingo, los debates y los desacuerdos dentro de las colonias populares de la ciudad de México son manifestaciones de la lucha por sobrevivir y por resistir. Pero también son algo más, porque son componentes del esfuerzo por tomar conciencia de las razones de la opresión y los medios para transformar las sociedades en formas fundamentales. Aun en una era de pragmatismo postsocialista y de disminución de las expectativas de un cambio social, son de un provecho limitado las teorías que reducen las aspiraciones y también las vidas de los desposeídos en nombre del realismo obrero. Notas 1. Vendedores ambulantes que se instalan cerca de la Universidad Nacional Autónoma de México. 2. Estas críticas a Sagan por no decir nada nuevo se repetían en los Estados Unidos en esa época, especialmente en ciertos sectores académicos donde se alegaba que Sagan simplificaba la compleja astronomía para las masas. Sin duda existieron decisiones editoriales involucradas en el propósito de explicar el cosmos a un público amplio, cuyos integrantes en su mayoría no tenían una formación de posgrado en astrofísica. Aun así, me pregunto cuánto rencor tenía su origen en (además de celos pueriles) la opinión de que, si millones de personas aprecian la astronomía, debe ser mala o, al menos, estar presentada en forma deficiente. 3. El curso de nuestra conversación cambió entonces cuando Gabriel me preguntó: “¿Ya hiciste tu tesis? ¿Tienen tesis allá?” Le dije que las teníamos y que yo todavía debía hacerla al regresar a Gringolandia. Él quería saber qué título le daría y pasamos cierto tiempo discutiendo distintas posibilidades. 4. Estoy en deuda con Michael Kearney, quien leyó minuciosamente el trabajo anterior y este capítulo y me brindó sugerencias para mejorar ambos. 5. Para los movimientos sociales en la región, véanse especialmente Álvarez, Dagnino y Escobar (1998); Eckstein (1989b); Escobar y Álvarez (1992)¸ Foweraker y Graig (1990); y Massolo (1992). 6. Ciertamente, los involucrados en los multifacéticos movimientos feministas no serían incluidos en esta categoría generalmente desmoralizada; los estudios sobre las mujeres, el feminismo y el género, la queer theory (la teoría de la homosexualidad) y los movimientos políticos asociados con el feminismo concebido en forma amplia eran excepcionales en los Estados Unidos, al menos, en cuanto a que su influencia creció, si bien en rachas, en lugar de desvanecerse en este período. 7. En relación con esto, véase la discusión de Hertzfeld (1997, p. 14) de los modelos binarios de la elite y la gente común y corriente y las consiguientes afirmaciones y disputas acerca de esta atribuciones. 8. En esto también interviene un problema metodológico. En México, como en los Estados Unidos y en muchos otros países del mundo, cuando los antropólogos realizan trabajo de campo en sus pueblos natales, por lo general continúan viviendo en sus hogares habituales, comúnmente en barrios de clase media. No obstante, su trabajo de campo casi siempre se lleva a cabo en áreas más pobres. En consecuencia, a menudo tienen que trasladarse desde el vecindario de una clase al de la otra. Los colegas mexicanos en general se han mostrado encantados de que yo viviera y no sólo trabajara en Santo Domingo; unos cuantos, quizás de manera defensiva, han declarado que el método etnográfico de “inmersión” durante las 24
Gutmann ­ Resistencia 29 horas del día es anticuado y ha fracasado. “Sólo los gringos serían tan pretenciosos”, me regañó un joven antropólogo. 9. Para comentarios recientes sobre Ramos, véanse Bartra (1992, pp. 75­80); Gutmann (1996, pp. 224­226); y Limón (1998, pp. 76­80). 10. De hecho, Bacardí Añejo es el ron preferido por la mayoría de mis amigos de la calle Huehuetzin. No sé si esto refleja un estándar de vida mínimamente más alto que el de otros barrios obreros, si han tenido éxito los anuncios televisivos que muestran a profesionistas jóvenes ingiriendo Añejo mientras recorren el mundo como turistas, o si mis informantes de clase media simplemente transmitieron percepciones erróneas. 11. En ese momento, un dólar estadunidense equivalía a siete pesos mexicanos. 12. Para un examen de la “cooperación” en la fiestas en Tzintzuntzan, México, véase el trabajo de Brandes (1988, p. 49). Las fiestas para la renta celebradas en los Estados Unidos son también una forma de “cooperación”, ya que amigos y vecinos pagan una entrada para ingresar a la fiesta a fin de mes, con lo cual ayudan a los anfitriones a pagar la renta del siguiente mes. 13. George Foster podría sugerir otra razón para la actividad nocturna de la mujer: el deseo de evitar la envidia de los vecinos (véase 1967, pp. 153­166). 14. Como trabajos clásicos en este género, véanse Moore (1978); Touraine (1988); Skocpol (1994); Tarrow (1994); y Tilly (1998). 15. Véanse las opiniones opuestas de Cornelius (1975) y Vélez­Ibáñez (1983) sobre la humildad o la rebeldía estructurales en diversos residentes de la ciudad de México. 16. Para una selección de las respuestas de Menchú a las críticas de Stoll (en síntesis, que ella engañó a millones de lectores al presentar como parte de su propia historia personal acontecimientos que comúnmente afectaron a los pueblos indígenas de Guatemala), véanse los trabajos de Warren (2001), Rus (1999) y Lancaster (1999). 17. Vemos aquí una conexión entre la política de supervivencia personal y la nacional: Como se muestra en el capítulo 5 sobre el TLC, para mediados y fines de los noventa había en Santo Domingo un difundido sentimiento de que, sin importar que las elites mexicanas hubieran aplicado en el pasado una política exterior independiente de los Estados Unidos, las cosas ya no eran así. En el ejemplo aquí presentado, con la investidura de la medalla del premio Nobel aparecieron en la prensa y en las calles cínicos comentarios acerca de que Salinas simulaba una oposición al régimen en Guatemala, respaldado por los Estados Unidos. Muchos de quienes pudieron haber sido embaucados por la defensa que hizo el Presidente de México de los derechos de los indígenas fueron desilusionados a su debido tiempo. 18. Para otras opiniones acerca de los campesinos de las provincias, véase Gutmann (1996, pp. 59­64). 19. La urna de Ángela fue luego trasladada a una cripta más cercana a Santo Domingo, lo cual permitió a la familia y los amigos efectuar visitas con más frecuencia. 20. Para más comentarios acerca de los ritos de la rebelión, véanse Kertzer (1988) y Gluckman (1960). 21. Para un examen conexo de la resistencia política y el empleo ritual de elementos de la conceptualización de Gluckman de estas cuestiones, véase Comaroff y Comaroff (1999). 22. Véase en el trabajo de Chodorow (1999) un análisis reciente de múltiples paralelos entre el psicoanálisis y la antropología, incluso con respecto a los enfoques metodológicos y los problemas.
Gutmann ­ Resistencia 30 23. Las discusiones actuales acerca del surgimiento del nazismo tienen algunos rasgos en común con los debates en la ciudad de México sobre la capacidad de la gente común de cambiar el curso de la historia. Eric Wolfe, por ejemplo, pone en claro que su propósito al examinar los orígenes del nacional socialismo era especialmente “mostrar cómo... las ideas se relacionan con estructuras sociales, políticas y económicas particulares del pasado y cómo resultaron atrapadas en las transformaciones de esas estructuras” (1999, p. 200). 24. Acerca de los viajes en taxi en la ciudad de México, véase también Hellman (2000). 25. Muchas de estas cuestiones son tratadas con más profundidad en la obra de Lomnitz (2000). 26. Una número creciente de mujeres fueron contratadas como agentes de tránsito a fines de los noventa, ostensiblemente porque eran (al menos al comienzo) menos propensas a exigir sobornos a los conductores. 27. Hay un rico examen etnográfico de la violencia rural en Oaxaca en el trabajo de Greenberg (1989). Bibliografía [disculpas por no haber buscado los originales y traducciones en español…] Abélès, Marc 1997 "Political Anthropology: New Challenges, New Aims." International Social Science Journal 49(3): 319­32. Abu­Lughod, Lila 1990 "The Romance of Resistance: Tracing Transformations of Power through Bedouin Women." American Ethnologist 17(1): 41­55. Alvarez, Sonia E. 1998 "Latin American Feminisms 'Go Global': Trends of the 1990s and Challenges for the New Millennium." In Cultures of Politics/Politics of Cultures: Revisioning Latin American Social Movements, edited by Sonia E. Alvarez, Evelina Dagnino, and Arturo Escobar, 293­324. Boulder, Colo.: Westview. Alvarez, Sonia E., Evelina Dagnino, and Arturo Escobar, eds. 1998 Cultures of Politics/Politics of Cultures: Revisioning Latin American Social Movements. Boulder, Colo.: Westview. Bartra, Roger 1992 The Cage of Melancholy: Identity and Metamorphosis in the Mexican Character. Translated by Christopher J. Hall. New Brunswick, N.J.: Rutgers University Press. 1999 La sangre y la tinta: Ensayos sobre la condición postmexicana. Mexico City: Oceano. Brandes, Stanley 1988 Power and Persuasion: Fiestas and Social Control in Rural Mexico. Philadelphia: University of Pennsylvania Press. Castañeda, Jorge G. 1993 Utopia Unarmed: The Latin American Left after the Cold War. New York: Vintage. Chodorow, Nancy J. 1999 The Power of Feelings. New Haven, Conn.: Yale University Press. Comaroff, Jean, and John Comaroff 1999 "Occult Economies and the Violence of Abstraction: Notes from the South African Postcolony." American Ethnologist 26(2):279­303. Cornelius, Wayne A. 1975 Politics and the Migrant Poor in Mexico City. Stanford, Calif.: Stanford University Press.
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