pdf Rubén Darío, ¿clásico o romántico?

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RUBÉN DARÍO, ¿CLASICO O ROMÁNTICO?
POR
RAÚL SILVA CASTRO
Después de la impresión inicial del encantamiento de la forma,
en el cual Rubén Darío fue sin duda eximio, parece llegada la hora
de investigar y de examinar, calando si es posible, los reales motivos
que tuvo el poeta para hacer lo que hizo. Estamos entrando en el período ingrato de las definiciones. Pretendemos saber si hay algo tras la
brillante corteza, y no nos parece ya irreverencia ni acto de dudoso
gusto conocer lo que leyó el escritor antes de escribir, e inquirir lo que
soñaba antes de tomar la pluma, y también durante este acto primario
y sustancial de la expresión.
Podemos avanzar más lejos aún, para explorar en el arte de Rubén
Darío los agregados, los cambios de nivel, el material de relleno y ver,
en suma, si éste siempre es noble o si, de vez en cuando, admite alguna
liga, de las que subrepticiamente echa mano el albañil cuando no le
vigila, alerta, el ojo del capataz. Salvo el caso de una mera exclamación, el lenguaje conlleva una estructura, y suele ella ser tan compleja
y constar de tantos elementos que desarmarla es un esfuerzo de paciencia y de tacto.
Pero sin ir tan allá, sin descender a esos pisos soterraños de la
emoción y de la sensibilidad, donde aflora el primer embrión del
poema, si de verdad el poema nace como una criatura, y se desarrolla
y crece; sin ir tan lejos, para iniciar estas exploraciones podremos
revivir la vieja querella de las escuelas, más de una vez sugerida o evocada en tratándose de Rubén Darío.
Benedetto Croce intentó un día definir el romanticismo, y dijo que
éste exigía del arte, sobre todo, la efusión espontánea y violenta de
ios afectos, para enumerar en seguida amores, odios, angustias, júbilos,
desesperanzas y elevaciones. Si esto es efectivo, el artista romántico
propendería a decirlo todo y a decirlo con exageración, sin mucho
respeto a la serenidad de relaciones que pudiera exigirse, a fin de que
autor y lector se entiendan bien acerca de lo que aquél sugiere y de lo
que éste desea saber. Agrega Croce que en atención a tales exigencias,
el romántico se complase en imágenes vaporosas e indeterminadas,
y adopta un estilo roto y fragmentario, de vagas sugestiones, con frases aproximativas, a modo de esbozos torcidos y turbios. Es, abrevian368
do, arte llamado a producir con frecuencia la impresión de que el
autor, inquieto, presuroso, no atendió a trabar prolijamente sus elementos y dejó, en fin, con algún grado de inverecundia, cabos sueltos.
Y haciendo oposición a este arte de esbozos truncos, señalaba más
adelante el ilustre esteta cuáles eran, en su sentir, los rasgos del arte
clásico, o mejor: del clasicismo en contraste con el romanticismo.
Croce apunta entonces cómo el clasicismo gusta del ánimo apagado
y no violento, del dibujo completo y acabado, de las figuras estudiadas
en su carácter y precisas en sus contornos. Le pareció, asimismo, que
el artista clásico, o clasicista, tendería a la ponderación, al equilibrio,
y no sería en nada esquivo a la claridad. Abreviando, decía el ilustre
pensador italiano que el clasicismo tiende resueltamente a la representación, así como el romanticismo tiende al sentimiento.
Ahora bien: ¿y qué ocurriría si tomando estas definiciones de
Croce, fruto de tan dilatada meditación sobre el arte, las aplicáramos
a la obra de Rubén Darío? ¿Entenderíamos mejor el fenómeno introducido por éste en las letras de lengua española? ¿Nos daríamos más
cabal cuenta de cuáles fueron sus adquisiciones, su innovación, el
legado que deja, el mensaje a que abría paso su verso? Estos procedimientos de aproximación para captar la esencia de la creación suelen
parecer insuficientes al vulgo, el cual propende a creer.tan elevado el
nivel de la obra literaria, que nada puede acertar jamás a definirla.
'Los tratadistas de la estética, los críticos literarios, los historiadores de
la literatura serán, por lo común, menos exigentes. La definición fina
y ponderada de Croce, erigida sin duda en una sensibilidad singularísima, jamás entorpecida por intensas jornadas de estudio, puede ser,
pues, una llave ganzúa que nos abrirá algunos de los cofres más
herméticos de la poesía de Rubén Darío.
Si esto es así, como podría ser, tendríamos en Rubén Darío, gracias
al dibujo completo de los seres evocados, así como por el don de la
medida y por el equilibrio. Nótese cómo algunos de sus poemas, acunados por una música de fácil melodía, se prolongan lo justo para
inquietar ai lector; pero no insisten, y se cortan, aun. cuando sin brusquedad, si el artista cree bastante la sugerida representación. Decorativa pompa, escenarios galantes, atuendos primorosos, castos desnudos,
se dan a porfía en el estilo del poeta nicaragüense. Se le verá seducido
por el ambiente de la mitología griega, antes que por las toscas sugerencias del pasado americano, al cual, sin embargo, de vez en cuando concedió alguna mención en sus versos. Pero le seduce más la
Francia de los Luises, por la mucha seda que ve en torno al talle de
sus damas, por el concepto sutil que se desliza de los labios del abate
voluptuoso y por la danza pausada y leve en donde se han compro369
CUADERNOS. 212-213.—9
metido el fino pie, el zapatito de rojo tacón, el empeine, la pantorrilla,
el muslo...
De las aves, prefirió el cisne, en cuya albura de nieve deleitaba el
ojo; la paloma, en quien se le antojó ver candentes hogueras pasionales; el águila, de majestuoso vuelo desde que había acompañado a
Júpiter en su trono. Buscó con ansia el azul, entendiendo ya no sólo
un color que se ofrece en las flores y en las plumas de algunos pájaros,
sino más bien un estado de alma, refugio para los soñadores, región
alejada, distante, inmersa en la quietud ilimitada del espacio, comarca
a donde se allega el artista cuando quiere, a solas, crear.
Pero Darío no anduvo solamente tras eso, a pesar de la brevedad
de su vida, dentro de la cual ciertas horas hubieron de ser derrochadas
en torno a mesas opimas abastecidas de suculentas viandas y regadas
de capitosos vinos; existencia en donde hubo, además, periodismo de
alto y de bajo coturno, alguna lucha política, diplomacia, empleos
viles para ganar el pan cotidiano, y noches de bohemia gemebunda
y aterida. Puede añadirse, en fin, y sin el ánimo de ennegrecer demasiado el cuadro, que Darío careció de método en su trabajo, y en
cierto grado improvisó casi todas las composiciones que de él se conocen, inclusive las mejores. Sólo grandes poemas de encargo (a la Argen^
tina, a Mitre) pudieron ser elaborados en frío, a conciencia, sabiendo
cuál era el riesgo y la ventura a la vista. Los demás, con alguna
excepción, salieron de pronto, en cualquier alto del camino, en el velador del hotel, en la mesa del café, en el álbum tentador y propicio,
tras el cual sonreían los ojos misteriosos de la dama que bien podía
hacer seguir el libro de una cita galante.
Y es que, a pesar de la brevedad de su vida, en Rubén Darío hay
también algo del informe y suelto romanticismo, cual lo describe
Benedetto Croce. En su obra vense amores, odios, angustias, júbilos,
sentimientos todos en cuyo seno, llegado el instante de la expresión,
Darío sabe depositar la magia del estilo, con luces y piedras preciosas.
La expresión directa, hija de la ecuación, es poco frecuente en su verbo.
Tiende, por inclinación espontánea y acaso irresistible, a la expresión
fina, alquitarada, exquisita, llamada a satisfacer clientelas aristocráticas, antes que al vulgo, apellidado por él municipal y espeso, como
signo supremo de asco. No es poeta de multitudes; no lo entenderán
los demócratas, sintetizados para el poeta en el estrepitoso Walt Whitman, y, en consecuencia, le negarán desde el momento en que habiendo triunfado se dediquen a arrasar lo excelente y lo selecto.
En las vecindades del centenario me ha parecido conveniente evocar algunas de estas ideas surgidas al filo de la lectura de Darío, evitando en lo posible el fácil despliegue de fuentes eruditas, citas y demás
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aparato de comprobaciones textuales, útiles, pero enojosas. Rubén
Darío nació, en Nicaragua, en 1867. Arabuló por muchos países, y, en
definitiva, donde menos vivió fue en su Nicaragua natal, cuyo ambiente se le antojaba estrecho y demasiado primitivo para sus ansias principescas y para sus apetitos de sibarita, excitados ya en la infancia.
Y ahora, en la altura del centenario, la obra de Rubén Darío oscila
en el filo de la navaja, balanceándose entre la negación extrema de
unos y la indiferencia de los más. Ha pasado; pasó; ya no existe.
Le acribillan las dudas y las reservas, y hay quienes, en su fuego, la
ridiculizan y chotean sin advertir que este juego de chirigotas y de
retruécanos ha podido hacerse, y en realidad se ha hecho, con todos
los poetas de todos los tiempos, sin exceptuar a ninguno, a condición,
eso sí, de reconocerse en su obra la grandeza indispensable para que
el chistoso de turno se detenga en la obra y se decida a tornarla en
blanco de sus bufonadas.
En el filo de la navaja... Por allí andamos, pues, cuantos creemos
que Rubén Darío es algo más que tema de pullas. Clásico, aspiró
a diseñar seres de fino rasgo con palabras precisas, en poemas de acabada estructura. Romántico, vertió acerbos dolores en versos, a los cuales la carga emocional no logra romper. Y por encima de todo, creó
un estilo propio, llamado habitualmente modernista, que ahora se nos
ofrece para el estudio. Quienes, hayan contemplado las celebraciones
de este centenario sin extremo disgusto, convendrán en que no será
perdido el examen de la sensibilidad modernista si mediante él nos
acercamos a vislumbrar el misterio del alma hispanoamericana. La
hurañez, la desconfianza, la altivez, el silencio hosco y contenido, la
abulia, la ingenuidad en el contento, la ensoñación en dotes inalcanzables, la pérdida de la fe, el cósmico desencanto de la vida, el remordimiento, tantas cosas y tantos sentimientos que afloran, de golpe
y a un mismo tiempo, o en grados alternos y sucesivos, en el alma del
hombre hispanoamericano, hallan en Rubén Darío un expositor de
privilegiada importancia. En la brevedad de su obra cabe todo eso,
y cabe más sin duda, puesto que cupieron asimismo algunas gotas
de poesía.
RATSI. SILVA CASTRO
Ahumada, 131, Casilla 4156
SANTIAGO DE CHILE
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