GUERNICA Y LA MUERTE DE MOLA El lunes -26 de abril de 1937- era día de mercado en Guernica y a las cuatro y media, la campana de la torre de la iglesia comenzó a sonar con estrépito... Unos minutos después, apareció un Heinkel 111 y lanzó seis bombas de calibre medio (25 kilos), cerca de la estación... Pasaron quince minutos y la gente salió de sus refugios. De pronto se oyó un insistente ronroneo de motores hacia el este... Eran Junkers 52... Volaron pesadamente sobre Guernica y las bombas caían pesadamente en línea, después de cada pasada... En una ciudad pequeña y compacta como Guernica casi siempre alcanzaban algún edificio. Las bombas penetraban en los refugios... Una escuadrilla de cazas Heinkel 51... Cuando la población aterrorizada escapaba de la ciudad, descendieron a ras de tierra para barrerla con sus ametralladoras... Serían aproximadamente las cinco y cuarto. Durante dos horas y media escuadrillas integradas de tres a doce aviones de tipos Heinkel 111 y Junker 52, bombardearon Guernica despiadadamente. La versión anterior es un extracto de la crónica que publicó The Times, de Londres, de su cronista George Steer, que fue el primer periodista extranjero (ingles) que visitó la ciudad destruida bárbaramente desde el aire como demostración del poder terrorista de la aviación en actos bélicos. La crónica de Steer causó verdadera sensación en todo el mundo y así empezó a materializarse en la mente de la opinión mundial el vocablo «Guernica» como sinónimo de «agresión terrorífica desde el aire», que ocho años más tarde se vio complementado por el vocablo «Hiroshima». De este vergonzoso hecho para toda la humanidad, no se ha podido reconstruir la historia con exactitud. Se atribuyó el ataque a la Luftwaffe de Goering, que tenía a hombres y aviones operando en los cielos españoles, encuadrados en la Legión Cóndor; pero ha faltado el documento que atestigüe el hecho. Hay que decir que el archivo especial dedicado a la Legión Cóndor y que se guardaba en Berlín, desapareció totalmente incendiado en uno de los bombardeos de la capital del Reich; los documentos de la Legión Cóndor que se conocen proceden de los archivos de alguna de las tres armas que recibieron copias de ciertos informes especiales. Cuando falta poco para cumplirse medio siglo de la destrucción de Guernica se admite, como la más probable, la siguiente versión: EI coronel Hugo von Sperrle, prototipo con su monóculo del cumplimiento prusiano de las ordenes superiores, recibió una terminante orden de Berlín, por un enviado directo, para que ejecutase como jefe de la Legión Cóndor, y sin comunicar la acción ni a Franco ni a Mola, una operación sobre un determinado objetivo civil para ver prácticamente hasta que punto se podía causar el terror en una población mediante un bombardeo aéreo. La acción se llevó a cabo con toda eficacia, pero lo que no esperaban los autores de la orden dada -la máxima responsabilidad se atribuyó a Goering- fueron las repercusiones que tendría la destrucción de Guernica en la opinión mundial. Los servicios de propaganda de Goebbels se apresuraron a lamentar lo ocurrido en Guernica, pero declararon rotundamente que ningún avión alemán había participado en la acción. Ribbentrop, que entonces actuaba de embajador alemán en Londres, protestó oficialmente ante Eden contra la incorrecta información que la prensa inglesa y la Cámara de los comunes habían dado sobre la destrucción de Guernica. Burgos, por otra parte, atribuyó lo ocurrido allí al propio gobierno vasco, que incendió la ciudad para explotar el hecho en el campo de la propaganda. La incertidumbre duró hasta finalizar la segunda guerra mundial. Fue en el curso del proceso de Nuremberg, en octubre de 1946, cuando Goering, en los nueve días que duró su interrogatorio, declaró: «Guernica fue un banco de prueba para la Luftwaffe. Fue una desgracia; pero no podíamos obrar de otra manera, pues no podíamos hacer otra cosa que experimentar nuestras maquinas.» También Adolf Galland, el famoso as de la Luftwaffe, que aun no había llegado a España cuando la destrucción de Guernica, al tratar del tema en sus memorias (Die Ersten und die Letzten) escribió que se trataba de un error a causa de la inexperiencia de las tripulaciones, pero admitió que los miembros de la Legión Cóndor ponían cierta resistencia a discutir el asunto. La tragedia de Guernica, recordada de manera impresionante por el cuadro de Picasso exhibido en la Exposición de Paris el mismo año 1937, dejó una sensación de horror y terror en la mente de muchísima gente. Cuando en septiembre de 1938 estuvo Europa al borde mismo de caer en una nueva guerra mundial, a causa de las exigencias de Hitler para hacerse con la región de los Sudetes que formaba parte de Checoslovaquia, el fantasma de Guernica rondaba por Londres. Neville Chamberlain, primer ministro británico, trabajó incansablemente para alejar de nuestro continente el conflicto bélico que se estimaba como inevitable. El historiador A. J. P. Taylor (English History. 1914-1945, editado en 1969 por Oxford University Press), cuenta que mientras Chamberlain hablaba en los Comunes el 28 de septiembre, los parlamentarios «estaban sentados tensos, pensando, como la mayoría de sus lectores, que Londres estaba a punto de sufrir el destino de Guernica y de otras poblaciones indefensas de España». Entonces pasaron a Chamberlain el mensaje de Mussolini comunicándole que Hitler había aceptado la reunión de los Cuatro, que tuvo lugar en Munich y fue la base del famoso Pacto de Munich. Es oportuno recoger esta opinión del historiador inglés porque, además de registrar la impresión que la destrucción de Guernica causó en la población británica, sirve para señalar que Goering tuvo oportunidad de confirmar los efectos que el «terror aéreo» causaba en los centros urbanos, tesis que se aplicó en Varsovia, Rotterdam, Londres, Coventry e infinidad de ciudades que en parte fueron destruidas por los aviones de bombardeo. Los aviones tuvieron un papel destacado en la guerra civil española: el general Sanjurjo halló la muerte al incendiarse su aparato cuando partía de Portugal hacia Burgos para ponerse a la cabeza del alzamiento militar; el general Mola no pudo entrar victorioso en Bilbao, porque su avión se estrelló en la mañana del 3 de junio cerca del pueblo de Alcocero (Burgos). Pocos detalles se dieron del accidente, pero se señaló que la mañana estaba cerrada de niebla y el aparato sin duda perdió altura y se estrelló, lo que quiere decir que eran muchas las dificultades que se acumularon para una correcta aviación; pero el capitán Chamorro, que pilotaba la maquina, además de estar considerado como muy hábil tenía la ventaja de conocer a fondo la ruta por los muchos vuelos que había realizado. Esto dio pie a que circularan varios rumores sobre la desaparición de Mola; el embajador alemán general Von Faupel, al informar a Berlín sobre el caso, se refirió a los rumores que circulaban de que en la cabina del avión se encontraba una bomba y añadió: «El Generalísimo, sin duda, se siente aliviado por la muerte de Mola. Recientemente, me dijo: "Mola era bastante obstinado, y cuando le daba directrices que diferían de sus propios puntos de vista, me decía a menudo: ¿Es que ya no tienes confianza en mi para el mando?» Esta versión del diplomático alemán, junto con la impresión que captaron varios de los colaboradores del Generalísimo sobre la imperturbabilidad con que recibió la mala noticia, dieron pábulo a varias especulaciones a lo largo de la historia del franquismo. Se debe añadir que al lado del rumor de la bomba de tiempo colocada en el avión, a lo que se refirió Faupel, se habló igualmente de sabotaje en el altímetro del aparato, lo que explicaría que un hábil piloto y buen conocedor del trayecto como el capitán Chamorro fuera a dar con la ladera de una colina próxima a Castil de Peones. En todas las catástrofes en las que desaparece un personaje importante, siempre surgen versiones que se alejan de la verdad. En el caso presente procuré hacerme con una copia del informe que los expertos debieron realizar sobre el accidente Alcocero y lo busqué en el archivo del Ministerio del Aire. No lo encontré y repetí la operación en el archivo particular del general Kindelán, que entonces era el jefe de la Aviación nacional. Tampoco lo encontré, por lo que concluí que me encontraba ante otro misterio de esta época tan revuelta y que probablemente jamás se podrán aclarar bien las cosas. Mola siempre se portó con lealtad, después de aceptar la jefatura de Franco. Pero esta lealtad se diferenciaba de todo subordinado disciplinado obediente a las órdenes del superior que se acatan sin chistar. Pese a su formación militar, en que se acepta que el jefe tiene siempre razón, Mola no podía decir blanco si lo que veían sus ojos era negro. Así ocurría que se había acostumbrado a decir claramente lo que pensaba a Franco, aunque supiese que el Caudillo opinaba de otra manera. Se han dado algunos ejemplos de cuáles eran las ideas de Mola que marcan diferencias con las de Franco: «Somos católicos, pero respetamos las creencias religiosas de los que no lo son»; «Libertad de enseñanza, dentro de la moral sentida por el pueblo español», y «Queremos una España culta y soberana, que no tenga que mendigar del extranjero». Mola, por otra parte, que contó con la colaboración de los tradicionalistas desde el primer día del alzamiento, no podía ver con buenos ojos el afán de las camisas viejas de la Falange de acaparar todo el poder político. Personas que pasaban por bien informadas, tanto en Pamplona como en Burgos, sostenían que Mola, una vez conquistado Bilbao por el ejército que él mandaba, se apartaría de la conducción militar de la guerra para convertirse en jefe del primer gobierno que se formaría en la zona franquista. Serrano Suñer ha explicado que Mola pensaba plantearle a Franco el problema de la división o reparto de poder. «Mola opinaba que Franco, con la jefatura del Ejército y del Partido, tenía ya bastante, pero que el gobierno era una función muy importante y exigente y que no se podía estar con cierto barullo. De modo que Mola le iba a plantear a Franco ese problema de repartir el poder, de ser él el jefe de gobierno.» (Heleno Saña, El franquismo sin mitos, Barcelona, 1981, p. 84.) Mola desapareció del escenario guerrero y Franco conservó hasta 1973, o sea durante 36 años, hasta la designación de Carrero Blanco para la presidencia del Gobierno, los cuatro más altos cargos del país: jefe del Estado, presidente del Gobierno, jefe del Partido y Generalísimo de las Fuerzas Armadas. Pero si nos apartamos del terreno de las especulaciones y nos ceñimos al terreno de las realidades, se llega a la conclusión que la desaparición de Mola se tradujo en una mayor apertura para la labor de los aduladores y oportunistas; Franco, a causa de su inclinación a ver con optimismo la solución de los arduos problemas, necesitaba a Mola para que le llevara la contraria y le obligara a pisar firme en tierra. Debe admitirse como cosa probable que, sin la ausencia de Mola, ciertas cuestiones capitales que se fueron planteando hubieran encontrado probablemente otra solución, por lo menos de haber podido actuar como jefe de Gobierno, como esperaba, la voluntad franquista no habría adquirido un tono absolutamente totalitario. Los servicios oficiales de propaganda poca atención dedicaron a cultivar la memoria de Mola; parecía como si ensalzar el papel del general que tuvo en sus manos la organización del alzamiento redundaba en perjuicio de la gloria del Caudillo. Dos años después de su muerte, el 3 de junio de 1939, Franco inauguró el monumento que, en memoria de su compañero de conspiración, se levantó en los cerros de Alcocero. Puede decirse que se trató del último homenaje oficial dedicado a esta primera figura del alzamiento militar de julio de 1936. Las hierbas del olvido cubrieron la ruta que sólo conduce al lugar del monumento. Transcurrieron muchos años -quince- para que Franco se ocupara nuevamente de su compañero. Y lo hizo en tono confidencial con su primo y secretario Franco-Salgado. Con fecha 31 de diciembre de 1954 Y en Mis conversaciones privadas con Franco, se lee: «Cuando se preparaba el Movimiento, Mola me dijo que tenía que ser yo el jefe, y le contesté que Goded, por ser más antiguo, se resistiría a obedecerme, y lo mismo Queipo de Llano... Por ello pensamos en el teniente general Sanjurjo, muy bueno, no de gran cultura, pero que se dejaba aconsejar.» Tres años más tarde -el 4 de noviembre de 1957- en una nueva confidencia habló Franco de las dos condiciones que impuso Mola para sumarse al alzamiento: «La primera, que dicho movimiento no fuese contra la república y la segunda que se debería seguir usando la misma bandera con el color morado.» Bien se puede añadir que Franco con estas confidencias poco contribuyó a subrayar el mérito que se apuntó Mola como organizador y autor de la primera etapa del alzamiento militar, que se transformó en cruenta guerra civil. Los historiadores que puedan manejar los papeles que dejó Mola tienen tema para puntualizar uno de los capítulos apasionantes contemporáneos, el de las relaciones que mantuvieron los generales que encabezaron el movimiento. Antes de transcurrir un mes de la desaparición de Mola se apuntó Franco todo el apoyo religioso, mediante la carta colectiva firmada por todos los obispos españoles, menos dos, que supuso la legitimación espiritual del levantamiento militar y la justificación de la guerra. En este Importante documento, fechado el 1 de julio de 1937, se encuentra a faltar una referencia a la destrucción aérea de Guernica y una condena, como ya lo habían hecho otros poderes religiosos mundiales, del empleo de la aviación para sembrar el terror en las poblaciones civiles. Se trata de un hecho que no se puede olvidar cuando se enjuicia la conducta de la jerarquía eclesiástica de entonces.