Ecce Homo

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ECCE HOMO
HOMILÍA DE VIERNES SANTO
L
as objeciones al cristianismo suelen ser pueriles,
caprichosas o por demás, falsas. Que se exige moralmente
demasiado por aquí o que se demanda adherir en fe con
excesiva vehemencia por allí... yo sólo hallo una objeción
que en verdad me resulta decisiva, por cierto poco expuesta: el
cristianismo es nefasto porque hace apología de la debilidad.
Mientras el Hombre, en el correr de su conflictiva historia,
intenta erguirse, emanciparse, superar sus costumbres rastreras,
la cultura cristiana, en vez de aportar, le canta loas a lo débil y
hace de la infame humildad el terreno hediondo en que cultivar
un modelo de Humanidad deplorable.
Hasta aquí, Friedrich Nietzsche.
Y aunque brama el populoso río de tinta cristiana, ávido por
retrucar al alemán, los invito desde la santidad del cíclico
Viernes -el del Gólgota, el del Diariovivir- al atrevido desafío de
enfrentarnos a estas palabras y tal vez asumir y aceptar -o
sospechar al menos- que contienen, aunque mal ponderada, una
gran verdad. Verdad que solemos disfrazar con los más curiosos
y diversos ropajes. Verdad que no se inscribe en esa cadena
periférica de enunciados que conforman las afueras del nuestra
fe, sino que toca su epicentro, su recámara central y fontal:
Jesucristo y su modelo de santidad.
Nos gusta leer vida de santos. De los de las épocas de la
persecución romana hasta los actuales. Todos nos arrancan
devoción y entusiasmo. Y aunque todos santos, más santos si
derramaron la sangre. Quién no se ha estremecido al leer el
martirio de san Lorenzo, pidiendo ser dado vuelta en la parrilla
para ser asado parejo; o los relatos de esas niñas romanas atadas
a los cuernos de los toros echadas al circo romano; la hidalguía
de santo Tomás Moro o santa Juana de Arco subiendo al
cadalso... o tantos otros.
Hoy se nos ha dado a leer la historia de otro santo y el contraste,
además de abrupto es desconcertante: el santo y feliz Jesucristo
tiembla como un niño ante la muerte inminente, pide refugiarse
en el calor y la compañía de sus amigos y pide a Dios que aleje
de él la prueba. ¿Quién es este hombre que termina muriendo a
los gritos con una deformidad en el rostro que espanta y que
excede las bofetadas? ¿Quién es este hombre deforme tan
diferente al rostro luminoso de Esteban en plena apedreada o al
dulce rostro de la madre Teresa de Calcuta?
¿Qué extraña santidad es la que expone y ostenta desde el
Madero?
Es la santidad de Jesús. De la cual, sin mucho esmero, cabe
concluir dos cosas abruptas sino abismales: que es la santidad
primordial, fontal; y que se trata -a la luz de nuestras
hagiografías- de una santidad alternativa. Es en torno a estas
dos últimas palabras que se arremolina mi mente y mi corazón al
leer la Pasión. Y me saben a un susurro, casi indescifrable, que
desde la cumbre del Gólgota parece soplar, con la expiración del
Modelo, sobre todos los lacrimosos valles del orbe. Tal vez el
detalle escapó a la Madre, al Amado, y hasta a las otras mujeres.
Y sea el Centurión el único que aquella tarde fuera convertido
por la debilidad del Maestro.
Tal vez sea éste, tal vez haya que esperar otro, pero tengo para
mí y para ustedes una secreta sospecha y esperanza: que alguna
vez, al leer la Pasión de Nuestro Señor, nos reconciliemos con la
santidad que se nos propone allí. Y para que ello se dé, lo
primero será aceptar cierta enemistad con el modelo. O para
decirlo sin remilgues: aceptar que Cristo no es santo de nuestra
devoción. Es el “telón de fondo” sobre el cual recortamos
nuestras devociones, el referente último de nuestra fe... pero que
en lo inmediato de nuestra vida cristiana, en lo cotidiano, lo que
alimenta el entusiasmo, los recurrentes intentos, los benditos
propósitos son esos “otros” santos, cuya vida y muerte nos
fascina y cautiva. El rostro de Teresa de Lisieux, las manos
apretadas del cura de Ars, la alegría y el candor de Francisco de
Asís, la pluma de Agustín, el carisma de Juan Pablo segundo...
He ahí nuestros santos! Y en contraste con todos ellos, este
Hombre palestino: Jesús-el-Deforme, Jesús-el-Débil, el Horrible,
el Fracasado. Ante su muerte inminente no hay una plaza san
Pedro repleta rezando avemarías, y el testimonio sereno de quien
muere en comunión con Dios... No florece el almendro fuera de
estación, ni hay estigmas, ni olor a rosas... Si hiciera un milagro
desde el Madero -como en nombre de la Congregación para la
causa de los santos le reclaman los magistrados de entonces- lo
inscribiríamos con gusto entre nuestros amados santos, entre
esos valerosos que derramaron su sangre entre signos y
prodigios y cánticos triunfales.
Viernes santo es la renovada ocasión para revisar nuestro modelo
de santidad. Y esto no sólo para “hacer justicia” y devolverle a
Cristo su primacía, sino sobre todo en orden a revisar cuál es el
modelo de nuestra propia santidad: esa que con honestidad y
empeño procuramos cada aurora. Y no menos: bajo qué
parámetros descubrimos la santidad que nos rodea a diario. Y
entonces tal vez valga que algún Viernes logremos dar con la
contraseña y consigamos habilitar la santidad alternativa. Para
nosotros. Para los otros. La santidad del Gólgota. La santidad
fontal. La del apologeta de la debilidad. Ese día, cual cuaderno
nuevo, estrenaremos el santoral alternativo, donde inscribir a
aquellos ante los cuales se esquiva la mirada de todo proceso de
beatificación, pues carecen de virtudes heroicas, simplemente
porque no fueron héroes y amaron tan en lo secreto que sólo el
Padre lo sabe.
Ese día nos atreveremos a cantar la canción más bella, la que se
derrama sobre el lastimado mundo desde el Gólgota primordial,
susurro infantil de boca de un Niño desangrando.
Bienaventurado y santo, tú, sacerdote débil, que por momentos
te cuesta tanto seguir creyendo lo que celebras y avanzas igual, a
los tumbos; y en el vuelo nocturno de la duda lacerante levantas
el pan y el vino con el peso agobiante de la incredulidad
universal y susurras un debilísimo amén; bienaventurada y santa,
tú, monjita de pocas luces, de carácter poco feliz, que tu
complejísima historia te han endurecido y llagado entera por
dentro y que sufres –a ti misma y al mundo- y ofreces la opaca
agonía sin perfume; bienaventurado y feliz, tú, enfermo mental,
depresivo crónico, que no despiertas la ternura y compasión del
canceroso, del ciego o del down, porque eres difícil, porque eres
cargoso, y llevas ese sufrir sin mucha más certeza de que Dios
así lo quiso para algún secreto bien; bienaventurado y santo, tú,
irascible, mal llevado, que te doblegas día tras día por tornar más
suave y menos áspero tu infeliz carácter: porque esa sonrisa dura
y sin gracia -que arrancaste no sin violencia de tus oscuras
entrañas- es la belleza que salva; bienaventurado y feliz tú,
homosexual y afeminado, que a los tumbos renuevas cada día tu
intento por conservarte casto y renuncias a preguntarte por qué a
ti y no al de al lado semejante vergüenza y humillación
irreversible. Bienaventurados y felices todos los pobres -los de
verdad pobres-, los débiles, los que se hacen añicos con apenas
soplarlos: pues de ellos es el Reino de los Cielos. Ellos nos
preceden y no sólo ‘nos’: ellos preceden incluso a los grandes
santos, doctores y pastores, vírgenes y mártires, que no entran
sino después de esta larga fila de borrachos y prostitutas y
deformes y marginales todos del fangoso mundo. Ellos son
íconos y ecos del Gólgota primordial y completan en su límite lo
que falta a los límites del Crucificado.
Nunca terminaremos de aceptar que hemos sido salvados desde
el miedo, la locura y la lejanía de Dios. Como nunca
terminaremos de aceptar que ese miedo mío, esa marginalidad,
esa experiencia de la ausencia de Dios pueden ser mis mejores
cartas… Y que “ese” que me aburre, que me cansa, que me irrita,
que me saca, o simplemente no me llama la atención, puede ser
en medio de mi mundo circundante, el ícono más viviente de la
presencia del Señor Jesús. Y algo de razón tenemos en
desconfiar: ¡es que en qué cabeza cabe que un diminuto grano de
mostaza pueda encerrar tan bien a ese inmenso arbusto que
cobija a multitud de aves! Y si no cabe: entonces es Dios.
F
R A T E R N I D A D
M
O N Á S T I C A
D E L
C
R I S T O
O
R A N T E
CC 10 – 5561 – TUPUNGATO – MENDOZA – 02622 488967
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