Mis recuerdos de niñez son vagos. De mis primeros años apenas si

Anuncio
Mis recuerdos de niñez son vagos. De mis primeros años
apenas si recuerdo tres o cuatro episodios que se me quedaron
marcados. Los que vinieron después los recuerdo mejor, pues
mi memoria es buena y no es fácil que se me olvide un detalle.
Pero no se asusten, no les voy a aburrir dándoles detalle
por detalle; mi intención, amena intención, es sorprenderles;
déjense transportar y quizás vuelen conmigo.
Vine a nacer un 20 de noviembre del año reciente o lejano,
según se mire, 1957. Lo cierto es que he visto demasiados
cambios en este tiempo transcurrido. No todos comprensibles. A veces pienso que el reloj del tiempo se ha vuelto loco
y gira y gira sin que nadie lo frene, otras veces pienso que no
hemos cambiado nada, pero eso es meterme en filosofías, sociologías en las que no soy maestro y no quiero caer.
Quiso el destino, según me narra mi madre, que, hallándose próximo el alumbramiento, se encontrase sola y bajando la
cañada, como cada día, con el borrico, pollino o como queramos llamarlo, cargado con las enormes tinajas, cántaros para
el agua; bajaba a llenarlas de agua de la fuente, única que había
muy próxima a casa y junto a una minúscula escuela.
Descargado hasta el último cántaro y atado el borrico, al
que sin complicarse mucho se le había “bautizado” con el
nombre de Platero, que era de un color rucio claro, quiso el
infortunio, o sabe Dios, que el pollino se desatara y con su natural predisposición irracional se fuera derecho a las lechugas
de un cabrero vecino y de muy mal genio que le echó tal bron9
ca a mi madre que la dejó muda del susto; acertando a pasar
por allí un vecino, recriminó al cabrero su acción.
Vuelta a casa con su carga de agua le llegaron los dolores
de parto y medio arrastrándose pudo llegar. Aunque el susto
empezaba ahora. ¿Qué hacía allí sola? Quejándose, quiso el
Cielo que pasara una buena vecina y esta, al oírla, se asomó y
la asistió en el parto, si no, no sé qué habría sido de mí. Las
cortijadas, distantes unas de otras y divididas por una rambla o
río seco, forman la aldea donde pasé los cuatro primeros años
de mi vida.
Mi padre, tratante de ganado, pasaba todo el día fuera a
lomos de nuestra mula. Tenía tres hermanos ya, todos pequeños, y estaba por venir otro.
De esos años quizás mi primer recuerdo es lo que disfrutaba mientras la mula pasaba trillando nuestras tierras, yo sentado en la rústica plataforma de madera, daba vueltas y más
vueltas; mi padre tirando del animal, seguramente tendría a
un hermano más pequeño a mi lado disfrutando lo mismo
que yo.
El segundo recuerdo que tengo es que la escasez de agua
hacía que mi madre nos llevase a asearnos a un pequeño embalse que llamaban «de la minilla». Mientras me bañaba divisé
a una mujer al otro lado muy por encima de nosotros que le
decía algo a mi madre y que yo no entendía. Supongo que no
era nada importante… Pero así funcionaba la comunicación
entre los vecinos —a gritos—, pues la separación entre cortijada y cortijada era grande.
Mi tercer recuerdo, que se me quedó bastante grabado
pese a mi corta edad, fue a la hora de despedirnos de nuestros
vecinos, casi todos familia. Sentía lo triste, lo dramático que
esto era. Nos veníamos a Cataluña, donde desde hacía poco
10
estaba mi padre trabajando en las minas de sales potásicas de
la zona. Sobrevivir a aquella época lo exigía.
En ese momento el hombre de la casa era mi hermano
mayor, que contaba doce años y, pese a ello, él solo se subía
a la mula, bastante tozuda, e iba cada día a por el pan a Carboneras, un pueblo costero que solo distaba veinte kilómetros. Con la mayor naturalidad, hacía estas faenas u otras. Los
panaderos, cuando lo veían venir, ya le cargaban el pan, y él
volvía siempre por el mismo sitio sin mayor problema.
Pero tan pequeño vivió una aventura que varias veces me
han contado mis padres. Quiso
la casualidad que un día de esos anduvieran por allí cineastas, rodando no sé qué película de moros y cristianos; por la
época incluso podría ser Lawrence de Arabia.
Mi hermano pasaba ufano, tranquilo, curioso, hasta que
la mula que lo portaba vio los camellos, cosa nunca vista en
esos contornos; el pobre animal recibió tal impresión que se
puso a correr despavorido subiendo una estrechísima senda;
mi hermano, viendo el peligro que corría, tirose al suelo; esto
quizás le salvó la vida, pues la mula corría como alma que
lleva el diablo. Pero para asombro de todos, el animal, al no
notar el peso del niño, frenó en seco su alocada carrera.
Siguiendo con lo anecdótico, me cuentan que yo tenía la
costumbre de juntar latas y zapatos viejos y con un cordel
me construía mi propio tren y corría de aquí para allá con
mis piernas arqueadas. Esto no es recuerdo, pero parece que
pasó.
Otro recuerdo, y este sí lo recuerda mi mente curiosa y
ávida de nuevos descubrimientos: fue a la hora de partir. Un
largo cacharro todo negro que respondía a la denominación
de coche… taxi estaba a la puerta de mi casa esperando nues11
tra subida. Según tengo entendido, era el SEAT 1400 de la
Venta del Pobre, lo más grande y lujoso que corría por las
cercanías.
Por si el lector no lo ha adivinado todavía, la provincia, mi
provincia natural es Almería; podría inventarme un nombre
novelesco, que es lo que intento hacer, una biografía novelada
con un mensaje claro que espero que ustedes descubran, sin
necesidad de alejarme de la realidad.
Si esto fue curioso, novedoso para mí, más extrañaban a
mis ojos los detalles del viaje.
Para un niño no deja de ser algo fantástico ver correr los
árboles hacia atrás mientras el coche iba hacia delante. Aunque me lo hubieran explicado, no lo hubiera entendido. Otra
curiosidad que se quedó en mi retina era ver pasar tantos
coches minúsculos en forma de huevo, eran los famosos Isetta italianos, era lo que más se veía en el transcurso del viaje.
Corría el año 62 y estaba por llegar el apogeo del 600.
En este SEAT 1400, poco fabricado, viajábamos el taxista,
que llamaré Pepe, mi madre, mi hermano mayor, mi hermana
mayor, que tendría tres años menos, mi otro hermano nacido
antes que yo, y que no llega a los tres años lo que me lleva,
este narrador y el pequeño de la casa, que venía ya con dos
años recién cumplidos; yo estaba próximo a cumplir los cinco
añitos.
Algo nuevo se iba despejando ante mis ojos, con tan corta
edad no podía racionalizar si para mejor o peor.
¿Podía Jesucristo recién nacido acaso saber a dónde y a
qué iba a Egipto, escapando de Herodes, hace dos mil años?
¡Pero volvió!
Mis hermanos mayores tienen más capacidad de recuerdo,
principalmente el mayor, que muchas veces me ha dicho que
12
recuerda aquello como si lo hubiera vivido ayer y que con los
ojos cerrados pasaría por todos aquellos añorados contornos,
pues los conoce y recuerda como si fueran la palma de su
mano; pese a todo, paradójicamente, es el único de todos los
hermanos que no ha vuelto a ver el cielo más azul de España.
Hoy día habla el catalán con toda normalidad. Pero esto
no quiere decir nada. Verdad bien grande es que la tierra tira.
Él guarda un recuerdo bucólico de sus paisajes y alguna vez
aflorando el romanticismo me ha dejado ver que le dolería
ver aquello totalmente cambiado. Le dolería como a un niño
al que le arrancan su pasado.
Viajábamos sin más contratiempos que los empujones
que teníamos que darle al coche cuando paraba y de nuevo
queríamos reiniciar la marcha; parecía una mula tozuda, resabiada quizás por el mucho castigo que llevaba ya encima.
De mi hermano mayor he escuchado el susto mayúsculo
que se llevó cuando mi hermana, al otro lado, creyendo que
el coche se ponía en marcha y se iba sin ella, cruzó toda la carretera a la altura de Valencia sin precaución alguna. ¡Gracias
a Dios y a la Virgen de los Desamparados! que en aquellos
tiempos se veía un coche de cuando en cuando y tampoco
tenían tantos caballos como ahora.
Repuestos del susto, seguimos nuestro destino hasta pisar
tierras catalanas y llegar a la casa que mi padre había alquilado; lo primero que reconocí es a mi padre asomado al balcón.
Ya nos esperaba. Se conoce que nos echaba de menos. Sucediéronse los besos y abrazos, pues en mi tierra somos muy
efusivos y cariñosos con la familia, aunque quizás de los más
desatentos luego, pecando de desprendidos.
Parece ser que llegamos de mediados a finales de septiembre. Acababa de pasar la desgracia del Vallés Occidental, que
13
se cebó con los inmigrantes que se habían mal aposentado en
la ribera de la riera de Rubí.
Nosotros elegimos la cuenca del Llobregat en su curso medio, en la comarca del Bages; corazón de Cataluña por su situación geográfica.
Fabril en hilados y tejidos, con sus antiguas colonias y fábricas de finales del siglo XIX, y, por otra parte, minera, por sus
ricos yacimientos de sales potásicas, donde mi padre trabajaba
en la mina como ayudante de minero; en el 66 lo ascendieron
a barrenero pasando de cobrar 80 a 89,50 pesetas. Esto le aumentó la moral, se podría decir, o mejor cantar al ritmo de la
canción de Antonio Molina. Mi padre solía cantar de cuando
en cuando, y no berreaba. Quizás lo hacía para no ver la realidad de este nuevo drama en su vida, pues, siendo de la quinta
del Biberón, pasó la guerra como voluntario u obligado, ya que
era un anarquista convencido.
Nacido el 23 de febrero de 1918, le cogió la historia con
dieciocho años en la zona roja.
Con quince años ya había corrido por Francia, Andorra y
por unas minas de carbón al pie del Pedraforca de las que ahora solo existe el recuerdo. Minas de aquellas propias del Oeste
americano, en las que te pasas dos años trabajando sin cobrar
nada, y no digas de quejarte, que tenías a la guardia civil a la
puerta de tu casa. ¡No era feudalismo, pero casi casi!
Eran principios de siglo y aún había costumbres en la clase
dominante más propias del siglo anterior —herencia de la esclavitud— que del siglo XX.
Ahora, a finales del segundo milenio, con tantas leyes y derechos luchados y ganados, parece que no hayamos cambiado
tanto. Y la justicia no es esto.
Pero vayamos paso por paso recorriendo la historia.
14
Estaba por llegar el invierno. Aquel famoso invierno del 62 en
que cayó tal nevada cual no he vuelto a ver. Fueron veinte, treinta
o más centímetros que permanecieron durante semanas.
Para mí era algo nuevo, desconocido; correteaba por ella mientras podía mantenerme firme. Así hallé a mi primer amiguito, de
mi misma edad, aproximadamente. Lo que más nos gustaba era
ver a los pájaros gregarios y silvestres que apenas se movían del
sitio a tu paso. Estaban exhaustos, pues les era imposible comer,
encontrar comida. Ahora siento pena. Pero entonces los veía tan
lindos que no podía resistirme a cogerlos. Fueron unas semanas
blancas que nunca olvidaré. Estando en las estribaciones prepirenaicas, veo la nieve, diviso a lo lejos, por el norte en la Molina, Rasos de Paguera, sierra del Cadí; mirando un poco al noroeste se ve
el Port del Comte y por el noreste, el Puigmal y las estribaciones
francesas. De año en año se ve caer algún copo de nieve por aquí
que al día siguiente, si no se ha helado, se ha deshecho. También
cuando la nieve viene de levante se ve Montserrat nevado en sus
más elevadas alturas; sin nombrar el Montseny. También cuando
se acerca un poco más se ve nieve en la sierra de Queralt, llamado
el Balcón de Cataluña, pues hay por allí un punto o mirador desde
donde se ven las cuatro provincias catalanas. También dicen que
desde el punto más alto de Montserrat, Sant Jeroni, en los días
más claros se ve el mar e incluso las Baleares.
Eso aún no lo he visto. He visto tan pocas cosas.
Y sin embargo he visto demasiadas.
He visto a mi padre hacer de todo en esta vida para sacarnos adelante. En mi tierra, de tratante de ganado, labrador
y ganadero. Era de los pocos que sabían leer y escribir en el
pueblo, mejor dicho, aldea, y le requerían para arreglar algún
asunto burocrático, además de aprender perfectamente el ejercicio de practicante, del que tenía su propio material profe15
sional. También de barbero. Oficios que aprendió en su largo
periodo de servicio militar, donde acabó como cabo de cocina
y hubiera seguido en el Ejército por la voluntad de los mandos
superiores. Le tocó en suerte ser del reemplazo del 39 y eso en
este siglo resultaba un castigo o una bendición del dios de los
ejércitos. Y no es sarcasmo.
Pero pudo más su cansancio de llevar el fusil durante la guerra y luego durante los años correspondientes de mili. Destinado
en Cádiz, tacita de plata, añoraba la espartera y tórrida Almería
y volver a tomar las riendas de los mulos y comenzar una nueva
labranza.
Me contó él, pues le gustaba contar sus cosas, que un día su
padre, mi abuelo, del que heredé el nombre, le mantuvo más de
dos días seguidos sin dormir, en la huerta con unos cuidados
exigentes, supongo que por la forma de regar entonces, y allí,
regando, al tercero o cuarto día no pudo más y cayó derrumbado en uno de los caballones labrados hasta que el agua llegaba
donde estaba, llegó a su altura y mojó sus manos y su cara y
despertose casi enseguida, como un resorte. Pero todo le sabía a
gloria comparado con lo anterior vivido. Hubo tantas tragedias
que solo recordaré alguna:
Movilizado en la guerra del 36 por el centro de movilización
n.º 16 de Almería, zona roja, recaló en infantería y pasó tres años
de contienda en que pasáronlo tan mal que me contó que, en
cierta ocasión en Granada, hallándose la tropa exhausta y con un
hambre de lobo, echaron mano de unas ristras de ajos y comiéronlas todas. Creo que nunca de ninguna de las maneras se les
volvería a ocurrir repetirlo.
Eso tan sólo es una anécdota entre triste y graciosa. Supongo
que todo lo demás sería tan triste e inenarrable que no le gustaba
hablar de ello.
16
Pasó la guerra y a él, como militante de la CNT, a la que
nunca renunció, lleváronselo a la Comandancia de la Guardia
Civil más próxima; un gigantesco sargento le iba preguntando
de malos modos hasta cruzarle la cara con un bofetón que,
en circunstancias normales, hubiera dado con él por tierra, retorciéndose de dolor. Pero mi padre llevaba tres eternos años
sufriendo y estaba ya tan curtido que ni siquiera se inmutó.
Y hubiera ido delante de un pelotón de fusilamiento si no
fuera porque un tal Torres, vecino nuestro, terrateniente y simpatizante del régimen vencedor, que le tenía tanto aprecio a mi
padre por la nobleza que siempre demostró e irradió, ordenó a
la autoridad militar que lo llevaba: «Este no quiero que pase de
Sorbas», significándoles que lo dejaran suelto. Y así librose de
una muerte segura y así siguió esta historia.
Acabada la guerra, había que sobrevivir como se pudiera y
mi padre lo hizo e intentó todo, tratante de ganado, labrador,
cabrero, criaba algún cerdo, etc. Hasta en las minas de oro del
Cabo de Gata trabajó, pero no salía adelante y se vio obligado
a emigrar como tantos otros.
Amén de los años perdidos trabajando en las minas de carbón del Coll de Pardes al pie mismo del Pedraforca; como ya
relaté, esto fue antes de la guerra, con quince años. El patrón
no le quiso pagar ni un duro ni siquiera por compasión y encima lo amenazó.
En los difíciles años de la posguerra, entre 1946 y 1954, estuvo trabajando en Guardiola de Berga, en las minas de carbón
que llamaban Carbones Marí. Parece que trabajó un año más
en obras de carretera. Y en mayo del 62 entró a trabajar en las
explotaciones potásicas en las que estuvo hasta 1974, de las
que salió con un cuadro clínico de bronquitis crónica, silicosis,
tos, expectoración difícil, disnea, hilios densos e hipertrofia de
17
aorta y ventrículo izquierdo. Aun así se le da el diagnóstico
apto de presunción en el año 73.
La carta oficial de la extinguida Organización Sindical de
Barcelona, Delegación Manresa, dice literalmente:
«Reconocido el productor D. FRANCISCO GALERA
RUIZ puedo afirmar:
Que durante el verano de esta año 1974 tuvo un accidente vascular cerebral del que aun persisten una paresia importante de su lado izquierdo y ademas tiene una bronquitis
asmatica cronica con enfisema pulmonar y cardioangiosclerosis generalizada por lo que creemos que estamos ante una
invalidez total y absoluta para todo trabajo.
Manresa Diciembre 1974
(Con la firma de) El medico del servicio».
(Perdonen las faltas ortográficas u omisión de algún que
otro acento, mas así fue escrito el informe y he querido respetar su letra y reproducirlo exacto, queriendo que quede
así).
Y así fue como en 1975, tan cerca y tan lejano, le otorgaron la invalidez absoluta. Poco la disfrutaría. Parece que fuera el descanso del guerrero. Fallecería diez años más tarde,
en noviembre de 1985, con solo sesenta y siete años.
Conservo su pasaporte, en el que figura como albañil y
domicilio en Ripoll, Gerona. Parece ser que en 1961, con
mi tío materno Francisco, que gracias a Dios vive (con la
tragedia encima pero vive), que venía de emigrar por Francia, Alemania e incluso Suiza, pasó una temporada en Andorra, Pas de la Casa, Andorra francesa, Siberia andorrana,
le llaman, lugar en que en mi familia son de los pioneros en
establecerse, gracias a los hijos de mis padrinos. Parece ser
18
que también anduvo por Francia sin mucha fortuna. Quizás
pasara Aix les Thermes, ¿quizás no?
Lo cierto cierto, si me permiten opinar, darles mi opinión
de pensador, es que, después de los once o doce años que pasó
en las minas de carbón y peinando las carreteras, ya tenían sus
pulmones el polvo de parte de esta región, y no debía trabajar
más en minas. Sus años de barrenero se conoce que acabaron
con él, además de ser fumador empedernido. Tras la primera
embolia seria, cesó de fumar, más porque ya no podía que por
prescripción médica.
Tampoco creo que haya derecho a que un ser humano llegue a ese estado para que le den la invalidez absoluta. La previsión social queda aquí en entredicho.
Pero basta por ahora de hablar de las tristezas y penurias de
mi padre, pues estoy en el capítulo de mi niñez que se supone
o suponen muchos el más feliz y dichoso periodo en la vida
del hombre.
Antes de darle paso a este capítulo o entrarle, como diría
Mario Moreno Cantinflas, he querido repasar la desgraciada historia de mi progenitor. De mi madre no hablo, pues gracias a
Dios aún la tengo conmigo e iré hablando conforme pasen los
capítulos.
Y ahora, ya como párvulo, recuerdo mi niñez como un suceso breve pero marcado. De los que una parte del cerebro
retiene mejor aún que lo que acontece ahora. ¡Vaya! Ya,
ahora me he metido con la ciencia, en la que tampoco tengo maestría. Pero uno intuitivamente capta las cosas y las retiene y así las expresa con más o menos humildad.
Contaré que el pueblo al que llegué, mucho más grande
que de donde procedía, se me hacía extraño, por sus calles, que
19
no se acaban nunca, por la casa espaciosa, con una planta baja
en forma de bodega donde se hallaba la pila en la que se nos
bañaba y bañábamos; con una planta alta ancha, muy ancha en
habitaciones, cocina, comedor y una golfa que era donde más
estaba y que se empezaba a llenar de pósters de Los Beatles, alguna guitarra española, raquetas de tenis, balones de fútbol, caballos de cartón... Todo nuevo para mí. Un amplio jardín-patio
donde jugaba con mi amiguito, que vivía en la calle de arriba.
La casa me parecía amplia, tan amplia como vieja. O es que yo
era muy pequeñito.
Comenzaba entonces mi periodo escolar, por ser tan poca
cosa, como párvulo en el antiguo local del casino o centro recreativo, que hacían servir también como comedor. Recuerdo
a la cocinera y podría decir a qué familia pertenece.
Yo en los recreos solía escaparme a la amplia plaza del pueblo donde estaban las escuelas nacionales y las parroquiales;
también la iglesia dedicada a Santa María.
Me gustaba correr a refugiarme en los brazos de mi hermano mayor, rodeado de amigos, compañeros de su edad. Él me
protegía y no me rechazaba, pues yo crecí muy tímido, apenas
si me salían las palabras.
Contemplar el marco de las escuelas nacionales, amplias,
de construcción antigua y esmerada, hoy día es el hogar del
jubilado.
La escuela parroquial no es competencia, es una simple
nave contigua a la iglesia, muy bella, antigua por fuera como
dejada de la mano y soberbia por dentro.
Solo una cosa nos distinguía a unos de otros, parroquiales y
nacionales, y era el característico traje a rayas que los fotógrafos
gustaban de retratar de cuando en cuando, y era simplemente
que el parroquial era de fondo oscuro, tirando a negro, mien20
tras que el nuestro era el característico de rayas azules sobre
fondo blanco. Esto es lo único que nos diferenciaba, pues sin
poner las manos en el fuego creo que la enseñanza en aquellos
tiempos era idéntica y ya venía dictada por el Ministerio de
Educación. Se enseñaba en castellano y los maestros prácticamente eran los mismos, pues ellos tenían a un director al que
llamaban don García y nosotros a mi tocayo, don Diego Cano
Aznar, natural de Almería, de Berja, creo, cercana a la marinera
y fenicia Adra.
Antes de conocerlo como maestro lo que me chocaba más
en él era la perfecta línea recta con que marcaba su peinado todos los días. Por ello y el apellido me lo hace recordar el actual
presidente del Gobierno.
Mis años de párvulo pasaron sin enterarme y pasé a 1.º
de primaria, creo que con don Enrique, un maestro canijo no
muy grande, medio calvo y que tenía la costumbre de darte con
los nudillos casi pelados de hueso, que no de pelo, pues parecía muy peludo; decía que acostumbraba a pasarte los nudillos
por la cabeza cuando le dabas motivo, parecía que te peinase,
haciéndote una reacción dolorosa que duraba unos minutos.
Pese a ello, era de los que menos pegaban. Pues todos tenían
su «jarabe de palo» en la mesa.
Parecía muy poca cosa, sin embargo, se casó con la maestra más linda que había entonces, que estaba recién llegada;
cuando las escuelas aún no eran mixtas y las niñas estudiaban
en unos colegios recién hechos debajo de la zona deportiva,
donde estaba el campo de fútbol, de vez en cuando algún balón iba a parar a los cristales de las escuelas, más por intención
que por casualidad.
Las niñas de la parroquia como mi hermana estudiaban con
las monjas dominicas, que se hallaban situadas en otra plaza
21
del pueblo. Mi hermana acabó sus estudios con las dominicas y
poco después desaparecieron del pueblo, cuando comenzaron
los colegios mixtos, en el último trimestre del año 1971, si mal
no recuerdo.
Había otro maestro más, que era don José, era de Guadalajara y estuvo durante más tiempo que los demás, sin embargo,
yo apenas si pasé por él. Después vinieron de Almería don
Joaquín y su hermano. Don Joaquín tenía el color de la piel,
pelo y barba rojizo; el hermano era su contrapunto, pues era
totalmente moreno hasta la exageración.
Tampoco los conocí mucho, pues yo tras unos años con
don Ángel y otros muchos con don Enrique pasé a don Diego,
nuestro director; a este sí se le escapaba la vara de vez en cuando. Era muy enérgico con un método de enseñanza eficaz y no
sé por qué. Nunca lo olvidaré.
Don Enrique me destacó en Dibujo y junto a otro compañero, Antonio Haro, me hacía pintar con yesos de colores en la
pizarra el pasaje bíblico correspondiente a cada sábado, por la
mañana, con lo que se acababan las clases.
Al pasarme con don Diego le destacó mi maestría con el dibujo. Pero don Diego quería sacar el máximo de mí, pues con
él acabaría la EGB y mi hermano inmediatamente mayor ya
estaba haciendo bachillerato y destacando. Había pasado por
él, que hacía 1.º y 2.º, y ahora estaba con don José, que daba 3.º
de bachillerato elemental, que se hacía entonces antes de pasar
a COU y a estudios universitarios.
Don Diego y yo pronto encontramos mi facilidad para la
redacción y me hacía dictarlas. Me solía decir, por lo poco que
hablaba: «No, si no eres tonto, aunque lo quieras parecer».
También era su costumbre, cuando preguntaba y nos equivocábamos, le empezaba a temblar la pierna izquierda mientras nos
22
cantaba la estrofa de Machín: «Siempre me dices lo mismo…».
La vara, música, jarabe de palo (como queramos llamarlo) golpeando la mesa. Unas veces la usaba. Otras no. Fue el maestro
que más conocí. Y era más humano de lo que parecía. Aunque
sabía imponer respeto y conocer y hasta querer a cada uno de
sus alumnos. Siempre había algunos a los que ni con los palos les
entraba la lección y ya venían de su casa habiéndose untado bien
las manos con ajo. Eso cantaba. Y el maestro, que no era tonto,
les daba el golpe en el trasero.
Pero solo una vez vi maltratar a un muchacho. Más que maltratar, fue una pelea entre ambos, pues me parece que no quería
nada malo para nadie. Y no le gustaba que les marcharan los
alumnos por la tangente.
Con mi otro hermano, que estudiaba con don José, tuvo un
disgusto mayúsculo. A nuestro director le encantaba que hiciéramos deporte, la natación. Pero el que le apasionaba y nos hacía
practicar era el balonvolea o voleibol, con él empezamos a practicarlo aquí en el pueblo, pero no cuajó. El que prevaleció fue el
balonmano, del que se hizo equipo. El impulsor fue el director
de los parroquiales: don García.
Entonces paralelamente hicieron grupos de fútbol entre los
nacionales, deporte en el que mi hermano destacaba como portero y, claro, don García se fijó en eso y supo enseguida que destacaría más como un buen portero de balonmano que de fútbol,
y mi hermano también lo vio, así que digamos que desertó de los
nuestros siguiendo los consejos de don García. Esto para don
Diego, que no le iba demasiado, fue una guerra declarada, tal vez
se sacaron las cosas de quicio en un principio y, claro, el que pagó
el pato fue mi hermano, que fue abandonando los estudios, hasta tal punto que un día fui yo a la clase de don José a preguntarle
si mi hermano asistía a sus clases y su respuesta clara y explícita
23
fue esta: «Aquí viene a refugiarse del frío de cuando en cuando».
Una pena para él, pues podría haber hecho carrera y una gloria
para el balonmano en el pueblo, pues, entrados en competición
en las diferentes categorías comarcales y provinciales, cada año
se llevaba el trofeo al mejor deportista juvenil. Así lo decidió el
destino y no hay que buscar culpables.
Tras este repaso a mi etapa en cuanto se refiere a lo escolar, también quiero repasar mi infancia en cuanto a juegos y
diversiones. Primeros amigos fueron el primero que conocí y
permaneció siempre y unos que después se fueron a las colonias mineras y con los que empecé a descubrir mi pasión por
el fútbol; primero probé de portero, me tiraba a los pies del
delantero con valentía, a lo Sadurní, mi gran ídolo en ese momento, aunque también tengo que decir que el portero local
Guitart era lo más grande que he visto; el equipo del pueblo
llegó a lo más lejos de toda su historia con jugadores en su
mayoría venidos de fuera (casi todos se quedaron), la figura
era un chaval del pueblo que, aunque no era de origen catalán,
su apellido era este; se me hacen inolvidables esos partidos en
que contábamos con un equipo soberbio, también recuerdo al
entrenador Pujol y a unos extremos habilidísimos y rápidos.
Y el gran portero Guitart que lo paraba todo. Yo siempre me
situaba detrás de su portería. Las pelotas iban a un parque infantil público que se hallaba detrás y si pasaban este se iban al
campo del lechero, padre de nuestro portero reserva también
muy espectacular.
Los muchachos jugábamos en campos improvisados. Entonces se jugaba al fútbol mucho más que ahora, que los críos
están más pendientes de los juegos de ordenador. Se jugaba
barrio contra barrio y calle contra calle en cualquier sitio.
24
Pero cuando me di cuenta de mis virtudes futbolísticas
es cuando a las horas centrales del día entre clase y clase,
la de la mañana y la de la tarde, me iba al campo de fútbol,
no al de verdad, que se me hacía muy grande, sino a la pista
cementada contigua y que se usaba los domingos para las
competiciones de balonmano. Tengo que decir que esta pista era más antigua que el balonmano en el pueblo.
Yo me iba al mediodía antes de las tres de la tarde, cuando comenzaba la clase. Desde allí se veía el reloj del campanario de la iglesia, y me ponía a jugar en mi posición natural
de delantero, media punta, extremo, era polivalente en estos
puestos, jugaba y destacaba junto a los críos del pueblo con
los que competía y así vi llegar a una familia que parecían los
hermanos Dalton en edad y en altura, no eran muy espabilados en esto del fútbol, pero tenían un primo, creo que un
poco menor que yo, con bastante fortaleza y que empezaba
a darle al balón con maestría, driblando a lo Di Stéfano. Los
dos nos hicimos los dueños de la pista, del juego, y no sé si
yo aprendí de él o él de mí. Pero lo cierto es que él continuó
en el fútbol y llegó a profesional hasta ser una de las máximas glorias que ha tenido el Manresa; vinieron a buscarle
del Barcelona, pero el Manresa, no sé por qué, no le dejó
escapar y se retiró en el Europa de Gracia. ¿A dónde hubiera
llegado yo si a los catorce años no abandono el fútbol y me
pongo a trabajar como aprendiz de planchistería industrial
desde donde curiosamente se veía el viejo campo del Pujolet
donde jugaba mi amigo? ¡Ay! El destino. La situación en mi
casa no era tan boyante como en la de él y debía trabajar.
Y así dejé el fútbol. Luego, mucho después me di cuenta de
que no se olvidan el dominio ni la práctica. Pero ya era tarde.
Tengo que decir que los dos éramos acérrimos del Barça,
25
afición que aún perdura pese a los avatares a los que se nos
somete.
De la casa primera, nos cambiamos a un piso que estaba
por encima de una tienda. Pero antes de que esto pasara
quiero narrar el hecho que se me quedó más grabado en esa
casa primera que conocí y en que viví.
Estaba creo que mi hermana mayor aseándome en la pila,
creo que era domingo, cuando por las escaleras vi bajar a
una señora mayor que me era familiar. «¡Es tu abuela!», dijo
mi hermana, y yo corrí a sus brazos y ya casi no me separé
de ellos.
Me gustaba escucharla cuando en las noches de verano
recitaba el Cantar de Roncesvalles: «Mala la hubisteis franceses en aquella de Roncesvalles…», aún me parece escucharla.
Mi madre me cuenta que hizo parar a un grupo de guardias
civiles en una ocasión de fiesta popular, subiendo para el
castillo, mientras les recitaba otro romance, dedicado a la
Guardia Civil. Los guardias embobados escuchaban recitar
a mi abuela aposentada en una piedra del camino. Yo creo
que los guardias pocas veces habían vivido una situación tan
emocionante. Terminaron aplaudiéndole y saludándole cariñosamente.
Yo también le tomé tanto cariño a mi abuela que el día que
regresó a Almería cogí tal pataleta que estaba inconsolable.
Creo que estuvo aquí por 1965, cuando mi madre se puso
de parto y nació mi hermanita pequeñita; la única generacionalmente catalana de nacimiento. Era primavera, yo tendría
siete añitos. Me dijeron que esa cosa tan pequeñita la habían
encontrado en el patio, la había dejado la cigüeña, o algo así.
Yo me lo creí.
26
Descargar