HOBBES, THOMAS Leviathan (1651)

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HOBBES, THOMAS Leviathan (1651)
LA LEY NATURAL
Ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o norma general establecida por la razón, en virtud de la cual
se prohíbe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los medios de conservarla; o bien
omitir aquello mediante lo cual piense que puede quedar su vida mejor preservada. (…) La condición del
hombre (tal como se ha manifestado en el capítulo precedente) es una condición de guerra de todos contra
todos, en la cual cada uno está gobernado por su propia razón, no existiendo nada de lo que pueda hacer uso
que no le sirva de instrumento para proteger su vida contra sus enemigos. De aquí se sigue que, en semejante
condición, cada hombre tiene derecho a hacer cualquier cosa, incluso en el cuerpo de los demás. Y, por
consiguiente, mientras persiste ese derecho natural de cada uno con respecto a todas las cosas, no puede
haber seguridad para nadie (por fuerte o sabio que sea) de existir durante todo el tiempo que ordinariamente
la Naturaleza permite vivir a los hombres. De aquí resulta un precepto o regla general de la razón, en virtud
de la cual cada hombre debe esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no puede
obtenerla debe buscar y utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra. La primera fase de esta regla
contiene la ley primera y fundamental de la naturaleza, a saber: buscar la paz y seguirla. La segunda, la suma
del derecho de naturaleza, es decir: defendernos a nosotros mismos por todos los medios posibles.
De esta ley fundamental de naturaleza, mediante la cual se ordena a los hombres que tiendan hacia la paz, se
deriva esta segunda ley: que uno acceda, si los demás consienten también, y mientras se considere necesario
para la paz y defensa de sí mismo, a renunciar este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la misma
libertad frente a los demás hombres, que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo. En efecto,
mientras uno mantenga su derecho de hacer cuanto le agrade, los hombres se encuentran en situación de
guerra. Y si los demás no quieren renunciar a ese derecho como él, no existe razón para que nadie se despoje
de dicha atribución, porque ello más bien que disponer a la paz significaría ofrecerse a sí mismo como presa
(a lo que no está obligado ningún hombre).
EL PACTO SOCIAL
La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los
demás), al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando estados), es el
cuidado de su propia conservación y por añadidura el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de
abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de
las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por
temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en
los capítulos XIV y XV. (...)
El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los
extranjeros y contra las ofensas ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los
frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un
hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus
voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que
represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo, como autor de
cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz
y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios
a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia: es una unidad real de todo ello en una y la
misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a
todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo con
la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho y autorizaréis todos sus actos de la misma
manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina Estado, en latín Civitas. Esta es la
generación de aquel gran Leviatán, o más bien (hablando con más reverencia) de aquel dios mortal, al cual
debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esa autoridad que se le
confiere por cada hombre particular el Estado posee y utiliza tanto poder y fortaleza que, por el terror que
inspira, es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz en su propio país, y para la mutua
ayuda contra sus enemigos en el extranjero. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así:
una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por
cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos como lo juzgue oportuno
para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina soberano y se dice que tiene
poder soberano; cada uno de los que le rodean es súbdito suyo.
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SOBRE EL SOBERANO
En segundo lugar, como el derecho de representar la persona de todos se otorga a quien todos constituyen en
soberano, solamente por pacto de uno a otro, y no del soberano en cada uno de ellos, no puede existir
quebrantamiento de pacto por parte del soberano, y en consecuencia ninguno de sus súbditos, fundándose en
una infracción, puede ser liberado de su sumisión. Que quien es erigido en soberano no conviene pacto
alguno, por anticipado, con sus súbditos, es manifiesto, porque o bien debe hacerlo con la multitud entera,
como parte del pacto, o debe hacer un pacto singular, con cada persona. Con el conjunto como parte del
pacto es imposible, porque hasta entonces no constituye una persona; y si conviene tantos pactos singulares
como hombres existen, estos pactos resultan nulos en cuanto adquieren la soberanía, porque cualquier acto
que pueda ser presentado por uno de ellos como infracción del pacto es el acto de sí mismo y de todos los
demás, ya que está hecho en la persona y por el derecho de cada uno de ellos en particular. Además, si uno o
varios de ellos pretenden quebrantar el pacto hecho por el soberano en su institución, y otros o alguno de sus
súbditos, o él mismo solamente, pretende que no hubo semejante quebrantamiento no existe entonces juez
que pueda decidir la controversia; en tal caso la decisión corresponde de nuevo a la espada, y todos los
hombres recobran el derecho de protegerse a sí mismos por su propia fuerza, contrariamente al designio que
les anima al efectuar la institución. Es, por tanto, falso garantizar la soberanía por medio de un pacto
precedente. La opinión de que cada monarca recibe su poder del pacto, es decir, de modo condicional,
procede de la falta de comprensión de esta verdad obvia, según la cual no siendo los pactos otra cosa que
palabras y aliento no tienen fuerza para obligar, contener, constreñir o proteger a cualquier hombre, sino la
que resulta de la fuerza pública; es decir, de la libertad de acción de aquel hombre o asamblea de hombres que
ejercen la soberanía y cuyas acciones son firmemente mantenidas por todos ellos y sustentadas por la fuerza
de cuantos en ella están unidos. Pero cuando se hace soberana a una asamblea de hombres, entonces ningún
hombre imagina que semejante pacto haya pasado a la institución. En efecto, ningún hombre es tan necio que
afirme, por ejemplo, que el pueblo de Roma hizo un pacto con los romanos para sustentar la soberanía a base
de tales o cuales condiciones, que al incumplirse permitieran a los romanos deponer legalmente al pueblo
romano. Que los hombres no adviertan la razón de que ocurra lo mismo en una monarquía y en un gobierno
popular procede de la ambición de algunos que ven con mayor simpatía al gobierno de una asamblea, en la
que tienen esperanzas de participar, que el de una monarquía de cuyo disfrute desesperan.
LOCKE, JOHN Dos tratados del gobierno civil (1690)
EL DERECHO DE PROPIEDAD
Dios que dio la tierra en común a los hombres, les dio también la razón para que se sirvan de ella de la
manera más ventajosa para la vida y más conveniente para todos. La tierra, y todo lo que ella contiene, se le
dio al hombre para el sustento y el bienestar suyo. Aunque todos los frutos que esa tierra produce
naturalmente y todos los animales que en ella se sustentan, pertenecen en común al género humano en cuanto
que son producidos por la mano espontánea de la naturaleza, y nadie tiene originalmente un dominio
particular en ninguno de ellos con exclusión de los demás hombres, ya que se encuentran de ese modo en su
estado natural, sin embargo, al entregarlos para que los hombres se sirvan de ellos, por fuerza tendrá que
haber algún medio de que cualquier hombre se los apropie y se beneficie de ellos. (…) Aunque la tierra y
todas las criaturas inferiores sirvan en común a todos los hombres, no es menos cierto que cada hombre tiene
la propiedad de su propia persona. Nadie, fuera de él mismo, tiene derecho alguno sobre ella. Podemos
también afirmar que el esfuerzo de su cuerpo y la obra de sus manos son también auténticamente suyos. Por
eso, siempre que alguien saca alguna cosa del estado en que la naturaleza lo produjo y lo dejó, ha puesto en
esa cosa algo de su esfuerzo, le ha agregado algo que es propio suyo; y, por ello, la ha convertido en
propiedad suya. Habiendo sido él quien la ha apartado de la condición común en que la naturaleza colocó esa
cosa, ha agregado a ésta, mediante su esfuerzo, algo que excluye de ella al derecho común de los demás,
siendo, pues, el trabajo o esfuerzo, propiedad indiscutible del trabajador, nadie puede tener derecho a lo que
resulta después de esa agregación, por lo menos cuando existe la cosa en suficiente cantidad para que la usen
los demás.
El trabajo puso un sello que lo diferenció del común. El trabajo agregó a esos productos algo más de lo que
había puesto la naturaleza, madre común de todos, y, de ese modo, pasaron a pertenecerle particularmente.
¿Habrá alguien que salga diciéndome que no tenia derecho sobre aquellas bellotas o manzanas de que se
apropió, por no tener el consentimiento de todo el género humano para apropiarse de ellas? De haber sido
necesario tal consentimiento, los hombres se habrían muerto de hambre en medio de la abundancia que Dios
les había proporcionado. Tenemos como ejemplo las dehesas comunes, que siguen siéndolo por convenio
expreso. La propiedad de sus frutos se inicia con el acto de recoger los que son comunes, sacándolos del
estado en que la naturaleza los dejó; de nada serviría, sin ello, la dehesa común. Y no se requiere el
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consentimiento expreso de todos los coposesores para tomar ésta o la otra parte. Por esta razón la hierba que
mi caballo ha pastado, el forraje que mi criado cortó, el mineral que yo he excavado en algún terreno que yo
tengo en común con otros, se convierte en propiedad mía sin el señalamiento ni la conformidad de nadie. El
trabajo que me pertenecía, es decir, el sacarlos del estado común en que se encontraban, dejó marcada en
ellos mi propiedad.
CARENCIAS DEL ESTADO DE NATURALEZA
Tenemos pues, que la finalidad máxima y principal que buscan los hombres al reunirse en Estados o
comunidades, sometiéndose a un gobierno, es la de salvaguardar sus bienes; esa salvaguardia es muy
incompleta en el estado de naturaleza.
En primer lugar, se necesita una ley establecida, aceptada, conocida y firme, que sirva por común consenso
de norma de lo justo y de lo injusto, y de medida común para que puedan resolver por ella todas las disputas
que surjan entre los hombres. Aunque la ley natural es clara e inteligible para todas las criaturas racionales,
los hombres, llevados de su propio interés, o ignorantes por falta de estudio de la misma, se sienten
inclinados a no reconocerla como norma que les obliga cuando se trata de aplicarla a los casos en que está en
juego su interés.
En segundo lugar, hace falta en el estado de naturaleza un juez reconocido e imparcial, con autoridad para
resolver todas las diferencias, de acuerdo con la ley establecida. Como en este estado es cada hombre juez y
ejecutor de la ley natural, y como todos ellos son parciales cuando se trata de sí mismos, es muy posible que
la pasión y el rencor los lleven demasiado lejos; que tomen con excesivo acaloramiento sus propios
problemas, y que se muestren negligentes y despreocupados con los problemas de los demás.
En tercer lugar, con frecuencia, en el estado de naturaleza se hace necesario un poder suficiente que respalde
y sostenga la sentencia cuando ésta es justa, y que la ejecute debidamente. Quienes se han hecho culpables de
una injusticia, rara vez dejarán de mantenerla si disponen de fuerza para ello. Esa resistencia convierte
muchas veces en peligroso el castigo, resultando con frecuencia muertos quienes tratan de aplicarlo.
Así es como el género humano se ve rápidamente llevado hacia la sociedad política a pesar de todos los
privilegios de que goza en el estado de naturaleza, porque mientras permanecen dentro de éste, su situación
es mala. Por esa razón, es raro encontrar hombres que permanezcan durante algún tiempo en tal estado. Los
inconvenientes a que están expuestos, dado que cualquiera de ellos puede poner por obra sin norma ni límite
el poder de castigar las transgresiones de los demás, los impulsan a buscar refugio, a fin de salvaguardar sus
bienes, en las leyes establecidas por los gobiernos. Esto es lo que hace que cada cual esté dispuesto a
renunciar a su poder individual de castigar, dejándolo en las manos de un solo individuo elegido entre ellos
para esa tarea, y ateniéndose a las reglas que la comunidad de aquellos que han sido autorizados por los
miembros de la misma, establezcan de común acuerdo. Ahí es donde radica el derecho y el nacimiento de
ambos poderes, el legislativo y el ejecutivo, y también el de los gobiernos y el de las mismas sociedades
políticas.
EL ESTADO LIBERAL
En su consecuencia, siempre que cierto número de hombres se unen en sociedad renunciando cada uno de
ellos al poder de ejecutar la ley natural, cediéndolo a la comunidad, entonces y sólo entonces se constituye
una sociedad política o civil. Ese hecho se produce siempre que cierto número de hombres que vivían en el
estado de naturaleza se asocian para formar un pueblo, un cuerpo político, sometido a un gobierno supremo,
o cuando alguien se adhiere y se incorpora a cualquier gobierno ya constituido. Por ese hecho autoriza a la
sociedad o, lo que es lo mismo, a su poder legislativo, para hacer las leyes en su nombre según convenga al
bien público o de la sociedad, y para ejecutarlas siempre que se requiera su propia asistencia (como si se
tratase de decisiones propias suyas). Eso es lo que saca a los hombres de un estado de naturaleza y los coloca
dentro de una sociedad civil, es decir, el hecho de establecer en este mundo un juez con autoridad para
decidir todas las disputas y reparar todos los daños que pueda sufrir un miembro cualquiera de la misma. Ese
juez es el poder legislativo, o lo son los magistrados que él mismo señale. Siempre que encontremos a cierto
número de hombres, asociados entre sí, pero sin disponer de ese poder decisivo a quien apelar, podemos
decir que siguen viviendo en el estado de naturaleza.
Resulta, pues, evidente que la monarquía absoluta, a las que ciertas personas consideran como el único
gobierno del mundo, es en realidad incompatible con la sociedad civil, y por ello, no puede ni siquiera
considerarse como una forma de poder civil. La finalidad de la sociedad civil es evitar y remediar los
inconvenientes del estado de naturaleza, que se producen forzosamente cuando cada hombre es juez de su
propio caso, estableciendo para ello una autoridad conocida a la que todo miembro de dicha sociedad pueda
recurrir cuando sufre algún atropello, o siempre que se produzca alguna disputa, y a la que todos tengan
obligación de obedecer. Allí donde existen personas que no disponen de esa autoridad a quien recurrir para
que decida en el acto las diferencias que surgen entre ellas, esas personas siguen viviendo en un estado de
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naturaleza. Y en esa situación se encuentran, frente a frente, el rey absoluto y todos aquellos que están
sometidos a su régimen.
Al partirse del supuesto de que ese príncipe absoluto reúne en sí mismo el poder legislativo y el poder
ejecutivo sin participación de nadie, no existe juez ni manera de apelar a nadie capaz de decidir con justicia e
imparcialidad, y con autoridad para sentenciar, o que pueda remediar o compensar cualquier atropello o daño
que ese príncipe haya causado, por sí mismo, o por orden suya. Ese hombre, lleve el título que lleve, zar,
gran señor o el que sea, se encuentra tan en estado de naturaleza con sus súbditos como con el resto del
género humano. Allí donde existen dos hombres que carecen de una ley fija y de un juez común al que apelar
en este mundo, para que decida en las disputas sobre derecho que surjan entre ellos, los tales hombres siguen
viviendo en estado de naturaleza y bajo todos los inconvenientes del mismo. La única diferencia, lamentable
además, para el súbdito, o más bien, para el esclavo del príncipe absoluto, es que en el estado de naturaleza
dispone de libertad para juzgar él mismo de su derecho, y para defenderlo según la medida de sus
posibilidades, pero cuando se ve atropellado en su propiedad por la voluntad y por la orden de un monarca,
no sólo no tiene a quién recurrir, como deben tener todos cuantos viven en sociedad, sino que, lo mismo que
si lo hubieran rebajado de su estado común de criatura racional, se le niega la libertad de juzgar de su caso, o
de defender su derecho. De ahí que se vea expuesto a todas las miserias y a todos los males que se puedan
esperar de quien, encontrándose sin traba alguna en un estado de naturaleza, se ve además corrompido por la
adulación e investido de un inmenso poder.
ROUSSEAU, JEAN JACQUES
Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres
Empecemos, pues, por rechazar todos los hechos, dado que no se relacionan con la cuestión. No hay que
tomar por verdades históricas las investigaciones que puedan emprenderse sobre este asunto, sino solamente
por razonamientos hipotéticos y condicionales, más adecuados para esclarecer la naturaleza de las cosas que
para demostrar su verdadero origen y parecidos a los que hacen a diario nuestros físicos sobre la formación
del mundo. (…)
He intentado explicar el origen y el desarrollo de la desigualdad, la fundación y los abusos de las sociedades
políticas, en cuanto estas cosas pueden deducirse de la naturaleza del hombre por las solas luces de la razón e
independientemente de los dogmas sagrados, que otorgan a la autoridad soberana la sanción del derecho
divino. De esta exposición se deduce que la desigualdad, siendo casi nula en el estado de naturaleza, debe su
fuerza y su acrecentamiento al desarrollo de nuestras facultades y a los progresos del espíritu humano y se
hace al cabo legítima por la institución de la propiedad y de las leyes. Dedúcese también que la desigualdad
moral, autorizada únicamente por el derecho positivo, es contraria al derecho natural siempre que no
concuerda en igual proporción con la desigualdad física, distinción que determina de modo suficiente lo que
se debe pensar a este respecto de la desigualdad que reina en todos los pueblos civilizados, pues va
manifiestamente contra la ley de la naturaleza, de cualquier manera que se la defina, que un niño mande
sobre un viejo, que un imbécil dirija a un hombre discreto y que un puñado de gentes rebose de cosas
superfluas mientras la multitud hambrienta carece de lo necesario.
(…) Parece a primera vista que en este estado, no teniendo los hombres entre sí ninguna clase de relación
moral ni de deberes conocidos, no podrían ser ni buenos ni malos, ni tenían vicios ni virtudes, a menos que,
tomando estas palabras en un sentido físico, se llamen vicios del individuo las cualidades que pueden
perjudicar su propia conservación, y virtudes, las que a ella puedan contribuir; en este caso, habría que
considerar como más virtuoso a quien menos resistiera los meros impulsos de la naturaleza. Pero, sin
apartarnos de su sentido ordinario, conviene retener la opinión que podríamos manifestar sobre tal situación y
desconfiar de nuestros prejuicios hasta que, la balanza en la mano, se haya examinado si los hombres
civilizados poseen más virtudes que vicios, o si sus virtudes son más ventajosas que funestos sus vicios, o si
el progreso de sus conocimientos constituye una compensación suficiente de los males que mutuamente se
causan a medida que aprenden el bien que debían hacerse, o si, bien mirado, no se encontrarían en una
situación más feliz no teniendo daño que temer ni bien que esperar de nadie que hallándose sometidos a una
dependencia universal y obligados a recibir todo de quienes no se obligan a darles nada.
No creo que deba temer una contradicción concediendo al hombre la única virtud natural que se ha visto
obligado a reconocer el más furioso detractor de las virtudes humanas. Me refiero a la piedad, disposición
adecuada a seres tan débiles y sujetos a tantos males como somos nosotros; virtud tanto más universal y tanto
más útil al hombre cuanto que precede al uso de toda reflexión, y tan natural, que las bestias mismas dan de
ella algunas veces sensibles muestras. Sin hablar de la ternura de las madres con sus pequeños y de los
peligros que arrostran para protegerlos, obsérvase a diario la repugnancia que experimentan los caballos a
pisotear un cuerpo vivo. (…) Es, por tanto, perfectamente cierto que la piedad es un sentimiento natural que,
moderando en cada individuo de su amor a sí mismo, concurre a la mutua conservación de la especie. Ella
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nos impulsa sin previa reflexión al socorro de aquellos a quienes vemos sufrir; ella substituye en el estado
natural a las leyes, a las costumbres y a la virtud, con la ventaja de que nadie se siente tentado de desobedecer
su dulce voz; ella disuadirá a un salvaje fuerte de quitar a una débil criatura o a un viejo achacoso el alimento
que han adquirido penosamente, si espera hallar el suyo en otra parte; ella inspira a todos los hombres, en
lugar de la sublime máxima de justicia razonada Pórtate con los demás como quieres que se porten contigo,
esta otra de bondad natural, acaso menos perfecta, pero mucho más útil que la anterior: Haz tu bien con el
menor daño posible para otro. En una palabra: es en este sentimiento natural, más bien que en los sutiles
argumentos, donde hay que buscar la causa de la repugnancia que todo hombre siente a obrar mal, aun
independientemente de los preceptos de la educación. Aunque Sócrates y los espíritus de su tiempo puedan
adquirir la virtud por medio del razonamiento, hace tiempo que habría desaparecido el género humano si su
conservación hubiese dependido de quienes lo componen.
El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir esto es mío y halló gentes bastante simples
para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas
miserias y horrores habría evitado al género humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando
las estacas de la cerca o cubriendo el foso: «¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis
que los frutos son de todos y la tierra de nadie!» (…)
Tal fue o debió de ser el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron nuevas trabas al débil y nuevas
fuerzas al rico (32), aniquilaron para siempre la libertad natural, fijaron para todo tiempo la ley de la propiedad
y de la desigualdad, hicieron de una astuta usurpación un derecho irrevocable, y, para provecho de unos
cuantos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria. Fácilmente
se ve cómo el establecimiento de una sola sociedad hizo indispensable el de todas las demás, y de qué
manera, para hacer frente a fuerzas unidas, fue necesario unirse a la vez. Las sociedades, multiplicándose o
extendiéndose rápidamente, cubrieron bien pronto toda la superficie de la tierra, y ya no fue posible hallar un
solo rincón en el universo donde se pudiera evadir el yugo y sustraer la cabeza al filo de la espada, con
frecuencia mal manejada, que cada hombre vio perpetuamente suspendida encima de su cabeza. Habiéndose
convertido así el derecho civil en la regla común de todos los ciudadanos, la ley natural no se conservó sino
entre las diversas sociedades, donde, bajo el nombre de derecho de gentes, fue moderada por algunas
convenciones tácitas para hacer posible el comercio y suplir a la conmiseración natural, la cual, perdiendo de
sociedad en sociedad casi toda la fuerza que tenía de hombre a hombre, no reside ya sino en algunas grandes
almas cosmopolitas que franquean las barreras imaginarias que separan a los pueblos y, a ejemplo del Ser
soberano que las ha creado, abrazan en su benevolencia a todo el género humano.
Del seno de estos desórdenes y revoluciones, el despotismo, levantando por grados su odiosa cabeza y
devorando cuanto percibiera de bueno y de sano en todas las partes del Estado, llegaría en fin a pisotear las
leyes y el pueblo y a establecerse sobre las ruinas de la república. Los tiempos que precedieran a esta última
mudanza serían tiempos de trastornos y, calamidades; mas al cabo todo sería devorado por el monstruo, y los
pueblos ya no tendrían ni jefes ni leyes, sino tiranos. Desde este instante dejaría de hablarse de costumbres y
de virtud, porque donde reina el despotismo, cui ex honesto nulla est spes (39) no sufre ningún otro amo; tan
pronto como habla, no hay probidad ni deber alguno que deba ser consultado, y la más ciega obediencia es la
única virtud que les queda a los esclavos. (…)
Éste es el último término de la desigualdad, el punto extremo que cierra el círculo y toca el punto de donde
hemos partido. Aquí es donde los particulares vuelven a ser iguales, porque ya no son nada y porque, como
los súbditos no tienen más ley que la voluntad de su señor, ni el señor más regla que sus pasiones, las
nociones del bien y los principios de la justicia se desvanecen de nuevo; aquí todo se reduce a la sola ley del
más fuerte, y, por consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza diferente de aquel por el cual hemos
empezado, en que este último era el estado natural en su pureza y otro es el fruto de un exceso de corrupción.
Pero tan poca diferencia hay, por otra parte, entre estos dos estados, y de tal modo el contrato de gobierno ha
sido aniquilado por el despotismo, que el déspota sólo es el amo mientras es el más fuerte, no pudiendo
reclamar nada contra la violencia tan pronto como es expulsado. El motín que acaba por estrangular o
destrozar al sultán es un acto tan jurídico como aquellos por los cuales él disponía la víspera misma de las
vidas y de los bienes de sus súbditos. Sólo la fuerza le sostenía; la fuerza sola le arroja. Todo sucede de ese
modo conforme al orden natural, y cualquiera que sea el suceso de estas cortas y frecuentes revoluciones,
nadie puede quejarse de la injusticia de otro, sino solamente de su propia imprudencia o de su infortunio.
El contrato social
"Supongo que a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que se oponen a su conservación en el
estado natural vencen con su resistencia a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en
ese estado. Entonces, ese estado primitivo no puede ya subsistir, y el género humano perecería si no
cambiase su manera de ser. Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino
solamente aunar y dirigir las que existen no les que da otro medio, para subsistir, que formar por agregación
una suma de fuerzas que pueda superar la resistencia, ponerlas en juego mediante un solo móvil y hacerlas
actuar de consuno. Esta suma de fuerzas no puede nacer más que del concurso de varios; pero como la fuerza
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y la libertad de cada hombre son los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo los comprometerá sin
perjudicarse y sin descuidar las atenciones que se debe a sí mismo?. Esta dificultad aplicada a mi tema puede
enunciarse en estos términos: 'Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza
común a la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin
embargo, más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes'. Tal es el problema fundamental, cuya
solución da el contrato social.
Las cláusulas de este contrato están de tal modo determinadas por la naturaleza del acto, que la menor
modificación las haría vanas y de nulo efecto; de suerte que, aunque no hayan sido acaso nunca formalmente
enunciadas, son en todas partes las mismas, en todas partes tácitamente admitidas y reconocidas; hasta que,
violado el pacto social, cada uno vuelve a sus primeros derechos y recupera su libertad natural, perdiendo la
libertad convencional por la que renunció a aquella. Estas cláusulas, bien entendidas, se reducen todas a una
sola: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad. Pues, en primer
lugar, dándose cada uno todo entero, la condición es igual para todos, y siendo igual para todos, ninguno
tiene interés en hacerla onerosa para los demás. Por otra parte, dándose cada uno sin reserva, la unión es todo
lo perfecta que puede ser y ningún asociado tiene ya nada que reclamar. Pues si les quedaran algunos
derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pudiera fallar entre ellos y el público,
siendo cada cual su propio juez pretendería en seguida serlo en todo, subsistiría el estado de naturaleza y la
asociación llegaría a ser necesariamente tiránica o inútil. En fin, como dándose cada uno a todos no se da a
nadie, y como no hay un solo asociado sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que a él se le cede
sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde, y más fuerza para conservar lo que se
tiene.
De suerte que si se separa del pacto social lo que no forma parte de su esencia, resultará que se reduce a los
términos siguientes: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema
dirección de la voluntad general; y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo. En
el mismo instante, en lugar de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un
cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este
mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que se forma así, por la
unión de todas las demás, tomaba en otro tiempo el nombre de Ciudad , y toma ahora el de República o el de
cuerpo político , al cual llaman sus miembros Estado cuando es pasivo, Soberano cuando es activo, Poder
cuando lo comparan con otros de su misma especie. Por lo que se refiere a los asociados, toman
colectivamente el nombre de Pueblo , y se llaman en particular Ciudadanos como participantes en la
autoridad soberana, y Súbditos como sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos suelen
confundirse y tomarse uno por otro; basta saber distinguirlos cuando son empleados en su sentido preciso"
LA VOLUNTAD GENERAL
"Se sigue de todo lo que precede que la voluntad general es siempre recta y tiende a la utilidad pública, pero
no que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud. Se quiere siempre el bien, pero no
siempre se sabe dónde está. Nunca se corrompe al pueblo. Pero frecuentemente se le engaña, y solamente
entonces es cuando parece querer lo malo. Hay con frecuencia bastante diferencia entre la voluntad de todos
y la voluntad general; ésta no tiene en cuenta sino el interés común; la otra busca el interés privado y no es
sino una suma de voluntades particulares. Pero quitad de estas mismas voluntades el más y el menos, que se
destruyen mutuamente, y queda como suma de la diferencia la voluntad general.
Si cuando el pueblo, suficientemente informado, delibera, no mantuviesen los ciudadanos ninguna
comunicación entre sí, del gran número de las pequeñas diferencias resultaría la voluntad general, y la
deliberación sería siempre buena. Pero cuando se desarrollan intrigas y se forman asociaciones parciales a
expensas de la asociación general, la voluntad de cada una de estas asociaciones se convierte en general, con
relación a sus miembros, y en particular, con relación al Estado; se puede decir entonces que ya no hay tantos
votantes como hombres, sino como asociaciones. Las diferencias se reducen y dan un resultado menos
general. Finalmente, cuando una de estas asociaciones es tan grande que prevalece sobre todas las demás, el
resultado no será una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única, entonces no hay ya voluntad
general, y la opinión que domina no es sino una opinión particular.
Es importante, pues, para la formulación de la voluntad general que no haya ninguna sociedad parcial en el
Estado y que cada ciudadano opine exclusivamente según su propio entender; esa fue la única y sublime
institución del gran Licurgo. Si existen sociedades parciales, es preciso multiplicar el número de ellas y evitar
la desigualdad como hicieron Solón, Numa y Servio. Estas precauciones son las únicas adecuadas para que la
voluntad general se manifieste siempre y para que el pueblo no se equivoque nunca"
DE LA LEY
"Mediante el pacto social hemos dado existencia y vida al cuerpo político; se trata ahora de darle el
movimiento y la voluntad mediante la legislación. Porque el acto primitivo por el cual este cuerpo se forma y
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se une no determina lo que debe hacer para conservarse. Lo que es bueno y está conforme con el orden, lo es
por la naturaleza de las cosas, independientemente de las convicciones humanas. Toda justicia viene de Dios,
sólo Él es su fuente; pero si nosotros supiésemos recibirla desde tan alto no tendríamos necesidad ni de
gobierno ni de leyes. Sin duda existe una justicia universal que emana sólo de la razón; pero esta justicia,
para ser admitida entre nosotros, debe ser recíproca. Si consideramos humanamente las cosas, las leyes de la
justicia son vanas entre los hombres por falta de sanción natural; no reportan sino el bien al malo, y el mal al
justo, cuando éste las observa para con los demás sin que nadie las observe para con él. Son necesarias, pues,
convenciones y leyes para unir los derechos a los deberes, y para que la justicia cumpla su objetivo. En el
estado de naturaleza, en que todo es común, nada debo a quien nada he prometido; no reconozco que sea de
otro sino lo que me es inútil. No ocurre lo mismo en el estado civil, en que todos los derechos están fijados
por ley.
Pero ¿qué es entonces una ley? Mientras nos contentemos con atribuir a esta palabra ideas metafísicas,
continuaremos razonando sin entendernos, y cuando se haya dicho lo que es una ley de la naturaleza no por
eso se sabrá mejor lo que es una ley del Estado. Ya he dicho que no existía voluntad general sobre un objeto
particular. En efecto, ese objeto particular está en el Estado o fuera del Estado. Si está fuera del Estado una
voluntad que le es extranjera, no es general con respecto a él, y si este objeto está en el Estado, forma parte
de él; entonces se establece entre el todo y su parte una relación que hace de ellos dos seres separados, de los
cuales la parte es uno, y el todo es el otro menos esa misma parte. Pero el todo menos una parte no es el todo,
y, mientras esta relación subsista, no hay todo, sino dos partes desiguales. De dOnde resulta que la voluntad
de una de ellas no es tampoco general con relación a la otra.
Pero, cuando todo el pueblo decreta sobre sí mismo sólo se considera a sí mismo, y si se establece entonces
una relación es del objeto en su totalidad, considerado bajo un punto de vista, al objeto en su totalidad bajo
otro punto de vista, sin ninguna división del todo. Por lo cual la materia objeto de decreto es general, al igual
que la voluntad que decreta. A este acto es al que yo llamo una ley. (…)
De conformidad con esta idea, es obvio que no hay que preguntar a quién corresponde hacer las leyes, puesto
que son actos de la voluntad general, ni si el príncipe está por encima de las leyes, puesto que es miembro del
Estado, ni si la ley puede ser injusta, puesto que nadie es injusto con respecto a sí mismo, ni cómo se puede
ser libre y a la vez estar sometido a las leyes, puesto que no son éstas sino manifestaciones de nuestra
voluntad. Se advierte además que, reuniendo la ley la universalidad de la voluntad y la del objeto, lo que un
hombre cualquiera ordena como jefe no es de modo alguno una ley; lo que ordena el mismo soberano sobre
un objeto particular no es tampoco una ley, sino un decreto; no es un acto de soberanía; sino de magistratura.
Llamo, pues, República a todo Estado regido por leyes, bajo cualquier tipo de administración que pueda
hallarse; porque entonces solamente gobierna el interés público y la cosa pública es algo. Todo gobierno
legítimo es republicano; a continuación explicaré lo que es gobierno.
Las leyes no son sino las condiciones de la asociación civil, y el pueblo, sometido a las leyes, debe ser su
autor; sólo corresponde a los que se asocian regular las condiciones de la sociedad. ¿Pero cómo regularlas
¿Será de común acuerdo, mediante una inspiración súbita? ¿Tiene el cuerpo político algún órgano para
expresar sus voluntades? ¿Quién le dará la previsión necesaria para levantar actas y publicarlas previamente,
o cómo las pronunciará en el momento necesario? ¿Cómo una voluntad ciega, que con frecuencia no sabe lo
que quiere, porque rara vez sabe lo que le conviene, puede acometer por sí misma una empresa tan grande,
tan difícil, como un sistema de legislación? El pueblo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve. La
voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es esclarecido. Es necesario hacerle
ver los objetos tal y como son, y algunas veces tal y como deben parecerle; mostrarle el buen camino que
busca, librarle de las seducciones de las voluntades particulares; aproximar a sus ojos los lugares y los
tiempos; compensar el atractivo de las ventajas presentes sensibles con el peligro de los males alejados
insensibles; enseñar a los unos a conformar sus voluntades a su razón, y enseñar al otro a conocer lo que
quiere. Entonces, de las luces públicas resulta la unión del entendimiento y de la voluntad en el cuerpo social;
el exacto concurso de las partes y, en fin, la mayor fuerza del todo. De aquí nace la necesidad de un
legislador"
"Si se investiga en qué consiste el mayor bien de todos, que debe ser el fin de todo sistema de legislación, se
verá que se reduce a estos dos objetos principales: la libertad y la igualdad. La libertad, porque toda
dependencia particular es fuerza quitada al cuerpo del Estado, la igualdad, porque la libertad no puede
subsistir sin ella.
Ya he dicho lo que es la libertad civil. Respecto a la igualdad, no hay que entender por esta palabra que el
nivel de poder y de riqueza sea absolutamente el mismo, sino que, en cuanto al poder, éste quede por encima
de toda violencia y nunca se ejerza sino en virtud del rango y de las leyes, y en cuanto a la riqueza, que
ningún ciudadano sea suficientemente opulento como para comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para
ser obligado a venderse, lo que supone, por parte de los grandes, moderación de bienes y de crédito, y, por
parte de los pequeños, moderación de avaricia y de codicia.
Esta igualdad, dicen, es una quimera especulativa que no puede existir en la práctica. Pero si el abuso es
inevitable, ¿implica que no pueda al menos reglamentarse? Es precisamente porque la fuerza de las cosas
tiende siempre a destruir la igualdad, por lo que la fuerza de la legislación debe siempre tender a mantenerla.
8
(…) Lo que hace la constitución de un Estado verdaderamente sólida y duradera es que las convergencias
sean tan respetadas que las relaciones naturales y las leyes coincidan en los mismos puntos y que éstas no
hagan, por decirlo así, sino asegurar, acompañar, rectificar a las otras. Pero si el legislador, equivocándose en
su objeto, toma un principio diferente del que nace de la naturaleza de las cosas, si el uno busca la
servidumbre y el otro la libertad, uno la riqueza y el otro la población, uno la paz y el otro las conquistas,
resultará que las leyes se debilitarán insensiblemente, la constitución se alterará y el Estado no dejará de
verse agitado, hasta que sea destruido o cambiado, y hasta que la invencible naturaleza recobre su imperio"
RELIGIÓN CIVIL
"Hay, pues, una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al Soberano, no
precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad sin los cuales es imposible
ser buen ciudadano ni súbdito fiel... Si alguien, después de haber confesado públicamente estos dogmas, se
comporta como si no los creyese, sea condenado a muerte; ha cometido el mayor de los crímenes: ha mentido
ante las leyes.
Los dogmas de la religión civil deben ser simples, poco numerosos, enunciados con precisión, sin
explicaciones ni comentarios. La existencia de la Divinidad poderosa, inteligente, bienhechora, previsora y
providente; la vida futura, la felicidad de los justos, el castigo de los malos; la santidad del contrato social y
de las leyes; éstos son los dogmas positivos. En cuanto a los negativos, los reduzco a uno sólo: la
intolerancia, ésta entra en los cultos que hemos excluido."
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